8

Estar solo en una habitación a oscuras no era tanto consuelo como George había esperado. Se tendió en la cama y observó una mosca describir giros al azar en el aire gris y lleno de motitas. Para su sorpresa echaba de menos que Katie le chillase. Lo ideal habría sido chillar un poco él también. Le parecía algo terapéutico. Pero lo de chillar nunca se le había dado muy bien. De manera que ser el receptor era probablemente lo más cerca que iba a llegar de conseguirlo.

La mosca se posó en las borlas de la pantalla de la lámpara.

Todo iba a salir bien. Jean no iba a hacerlo acudir al médico. Nadie podía obligarlo a hacer nada.

Sólo tenía que decir mentalmente la palabra médico y ya olía a tubos de goma y veía el resplandor fantasmal de las radiografías sobre las pantallas iluminadas, la masa oscura, los médicos en las salitas de color beige con tablillas en las manos y mostrándose diplomáticos.

Tenía que distraerse.

Los ocho estados norteamericanos que empezaban por la letra M.

Maine. Missouri. Maryland. Ése era del que siempre se olvidaba todo el mundo. Montana. Mississippi. ¿O ése era sólo un río?

Se abrió la puerta.

—¿Puedo entrar en tu cueva, abuelo?

Sin esperar respuesta, Jacob cruzó la habitación a toda prisa, se encaramó a la cama y metió las piernas bajo el edredón.

—Así el gran… el gran… monstruo amarillo comemonstruos no podrá pillarnos.

—Creo que estás a salvo —repuso George—. Por aquí no vienen muchos monstruos amarillos.

—Es el monstruo amarillo comemonstruos —puntualizó con firmeza Jacob.

—El monstruo amarillo comemonstruos —repitió George.

—¿Qué es un efalante? —preguntó Jacob.

—Bueno, un efalante en realidad no existe.

—¿Es peludo? —preguntó Jacob.

—No existe, o sea que… no, no es peludo.

—¿Tiene alas?

George siempre se había sentido incómodo en compañía de niños pequeños. Sabía que no eran muy listos. Ahí estaba la cuestión. Por eso era que iban al colegio. Pero sabían oler el miedo. Te miraban a los ojos y te pedían que fueses un conductor de autobús y se hacía difícil quitarse de encima la sospecha de que te estaban pidiendo que pasaras por alguna clase de prueba diabólica.

No había importado cuando Jamie y Katie eran pequeños. No se suponía que el padre tuviese que jugar a taparse los ojos con las manos y decir «¿Dónde está papá?» o a meter la mano en un calcetín y ser la Serpiente Serpentina (Jacob y Jean le tenían un cariño desmedido a la Serpiente Serpentina). Construías una cabaña en un árbol, administrabas justicia y asumías el control de la cometa cuando hacía mucho viento. Y eso era todo.

—¿Tiene un motor a reacción o una hélice? —quiso saber Jacob.

—¿Qué tiene un motor a reacción o una hélice? —preguntó George.

—Este avión, ¿tiene un motor a reacción o una hélice?

—Bueno, creo que vas a tener que decírmelo tú.

—¿Tú qué crees? —preguntó Jacob.

—Creo que es probable que tenga una hélice.

—No. Tiene un motor a reacción.

Estaban tumbados boca arriba, uno junto al otro, mirando el techo. La mosca había desaparecido. Se percibía un tufillo a pañal mojado. A algo entre caldo de pollo y leche hervida.

—¿Vamos a dormir ahora? —quiso saber Jacob.

—Para serte sincero, Jacob, creo que preferiría seguir hablando.

—¿Te gusta hablar, abuelito?

—A veces —repuso George—. La mayor parte del tiempo me gusta quedarme callado. Pero en este preciso momento creo que prefiero hablar.

—¿Qué es «este precioso momento»?

—Este preciso momento es ahora. Justo después de comer. Por la tarde. De un domingo.

—¿Eres divertido? —preguntó Jacob.

—Creo que la opinión general sería que no soy divertido.

Se abrió la puerta y Ray asomó la cabeza.

—Lo siento, George. Se me ha escapado el chaval.

—No pasa nada. Estábamos hablando, ¿verdad, Jacob?

No estaba nada mal lo de plantarle cara a su futuro yerno en una de las cosas en que Ray era más competente.

Pero de pronto ya no estuvo tan bien porque Ray entró en la habitación y se sentó a los pies de la cama. En la cama que era suya y de Jean.

—Me parece que habéis tenido una gran idea, chicos, con lo de no levantar cabeza.

Ray se tendió en la cama.

Y fue entonces cuando el problema con los niños coincidió con el problema con Ray. Uno tenía la impresión, a veces, de que había partes de su cerebro que simplemente faltaban, de que bien podía entrar en el cuarto de baño en busca de una toalla cuando tú estabas sentado en el váter y no tener la más mínima idea de por qué era eso inadecuado.

Jacob se puso en pie.

—Juguemos al corro de la patata.

Y ahí estaba. La prueba. Empezabas una conversación benigna sobre efalantes y antes de que te dieras cuenta te veías acorralado en alguna payasada bochornosa.

—Vale —dijo Ray poniéndose de rodillas.

Virgen santa, se dijo George. Seguro que eso no iba a incluirlo a él, ¿no?

—¿George?

Pues sí.

Se puso de rodillas, Jacob le agarró la mano izquierda y Ray le agarró la derecha. Confió sinceramente en que Jean o Katie no entraran en la habitación mientras tenía lugar esa escena.

Jacob empezó a dar botes.

—Al corro de la patata, comeremos ensalada…

Ray se unió a la canción.

—Como comen los señores, naranjitas y limones…

George movió los hombros de arriba abajo al ritmo de la melodía.

—Achupé, achupé. Sentadito me quedé.

Jacob dio un salto en el aire y cayó chillando sobre el edredón con Ray. George, que había abandonado toda esperanza de huir de aquello con alguna dignidad, se dejó caer hacia atrás sobre la almohada.

Jacob reía. Ray reía. Y a George se le ocurrió que si fuera capaz de encontrar el picaporte quizá podría abrir la puerta secreta y deslizarse por aquel largo tobogán de vuelta a la infancia, y que alguien se ocuparía de cuidarlo y estaría a salvo.

—Otra vez —exclamó Jacob poniéndose de nuevo en pie—. Otra vez, otra vez, otra vez…