Miércoles, 21 de enero
Kim entró en la playa de estacionamiento del hospital minutos después de las seis de la mañana. No había pasado por su consultorio, como acostumbraba hacer, pues estaba ansioso por ir a ver a Becky y cerciorarse de que todo anduviera bien.
La noche anterior las cosas habían terminado bien después del desagradable episodio con David Washington. La doctora Claire Stevens llegó a la guardia menos de media hora después de que la llamaran. En el ínterin, Kim llamó por segunda vez a George Turner. Eso le dio la oportunidad de pedirle su opinión sobre el pediatra. George convalidó el parecer de Claude, lo cual dejó aliviados a Kim y Tracy.
Claire era una mujer delgada y alta, casi de la misma estatura que Kim. Tenía unas facciones afiladas que contradecían su manera de ser afable, tranquilizadora. La impresión personal que tuvo Kim concordó con las referencias profesionales sobre su trayectoria. Era una mujer aproximadamente de su misma edad, lo cual implicaba muchos años de experiencia clínica. Y lo que es más, se advertía de inmediato su competencia. Asimismo importante fue el hecho de que en el acto estableció una buena relación con Becky.
Kim entró en la habitación de Becky. Había una lucecita nocturna ubicada cerca del piso, que se reflejaba en el techo y bañaba el cuarto entero de un resplandor tenue. Se acercó calladamente a la cama y observó a su hija, que dormía. El aura de pelo castaño hacía que el rostro pareciera color marfil. Su transparencia le daba a la niña un aspecto frágil, como de porcelana.
Kim sabía que, dadas las circunstancias, convenía que Becky estuviera internada. Al mismo tiempo, el hecho de que estuviera allí le causaba una preocupación adicional. Su amplia experiencia le enseñaba que el hospital constituye un medio donde pueden acechar los horrores.
La respiración de Becky era pareja y profunda. El goteo se deslizaba lentamente. Contento de verla descansar tan bien, se marchó en silencio. No quería causarle trastornos.
Una vez en el office de las enfermeras, retiró la historia clínica de su hija. Leyó las notas que había dictado Claude y luego las anotaciones de las propias enfermeras. Se enteró de que Becky se había levantado dos veces por la noche con diarrea. Se hacía mención de sangre, pero eso sólo lo decía Becky. Ninguna de las enfermeras la había visto.
Luego se fijó en la hoja de tratamiento y quedó satisfecho al ver que Claire había cumplido su palabra, es decir, que pidió una consulta con un gastroenterólogo infantil para ese día.
—Esa nena sí que es un amor —dijo una voz cadenciosa. Kim levantó la mirada y por el rabillo del ojo vio a una enfermera robusta, con la cara colorada producto de hacer algún esfuerzo físico. Era rubia, tenía una permanente de rulos muy pequeños y hoyuelos en las mejillas. Su nombre era Janet Emery, según se podía leer en la etiqueta que llevaba prendida.
—¿Usted la fue a mirar? —quiso saber Kim.
—Sí. Su habitación queda dentro de mi sector. Es muy amorosa.
—¿Cómo la nota?
—Bien… supongo —respondió Janet sin mucha convicción.
—Su impresión no es muy alentadora —dijo Kim. Una partícula de miedo le corrió por la espalda produciéndole un involuntario estremecimiento.
—La última vez que se levantó parecía muy débil. Desde luego, puede haber sido porque estaba dormida. Me tocó el timbre para que la ayudara a volver a la cama.
—Según dice aquí, usted no llegó a ver cuánta sangre puede haber despedido.
—No, no vi. Pobrecita, le da mucha vergüenza. Yo le dije que después de ir al baño no apretara el botón, pero igual lo aprieta. ¿Qué puede hacer uno?
Kim se hizo el propósito de conversar con Claire sobre ese problema, y también con Becky. Sería importante saber si se trataba de manchitas de sangre o de algo peor.
—¿Usted es un especialista de consulta en este caso?
—No. Soy el doctor Reggis, el papá de Becky.
—Ay, Dios mío, pensé que era un profesional de consulta. Espero no haber dicho nada inconveniente.
