Viernes, 16 de enero
Cuando por fin terminó la ronda de visitas y controló el estado del señor Arnold en la sala de recuperación, había pasado otra hora. Rumbo a la casa de su exmujer, ubicada en el barrio universitario, aceleró a fondo su Mercedes Benz de diez años de antigüedad y consiguió imprimirle una buena velocidad. Pero eran casi las ocho cuando estacionó detrás de un Lamborghini amarillo, justo frente a la casa de Tracy.
Bajó del auto y subió corriendo el caminito de acceso. La casa era modesta, de principios de siglo, y tenía unos toques góticos Victorianos, como por ejemplo arcos apuntados en las buhardillas. Kim subió los escalones de a dos y llegó al porche con columnas, donde tocó el timbre. En pleno frío invernal, su aliento era un hálito de vapor. Mientras esperaba, movió los brazos para mantenerlos calientes. No llevaba puesto abrigo.
Tracy atendió, y en el acto puso los brazos en jarras. Estaba, a todas luces, llena de fastidio.
—Kim, son casi las ocho. Dijiste que ibas a estar aquí a más tardar a las seis.
—Lo siento, fue inevitable. El segundo caso me llevó más tiempo de lo pensado. Nos encontramos con problemas que no preveíamos.
—Tal vez a esta altura debería estar acostumbrada. —Se corrió a un costado y le indicó con un gesto que entrara. Luego cerró la puerta.
Kim echó un vistazo en dirección a la sala y vio a un hombre de cuarenta y tantos años, vestido con chaqueta de gamuza con flecos y botas tejanas, de avestruz. Estaba sentado en el sofá, y tenía un vaso de bebida en una mano y un sombrero de cowboy en la otra.
—Si hubiera sabido que ibas a demorar tanto, le habría dado a Becky de comer. Está famélica.
—Eso es fácil de solucionar —respondió Kim, porque pensábamos salir a cenar.
—Podrías haber llamado, por lo menos.
—Estaba en cirugía y no salí sino hasta las cinco y media. No es que me haya ido a jugar al golf.
—Ya sé —aceptó Tracy, resignada. Todo es muy loable, pero el que eligió la hora fuiste tú, no yo. Hay que tener un poco de consideración. A cada instante me parecía que estabas por llegar. Felizmente no vamos a tomar un vuelo comercial.
—¿Un vuelo? ¿Adónde te vas?
—A Aspen. Le dejé a Becky el número donde vamos a estar.
—¿A Aspen por dos días?
—No me va a venir mal un poco de diversión en la vida, cosa que tú no conoces, como no sea la cirugía, desde luego.
—Bueno, si nos vamos a poner irónicos, te agradezco que me hayas enviado a Kelly Anderson a la sala de cirujanos. ¡Fue una agradable sorpresa!
—Yo no la mandé.
—Eso dijo ella.
—Lo único que le dije fue que suponía que estabas en cirugía.
—Bueno, es lo mismo.
Por detrás del hombro de Kim, Tracy notó que su invitado se ponía de pie. Presintiendo que se sentía incómodo puesto que había alcanzado a oír la conversación de ella y su exmarido, le indicó a Kim con un ademán que pasara a la sala.
—No discutamos más —dijo. Kim, te presento a Carl Stahl, un amigo.
Ambos hombres se dieron la mano y se observaron uno al otro con desconfianza.
—Los dejo solos un minutito mientras yo voy arriba y me fijo que Becky no se olvide nada. Después nos vamos cada cual para nuestro lado.
Kim la siguió con la mirada cuando ella subía la escalera. Luego sus ojos se posaron en el supuesto novio de Tracy. La situación era incómoda, y Kim no pudo evitar sentir algo de celos, pero al menos Carl era varios centímetros más bajo que él, y tenía mucho menos pelo. Por otra parte, el hombre tenía un intenso bronceado pese a que era pleno invierno. También parecía gozar de un buen estado físico.
—¿Te sirvo algo de beber? —ofreció Carl, señalando con un ademán una botella de whisky que había sobre una mesita.
—Podría ser —aceptó Kim quien, pese a que nunca había sido muy bebedor, en los últimos meses se había habituado a tomar una copa todas las noches.
Carl dejó su sombrero de cowboy y se encaminó hacia el aparador. Kim advirtió que se comportaba como dueño de casa.
