16

Lunes, 26 de enero

Tracy cambió de posición, impaciente. Tenía los brazos cruzados y estaba apoyada contra la pared del pasillo de la planta alta. Se había ubicado justo delante de la puerta del baño de huéspedes. Hacía casi cinco minutos que estaba allí.

—¿Y? —preguntó desde afuera.

—¿Estás preparada? —respondió la voz de Kim.

—Sí, hace rato. ¡Sal de una vez!

La puerta del baño se abrió. Tracy se llevó una mano a la boca y dejó escapar una risita involuntaria.

Kim estaba totalmente distinto. Tenía el pelo corto y teñido de rubio platinado, con los mechones desparejos y parados. Las cejas eran del mismo color y contrastaban visiblemente con la cara cubierta de una incipiente barba morena. La sutura que le cruzaba el puente de la nariz y se extendía hasta una ceja rubia le daba cierto aire a Frankenstein. Vestía camisa negra de cordero y, con bolsillos, camiseta negra y pantalones de cuero del mismo color. Llevaba un cinturón de cuero también negro y un brazalete adornado con tachas plateadas. Completaban el disfraz un aro con un brillante falso en la oreja izquierda y el tatuaje de un lobo en el antebrazo derecho.

—¿Y, qué te parece?

—¡Me das miedo! Y más con esa cicatriz. No me gustaría cruzarme contigo en una calle oscura.

—Precisamente ese es el efecto que pretendo causar.

—No tienes aspecto de esas personas con las que da gusto encontrarse —agregó ella.

—Entonces, tal vez convendría que me diera una vuelta por el hospital —sugirió Kim. A lo mejor, con esta vestimenta, consigo que me reintegren en el cargo sin que me citen para tomarme declaración.

—Lo que menos pareces es médico —dijo Tracy soltando otra risa. Me encanta el tatuaje.

Kim levantó el brazo para admirar su trabajo.

—Está bien hecho, ¿no? Las instrucciones dicen que me va a durar entre tres y cuatro días, siempre y cuando no me bañe. ¿Te imaginas?

—¿Dónde está el micrófono?

—Aquí —respondió él, bajándose el cuello de la camisa y mostrando un pequeño micrófono prendido con un alfiler de gancho.

—Qué lástima que no podamos usar una cámara.

—Eh, recuerda que no está totalmente descartada —dijo Kim. Lee prometió que lo intentaría y, cuando promete algo, casi siempre lo cumple. Es cuestión de esperar unos días, no más.

—Probemos el sonido —sugirió Tracy—. Quiero estar segura de que funciona tan bien como anoche, en el garaje de Lee.

—Buena idea. Vete en el auto hasta la otra esquina; esa distancia me parece que está bien. Lee dice que cubre hasta doscientos metros.

—¿Dónde vas a estar?

—Pienso caminar por adentro de la casa, e incluso bajar al sótano.

Tracy asintió con la cabeza y se dirigió al placard del pasillo. Sacó su abrigo y luego gritó desde el pie de la escalera:

—No olvides ponerte el audífono.

—Ya lo tengo puesto —respondió él.

Tracy salió a la calle: era una mañana fría. Durante la noche, el viento había dispersado los nubarrones hacia el este, y el cielo estaba límpido.

Subió al auto, encendió el motor y condujo hasta la otra esquina, tal como habían quedado. Estacionó juntó al cordón y apagó el motor. Después, abrió la ventanilla del lado del conductor y colocó una precaria antena sobre el techo.

Se puso un par de audífonos estéreo que estaban enchufados a un viejo grabador de cinta. El grabador se conectaba mediante un cable a un amplificador, que a su vez se unía a un transformador ubicado sobre una batería de auto.

No bien Tracy encendió el amplificador, una luz roja se iluminó en el panel delantero. A través de los auriculares se oyó una interferencia que desapareció enseguida. Tomó entonces el micrófono que estaba sobre el amplificador.

Después de mirar hacia la calle para cerciorarse de que no hubiera vecinos mirándola, preguntó por el micrófono:

—Kim, ¿me oyes?

La voz de Kim salió tan fuerte que la sobresaltó.

—Como si estuvieras a mi lado.

Rápidamente bajó el volumen y encendió el grabador.

—¿Está bien el retorno? —le preguntó—. De mi lado estaba demasiado alto.

—Sí, perfecto —respondió Kim.

—¿Dónde estás?

—Al fondo del sótano. Si funciona aquí, seguro que funciona en cualquier parte.

—Es increíble lo bien que se oye.

—Bueno, ya puedes volver, así ponemos manos a la obra.

—¡Luz, cámara, acción! —dijo Tracy, repitiendo la frase que tantas veces había oído en películas y programas de televisión.

Se quitó los audífonos y detuvo la cinta. La rebobinó para escucharla; por suerte, la conversación se había grabado a la perfección.

Cuando llegó de vuelta a su casa, Kim ya tenía listo cerca de la puerta todo lo que pensaban llevar. Habían preparado viandas y termos con bebida por si acaso contrataban a Kim en el acto. También llevaban una manta y varios pulóveres para Tracy. Kim sabía que ella tendría frío si se pasaba el día entero sentada en el auto.

Pusieron todas los bártulos en el asiento de atrás. Kim tuvo que ubicarse en ese mismo asiento porque el de adelante estaba ocupado con el equipo electrónico.

Tracy se sentó al volante, y estaba a punto de poner el auto en marcha cuando se acordó de algo.

—¿Dónde tienes el revólver?

—Arriba, en el cuarto de huéspedes.

—Me parece que tendrías que llevarlo.

—No quiero entrar en el matadero con un arma.

—¿Por qué? ¿Y si te cruzas otra vez con ese cretino del cuchillo, Dios no lo permita?

Kim analizó la posibilidad. Llevar un arma no era aconsejable por varias razones: en primer lugar, tenía miedo de que se la descubrieran; en segundo lugar, jamás la había usado y no sabía si sería capaz de hacerlo. Pero un momento después recordó el pánico que había sentido cuando lo había perseguido el hombre con el cuchillo y cómo había deseado tener algo con qué defenderse.

—Está bien —aceptó. Abrió la puerta del auto, tomó las llaves y volvió a la casa. Unos minutos después, subió al auto nuevamente y le entregó las llaves a Tracy.

Ella encendió el motor y estaba a punto de dar marcha atrás cuando Kim dijo:

—Un momento, falta otra cosa.

Tracy hizo girar la llave de arranque y el motor se apagó. Miró a su exmarido con expresión desconcertada.

—¿Y ahora qué pasa?

Kim observaba la casa.

—Me acordé de ese cretino que estaba en mi casa anoche, cuando llegamos. No quiero tener otra sorpresa por el estilo, y no sería extraño que me hubieran seguido hasta aquí.

—¿Se te ocurre alguna idea? —preguntó Tracy con un estremecimiento.

—¿Tienes alguna vecina especialmente curiosa? Estas casas están bastante cerca unas de otras.

—Sí, está la señora de English, que vive enfrente. Es una mujer mayor, y te juro que se pasa el día entero mirando por la ventana.

—Bueno, eso ya es algo. ¿Por qué no le pides si puede vigilar la casa hasta que volvamos? ¿Te animas?

—Por supuesto.

—Bueno, pero no es suficiente. Debemos estar ciento por ciento seguros. ¿Cuántas puertas tiene la casa?

—La del fondo y la del frente, como todas.

—¿Y el sótano?

—Para entrar en el sótano, hay que estar adentro de la casa.

—El tipo de anoche entró por una ventana corrediza —dijo Kim, pensando en voz alta.

—Acá no hay ventanas corredizas.

—Mejor. —Kim bajó del auto, seguido por Tracy.

—Podríamos trancar las puertas para saber si las abrieron o no —sugirió ella. Si quieren entrar, no les queda más remedio que romper un vidrio o forzar una de las puertas. Cuando volvamos, revisamos todo.

—Buena idea, ¿pero qué hacemos si descubrimos que alguien entró?

—Bueno, en ese caso no entramos ni en broma.

—¿Y adonde iríamos? —preguntó Kim. Tendríamos que evitar que nos siguieran.

Tracy se encogió de hombros.

—A un motel, supongo.

—Ya sé lo que vamos a hacer —anunció él. Camino a Higgins y Hancock, pasamos por el Banco y sacamos todos nuestros ahorros para tener de reserva. Si realmente creemos que nos pueden seguir, usar las tarjetas de crédito no es lo más conveniente.

—Dios mío, te estás adelantando demasiado. Si es así, ¿por qué no llevamos también los pasaportes?

—Hablo en serio —se quejó Kim.

—Yo también —dijo ella. Si nuestra preocupación llega a ese punto, quisiera tener la opción de irme bien lejos.

—Tienes razón.

Les llevó media hora hacer todo eso en la casa, y media hora más realizar el trámite en el Banco. Fueron a distintas cajas para acelerar las cosas, pero no resultó: el cajero de Kim quedó desconcertado con el aspecto del médico y fue a consultar a un gerente sobre la autenticidad de la firma.

—Me siento casi como una ladrona de Bancos —comentó Tracy mientras se dirigían al auto. Nunca llevé tanto dinero en efectivo encima.

—Yo tenía miedo de que no me lo dieran. Tal vez exageré un poco con el disfraz.

—Lo más importante es que no te reconocieron.

Era media mañana cuando tomaron la autopista que llevaba hacia Higgins y Hancock. El cielo, que al comenzar el día estaba tan despejado, se había cubierto de nubes. En el invierno del Medio Oeste, los largos períodos de sol brillaban por su ausencia.

—¿Qué le dijiste a la señora de English? —preguntó Kim desde el asiento trasero.

—No hizo falta decirle mucho. Quedó encantada con la tarea. Está mal que lo diga, pero creo que le hemos dado un nuevo sentido a su vida.

—¿Cuándo le dijiste que volvías?

—No le dije.

—Repasemos un poco de español —sugirió Kim de pronto.

El pedido tomó por sorpresa a Tracy, que miró a su exmarido por el espejo retrovisor. Durante las últimas veinticuatro horas no había podido descifrar cuándo Kim hablaba en serio y cuándo en broma.

—Quiero tratar de hablar con acento español —explicó él. Marsha dijo que muchos de los que trabajan en el matadero son hispanos, la mayoría mexicanos.