—En absoluto. Me da la impresión de que Becky le cae bien.
—Muchísimo —respondió Janet—. Me encantan los chicos. Por eso trabajo en este piso.
Kim se marchó para hacer las visitas a sus pacientes internados y luego concurrir a las reuniones de hospital planeadas para esa mañana. Al igual que los lunes, los miércoles eran días en los que debía cumplir numerosas responsabilidades administrativas. Por consiguiente, eran casi las diez cuando volvió al piso de Becky. El empleado del piso le informó que habían llevado a la niña a rayos. Además, que había llegado Tracy y estaba con ella.
—¿Qué sabe de la consulta con el gastroenterólogo?
—Se pidió la consulta, si a eso se refiere.
—¿No tiene idea de cuándo será?
—Esta tarde, supongo.
—Le pido un favor: llámeme cuando venga el especialista —dijo Kim, y le entregó una tarjeta suya.
—Cómo no.
Kim le agradeció y se marchó de prisa a su consultorio. Habría preferido ver a Becky y hablar con ella aunque fuera un instante, pero no tenía tiempo. Ya estaba atrasado, cosa que tomó con filosofía, puesto que se estaba convirtiendo en más habitual que de costumbre.
—¿Alguna pregunta que me quiera hacer, señor Amendola? —dijo Kim.
El señor Amándola era un plomero fornido, de poco más de sesenta años. Se sentía intimidado por la medicina moderna, y horrorizado con el veredicto que le daba Kim: que había que reemplazarle una válvula del corazón. Unas semanas atrás, ni se le ocurría pensar siquiera que tuviese válvulas en el corazón. Hoy, en cambio, luego de experimentar ciertos síntomas atemorizantes, sabía que una de ellas le funcionaba mal, y hasta podía llegar a causarle la muerte.
Kim se pasó la mano por el pelo en gesto nervioso mientras el paciente meditaba su respuesta. Luego dirigió sus ojos hacia el pálido cielo invernal que se veía desde la ventana. Se había quedado preocupado porque, una hora antes, Tracy lo llamó y le comentó que no le veía buen aspecto a Becky, que la notaba con los ojos vidriosos y desanimada.
Como tenía la sala de espera llena de pacientes, lo que hizo Kim fue pedirle a Tracy que llamara a Claire para informarle las novedades. También le pidió que le recordara al empleado del piso que no se olvidara de avisarle no bien llegara el gastroenterólogo.
—Tal vez me convendría hablar con mis hijos —dijo el señor Amendola.
—Perdón… —dijo Kim. Ya no se acordaba de lo que le había preguntado al hombre.
—Con mis hijos. Mejor les pregunto qué quieren que haga el viejo.
—Buena idea —afirmó Kim, y se puso de pie. Chárlelo con su familia. Si tiene alguna pregunta, llámeme, no más.
Acompañó a Amendola a la puerta.
—¿Seguro que los estudios que me hizo son correctos? A lo mejor la válvula no está tan mal.
—Está muy mal. No se olvide de que hubo una segunda opinión.
—Es cierto —aceptó el hombre, resignado. Bueno, vengo en otro momento.
Kim esperó en el pasillo hasta estar seguro de que el hombre fuera ya camino a la recepción. Luego sacó la historia clínica del siguiente paciente de la gaveta instalada en la puerta del segundo consultorio.
Todavía no había tenido tiempo de leer el nombre, cuando apareció Ginger al final del pasillo. Tuvo que hacerse a un lado para dejar pasar al señor Amendola.
—Acaba de llamar el empleado del piso de Becky. Dice que el gastro… no sé cuánto la está revisando en este mismo momento.
—Entonces me voy —se apresuró a decir Kim. Volvió a poner la historia en su gaveta y se dirigió a su despacho. Mientras sacaba el saco del placard, entró Ginger.
—¿Adónde te vas? —quiso saber.
—De nuevo al hospital.
—¿A qué hora vuelves?
—No sé. —Se puso también el abrigo de invierno—. Avísale a Cheryl, para que el paciente no se quede esperando.
—¿Qué hago con los demás?
