Viernes, 16 de enero
Los veinticinco quirófanos del Centro Médico Universitario eran idénticos. Puesto que no hacía mucho los habían refaccionado y vuelto a equipar, contaban con lo más moderno en todo sentido. Los pisos eran de un material blanco que daba la impresión de ser granito, y las paredes, de azulejos grises. Los artefactos de luz eran de acero inoxidable o bien de níquel lustroso.
El quirófano número veinte era uno de los dos que se utilizaban para cirugía de corazón abierto, y todavía se hallaba en pleno uso. Entre los perfusionistas, los anestesistas, las instrumentadoras, los cirujanos y todos los equipos de alta tecnología, el ambiente estaba colmado. En ese momento, se veía perfectamente el corazón detenido del paciente, rodeado de una variedad de compresas ensangrentadas, suturas en preparación, separadores y campos quirúrgicos color verde claro.
—Listo ya —anunció el doctor Kim Reggis al tiempo que entregaba a la instrumentadora el portaaguja y se enderezaba para aliviar el dolor de espalda que sentía, pues estaba operando desde las siete y media de la mañana. Era el tercero y último paciente del día—. Suspendamos ya la solución cardiopléjica y hagamos funcionar de nuevo este corazón.
La orden de Kim produjo un pequeño alboroto en la consola del bypass. Se accionaron interruptores.
—Calentando —anunció el perfusionista, sin dirigirse a nadie en particular.
La anestesista se asomó desde atrás de la mampara.
—¿Cuánto tiempo más calcula? —preguntó.
—Vamos a cerrar dentro de cinco minutos —respondió Kim, siempre y cuando el corazón colabore, cosa que parece probable.
Luego de emitir unos latidos desparejos, el corazón recuperó su ritmo normal.
—Bueno, liberemos el bypass.
Durante los veinte minutos siguientes, no se habló. Todos los integrantes del equipo conocían su trabajo, de modo que no era necesaria la comunicación. Luego de unir los bordes esternales, Kim y el doctor Tom Bridges se alejaron del paciente y comenzaron a sacarse los guardapolvos y guantes esterilizados, y las escafandras de plástico. Al mismo tiempo, se aproximaron los residentes de cirugía torácica, y ocuparon los lugares vacíos.
—Quiero una cirugía plástica de esa incisión —les indicó Kim a los residentes. ¿Comprendido?
—Comprendido, doctor —respondió Tom Harkly, jefe de residentes de cirugía torácica.
—Pero no se eternicen con una obra maestra —bromeó Kim, que el paciente ya lleva mucho tiempo dormido.
Kim y Tom salieron al pasillo del quirófano. Ambos utilizaron el lavabo para quitarse el talco de las manos. El doctor Tom Bridges era cardiocirujano igual que Kim. Hacía años que trabajaban juntos y se habían hecho amigos, aunque en un plano estrictamente profesional. A menudo se reemplazaban uno al otro, sobre todo los fines de semana.
—Estuviste genial —comentó Tom. No sé cómo te las ingenias para calzar esas válvulas a la perfección, y que encima parezca tan fácil.
A lo largo de los años, Kim había terminado dedicándose fundamentalmente a reemplazo de válvulas, mientras que Tom se había especializado más en bypass.
—Y yo no sé cómo te las arreglas para coser como coses esas pequeñísimas arterias coronarias —le respondió Kim.
Alejándose del lavabo, Kim entrelazó sus dedos y los estiró por encima de su cuerpo, de uno noventa de estatura. Luego se agachó y apoyó las palmas en el piso, y mantuvo rectas las piernas para estirar también la espalda. Era un hombre delgado, atlético, que había jugado fútbol norteamericano, básquet y béisbol en la universidad. Dado el escaso tiempo con que contaba en la actualidad, el único ejercicio que hacía era alguno que otro partido de tenis y muchas horas en su casa de practicar con la bicicleta fija.
