7

Martes, 20 de enero

La puerta del quirófano número 20 se abrió de golpe, y Kim y Tom salieron a la zona de los lavabos. En el mismo instante, se desataron los barbijos y los dejaron caer sobre su pecho. Luego se enjuagaron el talco de las manos.

—Gracias por darme una mano habiéndote avisado tan a último momento —dijo Tom.

—Un gusto —respondió Kim, con voz sin matices.

Ambos enfilaron por el pasillo hacia la sala de recuperación.

—Te noto muy abatido —dijo Tom. ¿Qué pasa? ¿Te llamó tu contador porque no te alcanzan los ingresos con los nuevos porcentajes de reintegros del Servicio de Asistencia Social?

Kim no se rio. No demostró reacción alguna.

—¿Te sientes bien? —se preocupó Tom, esta vez en serio.

—Supongo. Un cúmulo de mortificaciones, nada más. —Luego pasó a relatarle lo ocurrido la noche anterior en la sala de guardia.

—¡Qué espanto! —comentó después Tom. ¡Qué experiencia horrible! Pero no te eches tanto en cara por haber golpeado a ese tal Barclay Bradford. Yo mismo tuve un pequeño entredicho con él. ¡Administradores! ¿Sabes una cosa? Anoche casualmente estaba leyendo en una revista especializada que en los Estados Unidos actualmente hay un administrador por cada 1,5 médicos o enfermeras. ¿No te parece increíble?

—No. Es una de las grandes razones por las cuales el costo de nuestros servicios de salud es tan alto.

—Precisamente ese era el tema central del artículo. Bueno, te aseguro que comprendo por qué le pegaste a Bradford.

Yo en tu lugar también me habría indignado. ¡Tres horas! Seguro que también le daba una trompada.

—Gracias, Tom. Te agradezco el aliento. Pero lo peor de todo el episodio es que, después de semejante espera e indignación, ni siquiera tuve la oportunidad de hablar con el médico que examinó a Becky.

—¿Cómo está ella hoy?

—Todavía no sé. Ala hora que me levanté esta mañana era demasiado temprano para llamar, y Tracy no se ha comunicado conmigo. Supongo que está mejor. El recuento de glóbulos le dio bien, y no ha tenido fiebre.

—¡Doctor Reggis! —llamó una voz.

Kim se dio vuelta y vio que Deborah Silverman, la jefa de enfermeras de cirugía, le hacía señas, por lo cual se acercó hasta ella.

—Llamó el doctor Biddle cuando usted estaba en el quirófano. Dejó dicho que, apenas saliera, pasara por su oficina.

Kim tomó el papelito con la anotación del mensaje y vio que estaba resaltado con una serie de signos de admiración. Al parecer, era importante.

—¡Ajá! —comentó Tom, por sobre el hombro de su amigo. Todo parece indicar que el jefe va a aumentar tus motivos de fastidio.

Kim y Tom se separaron frente a la puerta de la sala de recuperación. Kim entró en el vestuario de cirugía. Pese a la supuesta urgencia del mensaje de Forrester Biddle, se tomó su tiempo. No era difícil imaginar por qué lo mandaba a llamar. El problema era que, pasado cierto tiempo, Kim ya ni siquiera estaba seguro de comprender su propia conducta.

Se dio una ducha, y mentalmente fue repasando el episodio de la noche anterior. No pudo sacar ninguna conclusión esclarecedora, salvo reconocer que él se había sentido excesivamente estresado. Se vistió con un pijama de cirugía, y desde el teléfono del salón de cirujanos se comunicó con Ginger para organizar los turnos de la tarde. Sólo después se encaminó al despacho del jefe, ubicado en el sector administrativo.

El doctor Forrester Biddle era la quintaesencia del conservador de Nueva Inglaterra. Tenía el aspecto enjuto del predicador puritano, y el temperamento áspero que hacía juego con la apariencia. La única cualidad que lo redimía es que era un excelente cirujano.

—Pase y cierre la puerta —dijo Forrester, cuando entró Kim en el despacho atestado de publicaciones médicas. Tome asiento.

Lo hizo esperar mientras completaba unos papeles. Kim recorrió con los ojos la habitación y sacó en conclusión que el hombre había tenido una oficina mucho mejor como jefe en el Samaritano.

Luego de agregar su firma con gesto ceremonioso, Forrester apoyó la lapicera sobre su escritorio produciendo un ruido semejante a un disparo lejano de arma de fuego.

—Voy a ir derecho al grano —dijo, adoptando una actitud más estricta que de costumbre El comportamiento que tuvo usted anoche en la sala de guardia es una vergüenza para este sector, como para todo el plantel médico.