Durante los siguientes minutos contaron en español y construyeron oraciones simples. Ninguno de los dos recordaba demasiado vocabulario, y pronto se quedaron callados.

—¿Puedo hacerte una pregunta? —dijo Tracy. Habían recorrido varios kilómetros en silencio.

—Te escucho —respondió Kim.

—Si todo sale bien y logramos que Kelly Anderson cubra la historia y la convierta en una gran noticia, ¿qué te gustaría que ocurriese?

—Me gustaría ver que no hay mercado para los diez mil millones de kilos de carne picada que se producen al año.

—¿Y después qué?

—Bueno —dijo Kim mientras ordenaba sus ideas, que el pueblo exija que se le quite al Departamento de Agricultura la responsabilidad de inspeccionar las carnes rojas y blancas y el control de alimentos para animales de corral. Sería más conveniente que eso pasara a manos de la FDA, que no tiene conflicto de intereses. O mejor todavía, que se privatizara el sistema para que las empresas, estimuladas por la competencia, se esforzaran por detectar y eliminar la contaminación.

—No confías demasiado en este nuevo movimiento por la irradiación de la carne, ¿no?

—¡No, por Dios! La industria usa ese recurso para evadir responsabilidades. Permitir la irradiación de la carne es simplemente una invitación para que la industria tolere un mayor grado de contaminación durante el procesamiento, porque total, a último momento se la elimina con los rayos gamma. Te habrás dado cuenta de que, aun con la irradiación, las empresas insisten en que la obligación del consumidor es conservar y cocinar la carne tal como ellas lo indican.

—Esa misma opinión tiene Kathleen Morgan —señaló Tracy.

—Es la opinión de cualquier persona pensante. Tenemos que utilizar los medios de comunicación para hacerle entender a la gente que no hay que tolerar la contaminación, aunque eso implique un aumento de los precios.

—Es una tarea muy difícil.

—¿Por qué no ser ambiciosos? Además, no es imposible. Después de todo, la carne no siempre estuvo contaminada; se trata de un fenómeno relativamente nuevo.

A lo lejos, comenzaron a aparecer unos corrales. Como era día de semana, muchas cabezas de ganado pastaban allí, en medio del fango.

—Qué triste —dijo Tracy, mirándolos. Son como condenados a muerte.

Dobló por la playa de estacionamiento de Higgins y Hancock. A diferencia de la mañana anterior, había gran cantidad de vehículos; muchos de ellos, viejas camionetas pickup.

—¿Por qué no me dejas cerca de la entrada principal? —sugirió Kim. Después vas hasta el final del edificio; allí no serás tan visible y estarás dentro del radio de los doscientos metros.

Tracy estacionó junto al cordón, y ambos observaron el edificio. La ventana que Kim había roto estaba descubierta y se veía claramente que le faltaban vidrios. Un hombre vestido de overol y camisa roja a cuadros tomaba las medidas parado sobre el cantero que había bajo la ventana.

—Siento como si tuviera que ir a ayudarlo —dijo Kim.

—No seas tonto.

La puerta principal se abrió; Tracy y Kim agacharon instintivamente la cabeza. Dos hombres salieron conversando y se alejaron. Sin lugar a dudas, la planta estaba en funcionamiento.

Tracy y Kim se enderezaron, se miraron uno a otro y sonrieron, nerviosos.

—Parecemos dos chicos a punto de hacer una travesura —observó Kim.

—Tal vez tendríamos que hablar un poco más de todo este asunto.

—Ya no es hora de hablar. —Kim se inclinó hacia Tracy y la besó. Era el primer beso que se daban después de mucho tiempo—. Deséame suerte —dijo.

—No sé por qué acepté acompañarte —se lamentó ella, mirando el edificio del matadero con expresión dubitativa.

—Aceptaste para cumplir con tus deberes cívicos —le respondió él con una sonrisa picara. Si logramos nuestro cometido, salvaremos muchas más vidas de las que yo pude salvar en todos mis años de cirujano.

—¿Sabes lo que más me sorprende de todo esto? —dijo Tracy, mirándolo a los ojos. En pocos días, tú, que eras un narcisista, te has convertido en un filántropo; has pasado de un extremo al otro. Yo tenía la impresión de que la gente no cambiaba de personalidad.

—Ese tema se lo dejo a ustedes, los psicólogos —dijo Kim mientras abría la puerta del auto.

—Ten cuidado.

—No te preocupes. —Kim se bajó del auto, pero luego volvió a asomar la cabeza adentro—. Recuerda que sólo me pondré el audífono muy de tanto en tanto. La mayor parte del tiempo seré yo el único que hable.

—Ya sé. Suerte.

—Gracias, nos vemos —dijo él, saludándola con la mano.

Tracy lo miró encaminarse hacia la puerta con un andar que hacía honor a su extravagante disfraz. A pesar de sus aprensiones, no pudo evitar una sonrisa. Kim tenía el aspecto displicente y desfachatado de un punk vagabundo.

Volvió a poner el auto en marcha, condujo hasta el final del edificio tal como Kim había sugerido y estacionó detrás de una camioneta. Bajó el vidrio de la ventanilla y colocó la antena en el techo. Se puso los audífonos estéreo y encendió el amplificador. Después de lo sucedido esa mañana con el volumen, hizo girar la perilla hasta el mínimo y luego, con cuidado, la subió. En el acto oyó la voz de Kim, que hablaba con un exagerado acento hispano.

—Por favor, necesito trabajar —decía, arrastrando las vocales. No tengo ni un centavo. Me dijeron que ustedes necesitaban gente.

Tracy encendió el grabador y se acomodó en el asiento.

Kim se sorprendió y entusiasmó al ver la rapidez con que lo llevaron hasta la oficina de Jed Street, supervisor del sector de matanza. Street era un hombre de aspecto indefinido, con una pequeña barriga que le abultaba bajo el guardapolvo manchado de sangre. En un extremo de su escritorio, había un casco amarillo como el que usan los obreros de la construcción. Una gran cantidad de recibos de compra de reses se apilaba frente a él.

En el instante en que Kim atravesó la puerta, Jed lo miró con curiosidad, pero después de unos minutos pareció aceptar su aspecto y no hizo comentario alguno.

—¿Trabajó alguna vez en un matadero? —le preguntó, mientras se hamacaba en su sillón y jugueteaba con un lápiz.

—No, pero siempre hay una primera vez —respondió Kim con tranquilidad.

—¿Tiene número de seguridad social?

—No. Me dijeron que no hacía falta.

—¿Cómo se llama?

—José Ramírez. —¿De dónde es?

—De Brownsville (Texas) —contestó Kim, con un acento más sureño que hispano.

—Sí, claro, y yo soy de París (Francia) —dijo Jed que, al parecer, no había notado la equivocación verbal de Kim. Se inclinó hacia adelante y agregó—: Mire, este es un trabajo sucio y pesado. ¿Está dispuesto a hacerlo?

—Estoy dispuesto a todo.

—¿Tiene permiso de trabajo?

—No.

—¿Cuándo quiere empezar?

—Ya mismo. Hace más de un día que no como.

—Eso le va a venir bien, teniendo en cuenta que nunca trabajó en un matadero. Por el momento barrerá el piso del sector de matanza. Son cinco dólares la hora, en efectivo. Al no tener número de seguridad social, es lo mejor que puedo ofrecerle.

—Me parece bien —dijo Kim.

—Y otra cosa —agregó Jed—, si quiere trabajar, tiene que cumplir también el turno de quince a veintitrés, pero sólo por esta noche. Uno de los empleados está enfermo. ¿Acepta?

—No hay problema.

—Está bien —dijo Jed y se puso de pie. Vamos a darle el uniforme.

—¿Quiere decir que debo cambiarme de ropa? —preguntó Kim, ansioso. Sentía la presión del arma contra el muslo y las baterías del micrófono contra el pecho.

—No. Sólo necesita un guardapolvo blanco, botas, casco, guantes y un cepillo de barrido. Lo único que tiene que cambiarse son los zapatos.

Kim salió tras Jed de la oficina y avanzó por un pasillo. Entraron en uno de los depósitos que Kim había revisado el sábado a la noche. Allí se le entregó todo lo mencionado, salvo el cepillo. En cuanto a las botas, tuvo que arreglarse con unas número cuarenta y cuatro; las cuarenta y tres se habían acabado. Eran botas amarillas de goma que le llegaban a media pierna. No eran nuevas, y no tenían muy buen olor.

Jed le dio un candado y lo condujo hasta los armarios personales, que quedaban en un vestuario, frente al comedor. Esperó que Kim se pusiera las botas y guardara los zapatos. Con el casco, los guantes protectores y el guardapolvo puestos tenía aspecto de ser de allí.

—Qué feo corte tiene en la nariz. ¿Qué le pasó?

—Fue un golpe contra una puerta de vidrio —respondió Kim, sin dar demasiados detalles.

—Lo lamento. Bueno, ¿listo para empezar?

—Creo que sí.

Jed cruzó el comedor y subió la escalera que llevaba a la puerta de incendios. Allí se detuvo y esperó que Kim lo alcanzara. Sacó algo del bolsillo y se lo dio.

—Casi me olvidaba —dijo, y le puso dos objetos pequeños y livianos en la palma de la mano.

—¿Qué son?

—Tapones para los oídos. En este sector, hay mucho ruido por los rieles móviles del techo, las desolladuras mecánicas y las sierras.

Kim examinó uno de esos tapones cónicos y esponjosos. También estaban gastados, igual que las botas.

—Su trabajo es barrer el piso y tirar la mierda en las rejillas.

—¿Mierda? —preguntó Kim.

—Sí. ¿Le da asco?

—¿Mierda de verdad?

—Bueno, una mezcla de mierda de vaca, tripas y sangre; todo lo que cae de la línea. Aquí no nos reunimos a tomar el té. Además, tenga cuidado con las reses que avanzan colgadas del riel, y, por supuesto, con el piso. Es muy fácil resbalarse, y caerse no es nada divertido. —Se rio.

Kim asintió con la cabeza y tragó saliva. Realmente tendría que prepararse para resistir los aspectos repugnantes de ese trabajo.

Jed miró su reloj.

—Falta menos de una hora para el almuerzo, pero no importa, así se va aclimatando. ¿Alguna duda?

Kim negó con la cabeza.

—Si le surge alguna, ya sabe dónde está mi oficina.

—Sí —dijo Kim. Parecía que Jed estaba esperando una respuesta.