—Diles que se presentó una emergencia. Voy a volver, pero no antes de una hora y media, más o menos.
Tomó las llaves del auto y salió por la puerta de atrás.
Ginger movió la cabeza a derecha e izquierda. Era ella la que tenía que enfrentar a los pacientes, y sabía cuánto se iban a fastidiar, sobre todo los que venían de otras localidades.
—Arréglatelas como puedas —agregó Kim, como si le leyera los pensamientos.
Se encaminó de prisa a su auto, subió, lo puso en marcha y avanzó por la calle congestionada. Iba tocando bocina, entrando y saliendo de su carril. Se sentía desesperado, máxime después de oír el comentario de Tracy, y no quería perder la oportunidad de hablar personalmente con el especialista.
Ya en el hall del hospital, apretó varias veces el botón del ascensor, como si con eso pudiera conseguir que este llegara más rápido. Varias personas lo observaron con aire suspicaz.
Al llegar al piso de Becky, literalmente corrió por el pasillo. Entró jadeante en la habitación. Vio que Tracy estaba parada a un costado, conversando con una mujer de guardapolvo blanco. Un breve vistazo le bastó para darse cuenta de que Tracy estaba muy afligida.
Becky se hallaba acostada boca arriba, apoyada contra unas almohadas. Sus ojos oscuros miraban fijo hacia adelante. En ese instante, el único movimiento aparente era el incesante goteo endovenoso.
Kim se acercó a la cama.
—¿Cómo está mi budincito? —preguntó. Tomó la mano de su hija y la levantó. Ella no opuso resistencia.
—Cansada.
—No me extraña, querida. —Instintivamente le tomó el pulso. El ritmo cardíaco estaba normal, casi alto. Tirando suavemente de un párpado, le revisó la conjuntiva. La notó pálida, pero no mucho más que antes. Palpó su piel: no estaba demasiado caliente ni húmeda, y el nivel de hidratación parecía mejor que el de la noche anterior.
Kim sintió que su propio pulso comenzaba a acelerarse. Comprendía lo que había querido decir Tracy. Se advertía un cambio en Becky, y la descripción que hizo Tracy de que la notaba con los ojos vidriosos y desanimada era exacta. Era como si su increíble fuerza vital hubiera quedado en suspenso, dejándola aletargada.
—Voy a conversar con mamá —dijo Kim.
—Bueno —respondió la niña.
Kim se acercó a Tracy y reparó en que ella temblaba levemente.
—Esta es la doctora Kathleen Morgan —dijo Tracy.
—¿Es usted la gastroenteróloga?
—Sí, por cierto.
Kim la estudió con la mirada. En muchos sentidos era la antítesis física de Claire Stevens, aunque las dos parecían aproximadamente de la misma edad. Calculó que debía medir poco más de uno cincuenta. Su rostro redondo y sus rasgos eran delicados. Llevaba anteojos con marco de metal, lo cual le daba una apariencia de maestra de escuela. El pelo castaño exhibía unas prematuras hebras plateadas.
—Dice la doctora que para ella, el caso de Becky es grave —consiguió articular Tracy.
—Ah, qué gran comentario —dijo Kim, con evidente sorna. Grave, ¿eh? Eso no necesito que me lo digan. No estaría internada en este maldito hospital si no lo fuera. Lo que necesito es que alguien me diga qué es lo que tiene y cómo tratarlo y curarlo.
—Del laboratorio me van a avisar no bien tengan un resultado positivo —dijo Kathleen con cautela, sorprendida por la reacción de Kim. Mientras no lo recibamos, estamos con las manos atadas.
—¿Ya la revisó?
—Sí. También leí los resultados de los estudios que se le han hecho.
—¿Y? —dijo Kim, impaciente.
—Hasta ahora coincido con el doctor Faraday. Intoxicación alimentaria bacteriana. —Yo la veo peor.
—Yo también —intervino Tracy—. Le noto un cambio desde anoche. No está bien, no está despabilada.
Kathleen lanzó una miradita incómoda en dirección a Becky, y comprobó con alivio que la niña no prestaba atención a la charla. Sin embargo, propuso que salieran a hablar al pasillo.
