Domingo 25 de enero, cerca del mediodía
Para Kim era una experiencia de Déjà vu. De vuelta en la misma sala de tribunal, con el mismo juez. La única diferencia real era el clima: esta vez no brillaba el sol sino que estaba nublado con nevadas intermitentes, y el humor del juez Harlowe hacía juego con el mal tiempo.
Kim estaba sentado a una deteriorada mesa de biblioteca junto a Tracy. Parado delante de ellos se hallaba Justin Devereau, abogado y viejo amigo de Kim. Era un hombre de aspecto aristocrático, egresado de Harvard, que siguió el viejo consejo de ir a radicarse al Oeste y fundó uno de los estudios jurídicos más prósperos de la ciudad. Su índice de asuntos ganados era incomparable. Sin embargo, esa mañana en particular, parecía preocupado. Había estado librando una batalla nada fácil contra la furia del juez Harlowe.
Kim tenía peor aspecto que nunca después de haber pasado otra noche preso, con la misma ropa. Todavía no se había afeitado ni bañado. Además, se le notaba una gran preocupación por el desenlace de ese trámite judicial. No tenía el menor deseo de volver a la cárcel. Justin carraspeó.
—Permítame reiterar que el doctor Reggis ha sido un auténtico pilar de la sociedad hasta la trágica enfermedad de su hija.
—La enfermedad de su hija fue la causa de que tuviera que presentarse ayer ante este tribunal, doctorrespondió el juez, impaciente. No me gusta ver la misma cara dos veces en el fin de semana que estoy de turno. Es un agravio a mi decisión de haber permitido que este individuo saliera en libertad después de su primera infracción.
—La muerte reciente de la niña lo ha perturbado enormemente, Su Señoría —insistió Justin.
—Eso se ve. Lo que hay que evaluar es si, en el estado en que está, constituye, o no, una amenaza para la sociedad.
—Fueron episodios aberrantes que no volverán a repetirse —afirmó Justin. Como he dicho, el doctor Reggis está sumamente arrepentido de su comportamiento imprudente.
El juez jugueteaba con sus anteojos. Sus ojos se posaron luego en los de Kim. Debía admitir que en efecto, el hombre parecía arrepentido. También triste. El juez miró a Tracy, cuya presencia y testimonio lo habían impresionado.
—Está bien —aceptó—. Podrá salir bajo fianza, pero lo que me convenció no fue su florida retórica propia de universidades elegantes sino el hecho de que la exesposa del doctor Reggis haya consentido amablemente en acercarse a este tribunal y certificado la personalidad de este señor. Por la experiencia que tengo en estos casos, su testimonio me resulta convincente. Se fija una fianza de cinco mil dólares, y fecha del juicio dentro de cuatro semanas. ¡Siguiente caso!
El juez golpeó el mazo y tomó el siguiente grupo de hojas.
—Discúlpeme, Su Señoría —interrumpió Justin. Aquí no hay riesgo de fuga, por lo cual cinco mil dólares es una suma a todas luces excesiva.
El juez lo miró por encima de sus anteojos de lectura y arqueó las cejas.
—Voy a hacer de cuenta que no oí esto último, y le aconsejo que no arriesgue innecesariamente la suerte de su cliente, doctor. ¡Siguiente caso, por favor!
Justin se encogió de hombros y emprendió presuroso la retirada hacia donde estaban Kim y Tracy. Recogió sus cosas, y les indicó con una seña que salieran tras él del recinto.
Con la ayuda de Justin, pagaron la fianza con rapidez. En menos de media hora el grupo salió de tribunales y se internó en la nublada mañana invernal. Hicieron un alto al pie de las escalinatas del edificio. Alguno que otro copo de nieve caía en forma aislada desde el cielo.
—Al principio temí que Harlowe no autorizara la fianza —comentó Justin. Por lo que dio a entender el juez, creo que puedes considerarte afortunado.
—Dadas las circunstancias, me es muy difícil considerarme afortunado —respondió Kim con poco entusiasmo. Pero gracias por tu ayuda. Lamento haberte molestado un domingo a la mañana.
—Con todo gusto —dijo Justin. Lamento mucho lo de Becky. Mi más sentido pésame para ambos. Kim y Tracy le agradecieron.
—Bueno, me tengo que ir —dijo Justin tocando el ala de su sombrero. Nos vemos. Les deseo lo mejor en este trance tan difícil.
Le dio un beso a Tracy en la mejilla y estrechó la mano de Kim antes de partir. Había caminado sólo unos pasos, cuando se detuvo.
—Un consejo para ti, Kim. Que no te vuelvan a detener, porque en tal caso te aseguro que no podrás salir bajo fianza. Los arrestos reiterados como los que has tenido te ponen obviamente en una categoría especial.
—Entiendo —respondió Kim. Tendré cuidado. Kim y Tracy observaron alejarse a Justin hasta estar seguros de que no pudiera oírlos. Entonces se volvieron el uno hacia el otro.
—Ahora quiero que me cuentes qué fue de veras lo que ocurrió —dijo Tracy.
—Te voy a contar todo lo que sé —respondió él, pero primero tengo que recoger mi auto. ¿Te molesta llevarme hasta Higgins y Hancock?
—En lo más mínimo. Ya había pensado en ello.
—Hablamos en el auto —sugirió él. Cruzaron la calle para dirigirse al estacionamiento.
—Estoy viviendo una pesadilla —confesó Kim.
—Como te dije anoche, los dos necesitamos ayuda. Y quizás seamos las únicas personas que podemos brindárnosla. —Kim suspiró.
—Pensarás que estoy loco por meterme de cabeza en esta cruzada contra la E. coli. Acaba de morir nuestra hija, y lo único que se me ocurre hacer es andar de un lado para el otro como si fuera un investigador de capa y espada. —Meneó la cabeza y agregó—: Todos estos años me enorgullecía de ser el fuerte, pero ahora me doy cuenta de que en realidad eres tú quien tiene fuerza interior. Sé que no puedo negar eternamente la muerte de Becky, pero en este momento no puedo enfrentarla. Espero que comprendas que no estoy en condiciones de hacerlo.
Tracy permaneció largo rato en silencio. Luego estiró una mano y la apoyó sobre el brazo de Kim.
—Te entiendo —dijo. Y no quiero presionarte. Inclusive voy a ayudarte en tu investigación, pero no podrás negar eternamente la muerte de Becky.
Kim asintió con la cabeza.
—Lo sé —susurró—. Y gracias.
El viaje fue rápido. Kim le contó todos los detalles, desde el momento en que Marsha llamó a su puerta hasta que la policía lo detuvo. Cuando describió cómo había sido atacado con un cuchillo, Tracy se horrorizó. Kim hasta le mostró el tajo que le habían hecho en el dorso de la mano.
—¿Qué aspecto tenía el hombre? —preguntó ella, estremecida. No podía imaginarse el espanto de ser atacado en la oscuridad del matadero.
—Todo ocurrió tan rápido, que no podría describírtelo muy bien.
—¿Viejo, joven? —insistió Tracy—. ¿Alto, bajo? —Por alguna razón inexplicable quería formarse una imagen del sujeto.
—Moreno —respondió Kim. Piel morena, pelo oscuro. Creo que era mejicano, o por lo menos latinoamericano. Delgado pero de buena musculatura, y tenía muchos tatuajes.
—¿Por qué no se lo dijiste a Justin?
—¿De qué habría servido?
—Podría haberle dicho algo al juez —insistió ella.
—No habría cambiado nada. A lo mejor hasta empeoraba las cosas. Es decir, suena muy poco creíble, y además yo lo único que quería era salir de ahí para pensar qué hacer.
—¿Así que crees que Marsha Baldwin todavía está en Higgins y Hancock? ¿Y que la retienen contra su voluntad?
—Eso, o algo peor. Si lo que vi fue sangre humana, hasta podría ser que la hubieran asesinado.
—No sé qué decir —admitió Tracy.
—Ni yo —dijo Kim. Sigo teniendo la esperanza de que haya escapado. Mejor llamo a casa, para escuchar los mensajes grabados en el contestador. Tal vez se haya comunicado.
Tracy descolgó el teléfono de la horquilla del auto y se lo entregó a Kim. Él marcó el número, y luego de unos instantes volvió a poner el aparato en su lugar.
—¿Y? —preguntó Tracy.
Kim movió la cabeza desanimado.
—Nada. Llamó Ginger, no más.
—Cuéntame de nuevo qué fue exactamente lo que oíste la última vez que hablaste con ella.
—Oí que se rompían vidrios —repitió Kim. Fue justo después de que me dijera que había alguien en la puerta. Luego oí una serie de golpes, como de sillas que se caían al piso. Supongo que quien entró la persiguió, obligándola a huir de la habitación.
—¿Y todo esto se lo contaste a la policía?
—Por supuesto. ¡Pero para lo que sirvió! Pero es comprensible. Piensan que estoy loco. Cuando traté de mostrarles la sangre, ya no estaba. Cuando intenté mostrarles el celular de Marsha, también había desaparecido. Ni siquiera su auto estaba en la playa de estacionamiento donde se hallaba cuando llegué.
—¿Podría ser que Marsha hubiera tomado el teléfono y huido de allí con el auto?
—Tengo la esperanza de que haya sido así. Me desespera pensar en cualquier otra posibilidad, y además me siento tan responsable… Ella fue ahí por mí.
—No la forzaste a hacer nada que no quisiera hacer —sostuvo Tracy—. En el poco tiempo que estuvimos juntas me di cuenta de que no es una persona que se dejara influir. La decisión la tomó ella.
—Me gustaría encarar al guardia de seguridad. Él tiene que haber sabido que Marsha estaba ahí, aunque lo haya negado.
—Si fue capaz de mentirle a la policía seguramente no va a decirte nada.
—Bueno, pero tengo que hacer algo.
—¿Qué sabes sobre ella? Dónde vive, de dónde es, si tiene algún familiar en la zona…
—No sé casi nada —admitió Kim, salvo que tiene veintinueve años y que estudió veterinaria.
—Qué pena. Sería una gran ayuda saber con certeza si está o no desaparecida. Si de veras lo está, la policía tendría que hacerte caso.
—Acabas de darme una idea —dijo Kim. Enderezó la postura—. ¿Qué te parece si voy a ver a Kelly Anderson y la convenzo de que nos ayude?
—No es mala idea. Pero el asunto es: ¿lo haría?
—No lo sabremos a menos que vaya —dijo Kim.
—Ya te ha causado bastantes dolores de cabeza. Me parece a mí que está en deuda contigo.
