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George vertió cemento sobre el pedazo de contrachapado y comprobó que no tuviera grumos con el borde de la paleta.

Era como el miedo a volar.

Cogió un ladrillo, untó de cemento la parte de abajo, lo colocó y lo ladeó suavemente para que quedara bien alineado respecto al nivel de burbuja en vertical.

No le habían preocupado al principio, los vuelos a Palma y Lisboa en aquellos aviones de hélice que tanto se movían. De lo que más se acordaba era del sudoroso queso empaquetado y del rugido de la taza del váter al abrirse a la estratosfera. Entonces, al avión de vuelta de Lyon en 1979 habían tenido que quitarle el hielo de las alas tres veces. Al principio sólo había advertido que todo el mundo en la sala de embarque lo sacaba de quicio (Katie haciendo el pino, Jean yéndose a la tienda libre de impuestos después de que hubiesen anunciado el número de su puerta, el joven de enfrente acariciándose el cabello demasiado largo como si fuese alguna clase de criatura domesticada…). Y cuando embarcaron, algo en el aire enclaustrado y químico de la propia cabina le había hecho sentir una presión en el pecho. Pero sólo cuando rodaban hacia la pista de despegue se había dado cuenta de que el avión iba a sufrir algún catastrófico fallo mecánico en pleno vuelo y de que él iba a dar volteretas en dirección a la tierra durante varios minutos dentro de un gran tubo de acero junto a doscientos extraños que chillaban y se hacían cosas encima, para luego morir en una bola de fuego naranja de acero retorcido.

Recordaba a Katie diciendo: «Mami, creo que a papá le pasa algo», pero parecía hablarle débilmente desde un minúsculo disco solar en la boca del pozo profundísimo en que había caído.

Se obstinó en mirar fijamente el respaldo del asiento de delante, desesperado por imaginar que estaba sentado en su salita de estar. Pero cada pocos minutos oía un repique siniestro y veía una lucecita roja parpadear en el mamparo a su derecha, que informaban en secreto al personal de vuelo de que el piloto luchaba contra algún fatídico fallo en la cabina de mando.

No era que no pudiese hablar, sino más bien que hablar era algo que pasaba en otro mundo del que sólo tenía un recuerdo muy lejano.

En cierto momento Jamie miró por la ventanilla y dijo: «Creo que se está cayendo el ala». Jean siseó: «Por el amor de Dios, crece de una vez», y George sintió de hecho cómo saltaban los remaches y el fuselaje se desprendía como una tonelada de balasto.

Durante varias semanas después de aquello fue incapaz de ver sobrevolar un avión sin sentirse furioso.

Era una reacción natural. Los seres humanos no estaban hechos para que los metieran en latas y los lanzaran al espacio mediante cohetes asistidos por ventiladores.

Colocó otro ladrillo en el ángulo opuesto y luego extendió un cordel entre las partes superiores de los dos para que la hilada le quedara recta.

Por supuesto, se sentía fatal. Eso era lo que hacía la ansiedad, convencerlo a uno de salir bien rápido de las situaciones peligrosas. Leopardos, arañas enormes, hombres extraños cruzando el río con lanzas. Si alguien tenía un problema eran los demás, ahí sentados leyendo el Daily Express y chupando caramelos de fruta como si estuvieran en un gran autobús.

Pero a Jean le gustaba el sol. Y conducir hasta el sur de Francia echaría por tierra unas vacaciones antes de que hubiesen empezado siquiera. Así que necesitaba una estrategia para impedir que el horror hiciera presa en él en mayo y aumentara vertiginosamente hasta acabar en alguna clase de ataque en Heathrow en julio. Squash, largos paseos, cine. Tony Bennett a todo volumen, la primera copa de vino tinto a las seis, una nueva novela de Flashman.

Oyó voces y alzó la vista. Jean, Katie y Ray estaban de pie en el patio como dignatarios que esperasen que él atracara en algún muelle extranjero.

—¿George…?

—Ya voy —quitó el exceso de mortero alrededor del ladrillo recién puesto, para luego devolverlo a la gaveta raspando contra el borde con la paleta y poner la tapa. Se incorporó y cruzó el jardín, limpiándose las manos en un trapo.

—Katie tiene una noticia —explicó Jean con el tono de voz que utilizaba cuando ignoraba la artritis en su rodilla—. Pero no quería dármela hasta que estuvieses aquí.

—Ray y yo vamos a casarnos —dijo Katie.

George tuvo una breve experiencia extrasensorial. Estaba observando el patio desde una altura de cinco metros, viéndose darle un beso a Katie y estrechar la mano de Ray. Fue como caerse de aquella escalera de mano. La forma en que el tiempo transcurrió más despacio. La forma en que su cuerpo supo instintivamente cómo protegerse la cabeza con los brazos.

—Voy a meter champán en la nevera —dijo Jean trotando de vuelta a la casa.

George volvió a entrar en su cuerpo.

—A finales de septiembre —explicó Ray—. Aunque haremos algo sencillo. No queremos causaros muchos problemas a vosotros dos.

—Bien —repuso George—. Bien.

Tendría que pronunciar un discurso en el banquete, un discurso que dijera cosas agradables de Ray. Jamie se negaría a asistir a la boda, Jean se negaría a permitir que Jamie se negara a asistir a la boda. Ray iba a ser un miembro de la familia. Tendrían que verle constantemente. Hasta que se murieran. O emigraran.