—Mi hija estaba sufriendo —afirmó Kim sencillamente. Fue una explicación, no un pretexto. No tenía por costumbre demostrar remordimientos.

—No hay excusa que justifique la violencia. El señor Bradford está pensando en la posibilidad de demandarlo, y yo no lo culpo.

—Si hay alguien a quien demandar es a AmeriCare. Tuve que esperar más de tres horas fundamentalmente para que AmeriCare pudiese aumentar sus ganancias.

—Atacar físicamente a un administrador no es el mejor modo de realizar un planteo de orden social, como tampoco lo es, permítame agregar, el hecho de apelar directamente a los medios de comunicación. Yo no pensaba decir nada sobre las declaraciones que le hizo a Kelly Anderson en el noticiario del viernes a la noche, hasta que ocurrió este inexcusable episodio de agresión. Decir públicamente que la idea rectora de la fusión entre el Centro Médico Universitario y el Samaritano fue la de priorizar los ingresos económicos de AmeriCare desprestigia la reputación de este hospital.

Kim se puso de pie. El encuentro no iba a ser un simple intercambio de ideas, y de ninguna manera iba a dejarse reprender como un colegial díscolo.

—Si eso es todo, tengo pacientes que atender.

Forrester empujó su sillón hacia atrás y también se levantó.

—Tenga presente, doctor Reggis, que, con anterioridad a la fusión, este sector analizó seriamente la posibilidad de contratar un cirujano a sueldo, de tiempo completo, para reemplazo de válvulas, que es lo que usted hace. La conducta que ha puesto de manifiesto usted últimamente nos está haciendo reevaluar dicha posibilidad.

Kim giró sobre sus talones y se marchó sin responder. No iba a convalidar semejante comentario. No lo tomó en absoluto como la amenaza que quiso ser. Lo cierto era que, constantemente recibía ofrecimientos para dirigir prestigiosos departamentos de cirugía del país entero. La única razón por la cual todavía se hallaba en el Centro Médico Universitario era por la tenencia compartida de Becky, y porque Tracy no podía mudarse debido a que se había matriculado en una facultad de humanidades.

Pero Kim se había vuelto a enojar. Últimamente ese era su estado de ánimo constante. Salió a grandes trancos del sector administrativo del hospital y prácticamente chocó de frente con Kelly Anderson y Brian, su camarógrafo.

—¡Ah, doctor Reggis! —exclamó Kelly, al parecer muy contenta. Justo el hombre que esperaba ver.

Kim le lanzó una mirada de desagrado y siguió caminando a paso vivo. Kelly dio media vuelta y corrió tras él. Brian trató de ponerse a la par pese a llevar la carga de las cámaras.

—Por Dios, doctor —dijo Kelly, jadeando. ¿Se está entrenando para un maratón? Vaya más despacio, que quiero decirle algo.

—No tengo la menor intención de hablar con usted —dijo Kim.

—Pero quiero oír su versión del episodio de anoche en la guardia.

Kim se detuvo en seco, por lo cual Brian se topó con él. Brian le pidió mil disculpas. Kim no le hizo caso, y observó a Kelly con expresión de asombro.

—¿Cómo diablos hizo para enterarse tan rápido de eso?

—Sorprendido, ¿verdad? —dijo la periodista, con una sonrisa de autocomplacencia. Comprenderá que no puedo revelar mis fuentes. Lo que pasa es que hago tantas notas relacionadas con temas médicos, que cuento con una especie de quinta columna aquí, en el centro médico. Usted se sorprendería si supiera los chismes que me cuentan. Lamentablemente, suelen ser datos muy prosaicos, como por ejemplo quién se acuesta con quién. Pero de vez en cuando me llega alguno valioso, como el episodio suyo de anoche en la guardia. ¡Cirujano del corazón trompea al administrador: eso sí que es noticia!

—No tengo nada que decirle a usted —dijo Kim, y reanudó la marcha.

Kelly lo alcanzó.

—Sin embargo, yo creo que sí. Tener que esperar tres horas en la guardia con una niña enferma constituye una provocación que me gustaría comentar.

—Lo lamento. Acabo de ser reprendido por ese comentario que le hice el otro día. No voy a hablar con usted.

—Veo que a la gerencia no le gusta la verdad. Eso de por sí es muy interesante.

—No voy a hablar con usted —repitió Kim. Ahorre saliva.

—¡Vamos! El hecho de tener que esperar horas en la guardia resultará algo muy conocido a mis televidentes, con el agregado irónico de que esta vez, el que esperaba era un médico. No es necesario que tratemos la parte de la agresión y la trompada, si no quiere.

—Sí, claro, como si se pudiera confiar en su palabra.

—Puede confiar. Yo creo que la causa de haber tenido que esperar tanto rato se origina en el tema de la fusión; es decir, se vincula con el interés económico de AmeriCare. ¿Qué opina usted?