—La prensa sí que sería de gran ayuda —aseguró Kim. No sólo con el problema de Marsha, sino con todo este asunto de la contaminación de la carne.
—Cuanto más lo pienso, más me agrada la idea. A lo mejor puedo ayudarte a convencerla.
Kim miró a su exesposa agradecido. Con el resentimiento que sobrevino al divorcio y el rencor producido por el tema de la tenencia de Becky, había olvidado lo atractiva que era.
—Sabes, Trace, te agradezco que vinieras hoy al juzgado, y no sólo porque te esforzaste en conseguir la fianza, sino porque estás conmigo después de todo lo que ha pasado.
Tracy lo miró. Ese tipo de comentario era inusitado en él, pero al ver sus ojos se dio cuenta de que era sincero.
—Esto que dices es muy lindo.
—Lo digo de corazón.
—Bueno, te lo agradezco. No recuerdo cuándo fue la última vez que me hayas dado las gracias por algo. De hecho, tiene que haber sido incluso antes de casarnos.
—Lo sé —tuvo que admitir Kim. Tienes razón. Anoche, en la cárcel, tuve tiempo para pensar, y te confieso que los acontecimientos de las últimas veinticuatro horas, en particular lo de Becky, me han abierto los ojos.
—¿Con respecto a qué?
—A las cosas realmente importantes de la vida —contestó Kim. Tal vez suene a melodramático, pero me doy cuenta de que he cometido un terrible error. Puse demasiadas energías en mi trabajo y mi carrera, a expensas de mi familia… y de nosotros dos.
—Me conmueve oírte decir semejante cosa. —Ese no parecía ser el Kim de quien se había divorciado.
—Creo que he sido muy egoísta durante toda mi vida adulta —continuó Kim. Es un poco irónico, ya que todo el tiempo me escondía tras la fachada de médico caritativo y desinteresado. Como una criatura, necesitaba recibir constantemente elogios y aprobación, y la profesión de cirujano me venía perfecta. Todo esto me entristece y me avergüenza, y también me dan ganas de pedirte perdón. Ojalá pudiera recuperar una cantidad de años desperdiciados.
—Estoy sorprendida y anonadada —dijo Tracy—, pero acepto. Me impresiona tu actitud.
—Gracias —dijo él, simplemente. Miró por el parabrisas.
Ya estaban llegando a Higgins y Hancock. El edificio parecía tranquilo y limpio bajo la nieve fina.
—¿Es acá? —preguntó Tracy.
Kim le indicó que sí con la cabeza.
—Pronto veremos la entrada al estacionamiento. Mi auto debe estar justo frente a la puerta principal. Al menos ahí fue donde lo dejé.
Tracy dobló donde le indicaban, y en el acto apareció el auto de Kim. Estaba ahí, en la soledad total. Había solamente dos vehículos más, pero en la otra punta de la playa.
—El auto de Marsha estaba donde ahora están esos otros —comentó Kim. A lo mejor allá hay una entrada para el personal.
Tracy estacionó al lado del auto de Kim y puso el freno de mano. Kim señaló la ventanilla de la oficina de archivos que había roto para poder ingresar en el edificio. Ya la habían cubierto con unas maderas. Le explicó a Tracy que para romperla había usado una de las piedras que había a lo largo del estacionamiento.
—¿Cuál es el plan? —preguntó Tracy cuando él hizo una pausa.
Kim suspiró.
—Tengo que ir al hospital. Tom aceptó pasar a ver a mis pacientes, pero yo también tengo que visitarlos. Después iré a ver a Kelly Anderson. Sé dónde vive.
—Debemos tomar algunas decisiones con respecto a Becky —dijo Tracy.
Kim asintió, pero desvió la mirada y la fijó en la distancia.
—Sé que es difícil —prosiguió ella, pero tenemos que arreglar lo del sepelio. Quizás eso hasta nos ayude a aceptar el hecho de su muerte.
Kim se mordió el labio.
—La rabia y la negación son parte del proceso de duelo —dijo Tracy al ver que él no respondía. Yo también recurro a esos mecanismos como tú, pero lo cierto es que tenemos responsabilidades.
Kim se volvió para mirarla, con lágrimas en los ojos.
—Tienes razón —reconoció—. Pero como te dije, necesito un poco más de tiempo por las cosas que pasaron. ¿Sería mucho pedirte que te encargaras tú de organizar todo? Sé que es un gran favor el que te pido. Estaré de acuerdo con todo lo que decidas y, por supuesto, voy a estar presente en la ceremonia. Lo que pasa es que quiero ir ya mismo a ver si consigo algo con Kelly Anderson.
Tracy hizo tamborilear los dedos contra el volante mientras observaba a Kim y analizaba su pedido. Su primer impulso fue decirle que no, que otra vez se estaba comportando como un egoísta, pero después lo pensó mejor. Si bien no le hacía gracia la idea de tener que organizar las cosas sola, sabía que la ceremonia era mucho más importante que los preparativos, y además se daba cuenta de que en ese momento, ella estaba en mejores condiciones que él.
—¿No me vas a poner problemas con el día que elija, o con el lugar de la ceremonia?
—En lo absoluto. Lo que tú decidas.
—De acuerdo, pero prométeme que me llamarás apenas llegues a tu casa.
—Te prometo.
Kim estiró su mano y le dio un apretoncito en el brazo antes de bajarse.
—Espero unos instantes hasta cerciorarme de que te arranca el auto —dijo Tracy.
—Buena idea. Y gracias.
Cerró la puerta y la saludó con la mano antes de dirigirse hacia su propio auto. Tracy lo saludó también con la mano, y se preguntó si estaría haciendo lo correcto.
Kim abrió la puerta de su auto, pero no subió de inmediato. Miró el edificio de Higgins y Hancock y se estremeció ante el recuerdo de lo sucedido la noche anterior. El terror que había sentido mientras escapaba de aquel hombre con el cuchillo volvió a embargarlo. Era una experiencia que sabía que nunca iba a olvidar.
Estaba ya por subirse al auto, pero volvió a dudar. Por unos momentos acarició la idea de hablar con el guardia de turno para preguntarle cómo podía contactarse con Curt, el custodio de la noche anterior. Pero recordó lo que había dicho Tracy, y le pareció que ella tenía razón. Si Curt estaba dispuesto a mentirle a la policía con respecto a Marsha, seguramente a él no le iba a contar la verdad. Y el hecho de que probablemente estuviera mintiendo implicaba que había algo más en torno a ese asunto que lo que se veía a simple vista.
El automóvil arrancó sin dificultad. Kim saludó a Tracy con la mano; ella lo saludó a su vez, y salió del estacionamiento delante de él. Kim la siguió a cierta distancia, analizando la conversación que acababan de tener. Le parecía que los horribles acontecimientos de los últimos días —la muerte de Becky y el haber estado él mismo a punto de ser asesinado— lo hubieran hecho sentir más cerca de Tracy de lo que había estado en años, quizás más que nunca.
Ya en la autopista tomaron rumbos distintos. Kim tocó la bocina para despedirse. Tracy hizo lo mismo, y aceleró rumbo a su barrio. Él bajó en la salida que llevaba al centro médico.
Los domingos, el estacionamiento para los médicos estaba casi vacío, por lo que pudo dejar el auto cerca de la entrada. Cuando se bajaba, se dijo que lo primero que debía hacer era ir hasta el vestuario de cirugía. Quería lavarse, afeitarse y ponerse la ropa de calle que había dejado ahí el viernes por la mañana.
Martha Trumbull y George Constantine tenían alrededor de setenta años. Puesto que desde hacía muchos años eran fíeles voluntarios del Centro Médico Universitario, se les habían entregado los prestigiosos distintivos de servicio que los identificaban como Amigos del Hospital. Martha lo llevaba con orgullo en la pechera de su guardapolvo rosado de voluntaria, mientras que George lo usaba en la solapa de su blazer azul.
Una de las tareas que más disfrutaban Martha y George era encargarse de la mesa de informaciones, en el hall de entrada. Les gustaba trabajar allí sobre todo los domingos, cuando tenían el sector para ellos solos. El resto de la semana, quedaba a cargo de un empleado a sueldo.
Como tomaban su trabajo muy en serio, no sólo conocían el plano del hospital con igual lujo de detalles que el de su propia casa, sino que también conocían el nombre de todos y cada uno de los profesionales que trabajaban allí. Cuando Kim entró y se dirigió al ascensor, ambos creyeron reconocerlo, pero no estaban del todo seguros. Martha miró a George.
—¿Ese es el doctor Reggis? —murmuró.
—Creo que sí —respondió George, pero no sé qué habrá andado haciendo con ese guardapolvo blanco, a menos que haya tenido que cambiar una rueda del auto.
—Peor que el guardapolvo me parece la barba. Alguien debería decírselo, porque es tan buen mozo.
—Espera un momento —dijo George. ¿No teníamos que avisar al doctor Biddle si veíamos al doctor Reggis?
—Eso fue ayer —le informó Martha. ¿Será hoy también?
—Para qué arriesgarnos —contestó George mientras tomaba el teléfono.
Para alivio de Kim, el ascensor estaba vacío cuando lo tomó en la planta baja, y pudo subir sin compañía hasta el piso de cirugía. No tuvo tanta suerte cuando atravesó la sala de cirujanos, ya que había algunas enfermeras y anestesistas de guardia tomando café. Aunque nadie dijo nada, todos lo miraron con curiosidad.
Kim se alegró de entrar en el vestuario y escapar de las miradas inquisidoras. Felizmente estaba vacío, por lo cual no perdió tiempo. Después de rescatar de los bolsillos su credencial del hospital, unos papeles, una lapicera y un rollo de cinta quirúrgica, se quitó el guardapolvo, el pijama y hasta la ropa interior. Todo fue a parar al cesto de ropa sucia.
Ya completamente desnudo, se espantó al ver su imagen reflejada en el espejo. Su aspecto era peor de lo que suponía. Tenía barba crecida, no un simple tono oscuro en las mejillas. Además, el pelo estaba hecho un desastre, pegado a la frente y parado en la parte de atrás, como si acabara de levantarse de la cama.
Abrió la cerradura de combinación, tomó los artículos de tocador que guardaba en el armario y se afeitó rápidamente. Luego entró en la ducha con un frasco de champú.
Cuando estaba con la cabeza bajo el chorro de agua le pareció oír que lo llamaban. Se inclinó un poco fuera del agua para poder escuchar, pero con los ojos bien cerrados para que no les entrara espuma. Alguien repitió su nombre. La voz parecía autoritaria más que amistosa.