Tom, por su parte, había abandonado. Él también jugaba al fútbol en sus épocas de estudiante, pero tras muchos años de inactividad, los músculos que no había perdido se le habían transformado en grasa. A diferencia de Kim, tenía el típico vientre de quienes beben cerveza, aunque rara vez bebía.
Los dos recorrieron el pasillo azulejado, que a esa hora del día estaba relativamente calmo. Sólo nueve quirófanos se hallaban en uso, y dos preparados para emergencias, todo lo cual era habitual en el turno de tres a once.
Kim se restregó el rostro angular. Siguiendo su costumbre, se había afeitado esa mañana a las cinco y media, y ahora se le notaba la proverbial barba crecida de doce horas después. Luego se pasó la mano por el pelo castaño, largo. A principios de la década de 1970, siendo adolescente, se había dejado crecer el pelo hasta los hombros. Ahora, ya de cuarenta y tres años, seguía usándolo largo para alguien de su posición, aunque no tanto como antes.
Miró entonces el reloj, que había sujetado del pantalón con un alfiler.
—Qué desgracia, ya son las cinco y media y todavía no empecé las visitas. Me gustaría no tener que operar los viernes, porque invariablemente eso te hace modificar cualquier plan para el fin de semana.
—Por lo menos tienes todos los pacientes seguidos —dijo Tom, aunque seguramente las cosas ya no son como cuando dirigías el departamento en el Samaritano.
—A mí me lo dices… Como ahora el que manda es AmeriCare, y teniendo en cuenta el estado de la profesión, no sé siquiera si elegiría medicina si tuviera que empezar de nuevo.
—Yo tampoco, sobre todo con las nuevas tarifas de la asistencia social. Anoche me quedé a hacer cuentas, y creo que no me va a quedar ni un centavo después de pagar los gastos fijos del consultorio. ¿No te parece terrible? La situación es tan mala, que con Nancy estamos pensando en poner la casa en venta.
—Buena suerte —repuso Kim. La mía está en venta desde hace cinco meses y no he recibido ni una oferta seria.
—Nosotros ya tuvimos que sacar a los chicos del colegio privado. Qué tanto, yo también fui a una escuela pública.
—¿Cómo anda tu relación con Nancy? —se interesó Kim.
—Para serte franco, no demasiado bien. Hay muchos rencores.
—No sabes cuánto lo siento. Te comprendo perfectamente, porque yo también lo he pasado. Son momentos difíciles.
—No es así como imaginaba llegar a esta etapa de mi vida —agregó Tom con un suspiro.
—Tampoco yo.
Ambos se detuvieron cerca de la entrada de la sala de recuperación.
—Dime, ¿vas a andar por aquí el fin de semana? —quiso saber Tom.
—Sí, sí. ¿Por qué?
—A lo mejor tengo que volver a ver al paciente con el que me ayudaste el martes —explicó Tom. Hay una hemorragia residual, y si no se detiene, voy a tener que intervenir. En tal caso, me vendría bien que me dieras una mano.
—Avísame al radiomensaje; no va a haber problemas. Mi ex quiso tomarse el fin de semana entero. Creo que está saliendo con alguien. Bueno, lo concreto es que voy a estar con Becky.
—¿Cómo anda Becky después del divorcio?
—Muy bien. Por cierto mejor que yo. En este momento ella es la única luz de mi vida.
—Debe de ser que los chicos son mucho más fuertes de lo que suponemos.
—Al parecer, sí —convino Kim. Bueno, gracias por ayudarme hoy. Lamento que el segundo paciente nos haya llevado tanto tiempo.
—No hay problema. Hiciste un trabajo de virtuoso. Para mí fue una experiencia de aprendizaje. Te veo en el vestuario de cirugía.
Kim entró en la sala de recuperación. Vaciló un instante en el umbral mientras paseaba la vista por las camas, buscando a los pacientes suyos. Ala primera que vio fue Sheila Donlon, la paciente que había operado en último término, cuyo caso había resultado particularmente difícil, pues hubo que colocarle dos válvulas en vez de una.