Kim la miró mientras caminaban. Los ojos verde azulados de Kelly lanzaban destellos. Kim tuvo que reconocer que Kelly, pese a ser muy molesta, también era sumamente inteligente.

—Eso lo dijo usted, no yo, así que no cite mis palabras. En este momento, demasiados problemas tengo ya en mi vida como para que encima los aumente. Adiós, señorita Anderson.

Kim traspuso un par de puertas rebatibles que comunicaban con el sector de cirugía. Kelly se detuvo en seco, para alivio de Brian. Ambos estaban casi sin aliento.

—Bueno, al menos hicimos el intento —dijo Kelly—. Esta vez, lo irónico es que honestamente me solidarizo con él. Hace un mes me tocó a mí esperar casi la misma cantidad de tiempo con mi propia hija.

Kim entró en su consultorio por la puerta de atrás. Eso le permitió ingresar en su despacho privado sin tener que pasar por la sala de espera. En el momento en que se sacaba el saco, tomó el teléfono y llamó a Ginger, que se hallaba en recepción.

—Ya estoy de vuelta —le anunció. Con el tubo del teléfono calzado en el hueco del hombro caminó hasta el placard. El cable del aparato era largo, y se lo permitía.

—Tienes la sala de espera llena de pacientes —le informó Ginger. Gracias a la cirugía de emergencia de Tom, llevas unas dos horas de atraso.

—¿Algún mensaje telefónico de importancia? —Consiguió colgar su saco y manoteó la chaqueta blanca de médico.

—Nada que no pueda esperar.

—¿No hay noticias de Tracy?

—No.

—Bueno, que Cheryl empiece a llevar a los pacientes a los consultorios.

Luego de ponerse el guardapolvo y de juntar las lapiceras y demás objetos que llevaba en los bolsillos, llamó por teléfono a Tracy. Mientras esperaba comunicarse, se colgó el estetoscopio al cuello.

Tracy atendió al primer campanillazo como si estuviese al lado mismo del teléfono.

—¿Cómo anda la paciente? —preguntó Kim, en un tono que quiso ser optimista.

—No hay mucho cambio.

—¿Fiebre?

—No.

—¿Retortijones?

—Algunos. Pero conseguí hacerle tomar un poco de caldo de gallina.

Kim estuvo tentado de comentar que Ginger había intentado hacerle beber caldo de gallina el domingo, pero no le pareció prudente. En cambio, dijo:

—Se ve que haces progresos. Seguramente se sentirá mejor muy pronto.

—Eso espero.

—Sería lo más lógico. Al no tener fiebre y no habérsele aumentado los glóbulos blancos, es evidente que su propio organismo superó la infección. Pero tenme al tanto.

—Por supuesto —dijo Tracy. Y agregó—: Perdóname por la forma en que te traté anoche.

—No tienes de qué disculparte.

—Tengo la sensación de haberte dicho cosas muy feas. Estaba muy trastornada.

—Por favor. El que estaba fuera de sí era yo, no tú.

—Te llamo si noto algún cambio.

—Voy a estar aquí o en casa.

Kim cortó. Por primera vez en todo el día se sintió relativamente contento. Salió al pasillo, le sonrió a Cheryl y tomó la primera historia clínica.

Cuando Kim apagó los faros del auto frente a la puerta de su garaje, se encontró sumido en la oscuridad más absoluta. Eran apenas las ocho, pero bien podría haber sido medianoche. No había luna, y la única luz era un tenue resplandor en el horizonte, hacia el este, donde las luces de la ciudad se reflejaban en unas nubes bajas. La casa estaba tan a oscuras que semejaba una inmensa roca.

Al abrir la puerta del auto, se encendieron las luces del interior, que le sirvieron para alzar los envases de comida china que había comprado en el camino de regreso desde el hospital. El último paciente se había ido a las siete y cuarto.

Con los brazos cargados de bandejitas de comida y papelería que esperaba terminar esa noche, enfiló hacia la entrada principal de la casa. Tuvo que avanzar al tacto a lo largo del sendero de lajas. Tan oscuro estaba, que costaba comprender que, durante el verano, a esa misma hora de la noche todavía había sol sobre la ciudad.

Oyó el sonido del teléfono antes de llegar siquiera a la puerta. Sonaba insistente en la penumbra. Sin saber por qué, experimentó una punzada de pánico. Al buscar las llaves, se le cayeron los papeles. Después, no pudo encontrar la llave que correspondía, lo cual lo obligó a apoyar las fuentes para poder utilizar ambas manos. Por último, consiguió abrir la puerta y entró de prisa en la casa.