—¿No va a ponerse los tapones?

—Ah, sí, me olvidaba. —Se los puso, y luego hizo el gesto de pulgares arriba para indicarle que todo estaba bien.

Jed abrió la puerta. A pesar de que tenía los oídos tapados, en un primer momento Kim se sintió aturdido por el estruendo que llegaba desde la sala.

Entraron. El sector de matanza estaba totalmente cambiado; no parecía el mismo lugar que había visto la noche del sábado. Creía estar preparado para la experiencia que iba a vivir, pero se equivocó. Le afectó enormemente ver el riel colgante que transportaba las reses calientes y enormes, sumado al chirrido de las máquinas y el olor nauseabundo. El aire denso y sofocante estaba cargado con el hedor de carne cruda, sangre y heces frescas.

La misma impresión le produjo el impacto visual de semejante espectáculo. Los potentes aparatos de aire acondicionado, que en vano procuraban reducir la temperatura ambiente, hacían despedir vapor a los cincuenta y tantos animales desollados que Kim alcanzaba a divisar. Cientos de obreros vestidos con guardapolvos salpicados de sangre trabajaban codo a codo en las plataformas de enrejado metálico, descarnando los cadáveres a medida que pasaban. Los cables eléctricos colgaban en todas direcciones, como formando parte de una gigantesca telaraña. Era una imagen surrealista y dantesca del infierno; un infierno en la tierra.

Jed le palmeó el hombro y le señaló el piso. Kim bajó la mirada: el piso era, literalmente, un mar de sangre, restos de vísceras, vómitos y diarrea líquida de vaca. Jed volvió a palmearle el hombro y Kim levantó sus ojos. Jed estaba a punto de entregarle el cepillo de barrido cuando notó que la cara de Kim cambiaba de color y sus mejillas se hinchaban involuntariamente.

Jed dio un paso hacia atrás por precaución y señaló rápidamente hacia el costado.

Kim tuvo arcadas pero logró taparse la boca con la mano. Siguió la dirección que indicaba el dedo de Jed y vio una puerta con un cartel mal pintado que decía: CABALLEROS.

Fue directamente hacia allí. Abrió la puerta de un golpe y corrió al lavatorio. Inclinado sobre la loza fría, vomitó convulsivamente el desayuno que había tomado con Tracy esa mañana.

Cuando terminó, lavó la pileta y levantó la cabeza para mirarse en el espejo sucio y roto. Estaba más pálido que nunca, y tenía los ojos inflamados y enrojecidos, lo cual acentuaba su palidez. Gotas de sudor bordeaban su frente.

Se reclinó contra el lavatorio y buscó torpemente el audífono, que había enroscado dentro de la camisa. Con dedos temblorosos, se quitó uno de los tapones que le había dado Jed y se colocó el auricular.

—Tracy, ¿me escuchas? —preguntó con voz ronca. Puedes hablar, tengo puesto el audífono.

—¿Qué ocurrió? ¿Eras tú el que tosía?

—Fue más que toser. Acabo de vomitar el desayuno.

—¿Cómo estás? Tienes voz de sentirte muy mal.

—Y, muy bien no estoy. Me da vergüenza haber reaccionado de esta manera. Con toda la experiencia que tengo como médico, no pensé que iba a impresionarme tanto. Este lugar es… indescriptible. —Miró a su alrededor: era el baño más sucio que había visto en su vida. Las paredes estaban manchadas y escritas con graffitis obscenos, la mayoría en español. El piso de baldosas tenía aspecto de que nunca se le hubiera pasado un trapo, y estaba recubierto con una capa de sangre y otros restos traídos con los pies desde el sector de matanza.

—¿Quieres abandonar? Por mí, no hay problema —dijo Tracy.

—Todavía no, pero te aseguro que, aunque estuve nada más que veinte segundos en la sala de matanza, creo que instantáneamente me convertí en vegetariano.

De pronto, Kim oyó ruido de agua de un inodoro en uno de los dos compartimientos del baño y se sobresaltó. No se había fijado si alguno de los dos bañitos estaba ocupado. Se quitó el audífono de un tirón, lo escondió junto con el cable debajo de la camisa y se ubicó frente al lavatorio para fingir que se estaba lavando. Oyó que la puerta del compartimiento se abría detrás de él.

Le preocupaba lo que pudiera haber oído esa persona, y por el momento no levantó la vista. Vio por el espejo que el hombre pasaba lentamente a sus espaldas, que lo observaba con curiosidad, y el corazón se le salió del pecho. ¡Era el sujeto que lo había atacado, primero allí, en el matadero, y después en su propia casa!

Kim se dio vuelta con lentitud. El hombre estaba junto a la puerta pero aún no la había abierto. Seguía observándolo con expresión inescrutable.

Por un instante, Kim y el extraño cruzaron las miradas. Kim trató de sonreír mientras fingía buscar unas toallas de papel. El aparato expulsor de toallas estaba roto por fuera, y su interior estaba vacío. Kim se atrevió a mirar al hombre una vez más; su expresión enigmática no había cambiado. La mano derecha de Kim buscó la tranquilidad del revólver que tenía en el bolsillo.

Los segundos le parecieron eternos. Los ojos negros, fríos e impenetrables del individuo seguían clavados en él. Parecía una estatua. Kim tuvo que dominarse para no decir alguna palabra que rompiera el incómodo silencio.

Para su gran alivio, el hombre abandonó la confrontación, abrió la puerta y desapareció.

Kim respiró. Ni siquiera se había dado cuenta de que estaba conteniendo el aliento. Inclinó la cabeza y murmuró al micrófono que llevaba oculto:

—Dios mío, el loco del cuchillo estaba en uno de los baños. No sé qué habrá oído de lo que te dije. Me miró pero no dijo nada. Roguemos que no me haya reconocido.

Después de echarse agua fría en la cara y ponerse de nuevo el tapón en el oído, respiró hondo y abrió la puerta del baño para volver a la sala de matanza. Trataba de respirar por la boca así no le afectaba el mal olor. Sentía las piernas algo flojas. Por si acaso el extraño lo estuviera esperando, tenía la mano en el bolsillo, aferrada al revólver.

Jed estaba por ahí cerca, aguardándolo. Kim buscó al extraño con la vista y le pareció verlo en un costado, en el momento en que desaparecía tras una lejana maquinaria.

—¿Se siente bien? —le gritó Jed para hacerse oír pese al estrépito de las máquinas.

Kim asintió con la cabeza y trató de sonreír.

Jed le devolvió una sonrisa burlona y le entregó un cepillo de mango largo y cerdas duras.

—Seguro que en el estómago tenía más de lo que suponía. —Después, palmeó a Kim en la espalda y se marchó.

Kim tragó saliva y se sacudió para evitar las náuseas. Bajó la cabeza para no mirar la hilera de reses desolladas y decapitadas que avanzaban rápidamente frente a él rumbo a la cámara refrigeradora. Tomó el cepillo con las dos manos e intentó concentrarse en la tarea de barrer la inmundicia que cubría el piso y llevarla hasta una de las muchas rejillas.

—No sé si puedes oírme con todo este ruido —dijo con la boca cerca del micrófono. Es obvio que el tipo del cuchillo trabaja aquí, lo cual no me sorprende en absoluto. Creo que será mejor que lo ubique.

Se agachó cuando vio que una de las enormes, humeantes reses se le venía encima. Por no mirar dónde pisaba, sin darse cuenta se había puesto en el camino por donde se desplazaba la cinta transportadora colgada del techo. Ahora su guardapolvo tenía una mancha de sangre, al igual que el de todos los demás.

Kim se enderezó y, después de calcular la velocidad de las reses, pasó del otro lado. Estaba empeñado en seguir al hombre que lo había agredido.

—No hay dudas de que me dieron el peor trabajo que hay —comentó, con la esperanza de que Tracy pudiera oírlo pese al estrépito. Soy el último orejón del tarro, pero al menos tengo la oportunidad de recorrer el edificio. Todos los demás obreros se quedan en el mismo lugar mientras las reses avanzan.

Kim rodeó la monstruosa máquina detrás de la cual había visto desaparecer a su atacante. El piso en ese sector estaba relativamente limpio; había sólo un pequeño charco de sangre que se escurría bajo la máquina. A la izquierda se levantaba una pared.

Kim siguió avanzando. Al frente, en una parte más oscura de la sala donde no había luces fluorescentes, vio a varios hombres trabajando. Un nuevo ruido surgió de entre el estruendo generalizado: era un golpeteo intermitente que le hacía acordar a la pistola neumática que se usa en carpintería para fijar clavos.

Continuó barriendo aunque allí no había muchos desechos.

Después de avanzar unos metros más y rodear otra máquina, descubrió en qué sector estaba.

—Estoy en el lugar adonde llegan los animales vivos —dijo por el micrófono. Los tienen en una sola fila, y cuando el primero llega a una plataforma elevada, un hombre lo golpea en la cabeza con algo que parece un martillo neumático, y que suena como una pistola lanzaclavos. Seguramente le dispara algo en el cráneo porque veo que saltan los sesos.

Apartó la vista un momento. Como hombre que había dedicado su existencia a salvar vidas, esa brutal carnicería le causaba una profunda impresión, pero al instante hizo el esfuerzo de mirar otra vez.

—Las vacas se desploman de inmediato dentro de un gran tambor giratorio que las arroja hacia adelante y las pone en posición vertical —continuó—. Luego, un operario las engancha del talón de Aquiles y las cuelga del riel móvil.

»Si alguna vez llega el mal de la vaca loca a este país, no va a convenir matarlas de esta manera. Con esto lo que se hace es desparramar émbolos de tejido cerebral por todo el cuerpo del animal, ya que el corazón sigue latiendo.

Pese a la repugnancia que le producía lo que estaba presenciando, Kim se empeñó en avanzar. Ahora no había nada que le tapara la visual.

—¿Sabes una cosa? Estas pobres vacas, de alguna manera se dan cuenta de lo que les espera. Seguro que huelen la muerte, porque se defecan una encima de la otra mientras bajan por la rampa. Eso no hace más que aumentar la contaminación…

Se interrumpió en la mitad de la oración. A su derecha, muy cerca, estaba el tipo del cuchillo. De inmediato descubrió por qué ese hombre tenía predilección por los cuchillos: era uno de los dos obreros que se ubicaban debajo del animal muerto cuando este era colgado del riel y después, con un hábil movimiento de muñeca, le cortaban el cuello y daban un salto para alejarse del copioso chorro de sangre caliente que caía. La sangre salía a borbotones con los últimos latidos del corazón del animal y luego se escurría por una rejilla.

