Miércoles 21 de enero, primeras horas de la tarde
Cuando Kim entró en la habitación, vio a una enfermera a cada lado de la cama de su hija. Una le tomaba la presión sanguínea, y la otra, la temperatura. Becky se retorcía de dolor y lloriqueaba. Tenía una palidez fantasmal. Tracy estaba a un costado, apoyada contra la pared, tapándose la boca con una mano. Estaba casi tan pálida como Becky.
—¿Qué pasó? —preguntó Kim.
Kathleen entró detrás de él.
—No sé —respondió Tracy, con voz dolida. Becky y yo estábamos charlando cuando de repente lanzó un grito. Dijo que sentía un dolor espantoso en el estómago y en el hombro izquierdo. Después le entraron unos temblores.
La enfermera que le tomaba la presión anunció que tenía seis y nueve y medio.
Kathleen fue hasta el otro lado de la cama y le tomó el pulso.
—¿Le avisaron a la doctora Stevens? —preguntó.
—Sí, de inmediato —respondió una de las enfermeras.
—La fiebre le subió a cuarenta y uno —dijo la otra, consternada. Se llamaba Lorraine Phillips. El nombre de su colega era Stephanie Gragoudos.
Kim hizo correr a Lorraine del lado derecho de la cama. Estaba hecho un manojo de nervios. Ver sufrir a su hija le hacía sentir como que lo apuñalaban en el corazón.
—Becky, ¿qué sientes?
—Me duele el estómago, papá —consiguió articular la niña en medio de gemidos. Me duele mucho. ¡Papi, ayúdame, por favor!
Kim le retiró las mantas y, horrorizado, notó una hemorragia subcutánea en el pecho. Buscó con la mirada a Kathleen.
—¿Había visto usted esta púrpura?
Kathleen asintió.
—Sí, la vi.
—Anoche no la tenía —agregó Kim, y luego volvió a dirigirse a Becky—. Dile a papá dónde te duele.
Becky señaló el bajo vientre levemente hacia la derecha. Trató expresamente de no tocarse.
Kim apoyó suavemente los dedos índice, medio y anular sobre el sitio que ella había señalado, y apretó mínimamente. Becky se retorció entera.
—No me toques, papá, por favor —imploró. Kim retiró en el acto la mano. Becky abrió de pronto los ojos, y dejó escapar un grito de dolor de sus labios resecos. Semejante reacción era un signo que Kim no deseaba ver. Se llamaba sensibilidad a la descompresión, y era un claro indicador de peritonitis, o sea, una inflamación de la membrana que tapiza la cavidad abdominal. Y había una sola cosa que podía ocasionar tal catástrofe. Kim se enderezó.
—¡Tiene un abdomen agudo! ¡Está perforada! Sin un instante de vacilación, fue hasta la cabecera de la cama y destrabó las ruedas.
—Que alguien se ocupe de las otras ruedas —gritó—. Usaremos la cama misma como transporte. Hay que llevarla a cirugía.
—Yo creo que habría que esperar a la doctora Stevens —sugirió Kathleen, serena. Le indicó a Stephanie con un gesto que se alejara de la cama y luego se acercó a Kim.
—Al diablo con la doctora Stevens. Esto es una emergencia quirúrgica. Basta ya de palabras. Tenemos que actuar.
Kathleen le apoyó una mano en el brazo, sin prestar atención a la expresión alocada de sus ojos.
—Doctor Reggis, no es usted quien está a cargo aquí. Tiene que serenarse…
En su estado mental alterado, Kim percibía a Kathleen como un obstáculo, no como una colega. Decidido a llevar a Becky cuanto antes al quirófano, literalmente empujó a un costado a Kathleen. Debido a la fuerza que él tenía, y a la poca estatura de ella, sin darse cuenta la arrojó contra la mesa de luz.
Kathleen se aferró de la mesa en un vano intento por mantener el equilibrio, con lo cual lo único que consiguió fue voltear las cosas que había arriba —jarra de agua, vaso, florero y termómetro— todo lo cual fue a parar al piso.
Stephanie salió corriendo al pasillo a gritar pidiendo ayuda, mientras Lorraine trataba de mantener la cama en su ubicación. Pese a que las ruedas de atrás estaban trabadas, Kim había conseguido empujar la cama un trecho hacia la puerta.
Tracy se repuso del shock inicial y tironeó a Kim de un brazo para que soltara la cama.
—¡Kim, basta ya! —le pidió, llorando. Por favor, basta.
Llegaron varias enfermeras, incluso la jefa y un enfermero fornido. Todos convergieron sobre Kim, quien al principio seguía empeñado en empujar la cama hacia el pasillo. Hasta Kathleen se levantó del piso para dar una mano. Cuando vio que lo superaban, Kim soltó la cama, pero no estaba conforme. A los gritos decía que, si alguien no entendía que el estado de Becky era una emergencia quirúrgica, era un incompetente.
