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Sábado, 17 de enero

A bordo de su auto, Kim dio la curva tras la cual aparecía su casa. Se trataba de una enorme vivienda estilo Tudor, levantada en un lote ampliamente arbolado, de un bello barrio residencial. En una época había sido una hermosa casa, pero actualmente se la notaba abandonada. El otoño anterior nadie había barrido las hojas, que ahora cubrían el jardín formando una capa de restos húmedos, color marrón sucio. Casi todas las molduras del frente estaban descascaradas —necesitaban desesperadamente una mano de pintura— y algunas de las persianas, torcidas. En el techo, varias tejas, después de desprenderse, habían ido a parar a las canaletas.

Eran las nueve de una mañana nublada y ventosa de domingo, y el barrio parecía desierto. Kim no vio signos de vida cuando entró en el sendero de acceso a su casa y estacionó frente a la puerta del garaje. Hasta el diario del vecino de al lado seguía tirado en el jardín, sin que nadie lo hubiese levantado aún.

El interior de la vivienda era un fiel reflejo del exterior. Había perdido casi todas las alfombras, muebles y accesorios cuando Tracy se fue de allí llevándose las cosas que quería. Además, hacía varios meses que no se hacía una limpieza. El living, en particular, parecía un salón de baile, con un solo sillón, una alfombra pequeña, el teléfono apoyado en una mesita, y una única lámpara de pie.

Kim arrojó las llaves en una pequeña mesa empotrada que había en el hall; luego cruzó el comedor para llegar a la cocinacuarto de estar. Llamó a Becky, pero no tuvo respuesta. Se fijó dentro de la pileta: no había platos sucios.

Esa mañana se había despertado poco después de las cinco, horario habitual en él; se levantó y fue a hacer las visitas de hospital. Suponía que, al volver, encontraría a su hija ya levantada, lista para partir.

—¿Dónde estás, mi pequeña holgazana? —gritó mientras subía la escalera. Cuando estaba por llegar arriba, oyó que se abría la puerta del cuarto de la niña. Segundos después aparecía ella, todavía en camisón. Su pelo era una mata de rulos revueltos, y sus ojos estaban hinchados.

—¿Qué ocurre? Pensé encontrarte ansiosa por ir a tu clase de patín. Andando.

—No me siento muy bien. —Se restregó los ojos con los nudillos.

—¿Ah no? ¿Qué te pasa?

—Me duele el estómago.

—Bueno, seguramente no es nada. ¿El dolor viene y se va, o te duele todo el tiempo?

—Viene y se va.

—Dime dónde lo sientes con exactitud.

Becky hizo unos imprecisos movimientos circulares sobre su abdomen.

—¿Escalofríos? —preguntó Kim, y le puso la mano sobre la frente.

Becky le contestó un mudo «no».

—Son retortijones, nada más. Probablemente sea tu pobre estómago protestando por la comida de anoche. Date una ducha y vístete mientras yo te preparo el desayuno. Pero apúrate; no quiero que tu madre se queje porque te hago llegar tarde a patinaje.

—No tengo hambre.

—Sí vas a tenerlo después de bañarte. Te espero abajo.

De vuelta en la cocina, Kim sacó cereal, leche y jugo de frutas. Regresó al pie de la escalera, y estaba ya por gritarle algo a Becky, cuando oyó el inconfundible sonido de la ducha. Volvió entonces a la cocina y llamó desde allí por teléfono a Ginger.

—Todos están bien en el hospital —dijo Kim no bien Ginger atendió—. Los tres postoperatorios van muy bien, aunque los Arnold, en particular la mujer, me están volviendo loco.

—Me alegro —dijo Ginger, seca.

—¿Y ahora qué pasa? —preguntó Kim. Había tenido otro pequeño mal rato con una de las enfermeras esa mañana, y quería pasar un día sin complicaciones.

—Anoche yo quería quedarme a dormir. Me parece que no es justo…

—¡No sigas! —la interrumpió Kim. No empecemos de nuevo, por favor. Estoy cansado de estas tonterías. Además, esta mañana Becky no se siente muy bien.

—¿Qué tiene? —preguntó Ginger con sincera preocupación.