Se acercó a su cama. Una de las enfermeras del sector de recuperación estaba cambiando la bolsa de suero casi vacía. El ojo experto de Kim controló primero el semblante de la paciente antes de fijarse en el monitor. El ritmo cardíaco era normal, como también lo eran la presión sanguínea y la oxigenación arterial.
—¿Todo bien? —preguntó, al tiempo, que levantaba la hoja de la historia clínica para controlar los injertos.
—Ningún problema —aseguró la enfermera sin interrumpir su labor. Todo está estable, y la paciente se siente bien.
Kim soltó la hoja y se ubicó junto a la cama. Suavemente levantó la sábana para revisar el vendaje. Siempre les decía a los residentes que usaran el vendaje mínimo porque, de producirse alguna hemorragia inesperada, quería enterarse cuanto antes.
Satisfecho, volvió a poner la sábana en su lugar y se enderezó para buscar a su otro paciente. Como sólo la mitad de las camas estaban ocupadas, no le llevó mucho tiempo encontrarlos.
—¿Dónde está el señor Glick? —preguntó. Ralph Glick había sido el primer caso.
—Pregúntele a la señora de Benson, en recepción —le contestó la enfermera, que estaba preocupada colocándose el estetoscopio en los oídos e inflando la brazadera del tensiómetro para tomarle la presión a Sheila Donlon.
Levemente fastidiado por la falta de colaboración, Kim se encaminó hacia el escritorio central, pero encontró a la señora de Benson, jefa de enfermeras, también muy atareada dando instrucciones minuciosas a varias empleadas que habían llegado para destender, limpiar y cambiar una de las camas.
—Disculpe —dijo Kim. Busco a…
La mujer le indicó con un gesto que estaba ocupada. Kim pensó en protestar aduciendo que su tiempo era más valioso que el de las empleadas, pero no lo hizo. En cambio, se paró en puntas de pie para buscar de nuevo a su paciente.
—¿En qué puedo servirle, doctor? —dijo la señora de Benson no bien se marcharon las empleadas rumbo a la cama que se acababa de desocupar.
—No veo al señor Glick —respondió él, sin dejar de pasear la vista por la sala, seguro de estar pasando por alto al hombre.
—Se lo envió a su habitación —repuso la enfermera, tajante. Sacó el cuaderno de control de medicación y lo abrió en la página correspondiente.
Kim miró a la mujer y parpadeó.
—Pero yo había ordenado específicamente que lo dejaran aquí hasta que yo terminara con mi último caso.
—El paciente se hallaba estable. No había necesidad de que ocupara una cama en este sector.
Kim suspiró.
—Hay miles de camas. Era cuestión de…
—Perdóneme, doctor Reggis, pero el señor Glick estaba clínicamente apto para marcharse.
—Pero yo había pedido que se quedara. Me habría ahorrado tiempo.
—Con el debido respeto, doctor —articuló ella lentamente, el personal de recuperación no trabaja para usted. Tenemos normas. Trabajamos para AmeriCare. Si tiene algún problema con eso, le sugiero que hable con alguno de los directivos.
Kim sintió que se enrojecía. Estaba a punto de decir algo sobre el concepto del trabajo en equipo, pero rápidamente cambió de idea, pues la mujer se había puesto a mirar un anotador que tenía ante sus ojos.
Murmurando por lo bajo una sarta de epítetos, Kim salió de la sala de recuperación. Añoraba los viejos tiempos en el Hospital Samaritano. Cruzó el hall y se detuvo en el mostrador de cirugía. Con ayuda de un intercomunicador, controló el estado en que se hallaba su último paciente. La voz de Tom Harkly le aseguró que la sutura se estaba realizando según el cronograma.
Salió luego del sector de cirugía y se encaminó hacia el salón para familiares, recientemente construido. Se trataba de una de las pocas innovaciones instauradas por AmeriCare que a Kim le parecía una buena idea. El salón estaba destinado a familiares de pacientes que se hallaban en el quirófano o la sala de partos. Antes de producirse la compra del Centro Médico Universitario por parte de AmeriCare, no existía un lugar donde pudieran esperar los parientes de los enfermos.
