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Lunes, 19 de enero

El despertador de Kim estaba puesto a las cinco y cuarto de la mañana, pero casi nunca era necesario. Por lo general, él se despertaba segundos antes de sonar la alarma, lo cual le permitía apagarla sin que esta tuviera tiempo de perturbar la paz del amanecer. Venía despertándose antes del alba desde su primer año de residente de cirugía, y esta mañana en particular no era la excepción. Se levantó de la cama tibia en la oscuridad más absoluta, y se dirigió al baño totalmente desnudo.

Siguiendo una rutina que cumplía sin pensar, corrió la pesada puerta de vidrio de la ducha y abrió el agua al máximo. Kim y Tracy siempre habían preferido la ducha al baño de inmersión, y el baño fue la única habitación que arreglaron cuando compraron la casa, diez años antes. Hicieron sacar la bañera, y en su lugar mandaron construir un amplio recinto de ducha de un metro y medio por tres. Tres paredes eran de mármol; la cuarta era de cristal de media pulgada de espesor, y tenía una puerta de bronce con manijas en forma de U, montadas de forma tal que parecían perforar el grueso vidrio templado. Para Kim, se trataba de una extravagancia digna de salir fotografiada en las páginas centrales de una revista de diseño.

El desayuno fue una taza mitad café, mitad leche y una masa que paró a comprar en un bar próximo a su casa. Comió en el auto mientras atravesaba la penumbra matinal. También usó el tiempo para escuchar grabaciones sobre temas médicos. A las seis ya estaba en su despacho dictando cartas y firmando cheques para varios gastos generales. A las siete menos cuarto se hallaba en el salón de conferencias para la inevitable reunión diaria del hospital. Esa mañana, el tema era las facultades de los hospitales y los privilegios de admisión.

Al concluir la reunión administrativa, Kim se reunió con los integrantes del plantel de cirugía torácica cuya investigación él supervisaba. Como ese encuentro duró más de lo planeado, llegó unos minutos tarde a hacer su recorrida explicativa, en la cual presentó un caso de triple reemplazo de válvula.

A las diez estaba de vuelta en su despacho, y por supuesto atrasado. Se enteró de que Ginger había dado turnos a pacientes de emergencia para las nueve y treinta y las nueve y cuarenta y cinco. Cheryl Constantine, la enfermera, ya había ubicado a los pacientes, cada uno en un consultorio distinto.

La mañana transcurrió atendiendo enfermos uno tras otro. El almuerzo fue apenas un sándwich que Ginger mandó a pedir, y que Kim comió mientras repasaba resultados de cateterismos y radiografías. También se hizo tiempo para contestar un llamado de semiurgencia sobre un paciente de Salt Lake City que un cardiólogo de esa ciudad quería que Kim operara.

La tarde fue un fiel reflejo de la mañana, también con pacientes uno tras otro, incluso varios casos de emergencia que Ginger agregó a los que ya tenían turno. A las cuatro, Kim fue de una disparada hasta el hospital por un problema menor que había surgido en uno de sus internados. Mientras estaba allí, aprovechó para hacer las visitas de la tarde.

De vuelta en su despacho, trató de ponerse al día pero fue en vano. Varias horas y pacientes más tarde, hizo una pausa para recobrar el aliento antes de entrar en el consultorio A, pausa que utilizó para echar un vistazo a la lista de pacientes. Con alivio comprobó entonces que el próximo era un control de rutina de un operado. El nombre del paciente era Phil Norton, y cuando Kim entró en la habitación, Phil ya se hallaba sentado en la camilla como correspondía, y se había sacado la camisa.

—Felicitaciones, señor Norton —dijo Kim, levantando la vista de la historia clínica. La prueba de esfuerzo le dio normal.

—¡Gracias a Dios!

Y a la moderna cirugía cardíaca, dijo Kim para sus adentros. Se agachó para revisar la incisión que bajaba por el medio del pecho de Phil. Suavemente palpó con la yema de los dedos el borde elevado de la cicatriz. Mediante la observación y el roce de sus dedos Kim podía conocer a ciencia cierta el estado interno de la herida.

—La incisión está perfecta —agregó; luego se enderezó—. Bueno, en lo que a mí respecta, ya puede empezar a entrenarse para el maratón de Boston.

—No creo que ese sea mi futuro —bromeó Phil. Pero cuando llegue la primavera seguramente voy a andar por los links de golf.

Kim le dio una palmadita en el hombro y luego le estrechó la mano.

—Diviértase —dijo. Pero acuérdese de mantener este cambio en su estilo de vida.

—Por eso no se preocupe. Ya leí todo el material que me dio, y me lo tomo muy en serio. Este tipo ya no va a fumar más.

—No se olvide de la dieta y la gimnasia.

—No se aflija. No quiero tener que pasar de nuevo por esto.

—Bueno, tan terrible no fue —bromeó Kim.

—No, pero me dio mucho miedo.

Kim le dio otra palmada, hizo una breve anotación en la historia clínica y se marchó. Cruzó el pasillo para dirigirse al consultorio B, pero advirtió que no había ninguna historia colocada en la bandeja sujeta a la puerta.

—El señor Norton fue el último paciente —dijo Cheryl a sus espaldas.

Kim se dio vuelta, le sonrió a su enfermera y se pasó la mano por el pelo.

—Bien. ¿Qué hora es?

—Las siete pasadas.

—Gracias por haberse quedado.

—De nada —dijo Cheryl.

—Espero que esta costumbre crónica del después de hora no le cause inconvenientes en su casa.

—No hay problema. Ya me estoy acostumbrando, igual que mi marido. Él sabe que tiene que ir a buscar a nuestro hijo a la guardería.

