7

Hubo un entrechocar de platos y Jean se volvió para descubrir que George se había esfumado.

Al cabo de unos cinco segundos de atónito silencio Jacob alzó la vista de su autobús y preguntó:

—¿Dónde está el abuelito?

—En el jardín —repuso Ray.

—Exacto —dijo Katie apretando los dientes.

Jean trató de interceptarla.

—Katie…

Pero era demasiado tarde. Katie se levantó y salió a grandes zancadas de la habitación en busca de su padre. Hubo un segundo silencio breve.

—¿Está mami también en el jardín? —quiso saber Jacob.

Jean miró a Ray.

—Siento todo esto.

Ray miró a Jacob.

—A veces tu mami se exalta un poco.

—¿Qué es exaltada? —preguntó Jacob.

—Pues que se enfada, ¿no? —repuso Ray.

Jacob pensó unos instantes.

—¿Podemos sacar el submarino?

—Venga, vamos, capitán.

Cuando Ray y Jacob llegaron al rellano, Jean fue a la cocina y se acercó a la nevera, desde donde podía ver a Katie sin que la vieran a ella.

—Y del tubito sale agua —exclamó Jacob desde el piso de arriba.

—No me importa lo que pienses tú, papá —Katie caminaba de un lado a otro del patio haciendo aspavientos como una persona demente en una película—. Es mi vida. Voy a casarme con Ray te guste o no.

Resultaba difícil decir con precisión dónde estaba George, o qué estaba haciendo.

—No tienes ni idea. Ni remota idea. Ray es amable. Ray es dulce. Y tú puedes opinar lo que quieras, estás en tu derecho. Pero si tratas de impedir esto, sencillamente lo haremos por nuestra cuenta, ¿de acuerdo?

Katie parecía estar mirando al suelo. George no estaría tumbado, ¿no?

Cuando él salió corriendo de la habitación, Jean asumió que se había derramado crema en los pantalones o que olía a gas y que Katie simplemente se había precipitado en sus conclusiones. Lo cual era de lo más normal. Pero estaba claro que pasaba algo más serio, y le preocupaba.

—¿Y bien? —preguntó Katie al otro lado del cristal.

No hubo respuesta que Jean pudiese oír.

—Por Dios, me rindo.

Katie desapareció de la ventana y se oyeron pisadas en el lateral de la casa. Jean abrió de un tirón la puerta de la nevera y cogió un cartón de leche. Katie irrumpió a través de la puerta, siseó:

—¿Qué diantre le pasa a ese hombre? —y se alejó pasillo abajo.

Jean volvió a dejar la leche y esperó a que George reapareciera. Como no lo hizo, puso la tetera y salió al jardín.

Estaba sentado en el patio con la espalda contra la pared y apretándose los ojos con los dedos, con la misma pinta que aquel hombre escocés que bebía sidra y dormía en la hierba en el exterior del juzgado.

—¿George? —Jean se inclinó ante él.

George se apartó las manos de la cara.

—Oh, eres tú.

—¿Te ocurre algo? —preguntó Jean.

—Es sólo que… tenía dificultades para hablar —repuso George—. Y Katie gritaba mucho.

—¿Te encuentras bien?

—No me siento terriblemente bien, para serte sincero —respondió George.

—¿En qué sentido? —Jean se preguntó si habría estado llorando, pero le pareció ridículo.

—Me cuesta un poco respirar. Necesitaba un poco de aire fresco. Lo siento.

—¿No ha tenido nada que ver con Ray, entonces?

—¿Ray? —preguntó George.

Parecía haber olvidado quién era Ray, y eso también era preocupante.

—No —dijo George—. No ha tenido nada que ver con Ray.

Jean le tocó la rodilla. La sensación fue extraña. A George no le gustaba la compasión. Le gustaba el paracetamol y tener una manta y la habitación para él.

—¿Qué tal te encuentras ahora?

—Un poco mejor. Por hablar contigo.

—Llamaremos al médico y te pediremos hora para mañana —dijo Jean.

—No, el médico no —pidió George con cierta insistencia.

—No seas tonto, George.

Tendió la mano. Él la agarró y se puso lentamente en pie. Estaba temblando.

—Vamos a llevarte adentro.

Jean se sentía inquieta. Habían llegado a esa edad en que las cosas iban mal y no siempre mejoraban. El ataque al corazón de Bob Green. El riñón de Moira Palmer. Pero al menos George le estaba dejando cuidar de él, lo cual suponía un cambio. No recordaba la última vez que habían caminado tomados del brazo de esa manera.

Cruzaron el umbral y se encontraron a Katie de pie en medio de la cocina comiendo hojaldre de fruta de un cuenco. Jean dijo:

—Tu padre no se encuentra muy bien.

Katie aguzó la mirada. Jean continuó:

—Esto no tiene nada que ver con que vayas a casarte con Ray.

Katie miró a George y habló con la boca llena de hojaldre.

—Bueno, y ¿por qué demonios no me lo has dicho?

Jean hizo salir a George al pasillo.

Él le soltó la mano.

—Me parece que voy a subir a echarme un rato.

Las dos mujeres esperaron a oír el chasquido de la puerta del dormitorio sobre sus cabezas. Entonces Katie dejó caer el cuenco vacío en el fregadero.

—Gracias por permitirme quedar como una absoluta imbécil.

—No creo que necesites mi ayuda en ese aspecto.