Kim se enjuagó y dirigió la mirada hacia la entrada. Estaba en un compartimiento único con cuatro duchadores. Parados en el umbral de baldosas se hallaban el doctor Forrester Biddle, jefe de Cardiología, y el doctor Robert Rathborn, jefe interino del Personal Médico. Constituían un dúo singular. En oposición a la ascética delgadez de Forrester, Robert era la imagen de la obesidad desenfrenada.
—Doctor Reggis —repitió Robert cuando estuvo seguro de que Kim lo atendía, como jefe actual del personal médico es mi deber informarle que el hospital le revoca provisoriamente sus privilegios.
—Me resulta una conversación muy extraña para mantener mientras estoy en la ducha —dijo Kim. ¿O acaso era su intención pescarme desnudo?
—Su desparpajo nunca fue más fuera de lugar —le espetó Forrester—. Ya se lo había advertido, doctor Reggis.
—¿No podían esperar cinco minutos?
—Dada la importancia del tema, nos pareció conveniente informárselo cuanto antes.
—¿De qué se me acusa?
—De conducta obstructiva durante el intento de resucitación cardíaca de su hija —respondió Robert—. Tres médicos y dos enfermeras presentaron quejas formales aduciendo que la intimidación física de su parte les impidió hacer su trabajo.
—Y a mí me horroriza su decisión de practicarle masaje cardíaco a pecho abierto a su propia hija —agregó Forrester. En mi opinión, ha traspasado usted los límites de la conducta profesional.
—Se estaba muriendo, Robert —dijo Kim. El masaje convencional no daba resultado. Sus pupilas se dilataban.
—Había otras personas capacitadas en esa habitación —contestó Robert, pagado de sí mismo.
—¡No estaban haciendo nada! Nadie sabía lo que pasaba. Yo tampoco hasta que pude ver su corazón. —Se le quebró la voz, y tuvo que desviar un momento la mirada.
—Se lo va a citar a declarar. Aquí la cuestión es determinar si usted constituye una amenaza para los pacientes o para sí mismo. Tendrá oportunidad de presentar su versión de este lamentable episodio. Entre tanto, se le prohíbe ejercer la medicina dentro de estas paredes, y concretamente practicar ningún tipo de cirugía.
—Caballeros, muy amable de su parte el haberse acercado a mi consultorio para traerme tan gratas noticias.
—Yo en su lugar no sería tan suelto de lengua —le aconsejó Forrester.
—Yo tampoco —agregó Robert—. Este incidente, y las medidas que se tomen, se comunicarán al Colegio de Médicos. Bien podría ser que hasta le revocaran su matrícula profesional.
Kim se dio vuelta para poder presentar ante sus visitantes la parte de su anatomía que le pareció más apropiada. Inclinándose hacia adelante, siguió enjabonándose.
El bar El Toro parecía un lugar totalmente distinto a la luz del día. Sin el brillo rojo del toro de neón, y sin el ritmo vivaz de la música hispana, el destartalado edificio parecía abandonado. Lo único que probaba lo contrario eran las latas de cerveza vacías recientemente desparramadas por la playa de estacionamiento.
Shanahan meneó la cabeza ante el desagradable espectáculo mientras cruzaba en su Cherokee negra la playa llena de baches. La lluvia y la neblina empeoraban las cosas, ya que cubrían la zona con un denso manto. Shanahan se detuvo frente a la camioneta de Carlos, cuyo aspecto estaba en consonancia con los alrededores.
Carlos se apeó de la camioneta y se acercó a la ventanilla de Shanahan por el lado del conductor. Como el vidrio era polarizado, no pudo ver nada más que su propia imagen reflejada hasta que Shanahan lo bajó.
Sin saludarse ni dar explicaciones, Shanahan le entregó a Carlos un billete de cien dólares.
Carlos miró el billete y después volvió a mirar a Shanahan.
—¿Qué es esto? —preguntó—. Habíamos quedado en doscientos. Me encargué de la mujer como usted me lo indicó.
—Complicaste las cosas —respondió Shanahan. No fue un trabajo limpio. Supimos lo del médico. Debiste eliminarlo. Sabías que estaba allí buscando a la mujer.
—Lo intenté.
—¿Qué es eso de que lo intentaste? ¿En qué quedó toda la fama que tienes con el cuchillo? El tipo estaba desarmado.
—No tuve tiempo —se justificó Carlos. Activó la alarma silenciosa cuando se metió en el edificio y la policía llegó antes de que pudiera acabar con él. Tuve suerte de poder eliminar la sangre de la mujer y lo demás.
—¿Qué hiciste con su auto?
—Está en el garaje de mi primo.
—Bueno, ve a buscarlo. No quiero que nadie lo use. Debemos reducirlo a chatarra.
—Nadie va a usarlo —sostuvo Carlos.
—¿Y el teléfono de la mujer?
—Lo tengo en mi camioneta.
—¡Tráelo! —ordenó Shanahan.
Obedeciendo, Carlos fue hasta su camioneta y al minuto estaba de regreso. Le entregó el celular a Shanahan, y este lo dejó caer sobre el asiento del acompañante.
—Espero no tener que preguntarte si has hecho alguna llamada.
Carlos levantó las cejas oscuras con cara de inocente, pero no pronunció palabra. Shanahan cerró los ojos, se llevó la mano a la frente y meneó la cabeza consternado.
—Por favor dime que no utilizaste el teléfono —dijo apretando los dientes, aunque ya sabía la respuesta.
Como Carlos no hablaba, Shanahan abrió los ojos y miró atónito a su cómplice, mientras trataba de dominar su furia.
—Está bien, ¿a quién llamaste? ¿No sabes que pueden rastrear la llamada? ¡Cómo puedes ser tan estúpido!
—Llamé a mi madre, a México —reconoció Carlos, con culpa.
Shanahan revoleó los ojos, y comenzó a inquietarlo la idea de que ahora tenía que deshacerse de Carlos. El problema con ese tipo de trabajo era que cuando las cosas comenzaban a andar mal, solían irse enseguida de las manos.
—Pero mi madre no tiene teléfono. Llamé al negocio donde trabaja mi hermana.
—¿Qué clase de negocio?
—Uno inmenso, que vende de todo.
—¿Una especie de gran tienda?
—Sí, como una gran tienda —respondió Carlos.
—¿Cuándo telefoneaste?
—Anoche. Los sábados el local está abierto hasta tarde, y mi madre siempre va a buscar a mi hermana para acompañarla a casa.
—¿En qué parte de México?
—En la ciudad capital.
Shanahan se sintió aliviado. Una llamada anónima a una gran tienda en la ciudad más populosa del mundo no era una gran pista.
—¿Fue esa la única llamada que hiciste?
—Sí, hombre. Una, no más.
—Volvamos al tema del médico —dijo Shanahan. ¿Crees que sabe lo que le sucedió a la mujer?
—Es probable. Vio la sangre.
—De una forma u otra, es un peligro. Debe desaparecer. Te pagaremos los cien restantes más otros trescientos si te encargas del trabajo. ¿Qué dices?
—¿Cuándo? —preguntó Carlos.
—Esta noche —contestó Shanahan. Sabemos dónde vive, y vive solo, en el barrio Balmoral.
—No sé. Es un tipo muy grandote.
—Con la fama que tienes, no creí que eso te importara.
—El problema no es matarlo —explicó Carlos, sino deshacerse del cadáver y la sangre.
—No tienes que preocuparte por eso. Lo matas y te vas. Quizás lo puedas hacer pasar por un robo si te llevas dinero u objetos de valor. Pero eso sí: no te lleves nada que pueda rastrearse.
—No sé —repitió Carlos. A la policía no le gusta ver mejicanos circulando por el barrio Balmoral. Ya me han detenido en otra oportunidad.
—Mira, Carlos —dijo Shanahan, que estaba perdiendo rápidamente la paciencia, no tienes muchas alternativas. Anoche cometiste un error. Según veo yo las cosas, tuviste tiempo de sobra para matar al médico. Además, piensa que ni siquiera tienes el permiso para trabajar en este país.
Carlos puso todo el peso de su cuerpo en su otra pierna y se frotó los brazos para mitigar el frío. No llevaba abrigo, y todavía tenía puesto el chaleco de cuero, que usaba sin camisa.
—¿Cuál es la dirección? —preguntó resignado.
—Así me gusta —dijo Shanahan, y le entregó una tarjetita.
Desafiando la revocación de sus privilegios que le había comunicado Robert Rathborn en nombre del hospital, Kim hizo su recorrida y visitó a todos sus pacientes. La mayor parte del tiempo la dedicó a los que habían sido operados el viernes. Como lo había prometido, Tom Bridges había seguido de cerca todos los casos. Kim se alegró de ver que todos sus pacientes evolucionaban bien y que no se habían presentado complicaciones. Ya era media tarde cuando salió del hospital.
Había pensado en llamar a Kelly Anderson para concertar una cita, pero le pareció que sería mejor verla personalmente. Además, no tenía su número telefónico y pensó que seguramente no debía figurar en guía.
Kelly Anderson vivía en una casa estilo colonial en Christie Heights, un barrio no tan elegante como Balmoral, pero que se le acercaba bastante. Kim se arrimó al cordón y se detuvo. Apagó el motor y echó un vistazo a la casa. Le llevó un momento armarse de coraje. Recurrir a Kelly Anderson era para él como confabularse con el demonio mismo. Sabía que la necesitaba, pero sin duda ella no le caía nada bien.
Caminó pesadamente hacia la puerta principal y se dio cuenta de que había muchas posibilidades de que no lograra siquiera cruzar el umbral.
Caroline, la precoz hija de Kelly, abrió la puerta. Durante unos instantes, Kim no pudo emitir palabra. La niña le trajo a la memoria la desdichada imagen de Becky en terapia intensiva.
Oyó que, desde adentro de la casa, una voz de hombre le preguntaba a Caroline quién llamaba a la puerta.
—No sé —Caroline gritó por sobre su hombro. No habla.
—Soy el doctor Reggis —consiguió articular Kim.
Edgar Anderson apareció detrás de la niña. Era un hombre de aspecto académico, con gruesos lentes de marco oscuro, y llevaba puesto un cardigan muy holgado con parches en los codos. Una pipa le colgaba de la comisura de los labios.
—¿Qué desea?
Kim repitió su nombre y pidió hablar con Kelly Anderson. Edgar se presentó como marido de Kelly y lo invitó a pasar. Lo condujo hasta la sala, que parecía no usarse nunca.
—Enseguida le aviso. Tome asiento, por favor —dijo Edgar. ¿Puedo ofrecerle algo? ¿Un café?