Con la ayuda de la luz del vestíbulo, recorrió la sala cavernosa, casi vacía, y atendió el teléfono. Experimentaba el terror irracional de que, quienquiera que llamase, fuese a cortar sin darle tiempo de atender. Pero eso no ocurrió. Era Tracy.

—Becky está peor —contó, sin ambages. Se la notaba desesperada, al borde de las lágrimas.

—¿Qué pasó? —preguntó Kim, y sintió que el corazón le daba un vuelco.

—Tuvo una hemorragia. El inodoro quedó lleno de sangre. —¿Está lúcida?

—Sí. La noto más serena que yo. Está tendida en el sofá. —¿Puede caminar? ¿Siente mareos?

—Puede caminar —respondió Tracy, dominándose un poco más. Me alegro de haberte encontrado. Estaba por llamar al 911.

—Súbela al auto y vuelve a la guardia, siempre y cuando estés en condiciones de conducir. De lo contrario, podemos pedir una ambulancia al 911. —Puedo manejar.

—Te encuentro ahí, entonces —dijo Kim y cortó. Corrió luego a la biblioteca, abrió el cajón central de su escritorio. Buscó rápidamente su libreta de direcciones. Cuando la encontró, la abrió en la letra T y fue bajando el dedo hasta llegar a George Turner. Sacó su teléfono celular, marcó el número y apretó el botón de rigor.

Con el teléfono pegado al oído, regresó hasta el auto. Pasó por encima de las bandejas de comida y los papeles, que dejó desparramados sobre el felpudo de entrada.

En el momento en que abría la puerta del auto, lo atendió la señora de Turner. Sin detenerse en muchas introducciones, preguntó por George. Cuando George vino al teléfono, Kim ya estaba dando marcha atrás con el auto.

—Lamento molestarlo —dijo.

—No es molestia —respondió George. ¿Qué ocurre? Espero que nada.

—Me temo que sí. Es decir, no se trata de algo excesivamente problemático… Lo que pasa es que Becky tiene síntomas de disentería: retortijones, diarrea y ahora hemorragia, pero no fiebre. —Qué pena.

—Después que usted se fue, no buscamos otro pediatra —le explicó Kim, con cargo de conciencia. Y los pocos que yo conocía, incluso usted, se fueron de la ciudad. Anoche la llevamos a la guardia del Centro Médico Universitario y tuvimos que esperar tres horas.

—¡Dios mío! Qué espanto.

—Tengo que confesarle que por ese tema le di una trompada a uno de los administradores de AmeriCare. Bueno, a Becky la enviaron a la casa sin nada… ninguna medicación. Tracy acaba de llamarme para decirme que tuvo una hemorragia. No sé cuánto, pero Tracy estaba sumamente nerviosa. Yo voy camino a reunirme con ellas en la guardia. ¿Con quién la hago ver?

—Hmmm. No creo que convenga con un pediatra. Yo le recomendaría con un especialista en enfermedades infecciosas o un gastroenterólogo.

—¿Cuál de los dos? ¿Tiene alguno para recomendar? Los médicos con los que yo me veo no suelen tratar a niños por regla general.

—Hay dos que son excelentes —dijo George. Yo le recomendaría al de enfermedades infecciosas, por lo menos para empezar. Trate de conseguir a Claude Faraday. No va a encontrar a nadie mejor que Claude.

—Gracias, George.

—Un gusto. Lamento no estar yo ahí.

—Yo también lo lamento.

—Téngame al tanto.

—Pierda cuidado.

Kim cortó, y luego usó el discado veloz para llamar al hospital. Le pidió a la operadora que rastreara a Claude Faraday, y con alivio comprobó que el hombre estaba en su casa.

Kim le explicó la situación como lo había hecho con George. Claude escuchó, hizo algunas preguntas pertinentes y luego accedió a ir directamente a la guardia.

Kim se dirigió al predio del hospital. En esta ocasión enfiló derecho al sector reservado para la guardia. Buscó brevemente el Volvo de Tracy; como no lo vio, subió la escalinata y entró.

Tuvo la impresión de que la guardia estaba igual de concurrida que la noche anterior, aunque vio algunas sillas vacías en la sala de espera. Dejó atrás el sector de recepción y enfiló hacia el mostrador de las enfermeras. Al llegar, vio que tanto Molly como Monica se hallaban ahí sentadas. Ambas intercambiaron miraditas nerviosas.

—¿Ya llegó mi hija? —preguntó.

—No la he visto —respondió Molly. Parecía desinteresada y con cierto recelo esta vez.

—Yo tampoco —acotó Monica.

—¿Tenía que venir de nuevo? —preguntó Molly.

Kim no se molestó en contestarle. Se marchó de allí y enfiló a la sala de guardia propiamente dicha.