—Yo vi esa entrevista que hizo Kelly Anderson hace alrededor de un mes —comentó Cari, al tiempo que introducía varios cubitos de hielo en un vaso de líneas antiguas.
—Lo siento. Mi deseo hubiese sido que la mayoría de la gente no la viera.
Cari sirvió una medida generosa de whisky y le entregó el vaso. Luego se sentó en el sofá, junto a su sombrero. Kim ocupó una butaca frente a él.
—Tienes derecho a sentirte enojado —apuntó Cari, con aire condescendiente. Lo que hicieron no fue justo. Los periodistas de televisión tienen un estilo muy molesto de tergiversar las cosas.
—Es lamentable, pero cierto —convino Kim. Luego bebió un sorbo de la fuerte bebida alcohólica e inspiró antes de tragarla. Una agradable sensación cálida le recorrió el cuerpo.
—Yo por cierto no le creí a la periodista. Ustedes se merecen hasta el último centavo que ganan. Personalmente siento un gran respeto por los médicos. —Gracias. Es muy alentador.
—Lo digo en serio. De hecho, yo cursé dos cuatrimestres de medicina en la universidad.
—¿Ah sí? ¿Qué pasó? ¿No te gustó la carrera?
—No le caí bien yo —respondió Cari con una risa que terminaba con un curioso resoplido—. Era demasiado exigente, y eso afectaba mi vida social. —Volvió a reír como si acabara de contar un chiste.
Kim empezó a plantearse qué le veía Tracy a ese tipo.
—¿A qué te dedicas? —le preguntó luego para conversar de algo. Además, sentía interés por saberlo. Teniendo en cuenta que el barrio era de clase media baja, el Lamborghini amarillo debía de ser de Cari. Además, estaba el comentario de Tracy respecto de que no iban a tomar un vuelo comercial. Eso era aún más preocupante.
—Soy gerente general de Foodsmart. Me imagino que habrás oído hablar de nuestra empresa.
—Confieso que no.
—Se trata de una importante empresa agrícola. En realidad es más bien de inversiones. Una de las más grandes de este estado, dicho sea de paso.
—¿Minorista o mayorista? —preguntó Kim, pero no porque supiera mucho de negocios.
—Ambas cosas. Exportamos carne y cereales al por mayor, pero también somos el principal accionista de la cadena de hamburguesas Onion Ring.
—Los conozco; más aún, tengo algunas acciones.
—Bien elegidas —dijo Cari. Luego se inclinó hacia adelante y, tras mirar subrepticiamente a su alrededor como si pensara que podía haber alguien escondido escuchándolos, susurró—: Compra más acciones de Onion Ring. Estamos por transformar la empresa en una cadena nacional. Tómalo como un consejo de alguien que está adentro, pero no le cuentes a nadie cómo te enteraste.
—Gracias —dijo Kim, y luego añadió, irónico: No sabía en qué invertir todo el dinero que me sobra.
—Me lo vas a agradecer una y mil veces —agregó Cari, sin reparar en la ironía. Las acciones van a subir muchísimo. Dentro de un año, Onion Ring le va a disputar el puesto a McDonald’s, Burger King y Wendy’s.
—Tracy mencionó que están por viajar a Aspen en un avión privado —dijo Kim para cambiar de tema. ¿Qué piloteas?
—¿Yo personalmente? No piloteo nada. ¡Ni loco! Ni loco subo a un avión si el piloto soy yo. —Volvió a reírse con esa risa tan peculiar suya, con lo cual consiguió que Kim pensara si no roncaría al dormir—. Tengo un jet Lear nuevo. Bueno, técnicamente es de Foodsmart, al menos para el organismo recaudador de impuestos. Como seguramente sabes, para un avión de ese tipo, la Administración Federal del Espacio exige que viajen dos pilotos altamente calificados.
—Desde luego —repuso Kim, como si estuviera familiarizado con la disposición. Por nada del mundo quería dejar traslucir su ignorancia total sobre tales cuestiones. Tampoco quería que se le notara el enojo que le producía que un empresario que no hacía nada más que manejar papeles tuviera semejantes beneficios económicos, mientras que él, que trabajaba doce horas diarias sobre el corazón de las personas, se veía en figurillas para conservar en buen estado su Mercedes de diez años de antigüedad.
El ruido de pasos sobre la escalera sin alfombra prenunció la llegada de Becky. Traía una pequeña maleta, y los patines colgados del hombro. Arrojó ambos sobre un silloncito que había en el hall, y entró como una tromba en la sala.