A esa hora del día no había demasiada gente. Vio al puñado omnipresente de padres expectantes que iban y venían por allí o bien hojeaban distraídamente alguna revista mientras aguardaban que terminara la cesárea de su mujer. En un rincón apartado había un sacerdote con una pareja acongojada.
Kim paseó la mirada en derredor buscando a la señora Gertrude Arnold, esposa de su último paciente. No tenía precisamente deseos de hablar con ella; la personalidad belicosa de la mujer le resultaba insoportable, pero tenía la obligación moral de hacerlo. La encontró en el rincón opuesto, lejos de la pareja dolida, leyendo una revista.
—Señora de Arnold —dijo Kim, y trató expresamente de sonreír.
Sorprendida, Gertrude, de sesenta y tantos años, levantó la mirada. Hubo un instante en que demostró sorpresa, pero no bien reconoció a Kim, su rostro adquirió una visible expresión de fastidio.
—¡Ya era hora! ¿Qué pasó? ¿Hay algún problema?
—Ninguno; muy por el contrario. Su marido toleró muy bien la cirugía. Se lo está…
—¡Pero son casi las seis, y usted dijo que terminaría a las tres!
—Eso fue un cálculo, señora —respondió Kim, tratando de conservar la calma pese a su irritación. Antes de ir a verla, pensó que iba a obtener una respuesta extraña, pero nunca tanto—. Lamentablemente, la operación anterior me llevó más tiempo del que pensaba.
—Entonces tendría que haber operado primero a mi marido. Me tuvo aquí esperando el día entero sin saber lo que pasaba. Estoy deshecha.
Kim no pudo contenerse más, y aunque hizo un esfuerzo por dominarse, su rostro se contrajo formando una sonrisa de incredulidad.
—A mí no me mire con una sonrisa, joven —lo amonestó Gertrude. Ustedes los médicos se consideran muy importantes, y a los simples mortales nos hacen esperar todo el tiempo.
—Perdone si mis horarios le han causado trastornos. Uno hace lo que puede.
—Sí, bueno. Y le cuento qué otra cosa pasó. Vino a verme uno de los directivos de AmeriCare y me dijo que ellos no van a pagar el primer día de internación de mi marido. Según él, tendríamos que haberlo internado esta mañana, el mismo día de la operación, y no ayer. ¿Qué me dice?
—Ese es un problema que en estos momentos tengo yo con la administración. Estando su marido tan enfermo, yo en conciencia no podía hacerlo venir el mismo día de la operación.
—Pero lo cierto es que ellos no aceptan —insistió la mujer. Y nosotros no podemos pagar.
—Si AmeriCare insiste, lo pago yo —declaró Kim.
Gertrude se quedó boquiabierta.
—¿Eso hará?
—Ya ha ocurrido otras veces, y también he pagado —aseguró Kim. Ahora bien, a su marido lo pasan enseguida a recuperación. Lo tendrán allí hasta que se encuentre estable, y luego lo llevan al piso de cardiología. Ahí usted ya lo podrá ver.
Kim dio media vuelta y se marchó, haciendo como que no oía que la señora de Arnold lo llamaba.
Volvió a recorrer el pasillo y entró en el sector de cirugía. Había allí un puñado de enfermeras en sus minutos de descanso, y varios anestesistas. Kim saludó con la cabeza a los que ubicaba. Puesto que hacía escasos seis meses que trabajaba allí, no conocía a todo el personal, en particular a los del turno noche.
Empujó la puerta y entró en el vestuario de hombres. Se sacó la chaqueta y la arrojó con cierta fuerza en el cesto de ropa sucia. Luego se sentó en el banco que había frente a los armarios para desprenderse el reloj pulsera, que llevaba sujeto a la cintura del pantalón. Tom, que se había dado una ducha, se estaba poniendo la camisa.
