Lunes 26 de enero, por la noche
Kim dejó escapar un quejido al enderezarse, y estiró la espalda. Soltó el pesado lampazo con mango de madera y apoyó las manos en las caderas para extenderse lo más posible.
Estaba lavando él solo el piso del hall de entrada, desde la zona de recepción. Hacía diez minutos que tenía puesto el audífono, y se quejó a Tracy de lo cansado que estaba. Tracy se compadeció.
Había sido un trabajo enorme de limpieza. El plantel entero había empezado con las mangueras de vapor de alta presión en el sector de matanza. La labor era agotadora, pues las mangueras pesaban varios cientos de kilos y había que llevarlas arriba, hasta las pasarelas.
Luego del sector de matanza entraron en las salas de deshuesado. Para limpiar esos ambientes, los empleados tuvieron que trabajar hasta el descanso de la cena, a las dieciocho. A esa hora Kim volvió al auto, y hasta tuvo estómago para comer algo de la vianda que Tracy y él habían preparado esa mañana.
Terminado el receso de la cena, Kim fue enviado a realizar él solo diversos trabajos en la planta. Como a los demás se los notaba más lentos, se ofreció él para pasar el lampazo al hall de entrada.
—Nunca más me voy a quejar de lo arduo que es el trabajo del cirujano —dijo, habiéndole al micrófono.
—Después de esta experiencia, te voy a contratar para mi casa —bromeó Tracy—. ¿También limpias ventanas?
—¿Qué hora es? —preguntó Kim, que no estaba con ánimo para chistes.
—Las diez y pico. Ya falta menos de una hora. ¿Vas a llegar bien?
—Sí, voy a llegar. Este último rato no he visto a ninguno de mis colegas. Es hora de ir a la oficina de registros.
—¡No te demores! —lo apremió Tracy—. Tu presencia ahí adentro me hace sentir un miedo terrible, y no sé si resisto mucho más.
Kim metió el lampazo profesional dentro del balde y empujó el aparato por el pasillo rumbo a la puerta de la oficina de registros. La placa rota se hallaba cubierta por una delgada capa de madera terciada.
Trató de abrir la puerta y esta cedió con facilidad. Metió la mano y encendió la luz. La habitación le pareció totalmente normal, salvo la plancha de la misma madera terciada con que habían cubierto la ventana que daba a la playa de estacionamiento. El vidrio roto, y la piedra que él había arrojado, ya habían sido retirados de allí.
Sobre el costado izquierdo de la habitación había una hilera larga de archivos. Kim abrió un cajón al azar y vio que estaba repleto de carpetas, tan apretadas unas contra otras, que habría sido imposible agregar un papel más.
—Dios santo. Qué cantidad de papelería. Esto no va a ser fácil como suponía.
El extremo del cigarro El Producto ardió unos instantes con intensidad; luego se desvaneció. Elmer Conrad retuvo el humo en la boca durante unos momentos de placer; después lo echó, satisfecho, en dirección al techo.
Elmer era el supervisor de mantenimiento en el horario de quince a veintitrés. Hacía ocho años que tenía ese puesto. Su estilo de trabajo era sudar como endemoniado durante la primera mitad de su turno, y después descansar. En ese preciso instante estaba la modalidad de descanso, mirando un programa de televisión en el comedor, con los pies arriba de una mesa.
—¿Quería verme, jefe? —preguntó Harry Pearlmuter, asomando la cabeza en el comedor. Harry era uno de sus subordinados.
—Sí. ¿Dónde está ese temporario de aspecto raro?
—Creo que está en el hall de adelante, pasando el lampazo. Al menos eso dijo que iba a hacer.
—¿Habrá limpiado los dos baños de allá?
—No sé. ¿Quiere que vaya y me fije?
Elmer dejó caer sus pesados pies al piso, y se levantó cuan alto era. Medía más de uno ochenta y pesaba ciento setenta kilos.
—Gracias, pero mejor voy yo —respondió—. Yo le dije dos veces que tenía que limpiar esas cabezas antes de las once. ¡Si no lo hizo, lo va a hacer! No se va de aquí hasta que no termine.
Apoyó su cigarro, bebió un sorbo de café y salió a buscar a Kim. Lo que lo impulsaba a hacerlo era que había recibido órdenes específicas de que Kim debía limpiar él solo esos dos baños. No tenía idea del porqué de semejante orden, pero tampoco le importaba. Lo único que le importaba era que se llevara a cabo.