Kim cambió de rumbo y se dirigió a su despacho privado. Se desplomó sobre el sillón de su escritorio y miró la pila de mensajes telefónicos que debía contestar antes de irse. Se restregó los ojos. Estaba agotado, y al mismo tiempo nervioso. Como de costumbre, se le habían acumulado las causas de estrés de todo el día. Le hubiera gustado jugar al tenis, y hasta pensó en pasar por el club de regreso a su casa. A lo mejor podía por lo menos usar un rato un aparato de gimnasia.

En ese momento, se abrió la puerta de su despacho y se asomó Ginger.

—Acaba de hablar Tracy —anunció, con cierto tono de fastidio.

—¿Qué quería?

—No me quiso decir. Quiere que la llames, nada más.

—¿Por qué estás enojada?

Ginger lanzó un suspiro y cambió de posición.

—Es que me habla de mal modo. Yo trato de ser amable. Hasta le pregunté cómo estaba Becky.

—¿Y qué te contestó?

—Lo único que dijo fue que la llamaras.

—Bueno, gracias. —Kim tomó el teléfono y empezó a marcar.

—Yo me voy a clase de gimnasia aeróbica.

Kim le hizo un gesto con la mano dándole a entender que la había oído.

—Llámame más tarde.

Kim asintió. Ginger se marchó y cerró la puerta. Luego Tracy atendió el teléfono.

—¿Qué pasa? —le preguntó Kim, sin preámbulos.

—Becky está peor.

—Cuéntame.

—Los retortijones la hacen sufrir muchísimo, y tiene sangre en la diarrea.

—¿De qué color?

—Por Dios, ¿cómo crees que puede ser el color?

—¿Rojo intenso u oscuro?

—Verde claro —se impacientó Tracy.

—Hablo en serio. ¿Rojo intenso o rojo oscuro, casi marrón?

—Rojo intenso.

—¿Cuánta?

—¡Qué sé yo! Es sangre, es roja y me asusta. ¿No basta con eso?

—No es raro que haya un poco de sangre en la deposición diarreica.

—No me gusta.

—¿Qué quieres hacer?

—¿A mí me lo preguntas? —dijo Tracy, sin poder creerlo. El médico eres tú, no yo.

—Tal vez me convendría llamar a George Turner, a Boston.

—¿Y qué puede hacer él a mil quinientos kilómetros de distancia? ¡Yo quiero que la vean esta misma noche!

—Bueno, bueno. ¡Cálmate!

Kim hizo una pausa para poner en orden sus pensamientos. No estando George, no tenía muchos contactos en el sector de pediatría. Pensó en la posibilidad de pedirle a alguno de sus conocidos de medicina interna que se diera una vuelta para ver a Becky, pero prefería no hacerlo. Le parecía excesivo hacer ir a alguien a la noche sólo por una diarrea leve de dos días de duración, aun cuando viniera mezclada con una pequeña cantidad de sangre color rojo vivo.

—De acuerdo. Nos encontramos en la guardia del Centro Médico Universitario.

—¿Cuándo?

—¿Cuándo puedes estar ahí?

—Calculo que dentro de media hora.

—Te veo ahí entonces.

Dado que estaba apenas a diez minutos del hospital pues no era la hora pico del tránsito, Kim utilizó los veinte minutos que le quedaban para contestar todos los llamados telefónicos posibles. Cuando llegó a la guardia vio que Tracy no había arribado aún, por lo cual se ubicó en la recepción dispuesto a esperar. Mientras estaba allí, estacionaron varias ambulancias, y el ulular de sus sirenas fue apagándose. Muy de prisa, los camilleros bajaron a dos pacientes que necesitaban atención médica de urgencia. A uno de ellos se le estaba practicando resucitación cardiopulmonar. Kim los vio desaparecer en el interior del edificio, y sintió ciertas nostalgias al recordar sus épocas de residente de cirugía. En aquella época había trabajado con empeño, y tuvo la gratificación de que constantemente se le dijera que había sido uno de los mejores residentes que jamás hubiera tenido la institución. Fue un período de trabajo atroz, pero en muchos sentidos más gratificante que el actual.

Estaba a punto de usar su teléfono celular para volver a llamar a Tracy, cuando de pronto vio que la camioneta Volvo aparecía por la esquina y se detenía. Kim se acercó de prisa al auto al tiempo que alguien se adelantaba a abrir las puertas. Fue directamente al lado del acompañante y ayudó a Becky. La niña le sonrió débilmente al bajar.

—¿Te sientes bien, mi budincito?

—Los retortijones son peores.

—Buenos, vamos a hacer que te los curen —dijo Kim. Miró a Tracy, que había dado la vuelta desde el otro lado del auto, y advirtió que estaba tan fastidiada como la noche anterior.

Kim caminó adelante hacia la plataforma y subió los seis escalones. Empujó las puertas rebatibles, y entraron.

Al igual que todas las guardias de hospitales grandes de ciudades del Medio Oeste, esta en particular estaba tan concurrida que parecía una estación de ómnibus. Los lunes por la noche eran particularmente ajetreados debido al efecto residual del fin de semana.

Rodeando con su brazo los hombros de su hija, Kim la condujo en medio del gentío del primer salón donde se hallaba el mostrador de ingreso, pasando la atestada sala de espera. Ya casi había dejado atrás el mostrador de enfermeras cuando de pronto una de ellas, de contextura robusta, salió de atrás e impidió que Kim pudiera seguir avanzando. En la etiqueta que llevaba puesta se leía: MOLLY MCFADDEN. Era tal su estatura, que prácticamente miraba a Kim a la misma altura de sus ojos.

—Lo siento, pero no puede entrar aquí por sí solo. Tiene que registrarse en mesa de entradas.

Kim intentó seguir de largo, pero Molly no cedió.

—Discúlpeme, pero soy el doctor Reggis, trabajo en este hospital y traigo a mi hija para que la vean.