—Como es la primera vez que la veo, no puedo hablar sobre ningún cambio —dijo Kathleen. Además, tampoco hay anotaciones de las enfermeras en este sentido.
—Quiero que se la supervise más estrechamente. ¿No convendría pasarla a una habitación aislada, en cuidados intensivos?
—A mí me han hecho una consulta, nada más. Becky está oficialmente bajo la atención de la doctora Claire Stevens, la pediatra de cabecera.
—¿Por qué no la convence usted? —planteó Kim. Anoche lo sugerí yo, pero me dio la sensación de que ella se pone de parte de AmeriCare, y se preocupa por los costos.
—No me parece muy de Claire. Pero le soy sincera, no creo que su hija necesite terapia intensiva. Al menos todavía.
—Muy alentadoras sus palabras. En resumidas cuentas, usted supone que ella va a empeorar, y mientras tanto todos se quedan de brazos cruzados, sin hacer nada.
—Eso no es verdad, doctor —repuso Kathleen, ofendida.
—Claro que sí, doctora Morgan —le espetó Kim, y pronunció el apellido con más desprecio del que sentía. Sí lo es, desde mi punto de vista. Yo en mi condición de cirujano hago un diagnóstico, después intervengo y arreglo las cosas. Es decir, hago algo, mientras que ahora tengo la espantosa sensación de que mi hija va rodando cuesta abajo ante mis ojos, y nadie hace nada.
—¡Basta, Kim! —exclamó Tracy, luchando por contener las lágrimas. Pese a lo angustiada que estaba por Becky, no quería tener que lidiar con la belicosidad de Kim.
—¿Basta qué? —reaccionó él, desafiante.
—¡Basta de pelear! Esta pelea constante con médicos y enfermeras no conduce a nada. Me vuelve loca.
Kim la fulminó con la mirada. No podía creer que ella arremetiera contra él siendo que el tema se relacionaba con el cuidado de Becky.
—¡Doctor Reggis, venga conmigo! —dijo de pronto Kathleen. Hizo un movimiento con la mano y enfiló hacia la oficina de las enfermeras.
—¡Ve! —lo alentó Tracy—. Trata de dominarte.
En el momento en que Tracy volvía a entrar en la habitación, Kim alcanzó a Kathleen, que ya se alejaba y, con rostro contraído, avanzaba a un paso muy veloz para sus piernas cortas.
—¿Adónde me lleva? —quiso saber Kim.
—A la salita contigua al office de las enfermeras. Quiero mostrarle algo. Además, creo que tenemos que hablar usted y yo solos, de médico a médico.
El office bullía de actividad. Las enfermeras diurnas se preparaban para retirarse, y estaban llegando las del turno noche. Kathleen cruzó en medio de la congestión con la soltura que da la práctica. Abrió la puerta de la salita anexa y le hizo señas a Kim de que entrara.
Una vez cerrada la puerta y acalladas las conversaciones, hubo un relativo silencio. La salita era una especie de reducto sin ventanas, con escritorios empotrados y un negatoscopio. En un rincón, se hallaba la cafetera comunitaria.
Sin decir palabra, Kathleen sacó unas radiografías y las colgó del visor. Luego lo encendió. Eran placas de un abdomen infantil.
—¿Son las de Becky? Kathleen asintió.
Kim se acercó y, con su ojo profesional, se puso a observarlas. Tenía más experiencia en estudiar radiografías de tórax, pero igualmente sabía lo básico.
—El intestino parece uniformemente edematoso —dijo, al cabo de unos instantes.
—Exacto —respondió Kathleen. Se había quedado impresionada. Pensó que iba a tener que señalarle la patología—. La mucosa está edematizada en casi toda su extensión. —Kim se enderezó.
—¿Y eso qué le dice? —preguntó. No le gustaba lo que estaba viendo, pero no tenía manera de relacionarlo con los síntomas clínicos.
—Me hace preocupar concretamente que se trate de E. coli 0157:H7. La radiografía sería casi igual si tuviera disentería producida por shigella, pero el paciente seguramente tendría fiebre. Como usted sabe, Becky no tiene nada de fiebre.