—No va a ser tan difícil después de todo —dijo Kim hablándole al micrófono. Encontré un cajón entero de Informes sobre Deficiencias en el Proceso, que van desde mil nueve ochenta y ocho hasta el presente. Ahora lo que me falta es encontrar el 9 de enero.
—Apúrate —le pidió Tracy—. Estoy empezando a ponerme nerviosa de nuevo.
—Tranquila, Trace. Ya te dije que no vi ni un alma en una hora. Seguramente están todos en el comedor mirando un partido de béisbol… Ah, aquí estamos, 9 de enero… hmmm. La carpeta está que revienta.
Kim sacó unos papeles de adentro, se dio vuelta y los apoyó sobre la mesa de la biblioteca.
—¡Eureka! —exclamó, feliz—. Son los documentos de que hablaba Marsha. —Los desparramó para poder verlos a todos—. Aquí está la factura de compra emitida por Bart Winslow por lo que seguramente fue la compra de una vaca enferma.
Echó un vistazo a los demás papeles, y por fin tomó uno.
—Este es el que buscaba. Es un Informe sobre Deficiencia en el Proceso correspondiente a la misma vaca.
—¿Qué dice?
—Lo estoy leyendo —dijo Kim. Al cabo de un momento agregó—: Bueno, se resolvió el misterio. La cabeza de la última vaca se cayó del riel al piso. Desde luego, después del trabajo que he hecho hoy, sé lo que eso significa. Probablemente cayó sobre sus propios excrementos, y luego pasó a ser faenada para convertirla en carne de hamburguesas. La vaca podría haber estado infectada con E. coli. Esto podría coincidir con lo que esta tarde te informaron en el laboratorio Sherring: que la hamburguesa hecha con carne faenada el 9 de enero tenía un alto índice de contaminación.
Al instante siguiente, Kim se sobresaltó tanto que dejó escapar un gemido. Horrorizado, vio que le arrancaban de la mano el informe. Giró en redondo y se encontró frente a Elmer Conrad. No lo había oído entrar en la sala mientras estaba hablando.
—¿Qué diablos hace con estos papeles? —preguntó Elmer, de mala manera. La ancha cara se le había puesto colorada.
Kim sintió que se le aceleraba el corazón. No sólo lo habían pescado mirando documentos confidenciales, sino que además tenía el micrófono en el oído derecho. Para que el cable no entrara en el campo visual de Elmer, mantuvo la cabeza inclinada hacia la derecha, y miraba a Elmer de costado.
—Más vale que me conteste.
—Estaban en el piso —respondió Kim, intentando por todos los medios pensar en algo. Estaba por guardarlos.
Elmer miró el cajón abierto del archivo y luego de nuevo a Kim.
—¿Con quién hablaba?
—¿Yo hablaba? —preguntó a su vez, poniendo cara de inocente.
—A mí no me mienta.
Kim se llevó la mano a la cabeza e hizo unos gestos inútiles, pero no salieron palabras de su boca. Buscaba una respuesta inteligente para darle, pero no la encontró.
—Dile que estabas hablando solo —le susurró Tracy.
—Hablaba solo, no más.
Elmer lo miró inclinando la cabeza, casi de la misma manera en que Kim lo miraba a él.
—Sonaba como si tuviera una conversación, qué tanto.
—La tenía, sí, pero conmigo mismo. Siempre hago eso cuando estoy solo.
—Qué tipo raro. ¿Qué le pasa en el cuello?
Kim se frotó el costado izquierdo.
—Lo tengo un poco entumecido. Demasiado tiempo pasando el lampazo, tal vez.
—Bueno, todavía le queda más por hacer. No se olvide de esos dos baños de aquí al lado. ¿Se acuerda que le dije que los limpiara?
—Lo que pasa es que me olvidé, disculpe. Ya mismo los limpio.
—No quiero que me haga una chapucería, así que hágalos despacio, aunque tenga que quedarse después de las once. ¿Entendido?
—Van a quedar inmaculados —prometió Kim.
Elmer arrojó el Informe sobre Deficiencias en el Proceso sobre la mesa y juntó con movimientos torpes todos los papeles. Mientras estaba ocupado con eso, Kim aprovechó para sacarse el audífono del oído y esconderlo debajo de su camisa. Le agradó la sensación de poder enderezar el cuello.