Molly soltó una risita.

—No me interesa si es el papa Juan Pablo o quien sea. Todos, absolutamente todos, tienen que registrarse en la entrada, salvo que lleguen en una camilla de emergencia.

Kim quedó tan espantado que por un instante no pudo reaccionar. No podía creer que esa mujer no sólo no tuviera una atención con él, sino que además lo desafiara abiertamente. Miró con expresión de incredulidad los ojos audaces de la enfermera, una mujer de aspecto temible, una especie de luchador de sumo vestido de blanco. No dio señales de haber oído que Kim se identificaba como miembro del personal del establecimiento.

—Cuanto antes registre a su hija, doctor, antes la van a atender.

—No sé si me habrá oído. Dije que soy miembro titular del departamento de cirugía del corazón.

—Desde luego que le oí, doctor. El asunto es: ¿me oyó usted a mí?

Kim le lanzó dardos con la mirada, pero la mujer no se dejó intimidar.

Tracy tuvo la sensación de que estaban en un callejón sin salida, y como sabía perfectamente cómo era el genio de su exmarido, se ocupó de aliviar la situación.

—Vamos, querida —le dijo a Becky—, hagamos lo que nos dicen, así pueden registrarte. —Ambas recorrieron de vuelta el camino por donde habían entrado.

Kim lanzó una mirada furibunda más a Molly; luego giró sobre sus talones y alcanzó a Tracy y Becky. Juntos se pusieron en la desordenada fila de pacientes que aguardaban para que se les tomaran los datos. Pero Kim seguía echando chispas.

—Voy a quejarme de esa mujer —dijo. Semejante insolencia no puede quedar así. ¡Qué atrevida! No puedo creerlo.

—Cumplía con su trabajo, nada más —replicó Tracy, contenta de que se hubiera terminado el incidente. Para ella fue un alivio que Kim no siguiera provocando una escena.

—¿Ah sí? ¿Te pones de su parte?

—¡Tranquilízate! Evidentemente cumple órdenes. ¿O acaso crees que las reglas las inventa ella?

Kim le contestó que no sin despegar los labios. La cola avanzaba lentamente. En ese momento había una sola empleada registrando a los pacientes. Su tarea consistía en llenar un formulario con los datos de la persona, incluso la cobertura de seguro que ella poseía en caso de no contar con el plan de salud de AmeriCare.

De repente, Becky puso cara de dolor. Con la mano se apretó el vientre, y lanzó quejidos.

—¿Qué te pasa? —le preguntó el padre.

—¿Qué crees que es? —le respondió Tracy—. Otro retortijón.

La niña se puso pálida, y gotas de sudor aparecieron en su frente. Miró a su madre con ojos suplicantes.

—Ya va a pasar, igual que los demás, querida. —Tracy le acarició la cabeza, y luego le pasó la mano por el rostro para secarle la transpiración—. ¿Quieres sentarte?

Becky le indicó que sí.

—Guárdanos el lugar, Kim.

Kim vio que Tracy acompañaba a la niña hasta una de las sillas de plástico que había contra la pared. Becky se sentó. Se dio cuenta de que Tracy le hablaba a la hija, porque Becky asentía. Poco a poco su rostro recuperó el color. Minutos más tarde, regresó Tracy.

—¿Cómo está? —le preguntó Kim.

—Momentáneamente se siente mejor. —Tracy advirtió lo poco que había avanzado la cola—. ¿Se te ocurre alguna otra alternativa? —preguntó.

—Hoy es lunes. Una noche difícil en cualquier parte.

Tracy exhaló haciendo ruido.

—No te imaginas cuánto extraño al doctor Turner.

Kim hizo un gesto de que él también. Se puso en puntas de pie para ver si veía por qué no avanzaba la hilera, pero no vio nada.

—Esto es ridículo —exclamó—. ¡Vuelvo enseguida!

Con rostro adusto, Kim pasó por el costado de la gente y llegó hasta el mostrador. De inmediato advirtió por qué no avanzaban: un hombre en estado de ebriedad, vestido con un traje desprolijo, cumplía con esfuerzo el proceso de registrarse. Se le habían caído todas las tarjetas de crédito al piso. En el cuero cabelludo, en la parte posterior de la cabeza, tenía una herida infectada.

—¡Hola! —dijo Kim, tratando de que le prestara atención la recepcionista, una muchacha negra, de veintitantos años. Soy el doctor Reggis; pertenezco al plantel de cardiocirugía. Mi hija…

—Discúlpeme —lo interrumpió la chica, pero no puedo atender a más de uno por vez.

—¡Escúcheme! Yo pertenezco al personal de aquí…

—No importa. Nuestra política es la de igualdad de oportunidades.

—¿Emergencias de rutina? —Eso sí que era un oxímoron ridículo. De repente, tratar de hablar con esa empleada le trajo a la memoria lo frustrante que era tener que explicar cosas a personas sin conocimientos médicos cuando él llamaba a las empresas aseguradoras o a los planes de salud con el fin de tramitar autorizaciones para pacientes. Esa tarea se había convertido en uno de los problemas más desgastantes de la práctica moderna de su profesión.

—Póngase, por favor, al final de la cola —le indicó la recepcionista—. Si no me distrae y puedo registrar a estas personas, demoraré menos en tomarle los datos a usted. —La muchacha dedicó luego su atención al ebrio que, en el ínterin, había logrado juntar todo lo que se le había caído de la billetera.

Kim iba ya a protestar, pero le pareció inútil tratar de hablar con esa mujer. Se le cruzó por la mente que ella a lo mejor ni siquiera sabía lo que significaba la palabra «plantel». Con una sensación mayor de humillación y fastidio, regresó adonde estaba Tracy.

—Yo no sé de dónde sacan a estos empleados —dijo. Son autómatas.