—¿No habría que darle antibióticos? Claude Faraday piensa que no, por miedo a perjudicar la flora normal. ¿Usted está de acuerdo?
—Así es. No sólo perjudicarían la flora, sino que bien podrían resultar inútiles. Al no haber fiebre, existe una gran probabilidad de que los microorganismos patógenos ya se hayan retirado de las entrañas.
—Si esto fuera potencialmente una toxemia, ¿cómo se hace para llegar a un diagnóstico?
—Existe la posibilidad de buscar con un análisis la toxina misma, pero lamentablemente AmeriCare no ha autorizado a nuestro laboratorio a practicar ese estudio.
—No me diga que es una cuestión de presupuesto.
—Tengo que confesar que sí. Es uno de esos estudios que, como no se realizan con suficiente frecuencia, AmeriCare no autoriza. No es eficaz en función de los costos.
—¡Dios santo! —reaccionó Kim, y golpeó el escritorio con el puño en gesto de frustración. Si vuelvo a oír hablar una vez más de la relación costo-eficacia, me da un ataque. Desde que se enfermó Becky, que me siento perseguido por las finanzas de AmeriCare.
—Lamentablemente, este tipo de servicio de salud es una realidad que todos debemos enfrentar. Pero en este caso, yo me permití enviar una muestra al laboratorio Sherring. Tendremos los resultados dentro de las cuarenta y ocho horas.
—¡Aleluya! —exclamó Kim. Le agradezco, y discúlpeme por decir que no estaban haciendo nada. No quiero que el dinero sea un impedimento si está en juego la salud de mi hija.
—¿Qué sabe usted sobre esta E. coli en particular y su toxina? —le preguntó Kathleen. Suponiendo que sea eso lo que tiene Becky.
—No mucho. Ni siquiera sabía que los antibióticos no servían para nada. En mi ejercicio de la profesión nunca me he enfrentado con E. coli. Ahora sí: el enterococo resistente a la vancomicina es otro cantar. Los cardiocirujanos le tenemos pánico.
—Entiendo. Yo no estoy familiarizada con el problema del enterococo, pero sí con E. coli 0157:H7. Quizá demasiado familiarizada. Creo que usted y su mujer deben saber que puede llegar a ser sumamente peligroso.
—¿En qué medida? —preguntó Kim, nervioso. No le gustaba cómo sonaba la voz de Kathleen, ni el corolario de lo que decía. Kim ni siquiera se molestó en corregirla y decirle que Tracy y él ya no estaban casados.
—Venga, siéntese —dijo Kathleen. Le costaba mucho encontrar la mejor forma de explicarle sus temores sin perturbarlo indebidamente, pues percibía que el dominio que él tenía de sus emociones era mínimo.
Obediente, Kim se sentó en uno de los sillones de escritorio. No se animó a no hacerlo.
—Si el problema de Becky se relaciona con la E. coli —explicó Kathleen, me preocupa la disminución de plaquetas que ha tenido. Anoche hubo una pequeña reducción, pero luego de habérsela rehidratado, la caída es más evidente, y estadísticamente más importante. Me hace temer que se presente un SUH.
—¿Qué diablos es un SUH?
—Un síndrome urémico hemolítico, al que se lo vincula con las toxinas tipo shigella que la E. coli 0157:H7 es capaz de producir. Este tipo de toxina puede causar una coagulación intravascular diseminada, como también hemolisis severa. Y eso, a su vez, puede llevar a un fallo multiorgánico. Los riñones suelen ser los más afectados, y de ahí el nombre de síndrome urémico.
Lentamente la mandíbula de Kim iba bajando. Estaba azorado. Durante un momento lo único que pudo hacer fue mirar a Kathleen con la vana esperanza de que ella de pronto sonriera y le dijera que todo era un chiste. Pero no lo hizo.
—¿Cree usted que Becky tiene un SUH? —preguntó por fin, con una serenidad que no sentía.
—Digamos que es una preocupación que tengo —respondió ella, tratando de aliviar el impacto. Todavía no hay pruebas. Por el momento, es eso lo que me sugiere mi intuición clínica.