—No gracias —respondió Kim. Se sentía cohibido, como si fuera un mendigo. Se sentó en un sillón inmaculado.
Edgar desapareció, pero Caroline se quedó para poder observar a Kim desde atrás de una butaca grande. Kim no podía mirarla sin pensar en Becky.
Se sintió aliviado cuando Kelly entró en la habitación.
—¡Qué ven mis ojos! —exclamó ella. El zorro persiguiendo al sabueso. Siéntese por favor.
Kim se había puesto de pie al verla entrar. Ella tomó asiento en la butaca.
—¿A qué debo el placer de esta inesperada visita?
—¿Podríamos hablar a solas? —pidió Kim.
Haciendo como que no se había dado cuenta de que Caroline estaba en la habitación, Kelly le pidió a la niña que fuera a entretenerse a otro lado.
No bien Caroline se marchó, Kim comenzó a hablar sobre la muerte de Becky. El tono jocoso de Kelly cambió en el acto. Era obvio que estaba profundamente conmovida.
Kim relató toda la historia, incluso los detalles de las conversaciones que había mantenido con Kathleen Morgan y Marsha Baldwin. Le habló de su visita al Onion Ring y de su detención. Hasta le contó el escalofriante episodio en Higgins y Hancock, que culminó con un segundo arresto.
Cuando Kim hizo silencio, Kelly exhaló y se echó hacia atrás, moviendo la cabeza.
—Vaya historia —dijo. Y qué tragedia para usted. ¿Pero qué lo trae a mí? Supongo que hay algo que quiere que haga.
—Obviamente quiero que haga una nota sobre todo esto. Es algo que el público debe saber. Y también quiero que se sepa lo de Marsha Baldwin. Cuanto más lo pienso, más me convenzo de que se trata de una conspiración. Si está viva, cuanto antes se la encuentre, mejor.
Kelly se mordía el interior de la mejilla mientras reflexionaba sobre el pedido de Kim. Había ciertos elementos intrigantes en la historia, pero también algunos problemas. Dejó pasar unos momentos e hizo un gesto de negación con la cabeza.
—Le agradezco que haya venido a contarme todo esto, pero desde el punto de vista profesional no me interesa, al menos por ahora.
Una expresión de desencanto se pintó en el rostro de Kim. A medida que había ido avanzando en el relato, se había ido convenciendo cada vez más del valor de la historia, y la rápida negativa de Kelly le cayó como un balde de agua fría.
—¿Puede decirme por qué?
—Por supuesto —respondió Kelly—. Si bien me apena muchísimo la muerte de su hijita adorable y talentosa, no es el tipo de periodismo que suelo hacer. Busco temas más crudos, de mayor envergadura, no sé si me entiende.
—Pero es un tema importante. Becky murió a causa de la E. coli O157: H7. Esto se ha convertido en un problema mundial.
—Cierto —admitió Kelly—. Pero es apenas un caso aislado.
—Precisamente. Hasta ahora ha habido un solo caso. Estoy convencido de que lo contrajo en el restaurante Onion Ring de la calle Prairie. Lamentablemente pienso que Becky se convertirá en el caso inicial de lo que podría convertirse en un gran brote de intoxicación.
—Pero no ha habido un brote —dijo Kelly—. Usted mismo dice que su hija se enfermó hace una semana. Si fuera un brote, ya habría más casos, pero hasta el momento no los hay.
—Pero los habrá. Estoy seguro.
—Bueno, cuando los haya, hago la nota. Quiero decir, un caso aislado no es material para una nota. No sé cómo decírselo más claramente.
—Pero cientos de niños mueren cada año a causa de esta bacteria —insistió Kim. La población no lo sabe.
—Puede que tenga razón, pero esos cientos de casos no están relacionados.
—Sí lo están —afirmó Kim con exasperación. Casi todos la contraen a través de la carne picada. La industria de la carne que produce las hamburguesas constituye un peligro para todo el que la coma. Es un asunto que tiene que salir a la luz.
—¿Pero usted dónde vive? —reaccionó Kelly con el mismo fastidio. Ya se ha tocado el tema, sobre todo cuando hubo ese brote repentino y hubo que retirar los productos del Frigorífico Hudson. Prácticamente todos los meses hay alguna noticia sobre esta E. coli.
—Ha habido noticias, pero los medios transmiten un mensaje erróneo —dijo Kim.
—¿Ah sí? —repuso ella, arrogante. No me diga que, además de cirujano, también es experto en medios de comunicación.
—No intento hacerme el experto en medios de comunicación, pero sí sé que la forma en que el periodismo presenta este, ha creado dos falsas impresiones: primero, que la presencia de la E. coli en este tipo de carne es desusada y segundo, que el Departamento de Agricultura realiza inspecciones para garantizar que la carne no esté contaminada. Ambos mensajes son falsos, como lo demuestra la muerte de hasta quinientos niños por año.
—¡Epa! —comentó Kelly—. Ahora se metió en un terreno muy resbaladizo. Está haciendo dos acusaciones muy graves. ¿Cómo puede respaldarlas? ¿Qué clase de pruebas tiene?
—La muerte de mi hija —contestó Kim obviamente enojado. Y los informes oficiales sobre las otras muertes.
—Me refiero a la afirmación de que la E. coli sea tan común en la carne para hamburguesas y que el Departamento de Agricultura no lleve a cabo las inspecciones.
—No tengo pruebas concretas por el momento —dijo Kim. Es lo que espero que usted averigüe cuando indague en el tema. Pero si no fuera cierto, no morirían tantos niños. Y todo esto fue comprobado por Marsha Baldwin.
—Ah, por supuesto —dijo Kelly, dubitativa—. ¿Cómo pude haberme olvidado? La misteriosa inspectora del USDA que usted dice desapareció hace menos de veinticuatro horas. La que, según sospecha, ha sido víctima de maniobras sucias.
—Exactamente —sostuvo Kim—. Tenían que callarla.
Kelly inclinó un poco la cabeza hacia un lado. No estaba del todo segura de que Kim no fuera de temer, máxime pensando en que había sido detenido dos veces. Tenía la impresión de que la muerte de su hija lo había trastornado. Lo notaba paranoico, y quería que se marchara de su casa.
—A ver, explíqueme otra vez —dijo Kelly—. ¿Lo que lo llevó a pensar que la señorita Baldwin desapareció fue el hecho de que se interrumpiera la conversación telefónica y la sangre que encontró en el matadero? —Así es.
—¿Y todo eso se lo contó a la policía cuando lo detuvieron?
—Por supuesto, pero no me creyeron.
—No me extraña —dijo Kelly para sus adentros. Luego se puso de pie—. Usted disculpe, doctor —dijo en voz alta—. Creo que estamos dando vueltas en círculos. Lo que me trae son nada más que rumores y espejismos. Me gustaría ayudarlo, pero por el momento no puedo, al menos mientras no tenga algo tangible, algo en que basar la nota.
Kim se levantó del sillón. Se sintió invadir de nuevo por la furia, pero trató de dominarse. Aunque no estaba de acuerdo con la posición de Kelly, tenía que reconocer que la entendía, y el darse cuenta renovó aún más su determinación.
—Está bien —dijo, resuelto. Voy a conseguir algo importante y vuelvo.
—Consígalo, y yo hago la nota —respondió Kelly.
—Le tomo la palabra.
—Siempre cumplo mi palabra —aseguró Kelly—. Por supuesto seré yo quien decida si las pruebas son suficientes.
—Y yo me preocuparé de que no queden ambigüedades —sostuvo Kim.
Salió de la casa y corrió hasta el auto. No corría por la lluvia, aunque se había vuelto más intensa durante el rato que estuvo en lo de Anderson. Corría porque ya había decidido qué iba a hacer para satisfacer la necesidad de pruebas que tenía Kelly. No sería fácil, pero no le importaba. Era un hombre con una misión.
Giró en redondo y apretó el acelerador. No se dio cuenta de que Kelly estaba parada en la puerta de su casa, ni que meneaba una vez más la cabeza cuando él se alejaba de prisa.
No bien estuvo en la autopista, Kim marcó en su celular el número de teléfono de Tracy.
—Trace —dijo sin ningún preámbulo al oír que ella atendía, necesito verte en el centro comercial.
Hubo una pausa. Al principio Kim pensó que se había cortado la comunicación. En el momento que estaba por cortar y volver a intentar, oyó la voz de Tracy.
—Te tomé la palabra. Ya organicé todo lo del velatorio.
Kim suspiró. Por momentos borraba totalmente lo de Becky. Gracias a Dios que estaba Tracy. Ella era tan fuerte. Imposible enfrentar sin ella esa tragedia.
—Gracias —dijo por fin. Le costaba encontrar las palabras—. Te agradezco que lo hayas hecho sin mí.
—Será en la casa de sepelios Sullivan, de la calle River. El martes.
—Está bien —respondió Kim. No podía pensar demasiado en eso—. Me gustaría que nos encontráramos en el centro comercial.
—¿No quieres saber el resto de los detalles?
—En este momento es más importante que te reúnas conmigo en el centro comercial —dijo él, esperando no parecer demasiado frío. También quería preguntarte si te animas a volver conmigo a nuestra antigua casa.
—¿Cómo puede ser más importante un centro comercial que el velatorio de tu propia hija? —preguntó Tracy, enojada.
—Confía en mí. Los detalles me los das cuando nos veamos.
—Kim, ¿qué está pasando? —Notaba ansiedad en la voz masculina.
—Te lo explico más tarde.
—¿En qué parte del centro comercial? —aceptó entonces ella, resignada. Es un lugar grande.
—En la farmacia Connolly, dentro del local.
—¿A qué hora?
—Yo ya voy en camino para allá. Trata de llegar lo antes posible.
—Me va a llevar más de media hora, y como sabes, hoy cierran a las seis.
—Ya sé. Eso nos da tiempo más que suficiente.
Tracy colgó el teléfono. Se preguntó si, en vez de ayudar a Kim, no estaría haciéndole un daño al haberle permitido desentenderse de los preparativos para el sepelio. Si embargo, no tenía mucho tiempo como para analizarlo en profundidad.
Pese a las rencillas del divorcio, el hecho de pensar en Kim hizo aflorar a la madre que llevaba adentro. Se preguntó, por ejemplo, cuándo habría sido la última vez que Kim había probado bocado. Si bien ella no tenía hambre, pensó que era conveniente que los dos comieran algo. Por lo tanto, antes de salir, Tracy puso algo de comida en una bolsa y la llevó consigo hasta el auto.