Al minuto siguiente, Kim se quedó sin respiración. La proximidad de su atacante lo había puesto tenso, y tuvo una reacción desmedida cuando sintió que alguien le palmeaba el hombro. Sin darse cuenta, levantó un brazo para defenderse.

Por fortuna era Jed, y no parecía muy contento. Se había asustado tanto como Kim.

—¿Qué cuernos está haciendo aquí? —le gritó por sobre el barullo. El golpeteo constante de la herramienta asesina sonaba como un metrónomo diabólico.

—Estoy tratando de orientarme —vociferó Kim. Volvió a mirar a su atacante, pero el hombre no lo había visto o no le prestaba atención. Había dado un paso al costado y afilaba su cuchillo en una piedra mientras su compañero lo reemplazaba en la tarea de cortar cuellos. Kim podía ver el cuchillo claramente; era similar al que el hombre había utilizado para atacarlo.

—Eh, le estoy hablando —chilló Jed. Lo tocó insistentemente con un dedo—. Se va ya mismo adonde están eviscerando. Ahí es donde está la mierda, y ahí es donde quiero que vaya.

Kim asintió con la cabeza.

—Venga, que le muestro el camino. —Le hizo una seña para que lo siguiera.

Kim echó una última mirada a su atacante, que en ese momento levantaba su cuchillo para examinar el filo. La hoja del cuchillo lanzó un destello. El hombre no alzó sus ojos.

Kim se estremeció y corrió tras Jed.

Pronto llegaron hasta el riel transportador de reses. A Kim le impresionó la serenidad de Jed. Para cruzar del otro lado, corría los cuerpos de las vacas como quien corre ropa colgada en un perchero en vez de esperar el momento para escabullirse por un hueco. Kim se negaba a tocar esos cuerpos calientes y tenía que prepararse, como hacen las nenas que quieren saltar a la soga sostenida por dos amiguitas que la hacen girar de prisa.

—Aquí es donde quiero que esté —gritó Jed cuando Kim lo alcanzó. Después, hizo un ademán abarcando todo el sector—. Aquí es donde se hace el trabajo sucio y donde quiero que se ubique con su cepillo. ¿Está claro?

Kim asintió de mala gana, mientras luchaba por evitar otra arcada. Se encontraba en el sector donde se extraían las vísceras. Largas tiras de intestinos caían de los cuerpos suspendidos y se enroscaban como víboras sobre mesas de acero junto con masas temblequeantes de hígado, riñones del tamaño de un pomelo y trozos de páncreas.

La mayor parte de los intestinos estaban atados, aunque había algunos que no. Quizá se habían soltado. De todas formas, las mesas y el piso estaban repletos de heces bovinas que se mezclaban con los ríos de sangre.

Kim apoyó el cepillo en el piso y comenzó a barrer los desperdicios hacia una de las tantas rejillas. El trabajo le recordó el mito de Sísifo y el terrible destino del rey malvado. En el mismo instante en que Kim acababa de sacar la inmundicia de un rincón, el rincón volvía a ensuciarse con una nueva avalancha de sangre y excrementos.

Su único consuelo era pensar que el disfraz le había dado resultado. Estaba casi seguro de que el hombre del cuchillo no lo había reconocido.

Hizo lo posible por olvidarse de los aspectos más repulsivos de ese lugar horrible y concentrarse en su próxima misión. El siguiente paso de su investigación secreta vendría después de la hora del almuerzo.

Por la ventana, Shanahan vio que un jumbo carreteaba afanosamente por la pista, y con gran vacilación comenzaba a levantar la trompa. Desplazándose a una velocidad que parecía demasiado baja, se elevó en el aire y enfiló hacia un destino remoto.

Estaba en la Puerta treinta y dos, Salón B, esperando el vuelo que venía de Chicago. No le había sido fácil llegar hasta ahí. Los guardias de seguridad le habían negado la entrada al salón porque no tenía pasaje. Shanahan había quedado en encontrarse en esa puerta con Leutmann, por lo cual debía buscar la forma de estar allí. Por desgracia, los guardias no se habían dejado convencer con ningún argumento y, para solucionar el problema, se vio en la necesidad de comprar un boleto para un vuelo que no tenía intención de tomar.

Shanahan y Derek no se conocían. Para resolver ese inconveniente y lograr que Derek lo reconociera, había hecho una descripción de su propio aspecto y dijo, además, que llevaría una Biblia. Derek comentó que lo de la Biblia le parecía un detalle simpático, y agregó que él iría con un maletín negro.

La puerta de entrada correspondiente al jet se abrió, y un guardia de seguridad la sujetó. De inmediato comenzaron a desembarcar los pasajeros del vuelo proveniente de Chicago.

Shanahan se paró con la Biblia en la mano y fue mirando con ansiedad a cada uno que aparecía.

El hombre que venía en décimo lugar daba la impresión de buscar a alguien, pero su apariencia no guardaba ninguna relación con lo que Shanahan se había imaginado. Era un individuo de aproximadamente treinta años, delgado, rubio y muy bronceado. Vestía traje a rayas y llevaba un maletín negro de avestruz. Estaba muy bien peinado y, sobre la cabeza, se había calzado un par de anteojos de sol. Entró en el salón, se detuvo y miró en torno con sus ojos azules. Cuando vio a Shanahan, fue directamente hacia él.

—¿El señor O’Brian? —preguntó Derek. Tenía un ligero acento inglés.

—Señor Leutmann —dijo Shanahan. Estaba totalmente desconcertado. La voz de Derek por teléfono le había hecho pensar en un individuo moreno, corpulento, de físico imponente. La persona que estaba frente a él tenía más aspecto de aristócrata inglés que de asesino a sueldo.

—Supongo que trajo el dinero —dijo Derek.

—Por supuesto.

—¿Puede entregármelo?

—¿Aquí, en el aeropuerto? —preguntó Shanahan, lanzando miraditas nerviosas. Esperaba poder arreglar la cuestión monetaria en la intimidad de su auto, en la playa de estacionamiento. Se suponía que debía gestionar una rebaja en el anticipo y el arancel total.

—Cerramos el trato o no —dijo Derek—. Lo mejor es definirlo de inmediato para evitar roces.

Shanahan sacó el sobre que tenía en el bolsillo interno de su abrigo y se lo dio. Adentro había cinco mil dólares, la mitad de la suma que había pedido el asesino. Shanahan no estaba dispuesto a regatear en público.

Con horror vio que apoyaba su maletín en el piso, abría el sobre y tranquilamente contaba los billetes. Shanahan miró a su alrededor con nerviosismo. La situación le resultaba muy incómoda, aunque nadie parecía prestarles atención.

—Excelente —dijo Derek antes de guardar el dinero, cerramos el trato. ¿Cuáles son los datos que debe pasarme?

—¿Qué le parece si caminamos un poco? —logró decir Shanahan pese a que tenía la garganta seca. La excesiva tranquilidad de Derek lo ponía frenético.

—Sí, claro —aceptó Derek. Señaló el final del salón—. ¿Por qué no vamos al sector de descarga de equipaje?

Shanahan se puso en marcha, agradecido. Al menos se estaban moviendo. Derek iba adelante, dando pasos leves con sus mocasines de suela de goma.

—¿Tiene equipaje? —preguntó Shanahan. Era algo que tampoco esperaba.

—Por supuesto. A las empresas aéreas no les gustan las armas en la cabina del avión. En esta clase de trabajo no hay demasiadas opciones.

Marchaban junto con una masa de otros pasajeros recién llegados. A su izquierda, pasaba la misma cantidad de personas que, boleto en mano, corrían apuradas en dirección contraria. No había privacidad.

—Hay un auto para usted —anunció Shanahan.

—Excelente. Pero en este momento, estoy más interesado por conocer la identidad del blanco. ¿Cuál es su nombre?

—Es el doctor Kim Reggis. —Una vez más, Shanahan estudió las caras a su alrededor. Por fortuna, nadie pareció interesarse en la conversación ni reconocer el nombre—. Esta es una foto reciente. —Se la entregó. La foto no era muy clara: era una fotocopia sacada de un diario.

—Está un poco borrosa. Voy a necesitar más información.

—Armé una especie de biografía. —Shanahan le entregó el papel—. Como verá, hay una descripción física del hombre. También está la marca, modelo y año del auto, además del número de patente. Figura su domicilio, pero pensamos que no está viviendo allí por el momento.

—Esto está mejor —dijo Derek mientras miraba la hoja. Sí, muy completa.

—Pensamos que el doctor Reggis pasó la noche en la casa de su exmujer. Él estaba detenido y ella pagó la fianza ayer a la mañana.

—¿Detenido? Habrá andado haciendo alguna travesura. —Decir que es una travesura es subestimar el problema. Llegaron a la cinta transportadora y se metieron entre los demás pasajeros. El equipaje que venía en el vuelo comenzaba a aparecer.

—Hay algo que debería saber —dijo Shanahan. Anoche hubo un intento frustrado de matar al médico.

—Gracias por su franqueza. Ese es un dato importante. Lo que usted quiere decir, sin duda, es que el hombre estará muy alerta.

—Algo así.

De pronto se oyó un bip agudo y Shanahan se sobresaltó. Demoró unos instantes en darse cuenta de que el sonido provenía de su radiomensaje. Sorprendido de que lo llamaran puesto que Bobby Bo sabía dónde estaba él y qué estaba haciendo, se quitó el aparatito del cinturón y miró la pequeña pantalla. Su confusión aumentó al ver que el número no le resultaba conocido.

—¿Le molesta si hago una llamada? —le preguntó a Derek, señalando una hilera de teléfonos públicos en una pared cercana.

—No, en absoluto. —Derek se quedó tranquilamente leyendo el informe sobre Kim.

Shanahan encontró algunas monedas camino al teléfono y marcó rápidamente el misterioso número. El teléfono sonó una vez y levantaron el tubo. Era Carlos.

—¡El médico está aquí! —dijo Carlos en un susurro forzado. Estaba muy agitado.

—¿De qué cuernos me hablas?