—Me impresiona cómo tu encumbrada posición en este hospital nos ha facilitado las cosas.

—Tu sarcasmo no ayuda en absoluto. Todo esto es producto de la fusión del hospital. A mí aquí no me conocen. De hecho, ni siquiera recuerdo haber estado nunca en esta guardia.

—Si el fin de semana hubieras tomado en serio las quejas de Becky, tal vez hoy no estaríamos aquí.

—Las tomé en serio —respondió él, a la defensiva.

—Sí, claro. Por eso le diste antidiarreicos de venta libre. ¡Eso sí que es un tratamiento intensivo! ¿Pero sabes una cosa? No me sorprende que no hayas hecho nada más, porque nunca tomaste en serio ningún síntoma que alguna vez haya tenido Becky. Ni tampoco mío, para el caso.

—Eso no es cierto —se acaloró Kim.

—Ya lo creo que sí. Sólo una mujer casada con un cirujano me entendería. Desde tu óptica, todo síntoma que no haga necesaria una cirugía de corazón abierto carece de importancia.

—Me ofendes.

—Sí, bueno, yo también me ofendo.

—De acuerdo, Miss Sabelotodo. ¿Qué hubieras esperado que hiciera con Becky el fin de semana?

—Que la hicieras ver por alguien, uno de tus muchos colegas. Debes de tener miles de médicos amigos. No habría sido mucho pedirles.

—Un momento —dijo Kim, tratando de contenerse. Becky no tenía más que una simple diarrea y algunos retortijones, ambos de corta duración. Y era fin de semana. Yo no iba a molestar a nadie con esos síntomas.

—¡Mami! —llamó Becky, que se había acercado a ambos desde atrás. ¡Tengo que ir al baño!

Tracy se dio vuelta, y su enojo rápidamente se disipó al ver el malestar de su hija. Le pasó un brazo por los hombros.

—Sí, mi amor, por supuesto. Ven, busquemos el baño.

—Esperen. Esto podría ser útil. Vamos a necesitar una muestra. Voy y traigo un recipiente para materia fecal.

—Seguramente lo dices en broma… Ella tiene que ir ya mismo.

—Espera un poco, Becky, que vuelvo enseguida. Kim caminó con paso firme hasta el fondo de la sala de guardia. Al no estar con Tracy y Becky, nadie le puso reparos cuando pasó por el mostrador de las enfermeras. En ese instante la gigantesca Molly McFadden no andaba por allí.

El interior de la sala de guardia era una serie de habitaciones de gran tamaño divididas con cortinitas en pequeños compartimientos. Asimismo, había consultorios individuales para traumatología repletos de los más modernos aparatos. Había también un puñado de consultorios que se usaban principalmente para los casos psiquiátricos.

Al igual que la sala de espera, la sala de guardia propiamente dicha estaba colmada de gente, un caos total. Todos los consultorios de traumatología se hallaban ocupados, y médicos, residentes y enfermeras entraban y salían de uno a otro, en constante movimiento.

A medida que avanzaba, Kim se iba fijando a ver si reconocía a alguien. Lamentablemente no encontró a nadie conocido, por lo cual detuvo a un enfermero.

—Disculpe. Necesito un recipiente para materia fecal cuanto antes.

El empleado le echó un vistazo rápido.

—¿Quién es usted?

—El doctor Reggis.

—¿Tiene alguna identificación?

Kim le mostró la credencial del hospital.

—De acuerdo. Enseguida se lo traigo.

Kim vio que el hombre desaparecía por una puerta que no tenía letrero, y que al parecer daba a un depósito.

—Abran paso —pidió una voz.

Kim giró en redondo y alcanzó a ver un equipo portátil de rayos X que se le venía encima. Rápidamente se hizo a un lado cuando la pesada máquina pasó, empujada por un técnico radiólogo. Segundos más tarde regresó el enfermero y le entregó dos bolsitas transparentes, que contenían recipientes de plástico.

—Gracias.

—De nada —respondió el hombre.

Kim regresó de prisa por el mismo camino. Tracy y Becky se hallaban aún en la cola, aunque esta había avanzado algún metro. Becky tenía los ojos fuertemente cerrados, y le corrían lágrimas por el rostro.

Kim le entregó las bolsitas a Tracy.

—¿Retortijones? —preguntó.

—Por supuesto —respondió Tracy, quien luego tomó la mano de su hija y la llevó al baño.

Kim les guardó el lugar en la cola. Ahora había dos empleadas en recepción. La otra, según parecía, había estado en su hora de descanso.

A las nueve y cuarto, la sala de guardia rebosaba de gente. Todas las sillas de plástico estaban ocupadas. El resto de las personas se apoyaban contra las paredes, o bien se habían sentado en el piso. Se oían pocas conversaciones. En un rincón, colgaba desde el techo un televisor, sintonizado en la CNN. Una cantidad de niñitos doloridos impedían que se oyera al locutor. Afuera había empezado a llover; el olor a lana mojada impregnaba el aire.

Kim, Tracy y Becky por fin habían conseguido asientos juntos, y no se habían movido de allí, salvo Becky, que tuvo que hacer varios viajes al baño. Kim sostenía los recipientes con la muestra de materia fecal. Si bien al principio había habido unas gotas de sangre color rojo vivo, el contenido parecía ahora de un tono marrón claro uniforme. Becky estaba muy molesta y mortificada. Tracy, llena de fastidio. Kim seguía echando chispas.

—Esto no lo puedo creer —reaccionó de improviso—. No lo puedo creer. A cada instante pienso que nos van a llamar, pero no nos llaman. —Miró su reloj—. Ya llevamos una hora y media aquí.

—Bienvenido al mundo real.