Durante el trayecto, decidió que insistiría en que Kim se ocupara de los últimos detalles del oficio religioso de Becky. Sería lo mejor para los dos.
Como era avanzada ya la tarde de un domingo frío y lluvioso, no había nada de tránsito, por lo cual llegó al centro comercial antes de lo que suponía. Hasta la playa de estacionamiento estaba relativamente vacía. Era la primera vez que lograba conseguir un lugar donde dejar el auto apenas a unos pasos de la entrada principal.
Ya en el interior, se encontró con un gentío inesperado teniendo en cuenta el reducido número de autos estacionados afuera. No bien entró, se topó con un grupo de ancianos que marchaba hacia ella a un ritmo que era su propia versión de una caminata enérgica. Tracy no tuvo más remedio que meterse por un momento en el hueco de la entrada de un local para evitar que la atropellaran. A medida que se internaba en el centro de compras, procuraba no mirar hacia la pista de patinaje por temor a los recuerdos que inevitablemente la asaltarían.
Como de costumbre, el local de la farmacia Connolly estaba repleto de gente, en particular el mostrador de las ventas con recetas, donde había más de veinte personas esperando ser atendidas. Tracy hizo una rápida recorrida por el local, pero no dio con Kim. Circulando a un paso más lento, lo encontró en la góndola de productos para el pelo. Llevaba una caja que contenía un par de máquinas para cortar el pelo, y una bolsa de una de las tiendas de moda del centro comercial.
—Ah, Tracy, qué suerte que llegaste. Necesito que me ayudes a elegir una tintura para el pelo. Decidí teñirme de rubio. Tracy se llevó las manos a las caderas y miró a su exmarido estupefacta.
—¿Estás en tus cabales?
—Sí, estoy bien —respondió Kim. Absorto, trataba de entender la diversidad de productos para el pelo.
—¿Qué es eso de que quieres teñirte de rubio?
—Como te lo acabo de decir. Y no un rubio ceniza, no más, sino rubio total.
—Kim, es una locura, ¿o no te das cuenta? Y si no te das cuenta, me preocupas más todavía.
—No te aflijas. No me estoy descompensando, si es eso lo que piensas. Sólo planeo disfrazarme. Voy a ser un espía.
Tracy alargó el brazo y, tomándolo por el hombro, lo obligó a quedarse quiero un momento. Se inclinó hacia adelante, repentinamente azorada al verle el lóbulo de la oreja.
—¿Qué tienes ahí? ¡Un aro!
—Me agrada que te des cuenta. Lo compré mientras hacía tiempo hasta que llegaras. Me pareció bastante inusitado para mi personalidad. También me compré un conjunto de cuero. —Levantó la bolsa para que ella la viera.
—¿Para qué compraste las maquinitas?
—Para que me cortes el pelo.
—Yo nunca le corté el pelo a nadie, ¿o no lo sabes?
—No importa —dijo Kim, con una sonrisa. Estoy buscando un estilo cabeza rapada.
—Todo esto es muy extravagante —se quejó Tracy.
—Pues cuanto más extravagante, mejor. No quiero que me reconozcan.
—¿Por qué?
—Estuve con Kelly Anderson y se niega a prestarnos su ayuda como periodista de investigación hasta tanto no le aporte alguna prueba concluyente.
—¿Alguna prueba de qué?
—De las denuncias que hicieron Kathleen Morgan y Marsha Baldwin involucrando a la industria de la carne y el Departamento de Agricultura.
—¿Y para qué se supone que te hace falta el disfraz?
—Para conseguir un empleo en Higgins y Hancock. Marsha Baldwin me contó que en mataderos como ese no se permite la entrada a visitas, pero me sugirió que si me acercaba buscando trabajo, me lo darían, máxime si fuera un inmigrante ilegal. No es que intente parecerme a uno de ellos, pero quiero hacerme pasar por un individuo marginal que necesita trabajar para ganar algo de dinero.
—No lo puedo creer. ¿Dices que vas a ir a Higgins y Hancock a pedir empleo después de que alguien intentó matarte ahí dentro?
—Espero que el jefe de personal y el hombre del cuchillo no sean la misma persona.
—Kim, esto no es para tomarlo a broma. No me gusta nada la idea, menos aún si se confirman tus temores sobre Marsha.
—Podría ponerse un poco peligroso si me llegaran a reconocer —admitió Kim. Por esa misma razón es que necesito un buen disfraz. Marsha dice que en Higgins y Hancock siempre necesitan emplear gente porque el movimiento de personal es muy alto. Por eso confío en que no sean demasiado exigentes.
—Esto no me gusta nada. Me parece demasiado arriesgado. Tiene que haber otra forma. ¿Y si hablo yo con Kelly Anderson?
—No va a cambiar de parecer. Fue muy clara al respecto. Arriesgado o no, tengo que entrar en Higgins y Hancock. Y aun si hubiera peligro, pienso que Becky bien lo vale. Para mí, es una forma de hacer que su muerte no sea tan sin sentido. —Kim sintió que se le inundaban los ojos de lágrimas—. Además —logró agregar, ahora que estoy sin trabajo me sobra el tiempo. Estoy con licencia temporaria forzosa en el hospital.
—¿Por lo que pasó en terapia intensiva?
—Al parecer, tú fuiste la única persona que pensó que actué de forma valiente.
—Es que así fue —aseveró Tracy. Estaba impresionada. Kim había hecho un giro de ciento ochenta grados. Su deseo de hacer algo en nombre de Becky era sincero, y estaba dispuesto a poner en juego su carrera y su reputación con tal de lograrlo. Tanto los motivos como los objetivos que lo animaban eran nobles y no admitían discusión. Sin agregar una palabra más, Tracy se volvió hacia los estantes y recorrió la góndola hasta dar con la que, según ella, era la mejor tintura.
Carlos esperó que oscureciera antes de internarse con su destartalada camioneta en la zona de Balmoral. Le alegró encontrar las calles en penumbras. Las únicas luces visibles provenían de las esquinas, sobre los letreros con los nombres de las calles. Tras consultar un mapa, no tardó en dar con la calle Edinburgh y, finalmente, la casa de Kim.
Apagó el único faro delantero que funcionaba y se detuvo sigilosamente bajo una hilera de árboles que bordeaba la calzada. Apagó también el motor y esperó. Desde donde estaba alcanzaba a ver el contorno de la casa de Kim recortado contra el cielo oscuro. Sonrió con satisfacción. Las luces apagadas sugerían que el dueño no se encontraba allí. Una vez más, contaría con el beneficio de la sorpresa, sólo que ahora sería aún mejor. Pescaría a Kim totalmente desprevenido.
Dejó pasar veinte minutos hasta que se sintió lo suficientemente seguro como para bajarse de la camioneta. Oyó el ladrido de un perro y se quedó completamente quieto. Volvió a oír otro ladrido, pero comprobó que el sonido venía de lejos. Entonces se tranquilizó. Introdujo la mano por debajo del asiento de la camioneta, extrajo uno de los largos cuchillos del frigorífico y lo escondió debajo de su abrigo.
Tras bordear la parte delantera de su vieja Toyota, Carlos se escurrió entre los árboles que separaban la casa de Kim de la del vecino. Con la chaqueta de cuero negro y los pantalones oscuros, resultaba casi invisible mientras se escabullía en silencio en medio de la espesura.
Una vez que alcanzó a obtener una vista completa de la parte trasera de la vivienda, no pudo evitar volver a sonreír. Al igual que adelante, no se veía ni una sola luz encendida a través de las ventanas. Ya no le quedaban dudas de que la casa estaba vacía.
Agachado, abandonó la protección de los árboles para atravesar a toda prisa el jardín trasero de Kim y terminar agazapándose contra la casa. Nuevamente permaneció inmóvil unos minutos, alerta ante cualquier señal que le indicara que su presencia había sido descubierta. Un silencio sepulcral reinaba en todo el vecindario. Hasta el perro que antes había ladrado ahora se había calmado.
Ocultándose en la sombra que proyectaba la casa, se aproximó al porche trasero. El cuchillo refulgió fugazmente en la penumbra cuando lo usó para hacer una rajadura en la tela metálica lo suficientemente grande como para permitirle colarse hacia el interior. El robo de casas era su verdadero fuerte; el talento para matar había nacido de la necesidad.
Kim salió del camino principal y cruzó el portal que anunciaba la llegada a Balmoral. Echó una rápida mirada al espejo retrovisor para cerciorarse de que el auto de Tracy hubiera hecho lo mismo. Estaba feliz de que su exmujer fuera a ayudarlo a teñirse el pelo, más por su compañía que porque realmente necesitara su ayuda. También le alegraba el hecho de que ella se hubiera ofrecido a preparar algo de comer. Kim no conseguía recordar cuándo había sido la última vez que había tenido una comida como la gente, aunque suponía que había sido la noche del jueves.
Después de estacionar frente al garaje, juntó los paquetes y regresó a reunirse con Tracy, que justo bajaba de su auto. Llovía a cántaros. Sumidos en la oscuridad total, atravesaron los charcos negros que se habían formado a lo largo del caminito de acceso.
Una vez al amparo del porche, Tracy se ofreció a sostener los paquetes para que Kim buscara las llaves.
—No hace falta. No está cerrado con llave.
—Es poco prudente dejar la puerta abierta —comentó Tracy.
—¿Por qué? No hay mucho que robar en la casa; además, así es más fácil para el de la inmobiliaria.
—Sí, claro —terminó diciendo Tracy, no muy convencida. Abrió la puerta y pasaron al hall de entrada.
Se quitaron los abrigos y se secaron la frente mojada. Luego llevaron los paquetes a la cocina.
—Hagamos una cosa —propuso Tracy mientras depositaba la bolsa con comestibles sobre la mesada. Yo no tengo problema en preparar algo de comer y después ayudarte a teñirte el pelo, pero antes que nada preferiría ducharme y entrar en calor. ¿Te molesta?
—¿Molestarme? En absoluto. Usa lo que te haga falta; no necesitas pedirme permiso.
—Es triste decirlo, pero lo único que realmente extraño de esta casa es la ducha.
—Te entiendo perfectamente. Fue la única parte de la casa que construimos a nuestro gusto. Si quieres una bata, hay una guardada junto con las toallas. Claro que también alguna ropa tuya, aunque la saqué de su lugar y la puse en el armario del pasillo.
—No te preocupes. Ya me voy a arreglar.
—Yo ya me duché en el hospital. Así que, mientras tanto, enciendo el fuego de la chimenea del cuarto de estar. Quizás eso logre que esta casa vacía resulte un poco menos deprimente.
