9 de enero
El cielo era un inmenso tazón invertido de nubes grises que describían un arco desde un horizonte plano hasta el otro, el tipo de cielo suspendido en lo alto en el medio oeste norteamericano. En verano, la tierra parecía bañada por un mar de maíz y soja, pero ahora, en las profundidades del invierno, era apenas rastrojo congelado, con parches de nieve sucia y unos pocos árboles solitarios, convertidos en esqueletos.
Las nubes plomizas habían excretado el día entero una perezosa llovizna, más niebla que lluvia. Pero a las dos, la precipitación había amainado, y el vetusto camión reciclado de correos ya no necesitaba usar el único limpiaparabrisas que le funcionaba mientras avanzaba por un camino de tierra de huellas profundas.
—¿Qué dijo el viejo Oakly? —preguntó Bart Winslow, al volante del vehículo. Tanto él como Willy Brown, su compañero que iba sentado en el asiento del acompañante habían pasado los cincuenta años, y podía tomárselos por hermanos. Sus rostros apergaminados evidenciaban toda una vida de trabajo en la granja. Ambos vestían overoles sucios y raídos, que usaban sobre varios rompevientos encimados, y ambos mascaban tabaco.
—No fue mucho lo que dijo —respondió Willy luego de limpiarse con el dorso de la mano algo de saliva del mentón. Que una de sus vacas estaba enferma, nada más.
—¿Cuán enferma?
—Lo suficiente como para estar echada. Tiene una diarrea espantosa.
Con el correr de los años, Bart y Willy habían ascendido, y ya no eran peones de campo sino que se ocupaban de los animales que los granjeros de la zona definían como «de las cuatro M», es decir, muertos, maltrechos, moribundos y minusválidos —en su mayoría vacas—, a los que llevaban a las plantas de procesamiento de restos de animales. No era un empleo muy codiciado, pero ellos no se quejaban.
Al llegar a un oxidado buzón, el camión dobló y tomó por un camino fangoso, flanqueado por cercos de alambre de púas. Un kilómetro más adelante, el camino se ensanchaba al llegar a una pequeña granja. Bart entró con el vehículo, hizo una maniobra de giro y retrocedió hasta la puerta abierta del granero. Cuando Willy y él se bajaron, ya había aparecido Benton Oakly.
—Buenas tardes —saludó Benton, un hombre tan lacónico como Bart y Willy. Había algo en el paisaje que le quitaba a la gente las ganas de hablar. Benton, un hombre alto, con mala dentadura, se mantuvo a cierta distancia de Bart y Willy tal como hizo Shep, su perro. Shep, que había estado ladrando hasta que los recién llegados se bajaron del camión, frunció la nariz debido al olor a muerte y se refugió detrás de su amo.
—Dentro del granero —dijo Benton, y les indicó el camino con la mano antes de entrar con ellos en las profundidades del recinto en penumbra. Deteniéndose ante un corral, señaló hacia el otro lado del cerco.
Bart y Willy se aventuraron a llegar al borde del corral y miraron hacia adentro, frunciendo también ellos la nariz. Había, en el lugar, un espantoso olor a estiércol.
Dentro del corral, yacía una vaca a todas luces enferma, en un charco de diarrea. Levantó su cabeza tambaleante y los miró. La pupila de uno de sus ojos era color gris mármol.
—¿Qué le pasó en el ojo? —quiso saber Willy.
—Lo tiene así desde que era ternera —respondió Benton. Se clavó con algo, creo.
—¿Se descompuso apenas esta mañana? —preguntó Bart.
—Así es, pero hace casi un mes que está dando menos leche. Quiero que se la lleven de aquí antes de que les dé diarrea a las demás vacas.
—Bueno, la llevamos —aceptó Bart.
—¿Siguen siendo veinticinco dólares por llevársela a la planta de procesamiento?
—Sí. ¿Pero podemos rociarla con un poco de agua antes de subirla al camión?
—Desde luego. Allá, contra la pared, hay una manguera.
Willy fue a buscar la manguera mientras Bart abría el portón del corral. Tratando de fijarse bien dónde apoyaba los pies, Bart le dio unos golpecitos en las ancas a la vaca, y esta, sin muchas ganas, se levantó y caminó con andar inseguro.
Willy regresó con la manguera y arrojó a la vaca unos chorros de agua hasta dejarla relativamente limpia. Luego, Bart y él se ubicaron detrás y la obligaron a salir del corral. Con ayuda de Benton, consiguieron hacerla subir al camión. Por último, Willy cerró la puerta trasera del vehículo.
—¿Qué llevan ahí adentro… cuatro reses? —se interesó Benton.
—Sí —respondió Willy—. Las cuatro muertas esta mañana. Hay una infección en la granja Silverton.
—Sáquenlas inmediatamente de mi campo —dijo Benton, atemorizado, al tiempo que le ponía a Bart unos arrugados billetes de dólar en la mano.
Bart y Willy escupieron al dar la vuelta para subir cada uno por su lado respectivo del camión. El cansado motor dejó escapar una bocanada de humo negro antes de movilizar al vehículo.
Como era su costumbre, Bart y Willy no volvieron a hablar hasta que el camión llegó al camino asfaltado. Bart aceleró y pudo poner cuarta.
—¿Estás pensando lo que pienso yo? —dijo.
—Supongo. Esa vaca, después de que la lavamos, no parecía estar tan mal. Si hasta se la notaba mejor que esa otra que vendimos la semana pasada al matadero.
—Incluso podía levantarse y dar unos pasos.
Willy miró su reloj.
—Ya es hora también.