—¿Eh, adónde va? —le preguntó Molly en tono imperioso. Se levantó con la idea de ir hasta la punta del mostrador e impedirle el paso tal como había hecho la noche anterior, pero Kim ya había pasado. Corrió entonces tras él.

Monica hizo chasquear los dedos para que el oficial de seguridad le prestara atención. Cuando este la miró, señaló con gesto frenético la figura de Kim, que ya desaparecía. El guardia asintió y fue también tras él. En el camino, sacó su radio del estuche.

Kim recorrió todo el primer salón, y fue asomándose en cada consultorio que iba pasando. Molly por fin lo alcanzó.

—¿Adónde va? —le preguntó.

Kim soslayó a la mujer, a la que se había unido también el guardia, y ambos lo siguieron.

—¿Qué debo hacer? —le preguntó el hombre a Molly—. Es un médico…

—No tengo la menor idea —confesó ella.

Kim terminó de revisar los consultorios de un costado y comenzó con los de enfrente, hasta que por fin encontró a David Washington suturando una herida que un niño tenía en una mano. Una enfermera lo ayudaba. David tenía puestos anteojos, y miró a Kim por encima del borde superior.

—Mi hija viene en camino hacia aquí —anunció Kim. Ahora tiene una hemorragia real.

—Cuánto lo lamento. ¿Presión sanguínea y pulso?

—No lo sé. Mi exesposa la trae. Yo todavía no la he visto.

Levantando en el aire las manos dentro de guantes esterilizados, David se volvió hacia Molly y le pidió que preparara una habitación, con un carrito para emergencias y expansores plasmáticos por si acaso hicieran falta. Molly asintió y se marchó.

—Quiero que a mi hija la vean de inmediato —ordenó Kim. Y que se haga una consulta con un especialista en enfermedades infecciosas.

—Doctor Reggis, tratemos de portarnos como amigos. Le agradecería que reconociera que el que manda aquí soy yo.

—Ya hablé con el doctor Claude Faraday, y viene hacia aquí —dijo Kim, como si no lo hubiese oído. Supongo que lo conoce.

—Por supuesto que lo conozco. No es eso. Lo que establece el protocolo es que se pida la consulta si el paciente no tiene un médico de cabecera que pertenezca a AmeriCare. AmeriCare es muy clara a este respecto.

—Quiero que la vea el doctor Faraday.

—De acuerdo. Pero al menos comprenda que se lo hacemos como favor. No es así como se hacen las cosas en este hospital.

—Gracias —dijo Kim. Dio media vuelta y volvió a cruzar todo el largo del salón. Se fijó en el sector de recepción, y al no ver a Tracy y Becky, salió a la plataforma de ingreso, donde se quedó aguardando igual que la noche anterior.

No tuvo mucho que esperar. A los pocos minutos apareció la camioneta de Tracy y llegó prácticamente hasta la plataforma misma. Kim bajó de prisa y ya se había parado junto a la puerta de atrás casi en el instante en que Tracy accionaba el freno de emergencia.

Abrió la puerta y se inclinó. Becky venía tendida de costado, en el asiento trasero. Kim pudo verle la cara gracias a los reflectores que había en la plataforma. Si bien se la notaba pálida, la niña le sonrió, lo cual para él fue un alivio.

—¿Cómo se siente mi budincito?

—Ahora mejor. Se me fueron los retortijones.

—Me alegro. Ven, que te llevo alzada.

—Puedo caminar.

—Te llevo de todos modos.

Le pasó el brazo derecho bajo las rodillas y la hizo deslizar hacia sí, como para pasarle el izquierdo bajo el torso. Luego la levantó. Becky lo abrazó a la altura del cuello y hundió la cara bajo el mentón de su papá.

—Bueno —trató de calmarla Kim, papi te lleva.

—No es muy pesada, ¿verdad? —preguntó Tracy.

—En absoluto.

Kim subió la escalinata y atravesó las puertas rebatibles. Cuando pasaron por la zona de recepción, una de las empleadas les indicó en voz alta que debían registrarse. Kim no le hizo caso, y Tracy, si bien se sintió incómoda, no dijo nada.

Monica estaba sentada al escritorio cuando oyó la indicación de la empleada. Levantó los ojos y vio a Kim que se acercaba. En el acto se puso de pie de un salto para impedirle el paso, pero ella no era Molly.

—No puede hacer esto. No va a entrar a la niña sin una hojita de ingreso.

Kim siguió caminando, y Monica tuvo que dar unos pasos atrás.

—No puede hacer esto —repitió.

Tracy tironeó a Kim del brazo.

—No hagamos una escena —le pidió.

Arrollador como una aplanadora, Kim siguió avanzando. Monica no tenía la robustez de Molly, y por fuerza debió hacerse a un lado.