—Está aquí, en Higgins y Hancock —dijo Carlos, aún en voz baja. Tengo que cortar enseguida; estoy usando el teléfono del comedor. El doctor está aquí trabajando de peón de limpieza. Parece un loco.

—¿Qué dices? —preguntó Shanahan.

—Es muy extraño. Parece un viejo cantante de rock. Tiene el pelo muy corto y teñido de rubio.

—No puede ser —dijo Shanahan.

—¡Le digo que sí! También tiene unos puntos en la cara donde yo le hice un tajo. Es él, se lo juro, aunque tuve que mirarlo un buen rato para estar seguro. Después, vino hasta mi sector y se quedó parado unos minutos hasta que apareció su jefe y se lo llevó.

—¿Qué jefe? —preguntó Shanahan.

—Jed Street.

—¿El médico te reconoció?

—Claro, ¿cómo no me iba a reconocer? No me quitaba los ojos de encima. Por un momento creí que vendría a buscarme, pero no vino. Si hubiera hecho eso, yo lo habría despachado. ¿Quiere que me encargue de él? Puedo hacerlo mientras está aquí.

—¡No! —vociferó Shanahan, perdiendo el control por un instante. Sabía que, si Carlos mataba a Kim a pleno día con cientos de testigos, sería un desastre. Respiró hondo y luego empezó a hablar lentamente y en voz baja—. No hagas nada, como si no lo reconocieras. Quédate tranquilo. Después te doy instrucciones. ¿Entendido?

—Quiero acabar con ese tipo —dijo Carlos. Le dije que no es por dinero.

—Muy generoso de tu parte. Por supuesto, tú fuiste el que metió la pata en su momento, pero ahora el tema es otro. Yo te diré qué hacer, ¿está bien?

—De acuerdo.

Shanahan colgó el teléfono y se quedó con la mano apoyada en el tubo mientras miraba a Derek Leutmann. Estaba en una disyuntiva. Por el momento, no sabía qué hacer.

A Tracy le dio un vuelco el corazón cuando alguien golpeó de pronto su ventanilla. Durante el tiempo en que había estado estacionada al final del matadero, algunas veces había visto gente que iba y venía. Pero nadie se había acercado a su auto. Se sacó de prisa los audífonos y se dio vuelta para ver quién era.

Junto al auto se había parado un hombre de feo aspecto, vestido de camiseta y overol mugrientos. En la cabeza llevaba puesta una gorra al revés. En el labio inferior, un cigarrillo sin encender se sacudía cuando el individuo respiraba por la boca entreabierta.

El primer impulso que tuvo Tracy fue el de poner el motor en marcha y huir, pero abandonó la idea cuando se acordó de que en el techo estaba la antena haciendo equilibrio. No le quedaba más remedio que bajar la ventanilla.

—La vi desde mi camioneta —dijo el hombre, señalando por sobre su hombro un vehículo cercano.

—¿Ah sí? —respondió Tracy, nerviosa. No sabía qué decir. El hombre tenía una notoria cicatriz que le bajaba por el costado de la cara hasta el cuello.

—¿Qué escucha?

—Nada. —Tracy miró el grabador, que seguía funcionando—. Un poco de música, no más.

—A mí me gusta la música country. ¿Está escuchando de esa música?

—No. Esto es más bien New Age. En realidad, estoy esperando a mi marido, que trabaja aquí.

—Yo vine a hacer un trabajo de plomería. Este es el lugar que más cañerías y desagües tiene en todo el país. Bueno, le iba a pedir fuego. No encuentro mi encendedor por ningún lado.

—Lamento, pero no fumo y tampoco tengo fósforos.

—Gracias, igual. Perdone la molestia.

—No es nada.

El hombre se marchó. Tracy suspiró aliviada y levantó el vidrio. El episodio le hizo darse cuenta de lo tensa que estaba. Había estado nerviosa desde el momento en que Kim entró en ese edificio y, sobre todo, cuando él se topó en el baño con el asesino. También se sumaba el hecho de que no había podido hablar con Kim: se moría por decirle que saliera de ahí, que no valía la pena.

Después de echar una mirada rápida a su alrededor para cerciorarse de que nadie más la observaba, volvió a colocarse los audífonos y cerró los ojos. El problema era que, para oír lo que le decía Kim, tenía que hacer el esfuerzo de concentrarse. El nivel de ruido que había dentro de la planta la había obligado a poner el volumen muy bajo.

Kim había recorrido el área de eviscerado y ya tenía un panorama completo del proceso de faenado de la carne. Había visto cómo a las vacas se las mataba, se las izaba y degollaba. Luego se las desollaba y decapitaba; las cabezas se colocaban por separado en un riel colgante. Después del eviscerado, las reses eran cortadas por la mitad en sentido longitudinal con una gigantesca sierra muchísimo más horrorosa que los temibles artefactos de las películas de terror.

Kim miró su reloj para tomar el tiempo que se tardaba en matar a esos pobres animales. Se quedó pasmado. Bajó el mentón y habló por el micrófono:

—Esperemos que Lee Cook consiga un sistema de vídeo apropiado. Servirá para probar el argumento principal de Marsha. Ella dijo que el problema de la contaminación en la industria de la carne se originaba en el matadero y que se daba mayor prioridad al lucro que a la seguridad. Acabo de tomar el tiempo de faenado en este lugar. Es increíble, pero tardan doce segundos por vaca. A esa velocidad, no hay forma de evitar una contaminación generalizada.

»»Y, en cuanto a la connivencia que existe entre el USDA y la industria, es evidente incluso en este nivel. Arriba, en las pasarelas, hay algunos inspectores. Se los distingue enseguida porque usan cascos rojos y no amarillos, y sus delantales blancos están más limpios que los del resto. Pero, más que inspeccionar, se lo pasan contando chistes y riéndose con los empleados. La inspección es pura farsa. No sólo la línea se mueve demasiado rápido, sino que además estos tipos casi nunca miran las reses cuando pasan.

Kim de pronto advirtió que Jed Street husmeaba por entre las mesas y piletas de eviscerado. Retomó entonces sus tareas de barrido, se alejó de Jed en sentido contrario a las agujas del reloj y pronto se halló en el área de decapitación. Para el degüello se utilizaba otra sierra apenas un poco menos horripilante que la que se usaba para cortar las reses en dos. En el instante en que el hombre que esgrimía la sierra terminaba de cercenar por completo la columna vertebral, otro atrapaba la cabeza de casi cincuenta kilos con un gancho que colgaba del riel elevado. Era un proceso que requería coordinación y trabajo en equipo.

Mientras continuaba con sus tareas de limpieza, Kim siguió la hilera de cabezas desolladas que se desplazaban por el riel, entrechocándose. Sin párpados, los ojos inertes tenían una peculiar mirada sorprendida.

Kim siguió el riel de las cabezas hasta un punto en que desaparecía por una abertura que conducía a una habitación vecina. Inmediatamente reconoció la habitación: era el lugar donde lo habían atacado el sábado a la noche.

Miró por sobre su hombro, buscando a Jed. Como no lo vio, supuso que, con el caos, no se daría cuenta de su ausencia. Atravesó la abertura sin puertas y entró en el área de deshuesado de cabezas.

—Llegué a la sala adonde van las cabezas —siguió explicando por el micrófono. Esto puede ser importante para determinar cómo se intoxicó Becky. Marsha había encontrado algo en los papeles acerca de la cabeza del último animal que llegó el día en que podría haberse faenado la carne con que se hizo la hamburguesa de Becky. Dijo que era «repugnante», cosa que ahora me extraña, porque todo el proceso es repugnante.

Kim observó un momento cómo cada doce segundos el riel colgante dejaba caer sobre la mesa una cabeza, que luego era atacada por un equipo de carniceros. Con cuchillos similares a los que se usaban para el degüello, los obreros rápidamente cercenaban las enormes mejillas y la lengua, que arrojaban dentro de un tambor de una tonelada de capacidad parecido a los que Kim había visto en el Frigorífico Mercer.

—Aprendo algo a cada instante. Seguro que las hamburguesas están hechas, en gran parte, con mejilla de vaca.

Luego advirtió que, después de extraérseles mejillas y lengua, estas eran puestas sobre una cinta transportadora plana que las arrojaba ignominiosamente dentro de un agujero negro que, al parecer, conducía al sótano.

—Creo que tendré que visitar el sótano —dijo Kim entre dientes. Tenía el presentimiento de que iba a tener que poner a prueba su miedo infantil a los sótanos.

Hasta entonces, había sido un buen día para Jed Street, a pesar de que era lunes. Había tomado un buen desayuno y llegó al trabajo con tiempo de sobra para sentarse a tomar una segunda taza de café con varios otros supervisores. Además, el ausentismo de sus empleados era más bajo que lo habitual. Encontrar empleados eficientes y mantenerlos en su puesto era su tarea más difícil.

Ese día, no se había enfermado ninguno de sus empleados clave; por lo tanto, estaba seguro de que su equipo procesaría cerca de dos mil cabezas durante la mañana. Eso lo alegraba porque sabía que su jefe inmediato, Lenny Striker, también se iba a alegrar.

Jed se quitó el guardapolvo y lo colgó. Se había retirado a su oficina con su tercera taza de café para ponerse al día con los papeles. Fue hasta su escritorio y se sentó. Tomó una lapicera y se puso a trabajar. Todos los días tenía un número considerable de formularios que completar.

No hacía mucho que había empezado a trabajar cuando sonó el teléfono. Antes de atender, levantó la taza de café. Le preocupaba relativamente poco cualquier llamada que pudiera recibir a esa altura de la mañana, y se imaginaba que no sería por un motivo muy grave. Al mismo tiempo, siempre había que estar alerta. Sabía que, en un lugar tan peligroso como un matadero, en cualquier momento podía ocurrir una catástrofe.

—Hola —dijo acentuando la primera sílaba, y tomó un sorbo de café.

—Jed, habla Daryl Webster. ¿Tiene un momento para conversar conmigo?

Jed escupió el café y después se apuró a secar los formularios que había manchado.

—Por supuesto, señor Webster —balbuceó. Hacía veintidós años que trabajaba para Higgins y Hancock, y en todo ese tiempo su jefe máximo nunca lo había llamado.

—Me llamó alguien de la oficina de Bobby Bo —explicó Daryl. Me dijo que hoy tomamos un peón nuevo.