Mientras Tracy subía las escaleras, Kim extrajo una linterna del cajón de trastos viejos de la cocina y se encaminó hacia el sótano, donde estaba almacenada la leña. Encendió la luz, pero la única bombita que había nunca había bastado para iluminar adecuadamente la enorme y desordenada bodega.
Kim nunca se había sentido a gusto en un sótano desde que sufrió una perturbadora experiencia en la casa donde vivía de niño. Cuando tenía seis años, su hermano mayor un día lo encerró dentro de una bodega en desuso y se olvidó de que él quedaba ahí. Como la puerta estaba recubierta con un material aislante, nadie alcanzó a oír sus gritos histéricos ni el frenético palpitar de su corazón. Sólo cuando su madre comenzó a preocuparse porque no aparecía a cenar su hermano recordó por fin dónde estaba.
Para Kim era imposible descender al sótano y no revivir el terror que había sentido treinta y ocho años antes. Mientras cargaba la leña en los brazos, oyó un ruido en el depósito contiguo que hizo que de inmediato se le pusieran los pelos de punta. Se quedó totalmente inmóvil y aguzó el oído. El ruido se repitió.
Armándose de aplomo para reprimir las ganas de salir corriendo, dejó la leña en el piso. Tomando la linterna, se dirigió hacia la puerta que daba al depósito. Con mucha fuerza de voluntad, logró abrir la puerta, empujándola suavemente con el pie, y dirigir el haz de luz hacia el interior del cuarto. Seis pares de pequeños puntos de luz, rojos como el rubí, clavaron la vista en él y luego huyeron de prisa.
Kim suspiró aliviado. Regresó a la pila de leña para terminar de cargar.
Tracy subió la escalera sintiendo que la invadía un dejo de nostalgia. Había pasado bastante tiempo desde la última vez que había pisado la planta alta de la casa. Al llegar al dormitorio de Becky, se detuvo, fijó la mirada en la puerta cerrada y se preguntó si sería capaz de entrar. Optando por una solución intermedia, entreabrió apenas la puerta y se quedó parada en la entrada.
El cuarto seguía igual que siempre. Como compartía la tenencia de la niña con Kim, Tracy había decidido comprarle muebles nuevos y dejar los viejos allí. A Becky no le pareció mala idea y, de hecho, prefirió que lo que para ella eran objetos de la infancia quedaran en su antigua habitación. Ni siquiera había querido llevarse la colección de animalitos de peluche.
La idea de que Becky estuviera muerta le resultaba inconcebible. Su hija había sido el centro alrededor del cual había girado su vida, en especial luego de que se deteriorara su relación con Kim.
Respiró profundo y cerró la puerta. Mientras iba en dirección al dormitorio principal, con los nudillos se frotó las lágrimas que asomaban por el rabillo de sus ojos. Su experiencia profesional le permitía anticipar lo difíciles que serían los meses siguientes, tanto para ella como para Kim.
Entró en el cuarto de baño principal directamente desde el pasillo, en vez de dar la vuelta y hacerlo desde el dormitorio. Una vez adentro, encendió la luz y cerró la puerta. Observó el cuarto con detenimiento. No estaba de ninguna manera limpio como cuando ella vivía en la casa. Sin embargo, seguía siendo igual de hermoso, con la ducha de mármol y la tapa del vanitory también de mármol.
Inclinándose en el compartimiento de la ducha, giró el grifo y reguló la lluvia para que lanzara un chorro potente. Luego abrió el amplio armario y sacó un toallón, junto con una bata. Colocó ambos sobre el lavabo y comenzó a sacarse la ropa mojada.
* * *
Carlos no pudo evitar esbozar una sonrisa al oír el sonido del agua de la ducha. Ese trabajo iba a terminar siendo más fácil de lo que suponía. Oculto dentro del vestidor del dormitorio principal, aguardaba el momento en que Kim, inocentemente, fuera a abrir la puerta. Pero al oír el agua de la ducha, se le ocurrió que sería mejor idea arrinconar al doctor en ese espacio tan reducido como conveniente. Escapar le sería imposible.
Entreabrió la puerta, y un hilo de luz clara le dio en el rostro. Espió hacia afuera. La habitación continuaba, en su mayor parte, en penumbras; una claridad salía del cuarto de baño. Otro motivo más de satisfacción. Ahora no haría falta procurar no ser descubierto al acercarse a su víctima. En ese tipo de trabajo, el factor sorpresa desempeñaba un papel fundamental.
Carlos abrió la puerta un poco más, lo suficiente como para poder salir del vestidor. Sujetaba el cuchillo con la mano derecha.
Desplazándose igual que un gato tras su presa, avanzó pausadamente. Cada paso que daba, obtenía una mejor vista del interior del cuarto de baño a través del pasillo que lo conectaba al dormitorio. De repente, divisó una mano que arrojaba unas prendas hacia el lavabo. Adelantándose un paso más, logró ver la totalidad del cuarto. Se quedó boquiabierto. No era Kim quien estaba sino una mujer sensual, que en ese momento se desprendía el corpiño. En un abrir y cerrar de ojos, los suaves senos blancos quedaron al descubierto. Luego, la mujer enganchó los pulgares por debajo del elástico del slip y procedió a quitárselo.
Paralizado ante semejante espectáculo inesperado pero fascinante, observó a Tracy que, de espaldas a él, se internaba en la nube de vapor proveniente del cuartito de la ducha. Cerró la empañada puerta de vidrio y arrojó la toalla sobre una barra ubicada al fondo.
Carlos se adelantó como atraído por el dulce canto de una sirena. Quería ubicarse en un lugar desde donde poder ver mejor.
Tracy puso la mano bajo el chorro de agua y luego la retiró. Salía demasiado caliente, justo como ella quería. Su idea era transformar el cuartito de la ducha en un baño de vapor.
Extendió el brazo por detrás del agua y reguló el grifo mezclador. Mientras esperaba que cambiara la temperatura, echó un vistazo a la jabonera y notó que estaba vacía. El jabón estaba afuera, en el lavabo.
Cuando abrió la puerta para tomar el jabón, un destello de luz le llamó la atención. Provenía del dormitorio. Al principio, no podía creer lo que veían sus ojos y pestañeó. En la penumbra de la luz del baño se alcanzaba a ver la imagen espectral de un hombre de negro. El reflejo procedía de la hoja de un enorme cuchillo que el intruso blandía en la mano derecha.
Por un breve instante, los dos se miraron fijo. Tracy, invadida por una mezcla de sorpresa y horror; Carlos, por un interés libidinoso.
Fue Tracy quien primero atinó a reaccionar. Dejó escapar un grito espeluznante mientras se apresuraba a cerrar la puerta de la ducha con toda su fuerza. Luego, arrancó la barra del toallero de sus ménsulas y la atravesó por la manija con forma de U de la pesada puerta de vidrio a fin de evitar que esta pudiera ser abierta.
Carlos respondió entrando de prisa en el cuarto de baño. Necesitaba apresar a la mujer antes de que su grito atrajera a Kim. Cambiando el cuchillo a la mano izquierda, asió la manija de la puerta de vidrio y tiró de ella. Frustrado ante la imposibilidad de abrirla, levantó un pie y lo apoyó contra la puerta a modo de palanca. La liviana barra del toallero no resistió la presión, y lentamente comenzó a doblarse.
Cuando el grito de Tracy recorrió la casa de punta a punta, Kim estaba ocupado subiendo la escalera del sótano con una brazada de leña. Aún nervioso por el inesperado encuentro con los ratones, el corazón le dio un vuelco dentro del pecho. Dejó caer los leños con un tremendo estrépito, al tiempo que los troncos rodaban por la escalera y arrasaban con diversos objetos impropiamente almacenados sobre los escalones.
Más tarde, ni siquiera recordaría cómo fue que cruzó la cocina, el comedor, el hall de entrada y subió la escalera. Al llegar al pasillo de arriba, volvió a oír a Tracy gritar y, entonces, redobló sus esfuerzos. Tomando carrera, arremetió contra la delgada puerta del cuarto de baño, que quedó destrozada cuando él entró.
Irrumpió en el cuarto y resbaló en la alfombrita al intentar frenarse. Vio a Carlos con el pie levantado y apoyado contra el cerramiento de vidrio de la ducha, al parecer, tratando de abrir la puerta. Vio también el cuchillo y, de inmediato, se dio cuenta de que debió haber traído algo con que defenderse.
Carlos reaccionó girando sobre sus talones y haciendo un feroz movimiento con el cuchillo. Cuando Kim retrocedió ante el ataque, la punta de la hoja le produjo un corte en el puente de la nariz.
Carlos cambió de mano el cuchillo, tomándolo al vuelo con la derecha, y volcó toda su atención sobre Kim. Este no despegaba los ojos del arma ni por un instante, al tiempo que retrocedía hacia la puerta destrozada que salía al pasillo.
Mientras tanto, Tracy luchaba denodadamente con la barra abollada del toallero con el objetivo de dejar libre la manija de la puerta de la ducha. Cuando por fin logró destrabarla, tanto Kim como Carlos habían desaparecido hacia el pasillo. Sujetó con fuerza la barra por uno de los extremos y empujó frenéticamente la puerta para salir de la ducha. Desnuda, se fue corriendo en busca de los dos hombres.
Carlos aún continuaba obligando a Kim a retroceder valiéndose de amenazantes movimientos de su cuchillo. Kim, en tanto, había recogido un montante desprendido de la puerta rota y lo utilizaba a modo de arma, en un vano intento por contrarrestar las incesantes embestidas de su agresor. La sangre que emanaba del corte sobre la nariz le corría profusamente por el rostro.
Sin dudar, Tracy corrió hasta ubicarse a espaldas de Carlos, desde donde le propinó varios golpes con la barra del toallero. El tubo hueco no alcanzaba para lastimar al atacante pero, al menos, lo mantenía ocupado procurando defenderse de los repetidos barrotazos. Carlos se dio vuelta para atacar a Tracy, que retrocedió enseguida.
Kim aprovechó la oportunidad para manotear la pata de una mesita empotrada. Arrancó la mesa de cuajo de la pared y luego la partió en pedazos contra la baranda de la escalera para quedarse con la pata. Cuando Carlos se dio vuelta y lo enfrentó, Kim esgrimía la pata de la mesa como si fuera el bastón de un policía.
Al tener a Kim de un lado y Tracy del otro, Carlos decidió que su arma mortal no le servía. Huyó entonces como un rayo por las escaleras.
Kim fue tras de él, con Tracy pegada a sus espaldas.