¿Qué estaba haciendo Katie? Uno no podía controlar a sus hijos, eso lo sabía. Hacerles comer verdura ya era bastante duro. Pero ¿casarse con Ray? Katie tenía una mención de honor en Filosofía. Y estaba aquel tipo que se le había metido en el coche en Leeds. Su hija le había dado a la policía un trozo de su oreja.

Jacob apareció en el umbral blandiendo un cuchillo del pan.

—Soy un efelante y voy a coger el tren y… y… éstos son mis colmillos.

Katie enarcó las cejas.

—No estoy segura de que sea muy buena idea.

Jacob corrió de vuelta a la cocina chillando de alegría. Katie entró tras él.

—Ven aquí, mico.

Y George se quedó a solas con Ray.

El hermano de Ray estaba en la cárcel.

Ray trabajaba para una empresa de ingeniería que hacía fresadoras de levas altamente especializadas. George no tenía ni la más remota idea de qué era eso.

—Bueno.

—Bueno.

Ray cruzó los brazos.

—Bueno, ¿qué tal va el estudio?

—Aún no se ha venido abajo —George cruzó los brazos, se percató de que estaba copiando a Ray y los descruzó—. Aunque todavía no hay gran cosa para venirse abajo.

Permanecieron en silencio durante muchísimo rato. Ray colocó en su sitio tres guijarros de las losas del suelo con la punta del zapato derecho. El estómago de George hizo un ruido audible. Ray dijo:

—Ya sé qué estás pensando.

Durante un breve y horrorizado instante George pensó que Ray estaba diciendo la verdad.

—En lo de que esté divorciado y todo eso —hizo un mohín y asintió despacio con la cabeza—. Soy un tipo con suerte, George. Ya lo sé. Cuidaré de tu hija. De eso no tienes que preocuparte.

—Estupendo —repuso George.

—Nos gustaría correr nosotros con los gastos —continuó Ray—, a menos que tengáis algún inconveniente. Me refiero a que ya habéis tenido que hacerlo vosotros una vez.

—No. Tú no tendrías que pagar —repuso George, contento de hacer valer un poco sus privilegios—. Katie es nuestra hija. Debemos asegurarnos de que emprenda la partida con estilo —¿la partida? Eso hacía que Katie pareciera un barco.

—Eso es jugar limpio —dijo Ray.

No era simplemente que Ray fuese de clase obrera, o que hablara con un acento norteño bastante marcado. George no era un esnob, y fueran cuales fuesen sus orígenes, a Ray sin duda le había ido bien, a juzgar por el tamaño de su coche y las descripciones de Katie de la casa que compartían.

A George le daba la sensación de que el problema principal era el tamaño de Ray. Parecía una persona corriente a la que hubiesen ampliado. Se movía más despacio que el resto de la gente, de la forma en que lo hacen los animales grandes del zoo. Jirafas. Búfalos. Agachaba la cabeza al pasar por las puertas y tenía lo que Jamie describía, cruel pero acertadamente, como «manos de estrangulador».

Durante sus treinta y cinco años en el sector de la industria manufacturera, George había trabajado con hombres varoniles de toda clase. Hombres robustos, hombres que podían abrir cervezas con los dientes, hombres que habían matado gente durante el servicio militar activo, hombres que, en la encantadora descripción de Ted Monk, se follarían cualquier cosa que estuviese quieta el tiempo suficiente. Y aunque nunca se había sentido del todo cómodo en su compañía, rara vez se había sentido intimidado. Pero al visitarlos Ray, se acordaba de cuando estaba con los amigos de su hermano mayor a los catorce años, de la sospecha de que había un código de virilidad secreto del que él no tenía conocimiento.

—¿Y la luna de miel? —preguntó George.

—En Barcelona —contestó Ray.

—Qué bonito —repuso George, que por un breve instante fue incapaz de recordar en qué país estaba Barcelona—. Muy bonito.

—Eso espero —dijo Ray—. Debería hacer un poco más de fresco en esa época del año.

George preguntó qué tal le iba el trabajo y Ray explicó que habían absorbido una empresa en Cardiff que hacía centros de mecanizado horizontal.

No estaba mal. George podía marcarse el farol de embarcarse en una conversación sobre coches y deportes si le insistían. Pero era como hacer de oveja en el auto de Navidad. Por más que te aplaudieran no iban a conseguir que la cosa te pareciera digna o a impedir que desearas salir corriendo de vuelta a casa a leer un libro sobre fósiles.

—Tienen grandes clientes en Alemania. La empresa pretendía que me pasara el tiempo yendo y viniendo de Múnich. Pero me negué en redondo. Por razones obvias.

La primera vez que Katie lo había traído a casa, Ray había recorrido con un dedo el estante de discos compactos encima de la televisión y había dicho: «De manera que es usted un aficionado al jazz, señor Hall», y George se había sentido como si Ray hubiese encontrado un montón de revistas pornográficas.

Jean apareció en la puerta.

—¿Vas a lavarte y cambiarte antes de comer?

George se volvió hacia Ray.

—Te veo luego —y se alejó para cruzar la cocina y subir por las escaleras hacia la calma alicatada del baño, donde podía encerrarse.