—Así es —dijo Jed. Sintió que le ardía la cara. Contratar inmigrantes ilegales se permitía tácitamente, aunque oficialmente estaba prohibido. Rogó que no lo tomaran como chivo expiatorio.

—¿Cómo se llama el individuo? —preguntó Daryl.

Jed buscó con desesperación entre los papeles desparramados sobre su escritorio. En alguna parte había anotado el nombre, aunque no en un formulario oficial. Cuando lo encontró, suspiró aliviado.

—¡José Ramírez, señor!

—¿Le mostró algún documento de identidad?

—No que yo recuerde.

—¿Qué aspecto tiene?

—Es un poco raro —respondió Jed, confundido. No entendía qué importancia podía tener el aspecto de un peón.

—¿Podría darme una idea?

—Parece punk —explicó, tratando de pensar cómo lo describiría su hijo de catorce años. Tiene el pelo teñido, arito, tatuajes y pantalones de cuero.

—¿Es alto?

—Sí, mide más de uno ochenta, seguro.

—¿Y tiene una cicatriz en la cara?

—Sí. ¿Cómo sabe eso, señor?

—¿Le dijo dónde vive? —preguntó Daryl.

—No, y tampoco se lo pregunté. Tengo que decir que se mostró muy agradecido de que le diera trabajo. Incluso aceptó trabajar un turno y medio.

—¿Entonces va a estar esta noche en el equipo de limpieza?

—Sí, porque uno de los empleados se enfermó.

—Está bien —dijo Daryl—. Está muy bien. Buen trabajo, Jed.

—Gracias, señor. ¿Quiere que haga algo o le diga algo a Ramírez?

—No, todo lo contrario: quiero que esta conversación quede entre nosotros. ¿Puedo pedirle eso?

—Por supuesto; cuente conmigo.

Jed se reclinó hacia atrás cuando terminó la conversación. La llamada había sido muy sorpresiva. Intrigado, se quedó mirando el teléfono un segundo antes de colgar.

Como no quería que lo encontraran en la sala de deshuesado donde no había nada que barrer, Kim regresó al piso principal de matanza. A pesar de haber seguido el recorrido del riel por casi toda la planta, aún no entendía por qué Marsha había mencionado esa última res. La única incógnita era qué pasaba con las cabezas una vez que desaparecían por el agujero negro.

Regresó al sector de eviscerado y volvió a barrer partes del piso que ya había limpiado varias veces. Lo frustrante era que ciertas partes tardaban apenas quince minutos en volver a ensuciarse, como si nunca las hubiera limpiado.

Pese a que tenía puestos los tapones en los oídos, de pronto oyó un zumbido estridente. Se enderezó y miró a su alrededor. Enseguida vio que habían suspendido el ingreso de ganado. Ya no se sacrificaban más animales. Se les daba un respiro a las pobres vacas próximas al verdugo. Este había dejado su herramienta y se ocupaba de enrollar la manguera de alta presión.

Los animales que ya habían sido sacrificados avanzaron por la línea hasta que el último quedó eviscerado. En ese momento el riel se detuvo, cesó el estruendo y se hizo un silencio sepulcral.

A Kim le llevó unos minutos darse cuenta de que el silencio se debía, en parte, a los tapones de oídos. Cuando se los quitó, oyó el golpeteo metálico que hacían los obreros al guardar las herramientas eléctricas y el murmullo de su conversación animada. Algunos obreros empezaron a tirarse desde las pasarelas, mientras que otros preferían bajar por las escaleras.

Kim detuvo a uno de ellos y le preguntó qué pasaba.

—No hablo inglés —dijo el hombre y se fue rápidamente.

Kim detuvo a otro.

—¿Habla inglés? —le preguntó.

—Un poco.

—¿Qué es lo que pasa?

—Es la hora del almuerzo —explicó el hombre, y se apuró para alcanzar a su compañero.

Kim observó cómo una cantidad cercana a los cien obreros salían de sus puestos de trabajo y hacían fila para pasar por la puerta de incendios y dirigirse al área del comedor y los armarios personales. Igual número de empleados llegaban desde la sala principal de deshuesado a través de la sección de deshuesado de cabezas. Pese al hedor y la presencia de la muerte, la camaradería era evidente: se oían risas y bromas amistosas por doquier.

—No sé cómo pueden probar bocado —dijo Kim a su micrófono.

Luego vio al hombre que lo había atacado, que iba con su compañero. Ambos pasaron junto a él y, sin mirarlo siquiera, se pararon en la fila, que era cada vez más larga. Kim se convenció aún más de que estaba bien disfrazado.

Detuvo a un eviscerador de guardapolvo blanco húmedo, salpicado con manchones rosados y rojos, y le pidió que le explicara cómo se llegaba al sótano. El hombre lo miró como si estuviera loco.

—¿Hablas inglés? —preguntó Kim.

—Sí, claro, viejo.

—Quiero ir abajo. ¿Cómo hago?

—Yo que tú no bajaría —dijo el hombre. Pero, bueno, si quieres, tienes que ir por esa puerta. Señaló una puerta sin cartel que tenía un cierrapuertas automático en el borde superior.

Kim continuó barriendo hasta que se fue el último obrero. Después de tanto ruido y caos que había cuando funcionaba la línea, ahora le resultaba extraño estar solo con cuarenta o cincuenta cadáveres calientes. Por primera vez, el piso del sector de eviscerado estaba limpio, sin sangre ni desperdicios.

Dejó el cepillo y enfiló hacia la puerta que le había indicado el hombre. Después de mirar por sobre su hombro para asegurarse de que no lo viera nadie, la abrió y entró en la sala contigua. La puerta volvió a cerrarse rápidamente.

Lo primero que le impresionó fue el olor. Era diez veces peor que el del piso de matanza, que le había dado náuseas no bien llegó. Lo que lo hacía tan atroz era que ahora se agregaba el hedor de la putrefacción. Aunque sintió varias arcadas, no vomitó, tal vez porque tenía el estómago vacío.

Estaba parado en una escalera de cemento que descendía hacia la oscuridad total. Sobre su cabeza, colgaba una única lamparita. En la pared de atrás, había un extinguidor y una linterna de emergencia de tamaño industrial.

Kim retiró la linterna de la pared y la encendió. Iluminó la escalera con el rayo intenso, y así descubrió un largo tramo de escalones que conducían a un sótano profundo. Las paredes estaban salpicadas con grandes manchas marrones similares a las del test de Rorscharch. A lo lejos, el piso parecía liso y negro como un charco de petróleo crudo.

Se quitó un guante de goma y buscó el audífono. Después de sacarse uno de los tapones, se lo calzó en el oído.

—¿Me oyes, Trace? —dijo. Si me oyes, di algo. Acabo de ponerme el audífono.

—¡Ya era hora! —respondió ella, irritada. Su voz llegaba fuerte y clara a pesar de que Kim estaba rodeado por paredes de cemento reforzado—. Quiero que vengas de inmediato.

—Eh, pero ¿por qué, tanto apuro?

—Estás adentro de un matadero con alguien que ya trató dos veces de matarte. No quiero que sigas con esto: es una locura.

—Tengo que investigar un poco más. Además, el tipo del cuchillo no me reconoció, así que ¡cálmate!

—¿Dónde estás? ¿Por qué no te pusiste antes el audífono? Me vuelvo loca si no podemos hablar. Kim empezó a bajar la escalera.

—No puedo arriesgarme a usarlo, salvo cuando estoy solo —explicó—. En cuanto a mi ubicación, estoy bajando al sótano, que no es ningún paraíso, tengo que admitirlo. Es como descender al fondo del infierno. El olor que hay aquí es indescriptible.

—Creo que no tendrías que bajar a ese subsuelo. Me gusta poder hablarte, pero es más seguro que te quedes en un grupo.

Además, no deberías estar ahí y, si alguien te pesca, tendrás problemas.

—Todos están almorzando. La posibilidad de que me encuentren aquí abajo no me preocupa.

Respirando por la boca para no sentir el mal olor, Kim llegó hasta el final de la escalera. Alumbró con la linterna la amplia habitación, que estaba en una oscuridad absoluta, y vio miles de tanques y enormes contenedores. Cada contenedor estaba conectado con un tubo que subía y atravesaba el techo para recoger la sangre, restos de vísceras, huesos y cráneos descartados.

—Aquí es donde almacenan todo hasta que lo llevan a la planta procesadora —dijo Kim. Por el olor, se nota que todo está en etapas diversas de descomposición. No hay refrigeración. Aunque es difícil imaginárselo, en verano el hedor seguramente es mil veces peor.

—Suena asqueroso. Me cuesta creer que puedan darle algún uso a ese tipo de desechos.

—La procesadora lo transforma en fertilizante, y aunque parezca repulsivo, también en alimento para el ganado. La industria hace que nuestros animales, sin saberlo, se conviertan en caníbales —dijo Kim—. Ay, no —murmuró luego, y sintió un escalofrío que le corría por la espalda.

—¿Qué pasa? —preguntó Tracy, alarmada.

—Oí un ruido. —Entonces sal de ahí.

Kim apuntó la linterna en dirección al ruido. De una manera sorprendentemente similar al episodio de su propio sótano, lo miraban varios pares de ojos de un diabólico color rubí. Un segundo después los ojos desaparecieron, y Kim vio un grupo de animales del tamaño de gatos que salían corriendo. A diferencia de la noche anterior, no eran ratones.

—No hay problema. Son unas ratas gigantescas, no más.

—Ah, bueno —dijo Tracy irónicamente. Apenas unas inofensivas ratas gigantescas.

Kim bajó hasta el piso del sótano y descubrió que la superficie no solamente parecía cubierta de petróleo crudo sino que también tenía más o menos esa misma consistencia. Cada vez que levantaba los pies, sus botas chapoteaban con un sonido pegajoso similar al de una ventosa.

—Esto sin duda es una imagen de pesadilla del postindustrialismo —comentó.

—Deja ya de filosofar —interrumpió Tracy—. ¡Vamos, sal de ahí! Además ¿se puede saber qué haces ahí abajo?

—Quiero encontrar el conducto por donde bajan las cabezas.

Avanzó chapoteando entre tanques y contenedores, tratando de calcular la ubicación de la sala de deshuesado de cabezas en el piso de arriba. Llegó así a una pared de cemento que, supuso, sería la continuación de la pared de arriba. Eso quería decir que el conducto que buscaba estaba del otro lado.