—No es gran cosa… un dolor de estómago, nada más. —Iba ya a dar explicaciones cuando oyó que Becky bajaba por la escalera—. Aquí viene. Bueno, nos encontramos en la pista de patinaje. ¡Adiós!

Cortó cuando Becky entró en la habitación. Venía vestida con la bata de baño de Kim, que le quedaba tan grande que la arrastraba por el piso, y las mangas le llegaban a media pierna.

—En la mesa hay cereales, leche y jugo. ¿Te sientes un poquito mejor?

La niña le contestó calladamente que no.

—¿Qué quieres comer?

—Nada.

—Algo tienes que comer. ¿Una cucharadita de bismuto?

Becky puso cara de asco.

—Un poco de jugo, nada más.

Las tiendas del centro comercial estaban apenas comenzando a abrir cuando Kim y Becky recorrieron el pasillo que conducía a la pista de patinaje. Kim no había vuelto a preguntarle, pero estaba seguro de que Becky se sentía mejor. Al final había comido algo de cereal, y en el trayecto en auto había estado conversadora como siempre.

—¿Te vas a quedar mientras yo estoy en clase? —preguntó la niña.

—Ese es el plan. Estoy ansioso por ver el triple axel del que me hablabas.

Al aproximarse a la pista, Kim le entregó los patines que traía él en la mano. Se oyó luego un silbato dando por finalizada la clase anterior.

—Calculamos el tiempo a la perfección —comentó Kim.

Becky se sentó y comenzó a desatarse las zapatillas. Kim miró a los demás adultos, en su mayoría mamas. De pronto cruzó la mirada con Kelly Anderson. Pese a lo temprano que era, ella estaba vestida como para un desfile de modas, y parecía recién salida de la peluquería. Esbozó una sonrisa, pero Kim desvió los ojos.

Una niña aproximadamente de la misma edad que Becky se acercó patinando y salió de la pista. Luego fue a sentarse junto a Becky, a quien saludó con un «Hola». Becky retribuyó el saludo.

—¡Ah, mi cardiocirujano preferido!

Kim se dio vuelta, y con gran desagrado se topó con Kelly.

—¿Conoce a mi hija? —dijo Kelly. Kim contestó que no sin abrir la boca—. Caroline, saluda al doctor Reggis.

Pese a los pocos deseos de entrar en conversación con Kelly, Kim saludó a la niña y presentó a Becky a Kelly.

—Qué hermosa coincidencia volver a encontrarme con usted —dijo la periodista cuando se enderezó luego de haber estrechado la mano de Becky—. ¿Vio anoche mi segmento del noticiario de las once, cuando hablé sobre el aniversario de la fusión del hospital? —No, no lo vi.

—Qué lástima. Le habría gustado. Lo pusimos a usted al aire, y todo el mundo opina que la «conclusión» que usted sacó fue lo mejor del programa. Empezaron a sonar los teléfonos, que es lo que le gusta al gerente del canal.

—Hágame acordar de que no quiero volver a conversar más con usted —repuso Kim.

—Tenga cuidado, doctor, porque puede herir mis sentimientos —respondió Kelly, en tono alegre.

—¡Kim! —gritó una voz desde el otro lado de la pista. ¡Kim, aquí!

Ginger había llegado y agitaba vivamente la mano mientras daba la vuelta alrededor de la pista para acercarse hacia ellos. Tenía poco más de veinte años, rasgos de duendecillo, pelo rubio largo y piernas delgadas. Cuando no estaba en la oficina, se preocupaba expresamente por vestirse en un estilo que definía como informal y atrayente. Esa mañana tenía puesto un par de ceñidos vaqueros y camiseta corta que dejaba al descubierto su cintura firme, sumado a una vincha de gimnasia y muñequeras como indicios de su afición por la gimnasia aeróbica. Iba calzada con zapatillas profesionales, y no llevaba abrigo.

—¿A ver, qué tenemos aquí? —dijo Kelly en susurros, mirando llegar a Ginger. Me huele a material para un tabloide: el afamado cardiocirujano y la profesora de gimnasia.