Kim tragó saliva. La boca se le había secado.
—¿Qué podemos hacer? —dijo.
—Lamentablemente, no mucho. Yo ya envié una muestra al laboratorio y les pedí que busquen esa toxina. Entretanto, voy a sugerir una consulta con un hematólogo y un nefrólogo. No creo que sea prematuro tener sus opiniones.
—¡Hagámoslo!
—No se apure, doctor. Recuerde que yo aquí no soy más que una especialista de consulta. El llamado a cualquier otro profesional tiene que hacerlo Claire Stevens. La decisión es de ella. AmeriCare es muy claro en este sentido.
—Bueno, llamemos a Claire, por Dios. Pongámonos en marcha.
—¿Quiere que la llame en este mismo instante?
—Desde luego —contestó Kim. Tomó el teléfono y se lo acercó.
Mientras la doctora hablaba, Kim se llevó ambas manos a la cabeza. Se sentía débil de tanta angustia. El episodio que era una simple molestia —una molestia que hacía sufrir a Becky y había hecho necesaria su internación— ahora se convertía en algo totalmente distinto. Por primera vez en su vida se ponía del lado del paciente en medio de un problema médico importante, problema sobre el que no tenía muchos conocimientos. Iba a tener que aprender, y de prisa. Rápidamente pensó en maneras de hacerlo.
—Claire coincide en un todo —anunció Kathleen luego de cortar. Usted tiene suerte de que le haya tocado Claire. Ella y yo hemos tratado varios casos de SUH en el pasado.
—¿Cuándo verán a Becky los especialistas?
—Apenas Claire los consiga.
—Los quiero ya. ¡Esta misma tarde!
—Doctor Reggis, tiene que serenarse. Por eso lo hice venir aquí, para que pudiéramos hablar con calma, de profesional a profesional.
—No puedo serenarme —reconoció Kim, y exhaló ruidosamente. ¿Con qué grado de frecuencia se presenta el SUH?
—Lamentablemente se está volviendo relativamente común. Suele causarlo la E. coli 0157:H7, de la cual hay unos veinte mil casos por año. Se está volviendo habitual, hasta el punto de ser actualmente el mayor causante de insuficiencia renal aguda en niños.
—¡Santo cielo! —Con gesto nervioso, Kim se frotó el cuero cabelludo—. ¡Veinte mil al año!
—Ese es el cálculo que hace el CDC sobre casos de E. coli 0157:H7. Sólo un porcentaje de ellos presentan luego un SUH.
—¿El SUH alguna vez es fatal? —se sintió obligado Kim a preguntar.
—¿Le parece que tenemos que estar hablando de ese aspecto? —lo interrogó Kathleen a su vez—. Recuerde que el diagnóstico de E. coli todavía no se confirmó. Yo sólo quería prepararlo para tal posibilidad.
—¡Responda mi pregunta, maldita sea! —se acaloró Kim.
Kathleen suspiró, resignada. Supuso que Kim sería sensato, y que preferiría no enterarse de detalles tan perturbadores. Como evidentemente sí quería enterarse, no le dejaba otro camino. Carraspeó.
—Todos los años, mueren entre doscientas y quinientas personas, principalmente niños, a causa de la E. coli O157:H7, y por lo general, con SUH.
Gotas de transpiración asomaron en la frente de Kim. Estaba azorado una vez más.
—Entre doscientas y quinientas muertes anuales —repitió—. Increíble, en especial porque yo nunca había oído hablar del SUH.
—Como le dije, son estimaciones que hace el CDC.
—Con semejante índice de mortalidad, ¿cómo es que esto no es más conocido? —preguntó Kim, una persona que siempre había recurrido a la intelectualización como mecanismo para superar las cargas emocionales de la medicina.
—Eso no se lo puedo responder. Ha habido uno o dos episodios con esta cepa de E. coli que tuvieron gran trascendencia, como el sorpresivo brote que hubo en el 92 y el del Frigorífico Hudson que hubo en el verano del 97. Por qué estos y otros episodios no han despertado la conciencia del público, no sé. Me sorprende mucho.