—La información puede sacarla del ingreso de anoche —le indicó Kim, por sobre el hombro.

Monica volvió de prisa al mostrador para comunicarse con David Washington.

Kim llevó a Becky hasta el primer consultorio vacío, y la dejó sobre la camilla. Tracy se ubicó del otro lado, para sostener la mano de su hija. Kim tomó la abrazadera del tensiómetro y se la puso en el otro brazo. En ese momento reapareció Monica, luego de dar aviso al doctor Washington, e intentó dirigir ella la situación, pero Kim no se dejó vencer. Se puso el estetoscopio en los oídos y comenzó a inflar la abrazadera.

Luego entraron David Washington y Molly McFadden. David se había puesto una chaqueta blanca sobre su uniforme de cirugía. Saludó con la cabeza a Tracy y esperó que Kim terminara de tomar la presión. Luego le hizo señas a Monica de que podía retirarse.

—Usted no demuestra el menor respeto por el protocolo —comentó David cuando Kim se sacó el estetoscopio del oído.

—Tiene nueve y cinco de presión. Hágale una canalización intravenosa. Quiero que le saquen el tipo sanguíneo y corroboren la compatibilidad por si acaso. Además…

—¡Un momento! —gritó David, levantando la mano para añadir énfasis a sus palabras. Después, con voz algo más serena, añadió—: Doctor Reggis, con el debido respeto, se olvida de que no es usted quien da las órdenes aquí.

—Lo único que hago es prever lo más básico. Señorita McFadden, consiga por favor un catéter de veintiuno de diámetro. También voy a necesitar un torniquete y cinta adhesiva.

David le indicó con un gesto a Molly que no se moviera de su lugar, y él se acercó a Kim y le apoyó una de sus manazas en el antebrazo.

—Se lo voy a pedir una sola vez —afirmó David con su voz calma pero dominante. Quiero que salga de aquí y espere afuera, por el bien de su hija. Estoy seguro de que, si se detiene un momento a pensarlo, comprenderá.

Kim lo miró entrecerrando los ojos, y lentamente fue bajando la cabeza para mirar la mano que lo aferraba del brazo. Hubo un instante en que nadie dijo una palabra. El único sonido provenía de un monitor cardíaco que había en otro compartimiento.

Tracy percibía la electricidad del ambiente como si fuera esa calma explosiva que precede a una repentina tormenta eléctrica estival. Para evitar una escena indudablemente desagradable, dio la vuelta alrededor de la camilla, apoyó un brazo en el hombro de Kim e hizo el gesto de empujarlo.

—¡Por favor, Kim! Dejemos que hagan su trabajo —le imploró.

Poco a poco Kim reaccionó ante la presión de Tracy, y se notó visiblemente que se distendía un poco. David entonces retiró su mano.

Kim miró a Tracy.

—De acuerdo —le dijo. Después, volviéndose hacia Becky, la tomó del bracito—. Papi va a estar afuera, mi budincito.

—No quiero que me pinchen —gimoteó la niña.

—Tienen que pasarte un líquido —le explicó el padre. Pero será apenas un pinchacito, un instante, nada más. Sé que no es nada lindo, pero tienes que ser fuerte para poder componerte pronto. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —aceptó Becky sin muchas ganas.

Tracy le dio un apretón en la mano, le dijo que ella iba afuera con Kim y que ambos volverían a verla momentos después. Becky asintió, pero era evidente su disgusto. Parecía con miedo.

Tracy salió con Kim atravesando la cortinita que rodeaba la camilla. Notó que él tenía la respiración acelerada. Ella nada dijo hasta que dejaron atrás el mostrador de las enfermeras.

—Kim, tienes que serenarte —le pidió, apoyándole una mano suavemente en el brazo. Estás demasiado tenso.

—David Washington me pone histérico.

—Cumple con su trabajo. Si la situación fuera a la inversa y estuvieras tú ocupándote de su hija, estoy segura de que obrarías de la misma forma que él. No te gustaría que él diera órdenes.

Kim reflexionó sobre eso en el momento en que empujó las puertas rebatibles que llevaban afuera. Le hizo bien sentir el aire frío en la cara. Se detuvo en la plataforma y respiró hondo; luego fue soltando despacio el aire. Tracy seguía apretándole el brazo.

—Creo que tienes razón —dijo, por fin. Me cuesta mucho ver a Becky ahí tendida, tan vulnerable.

—Me imagino. Tiene que ser muy difícil.

Sus ojos se encontraron.

—¿Puedes comprenderlo? ¿De veras me entiendes?