—¿Cómo me van a dormir? —preguntó Becky, con voz ya adormilada.
—Van a poner un remedio en el goteo —le contestó Kim. No te preocupes, que no vas a sentir nada. Cuando menos te des cuenta, vas a estar despierta, sintiéndote mucho mejor.
Becky se hallaba en una camilla en el sector de preanestesia. Le habían puesto una cofia en la cabeza, y se la había premedicado, de modo que el dolor y el malestar no eran tan intensos, pero igual le causaba ansiedad la idea de la operación.
Kim se hallaba parado al lado de la camilla, en medio de otras camillas con otros tantos pacientes que aguardaban ser llevados a los respectivos quirófanos. Estaba vestido con el ambo de cirugía, con gorro y botas que le cubrían los zapatos. Había recobrado la compostura luego de la escena que armó en la habitación de Becky una hora y media antes. Le pidió muchísimas disculpas a Kathleen, y ella tuvo la gentileza de decir que comprendía. Claire llegó enseguida, y de inmediato pidió una consulta quirúrgica.
—¿Me voy a curar, papá?
—¿Pero qué dices? —preguntó a su vez Kim, queriendo hacer como que la pregunta era ridícula. Por supuesto que te vas a componer. Ahora te van a abrir como si fuera con un cierre de cremallera, te cosen un pequeño agujerito adentro y eso es todo.
—A lo mejor esto es un castigo porque no quise anotarme en el torneo nacional. Ahora me arrepiento de no haberlo hecho. Tú querías que me inscribiera.
A Kim se le atragantaron unas lágrimas que amenazaban con brotar de sus ojos. Hubo un momento en que tuvo que desviar la mirada para recuperar el dominio de sí y tratar de hallar una respuesta. Le resultaba difícil hablarle a su hija del destino cuando él mismo no le encontraba una explicación. Apenas unos días atrás, ella era el compendio de toda la lozanía juvenil; ahora, en cambio, estaba haciendo equilibrio al borde del precipicio. ¿Por qué? —se preguntó.
—Le voy a decir a mamá que me traiga la solicitud. —No te preocupes por el torneo nacional. No me interesa. Lo único que me importa eres tú.
—Bueno, Becky —se oyó que decía una voz alegre. Hora de que te arreglemos.
Kim levantó la cabeza. Jane Flanagan, la anestesista, y James O’Donnell, el cirujano gastrointestinal, habían aparecido desde las profundidades del quirófano y se acercaron a la camilla. Jane fue hasta una punta y destrabó las ruedas.
Becky aferró la mano de su padre con sorprendente fuerza, teniendo en cuenta la cantidad de premedicación recibida.
—¿Me va a doler, papi?
—No, si la que te atiende es Jane —dijo James, que había oído la pregunta. Es la mejor hechicera que conozco.
—Hasta voy a dar órdenes de que tengas un sueño lindo —bromeó Jane.
Kim conocía y admiraba a ambos profesionales. Con Jane había trabajado en numerosos casos, y junto con James había integrado múltiples comisiones hospitalarias. James había estado en el Samaritano junto con Kim, y tenía fama de ser el mejor cirujano gastrointestinal de la ciudad. Kim se sintió aliviado cuando él aceptó dejar todos los compromisos que tenía esa tarde para ir a operar a Becky.
James aferró la camilla desde los pies. Jane, que iba caminando para atrás, y James que guiaba, empujaron a Becky hacia las puertas rebatibles que llevaban al pasillo de los quirófanos.
Kim caminaba al costado. Becky seguía apretándole la mano. Jane empujó con las nalgas para abrir las puertas. Cuando la camilla ingresó, James estiró un brazo y sujetó a Kim para impedirle que pasara. Las puertas se cerraron tras Becky y Jane.
Kim miró esa mano que lo sujetaba del brazo y luego posó sus ojos en la cara de James. Este no era tan alto como Kim, pero sí más corpulento. Tenía pecas en el puente de la nariz.
—¿Qué haces? Suéltame el brazo, James.
—Me enteré de lo que pasó abajo. Creo que lo mejor es que no entres en el quirófano.
—Pero yo quiero entrar.
—Tal vez, pero no vas a entrar.
—Mierda que no voy a entrar. Esta es mi hija, mi única hija.
—Precisamente. Te quedas aquí, en la sala; si no, no la opero. Así de sencillo.
Kim notó que su rostro se enrojecía. Le daba pánico estar acorralado, sin saber bien qué hacer. Ansiaba desesperadamente que la intervención la hiciera James, pero le aterraba separarse de Becky.