—Dejemos estos papeles para que los ordenen las secretarias —dijo Elmer. Se estiró y cerró el cajón del fichero—. Ahora váyase de aquí. Para empezar, no tenía siquiera que haber estado en este lugar.
Kim salió adelante. Elmer, al llegar a la puerta, vaciló y echó un último vistazo. Sólo entonces apagó la luz y cerró la puerta. Luego sacó un enorme llavero y la trancó.
Cuando se dio vuelta, Kim se hallaba enjuagando el lampazo.
—Voy a tenerlo bien controlado —le advirtió—. Y cuando haya terminado, pienso venir a inspeccionar esos dos baños, así que no sea desprolijo.
—Me esforzaré.
Elmer le dirigió una última mirada reprobatoria antes de regresar al comedor.
Apenas Elmer desapareció de la vista, Kim volvió a colocarse el audífono.
—¿Escuchaste toda la conversación? —preguntó.
—Desde luego —le respondió Tracy—. ¿No te parece suficiente, ya, de toda esa tontería? ¡Sal de ahí!
—No; quiero conseguir esos papeles. El problema es que el idiota los encerró con llave.
—¿Para qué los quieres? —reaccionó ella, exasperada.
—Es algo más para mostrarle a Kelly Anderson.
—Ya tenemos los resultados del laboratorio. Eso tendría que bastarle a Kelly para pedir que se retire la partida de carne. Eso es lo que pretendes, ¿no?
—Por supuesto. Como mínimo, hay que retirar de circulación la producción entera del 12 de enero del Frigorífico Mercer. Pero esos papeles también demuestran que la industria está dispuesta a adquirir vacas enfermas, evitar inspecciones y luego permitir que una cabeza de res asquerosamente sucia siga en la línea de producción.
—¿Crees que eso fue lo que enfermó a Becky? —preguntó Tracy, conmovida.
—Hay grandes posibilidades —respondió él con la misma emoción. Sumado al hecho de que su hamburguesa no estaba del todo cocida.
—Eso nos debe hacer pensar qué tenue es la vida, que puede perderse por algo tan trivial como una cabeza de vaca que cayó al piso, y una hamburguesa no terminada de cocinar.
—También destaca la importancia de lo que estamos haciendo aquí.
—¿Cómo te parece que puedes conseguir los papeles ahora que la pieza está cerrada con llave?
—No lo sé —reconoció Kim, pero la puerta tiene una chapa finita de madera terciada tapando un agujero. Quizás no sería muy difícil darle un golpe y sacarla. Pero primero tengo que terminar estos dos baños. Supongo que Elmer va a aparecer dentro de unos minutos, así que mejor me pongo a trabajar.
Kim miró ambas puertas, que quedaban una frente a la otra, del otro lado del pasillo. Abrió la correspondiente al baño de hombres. Con sumo cuidado para no volcar el balde, lo hizo pasar por encima del umbral y entró. Luego cerró la puerta.
La habitación era amplia, y tenía dos compartimientos de baño y dos mingitorios sobre la mano derecha, y dos lavabos con espejos sobre la izquierda. Apenas uno entraba se encontraba con una hilera de percheros. Los únicos otros objetos que había eran dos distribuidores de toallas de papel y un cesto de residuos.
En la mitad de la pared del fondo había una ventana que daba a la playa de estacionamiento.
—El baño de hombres, por lo menos, no está muy sucio —dijo Kim. Tenía miedo de que pudiera estar como el del sector de matanza.
—Qué lástima que no estoy ahí para ayudarte —dijo Tracy—. Ojalá pudieras. —Pisó el pedal que accionaba el escurridor del lampazo; después se acercó a la ventana y comenzó a pasarlo por el piso.
De pronto se abrió la puerta del baño con tanta fuerza que el picaporte chocó contra la pared de azulejos. El sonido y el movimiento sobresaltaron a Kim, y lo hicieron levantar de golpe la cabeza. Consternado se encontró frente al hombre que antes lo había atacado. El sujeto una vez más blandía un cuchillo de faena. Sus labios se estiraron lentamente formando una sonrisa maligna.
—Volvemos a encontrarnos, doctor, sólo que esta vez no habrá policías ni mujeres que lo ayuden.
—¿Quién es usted? —preguntó Kim, deseoso de que el individuo siguiera hablando. ¿Por qué me hace esto?
—Me llamo Carlos y he venido a darle muerte.