Recorrió la pared con la luz de su linterna hasta que halló una abertura. Se asomó e iluminó el ambiente contiguo. Era más pequeño y estaba más limpio que el primero. También era lo que él suponía. A su derecha, había un tubo conectado a un contenedor particularmente grande.

—Bien —dijo— creo que lo encontré. Es del tamaño de un volquete de construcción. —Con el rayo, siguió el tubo hasta el punto por donde atravesaba el techo. Estimó que su diámetro era más o menos igual al de la abertura que había visto arriba.

—Bueno, te felicito. Pero ahora te vas de ahí.

—Un segundo. Veré si puedo averiguar qué hay adentro.

Se acercó al contenedor mugriento y oxidado. En esa zona del sótano, el piso no era pegajoso. Al costado, cerca de donde el tubo se insertaba en el contenedor, había una pequeña plataforma de metal con cuatro escalones. Subió los escalones. Desde ahí veía la parte superior del contenedor. Ante sus ojos había una tapa asegurada con un cerrojo metálico. Corrió el cerrojo, pero no pudo levantar la tapa. Por lo menos, no con una mano.

Se puso la linterna entre las piernas y metió las dos manos debajo del borde de la tapa, que se abrió con un chirrido. Sostuvo la tapa con la mano izquierda, levantó la linterna con la derecha e iluminó el interior. Lo que vio no fue muy agradable.

El contenedor estaba casi rebosante de cabezas de vaca despellejadas y putrefactas. A diferencia de las cabezas sangrientas y recién faenadas de arriba, en estas los ojos estaban resecos, y los pedazos de cartílago que habían quedado adheridos se habían puesto negros. En muchas de ellas se veía claramente el agujero perforado con la pistola neumática.

Cuando, ya asqueado por lo que veía y olía, estaba a punto de bajar la tapa, su boca soltó un grito involuntario de horror. El haz de la linterna se había posado sobre algo mucho más horrendo: parcialmente enterrada bajo una avalancha de cráneos de vaca frescos, ¡se asomaba la cabeza cercenada de Marsha!

Tanto se impresionó Kim, que soltó de golpe la pesada tapa y esta se cerró con un estrépito ensordecedor. El estruendo resonó contra las paredes de la pequeña habitación y luego se multiplicó en un eco que siguió retumbando en paredes distantes.

—¿Qué pasó? —preguntó Tracy, desesperada. Antes de que pudiera responderle, se produjo un chirrido espantoso que casi les hace estallar los tímpanos a ambos. Al caer, la tapa del contenedor había activado alguna maquinaria automática.

Kim tomó rápidamente la linterna, apuntó al lugar de donde provenía el horrible ruido, y vio que se levantaba una oxidada escotilla en el techo.

Kim oía la voz de Tracy que, una y otra vez, le preguntaba qué pasaba, pero no podía responderle porque no lo sabía. Detrás de la escotilla, había una carretilla elevadora con horquilla que, de pronto, cobró vida como una espantosa criatura mecánica del futuro. En la parte delantera, empezaron a encenderse luces rojas, que tiñeron la habitación del color de la sangre.

No bien la escotilla se elevó al máximo, el vehículo empezó a emitir agudos sonidos intermitentes mientras avanzaba en forma brusca y estruendosa, directamente hacia Kim. Aterrorizado, él saltó de la plataforma y se pegó a la pared.

La carretilla elevadora embistió el contenedor con un estrépito aún más fuerte que el de la caída de la tapa. El recipiente se sacudió, y luego se elevó. Al retroceder el vehículo, se desprendió el tubo que conectaba el contenedor con la sala de deshuesado de cabezas. Una vez que el espacio que ocupaba el contenedor quedó despejado, un segundo contenedor vacío que esperaba tras el primero se deslizó hasta acomodarse en su lugar con otro estruendo. El tubo volvió a conectarse automáticamente.

La carretilla se detuvo, giró y se internó en la tenebrosa oscuridad.

—Kim, no sé si me oyes o no —gritó Tracy—, ¡pero voy a entrar!

—¡No! —exclamó él por el micrófono. Estoy bien. Sin querer, activé un equipo de remoción automático. No vengas, que yo ya salgo.

—¿Vuelves al auto? —preguntó ella, esperanzada.

—Sí. Necesito tomarme un respiro.

No era que Derek Leutmann no confiara en Shanahan O’Brian, pero sabía que, detrás de esa historia, había algo que se le ocultaba. Además, Derek tenía su metodología de trabajo. Matar gente era un negocio en el que había que cuidar hasta el último detalle. En lugar de ir directamente a la casa de la exmujer de Kim, como había sugerido Shanahan, prefería ir a lo del médico. Quería verificar la información de Shanahan y averiguar más sobre su supuesto blanco.

Se dirigió, entonces, en auto hasta el barrio Balmoral y, sin dudarlo, enfiló directamente a la casa de Kim. Sabía por experiencia que eso era mucho menos sospechoso que rondar por el barrio.

Estacionó en la salida del garaje, abrió su maletín de metal, que traía en el asiento del acompañante, y sacó una automática nueve milímetros de un bolsillo hecho a medida. Con la destreza de un experto, le colocó un silenciador y luego se guardó el arma en el bolsillo derecho de su abrigo de piel de camello. El bolsillo estaba acondicionado de manera que entrara en él el arma larga.

Se bajó del auto, con el maletín de avestruz en la mano. Espió rápidamente el interior del garaje. Estaba vacío. Luego caminó hasta la puerta principal con el aire inequívoco de un empresario importante o un exitoso promotor de seguros. Tocó el timbre. Sólo entonces echó una rápida mirada al vecindario. Desde el porche sólo se alcanzaban a ver dos casas más, que parecían estar desocupadas.

Volvió a tocar el timbre. Como no le atendía nadie, trató de abrir la puerta. Fue una grata sorpresa que no estuviera con llave. De todos modos, la puerta no habría sido un gran obstáculo: Derek tenía las herramientas y la habilidad necesarias para abrir casi cualquier cerradura.

Sin dudarlo un instante, entró en la casa y cerró la puerta. Se quedó parado un minuto, escuchando. No se oía absolutamente nada. Todavía con el maletín en la mano, recorrió la planta baja rápida y sigilosamente. En la cocina vio platos sucios que parecían estar allí desde hacía tiempo.

Subió luego a la planta alta y vio la puerta astillada del baño principal y la mesa rota. Entró en el baño y tocó las toallas. Era evidente que hacía mucho que no se las usaba. Hasta el momento, la información de Shanahan era correcta.

En el vestidor de la habitación principal reparó en toda la ropa desparramada por el piso. No pudo evitar preguntarse qué habría pasado exactamente en ese ataque frustrado que le mencionó Shanahan.

Volvió a bajar la escalera, entró en el estudio y se sentó al escritorio de Kim. Sin quitarse los guantes, comenzó a revisar la correspondencia para ver qué podía averiguar sobre el hombre que había venido a matar desde Chicago.

Tracy había retrocedido para poder ver el frente del edificio de Higgins y Hancock. Había pensado en estacionar en la entrada principal, pero tenía miedo porque Kim no le había indicado dónde se encontrarían. Temía que él saliera por alguna de las otras puertas y no la viera.

Pero pronto lo vio aparecer por la puerta principal y correr hacia ella. Traía puesto guardapolvo blanco y casco amarillo. Se acercó rápidamente y, después de echar una rápida mirada atrás, subió y se sentó en el asiento trasero.

—Nunca te vi tan pálido —dijo Tracy. Se había dado vuelta todo lo que le permitía el volante—. Pero creo que es porque el pelo rubio te hace más blanco.

—Acabo de ver una de las peores cosas de mi vida.

—¿Qué? —preguntó ella, alarmada.

—¡La cabeza de Marsha Baldwin! Quizá sea lo único que queda de su persona, junto con algunos huesos. Y aunque parezca atroz, creo que la mayor parte de su cuerpo fue a parar a la carne de hamburguesa.

—¡Por Dios! —murmuró Tracy. Su mirada se cruzó con la de su exmarido. A Kim se le llenaron los ojos de lágrimas, y a ella también.

—Primero Becky y ahora esto —sollozó Kim. Me siento tan responsable. Por mi culpa, una tragedia llevó a la otra.

—Entiendo cómo te sientes —trató de consolarlo Tracy—. Pero, ya te dije, Marsha hizo lo que quiso, lo que pensaba que tenía que hacer. Eso no justifica su muerte, pero tampoco es culpa tuya. —Le tendió la mano. Él la tomó y la apretó. Por unos instantes, hubo entre ambos una comunicación callada pero muy intensa.

Tracy suspiró, sacudió la cabeza con tristeza y retiró la mano. Se dio vuelta en su asiento y encendió el motor. Antes de que Kim subiera al auto, ella ya había sacado la antena del techo.

—Lo único que sé es que nos vamos de aquí —dijo, al tiempo que ponía el cambio.

—¡No! —exclamó Kim. Se inclinó hacia adelante y le apoyó una mano en el hombro para que frenara—. Tengo que volver. Voy a llegar hasta las últimas consecuencias. Ahora tengo dos motivos: Becky y Marsha.

—¡Kim, esto es un homicidio comprobado! —dijo Tracy, sin levantar la voz—. Tiene que intervenir la policía.

—Es un solo homicidio, y eso no es nada comparado con la muerte de quinientos chicos por año que causa esta industria por el simple hecho de obtener más ganancias.

—La responsabilidad por la muerte de esos chicos podría ser difícil de probar en un tribunal, pero la cabeza de una persona no deja ninguna duda.

—Encontré la cabeza, pero ahora no sé dónde está. Estaba mezclada con las de las vacas pero, cuando cerré la tapa, activé un sistema que se las llevó. Ahora seguramente van en camino a la procesadora, así que no tendríamos el cuerpo del delito aun si quisiéramos denunciar la muerte de Marsha. Además, en este momento mi palabra no vale nada para la policía.

—Pueden empezar ellos su propia investigación. A lo mejor encuentran otros huesos.

—Pero aunque lo hagan, aquí no se trata de aprehender a un simple matón como el que me atacó. Yo lo que quiero es desenmascarar la industria.

Tracy suspiró otra vez y apagó el motor.

