Martes, 27 de enero
Apenas la luz del alba comenzó a filtrarse por los bordes de las cortinas ordinarias, Kim no intentó tratar de seguir durmiendo. Se levantó de la cama procurando no molestar a Tracy, juntó su ropa y se encaminó en silencio al baño del Sleeprite Motel. Cerró la puerta produciendo el menor ruido posible, y luego encendió la luz.
Al mirarse en el espejo, se espantó. Entre el pelo ridículamente rubio y la herida suturada próxima a los ojos enrojecidos, apenas si se reconoció. Pese al agotamiento, había dormido mal, y la última vez que se despertó ya eran las cinco de la mañana. Durante toda la noche había pasado revista a los horrendos acontecimientos del día anterior, y se desvivía pensando qué era lo que convenía hacer. La idea de que lo estuvieran persiguiendo asesinos mercenarios era tan pavorosa que no la podía asimilar.
Se afeitó y duchó, agradeciendo que esas tareas tan sencillas le permitieran entretenerse al menos unos instantes en otra cosa. Se peinó aplastándose el pelo, y pensó que había quedado bastante más presentable.
Luego de calzarse la ropa, abrió una rendija de la puerta y comprobó que Tracy no se había movido. Sabía que ella también había dormido mal, por lo que le parecía bien que ahora durmiera profundamente. Se sentía agradecido de su presencia, pero tenía sentimientos ambivalentes respecto de la idea de que ella corriera el peligro actual.
Fue hasta el escritorio y utilizó el bloc de papel que había junto al teléfono para dejarle anotado en un mensaje que salía a buscar algo con qué desayunar. Puso la notita sobre la manta, en el lado de él de la cama, y tomó las llaves del auto.
Conseguir que la puerta de entrada no hiciera ruido le costó más que con la del baño, puesto que se trataba de una puerta metálica, tenía un cerrojo de cadena y otro adicional sumados a la cerradura común.
Una vez afuera, hizo el esfuerzo de recordar que asesinos a sueldo lo perseguían. La idea le provocó pensamientos paranoicos, pese a que se sabía relativamente seguro por el momento. Tracy y él se habían registrado con nombres falsos en el motel, y pagaron en efectivo.
Se dirigió al auto, subió, puso el motor en marcha pero no arrancó enseguida. Vigiló al hombre que, seis horas antes, los había atendido. Él había visto salir a Kim de la habitación pero regresó a sus tareas. Estaba atareado barriendo la oficina. Kim quería cerciorarse de que no hiciera ningún movimiento sospechoso antes de dejar a Tracy sola, como por ejemplo, correr a la oficina de atrás y usar el teléfono.
Reconociendo su paranoia, se reprendió a sí mismo. Sabía que tenía que dominarse, porque corría el peligro de tomar decisiones equivocadas. Puso el auto en cambio, dio marcha atrás y se marchó.
Unos kilómetros más adelante había un bar donde compró dos cafés, dos jugos de naranja y una variedad de bollos dulces. El local estaba casi lleno de camioneros y obreros de la construcción. Mientras hacía cola en la caja para pagar, muchos de ellos lo observaron con curiosidad. Desde su óptica, seguramente Kim debía de ser todo un espectáculo.
Se alegró de poder irse. Cuando bajaba el cordón de la vereda yendo ya hacia su auto, vio los titulares del diario expuesto en la máquina expendedora. Decía, en grandes titulares:
«¡MÉDICO ENLOQUECIDO ASESINA POR VENGANZA!»
Después, al pie de la página, en letras más pequeñas:
«EL OTRORA RESPETADO CIRUJANO AHORA PRÓFUGO DE LA JUSTICIA».
Un escalofrío le recorrió la espalda. Rápidamente fue hasta el auto, depositó los alimentos, volvió y buscó monedas en el bolsillo. Con mano temblorosa sacó uno de los diarios. La puertita de la máquina expendedora volvió a cerrarse.
Cualquier esperanza que le quedara de que la historia no lo incriminara se desvaneció cuando vio una foto suya bajo los titulares. Era de varios años atrás, cuando tenía el pelo tupido y oscuro.