—¡Kim, Kim! —le gritó Tracy al oído. ¿Qué pasa?
Para poder pensar mejor, Kim se arrancó el audífono, con lo cual la voz febril de Tracy quedó sonando como si estuviera gritando desde muy lejos.
Carlos entró en el baño enarbolando el cuchillo como para que Kim apreciara su tamaño y su forma curva. La maltratada puerta se cerró.
Kim, que tenía el lampazo en la mano, instintivamente lo levantó.
Carlos lanzó una risa. La idea de un lampazo contra un cuchillo le resultaba ridícula.
Como no le quedaba más remedio, Kim se metió en una de las casillas de baño y cerró con llave. Carlos dio feroces patadas a la puerta.
Los tabiques del compartimiento temblaron enteros por el impacto, pero la puerta no se abrió. Kim se sentó a horcajadas sobre el inodoro. Por debajo de la puerta alcanzó a ver los pies de Carlos que se preparaban para volver a patear.
Tracy sintió un miedo terrible. Tuvo que hacer varios movimientos con la llave del auto hasta que consiguió ponerlo en marcha. Puso en cambio, apretó el acelerador y arrancó con tanto ímpetu que quedó apretada contra el respaldo. La antena que había puesto sobre el techo se resbaló por atrás y golpeteaba sobre el asfalto sostenida por su cable.
Maniobró con el volante para tomar una curva cerrada. Calculando mal la separación con respecto a un vehículo cercano, rebotó contra el costado del otro auto, por lo cual el suyo quedó una fracción de segundo andando en dos ruedas. Luego volvió a caer sobre las cuatro. Al llegar a Higgins y Hancock frenó produciendo un chirrido de los neumáticos.
No tenía un plan determinado. Lo único que pensaba hacer era tratar de llegar hasta el baño de hombres donde Kim estaba arrinconado, al parecer por el mismo hombre que había ido la noche anterior a casa de Kim. Sabía que tenía poco tiempo. Recordó la cara repulsiva del sujeto tratando de entrar en el compartimiento de la ducha de ella, con su cuchillo.
Hubo un instante en que pensó estrellar el coche contra el frente del edificio, pero llegó a la conclusión de que no necesariamente le convenía hacerlo. Tenía que llegar hasta el baño de hombres. Fue entonces cuando recordó lo del revólver y maldijo a Kim por no haberlo llevado consigo.
Apretó con fuerza los frenos y se detuvo frente a la ventana de la oficina de registros. Levantó el revólver del piso, bajó del auto y corrió hasta la ventana.
Recordando cómo había entrado Kim, dejó el arma, alzó una de las piedras que bordeaban la calle y, utilizando ambas manos, la arrojó contra la madera terciada. Hicieron falta dos golpes, pero consiguió soltar la madera de sus clavos provisorios.
Volvió a tomar el arma y la lanzó por el hueco de la ventana. Luego se metió en ella de cabeza. Ya dentro de la habitación a oscuras, tuvo que ir tanteando en cuatro patas para encontrar el revólver. Mientras buscaba, oía golpes intermitentes del otro lado de la pared, como si alguien estuviera dando puntapiés a un tabique metálico. El ruido hizo aumentar en ella el furor.
Sus dedos rozaron el revólver, que había ido a parar al lado de la pata de una mesa. Lo aferró, y avanzó lo más de prisa que le permitía la penumbra rumbo a la puerta, tenuemente iluminada, que daba al pasillo.
Le quitó llave. Por el hecho de haber oído el diálogo entre Kim y Elmer sabía que el baño de hombres debía de estar cerca de la sala de registros. Decidió seguir el ruido de los golpes. Dobló a la derecha, corrió apenas unos pasos y encontró el letrero del baño.
Sin dudarlo un instante, entró precipitadamente empujando la puerta con el hombro. Tenía el revólver sujeto con ambas manos, y apuntaba hacia el interior.
No sabía con qué se iba a encontrar. Lo que vio fue a Carlos a menos de tres metros de distancia, con una pierna ya levantada para patear la puerta de un compartimiento. La puerta ya estaba combada.
Apenas él la vio, se abalanzó sobre ella. Al igual que la noche anterior, el hombre blandía un enorme cuchillo.