—Totalmente. Eres cirujano, te capacitaron para actuar. Y a quién querrías curar más que a tu propia hija. Para ti, lo más difícil del mundo es ver a Becky necesitada, y no poder hacer algo al menos.

—Tienes razón —repitió Kim.

—Por supuesto. Siempre la tengo.

Kim sonrió, pese a sí mismo.

—Bueno, yo no diría tanto. ¡A menudo puede ser, pero no siempre!

—Acepto, siempre y cuando ahora volvamos adentro —dijo Tracy con una sonrisa. Me estoy congelando.

—Ah, sí, perdona. Lo que pasa es que necesitaba un soplo de aire frío.

—¿Te molesta el suero? —le preguntó Kim a su hija.

Becky levantó la mano izquierda que tenía sujeta con cinta a una tablilla. Un tubito de plástico transparente se introducía por debajo de la gasa que le cubría el dorso de la mano.

—No lo siento en absoluto —dijo la niña.

—Así tiene que ser.

—¿No te da sensación de frío? —preguntó Tracy—. Eso al menos es lo que recuerdo yo de cuando me internaron porque estabas por nacer tú.

—¡Sí, lo siento frío! No me había dado cuenta hasta que me lo dijiste. Siento el brazo entero frío.

David había examinado minuciosamente a Becky, la había hecho canalizar, había ordenado el análisis rutinario de orina y sangre y le hizo sacar una radiografía de abdomen decúbito y de pie. Si bien le faltaba ver las placas porque todavía no estaban listas, los resultados del análisis de sangre y de orina eran normales, lo cual daba a entender que la pérdida de sangre había sido mínima. A esa altura, había mandado a buscar a Kim y Tracy para que hicieran compañía a Becky mientras él esperaba al doctor Claude Faraday.

Minutos más tarde llegó Faraday, especialista en enfermedades infecciosas. Se presentó a Kim y Tracy, y luego a Becky. Era un hombre delgado, de tez oscura y personalidad vehemente. Escuchó el relato de cómo se había manifestado el problema, desde los primeros síntomas del sábado hasta el episodio de la hemorragia de esa noche. De vez en cuando hacía gestos de asentimiento, sobre todo cuando Becky misma agregaba algún detalle específico.

—De acuerdo, señorita Reggis —le dijo a Becky—. ¿Me permite que la miremos un poco?

Becky miró a su madre como si realmente tuviera que pedir permiso.

—El doctor Faraday quiere que le digas si dejas que te examine —le tradujo Tracy.

—Está bien —aceptó la niña. Pero eso sí: no quiero más pinchazos.

—No más pinchazos.

Claude comenzó su examen rápida pero minuciosa tomándole el pulso y comprobando la turgencia de la piel. Le miró el interior de la boca y los oídos. Con un oftalmoscopio, le examinó los ojos. Le auscultó el pecho y se fijó si tenía erupciones en la piel. Le apretó suavemente el abdomen, y lo sintió blando. Buscó posibles nódulos linfáticos agrandados.

—Me parece que estás bien, salvo la pancita, que te duele un poco —dijo, por último. Ahora voy a ir afuera a hablar con tus papas.

Becky asintió.

Tracy se agachó y le dio a su hija un beso en la frente antes de salir con Claude y Kim del otro lado de la cortinita. El pasillo estaba concurrido, por lo cual el grupo tuvo que ubicarse a un costado. David en ese momento los vio, y se acercó a ellos. Se presentó a Claude.

—Justo estaba por hacerles un resumen a los padres —le dijo Claude a David.

—¿Puedo escuchar yo también? —preguntó David.

Claude miró a Kim y Tracy.

—No hay problema —respondió ella.

—En general, la encuentro bien —comenzó a decir Claude • Está un poco pálida, desde luego, y con cierto grado de deshidratación. Hay también cierta sensibilidad abdominal generalizada. Por lo demás, el examen físico es normal.

—¿Pero la hemorragia? —preguntó Tracy, con miedo de que el médico abandonara el caso.

—Permítame terminar. Repasé también los estudios de laboratorio. Comparados con los de anoche, hay una leve baja en la hemoglobina. No es estadísticamente importante, pero podría serlo teniendo en cuenta la leve deshidratación y la historia de la hemorragia. También disminuyeron levemente las plaquetas. Todo lo demás está dentro de los parámetros normales.

—¿Cuál es su diagnóstico presuntivo? —quiso saber Kim.

—Yo diría intoxicación alimentaria bacteriana.

—¿No viral?

—No; creo que es bacteriana —repuso Claude. Miró luego a David—. Tengo entendido que esa misma impresión tuvo usted anoche, ¿verdad?

—Sí, efectivamente.

—¿Pero por qué no tiene fiebre? —preguntó Kim.