Subió de nuevo al auto, abrió el diario y leyó la noticia, que estaba en la página dos:
EXCLUSIVO DEL MORNING SUN TIMES
El doctor Kim Reggis, respetado cardiocirujano y exdirector del Departamento de Cardiología del Hospital Samaritano y actualmente miembro del Centro Médico Universitario, decidió hacer justicia por sus propias manos. Como reacción ante la muerte de su hija, producida el sábado, se informó que el doctor Reggis ocultó su identidad tiñéndose el pelo de rubio, consiguió un puesto en Higgins y Hancock bajo un nombre falso y luego dio muerte brutalmente a otro trabajador, de nombre Carlos Mateo. Se cree que el motivo de este homicidio sin razón es que el doctor Reggis supone que su hija murió intoxicada con carne faenada por Higgins y Hancock.
El señor Daryl Webster, presidente de Higgins y Hancock, declaró al Times que dicha afirmación carece del menor fundamento, y agregó que el señor Mateo era un operario muy apreciado y un fiel católico. Su trágico deceso deja a la esposa, que se halla inválida, y a seis hijos de corta edad.
Arrojó, enojado, el diario sobre el asiento del acompañante. No necesitó leer más para quedar furioso… y preocupado. Puso el coche en marcha y regresó al motel. Llevando en la mano la comida y el diario, entró.
Tracy lo oyó llegar y asomó la cabeza desde el baño. Se estaba secando el pelo, pues acababa de salir de la ducha.
—Te levantaste —comentó Kim. Apoyó la comida sobre el escritorio.
—Te oí salir. Me alegro de que estés de vuelta. Tenía un poquito de miedo de que me dejaras aquí sola para que no corriera peligro. Prométeme que no lo harás.
—Confieso que esa idea se me ocurrió —reconoció Kim, y se sentó, deprimido, en el único sillón que había.
—¿Qué pasa? —Aunque Tracy sabía que tenía motivos más que sobrados, lo notó más abatido de lo que pensaba.
Kim levantó el diario.
—¡Lee esto! —dijo.
—¿Es sobre el hombre de Higgins y Hancock? —preguntó ella, temerosa. No tenía muchas ganas de enterarse de los detalles.
—Sí, y sobre mí, también.
—¡Ay, no! ¿Ya te vincularon con el episodio?
Entró en el cuarto envolviéndose en el delgado toallón. Tomó el diario y leyó los titulares. Lentamente se sentó en el borde de la cama. Dio vuelta la página y leyó el resto.
No le llevó demasiado. Al terminar, cerró el diario y lo dejó a un lado. Miró a Kim.
—Qué manera de arruinar tu fama —comentó, desolada. Hasta mencionan tus recientes detenciones y el hecho de que te habían suspendido en el hospital.
—No llegué hasta ahí. Leí los primeros dos párrafos, nada más, pero me bastó.
—Me cuesta creer que todo haya sucedido tan rápido —dijo Tracy—. Alguien tiene que haberte reconocido en Higgins y Hancock.
—Obviamente. El hombre que matamos no estaba tratando de asesinar a José Ramírez. Y como fracasó en el intento, los que lo contrataron decidieron destruir mi credibilidad y hacer lo posible por mandarme a la cárcel de por vida. —Lanzó una risa triste—. Y pensar que me preocupaban las ramificaciones legales. Ni siquiera pensé en los medios periodísticos. Esto te da una idea del dinero y el poder de esta industria, y la capacidad que tienen de distorsionar la verdad. Es decir, esta noticia no es producto de una investigación. El diario se limitó a imprimir lo que la industria de la carne le dijo. Entonces me presentan asesinando a sangre fría, en un ataque de venganza, a un hombre de familia, de espíritu religioso.
—Quiere decir que no tenemos cuarenta y ocho ni veinticuatro horas para decidir qué hacer.
—Yo diría que no —convino Kim, y se levantó—. Significa que deberíamos haberlo resuelto anoche. Y para mí también significa que ya no existe duda: voy a dar batalla, pero decididamente desde lejos.
Tracy se paró y se acercó a él.
—Para mí tampoco hay dudas. Nos vamos juntos y peleamos esto juntos.
—Desde luego, no podremos concurrir al sepelio de Becky.
—Lo sé.
—Creo que ella lo va a entender.
