5

La idea les horrorizó. Como era de esperar. Katie se dio cuenta.

Bueno, pues que se conformaran. Tiempo atrás habría perdido los estribos. De hecho, una parte de ella añoraba ser la persona que perdía los estribos. Como si sus estándares estuviesen bajando. Pero llegabas a una etapa en que advertías que era una pérdida de energía tratar de hacer que tus padres cambiaran de opinión sobre lo que fuera.

Ray no era ningún intelectual. No era el hombre más guapo que había conocido nunca. Pero el hombre más guapo que había conocido la había dejado pero que bien jodida.

Y cuando Ray la rodeaba con sus brazos se sentía más segura de lo que se había sentido en mucho tiempo.

Se acordaba de aquella deprimente comida en casa de Lucy. Del tóxico goulash que había preparado Barry. Del amigo borracho que le había tocado el culo en la cocina y del ataque de asma de Lucy. De haber mirado por la ventana y visto a Ray con Jacob en los hombros, corriendo por el jardín y saltando sobre la carretilla volcada. Y de haber llorado ante la idea de volver a su minúsculo piso con el hedor a animal muerto.

Entonces Ray había aparecido ante su puerta con un ramo de claveles, lo que la había asustado un poco. No quería entrar. Pero ella había insistido. Por pura vergüenza, sobre todo. Porque no quería quedarse las flores y cerrarle la puerta en las narices. Le había preparado un café y él había dicho que no se le daba muy bien la charla y ella le había preguntado si quería saltársela para ir directamente al sexo. Pero le sonó más gracioso en la cabeza que al decirlo. Y la verdad es que de haber dicho él que de acuerdo, Katie bien podría haber aceptado sólo porque a una le halagaba sentirse deseada, pese a las bolsas bajo los ojos y la camiseta del parque natural de Costwold con manchas de plátano. Pero él lo decía en serio, lo de charlar. Era bueno reparando el reproductor de cassettes y preparando desayunos y organizando excursiones a museos del ferrocarril, y prefería todas esas cosas a la charla intrascendente.

Ray tenía muy mal genio. Había atravesado una puerta de un puñetazo hacia el final de su primer matrimonio y se había roto dos tendones de la muñeca. Pero era uno de los hombres más dulces que conocía.

Un mes después él los llevó a Hartlepool a visitar a su padre y su madrastra. Vivían en una casa de una planta con un jardín que a Jacob le pareció maravilloso por los tres enanitos en torno al estanque ornamental y la glorieta en que uno podía esconderse.

Alan y Barbara la trataban como a la hija del señor feudal, lo cual la puso un poco nerviosa hasta que se dio cuenta de que probablemente trataban igual a todos los extraños. Alan había trabajado en una fábrica de caramelos la mayor parte de su vida. Cuando la madre de Ray murió de cáncer, había empezado a ir a la iglesia a la que acudiera de niño y había conocido a Barbara, que se había divorciado de su marido al volverse alcohólico («aficionarse a la bebida» era la frase que ella utilizaba y que lo hacía sonar a baile folclórico o poda de setos).

Para Katie tenían más aspecto de abuelos (aunque ninguno de sus propios abuelos llevaba tatuajes). Pertenecían a un mundo más antiguo de deferencia y deber. Habían cubierto la pared de su sala de estar con fotografías de Ray y Martin, el mismo número de cada uno pese al pecaminoso desastre en que Martin había convertido su vida. Había una pequeña vitrina con figuritas de porcelana en el comedor y una alfombra con forma de U alrededor del váter.

Barbara preparó un estofado, y luego le hizo unos palitos de pescado a Jacob cuando el niño se quejó de que tenía «grumos». Le preguntaron a Katie qué hacía en Londres y ella explicó que ayudaba a organizar un festival cultural, y sonó fantasioso y vicioso. De manera que les contó la historia del locutor borracho al que habían contratado el año anterior, y se acordó, demasiado tarde, del motivo del divorcio de Barbara y ni siquiera se las apañó para cambiar con elegancia de tema, sino que se interrumpió, avergonzada. Así que fue Barbara quien cambió de tema preguntándole a qué se dedicaban sus padres, y Katie dijo que su padre se había jubilado hacía poco de su puesto de gerente en una pequeña empresa. Iba a dejarlo ahí, pero Jacob dijo: «El abuelo hace columpios», de manera que tuvo que explicar que Shepherds se dedicaba a construir equipamiento para parques infantiles, lo cual sonó mejor que organizar un festival cultural, aunque no tan sólido como ella habría deseado.

Y quizá un par de años antes se habría sentido incómoda y habría querido volver a Londres cuanto antes, pero muchos de sus amigos sin hijos de Londres empezaban a parecerle fantasiosos y viciosos, y era agradable pasar un tiempo con gente que había criado por su cuenta a sus hijos y que escuchaba más de lo que hablaba y que pensaba que la jardinería era más importante que un corte de pelo.

Y quizá eran anticuados. Quizá Ray era anticuado. Quizá no le gustaba pasar la aspiradora. Quizá volvía a meter siempre la caja de tampones en el armario. Pero Graham hacía taichi y había resultado ser un gilipollas.

A Katie le importaba un bledo lo que pensaran sus padres. Además, su madre se estaba tirando a uno de los antiguos colegas de su padre, y su padre fingía que los pañuelos de seda y el aspecto radiante tenían que ver con el nuevo empleo de su madre en la librería. De manera que no estaban en posición de sermonear a nadie en lo que respectaba a las relaciones.

Por Dios, ni siquiera quería pensar en ello.

Todo lo que quería era llegar al final de la comida sin demasiadas fricciones y evitar una truculenta conversación de mujer a mujer mientras fregaban los platos.