Kim no la veía desde el domingo anterior, cuando pasaron un día muy feliz en una zona de esquí cercana, y Becky lo demostró con la manera de comportarse. Fue directamente hacia su padre y le dio un fuerte abrazo que por un momento le hizo perder el equilibrio. Kim apoyó la cara contra la cabeza de la niña, y sintió su pelo mojado pues seguramente ella acababa de ducharse. La esencia del champú le hacía despedir un aroma propio de manzanos en flor.
Sin soltar al padre, Becky se inclinó hacia atrás y puso en broma cara de reprobación.
—Llegaste tarde, papi.
Todos los problemas que había tenido Kim ese día se derritieron al mirar a su adorada hija de diez años que, para él, era un dechado de juventud, gracia y bríos. Su piel era perfecta; sus ojos, grandes y expresivos.
—Perdóname, mi budincito. Me dijeron que tienes ganas de comer.
—Estoy muerta de hambre. ¡Pero mira!
Dio vuelta la cabeza hacia uno y otro lado.
—Mira mis aros nuevos de brillantes. ¿No te parecen preciosos? Me los regaló Cari.
—No es nada extraordinario —dijo Cari, cohibido. Una especie de regalo tardío de Navidad. Para que me preste a su mamá por el fin de semana.
Kim tragó saliva del asombro.
—Muy impresionante —consiguió articular.
Becky soltó a su padre y fue al hall a recoger sus cosas y sacar el abrigo del placard de la entrada. Kim fue tras ella.
—Bueno —intervino Tracy—, quiero que te acuestes a la hora de siempre, jovencita, ¿entendido? Hay mucha gripe dando vuelta.
—¡Ay, mamá! —se quejó la niña.
—Lo digo en serio. No quiero que tengas que faltar a la escuela.
—Basta, mamá. Diviértete, y no te pongas tan nerviosa por…
—Lo voy a pasar muy bien —la interrumpió Tracy para que no pudiera decir nada inconveniente. Pero lo pasaría mejor si no tuviera que preocuparme por ti. ¿Llevas el número de teléfono que te di?
—Sí, sí —dijo Becky, con cierto cansancio. Luego se reanimó y dijo—: Esquía todo por mí.
—Bueno, prometido —dijo Tracy, y tomó el abrigo que su hija llevaba al brazo. Quiero que te lo pongas.
—Pero voy a estar dentro del auto…
—No me importa —dijo Tracy, ayudándola a ponérselo.
Becky corrió luego hacia Cari, que se hallaba parado en la puerta de la sala. Le dio un abrazo y le habló al oído:
—Mamá está muy nerviosa —dijo, pero se le va a pasar. Y gracias por los aros, que me encantan.
—De nada, Becky —respondió él, sorprendido.
Becky se acercó de prisa a Tracy, le dio un breve abrazo y salió velozmente por la puerta que Kim le mantenía abierta.
Una vez afuera, bajó corriendo la escalinata y le hizo señas a su padre de que se apresurara, obligándolo también a correr.
—Llámame si hay algún problema —gritó Tracy desde el porche.
Kim y Becky saludaron con la mano al subir al auto.
—Mamá vive preocupándose —dijo la niña cuando Kim puso el motor en marcha. Luego señaló por el parabrisas, hacia adelante—: Ese que está ahí es un Lamborghini. Es de Cari, y me resulta imponente.
—Seguramente lo es —afirmó Kim, tratando de no dar la impresión de que le molestaba.
—Tendrías que comprarte uno, papá —agregó Becky, y dobló la cabeza para mirar el vehículo cuando pasaron a su lado.
—Hablemos de comida. Yo había pensado que podíamos pasar a buscar a Ginger e ir los tres a Chez Jean.
—No quiero comer con Ginger —protestó Becky, haciendo pucheros.
Kim hizo tamborilear los dedos contra el volante. La tensión de ese día en el hospital, y hasta el encuentro con Cari, lo habían dejado muy nervioso. Era una pena que no hubiese tenido tiempo de jugar al menos un partido de tenis. Necesitaba alguna forma de descarga física. Lo último que deseaba era que hubiese problemas entre Becky y Ginger.
—Becky, ya esto lo hemos hablado antes. Ginger disfruta con tu compañía.
—Yo quiero estar contigo, no con tu recepcionista.
—Pero estarás conmigo. Estaremos todos juntos. Y Ginger es algo más que mi recepcionista.
