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Jamie dejó caer la chaqueta sobre el respaldo de la silla, se aflojó la corbata y, como nadie miraba, recorrió con una pequeña pirueta el suelo de la cocina hasta acabar delante de la nevera.

—Oh, sí.

Sacó una botella de Corona, cerró la nevera, cogió el paquete de Silk Cut del cajón bajo la tostadora, salió por la puerta acristalada, se sentó en el banco y encendió un cigarrillo.

Había sido un buen día. El contrato de compraventa se había suscrito. Y los Owen iban a morder el anzuelo. Se les veía en los ojos. Bueno, se le veía a ella en los ojos. Y era claramente ella quien llevaba los pantalones. Además, Carl seguía de baja por culpa de su tobillo roto, de manera que Jamie había estado tratando con los Cohen y estaba bien claro que no iba a cagarla. Al contrario que Carl.

El jardín se veía genial. Para empezar, no había mierda de gato. Quizá las bolitas de boñiga de león funcionaban. Había llovido de camino a casa, de manera que los guijarros del suelo estaban limpios, oscuros y relucientes. Y también las traviesas de tren que rodeaban los arriates elevados. Forsitia, laurel, llantén. Sólo Dios sabía por qué plantaba césped la gente. ¿No era acaso el objetivo de un jardín sentarse en él y no hacer nada?

Se oía una melodía reggae a lo lejos, unos jardines más allá. Lo bastante alto para transmitir esa perezosa sensación estival. Pero no lo bastante como para desear que la apagaran.

Tomó un sorbo de cerveza.

Una extraña burbuja naranja apareció sobre el tejado a dos aguas de la casa de enfrente. Se transformó lentamente en un globo de aire caliente y flotó hacia el oeste por detrás de las ramas del cerezo. Apareció un segundo globo, rojo esta vez, con la forma de un extintor gigantesco. Uno por uno, el cielo se llenó de globos.

Jamie exhaló una pequeña bocanada de humo y la observó alejarse hacia un lado, manteniendo su forma hasta derramarse sobre la parte superior de la barbacoa.

La vida era prácticamente perfecta. Tenía ese piso. Tenía el jardín. Con una dama anciana de precaria salud a la izquierda. Unos cristianos a la derecha (uno podía decir lo que quisiera de los cristianos, pero no cantaban al estilo tirolés cuando follaban como los alemanes que habían vivido ahí antes). Gimnasio martes y jueves, Tony tres noches por semana.

Le dio otra calada al cigarrillo.

Se oía cantar a un pájaro, además del reggae. A los diez habría reconocido de qué especie era. Ahora no tenía ni idea. Pero no importaba. Era un buen sonido. Natural. Relajante.

Tony estaría ahí en media hora. Irían a comer algo al Carpenter’s. A la vuelta pararían en Blockbuster para coger un DVD. Si Tony no estaba muy reventado, quizá echarían un polvo.

En un jardín cercano un niño daba pelotazos contra una pared. Chas. Chas. Chas.

Todo parecía suspendido en alguna clase de equilibrio. Estaba claro que alguien iba a aparecer y fastidiarlo, porque eso era lo que hacía la gente. Pero de momento…

Sintió una punzada de hambre y se preguntó si quedarían Pringles. Se levantó y entró en la casa.