—Espero —consiguió articular Tracy—. La extraño tanto…
—Yo también.
Se miraron a los ojos. Luego Kim estrechó en sus brazos a su exmujer. Tracy también lo abrazó, apretándose ambos con fuerza, como si hubieran estado involuntariamente separados durante años. Pasó otro largo momento hasta que Kim echó la cabeza atrás y la miró a los ojos.
—Sentirte así de cerca me hace acordar a las viejas épocas.
—Muy viejas —concordó Tracy—. Como si hubiera sido otra vida.
Kelly Anderson miró la hora. Era casi la una y media. Movió la cabeza de un lado a otro.
—No viene —le comentó a Brian Washington.
Brian acomodó la grabadora de vídeo que tenía sobre el hombro.
—En realidad no esperabas que viniera, ¿verdad?
—Él amaba a su hijita, y hoy la entierran.
—Sí, pero en la puerta hay un policía. Lo detendrían en el acto. Tendría que estar loco para venir.
—Yo creo que está un poco loco. Cuando pasó por casa para interesarme en esta cruzada, le noté una expresión desaforada en los ojos. Me dio hasta un poco de miedo.
—Eso lo dudo. Jamás te he visto asustada. Más aún, creo que por tus venas corre hielo, sobre todo con la cantidad de té helado que bebes.
—Tú más que nadie deberías saber que no es más que una pose mía. Tengo miedo cada vez que salgo al aire.
—Mentira —dijo Brian.
Estaban en el vestíbulo de la sala de velatorios Sullivan. Había un puñado de personas dando vueltas por ahí, susurrando con discreción. Bernard Sullivan, el propietario, se hallaba cerca de la puerta. Estaba a todas luces nervioso, y a cada rato miraba la hora. La ceremonia se había proyectado para la una, y el horario de ese día era muy apretado.
—¿Crees que el doctor Reggis se enloqueció tanto que mató a alguien como dice el periódico? —preguntó Brian.
—Digámoslo así: creo que se sintió llevado hasta el límite —respondió Kelly.
Brian se encogió de hombros.
—Uno nunca sabe —comentó filosóficamente.
—A lo mejor la ausencia del buen doctor es comprensible, pero te juro que no entiendo dónde está Tracy. Es la madre de Becky, por el amor de Dios. Y no tiene motivos para eludir la ley. Te confieso que eso me tiene preocupada.
—No te entiendo.
—Si el buen doctor realmente se enloqueció, no sería descabellado pensar que usara algún argumento retorcido para culpar a su exmujer por la muerte de la hija.
—Dios santo. No se me había ocurrido.
—Mira —dijo Kelly, tomando en el acto una decisión, llama al canal para conseguir el domicilio de Tracy Reggis. Yo voy a charlar un instante con el señor Sullivan, a pedirle que nos avise en caso de que llegue a aparecer Tracy.
—De acuerdo.
Brian entró en la oficina de la casa de sepelios mientras Kelly se aproximaba al director y le tocaba el brazo. Veinte minutos más tarde, Kelly y Brian, en el auto de ella, se detenían frente a la casa de Tracy.
—Ajá —exclamó la periodista.
—¿Qué pasa?
—Ese auto —respondió ella, señalando el Mercedes. Creo que es el del médico. Al menos ese coche manejaba cuando vino a verme.
—¿Qué hacemos? No quiero que desde adentro de la casa salga algún loco a correrme con un bate de béisbol o con un rifle.
Brian tenía razón. Si las cosas eran como ella suponía, bien podía ser que Reggis estuviera adentro reteniendo a su exmujer de rehén, o incluso algo peor.
—A lo mejor convendría charlar con los vecinos —sugirió Kelly—. Alguien podría haber visto algo.
En las dos primeras casas nadie respondió cuando tocaron el timbre. El tercer timbre era el de la señora de English, que salió en el acto.
—¡Usted es Kelly Anderson! —exclamó emocionada la mujer—. Es maravillosa. La veo siempre por televisión. —La señora de English era una mujer muy menuda, de pelo plateado, la quintaesencia de la típica abuelita.
—Gracias —respondió Kelly—. ¿Puedo hacerle unas preguntas?
—¿Voy a salir por televisión?