—Tienes que decidirte. Cuanto más te demores, peor es para Becky.
Airadamente Kim soltó su brazo y, sin decir una palabra más, se alejó hacia el vestuario de cirugía.
Al atravesar la sala, no miró los rostros de las personas que allí había. Estaba demasiado trastornado. Pero no pasó inadvertido.
Ya en el vestuario, fue derecho al lavabo y lo llenó de agua fría que se echó abundantemente sobre la cara. Luego se enderezó y se miró en el espejo. Por sobre su hombro alcanzó a ver la cara adusta de Forrester Biddle.
—Quiero hablar con usted —dijo Forrester, con su voz cortante.
—Hable —respondió Kim. Sacó una toalla y se secó la cara, pero no se dio vuelta.
—Después de que le imploré que no expresara sus opiniones en los medios, veo con consternación que Kelly Anderson una vez más cita sus palabras en el noticiario de las once.
Kim soltó una risita que nada tenía de alegre.
—Muy curioso, teniendo en cuenta que me negué a hablar con ella.
—Según dice, usted opina que AmeriCare cerró el servicio de guardia del Samaritano para reducir costos y aumentar las ganancias obligando a todo el mundo a utilizar el sobresaturado servicio de guardia que tenemos aquí, en el Centro Médico Universitario.
—Eso no lo dije yo sino ella. —Ella citó palabras suyas.
—Una situación muy extraña —comentó Kim como restándole importancia. Dado su estado de ánimo alterado, le producían un placer perverso la indignación y los aires de superioridad de Forrester. Por ende, no se sentía propenso a defenderse, aunque el incidente aumentó en él la decisión de no volver a hablar nunca más con la periodista.
—Se lo vuelvo a advertir —anunció Forrester—. A la administración, y a mí mismo, se nos está acabando la paciencia.
—Bien. Considéreme advertido.
La boca tensa de Forrester se convirtió apenas en una línea crispada.
—Usted puede llegar a ser muy irritante —dijo. Permítame recordarle que, por el solo hecho de que haya dirigido el departamento en el Samaritano no debe suponer que va a recibir igual tratamiento aquí.
—Eso es evidente —dijo Kim. Arrojó la toalla en el cesto y se marchó, sin dirigir ni una mirada más a su interlocutor.
Usando el teléfono que había en una de las cabinas de dictado para evitar a Forrester, llamó a Ginger y le avisó que no volvería al consultorio. Ella le dijo que ya se lo había imaginado, razón por la cual había enviado de vuelta a sus casas a todos los pacientes.
—¿Se fastidiaron mucho? —quiso saber Kim.
—¿Es muy importante que te lo conteste? Por supuesto que se fastidiaron, pero cuando les dije que se trataba de una emergencia, comprendieron. Espero que no te moleste que les haya dicho que el problema era con tu hija. Sabía que así ellos se iban a solidarizar.
—Supongo que está bien —respondió Kim, aunque no le gustaba mezclar su vida privada con su vida profesional.
—¿Cómo está Becky?
Kim le explicó lo que había pasado, y le contó que en esos momentos la estaban operando.
—Cuánto lo siento. ¿Hay algo que pueda hacer yo? —se ofreció Ginger.
—No se me ocurre nada.
—Llámame. Después de hacer aerobics voy a estar en casa.
—Bueno —aceptó Kim, y cortó.
Como se conocía bien y sabía que no era capaz de quedarse de brazos cruzados mientras Becky se hallaba en cirugía, fue a la biblioteca del hospital. Tenía mucho que leer. Se había propuesto saber todo lo posible sobre la E. coli O157 y el SUH.
Kim miró la hora. Era casi medianoche. Volvió a mirar a su hija y se estremeció. La imagen de Becky resultaba distorsionada por una sonda nasogástrica, un tubito transparente que le salía de una fosa nasal para succión a baja presión. El pelo oscuro y levemente ondulado de la niña enmarcaba su rostro por lo demás angelical. Tracy había estado casi una hora entera peinándoselo. Eso a Becky siempre le había gustado, y vino muy bien que lo hiciera. Becky dormía profundamente, y por el momento parecía la imagen de la tranquilidad.
Kim estaba parado a un costado de la cama. Iluminaba la habitación el reflejo tenue de la lucecita nocturna, igual que a primera hora de la mañana. Kim se sentía mental y físicamente agotado.
Tracy se hallaba del otro lado de la cama, sentada en uno de los dos sillones con tapizado plástico que allí había. Tenía los ojos cerrados, pero Kim sabía que no estaba dormida.