—Tampoco quiero comer en ese restaurante viejo y aburrido. Lo odio.
—Bueno, bueno —dijo Kim, tratando de contenerse. ¿Qué te parece si vamos al Onion Ring de la calle Prairie tú y yo solos? No queda lejos de aquí.
—¡Fabuloso! —Becky se reanimó, y pese al cinturón de seguridad, se las ingenió para inclinarse hacia el costado y darle al padre un beso en la mejilla.
Kim se maravilló de la destreza con que su hija podía manejarlo. Se sintió más tranquilo al ver que ella volvía a ser la niña vivaz de siempre, pero pasados unos kilómetros, el comentario anterior comenzó a darle fastidio.
—Te juro que no entiendo —dijo por qué siempre te pones contra Ginger.
—Porque ella hizo que se separaran tú y mamá.
—Dios santo, ¿esa es la versión que te da tu madre?
—No. Ella dice que eso fue sólo una parte del asunto, pero yo creo que fue culpa de Ginger. Ustedes nunca se peleaban hasta que apareció ella.
Kim volvió a hacer tamborilear los dedos sobre el volante. Pese a lo que decía Becky, estaba seguro de que era Tracy quien le había metido esa idea en la cabeza.
Al entrar en la playa de estacionamiento del Onion Ring, Kim miró de reojo a su hija. El rostro de la niña recibía los colores del inmenso cartel del local, y ella sonreía de contento pensando en la cena.
—El motivo por el cual tu madre y yo nos divorciamos es muy complicado —comenzó a decir, y Ginger tuvo muy poco que…
—¡Cuidado! —gritó Becky.
Kim volvió a mirar adelante y captó la imagen borrosa de un chico andando en patineta a la derecha del guardabarros delantero derecho. Clavó los frenos, giró bruscamente hacia la izquierda y el auto se detuvo, pero antes golpeó contra la parte trasera de otro vehículo estacionado. Se produjo el inconfundible ruido a vidrio roto.
—¡Chocaste el auto! —gritó Becky como si fuera una pregunta.
—¡Ya sé que lo choqué! —le contestó Kim, también de viva voz.
—Pero no es culpa mía, ¡así que no me grites!
El chico de la patineta, que se había detenido un instante, pasó luego delante del auto. Kim lo miró, y este, en tono irreverente, le dijo: «Idiota». Kim cerró los ojos un momento para contenerse.
—Perdóname, Becky. Claro que no fue culpa tuya. Yo tendría que haber prestado más atención, y por cierto no debería haberte gritado.
—¿Qué vamos a hacer? —Miró nerviosa la playa de estacionamiento, aterrada de que pudiera haber por allí alguno de sus compañeros de colegio.
—Voy a fijarme qué pasó —anunció Kim, y se bajó del coche. Al instante volvió y le pidió que le buscara el sobre con los documentos en la guantera.
—¿Qué se rompió? —preguntó Becky cuando le entregaba los papeles.
—El faro delantero nuestro y la luz trasera de ellos. Voy a dejarles una nota.
Ya dentro del restaurante, Becky se olvidó enseguida del incidente. Como era viernes a la noche, el local estaba colmado. La mayoría eran adolescentes vestidos con una ridícula colección de ropa excesivamente grande y peinados estilo punk. Pero también había familias con muchos niños pequeños y hasta con bebés. El nivel del sonido era considerable debido al llanto de algunos bebés y los equipos portátiles de audio que tenían algunos clientes.
Los locales de Onion Ring resultaban muy atractivos para los chicos porque allí se les permitía pedir las hamburguesas exactamente a su gusto, y se les podía agregar una sorprendente variedad de condimentos. También podían prepararse sus copas heladas con igual número de agregados y cremas.
—¿No te parece un lugar fantástico? —comentó Becky, cuando ambos se ubicaron en una de las hileras para hacer el pedido.
—Ah, una maravilla —bromeó Kim, sobre todo por la música clásica, tan sedante, que ponen de fondo.
—¡Ay, papá! —protestó Becky, revoleando los ojos.
—¿Alguna vez viniste aquí con Cari? —Kim en realidad no quería oír la respuesta porque algo le decía que ella sí había estado.
—Por supuesto. Nos trajo a mamá y a mí una o dos veces. Fue genial. Él es el dueño de aquí.