No volvieron a hablar hasta que salieron de la ruta y llegaron a un camino que rodeaba un inmenso edificio comercial de escasa altura, casi sin ventanas. Un pequeño cartel rezaba: HIGGINS Y HANCOCK. Al fondo había un corral vacío, un verdadero lodazal pisoteado.
—Espera aquí —dijo Bart, y estacionó cerca de la manga que unía el corral con la planta industrial.
Bart se bajó y desapareció por la manga. Willy también se bajó, y se apoyó contra la puerta de atrás del camión. Cinco minutos más tarde, reapareció Bart con dos hombres corpulentos, vestidos con guardapolvos blancos manchados de sangre, cascos amarillos de obrero de la construcción y botas de goma amarillas. Ambos llevaban un rótulo con su nombre. El del más robusto decía:
JED STREET. SUPERVISOR.
El del otro:
SALVATORE MORANO. CONTROL DE CALIDAD.
Jed tenía en la mano una tablilla con sujetapapeles.
Bart le hizo una seña a Willy, y este abrió la puerta trasera del camión. Salvatore y Henry se taparon la nariz y espiaron adentro. La vaca enferma levantó la cabeza.
Jed le habló a Bart:
—¿Puede tenerse en pie? —quiso saber.
—Por supuesto, y hasta caminar un poco.
Jed miró a Salvatore.
—¿Qué opinas, Sal?
—¿Dónde está el inspector?
—¿Dónde crees? —repuso Jed—. En el vestuario, adonde se va cada vez que supone que ya pasó el último animal.
Salvatore se levantó el guardapolvo blanco para poder usar una radio que llevaba sujeta del cinturón. La encendió y se la acercó a los labios.
—Gary, ¿se llenó el último tambor maestro con destino al Frigorífico Mercer?
La respuesta: «Casi» llegó acompañada de electricidad estática.
—De acuerdo. Vamos a enviarles un animal más. Con eso va a estar más que suficiente —agregó Salvatore. Luego apagó la radio y miró a Jed—. Manos a la obra —dijo.
Jed hizo un gesto de asentimiento y se dirigió a Bart.
—Cerramos trato, pero como te dije, pagamos nada más que cincuenta dólares.
—Cincuenta está bien —aceptó Bart.
Mientras Bart y Willy se trepaban a la caja del camión, Salvatore regresó por la manga. Sacó del bolsillo un par de tapones para oídos y se los puso. Al entrar en el frigorífico, ya no pensaba más en la vaca enferma sino sólo en la cantidad de formularios que debía llenar antes de poder irse a su casa.
Habiéndose puesto los tapones, ya no lo perturbó más el ruido al atravesar el sector de matanza del frigorífico. Se aproximó a Mark Watson, el supervisor de línea, e hizo que este le prestara atención.
—Está por entrar otra res —gritó para hacerse oír a pesar del ruido, pero es para carne deshuesada, nada más. ¿Entendido?
Mark hizo un círculo juntando el pulgar y el índice para darle a entender que comprendía.
Salvatore cruzó entonces la puerta a prueba de sonido que comunicaba con el sector administrativo del edificio. Al entrar en su oficina, colgó el guardapolvo ensangrentado y el casco. Se sentó a su escritorio y retomó la confección de los formularios.
Concentrado como estaba, no supo cuánto tiempo había pasado cuando de pronto apareció Jed en la puerta.
—Tenemos un pequeño problema.
—¿Ahora qué?
—La cabeza de esa vaca enferma se cayó del riel.
—¿Alguno de los inspectores la vio?
—No. Están en el vestuario, charlando como todos los días.
—Entonces vuelve a ponerla en el riel y límpiala con un chorro de agua.
—De acuerdo. Pensé que debía avisártelo.
—Hiciste bien. Pero para cubrirnos, voy a firmar un Informe sobre Defecto en el Proceso. Dime el número de lote y del animal.
Jed consultó su tablilla.
—Lote treinta y seis, res cincuenta y siete.
—Gracias.
Jed se marchó de la oficina de Salvatore y regresó al sector de matanza. Tocó en el hombro a José, un peón cuya labor consistía en barrer toda la suciedad del piso y tirarla en una de las numerosas rejillas. No hacía mucho tiempo que José trabajaba allí. Conservar a los peones era todo un problema debido al tipo de trabajo que les tocaba.
José no hablaba mucho inglés, y el castellano que Jed hablaba no era mucho mejor, por lo cual tenían que comunicarse por burdos gestos. Jed le dio a entender con un ademán su deseo de que fuera a ayudar a Manuel, uno de los desolladores, a tomar la cabeza ya desollada de la vaca, levantarla del suelo y calzarla en uno de los ganchos que avanzaban en el riel colgante.
A la larga José entendió. Felizmente José y Manuel podían comunicarse sin dificultad, porque la labor requería dos pasos y un considerable esfuerzo. Primero tuvieron que subir hasta la pasarela la cabeza, que pesaba más de cincuenta kilos. Después, debieron treparse ellos también y elevar la cabeza del animal para poder sujetarla de uno de los ganchos móviles.
Jed les hizo el signo de pulgares en alto a ambos hombres que, jadeantes, a último momento casi dejan caer su resbalosa carga. Luego Jed dirigió un chorro de agua hacia la cabeza sucia cuando esta ya avanzaba por el riel. Hasta él, un hombre endurecido por la labor, pensó que el ojo con cataratas le daba a la cabeza desollada un aspecto atroz. Pero se sintió satisfecho por la cantidad de suciedad que pudo eliminar con el agua a presión. Cuando la cabeza atravesó la abertura de la pared rumbo al sector de deshuesado, parecía relativamente limpia.