—Es posible. Estamos investigando para una nota.
—Pregunte, no más.
—Tenemos curiosidad por saber algo sobre su vecina de enfrente, Tracy Reggis.
—Algo raro está pasando ahí —sostuvo la mujer. Eso seguro.
—¿Ah sí? Cuéntenos.
—Empezó ayer a la mañana. Tracy vino y me pidió que vigilara su casa. Yo la vigilo de todos modos, pero ella fue muy específica. Quería que le dijera si se acercaba algún extraño. Y efectivamente, uno se acercó.
—¿Alguien que usted nunca había visto?
—Nunca —respondió la señora sin vacilar.
—¿Qué hizo?
—Entró.
—¿Cuando Tracy no estaba?
—Así es.
—¿Cómo hizo para entrar?
—No sé. Tiene que haber tenido una llave, porque abrió la puerta de adelante.
—¿Era un hombre muy alto, de pelo oscuro?
—No, de estatura media y rubio. Muy bien vestido. Con aspecto de banquero o abogado.
—¿Y después qué pasó?
—Nada. El hombre no se fue, y cuando oscureció, ni siquiera encendió una luz. Tracy volvió muy tarde, con otro rubio. Este otro era más alto y tenía puesto un guardapolvo blanco.
—¿Como el que usan los médicos? —preguntó Kelly, y le guiñó un ojo a Brian.
—O los carniceros. Bueno, Tracy no vino a hablar conmigo como dijo que haría. Entró en la casa con el segundo hombre.
—¿Y después qué pasó?
—Se quedaron todos un rato adentro. Después, el primer hombre salió y se fue en auto. Minutos después, salieron Tracy y el otro señor, con maletas.
—¿Maletas como quien se va de viaje?
—Sí, pero era una hora rara para salir de viaje. Casi la medianoche. Lo sé porque fue lo más tarde que me acosté en muchos años.
—Gracias, señora. Muy amable. —Kelly le hizo a Brian una seña de que se marchaban.
—¿Voy a aparecer en televisión?
—Cualquier cosa, le avisamos —prometió Kelly. Saludó con la mano, regresó a su auto y subió. Brian se ubicó en el asiento del acompañante.
—Esto se está poniendo cada vez mejor —comentó Kelly—. Jamás me lo hubiera imaginado, pero parece que Tracy Reggis decidió huir con su exmarido prófugo. Y pensar que parecía tan sensata. ¡Estoy muy sorprendida!
A las tres finalmente había acabado el ajetreo de la hora de almuerzo en el restaurante Onion Ring de la calle Prairie, y los exhaustos empleados diurnos juntaron sus cosas y se retiraron: todos salvo Roger Polo, el gerente. Como era un hombre muy concienzudo, no se iba hasta no poder garantizar que hubiera una transición tranquila al turno de la noche. Sólo entonces le entregaba el mando a Paul, el cocinero, que actuaba de supervisor en su ausencia.
Roger se hallaba colocando una cinta nueva en una de las cajas registradoras cuando llegó Paul, se ubicó en su sitio detrás de la parrilla, y comenzó a acomodar los utensilios en la forma que le gustaba tenerlos.
—¿Mucho tránsito hoy? —le preguntó Roger, al tiempo que cerraba la tapa de la registradora.
—No tanto. ¿Cómo anduvo el día aquí? ¿Mucho trabajo?
—Muchísimo. Debe de haber habido veinte personas esperando para entrar cuando llegué, y no aflojó en todo el tiempo.
—¿Viste el diario de la mañana?
—Ojalá. Ni siquiera tuve tiempo de sentarme a comer.
—Léelo. Ese médico loco que vino aquí el viernes, anoche mató a un tipo en Higgins y Hancock.
—¿De veras? —dijo Roger, atónito.
—Un pobre mejicano con seis hijos. Un disparo en el ojo. ¿Te imaginas?
Roger no podía imaginarlo. Se apoyó sobre el mostrador. Las piernas se le aflojaron. Él, que se había enojado por haber recibido una trompada en la cara, ahora se sentía afortunado. Se estremecía de sólo pensar que el médico hubiera podido ir al Onion Ring con una pistola.