—No del todo —la contradijo Kim con cierta satisfacción. De hecho Onion Ring es de propiedad pública. ¿Sabes lo que significa?
—Más o menos.
—Significa que muchas personas son dueñas de las acciones. Hasta yo tengo algunas, o sea que también soy propietario.
—Sí, claro, pero cuando vinimos aquí con Cari no tuvimos que hacer cola.
Kim respiró hondo y fue soltando el aire.
—Cambiemos de tema. ¿Sigues pensando en presentarte al torneo nacional de patinaje? Ya pronto se vence la fecha.
—No me voy a presentar —respondió Becky sin vacilar.
—¿De veras? ¿Por qué no, querida? Tienes tanto talento… Además, el año pasado ganaste muy fácilmente el campeonato juvenil.
—Me gusta patinar, y no quiero arruinarlo.
—Pero podrías ser la mejor.
—No quiero ser la mejor en competición.
—Por Dios, Becky. Te aseguro que estoy un poco desilusionado. Me harías sentir tan orgulloso.
—Mamá me anticipó que ibas a decir algo así.
—¡Ah, qué bien! Tu madre terapeuta y sabelotodo.
—También dice que tengo que hacer lo que me parezca mejor a mí.
De pronto ya habían llegado al frente de la cola. Una cajera muy joven, con cara de aburrida, les preguntó qué querían.
Becky miró el menú del cartel. Hizo un mohín y se apoyó un dedo en la mejilla.
—Hmmm… No sé lo que quiero.
—Pide una hamburguesa, que es lo que más te gusta.
—De acuerdo. Una hamburguesa, papas fritas y un batido de vainilla.
—¿Normal o grande?
—Normal.
—¿Y usted, señor?
—A ver… —También él se fijó en el menú de la pared—. Sopa y ensalada. Y un té helado.
—Siete dólares con noventa.
Kim pagó y la cajera le entregó un ticket.
—Su número es el veintisiete.
Kim y Becky salieron de la zona de pedidos. Después de mucho buscar, encontraron dos asientos vacíos en una de las mesas estilo picnic próximas a la ventana. Becky se sentó, no así Kim, que le entregó el ticket y le dijo que debía ir al baño. Becky asintió distraídamente; le había echado el ojo a un compañero suyo de colegio, muy atractivo, que por casualidad estaba sentado en la mesa de al lado.
Para Kim fue una suerte de carrera de obstáculos cruzar el restaurante y llegar al hall de entrada donde se hallaban los baños. Había dos teléfonos, ambos ocupados por niñas adolescentes, y detrás de cada uno había una hilera de personas esperando. Sacó entonces su celular, marcó el número y se apoyó contra la pared para hablar.
—Ginger, soy yo.
—¿Dónde diablos estás? ¿Te olvidaste de que habíamos reservado mesa en Chez Jean para las siete y media?
—No podemos ir. Tuve que cambiar de planes. Becky y yo vinimos a comer algo al Onion Ring de la calle Prairie.
Ginger no respondió.
—Hola. ¿Estás ahí todavía?
—Sí, estoy aquí.
—¿Oíste lo que te dije?
—Sí, por supuesto que oí. Yo no he comido todavía y hace horas que estoy esperando. No me llamaste; además, me prometiste que esta noche íbamos a Chez Jean.
—Escucha, no me hagas reproches tú también. No puedo dejar contentos a todos. Llegué tarde a retirar a Becky, y ella estaba muerta de hambre.
—Qué bien. Que te vaya muy bien en la cena con tu hija.
—¡Me estás haciendo enojar, Ginger!
—¿Y cómo crees que me siento yo? Durante un año pusiste el pretexto de tu mujer. Ahora supongo que vas a decir que es tu hija.
—Basta ya, Ginger. No quiero discutir. Becky y yo comemos aquí, y después pasamos a buscarte.
—A lo mejor me encuentras, y a lo mejor no. Estoy cansada de que no piensen en mí.
—Bien. Tú decides.
Kim cortó la comunicación y volvió a guardarse el celular en el bolsillo del saco. Apretó los dientes y maldijo en silencio. La velada no estaba saliendo como lo había planeado. Sus ojos se posaron involuntariamente en el rostro de la adolescente que esperaba uno de los teléfonos. Se había puesto un lápiz labial de un rojo tan oscuro que rayaba en el marrón, y le daba el aspecto de alguien muerto por la inclemencia del tiempo en plena montaña nevada.