—Antes, yo cuando terminaba de atender a alguien experimentaba cierta euforia —comentó Kim. Ahora, en cambio, siento una especie de ansiedad desagradable.
—Conozco la sensación —se solidarizó Tom.
—Dime si me equivoco, pero esto antes era más disfrutable.
Tom dejó de mirarse en el espejo para darse vuelta, y se rio.
—Disculpa que me ría, pero lo dices como si fuera una revelación repentina.
—No me refiero al aspecto económico. Hablo de las pequeñas cosas, como por ejemplo, de obtener respeto del personal, del agradecimiento de los pacientes. Hoy en día no se puede contar con nada seguro.
—Los tiempos cambian, sobre todo ahora que las empresas de asistencia social se aliaron con el gobierno para causarnos trastornos a los especialistas. A veces tengo la fantasía de que viene a verme alguno de esos burócratas para que le coloque un bypass, y yo lo mando a que se haga tratar por un clínico.
Kim se levantó para sacarse los pantalones de cirugía.
—Lo irónico es que todo esto sucede cuando los cardiocirujanos tenemos más cosas para ofrecer a los pacientes.
Estaba a punto de arrojar los pantalones al cesto de la ropa sucia, cuando de pronto se abrió la puerta y asomó la cabeza la doctora Jane Flanagan, una de las anestesistas. Al ver a Kim en ropa interior, lanzó un silbido.
—Estuviste a punto de ligarte un pantalón todo transpirado en la cara —le comentó Kim.
—Con semejante espectáculo, habría valido la pena —bromeó ella. Bueno, en realidad vine a avisarte que tu público te espera aquí afuera, en la sala.
Se cerró la puerta y desapareció el rostro vivaz de Jane.
Kim miró a Tom.
—¿Mi público? ¿De qué diablos me habla?
—Yo apuesto a que vino alguien a verte. Y el hecho de que no haya aparecido nadie aquí adentro me hace pensar que se trata de una mujer —sugirió Tom.
Kim se acercó a los estantes que contenían batas y pantalones de cirugía, y tomó una muda limpia.
—¿Y ahora qué? —preguntó, molesto. Al llegar a la puerta, se detuvo—. Si es la señora de Arnold, la esposa de mi último paciente, te juro que me pongo a gritar.
No bien salió se dio cuenta de que no se trataba de Gertrude Arnold sino que, en cambio, era Kelly Anderson quien se hallaba junto a la máquina del café, sirviéndose una taza. Unos pasos más allá estaba su asistente, sosteniendo una cámara sobre el hombro derecho.
—Ah, doctor Reggis —exclamó Kelly al ver al asombrado y no tan complacido Kim. Le agradezco que haya salido a recibirnos.
—¿Cómo diablos hicieron para entrar? —repuso Kim, furioso—. ¿Y cómo sabía usted que yo estaba acá? —El salón de cirujanos era una especie de refugio santo que ni siquiera violaban otros médicos no cirujanos. Para Kim, la idea de tener forzadamente que ver a alguien allí, y tan luego a Kelly Anderson, le resultó intolerable.
—Brian y yo nos enteramos dónde estaba usted gracias a su exesposa —explicó Kelly—. En cuanto a cómo hicimos para llegar hasta aquí, tengo el gusto de informarle que fuimos invitados, y hasta acompañados, por el señor Lindsey Noyes. —Con un ademán señaló a un caballero de traje gris que, parado en la puerta, dudaba si entrar o no—. El señor pertenece al departamento de relaciones públicas del Centro Médico UniversitarioAmeriCare.
—Buenas tardes, doctor —saludó Lindsey, nervioso. No lo vamos a molestar mucho tiempo. La señorita Anderson ha tenido la amabilidad de planear una nota festejando el sexto mes aniversario de la fusión de nuestro hospital. Desde luego, queremos colaborar con ella en todo lo posible.
Hubo un momento en que los ojos oscuros de Kim fueron y vinieron de Kelly a Lindsey. En ese instante, no sabía quién le causaba más fastidio, si la periodista que se proponía ventilar escándalos o el entremetido administrador. En última instancia, no le importaba.