—Cuando te llega la hora, te llega —filosofó Paul. Se dio vuelta y abrió la heladera. Se fijó dentro de la caja de bifes, y vio que estaba casi vacía.
—¡Skip! —gritó. Lo había visto en el salón comedor, vaciando cestos de residuos.
—¿Tienes el diario? —preguntó Roger.
—Sí —le contestó Paul. Está en la sala de empleados, sobre la mesa. Te lo presto.
—¿Qué pasa? —preguntó Skip, acercándose al lado de afuera del mostrador.
—Necesito más bifes del freezer. Y ya que vas, tráeme también dos paquetes de panes.
—¿Puedo terminar primero lo que estoy haciendo?
—No. Los necesito ahora. No me quedan más que dos bifes.
Murmurando por lo bajo, Skip dio la vuelta por el mostrador y se dirigió al fondo del restaurante. Le gustaba terminar un trabajo antes de empezar otro. Además, le molestaba que todos se sintieran con derecho a mandonearlo.
Abrió la pesada puerta del freezer y entró en el frío ártico. La puerta se cerró automáticamente a sus espaldas. Levantó las lengüetas de cartón de la primera caja grande que encontró a la izquierda, pero comprobó que estaba vacía. Lanzó una maldición en voz alta. Su colega del turno de la mañana siempre le dejaba cosas que hacer. A esa caja habría que reducirla para reciclarla.
Fue hasta la siguiente, y también estaba vacía. Tomó entonces ambas, abrió la puerta y las arrojó afuera. Volvió a introducirse en las profundidades del freezer para buscar las cajas de reserva. Le raspó la escarcha a la etiqueta de la que tenía más cerca. Decía:
FRIGORÍFICO MERCER. BIFES DE CARNE
PICADA. TAMAÑO NORMAL. 50 G. EXTRA MAGROS. LOTE 6. PARTIDA 9-14-FECHA DE ELABORACIÓN: 12 DE ENERO. FECHA DE VENCIMIENTO: 12 DE ABRIL.
—Ya me acuerdo de esta —pronunció en voz alta. Controló las lengüetas, y efectivamente, la caja había sido abierta.
Para asegurarse de que no quedaran bifes más viejos, sacó la escarcha de la etiqueta de la última caja. La fecha era la misma.
Sujetó la primera caja y la arrastró hasta adelante. Sólo entonces metió la mano para sacar una de las cajas más pequeñas del interior. Como suponía, esta también había sido abierta.
Llevó la caja hasta la cocina. Pasó por detrás de Paul, que se hallaba limpiando los restos de la parrilla, y colocó la caja en la heladera.
—Por fin vamos a usar los bifes que abrí por error hace una semana, más o menos —comentó Skip, en el momento en que cerraba la heladera.
—Bien, siempre y cuando se hayan terminado los otros —respondió Paul, sin levantar la vista de lo que estaba haciendo.
—Me fijé bien. Los más viejos se habían acabado.
El enorme reloj de pared ubicado en la sala de redacción del canal WENE le dio a Kelly la hora exacta: 06:07. Las noticias locales habían empezado a las cinco y media. Su segmento debía empezar a las 06:08, y el técnico todavía seguía acomodándole el micrófono. Como de costumbre, Kelly sentía el pulso acelerado.
De pronto una de las cámaras de mayor tamaño se acercó hasta ubicarse directamente frente a ella. El camarógrafo hacía gestos de asentimiento y hablaba en tono quedo por su auricular. Por el rabillo del ojo Kelly vio que el director tomaba el cable del micrófono y enfilaba hacia ella. En un segundo plano alcanzaba a oír la voz de Marilyn Wodinsky, la locutora, que terminaba de ofrecer un resumen de las noticias nacionales.
—Santo cielo —exclamó Kelly. Empujó la mano del técnico y rápidamente colocó ella misma el micrófono. Felizmente lo hizo, porque a los pocos instantes el director levantó cinco dedos y empezó la cuenta regresiva, que terminó señalando a Kelly con el índice. En ese preciso momento se encendió la cámara.