Al darse cuenta de que la miraba, la chica dejó de mascar chicle al estilo rumiante y le sacó la lengua. Kim se separó de la pared y entró en el baño de hombres para echarse agua en la cara y lavarse las manos.
El nivel de movimiento que había en la cocina y zona de servicio del Onion Ring estaba en relación directa con la cantidad de clientes en la zona de atención al público. Era un pandemónium, pero bajo control. Roger Polo, el gerente que solía trabajar doble turno los viernes y sábados —los dos días de mayor afluencia de público— era un hombre nervioso de treinta y tantos años largos, muy exigente con el personal y consigo mismo.
Cuando el restaurante estaba tan abarrotado como lo estaba mientras Kim y Becky esperaban su pedido, Roger ayudaba con el trabajo. Él era el que entregaba las hamburguesas y fritas a Paul, el cocinero de platos rápidos; o el que entregaba los pedidos de sopa y ensalada a Julia, la encargada de la mesa térmica y la mesa de ensaladas; o los pedidos de bebidas a Claudia. Todo el trabajo de reposición y limpieza constante la hacía Skip.
—Sale el número veintisiete —anunció Roger. Quiero una sopa y ensalada.
—Sopa y ensalada —repitió Julia.
—Té helado y batido de vainilla.
—Ya sale —dijo Claudia.
—Hamburguesa normal y fritas medianas.
—Entendido —contestó Paul.
Paul era considerablemente mayor que Roger, un hombre de rostro apergaminado, con profundas arrugas, que más parecía granjero que cocinero. Había trabajado durante veinte años como cocinero de platos rápidos en una planta petrolera del Golfo. En el antebrazo derecho tenía tatuado un pozo de petróleo y la palabra «Eureka!».
Paul se hallaba frente a la parrilla ubicada dentro de una isleta central, tras la hilera de cajas registradoras. En todo momento él tenía una cantidad de bifes de carne picada sobre la plancha, cada uno de ellos colocado allí respondiendo a un pedido. Organizaba su trabajo por rotación, para que todos los bifes recibieran el mismo tiempo de cocción. Al recibir una nueva ola de encargos, Paul giró en redondo y abrió una heladera pequeña que tenía a sus espaldas.
—¡Skip! —gritó cuando se dio cuenta de que la caja de hamburguesas estaba vacía. Consígueme una caja de bifes del freezer.
Skip dejó el lampazo.
—¡Voy!
El freezer se hallaba al fondo mismo de la cocina, junto a la cámara frigorífica y frente al depósito. Skip, que hacía apenas una semana que trabajaba en el Onion Ring, notaba que gran parte de su labor consistía en buscar diversos elementos en depósito y alcanzárselos a los empleados de la cocina.
Abrió la pesada puerta de freezer y entró. La puerta contaba con un grueso resorte, y se cerró sola. El interior era de unos tres por seis metros, iluminados por una única lamparita protegida por una rejilla. Las paredes estaban revestidas de un material metálico semejante a chapa de aluminio. El piso era un enrejado de madera.
El espacio estaba ocupado casi en su totalidad por cajas de cartón, salvo un pasillo central. A la izquierda se hallaban las enormes cajas de hamburguesas congeladas. Ala derecha, las de papas fritas, filetes de pescado y presas de pollo, todos congelados.
Skip agitó los brazos para contrarrestar el frío bajo cero. El aliento le salía en nubes heladas. Ansioso por regresar al calor de la cocina, le quitó la escarcha a la etiqueta de la primera caja de mano izquierda para comprobar que fuera carne picada, y comprobó que decía:
FRIGORÍFICO MERCER. BIFES DE CARNE
PICADA. TAMAÑO NORMAL. 50 G. EXTRA MAGROS. LOTE 6. PARTIDA 9-14. FECHA DE ELABORACIÓN: 12 DE ENERO. FECHA DE VENCIMIENTO: 12 DE ABRIL.
Ya tranquilo, abrió una de las cajas más voluminosas y sacó otra más pequeña que contenía quince docenas de hamburguesas. Luego fue y las guardó en la heladera ubicada detrás de Paul.
—Ya puedes seguir trabajando —dijo.
Paul no le respondió, pues estaba muy ocupado entregando hamburguesas cocidas mientras mentalmente llevaba la cuenta de los nuevos pedidos que le había pasado Roger. En cuanto pudo, se dio vuelta, abrió la caja y sacó la cantidad de bifes que necesitaba. Cuando estaba por cerrar la puerta, reparó en la etiqueta.