—Es mi secretaria —dijo Kim, tratando de restar importancia a la inminente confrontación.

—Yo no lo dudaría ni un instante. Pero miren esa silueta. Y ese entusiasmo juvenil. Me da la sensación de que ella lo considera un dios.

—Ya le dije que trabaja conmigo —se molestó Kim.

—Le creo. Y eso es lo que me interesa. Hasta mi clínico y mi oculista se divorciaron de su mujer para casarse con la secretaria. Me huelo que aquí puede haber tema para una nota. ¿No le parece la típica crisis del hombre de mediana edad?

—A ella no se le acerque.

—Vamos, doctor. Ustedes, los cirujanos del corazón, se consideran personajes. Siempre ocurren estas cosas, sobre todo si salen con mujeres de la mitad de su edad.

Becky se inclinó hacia Caroline y le habló en voz baja.

—Nos vemos después. Aquí viene la estúpida novia de mi papá. —Se levantó, entró en la pista y rápidamente se alejó patinando.

Ginger enfiló derecho hacia Kim y, sin darle tiempo a reaccionar, le plantó un fuerte beso en la mejilla.

—Perdona, querido. Esta mañana, por teléfono, estuve de muy mal humor. Lo que pasa es que te extrañaba.

—Hmmm. No muy comercial la relación, ¿eh? —comentó Kelly—. Restos de lápiz labial.

Kim se limpió la cara con el dorso de la mano.

—Ay —murmuró Ginger al ver la huella roja de sus labios sobre la piel de Kim—. Déjame que te la saco. —Se pasó la lengua por dos dedos y, de nuevo sin darle tiempo a Kim a reaccionar, le limpió la mancha de rouge.

—Perfecto —comentó Kelly.

Ginger se volvió hacia Kelly y en el acto reconoció a la famosa periodista local.

—¡Kelly Anderson! —exclamó—. Qué maravilla. Me encanta cómo hace los noticiarios.

—Bueno, gracias. Tu nombre es…

—Ginger Powers.

—Encantada, Ginger. Te dejo una tarjeta mía. A lo mejor algún día podemos reunimos.

—Ah, muchas gracias. —Recibió la tarjeta con verdadero alborozo—. Me encantaría encontrarme contigo.

—Bueno. Yo hago notas relacionadas con el tema de la salud, y siempre busco la opinión de la gente que está en el ramo.

—¿Quieres entrevistarme a mí? —Se la notaba sorprendida y halagada.

—¿Por qué no? —Ginger señaló a Kim.

—A él tendrías que entrevistar, no a mí. Él conoce toda la medicina.

—Se ve que tienes una excelente opinión del buen doctor, ¿no?

—Como si se pudiera ponerlo en duda —continuó Ginger, con fingida indignación—. Es el mejor cardiocirujano del mundo. Aparte, el más buen mozo. —Trató de dar un pellizconcito a Kim en la mejilla, pero esta vez él la esquivó.

—Bueno, yo me retiro —anunció Kelly—. Vamos, Caroline. Ponte el abrigo y vamos ya. ¡Ginger, llámame! Kim, créame que entiendo por qué tiene a Ginger de secretaria y compañera.

Kelly y Caroline se alejaron, Kelly llevando la mochila y los patines de su hija. A Caroline en ese momento le estaba dando trabajo ponerse su abrigo largo, relleno de plumas de ganso.

—Es muy simpática —comentó Ginger al ver alejarse a la periodista.

—Es un buitre. Y no quiero que hables con ella.

—¿Por qué no?

—No me ha causado otra cosa que sufrimientos.

—Pero sería divertido.

—Mira, Ginger, hablas con ella y te juro que se termina tu puesto y tu relación conmigo. ¿Entendido?

—¡De acuerdo! Dios mío, qué geniecito. ¿Qué te pasa?

Becky, que había estado haciendo unos ejercicios de precalentamiento, se acercó patinando hasta donde estaban ellos parados.

—No puedo quedarme a la clase —dijo. Salió del hielo, se sentó y comenzó a sacarse los patines.

—¿Por qué? —quiso saber Kim.

—Me siento peor del estómago. ¡Y tengo que ir al baño… urgente!