—Buenas noches a todos —saludó Kelly—. Hoy tenemos un informe exclusivo relacionado con una lamentable noticia local, una historia que se desarrolla a la manera de las tragedias griegas. Hace un año, teníamos una familia perfecta. El padre era uno de los más renombrados cardiocirujanos del país; la madre, psicoterapeuta, gozaba de muy alta estima por mérito propio, y la hija, una talentosa niña de diez años, era considerada una de las figuras más promisorias del patinaje artístico. El problema comenzó presumiblemente con la fusión del Hospital Universitario y el Samaritano. Al parecer, esto afectó al matrimonio, y pronto hubo un agrio divorcio y una lucha por la tenencia de la hija. Hace unos días, el sábado por la tarde, la niña murió a causa de una cepa de la bacteria E. coli que ha aparecido en forma intermitente en distintos puntos del país. El doctor Kim Reggis, el padre, afectado por la forma en que se desintegraba su vida, decidió que el culpable de la muerte de su hija era la industria de la carne de esta región. Se convenció de que su hija había contraído la toxina en uno de los restaurantes Onion Ring de la zona. La cadena Onion Ring compra las hamburguesas al Frigorífico Mercer, y este recibe un alto porcentaje de carne de la empresa Higgins y Hancock. Alterado, el doctor Reggis se tiñó el pelo de rubio, se hizo pasar por un operario desocupado y, usando un nombre falso, consiguió empleo en Higgins y Hancock, adonde dio muerte de dos disparos a otro trabajador. El muerto es Carlos Mateo, que deja una mujer discapacitada y seis niños pequeños.
»Las autoridades nos han hecho saber que un revólver hallado en el lugar del crimen estaba registrado a nombre del doctor, y en él se encontraron sus huellas digitales.
»El doctor Reggis está prófugo y es activamente buscado por la policía. Cabe mencionar, como giro imprevisto de esta situación, que su exmujer, Tracy Reggis, al parecer ha huido con él. A esta altura se desconoce si lo ha hecho coercionada o por propia voluntad.
»Para acercar más detalles de esta historia, WENE entrevistó al señor Cari Stahl, gerente general de Foodsmart Incorporated. Le pregunté al señor Stahl si Becky Reggis podía haber contraído E. coli en un restaurante de la cadena Onion Ring.
Kelly lanzó un suspiro de alivio. Una maquilladora apareció desde atrás, le acomodó unos mechones de pelo y le empolvó la frente. Entretanto, apareció en el monitor del estudio el rostro de Cari Stahl.
—Le agradezco, Kelly, la oportunidad de hablar con sus televidentes —expresó Cari, en tono solemne. Primero, permítaseme decir que, habiendo conocido personalmente a Tracy y Becky Reggis, este asunto lamentable me ha conmovido sobremanera. Pero respondiendo su pregunta, le cuento que es totalmente imposible que Becky haya contraído su enfermedad en un restaurante Onion Ring. Nosotros cocinamos las hamburguesas a una temperatura interna de ochenta y dos grados, que incluso es superior a la que determina la FDA, y nuestros cocineros controlan dicha temperatura dos veces por día.
El director volvió a señalar a Kelly con el dedo, y en ese instante se encendió la lucecita roja de la cámara.
—La misma pregunta le planteé al señor Jack Cartwright, del Frigorífico Mercer —dijo Kelly, mirando fijo al frente.
Una vez más, Kelly se distendió apenas se encendió el monitor, esta vez con la imagen de Jack Cartwright.
—El Frigorífico Mercer abastece a la cadena Onion Ring —afirmó Jack—. Los bifes se hacen con carne picada extramagra, por lo cual es imposible que alguien pueda enfermarse con una de estas hamburguesas. Frigorífico Mercer cumple —más aún, se excede en su afán de cumplir todas las normas que establece el Departamento de Agricultura para el faenamiento de carne desde el punto de vista de la higiene y la esterilización. Los restaurantes Onion Ring reciben los mejores ingredientes que el dinero y la tecnología pueden avalar.
Sin un segundo de vacilación, Kelly retomó la palabra al concluir la entrevista grabada a Jack Cartwright:
—Y por último le hice la misma pregunta al señor Daryl Webster, director general de Higgins y Hancock.
El monitor volvió a encenderse por tercera vez.