—¡Skip! ¡Ven aquí ya mismo!
—¿Qué pasa? —preguntó Skip. No se había alejado, pero se había agachado para cambiar la bolsa de residuos ubicada bajo la isleta principal.
—Trajiste unas hamburguesas que no correspondían. Estas llegaron hoy.
—¿Y qué tiene de malo?
—Mucho, y te lo demostraré en un instante —dijo Paul. Luego gritó—: Roger, ¿cuántas hamburguesas necesitas después del pedido número veintiséis?
Roger revisó los tickets.
—Una para el pedido veintisiete, cuatro para el veintiocho y tres para el veintinueve. En total, ocho.
—Lo que me parecía. —Paul colocó en la plancha los ocho que tenía en la mano y se dio vuelta para sacar la caja de bifes nuevos de la heladera. Preocupado como estaba, no se dio cuenta de que el primer bife que arrojó terminó tapando parcialmente a otro que estaba allí desde antes.
Le hizo señas a Skip que lo siguiera y fue hablando mientras caminaba.
—Cada quince días recibimos envíos de hamburguesas congeladas —le explicó—, pero siempre tenemos que usar primero las viejas.
Paul abrió la puerta del enorme freezer y se topó en el acto con la caja que había abierto Skip. Volvió a guardar dentro de ella la caja más pequeña que llevaba en la mano y cerró la tapa.
—¿Ves la fecha? —le preguntó a Skip, señalándole la etiqueta.
—Sí, la veo.
—Esas cajas que están más atrás tienen una fecha anterior; por lo tanto, hay que usarlas antes.
—Alguien tendría que habérmelo dicho.
—Te lo estoy diciendo ahora. Vamos, ayúdame a correr estas para atrás y traer adelante las del fondo.
Kim había regresado del baño y conseguido ubicar su metro ochenta y pico de humanidad en el asiento contiguo al de Becky. Había otras seis personas en la misma mesa, incluso un niño de dos años que, con la cara manchada de ketchup, se entretenía golpeando con una cucharita de plástico su hamburguesa a medio comer.
—Becky, por favor, sé razonable —dijo Kim, tratando de no prestar atención al niño de dos años. Le dije a Ginger que al salir de aquí íbamos a pasar a buscarla.
Becky respiró hondo y lanzó el aire, al tiempo que echaba los hombros hacia abajo. Estaba enfurruñada, cosa no muy habitual en ella.
—Hice todo lo que me pediste. Estamos comiendo juntos tú y yo solos, y no en el Chez Jean.
—Bueno, no me preguntaste si quería que fuéramos a buscar a Ginger. Cuando dijiste que veníamos aquí, pensé que a ella no teníamos que verla esta noche.
Kim desvió la mirada y puso tensos los músculos de su mandíbula. Amaba a su hija, pero sabía que ella a veces era muy obcecada. Y como cardiocirujano que era, estaba habituado a que los integrantes de su equipo acataran las órdenes que él daba.
Paul regresó de ordenar las cajas del freezer y se encontró con un Roger muy malhumorado.
—¿Dónde te habías metido? Estamos atrasados.
—No te preocupes; está todo bajo control.
Paul tomó su espátula y comenzó a colocar las hamburguesas asadas dentro de los respectivos panes. Corrió hacia un costado la que había quedado apoyada sobre otra para poder sacar la de abajo.
—Pedido treinta —gritó Roger. Dos comunes y una maxi.
—Van marchando —dijo Paul. Sacó la carne de la heladera y la arrojó sobre la plancha. Luego utilizó la espátula para levantar la hamburguesa que había quedado apoyada sobre otra. La ubicó sobre la plancha, pero tampoco esta vez quedó plana sino que volvió a caer sobre otra. Paul estaba a punto de corregir la posición, pero en ese momento Roger volvió a hablarle.
—¡Paul, te equivocaste! ¿Qué te pasa esta noche?
Paul lo miró, sosteniendo la espátula sobre la parrilla.
—El número veinticinco son dos maxis, no dos comunes.
—¡Ay, lo siento! —Se dio vuelta para sacar dos maxis de la heladera. Luego de arrojarlas sobre la plancha, las aplanó con la espátula. Las maxis necesitaban el doble de tiempo sobre el fuego que las comunes.