—Sobre este tema tendría que haber hecho su nota Kelly Anderson cuando habló de la fusión. Esto es ridículo. AmeriCare cerró la sala de emergencia del Samaritano para reducir costos y que todo el mundo viniera aquí. Lo hacen nada más que para aumentar sus ganancias. —Y aumentar los trastornos.

—Es verdad. Evidentemente AmeriCare quiere desalentar el uso de la guardia.

—No se me ocurre mejor manera.

—No puedo creer que nadie del personal me reconozca. Es increíble. Si soy probablemente el cardiocirujano más conocido del sector.

—¿No hay algo que puedas hacer? —le imploró Tracy—. Becky se siente muy mal. Kim se puso de pie. —Bueno, voy a intentarlo.

—Pero no pierdas los estribos. Podrías empeorar las cosas. —Imposible que sean peor.

Se alejó de la sala de espera rumbo al mostrador de las enfermeras. Acababa de dar unos pasos cuando el ulular de una sirena de ambulancia resonó del lado de afuera de la entrada principal. Segundos más tarde, se vio una luz roja intermitente a través del vidrio de la puerta. La sirena fue apagándose, y en el acto se abrieron de golpe las puertas. Varias personas ensangrentadas —al parecer, víctimas de un accidente automovilístico— fueron entradas en camillas.

Kim no pudo dejar de pensar si la llegada de estos pacientes no significaría que Becky tendría que esperar mucho más. Se acercó al mostrador. Una vez más buscó con la vista a Molly McFadden, pero no andaba por allí. Las personas que estaban era una empleada al teléfono, que transcribía resultados de laboratorio, y una enfermera solitaria que se ocupaba de cierta papelería mientras al mismo tiempo bebía un café. En su rótulo se leía:

MONICA HOSKINS. ENFERMERA SECTOR GUARDIA.

Haciendo el esfuerzo de portarse con sensatez, Kim consiguió su atención dando suaves golpecitos sobre el mostrador.

—Buenas noches —dijo, cuando vio que ella lo miraba. Tal vez me reconozca…

Monica lo miró entrecerrando levemente los ojos.

—No, creo que no. ¿Tengo que conocerlo?

—Pertenezco al plantel de cirugía del hospital, pero en este momento he venido aquí con mi hija, y estamos esperando desde hace más de una hora y media. ¿Me podría decir cuándo la van a atender?

—Ha sido una noche muy ajetreada, sobre todo con accidentes de auto —explicó la mujer. ¿Cuál es el nombre?

—Doctor Reggis —respondió Kim, y cuadró los hombros.

—No, el de la paciente.

—Rebecca Reggis.

Monica tomó una pila de hojitas de ingreso. Se humedeció la yema del dedo índice con la lengua y fue pasando rápidamente los papelitos.

—Aquí está —dijo, y sacó uno. Leyó el motivo de la visita y miró a Kim enarcando las cejas—. Diarrea de dos días de duración. No precisamente una emergencia de vida o muerte.

Kim levantó el frasquito con la muestra para que ella lo viera.

—Esta tarde tuvo una leve pérdida de sangre —dijo.

Monica se inclinó hacia adelante.

—No parece sangre —dijo.

—Hace un rato sí parecía. Y esto tiene muy preocupada a la madre.

—Bueno, la vamos a atender no bien podamos —dijo ella, sin comprometerse demasiado—. Es lo único que le puedo decir —agregó, al tiempo que volvía a poner la hojita de Becky en la misma ubicación anterior.

—Mire —dijo Kim, tratando por todos los medios de dominar su voz—, como miembro del personal espero cierta consideración, y dado que ya lleva tanto tiempo de espera, quiero que la atiendan de inmediato. Está claro, ¿no? Mi hija en este momento tiene un gran malestar.

Monica le obsequió una sonrisa a todas luces falsa.

—Como le he dicho, la vamos a atender no bien podamos. El personal no da abasto. Si hace una hora y media que está acá, habrá visto llegar a los accidentados, y ahora la policía nos avisa que viene en camino una persona baleada.

Apenas terminó de pronunciar esas palabras, se oyó el conocido ulular de una ambulancia.

—Apostaría a que son ellos —dijo Monica, y se puso de pie. Fue hasta un intercomunicador, apretó un botón y habló con alguien de traumatología para avisarles que se prepararan. Luego se marchó hacia el fondo, internándose en las profundidades de la sala de guardia.

Habiendo logrado muy poca satisfacción con su último empeño, Kim enfiló de vuelta hacia la sala de espera. Al pasar frente a la puerta de entrada, un equipo de emergencia entraba empujando de prisa una camilla donde llegaba la persona baleada. El paciente traía una máscara de oxígeno sujeta a su cara con tela adhesiva, y se le estaba administrando suero. El color de su rostro era muy pálido.

—¿Y bien? —preguntó Tracy cuando Kim recuperó su asiento.

—Dicen que la van a atender lo antes que puedan —respondió, y con vergüenza tuvo que relatar el resto de la conversación. Notó que Becky se había acomodado hecha un ovillo en su asiento y tenía los ojos cerrados.

—Eso no es muy concreto que digamos. ¿Qué significa? ¿Quince minutos, una hora, mañana por la mañana?

—Significa exactamente lo antes que puedan. Acaba de entrar un herido de bala, y hace unos minutos, víctimas de un accidente automovilístico. Es una noche de mucho movimiento.

Tracy lanzó un suspiro de frustración.

—¿Cómo está Becky?

—Tuvo otro ataque de retortijones, así que imagínate. El médico eres tú.

Kim apartó la mirada y apretó los dientes. Hacía grandes esfuerzos por no perder los estribos. Y para rematarla, encima tenía hambre.

Durante la hora siguiente mantuvo un hosco silencio. Se quedó cavilando sobre la ridícula experiencia que estaban viviendo en la guardia, ansioso por contársela a sus colegas. Ellos lo iban a comprender. Tracy y Becky parecían más resignadas a la espera.