Tracy no tuvo tiempo de pensar. Cerró los ojos al ver que el individuo se le tiraba encima, y apretó el gatillo más de una vez. Sonaron dos disparos antes de que Carlos cayera sobre ella, arrojándola contra la puerta y haciéndole caer el arma de la mano. Tracy sintió un dolor punzante en el pecho al quedar aplastada por el peso del sujeto.
Trataba desesperadamente de respirar y de salir de abajo del hombre, que la tenía inmovilizada. Sin embargo, vio con sorpresa que él se retiraba. Alzó sus ojos suponiendo que lo vería levantar el brazo para asestarle la puñalada mortal, pero lo que vio fue el rostro desencajado de Kim.
—¡Dios mío! ¡Tracy! —Él la había librado del asesino, arrojándolo a un costado como si se tratara de una bolsa de papas. Desesperado al ver la cantidad de sangre que tenía Tracy en el pecho, Kim se arrodilló y le abrió la blusa. Como cirujano de tórax, estaba familiarizado con las heridas punzantes en el pecho, y sabía qué podía esperar. Pero lo que encontró fue el corpiño bañado en sangre: la piel estaba intacta. No había una incisión en el pecho por donde se le escapara el aire, como temía.
Se inclinó hasta quedar más cerca del rostro de Tracy, que seguía luchando por recobrar el aliento.
—¿Estás bien?
Tracy le contestó que sí con la cabeza, porque todavía no podía hablar.
Kim se fijó entonces en el asesino. El hombre se retorcía entero, gemía y había conseguido ponerse boca abajo. Kim lo hizo dar vuelta y retrocedió.
Desde tan poca distancia, los dos disparos de Tracy habían dado en el blanco. Uno le atravesó a Carlos el ojo derecho y le salió por la nuca, mientras que el otro se le había incrustado en el pecho, lo cual explicaba la sangre que tenía Tracy.
El hombre largaba espuma por la boca y se estremecía con sacudones espasmódicos. Viéndolo, Kim no tuvo la menor duda de que estaba a punto de morir.
—¿Está herido? —consiguió articular Tracy. Haciendo una mueca por el dolor que sentía en el pecho, logró enderezarse y quedar sentada.
—Es como si estuviera muerto —dijo Kim. Se levantó y se puso a buscar el arma.
—¡Ay, no! No puedo creer que maté a una persona.
—¿Dónde está el revólver?
—¡Dios mío! —Tracy no podía apartar los ojos de Carlos, que agonizaba.
—¡El revólver! —repitió Kim. Se puso en cuatro patas y encontró el cuchillo de Carlos, pero no el arma. Se encaminó luego hacia los compartimientos y volvió a agacharse, hasta que por último lo vio oculto detrás del primer inodoro, y lo sacó.
Se acercó al lavabo, tomó una toalla de papel y limpió el revólver.
—¿Qué haces? —preguntó Tracy en medio de lágrimas de angustia.
—Borro tus huellas digitales. Quiero que queden solamente las mías.
—¿Por qué?
—Porque cualquiera sea el resultado de todo este lío, la responsabilidad la asumo yo. —Kim tomó el arma y luego la arrojó a un costado—. ¡Vamos! ¡Salgamos pronto de aquí!
—¡No! —exclamó Tracy, y fue a buscar el arma. En esto estoy tan metida como tú.
Kim la sujetó para detenerla.
—¡No seas tonta! Aquí el acusado soy yo. ¡Vamos!
—Pero fue en defensa propia —se quejó ella, llorosa. Es terrible, pero justificable.
—No podemos confiar en qué tipo de interpretación le van a dar los abogados a este asunto. Entraste aquí ilegalmente, y yo vine aquí recurriendo a engaños. ¡Vamos, no quiero ponerme a discutir!
—¿No tendríamos que esperar hasta que apareciera la policía?
—De ninguna manera. No pienso quedarme preso mientras se resuelve esta cuestión. Bueno, vamos antes de que llegue alguien.
Tracy dudaba sobre la conveniencia de huir, pero también se dio cuenta de que Kim ya tenía la decisión tomada, por lo cual se dejó llevar. Kim miró a uno y otro lado del pasillo, sorprendido de que los disparos no hubiesen alertado a alguno de sus compañeros de limpieza.
—¿Cómo hiciste para entrar? —preguntó en susurros.
—Por la ventana de la sala de registros. La misma que rompiste tú.
—Bien. —Tomó a Tracy de la mano, y juntos enfilaron de prisa hacia dicha sala. Justo cuando estaban por entrar, oyeron voces que se acercaban.