—El hecho de que no tenga fiebre me hace pensar que esto es más una toxemia que una infección, y eso coincidiría con el recuento leucocitario normal.

—¿Y el cultivo de anoche? —quiso saber Kim. ¿No hay un primer resultado a las veinticuatro horas?

—Yo no vi ningún cultivo —dijo Claude, y miró a David.

—No hicimos un cultivo anoche —confesó David. Kim sacudió la cabeza en gesto de incredulidad.

—¿Qué diablos dice? Si yo hasta le di la muestra.

—Aquí en la guardia no hacemos coprocultivos de rutina para casos simples de diarrea.

Kim se dio una palmada en la frente.

—¡Un momentito! Usted acaba de reconocer que hizo un diagnóstico presuntivo de infección bacteriana. ¿Por qué entonces no pidió un cultivo? Es una medida lógica, y ni hablar de una buena práctica médica. ¿Qué otra manera sensata hay de tratar un caso así?

—Las normas de AmeriCare proscriben los cultivos de rutina en este tipo de casos por una cuestión de costos.

Kim sintió que se le enrojecía la cara. Tracy, que fue la única en advertirlo, lo tomó del brazo, pero él se soltó.

—¡Los costos! ¡Es una excusa de mierda! ¿Me está diciendo que por unos dólares piojosos dejó de encargar un cultivo?

—Mire, no se haga la diva —le espetó David—. Le acabo de decir que la norma es no hacerlo, ni a usted ni a nadie.

Perdiendo el control como le había sucedido la noche anterior, Kim aferró a David de las solapas de su chaqueta blanca.

—¿Conque soy una diva, eh? ¡Bueno, con su procedimiento de mierda hemos perdido un día entero, qué tanto! —Tracy sujetó a Kim del brazo.

—¡No, Kim! ¡Otra vez, no! —le suplicó.

—¡Sáqueme las manos de encima, hijo de puta pedante! —explotó David.

—¡Tranquilícense! —dijo Claude, interponiéndose entre los dos, ambos más voluminosos que él. Está bien. Pediremos hoy unos cultivos. No es mucho lo que perdimos, porque de todos modos dudo que iniciemos un tratamiento todavía.

Kim soltó a David y este se alisó la chaqueta. Cada uno lanzaba dardos al otro con la mirada.

—¿Qué espera encontrar en un cultivo? —preguntó Tracy con la esperanza de aliviar la tirantez y llevar la conversación a los canales normales. ¿De qué tipo de bacteria cree que se trata?

—Principalmente salmonella, shigella y algunas de las cepas nuevas de E. coli, pero podrían ser muchas otras también.

—La sangre me asustó —dijo Tracy—. A lo mejor parecía más de lo que era. ¿La van a internar?

Claude miró a David.

—No sería mala idea —dijo, pero no lo decido yo.

—Creo que es una buena idea —confirmó David—. Ella necesita líquidas. Además, podremos evaluar la posibilidad de anemia y cerciorarnos de que no se produzcan más hemorragias.

—¿No le van a dar antibióticos? —quiso saber Tracy.

—Yo no lo recomendaría en estas circunstancias —respondió Claude, por lo menos mientras no tengamos un diagnóstico definitivo.

—¡Y para eso habría que haberle hecho anoche el maldito cultivo! —acotó Kim, de mala manera.

—¡Por favor, Kim! —quiso tranquilizarlo Tracy—. Tenemos que enfrentar la situación actual. Vendría muy bien que colaboraras.

—De acuerdo —se resignó Kim. Si no tenemos un cultivo, por qué al menos no le damos un antibiótico de amplio espectro, que después se pueda cambiar cuando se conozca el organismo y su sensibilidad.

—No sería recomendable —repitió Claude. Si el microorganismo patógeno intruso resulta ser una de las cepas aberrantes de E. coli, los antibióticos pueden empeorar la situación.

—¿Y eso por qué? —dijo Kim. Es ridículo.

—No vaya a creer —explicó Claude. Los antibióticos pueden llegar a diezmar la flora normal, con lo cual le dan más espacio a la E. coli invasora para desarrollarse.

—¿La internan bajo su dirección? —le preguntó Tracy a Claude.

—No, eso no es posible. AmeriCare exige un médico de cabecera, pero con gusto vendré a verla, máxime si la persona que lleve el caso pide una consulta con un especialista en infecciosas.

—Puesto que Becky no tiene un pediatra del plantel, la internaremos bajo la dirección de Claire Stevens —afirmó David—. Le toca a ella por turno. Puedo llamarla yo.

—No encontrarán a alguien mejor que Claire —comentó Claude.

—¿Usted la conoce?

—Y mucho. Es una suerte que les haya tocado Claire. Ella atiende a mis hijos.

—Por fin algo parece salir bien —acotó Kim.