Cada vez que aparecía alguna enfermera o residente y llamaban un nombre, Kim esperaba que fuese el de su hija, pero nunca era. Por último, Kim miró la hora.

—Esto ya lleva dos horas y media —dijo, y se puso de pie. Honestamente me cuesta creerlo. Si estuviera aunque más no fuese un poco paranoico, pensaría que se trata de una absurda conspiración. Esta vez voy a conseguir que hagan algo. Ya vuelvo.

Tracy miró a su exmarido. En circunstancias más normales, le preocuparía el mal genio de Kim, pero después de haber esperado tanto, no le importaba. Quería que atendieran a Becky, por lo cual no hizo comentarios al verlo marcharse.

Kim enfiló directamente hacia el mostrador de las enfermeras. Había por allí varios integrantes del personal de guardia que participaban de conversaciones remarcadas por risas.

Al llegar al mostrador, Kim paseó la mirada para ver si ubicaba alguna cara. Nadie le resultó conocido ni nadie lo reconoció a él. De hecho, la única persona que pareció notar su presencia fue el empleado, un muchacho que por la edad bien podía ser un estudiante universitario (y muy probablemente lo fuera).

—Soy el doctor Reggis. ¿Qué pasa? —preguntó, señalando a los miembros del personal.

—Están tomándose un respiro, nada más. El baleado y las personas accidentadas acaban de ser trasladados a cirugía.

—¿Quién está al frente de la guardia en el turno noche?

—El doctor David Washington.

—¿Se encuentra aquí en este momento?

El muchacho miró a su alrededor para cerciorarse.

—No. Creo que entró a ocuparse de un caso ortopédico.

—¿Hay alguna jefa o supervisora de enfermeras?

—Sí, Nora Labat. Está con un paciente de psicología.

—Entiendo. Gracias.

Kim avanzó por el mostrador hasta llegar hasta el centro mismo. Levantando una mano, habló en voz alta:

—Disculpen, todos. ¡Buenas noches!

Nadie se dio por aludido.

Durante unos instantes miró en derredor tratando de que sus ojos se encontraran con la mirada de alguien, pero fue imposible. Se estiró sobre el mostrador y tomó de un escritorio una bandeja metálica para entrada y salida de papeles. La alzó sobre su cabeza un instante, pensando que alguien podría notarlo. Nadie se fijó.

Azotó la bandeja metálica sobre el mostrador de formica; luego la golpeó dos veces más, cada vez con más fuerza, hasta dejarla convertida en una especie de paralelogramo tridimensional distorsionado.

Con eso consiguió la atención de todos. Se interrumpieron las conversaciones en la mitad de una oración. Residentes, enfermeras y asistentes médicos lo miraron. Un oficial de seguridad, que estaba parado cerca de los ascensores, se acercó corriendo, sosteniendo con la mano el llavero que colgaba de su cinturón.

Como estaba hecho una furia, Kim notó que le temblaba la voz al hablar.

—Sé que todos están ocupados, aunque por cierto en este momento no lo parecen. Yo hace dos horas y media que estoy esperando con mi hija. Como profesional que soy, podría emplear mi tiempo en actividades mucho más provechosas.

—Disculpe, señor —dijo el guardia de seguridad, y lo tomó del brazo.

Kim se soltó de un tirón y giró en redondo.

—A mí no me toque —dijo de viva voz, y el guardia tuvo la sensatez de dar un paso atrás, al tiempo que encendía su radio portátil. Kim no sólo le llevaba quince centímetros de estatura sino que era también notablemente más fornido—. No necesita comunicarse con nadie —le indicó Kim. Sacó su credencial del hospital y se la mostró—. Pertenezco a la planta de esta institución, aunque aquí en la guardia nadie parece reconocerlo.

El custodio entrecerró los ojos para leer la credencial.

—Disculpe, doctor —dijo.

—No se preocupe —le respondió Kim, dominando su voz. Volvió a darse vuelta en dirección al mostrador. Monica Hoskins se había adelantado.

—Quiero hablar con el doctor David Washington —dijo Kim.

—Lamento que haya tenido que esperar —repuso Monica. Estamos haciendo lo más que podemos.

—De todos modos me gustaría hablar con el jefe de turno de la sección.

—El doctor Washington está ocupado con un neumotórax —explicó Monica.

—Quiero verlo ahora —sostuvo Kim, sin levantar la voz—. Tiene que haber por lo menos un residente competente que pueda ocuparse de un neumotórax.

—Un segundito. —Monica se alejó unos pasos para poder conversar con Molly y otros miembros del personal sin que Kim los oyera. A los pocos instantes regresó donde estaba Kim. Al fondo, una de las enfermeras con las que acababa de conferenciar tomó un teléfono.

—Vamos a llamar a algún encargado para que venga a hablar con usted —dijo Monica.

—Ya era hora.

El pequeño berrinche de Kim había perturbado a enfermeras y residentes, la mayoría de los cuales se habían marchado hacia el interior del sector de guardia. Monica tomó la bandeja de correspondencia que Kim había doblado y trató de restituirle la forma original, pero no pudo.

Kim sentía el pulso acelerado. Una repentina agitación a sus espaldas lo obligó a volverse. Una adolescente entraba acompañada por personal de emergencias de una ambulancia. Venía llorando, y traía ambas muñecas atadas con repasadores ensangrentados: un claro caso de intento de suicidio, sin duda un desesperado pedido de ayuda.

Kim miró expectante hacia el fondo del sector luego de que la adolescente fue llevada adentro. Esperaba ver aparecer en cualquier momento al médico jefe de turno. En cambio, sintió un golpecito en el hombro.

Se dio vuelta y, sorprendido, vio que era Tracy.

—¿Dónde está Becky?