—Recuerdo esos dos casos. Seguramente yo di por sentado que el gobierno y el Departamento de Agricultura de los Estados Unidos se ocuparían del problema.
Kathleen lanzó una risita burlona.
—Eso es lo que el Departamento de Agricultura y la industria de la carne querían que usted creyera.
—¿Es un problema que se da principalmente con las carnes rojas?
—Con la carne picada, para ser más precisos, cuando no se la cocina el tiempo necesario. Pero también es cierto que algunos casos fueron provocados por algo tan simple como el jugo de manzanas, y hasta por la leche no pasteurizada. El problema principal es el contacto con heces vacunas infectadas.
—No recuerdo que este problema haya existido cuando yo era niño. Yo comía hamburguesas crudas todo el tiempo.
—Es una situación relativamente nueva que se originó a fines de la década del 70, tal vez en la Argentina. Se cree que la bacteria shigella le dio a la E. coli el ADN necesario para crear una toxina tipo shigella.
—Por conjugación bacteriana, supongo.
—Tal cual. La conjugación es el equivalente a la reproducción sexual, un método de entrecruzamiento genético. Pero si hubo fusión, es extraño, porque eso suele darse dentro de una especie. Pero el aspecto verdaderamente asombroso es que, una vez que se formó esta nueva capa de E. coli, se difundió de manera sumamente veloz por todo el planeta. Hoy en día existe en alrededor del tres por ciento de los intestinos de bovinos.
—¿Las vacas infectadas se enferman?
—No necesariamente. Si bien puede causar diarrea bovina, las vacas suelen ser inmunes a la toxina, al menos, sistémicamente.
—¡Qué extraño! ¡Y qué irónico! Cuando la biología molecular estaba en pañales, se avizoraba un panorama funesto que asustaba a todo el mundo: un investigador le iba a otorgar a la bacteria E. coli la capacidad de producir la toxina del botulismo, y luego, en forma inadvertida, se liberarían bacterias que ingresarían en la naturaleza.
—Es una buena analogía, sobre todo teniendo en cuenta que el surgimiento de la E. coli O157:H7 no se puede atribuir únicamente a la naturaleza. El hombre ayudó.
—¿De qué manera? —preguntó Kim.
—Creo que esta E. coli es una consecuencia de las técnicas de cultivo intensivo que se usan hoy en día. La necesidad de proteínas baratas para alimentar a los animales lleva a soluciones creativas pero espantosas. A las vacas se las alimenta con menudos y restos de animales procesados, incluso de ellos mismos. Es muy habitual que hasta se utilicen excrementos de gallina.
—¡Lo dice en broma!
—Ojalá fuera en broma. Y encima, a los animales se les administran antibióticos. Eso crea dentro de sus intestinos un caldo que cría nuevas cepas. De hecho, la E. coli O157:H7 surgió cuando el ADN de la toxina de la shigella original fue transferido junto con el ADN necesario para una forma particular de resistencia a los antibióticos.
Kim sacudió la cabeza, en gesto de incredulidad. Estaba informándose sobre un tema de gran interés, pero de improviso recordó el tema central: la situación de Becky. Eso lo trajo de vuelta a la realidad.
—Aquí lo principal es la presencia de materia fecal bovina principalmente en la carne picada —dijo Kim, en un tono de voz que volvía a su anterior ansiedad.
—Pienso que eso se puede afirmar.
—Entonces creo que sé dónde se lo pescó Becky —prosiguió, enojado. El viernes a la noche comió una hamburguesa cruda en el restaurante Onion Ring.
—Parecería coherente, si bien el período de incubación de la E. coli O157:H7 suele ser más largo, a veces hasta de una semana.
La puerta de la habitación se abrió de golpe, sobresaltando a Kim y Kathleen. Una de las enfermeras se asomó, con cara de preocupación.
—¡Doctora Morgan! —dijo, en tono imperioso. ¡Se ha presentado una emergencia con la paciente Rebecca Reggis!
Kim y Kathleen salieron presurosos y corrieron por el pasillo rumbo a la habitación de Becky.