—Si quiere ayudarla, conteste usted a sus preguntas —dijo Kim, tras lo cual dio media vuelta y regresó al vestuario.
—¡Espere, doctor Reggis! —reaccionó Kelly—. Ya me han dado la versión de AmeriCare. Ahora nos interesa su opinión personal, desde la trinchera, por así decirlo.
Sosteniendo la puerta entreabierta, Kim se detuvo, pensó un instante y miró de nuevo a Kelly Anderson.
—Después de la nota que publicó sobre la cirugía del corazón, juré que nunca iba a volver a dirigirle la palabra.
—¿Y eso por qué? Fue una entrevista. No puse en sus labios nada que usted no hubiera dicho.
—Me citó fuera de contexto porque corrigió las preguntas —protestó Kim. Y no mencionó la mayoría de los temas que, como le dije, eran de suma importancia.
—Siempre se hace un trabajo de pulido de las entrevistas.
Kim abrió la puerta del vestuario, y ya había dado un paso para entrar, cuando Kelly volvió a llamarlo.
—¡Doctor Reggis! Una última pregunta. ¿La fusión resultó positiva para la comunidad como asegura AmeriCare? Según ellos, lo hicieron con fines puramente altruistas. Dicen que es lo mejor que ha sucedido en el área del cuidado de la salud desde el descubrimiento de la penicilina.
Kim volvió a titubear. Lo absurdo del comentario le impedía dejarlo pasar sin responderlo, por lo que una vez más se dio vuelta y contestó.
—No entiendo cómo alguien puede decir una mentira tan grande y después dormir con la conciencia tranquila. La verdad es que la fusión se hizo únicamente para que AmeriCare sacara un provecho económico. Cualquier otra cosa que le digan no son más que racionalizaciones y patrañas.
Pasó y cerró la puerta. Kelly miró a Brian, quien a su vez la miró sonriente, haciendo el gesto de pulgares levantados.
—Lo registré —anunció Brian.
—¡Perfecto! Eso era justo lo que quería del doctor.
Lindsey soltó una tosecita.
—Obviamente —dijo, el doctor Reggis ha dado su opinión personal, que, les aseguro, no comparten otros miembros del personal médico.
—¿Ah no? —inquirió Kelly, y paseó la mirada por la habitación. ¿Alguno de ustedes quiere comentar algo sobre las palabras del doctor Reggis?
Durante un momento nadie se movió.
—¿A favor ni en contra? —los incitó Kelly.
Nadie abrió la boca. En el repentino silencio, los mensajes por los altoparlantes del hospital se oían como si fueran el telón de fondo de un melodrama de televisión.
—Bueno, gracias a todos por su amabilidad.
Tom se puso el guardapolvo y acomodó su colección de lapiceras, lápices y linterna en el bolsillo superior. Kim había entrado en el vestuario y, luego de arrojar la ropa sucia en el cesto, entró a bañarse sin decir una palabra.
—¿No me vas a contar quién estaba ahí afuera? —preguntó Tom.
—Kelly Anderson, del noticiario de WENE —respondió Kim desde la ducha.
—¿En nuestra sala de cirujanos?
—Increíble, ¿no? La acompañó hasta aquí uno de los administrativos de AmeriCare. Al parecer, mi ex le informó dónde podía encontrarme.
—Espero que le hayas dicho lo que pensabas de esa nota que hizo sobre la cardiocirugía. Mi mecánico la vio, y te juro que desde entonces me cobra más caro. Todo anda al revés: mis ingresos se reducen a pasos agigantados, y los servicios me los cobran cada vez más.
—Dije lo menos posible.
—¿A qué hora tenías que ir a buscar a Becky?
—A las seis. ¿Qué hora es?
—Vas a tener que apurarte —dijo Tom. Ya son casi las seis y media.
—Maldición. Y ni siquiera he ido a hacer las visitas. ¡Qué vida!