Después de abrir violentamente la puerta del frente, Carlos se lanzó corriendo por el jardín. Kim lo seguía de cerca, pero se detuvo de pronto al oír la voz de su exmujer que lo llamaba a gritos. Giró la vista. Estaba parada en el vano de la puerta.
—Regresa aquí —gritó Tracy—. No vale la pena.
Kim se dio vuelta y alcanzó a ver que Carlos subía de un salto a una camioneta estacionada en las sombras. Un instante más tarde, una bocanada de humo negro salió despedida del caño de escape, tras lo cual el vehículo partió a los tumbos y a gran velocidad.
Kim volvió de prisa a la casa. Tracy lo estaba esperando en el hall de entrada. Se había puesto el abrigo para cubrir su desnudez.
Kim la envolvió en sus brazos.
—¿Estás bien? —preguntó, angustiado.
—Tú eres el que está lastimado —respondió Tracy.
La herida, que le atravesaba la nariz y le llegaba hasta la ceja, estaba abierta y seguía sangrando.
Kim soltó a Tracy y se encaminó hacia el tocador para mirarse el corte en el espejo. Le sorprendió la abundante cantidad de sangre que corría por su cara. Por encima del hombro, vio a su exmujer, que lo había seguido hasta allí.
—¡Dios mío! Por un pelo, no más —exclamó Kim, volviendo a prestar atención a la herida. Esta vez sí que pudo haber sido grave. Primero, me hizo un tajo en la mano, y ahora me dio justo entre los ojos.
—¿Estás sugiriendo que se trata del mismo hombre que te atacó anoche? —preguntó Tracy, atónita.
—Sin duda. Me habría costado describirlo, pero me resultó muy fácil reconocerlo.
Tracy sintió que un escalofrío le recorría el cuerpo y luego no podía dejar de temblar. Kim la vio por el espejo, tiritando pese a que tenía el abrigo puesto.
Se dio vuelta y la tomó por los hombros.
—¿Qué te pasa? ¿Seguro que te encuentras bien? ¿Te llegó a lastimar?
—Físicamente, estoy bien —logró decir Tracy—. Lo que pasa es que estoy empezando a tomar conciencia de lo que pasó. Ese hombre quería matarnos.
—Me quería matar a mí. Tengo la sensación de que tu presencia fue toda una sorpresa para él; tanto, que alcanzó para salvarme la vida. Gracias a Dios que no saliste herida.
Tracy se soltó de su abrazo.
—Voy a llamar a la policía —anunció, rumbo al cuarto de estar.
Kim la alcanzó y, sujetándola por el brazo, la obligó a detenerse.
—Ni te molestes.
Tracy observó la mano de Kim apretándole el brazo; luego, alzó la vista y lo miró a los ojos. No podía creer lo que acababa de oír.
—¿Qué quieres decir con que ni me moleste?
—Vamos —exhortó Kim, empujándola suavemente hacia la escalera. Busquemos mi arma. Dudo mucho de que este sujeto se anime a volver, pero no tiene sentido que corramos el riesgo de no estar preparados.
Tracy no quería moverse.
—¿Por qué no quieres llamar a la policía? —insistió—. No le encuentro la explicación.
—No van a hacer nada. Terminaremos perdiendo un montón de tiempo en vano. Estoy seguro de que atribuirán el episodio a un intento fallido de robo, cuando tú y yo bien sabemos que era otra cosa.
—¿Lo sabemos?
—Por supuesto que sí. Ya te dije que era el mismo individuo que me atacó en Higgins y Hancock. Obviamente, lo que me temía que pudiera haberle ocurrido a Marsha, le ocurrió, y los responsables, ya sean de Higgins y Hancock o de la industria de la carne en general, ahora me tienen miedo.
—Entonces, con más razón hay que llamar a la policía.
—¡No! —ordenó Kim, enfáticamente. No sólo no van a hacer nada, sino que además podrían causarnos inconvenientes. Sobre todo, no tengo ganas de que me impidan conseguir pruebas para Kelly Anderson. Ante los ojos de la ley, ya soy un delincuente. Creen que estoy loco.
—Pero no creen eso de mí.
—Todavía. Espera, sin embargo, a que les digas que estuvimos juntos…
—¿Te parece? —preguntó ella. Ese aspecto no lo había tomado en cuenta.
—Vamos, busquemos el arma.
Tracy fue tras él hasta el hall de entrada y comenzaron a subir la escalera. Estaba totalmente confundida, de modo que, por el momento, se dejó dirigir por la decisión de su exmarido. Así y todo, el ataque del hombre del cuchillo la seguía aterrorizando.
—Pensándolo mejor, no creo que debas meterte más en todo este asunto.
—Al contrario; me siento cada vez más comprometido. Las pocas dudas que me quedaban ya se me fueron ahora que sé lo que están dispuestos a hacer con tal de protegerse.
Pasaron frente a la puerta destrozada del cuarto de baño. Tracy alcanzó a oír el agua de la ducha que seguía corriendo. Volvió a temblar al recordar la imagen del asesino separado de ella por una simple plancha de vidrio.
Entraron en el dormitorio; Kim se encaminó directamente a la mesita de noche y extrajo un pequeño revólver Smith & Wesson calibre 38. Revisó el tambor. Estaba cargado. Se lo guardó en el bolsillo del saco y dirigió la mirada a la puerta abierta del vestidor.
—Ese desgraciado tiene que haber estado escondido ahí dentro —supuso Kim. Fue hasta el vestidor y encendió la luz. La mayoría de los cajones habían sido vaciados en el piso. Abrió entonces el cajón donde guardaba las pocas joyas que tenía—. Genial —dijo—. Se robó el Piaget que era de mi padre.
—Kim, creo que lo mejor va a ser que nos olvidemos de todo esto. Hazme caso, no vayas a buscar empleo a Higgins y Hancock.
—A esta altura, no me queda salida. No voy a renunciar tan fácilmente al reloj de mi padre.
—No es momento para bromas. Estoy hablando en serio. Es demasiado peligroso.
—¿Qué prefieres que hagamos? ¿Que nos mudemos al extranjero?
—No sería mala idea. Kim soltó una risa triste.
—Un momento. Yo lo decía en broma, nada más. ¿Adónde te gustaría ir a vivir?
—A algún lugar de Europa. Volví a charlar con Kathleen después de la conversación que tuvimos los tres juntos. Me contó que existen países, como Suecia, donde la comida no está contaminada. —¿En serio?
—Al menos, eso es lo que dijo. Posiblemente paguen un poco más por una inspección adicional, pero llegaron a la conclusión de que bien vale la pena.
—¿En serio pensarías en irte a vivir a otro país? —No se me había ocurrido hasta que lo mencionaste. Pero como te dije, no lo descartaría. Después de lo que le pasó a Becky, me gustaría incluso hacerlo público: utilizar la partida para denunciar la situación alimentaria de este país. Y, por cierto, sería mucho menos riesgoso.
—Sí, supongo que sí —convino Kim. Analizó la idea durante un momento, pero luego meneó la cabeza—. Para mí, escapar sería equivalente a traicionar mis principios. En nombre de Becky, prefiero llevar esto hasta las últimas consecuencias.
—¿Estás seguro de que no actúas así para no tener que enfrentar su muerte? —preguntó Tracy. Respiró nerviosa. Sabía que estaba adentrándose en una zona delicada. El antiguo Kim habría reaccionado con furia.
Kim se tomó su tiempo para contestar. Cuando finalmente lo hizo, su tono de voz no era el de una persona enojada.
—Eso ya lo he reconocido, pero me parece que también lo hago por la memoria de Becky. En ese sentido, parte de su legado sería que otros niños no corrieran la misma suerte.
Las palabras de Kim llegaron directo al corazón de Tracy. Se acercó a su exmarido y lo abrazó. Realmente parecía otro hombre.
—Vamos —dijo él, quítate el abrigo y ponte de nuevo tu ropa. Juntemos las cosas que compramos y vámonos de aquí.
—¿Adónde iremos?
—Primero, al hospital. Tengo que conseguir alguien que me suture la herida o, de lo contrario, me quedará toda la vida la cicatriz. Una vez que terminemos con eso, podemos ir a tu casa, si no te molesta. Creo que nos sentiremos más seguros ahí que acá.
—¿Quién diablos es ahora? —preguntó Bobby Bo. Acompañado de su mujer y sus dos hijos, se encontraba disfrutando de una sencilla cena de domingo consistente de bifes de lomo, papas asadas, arvejas y panecillos de maíz. El silencio que reinaba mientras el grupo familiar se hallaba muy concentrado masticando se había visto interrumpido por el carillón de la puerta principal.
Bobby Bo levantó la punta de la servilleta para limpiarse la comisura de los labios. El otro extremo de la servilleta lo tenía metido dentro de la camisa, por debajo de su prominente nuez de Adán. Alzó la vista y echó una mirada al reloj. Faltaban apenas unos minutos para que dieran las siete.
—¿Quieres que vaya yo, querido? —se ofreció Darlene. Darlene era la tercera mujer del magnate y madre de sus hijos más pequeños. Él tenía, además, dos hijos que asistían a la facultad de agricultura.
—No, voy yo —refunfuñó Bobby Bo. Se levantó de la mesa echando la silla para atrás, levantó el mentón y se encaminó a la puerta del frente. Se preguntaba quién habría tenido el coraje de ir a llamar a la hora de la cena, pero enseguida supuso que debía de ser importante, pues, quienquiera que fuese, el personal de seguridad apostado en el portón lo había dejado pasar.
Abrió la puerta y vio que era Shanahan O’Brian. El hombre sostenía el sombrero en la mano.
—No pareces muy contento —dijo Bobby Bo.
—Efectivamente. No traigo buenas noticias.
Bobby Bo echó un vistazo por sobre el hombro para asegurarse de que Darlene no lo hubiera seguido.
—Vamos a la biblioteca —dijo, y dio un paso al costado para dejar pasar a Shanahan. Después, entró en la biblioteca delante de su jefe de seguridad y cerró la puerta—. ¿Y bien? ¿Qué novedades tienes?
—Acabo de recibir una llamada de Carlos. No logró eliminar al médico.
—¿No me habías dicho que ese tipo era un as con el cuchillo?
—Así me lo habían garantizado. Carlos insiste en que el doctor tiene suerte. Se metió en su casa porque le habían informado que el individuo vivía solo, pero parece que cuando llegó venía acompañado de una mujer.
—¿Y? Se supone que este Carlos es un asesino. ¿En qué cambia las cosas que hubiera una mujer?