—Onion Ring hace sus hamburguesas con la mejor carne del mundo —afirmó Daryl, belicoso, al tiempo que señalaba con el índice directamente a la cámara. Y desafío a cualquiera a que lo ponga en duda. Higgins y Hancock se enorgullece de abastecer la mejor carne vacuna al Frigorífico Mercer, proveedor de Onion Ring. Quiero agregar que resulta sumamente trágico el asesinato a sangre fría de uno de nuestros mejores empleados. Sólo espero que se pueda aprehender a este loco antes de que mate a alguna otra persona.
Kelly enarcó las cejas cuando volvió a encenderse la cámara que tenía ante sí.
—Como ven, se barajan emociones intensas en torno a este homicidio y la trágica muerte de una chiquilla. Esta es, hasta ahora, la nota sobre la familia Reggis y sus infaustas consecuencias. WENE irá brindando más detalles a medida que se vayan conociendo. Vamos a Marilyn.
Kelly exhaló ruidosamente y se sacó el micrófono. Como telón de fondo se oía la voz de Marilyn, que decía:
—Gracias, Kelly, por esta nota inquietante y desgarradora. Ahora, pasando al panorama local…
Kelly activó el portón automático del garaje, y se bajó del auto cuando este empezaba a descender. Se colgó la cartera al hombro y subió los tres escalones que llevaban hasta su casa.
Reinaba un gran silencio. Suponía que iba a encontrar a Caroline en el sofá, viendo la media hora de televisión que tenía permitida, pero el televisor estaba apagado, y Caroline no estaba a la vista. Lo único que oía Kelly era el ruidito de un teclado de computadora que llegaba desde la biblioteca.
Abrió la heladera y se sirvió jugo de frutas. Con el vaso en la mano, cruzó el comedor y asomó la cabeza en la biblioteca. Edgar se hallaba en la computadora. Kelly entró y le dio un pellizconcito en la mejilla, que él aceptó sin apartar los ojos del monitor.
—Muy interesante tu nota sobre el doctor Reggis —comentó Edgar. Hizo doble clic con el mouse y levantó la mirada.
—¿Te parece? —dijo Kelly sin demasiado entusiasmo—. Gracias.
—Una historia lamentable para todos los intervinientes.
—Eso como mínimo. Un año atrás, Reggis era la imagen del éxito norteamericano. Como cardiocirujano, lo tenía todo: respeto, una hermosa familia, una casa enorme, todos los adornos.
—Pero era un castillo de naipes.
—Eso parece —dijo Kelly, con un suspiro—. ¿Dónde está Caroline? ¿Hizo la tarea?
—Casi toda. Pero no se sentía bien y quiso irse a la cama.
—¿Qué le pasa? —Le parecía raro que Caroline se perdiera su programa de televisión.
—Nada terrible —le aseguró Edgar—. Un poco de dolor de estómago, retortijones. A lo mejor comió de más, y muy rápido. Después de la práctica de patín, quiso pasar por el Onion Ring, y el local estaba atestado. Se tentó, y pidió dos hamburguesas, un licuado y una porción grande de papas fritas.
Kelly sintió un nudo en la boca del estómago.
—¿Cuál Onion Ring? —preguntó, nerviosa.
—El de la calle Prairie.
—¿Ya se habrá dormido?
—No sé, pero no hace mucho que subió.
Kelly dejó su vaso de jugo y subió la escalera. Su rostro reflejaba ansiedad. Se detuvo ante la puerta de Caroline para escuchar. Una vez más, lo único que oyó fue el clic del teclado de la computadora desde la planta baja.
Abrió una rendija de la puerta en silencio. La habitación estaba a oscuras. Abrió un poco más, entró y se acercó a la cama de su hija.
Caroline dormía profundamente, con rostro angelical. Su respiración era profunda y pareja.
Kelly no cedió a la tentación de abrazarla, sino que se quedó parada en la semipenumbra, pensando en lo mucho que la quería, lo mucho que Caroline significaba para ella. Ese tipo de pensamientos la hacía sentir sumamente vulnerable. La vida era, en efecto, un castillo de naipes.
Salió del cuarto, cerró la puerta y bajó a la biblioteca. Tomó su vaso de jugo y se sentó en el sofá de cuero. Luego carraspeó.
Edgar levantó la vista. Conociendo a Kelly como la conocía, se dio cuenta de que ella quería hablar. Apagó entonces la computadora.