—¿Pero para qué necesitas volver ahora? Ya conseguiste lo que querías. Comprobaste que será fácil documentar cómo se contamina la carne. —Tracy tocó el grabador—. Esta cinta sola podría ser tan efectiva como un vídeo. Te digo que es muy contundente la descripción que hiciste sobre lo que pasa ahí adentro. Estoy segura de que Kelly Anderson se va a entusiasmar mucho con esto.

—Quiero volver porque, como oíste, me asignaron el horario de quince a veintitrés. Espero, en algún momento del turno, poder entrar en la sala de registros. Marsha encontró un Informe sobre Defectos en el Proceso que mencionaba la cabeza de un animal enfermo. Dijo que la pondría de nuevo en el archivo, y yo la oí hacerlo. Quiero encontrar ese papel. Tracy sacudió la cabeza, impotente.

—Es muy arriesgado —dijo. Si Kelly Anderson toma el caso, que lo busque ella.

—No creo que yo a esta altura corra ningún riesgo. El tipo del cuchillo me miró directo a los ojos en el baño. Si tenían que reconocerme, ese era el momento. Más aún, ya ni siquiera necesito esta arma.

Tironeó del revólver para sacarlo del bolsillo y se lo entregó a Tracy.

—Por lo menos, quédate con el revólver. —Kim sacudió la cabeza.

—No lo quiero.

—Por favor —insistió Tracy.

—Escucha, ya llevo demasiado con estos aparatos, y tener el revólver encima es más un riesgo que una tranquilidad. —Tracy lo tomó de mala gana y lo puso en el piso del auto.

—No hay forma de convencerte de que no vuelvas, ¿no?

—Quiero seguir con esto hasta el final. Es lo menos que puedo hacer.

—Espero que entiendas que me vuelvo loca aquí sentada mientras tú corres semejante riesgo.

—Te entiendo. ¿Por qué no te vas a tu casa y vuelves a buscarme a las once?

—¡Ay, no! Eso sería peor. Aquí por lo menos me entero de lo que pasa.

—Bueno, como quieras. Pero yo ya me tengo que ir porque está por terminar la hora del almuerzo.

Kim ya había sacado las piernas del auto y luego se inclinó hacia su exmujer.

—¿Puedo pedirte que hagas algo esta tarde? —Sí, cómo no, siempre y cuando no implique tener que salir del auto.

—Llama con tu celular al laboratorio Sherring y pregunta por el análisis de la carne que les dejé. Seguro que ya están los resultados.

—Bueno.

Kim le dio un apretón en el hombro.

—Gracias —dijo. Luego se bajó, cerró la puerta del auto, saludó con la mano y se alejó.

Derek Leutmann redujo la velocidad a medida que se acercaba a la casa de Tracy. Los números de algunas de las casas vecinas no eran muy visibles, y no quería pasarse de largo. Cuando llegó a la altura de la casa, vio que el Mercedes estaba estacionado en la entrada del garaje. Como no quería bloquearle la salida, giró en redondo y estacionó enfrente.

Miró el informe que le había dado Shanahan para verificar la patente del Mercedes y comprobó lo que sospechaba: era el auto del médico.

Después de prepararse igual que la vez anterior, se bajó en medio de la llovizna que había empezado a caer. Antes de sacar su maletín, abrió un pequeño paraguas automático. Con el maletín en una mano y el paraguas en la otra, cruzó la calle y espió el interior del Mercedes. Le sorprendió verlo ahí, dado que Kim tendría que habérselo llevado a su consultorio. Por supuesto, eso indicaba que Kim no estaba en su consultorio.

A esa altura ya sabía muchas más cosas sobre Kim. Sabía, por ejemplo, que era un cardiocirujano muy reconocido, que estaba divorciado y le pagaba a su exmujer una alta suma de dinero en concepto de alimentos. Lo que no sabía era por qué gente de la industria de la carne, como O’Brian y su jefe, querían verlo muerto.

La misma pregunta se la había hecho a Shanahan, pero este le había dado una respuesta vaga. Derek nunca quería conocer los entretelones de la relación de sus clientes con las potenciales víctimas, pero sí la situación general. Era otra forma de reducir el riesgo, no sólo durante el operativo sino también después. Había intentado presionar a Shanahan, pero de nada le sirvió. Lo único que este le dijo fue que se trataba de un asunto de negocios. Lo curioso era que Derek no había encontrado ninguna conexión entre el médico y la carne o el ganado, pero sí mucha información en el escritorio del doctor.

La mayoría de los trabajos que le encargaban se originaban en problemas que, de alguna forma, tenían que ver con el dinero; la competencia, las apuestas, los divorcios y las deudas eran las causas más frecuentes. La mayor parte de las personas, tanto clientes como víctimas, eran escoria, y Derek lo prefería así. Este caso parecía muy distinto, y además de otras emociones fuertes le despertaba curiosidad. Lo que más le molestaba era que lo subestimaran y se aprovecharan de él. No había entrado en el negocio en la forma habitual, o sea a través de asociaciones mañosas. Había trabajado de mercenario en África en los tiempos en que existían los buenos y los malos, antes de que los ejércitos nacionales empezaran a recibir adiestramiento.

Subió los escalones de la entrada y tocó el timbre. Dado que el auto de Kim estaba en el garaje, esperaba que alguien contestara, pero no fue así. Volvió a tocar el timbre. Se dio vuelta e inspeccionó la zona. Era muy diferente del barrio de Kim. Desde la puerta, se tenía una buena vista de cinco casas y una vista razonable de cuatro más, pero no había mucho movimiento. La única persona que vio fue a una mujer que llevaba un cochecito, y se alejaba en dirección contraria.

Si bien practicó un registro minucioso en la correspondencia y los archivos de Kim, no encontró el menor indicio de que el médico fuera jugador y, por lo tanto, supuso que el motivo que llevó a Shanahan a ofrecerle el contrato no era una deuda por apuestas. El divorcio quedaba descartado porque la exmujer había llegado a un buen acuerdo con él. Además, parecía que ambos se llevaban bien; si no, ella no le habría pagado la fianza, como figuraba en el informe de Shanahan. Tampoco era muy probable que se tratara de un préstamo, dado que en los archivos de Kim no había nada que indicara que necesitaba dinero y, aunque lo hubiera necesitado, ¿qué necesidad había de pedírselo a un ganadero? El único motivo que quedaba era la competencia, pero ese era el menos probable de todos. Kim ni siquiera tenía participación en la industria de la carne, salvo unas pocas acciones en una cadena de comidas rápidas. Era todo un misterio.

Derek se dio vuelta y observó la puerta. Tenía una cerradura común, lo cual era un obstáculo insignificante para alguien de su habilidad. Lo importante era saber si había alarma.

Apoyó el maletín en el suelo y ahuecó las manos para espiar por el vidrio de la puerta. No vio ninguna botonera. Sacó unas ganzúas del bolsillo izquierdo y trabajó rápidamente en la cerradura. La puerta se abrió. Revisó el interior de la puerta. No había contactos. Entró en el hall pequeño y buscó alguna botonera en el sector de las paredes que no había podido ver desde afuera. No encontró ninguna. Luego miró hacia arriba buscando detectores de movimiento. Respiró, aliviado. No había ninguna alarma.

Levantó el maletín antes de cerrar la puerta. Hizo una recorrida rápida por la planta baja y subió al primer piso. En el cuarto de huéspedes, encontró un bolso pequeño con una afeitadora y ropa que, supuso, pertenecían a Kim. En el único baño, halló varios juegos de toallas húmedas.

Bajó la escalera y se puso cómodo en el living. Puesto que el auto de Kim estaba afuera, y sus cosas en el cuarto de huéspedes, el médico seguramente regresaría. Era cuestión de esperar, no más.

Carlos tomó desprevenido a Adolfo, lo empujó a un lado y pudo marcar su tarjeta en el reloj antes que él. Era una broma que se hacían todos los días.

—La próxima, te lo hago yo —dijo Adolfo. Habló expresamente en inglés porque Carlos le había dicho que quería aprender a hablar mejor.

—Antes pasarás sobre mi cadáver —respondió Carlos, con una de sus frases nuevas preferidas.

Adolfo era quien lo había ayudado a entrar en Higgins y Hancock, y a traer a su familia. Los dos se habían criado juntos en México. Adolfo había llegado a los Estados Unidos varios años antes que Carlos.

Ambos amigos salieron tomados del brazo y, junto con un ejército de obreros, caminaron bajo la lluvia hacia sus autos.

—¿Quieres que esta noche nos encontremos en El Toro? —preguntó Adolfo.

—Bueno.

—Trae muchos pesos porque te voy a hacer perder un montón. —Hizo un ademán como si le pegara a una bola de billar.

—Eso nunca —dijo Carlos, dándole a su amigo una palmada en la espalda. En ese momento, vio la camioneta negra con vidrios polarizados que estaba estacionada junto a la suya. Le salía humo del caño de escape.

Carlos le dio a Adolfo una última palmada y observó cómo subía a su camioneta antes de ir hacia la suya. Se tomó su tiempo y saludó a su amigo con la mano cuando este se alejaba. Luego se desvió hacia la camioneta negra y se acercó a la ventanilla del conductor.

El vidrio se bajó, y apareció la cara sonriente de Shanahan, que dijo:

—Tengo buenas noticias. Da la vuelta y sube.

Carlos subió y cerró la puerta.

—Vamos a darte otra oportunidad con el doctor —dijo Shanahan.

—Qué suerte. —Carlos le devolvió la sonrisa—. ¿Cuándo?

—Esta noche: va a estar trabajando aquí.

—Se lo dije. Sabía que era él.

—Tuvimos un poco de suerte —asintió Shanahan. Y lo mejor es que esta noche hace la limpieza. Se le ordenará que limpie el baño de hombres que está al lado de la sala de registros. ¿Sabes dónde queda? Yo no: nunca entré en Higgins y Hancock.

—Sí, sé dónde queda. Pero no nos dejan usar ese baño.

—Bueno, esta noche tienes permiso —dijo Shanahan con una sonrisa maligna. Será tarde, probablemente después de las diez. No dejes de estar ahí.

—Ahí estaré.

—Es fácil: un hombre desarmado y desprevenido en un baño pequeño. Lo importante es que hagas desaparecer el cadáver como hiciste con el de Marsha Baldwin.

—Lo que usted diga.

—Y esta vez no me falles. Tuve que poner la cara por ti y no quiero pasar otro papelón.

—¡No se aflija! —exclamó Carlos. ¡Esta noche lo hago pedazos!