La puerta se abrió sin producir ruido. Janet Emery, la robusta enfermera nocturna, entró con su pelo rubio que brillaba bajo la media luz. No dijo ni una palabra, sino que se acercó al costado de la cama, del lado de enfrente de Kim. Las suelas de sus zapatos eran de goma, de modo que sus pisadas resultaban inaudibles. Valiéndose de una linternita, tomó la presión, el pulso y la temperatura de Becky. La niña se agitó un poco, pero en el acto volvió a dormirse.
—Todo sigue normal —dijo Janet, en voz baja.
Kim hizo un gesto de asentimiento.
—Tal vez les convendría volver a su casa —prosiguió Janet—. Yo me encargo de cuidar bien a este angelito.
—Gracias, pero prefiero quedarme —dijo Kim.
—Me da la impresión de que les vendría bien un poco de descanso. Ha sido un día muy largo.
—Usted ocúpese de lo suyo, no más —murmuró Kim.
—Eso desde luego —agregó ella, en tono jovial. Se encaminó a la puerta, y calladamente se marchó.
Tracy abrió los ojos, miró a Kim y lo notó sumamente tenso, todo despeinado y con la barba algo crecida ya. La luz nocturna ubicada cerca del piso acentuaba lo demacrado de sus mejillas, y hacía que las cuencas de sus ojos parecieran agujeros vacíos.
—¡Kim! ¿No te puedes dominar? Tu actitud no ayuda a nadie, ni siquiera a ti mismo.
Tracy esperaba una respuesta, pero no la recibió. Kim parecía una estatua que simbolizaba el frenesí de la angustia. Tracy lanzó entonces un suspiro y se desperezó.
—¿Cómo está Becky? —quiso saber.
—Resistiendo. La operación solucionó por lo menos el problema más inmediato.
La operación en sí no había sido demasiado larga. De hecho, James le informó a Kim que lo que había insumido más tiempo era una concienzuda irrigación del abdomen de Becky para disminuir las posibilidades de infección. Luego de la cirugía, dejaron a la niña un rato en la sala de recuperación antes de llevarla de vuelta al piso. Kim volvió a pedir que la pusieran en terapia intensiva, pero una vez más se lo negaron.
—Hablemos de nuevo sobre la colostomía, Kim. Dijiste que podían cerrarla dentro de dos o tres semanas.
—Más o menos. Si todo sale bien.
—Para Becky fue una impresión terrible —continuó Tracy—. Lo mismo que el tubo de la nariz. Le cuesta mucho aceptar todo esto. Y para peor, se siente traicionada porque nadie le advirtió que podían pasar estas cosas.
—No se lo pudo evitar —se apresuró a justificar Kim. Luego se sentó en un sillón similar al de Tracy. Con los codos en los apoyabrazos de madera, hundió el rostro en sus manos. Lo único que Tracy alcanzaba a verle era la parte superior de la cabeza que sobresalía de la cama. Él no se movía. La escultura de frenesí angustiado había asumido otra pose, incluso más expresiva.
Al mirar esa pose de desánimo no tuvo más remedio que pensar en la situación desde la óptica de Kim. Ella, como terapeuta, se daba cuenta de lo difícil que debía de ser para él, teniendo en cuenta no sólo su profesión de cirujano sino, más importante aún, su narcisismo. En ese instante, todo el enojo que él le inspiraba se derritió.
—Kim, tendrías que irte a tu casa. Creo que necesitas poner un poco de distancia, y también descansar. Además, mañana tienes pacientes que atender. Yo puedo quedarme. Falto a clase, no más.
—Aunque me fuera a casa no podría dormir —respondió él, sin levantar la cara de las manos. Ahora sé demasiado.
Todo el tiempo que Becky estuvo en cirugía, Kim se lo había pasado en la biblioteca del hospital, investigando sobre el SUH.
—Estoy empezando a apreciar lo difícil que es esto para ti más allá de tu profesión de médico —expresó Tracy, sincera.
Kim dejó de taparse la cara y la miró.
—Por favor, no me des una de tus típicas conferencias psicológicas. ¡Ahora no!
—Llámalo como quieras. Pero me estoy dando cuenta de que esta es quizás la primera vez en la vida en que te enfrentas con un problema importante que no puedes solucionar con tu fuerza de voluntad ni con tu gran pericia médica. Y esto te lo hace mucho más difícil.
—Y me imagino que a ti todo esto no te afecta.
—Muy por el contrario; me afecta terriblemente. Pero es distinto en tu caso. Tienes que plantearte la posibilidad de nuevos límites, nuevos escollos que te impiden hacer algo por Becky. Y eso te afecta mucho.
Kim parpadeó. Toda la vida había odiado las teorizaciones psicológicas de su mujer, pero en ese momento tenía que reconocer que lo que ella decía tenía cierto grado de sensatez.