—¿Qué pasa? —dijo.
—No me he quedado satisfecha con la nota sobre el doctor Reggis. Lo mismo le comenté al director de noticias, pero no me dio autorización. Dice que es material para tabloides sensacionalistas; no quiere que pierda más tiempo en esto, pero yo lo pienso seguir.
—¿Por qué tienes esta sensación?
—Quedaron algunos cabos sueltos preocupantes. El más grande es el que tiene que ver con una inspectora del USDA de nombre Marsha Baldwin. Cuando Kim Reggis vino el domingo a verme, me dijo que creía que la mujer había desaparecido. Dio a entender que podría haber sido víctima de procedimientos delictivos.
—Supongo que la habrás buscado.
—Más o menos. No tomé muy en serio a Kim Reggis. Como te dije, me pareció que se había enloquecido con la muerte de su hija. Se comportaba de manera extraña, y según dijo, la mujer había desaparecido desde hacía unas pocas horas. Entonces supuse que sus temores eran simplemente paranoia.
—Pero no encontraste a la mujer.
—No. El lunes la llamé un par de veces, pero no me dediqué demasiado. Hoy en cambio llamé a la oficina local del USDA. Cuando pedí hablar con ella, me quisieron comunicar a toda costa con el gerente regional. Por supuesto, no me pareció mal hablar con él, pero tampoco me brindó la menor información. Dijo, no más, que no la habían visto. Después de cortar me llamó la atención que me hubieran puesto al habla con la principal autoridad de la oficina para darme ese tipo de información.
—Sí, es extraño —reconoció Edgar.
—Llamé después y pregunté concretamente adonde trabajaba ella. ¿Y a que no sabes dónde?
—No tengo idea.
—En el Frigorífico Mercer.
—Interesante. ¿Y cómo piensas seguir investigando?
—Todavía no sé. Desde luego, me encantaría encontrar al doctor. Tengo la sensación de que siempre lo he perseguido.
—Bueno, yo he aprendido a tenerle respeto a tu intuición —dijo Edgar—. Por lo tanto, ve y hazlo.
—Ah, y otra cosa más —dijo Kelly—. Que Caroline no vaya a los restaurantes de la cadena Onion Ring, particularmente al de la calle Prairie.
—¿Por qué? A ella le encanta esa comida.
—Por el momento, digamos que por una intuición mía, nada más.
—Se lo tendrás que decir tú misma.
—No tengo problema.
El timbre de la calle sorprendió a ambos. Kelly miró la hora.
—¿Quién puede venir a casa un martes a las ocho de la noche?
—No sé —respondió Edgar, levantándose—. Atiendo yo.
—Bueno.
Kelly se frotó las sienes mientras pensaba la pregunta que le había hecho Edgar respecto de cómo pensaba encarar la investigación. Al no estar el médico, no sería fácil. Trató de recordar todo lo que él le había dicho el domingo, cuando fue a visitarla.
Oyó que Edgar, en el hall de entrada, hablaba con alguien y que este le indicaba dónde firmar. Segundos más tarde, regresó con un sobre marrón, mirando la etiqueta.
—Recibiste una encomienda —dijo. La sacudió. Algo se movía en su interior.
—¿Quién la envía? —preguntó Kelly. No le gustaba recibir paquetes misteriosos.
—No trae remitente. Las iniciales «KR», nada más.
—«KR» —repitió Kelly—. ¿Kim Reggis?
—Podría ser —dijo Edgar, encogiéndose de hombros.
—A verla.
Edgar le entregó el paquete y ella lo tanteó.
—No da la impresión de ser peligroso. Parece como si trajera un carrete acolchado con papel.
—Ábrelo.
Kelly rasgó el sobre y sacó un manojo de formularios de aspecto oficial, y una cinta grabada. Sobre la cinta, venía pegada una notita: Kelly: usted pidió documentación y aquí la tiene. Me mantendré en contacto. Kim Reggis.
—Son todos papeles de Higgins y Hancock —dijo Edgar. Y traen descripciones agregadas.
Kelly echó un vistazo al material moviendo la cabeza de un lado a otro.
—Algo me dice que esta investigación apenas está comenzando.