Kim le hizo señas a Tracy de que no hablara mientras él cerraba calladamente la puerta con llave. En la penumbra, fueron primero hasta la mesa, y allí Kim manoteó los documentos incriminantes. Luego se aproximaron a la ventana. A través de la pared oyeron ruido en el baño de hombres, seguido de corridas por el pasillo.
Kim se subió y saltó primero; luego ayudó a Tracy, y ambos huyeron de prisa hasta el auto de Tracy.
—Deja que conduzca yo —dijo él. Se puso al volante, y ella en el asiento de atrás. Pusieron el auto en marcha, y en un santiamén habían salido ya del estacionamiento. Anduvieron un rato en silencio.
—¿Quién iba a pensar que las cosas iban a tomar este giro? —dijo Tracy por fin. ¿Qué te parece que debemos hacer?
—A lo mejor lo que propusiste hace un rato era lo más acertado. Tal vez tendríamos que haber llamado nosotros mismos a la policía y enfrentado las consecuencias. Supongo que no es muy tarde para que nos entreguemos, aunque pienso que primero deberíamos llamar a Justin Devereau.
—Yo cambié de opinión. Creo que tu primer instinto fue acertado. Lo más seguro es que terminaras preso y probablemente yo también, y pasaría un año hasta llegar siquiera a juicio. Quién sabe qué ocurriría… Después de ver lo que pasó con O. J. Simpson, el sistema jurídico norteamericano no me inspira la menor confianza. Además, no tenemos un millón de dólares para derrochar en Johnny Cochrane o Barry Scheck.
—¿Qué estás queriendo decir? —Kim la miró brevemente por el espejito retrovisor. Tracy nunca dejaba de sorprenderlo.
—Lo mismo que hablábamos anoche. Vámonos lejos de aquí y hagamos las cosas desde el exterior. Algún lugar donde la comida no esté contaminada, así podemos continuar con nuestra lucha en ese campo también.
—¿Lo dices en serio? —Así es.
Kim movió la cabeza a uno y otro lado. Habían mencionado la idea y hasta sacaron los pasaportes, pero no la había tomado muy en serio. Para él había sido un plan desesperado, un último recurso, algo que plantearse en el peor de los casos. Desde luego, debido al homicidio debía reconocer que las cosas ya no podían ponerse peor de lo que estaban.
—Por supuesto que debemos llamar a Justin —añadió Tracy—. Él tendrá alguna buena sugerencia. Siempre la tiene. A lo mejor sabe donde nos conviene ir. Seguramente hay algún tema legal con respecto a la extradición y todo eso.
—¿Sabes qué es lo que más me gusta de la idea de ir a un país extranjero? —dijo Kim al cabo de unos minutos de silencio. Levantó los ojos para establecer contacto visual con Tracy a través del espejito.
—¿Qué?
—Que estás sugiriendo que lo hagamos juntos.
—Bueno, por supuesto.
—¿Sabes…? Quizás no tendríamos que habernos divorciado.
—Debo reconocer que también se me cruzó esa idea —dijo Tracy.
—A lo mejor llega a salir algo bueno de toda esta tragedia.
—Si volviéramos a casarnos, sé que no podríamos poder tener a otra Becky, pero sería lindo tener otro hijo.
—¿Realmente querrías?
—Me gustaría intentarlo.
Volvió a caer un manto de silencio mientras los antiguos amantes luchaban con sus emociones.
—¿Cuánto tiempo van a demorar las autoridades en aprehendernos?
—Difícil saberlo —respondió Kim. Si lo que quieres saber es cuánto tiempo tenemos para decidir lo que vamos a hacer, te diría que no mucho. A lo sumo, cuarenta y ocho horas.
—Eso al menos nos da tiempo para el sepelio de Becky, mañana —dijo Tracy, ahogándose de nuevo con el llanto.
Kim sintió que a él también se le llenaban los ojos de lágrimas ante la mención del entierro inminente. Pese al esfuerzo que hacía por evitar pensarlo, ya no podía negar el hecho terrible de que su hijita adorada había fallecido.
—¡Dios mío! —gimió Tracy—. Cuando cierro los ojos veo la cara del hombre que maté. Nunca la voy a poder olvidar. Me va a perseguir toda la vida.
Kim se enjugó las lágrimas de las mejillas y trató de respirar hondo para serenarse.