—En el baño. Esta vez es una visita de rutina, pero tengo que volver enseguida. Vine solamente para pedirte que no te dé otra de tus furias narcisistas. Cuando viniste para aquí, me pareció que no me importaba si te daba un ataque de furor o no, pero sí me importa. Pienso que con eso no vas a arreglar una situación de por sí mala. Más aún, tal vez podrías conseguir que Becky tuviera que esperar todavía más.

—No estoy para escuchar tus teorías psicológicas. Lo único que intento es tener una charla sensata pero concreta con la persona que dirige este sector. Esto es inconcebible, sencillamente inconcebible.

—Trata de controlarte, eso sí —dijo Tracy, enojada—. Cuando termines, ya sabes dónde encontrarnos. —Dio media vuelta y regresó a la sala de espera.

Kim hizo tamborilear los dedos sobre el mostrador. Al rato miró su reloj. Habían pasado cinco minutos más. Volvió a asomarse por el pasillo en dirección al fondo. Vio a muchas personas, pero nadie que viniera hacia él. Sus ojos se toparon con los del empleado, quien en el acto desvió la vista. Los demás trataban de no mirar a Kim, y se ocupaban de llenar papeles.

Un leve sonido de campanilla anunció la llegada de un ascensor. Kim vio bajar a un hombre corpulento vestido de traje gris, y con sorpresa comprobó que enfilaba hacia él.

—¿El doctor Reggis? —preguntó el hombre con voz gruesa, dominante.

—Sí, soy yo.

—Yo soy Barclay Bradford, vicedirector del hospital y administrador interino del turno noche.

—Ah, muy conveniente. Lo que le aconsejo es que entre en el sector de guardia, ubique al idiota jefe del departamento y lo traiga aquí. Él y yo tenemos algo de qué hablar. Hace dos horas y media que espero que atiendan a mi hija.

—Doctor Reggis —dijo Barclay como si Kim no hubiese hablado, como miembro de nuestro plantel profesional, particularmente un cirujano, usted debería saber que en una guardia con mucho trabajo es necesario evaluar la urgencia de los distintos casos. Los casos en que hay peligro de muerte tienen precedencia sobre un simple caso de diarrea juvenil.

—Por supuesto que entiendo el sistema. Hice toda mi capacitación en una guardia. Pero permítame decirle algo: cuando entré aquí hace diez minutos había unos diez o doce integrantes del personal detrás del mostrador bebiendo café y charlando.

—Las apariencias a veces engañan —comentó Barclay, condescendiente, y pestañeó—. Seguro que comentaban algún caso particularmente difícil. Pero sea como fuere, lo cierto es que no se puede tolerar su conducta infantil de golpear un cesto de correspondencia sobre el mostrador. Es sumamente inadecuado que exija usted un trato preferencial.

—¡Trato preferencial! ¡Conducta infantil! —Se le puso el rostro colorado, y le saltaban los ojos. De repente, el administrador que tenía ante sí encarnaba todas las frustraciones que le producía el episodio en la sala de guardia, la fusión del hospital, AmeriCare y la medicina moderna en general. Con un súbito arrebato de furia y perdiendo todo viso de control, le asestó al administrador una trompada en la mandíbula.

Luego sacudió la mano y se la tomó con la otra como reacción ante el repentino dolor en los nudillos. Al mismo tiempo, Barclay se tambaleó y cayó pesadamente al piso. Kim quedó azorado de su propia reacción violenta. Dio un paso adelante, miró a Barclay y sintió el impulso de ayudarlo a levantarse.

El personal reunido tras el mostrador contuvo el aliento. El custodio se acercó corriendo. El empleado tomó el intercomunicador y anunció: «Socorro. Emergencia en el mostrador de enfermeras».

Enfermeras, residentes y ayudantes aparecieron por doquier. Hasta Tracy se acercó luego de oír el anuncio. Un nutrido grupo se juntó alrededor de Kim y Barclay. El vicedirector del hospital se había incorporado, y se hallaba sentado en el piso. Se llevó una mano al labio, y comprobó que este le sangraba.

—¡Qué tontería, Kim! —exclamó Tracy—. ¡Te lo advertí!

—Esto es inaceptable —dijo Monica, y le ordenó al empleado: ¡Llama a la policía!

—¡Un momentito, no llamen a nadie! —gritó una voz gruesa. El grupo se abrió para dar paso a un afronorteamericano de recia contextura, muy apuesto. Se sacó unos guantes de látex mientras se dirigía al centro del círculo. El rótulo que llevaba prendido en la pechera de su uniforme de cirugía decía:

DR. DAVID WASHINGTON. JEFE INTERINO SECTOR DE GUARDIA.

Sus ojos iban de Kim a Barclay.

—¿Qué pasa aquí?

—Este hombre acaba de golpear al señor Bradford —informó Monica, señalando a Kim. Pero primero destrozó el cajón de la correspondencia azotándolo contra el mostrador.

—Aunque parezca mentira —agregó Molly—, es médico de este hospital.

David le dio la mano a Barclay para ayudarlo a levantarse. Al verle el labio partido, le examinó la mandíbula.

—¿Se siente bien? —le preguntó.

—Sí, creo que sí —respondió el administrador. Sacó un pañuelo y se limpió la sangre del labio.

David se dirigió entonces a Monica.

—Lleve al señor Bradford a que le limpien la herida. Y que lo vea el doctor Krugger, por si hace falta sacarle una placa.

—De acuerdo. —Monica tomó a Barclay del codo para guiarlo entre el gentío. Antes de marcharse, Barclay miró a Kim con indignación.

—Todos los demás vuelvan a su trabajo —dijo David, palabras que acompañó con un gesto de despedida. Luego se volvió hacia Kim, que había recuperado la compostura.

—¿Cuál es su nombre?

—Soy el doctor Kim Reggis.