—Y ese pedido iba con una porción mediana de papas fritas —continuó Roger, molesto, mientras agitaba el ticket del pedido con gesto amenazador.
—Comprendido —repuso Paul, y en el acto llenó con papas fritas un envase mediano.
Roger tomó las papas fritas y las colocó sobre la bandeja veinticinco y acercó esta al mostrador denominado de distribución.
—Bueno —le dijo Roger a Paul, el veintisiete está listo. ¿Dónde están la hamburguesa y las papas? Vamos Paul, apúrate.
—De acuerdo, de acuerdo. —Con la espátula, Paul levantó la hamburguesa que había estado casi todo el tiempo encaramada en otras dos, la metió dentro de un pan y luego la colocó sobre el plato de cartón que Roger le había alcanzado. Le puso también cebollas asadas y llenó otro recipiente de cartón con papas fritas.
A los pocos segundos, la chica del mostrador de distribución anunció por el micrófono:
—Pueden pasar a retirar los pedidos números veinticinco y veintisiete.
Kim se puso de pie.
—Ese es el nuestro —dijo. Voy yo a buscarlo, pero cuando terminemos de comer, pasamos a recoger a Ginger, y no admito protestas. Además, espero que actúes con simpatía, ¿de acuerdo?
—Bueno, de acuerdo —aceptó Becky a regañadientes, y se levantó.
—Yo traigo la bandeja. Quédate aquí.
—Pero quiero ponerle yo misma los agregados.
—Ah, cierto, me olvidaba.
Mientras ella ponía una capa impresionante de agregados diversos, Kim eligió la salsa que le pareció más inofensiva. Después, padre e hija regresaron a su mesa. Kim se alegró de ver que el niño manchado de ketchup se había marchado.
Becky se sintió muy ufana cuando el chico de su escuela le pidió unas papas fritas. Kim tomó la cuchara, y estaba a punto de probar la sopa, cuando el teléfono celular comenzó a sonar contra su pecho. Sacó el aparato y se lo puso al oído.
—Habla el doctor Reggis —dijo.
—Doctor, habla Nancy Warren —dijo la enfermera—. Lo llamo porque la señora de Arnold exige que venga a ver a su marido.
—¿Qué problema hay?
Becky tuvo que usar ambas manos para tomar su hamburguesa, pero así y todo, unas rodajitas de pickles cayeron de entre los panes. Impertérrita, abrió grande la boca y dio un mordiscón al gigante. Masticó unos segundos; luego examinó la superficie mordida.
—La señora está muy angustiada —continuó diciendo la enfermera. Y él dice que los calmantes no le hacen efecto.
Becky tironeó el brazo de su padre, tratando de hacerle ver la superficie mordida de la hamburguesa. Kim le hizo gestos de que esperara mientras él seguía hablando por teléfono.
—¿Tuvo muchos latidos ventriculares prematuros?
—No, no muchos, pero sí los suficientes como para que esté prevenido.
—Hágale un dosaje de potasio y duplíquele la dosis de calmantes. ¿Está allí la jefa de terapia intensiva?
—Sí, la doctora Silber está en el hospital. Pero creo que usted debería darse una vuelta por aquí. La señora de Arnold se ha puesto insistente.
—No me cabe duda —respondió Kim con una risita, como restándole importancia. Pero esperemos para ver el nivel del potasio. Fíjese también que no haya una marcada distensión abdominal.
Kim cortó la comunicación. Esa señora se estaba poniendo más fastidiosa de lo que había imaginado.
—Mira mi hamburguesa —dijo Becky.
Kim la miró y vio la franja rosada en la parte del medio, pero se había quedado preocupado, y no muy feliz, con la llamada que acababa de recibir del hospital.
—Hmmm —dijo. Así comía yo las hamburguesas cuando tenía tu edad.
—¿De veras? ¡Qué horrible!
Pensando que lo mejor era que hablara directamente con la jefa de terapia intensiva, Kim marcó el número del hospital.
—Esa era la única forma en que me gustaban las hamburguesas —le comentó a Becky mientras esperaba comunicarse. Muy poco cocidas, con una rodaja de cebolla cruda, no con esas cebollas reconstituidas y asadas, y por cierto, sin todas esas otras porquerías.
Cuando le atendieron, Kim preguntó por la doctora Alice Silber.
Becky miró su hamburguesa, se encogió de hombros y dio otro mordiscón vacilante. Tuvo que reconocer que le resultó sabroso.