—Tienes que concentrarte en lo que dijiste hace un rato, en el baño, Tracy: que fue un acto justificado. Si no hubieras apretado el gatillo, él seguramente te habría matado a ti. Y después a mí. Me salvaste la vida.
Tracy cerró los ojos.
Ya eran más de las once cuando llegaron a casa de Tracy y estacionaron detrás del auto de Kim. Ambos estaban exhaustos física, mental y emocionalmente.
—Espero que te quedes aquí esta noche, Kim.
—Suponía que la invitación seguía en pie.
Se bajaron del coche. Tomados del brazo recorrieron el sendero que conducía a la casa.
—¿Convendrá llamarlo a Justin esta misma noche? —preguntó Tracy.
—Mejor lo dejamos para mañana. Estoy tan agotado, que no sé siquiera si voy a poder dormir, pero lo voy a intentar. En este momento, en lo único que puedo pensar es en una buena ducha caliente.
—Te entiendo.
Subieron al porche. Tracy sacó la llave y abrió. Pasó y se hizo a un lado para que entrara Kim. Luego cerró la puerta y le puso llave. Sólo entonces buscó el interruptor de la luz.
—Qué luz potente —comentó Kim, encandilado, y Tracy reguló entonces la intensidad del brillo—. Estoy fundido. —Se sacó el guardapolvo blanco de Higgins y Hancock y lo sostuvo estirando el brazo lejos de su cuerpo—. Esto hay que quemarlo. Tiene que estar lleno de E. coli.
—Tíralo a la basura. Lo mejor será ponerlo en el tarro que hay afuera, en el fondo. Me imagino el olor que va a tener mañana. —Se quitó su abrigo e hizo una mueca al sentir un dolor en el pecho. Algo duro la había golpeado en el lado izquierdo del esternón cuando Carlos chocó contra ella. En aquel momento el dolor fue tan agudo que le hizo pensar que la habían acuchillado.
—¿Te sientes bien? —le preguntó Kim al ver su reacción.
Tracy se tocó suavemente la zona de la clavícula.
—¿Hay algo por aquí que se pueda quebrar?
—Por supuesto. Te podrías haber fracturado una costilla o el esternón mismo.
—¡Ah, fantástico! ¿Qué debo hacer, doctor? —Un poco de hielo no te vendría mal. Yo te lo busco, pero primero voy a tirar esto.
Kim se encaminó a la cocina con la intención de salir por la puerta del fondo. Tracy abrió el placard del pasillo, colgó su abrigo y se sacó los zapatos. Cerró y enfiló hacia la escalera, pero antes de llegar quedó paralizada y dejó escapar un grito. Kim, que no había salido aún de la cocina cuando oyó el grito, volvió de prisa y, con alivio, comprobó que ella estaba parada en el medio del hall, y que no le pasaba nada. Se la notaba serena, pero inmovilizada por algo que veía en el living. Kim siguió la dirección de sus ojos. Al principio no vio nada y quedó perplejo, pero después se dio cuenta de qué era lo que veía ella, y se sintió igualmente sobresaltado.
En la penumbra de la habitación oscura a medias se hallaba un hombre. Estaba sentado, quieto, en el sillón contiguo a la chimenea, vestido de traje oscuro y corbata. Sobre el respaldo, prolijamente doblado, un sobretodo de piel de camello. El sujeto tenía las piernas cruzadas.
Estiró un brazo y encendió una lámpara de pie. Tracy dejó escapar otro gemido. Sobre la mesita, a la vista de todos y al alcance de su mano, el hombre tenía una pistola automática negra, con silenciador.
El sujeto era la imagen de la serenidad, lo cual sólo conseguía hacerlo más aterrador. Luego de encender la luz, su mano volvió al apoyabrazos. Su expresión era severa, casi cruel.
—Me hicieron esperar mucho más de lo que pensaba —dijo de pronto, rompiendo el silencio. Su voz era de enojo, acusatoria.
—¿Quién es usted? —preguntó Tracy, vacilante.
—¡Vengan, pasen y siéntense!
Kim miró a su izquierda calculando con cuánta rapidez podría empujar a Tracy detrás de la pared del hall para sacarla del peligro. Le pareció que no podría hacerlo con la suficiente velocidad, máxime porque él después tendría que huir por la puerta del frente.
Ante la vacilación de ambos, Derek reaccionó manoteando la pistola y apuntándoles.