—¿Es verdad que le dio una trompada al señor Bradford? —le preguntó David, incrédulo.

—Lamentablemente, sí.

—Dígame, por favor, qué fue lo que lo provocó.

Kim respiró hondo.

—Ese presuntuoso me acusó, en tono condescendiente, de exigir un trato preferencial siendo que mi hija enferma lleva ya dos horas y media esperando.

David le lanzó una miradita incrédula. Le llamaba mucho la atención semejante conducta de un colega.

—¿Cómo se llama la niña?

—Rebecca Reggis.

David le pidió al empleado la hoja de ingreso de Rebecca, y este la buscó en la pila.

—¿De veras pertenece al plantel del Centro Médico Universitario? —preguntó David mientras esperaba que le entregaran la hoja.

—Sí, desde la fusión. Soy uno de los cardiocirujanos, aunque cuesta mucho advertirlo a juzgar por el trato que me dispensaron aquí, en la guardia.

—Hacemos todo lo que está a nuestro alcance.

—Sí, esa excusa ya la escuché varias veces esta noche.

David volvió a estudiar a Kim con la mirada.

—Debería estar avergonzado de sí mismo… Trompear a la gente, golpear bandejas de correspondencia… Se comporta como un adolescente iracundo.

—Váyase al diablo.

—Por el momento prefiero creer que esas palabras son producto del estrés —dijo David.

—No se dé aires de superioridad.

—Aquí tiene —dijo el empleado, y le entregó a David la hoja de ingreso.

David la miró y luego miró su reloj.

—Al menos tiene razón en cuanto a la hora. Ya pasaron casi tres. Eso por cierto no justifica su conducta, pero sí es demasiado tiempo de espera.

David miró a Tracy.

—¿Es usted la señora de Reggis?

—Soy la madre de Rebecca.

—Vaya a buscarla, por favor. Me encargaré personalmente de que la atiendan de inmediato.

—Gracias —dijo Tracy, y enfiló de prisa hacia la sala de espera.

David fue del otro lado del mostrador a buscar una tablita sujetapapeles para la hoja de ingreso. De paso, pidió una enfermera por el intercomunicador. Cuando regresó adelante, Tracy ya había vuelto con Becky a la rastra. Segundos más tarde apareció una enfermera. El rótulo que llevaba en la pechera la identificaba como Nicole Michaels.

—¿Cómo te sientes, jovencita? —le preguntó David a Becky.

—No demasiado bien. Quiero volver a casa.

—Me imagino, pero primero tenemos que ver qué te pasa. Por qué no vas con Nicole, que te va a instalar en una de las salitas de examen.

Tracy, Becky y Kim fueron a adelantarse, pero David estiró un brazo para detener a Kim.

—Prefiero que usted espere aquí afuera, si no le molesta.

—Yo voy con mi hija.

—No, no va. Ya dio muestras de padecer un agotamiento emocional. Se está comportando como un cañón suelto.

Kim vaciló. Aunque no quería reconocerlo, sabía que David tenía razón. Sin embargo, la actitud le pareció denigrante.

—Vamos, doctor. Usted seguramente comprende —insistió David.

Kim miró la imagen de Becky y Tracy que se alejaban. Volvió a posar sus ojos en David, pero este no se dejaba intimidar, ni físicamente ni de ninguna otra manera.

—Pero…

—Nada de peros. No me haga llamar a la policía, cosa que estoy dispuesto a hacer si no colabora.

A regañadientes, Kim dio media vuelta y regresó a la sala de espera. Como allí no quedaban asientos, se apoyó contra la pared, junto a la entrada. Trató de mirar televisión, pero no podía concentrarse. Levantó la mano y se la observó: le temblaba.

Media hora más tarde, Tracy y Becky salieron del sector de tratamiento. Por pura casualidad Kim las vio en el momento en que se retiraban. Se marchaban sin tratar siquiera de buscarlo.

Rápidamente recogió su abrigo y guantes y corrió tras ellas. Las alcanzó justo cuando Tracy ayudaba a Becky a subirse al auto.

—¿Qué haces? ¿Me dejas de lado así no más?

Tracy no dijo nada. Cerró la puerta luego de que subiera Becky y se dirigió al otro lado del auto.

Kim la siguió y apoyó la mano en la puerta como para impedirle que la abriera.

—Por favor, no nos causes más problemas. Ya bastante vergüenza nos hiciste pasar.

Sorprendido por esta nueva e inesperada afrenta, Kim retiró la mano. Tracy subió al auto. Estiró el brazo pero no cerró la puerta. En cambio, miró detenidamente el rostro dolido de Kim.

—Volvemos a casa a dormir. Eso es lo que vamos a hacer.

—¿Qué pasó ahí adentro? ¿Qué dijeron?

—No mucho. Al parecer, el recuento de glóbulos y los electrolitos, sea lo que fuere, están bien. Tengo que darle caldo y otros líquidos, y suspenderle los derivados de la leche.

—¿Eso es todo?

—Es todo. Dicho sea de paso, según opinan ellos, el culpable bien podría ser el pollo de Ginger. Últimamente tienen muchos casos de intoxicación relacionados con pollos.

—No fue eso. ¡Imposible! ¡Pregúntale a Becky! Ella ya se sentía mal a la mañana, antes de comer pollo. —Kim se inclinó para hablar directamente con su hija—. ¿No es cierto, mi budincito?

—Quiero ir a casa —dijo la niña, mirando fijo por el parabrisas.

—Hasta mañana, Kim —dijo Tracy. Cerró la puerta, puso el motor en marcha y partió.

Kim esperó hasta que el auto había desaparecido dando la vuelta por la esquina del hospital. Sólo entonces enfiló hacia la playa de estacionamiento de los médicos. Se sentía solo, más solo que nunca en la vida.