—¡No me hagan indignar más! —les advirtió—. He tenido un muy mal día y estoy de mal humor. Les doy dos segundos para que pasen y se sienten en el sofá.
Kim tragó saliva, pero la voz que le salió fue un susurro áspero.
—Mejor nos sentamos. —Le indicó con un gesto a Tracy que se moviera, e interiormente se echó la culpa de no haber revisado la casa antes de entrar. Esa mañana había hecho el esfuerzo de fijarse bien para saber si había entrado alguien cuando ellos no estaban, pero después de la muerte de Carlos, ni siquiera pensó más en el asunto.
Tracy se sentó primero, y Kim se ubicó a su lado. El sofá quedaba en diagonal frente al sillón del individuo.
Derek muy serenamente volvió a dejar la pistola sobre la mesita y se recostó contra el respaldo. Sus manos volvieron a los apoyabrazos del sillón, con los dedos levemente curvados, como los del pistolero que está listo para desenfundar. Era como si los estuviese desafiando a tratar de huir o apoderarse del arma, con lo cual le darían un pretexto para dispararles.
—¿Quién es usted? ¿Qué hace en mi casa?
—Mi nombre no tiene importancia. Por qué estoy aquí: ese es otro cantar. Me hicieron venir a esta ciudad para matar al doctor.
Kim y Tracy se movieron levemente. La aterradora revelación de Derek les produjo un momentáneo mareo. Estaban mudos del terror. El hombre era un asesino a sueldo.
—Pero algo salió mal —prosiguió el sujeto. Me hicieron venir a esta remota ciudad y luego rescindieron el contrato sin la menor explicación. Lo único que dijeron fue que el trabajo lo haría otra persona. Hasta tuvieron el tupé de pedirme que reintegrara el adelanto que me habían pagado, siendo que yo tuve que trasladarme en avión hasta aquí.
Se inclinó hacia adelante. Su mirada era penetrante.
—Así que no sólo no lo voy a matar, doctor Reggis, sino que además le voy a hacer un favor. Le confieso que no sé por qué esta gente de los frigoríficos quiere verlo muerto.
—Yo se lo puedo decir —se ofreció Kim, más que ansioso por colaborar.
Derek levantó la mano.
—No necesito los detalles —dijo. Traté de enterarme, pero me di por vencido. Es un asunto suyo y punto. Lo que usted debe saber es que esta gente tiene tantas intenciones de verlo muerto que me contrataron a mí, o a alguien como yo. Mi manera de vengarme por haberse aprovechado de mí es advertirle que corre grave peligro. Lo que usted haga con la información es asunto suyo. ¿Me entiende?
—Perfectamente. Gracias.
—No tiene por qué agradecerme. Esto no lo hago por motivos altruistas. —Se puso de pie—. Lo único que le pido a cambio es que esta conversación quede estrictamente entre nosotros. De lo contrario, vuelvo y lo visito a alguno de los dos, y espero que esto quede claro. Les advierto que soy muy competente en lo que hago.
—No se preocupe. No se lo comentaremos a nadie —prometió Kim.
—Excelente. Ahora, si me disculpan, trataré de volverme a mi casa.
Kim hizo amagos de levantarse.
—No se preocupe —dijo Derek, indicándole con un gesto que no se moviera. Yo entré solo aquí: salgo por mis propios medios.
Kim y Tracy observaron azorados mientras Derek se ponía el abrigo de pelo de camello, luego guardaba la pistola en el bolsillo y tomaba su portafolios.
—Hubiera preferido no ser tan descortés si ustedes hubieran llegado a una hora decente. Buenas noches.
—Buenas noches —dijo Kim.
Derek salió del living.
Kim y Tracy oyeron que la puerta del frente se abría y volvía a cerrarse.
Pasaron varios minutos sin que ninguno de los dos pudiera hablar.
—Esto es tan increíble… Tengo la impresión de estar en medio de una pesadilla y que no me puedo despertar —confesó Tracy.
—Es una pesadilla y todavía continúa. Pero tenemos que hacer lo posible porque termine.
—¿Sigues pensando que nos convendría viajar al extranjero?
Kim asintió.
—Yo, al menos. Es evidente que soy un tipo marcado. Más aún, no tendríamos ni siquiera que quedarnos aquí esta noche.
—¿Adónde vamos a ir?
—A un hotel, un motel, qué importa —repuso Kim.