—Al parecer, lo confundió. La sorprendió desnuda y…
—Suficiente —dijo Bobby Bo, alzando la mano. No quiero oír más detalles. Lo cierto es que este mejicano aficionado metió la pata.
—En resumidas cuentas, eso fue precisamente lo que sucedió.
—¡Maldición! —gritó Bobby Bo. Dio una fuerte palmada contra el borde de su escritorio y comenzó a caminar de un lado a otro de la biblioteca, mientras vociferaba todo tipo de improperios.
Shanahan lo dejó desahogarse. Con los años había aprendido que, cuando Bobby Bo se fastidiaba, lo mejor era no decir más que lo imprescindible.
—Bien —dijo Bobby Bo, mientras todavía iba de un lado a otro frente a la chimenea, todo esto no hace más que demostrar que lo barato sale caro. Es estúpido dejar todo en manos de un novato con tal de ahorrar unos míseros dólares. Punto final para el bendito Comité de Protección. Localiza a ese profesional de Chicago del que habíamos hablado y que venga a arreglar este lío cuanto antes. ¿Cómo es que se llamaba?
—Derek Leutmann. Pero cuesta caro. Creo que deberíamos dejar que Carlos lo intente una vez más.
—¿Cuánto de caro?
—Cinco mil, por lo menos.
—Cinco mil es un regalo si con eso se logra evitar que haya que retirar la carne del mercado. Estamos hablando de cientos de millones de dólares en juego, y hasta de la continuidad de la industria según nuestras reglas, si la gente llegara a enterarse de la verdadera dimensión del problema de la E. coli. Sería mil veces peor que si James Garner tuviera que ser sometido a una operación de by-pass después de aparecer en un aviso comercial resaltando las bondades de nuestra carne. —Bobby Bo festejó su propio chiste.
—A mí me preocupa que ese doctor pueda causar problemas en relación con lo de Marsha Baldwin.
—Sí, bueno, también eso.
—¿Qué hacemos con Carlos? Está que se sale de sus casillas por este asunto. Está dispuesto a hacerlo a cambio de nada. Se ha convertido en una cuestión de orgullo.
—¿Cuál fue el resultado de este último fracaso? ¿Se dio parte a la policía? ¿Tengo que esperarme un montón de disparates por parte de los medios?
—Aparentemente no. Anduvimos vigilando toda la tarde y la noche. No hubo nada.
—Felizmente Dios nos hace algún favor. Este es el nuevo plan. Arregla todo con Leutmann, pero si se presenta la ocasión, dale una nueva oportunidad a Carlos. ¿Qué te parece?
—Leutmann va a exigir un anticipo por el solo hecho de venir hasta aquí. No es un dinero que podamos recuperar.
—De todos modos, terminaremos ahorrando dos mil quinientos dólares. Además de cubrir todos los flancos. De una forma o de otra, nos habremos sacado de encima a ese molesto doctor.
—Está bien. Ya mismo me pongo a trabajar en eso.
—Perfecto. Pero que la próxima vez que hablemos me tengas buenas noticias, ¿eh?
—Asumo personalmente la responsabilidad.
—Otra cosa. Consigue algo de información sobre este médico. No quiero que Leutmann tenga que perder el tiempo buscándolo cuando llegue.
La guardia del Centro Médico Universitario estaba, como de costumbre, repleta de gente. Kim y Tracy aguardaban sentados en la sala de espera, muy cerca de donde habían estado antes esperando con Becky. Kim apretaba una gasa esterilizada contra la herida.
—Tengo la desagradable sensación de haber vivido esto antes —comentó.
—Parece que hiciera un año que estuvimos aquí —dijo Tracy, con dolor. Me resulta increíble que hayan pasado tantas cosas en tan pocos días.
—Por un lado, parece que hubiera pasado mucho tiempo y, por el otro, que todo ocurrió en un abrir y cerrar de ojos. Además, no dejo de plantearme si no habría sido todo distinto si Becky hubiera sido atendida más rápido en esa primera consulta, si se le hubieran hecho los cultivos correspondientes. Quizás la historia sería otra.
—Es la misma pregunta que le hice a la doctora Morgan. En su opinión, no habría modificado en mucho las cosas.
—Me cuesta creerlo.
—¿Por qué no quisiste llamar a uno de tus amigos cirujanos para que te suturara?
—Casi por las mismas razones por las que no quise dar aviso a la policía. Sólo quiero que me den unas puntadas y terminar con esto de una vez. No quiero tener que inventar toda una historia. Con un amigo, habría preguntas, y me sentiría culpable por tener que mentirle.
—Acá también te van a preguntar qué te pasó. ¿Qué les vas a decir?
—No sé. Ya pensaré en algo.
—¿Cuánto tiempo más tendremos que esperar?
—Según David Washington, no mucho.
Por casualidad, no bien habían arribado al hospital se habían cruzado con el jefe de guardia del turno noche quien, enterado de la muerte de Becky, les había ofrecido sus más sinceras condolencias. También le había prometido a Kim ocuparse de que su paso por la guardia fuera lo más breve posible, y no pareció importarle demasiado que Kim le dijera que prefería usar un nombre supuesto.
Se quedaron un rato callados, observando distraídamente el patético desfile de enfermos y heridos que circulaban ante sus ojos. Tracy fue quien rompió el silencio.
—Cuanto más reflexiono sobre lo que nos acaba de suceder, menos ganas tengo de permitirte seguir adelante con tus planes. La mera idea de ir a meterte en Higgins y Hancock después de todo lo ocurrido me parece lisa y llanamente autodestructiva.
—¿Oí? ¿Dijiste «permitirte»? —reaccionó Kim molesto, mientras seguía recordando la vez que habían estado en la guardia con Becky—. ¿Qué vas a hacer para impedírmelo? ¿Ponerte físicamente en mi camino?
—Por favor, Kim. Estoy tratando de que podamos tener una conversación normal. Después de lo que le pasó a Becky, no sé si eres capaz de tomar decisiones razonables. Para mí, está muy claro que ir a pedir un empleo en Higgins y Hancock es exponerte demasiado.
—A lo mejor, pero no me queda otro camino. Es el único recurso que nos queda para atraer el interés de los medios. Sin ellos, se desvanece toda esperanza de poder solucionar esta lamentable situación.
—¿Qué esperas conseguir en Higgins y Hancock que justifique correr semejante riesgo? Concretamente, digo.
—Eso no te lo puedo decir en tanto no esté allí. Como nunca pisé un matadero, no sé con qué me voy a encontrar. Pero sí sé qué asuntos debo investigar. En primer lugar, tengo que averiguar cómo fue que Becky se enfermó. Marsha Baldwin descubrió algo sobre la cabeza de la última res sacrificada el 9 de enero. Tengo que averiguar qué fue. En segundo lugar, la desaparición de Marsha Baldwin. Tiene que haber alguien que sepa algo. Y, por último, el tema de cómo suele introducirse la E. coli en la carne. Según Marsha, puede haber relación con el método empleado para sacrificar los animales. Quiero verlo con mis propios ojos y luego documentarlo. Una vez hecho esto, pienso llamar a Kelly Anderson, y que sea ella quien saque a luz la participación del Departamento de Agricultura en esto.
Tracy tenía la mirada perdida en la distancia.
—¿No piensas responder? —le preguntó él, tras un breve silencio.
—Sí, claro que sí —dijo Tracy, como despertando de un pequeño trance. Por la manera en que lo dices, todo parece muy lógico. Pero te digo una cosa: no voy a dejar que vayas solo. Tengo que participar de alguna forma, ayudarte en caso de que sea necesario, aun si hiciera falta que pidiera un puesto yo también.
—¿Lo dices en serio? —dijo Kim, sorprendido.
—Por supuesto que lo digo en serio. Al fin y al cabo, Becky también era hija mía. No es justo que el riesgo lo corras tú solo.
—Bueno, eso sí que suena interesante. —Ahora fue él quien se quedó cavilando con la mirada perdida.
—Ni siquiera tendría que preocuparme por conseguir un disfraz —agregó ella, porque a mí nunca me vieron.
—No sé si conseguirías trabajo ahí. No creo que sea fácil.
—¿Por? Si tú puedes, ¿por qué yo no?
—Marsha dijo que constantemente necesitaban tomar gente, pero sólo para el sector de matanza. No creo que sirvas de mucho allí.
—No, pero a lo mejor podrían tomarme como secretaria o algo por el estilo. No lo sabremos mientras no lo intente.
—Se me acaba de ocurrir una idea mejor. ¿Te acuerdas de Lee Cook, el tipo que trabajaba conmigo en el Samaritano?
—Creo que sí. ¿No era ese técnico tan ingenioso, capaz de reparar cualquier cosa que fuera electrónica y que estaba a cargo del mantenimiento del complejo equipo electrónico del hospital?
—El mismo. Después de la fusión, se jubiló. Está construyendo su propio avión en el sótano de su casa, además de hacer alguno que otro trabajo suelto. Seguro que él podría colocarme un micrófono oculto. De ese modo, tú estarías dentro del auto estacionado, escuchando todo el tiempo. Si fuera necesario, podrías usar tu teléfono celular para llamar a la policía.
—¿Yo podría oírte todo el tiempo?
—Sí, continuamente.
—¿Y podría comunicarme contigo?
—Eso no lo sé. Tendría que tener puesto algún tipo de audífono, lo cual podría delatarme. Cuesta imaginarse a un peón de Higgins y Hancock llevando audífonos.
—Incluso podría grabar lo que dijeras —sugirió Tracy, que comenzaba a entusiasmarse con la idea.
—Es verdad.
—¿Y una cámara de vídeo?
—Sí, no sería mala idea. Hoy en día, hay cámaras diminutas. Con ellas, tal vez obtendríamos las pruebas que necesitamos para Kelly Anderson.
—¡Señor Billy Rubina! —gritó una voz frente a la multitud que esperaba.
Kim alzó la mano que tenía desocupada y se puso de pie. Tracy hizo lo mismo. Un residente de la sala de urgencias vestido todo de blanco los vio y se les acercó. Portaba una tablilla con un sujetapapeles, donde venía prendida la hojita de ingreso de Kim a la guardia.
—¿El señor Billy Rubina? —repitió el residente. Su tarjeta de identificación decía:
DOCTOR STEVE LUDWIG. RESIDENTE DE MEDICINA DE URGENCIAS.
Era un individuo musculoso, de sonrisa fácil, y pelo rubio que usaba muy corto.
—¿Sabía que «bilirrubina» es un término médico?
—No —respondió Kim. Ni idea.
—Pues así es —comentó Steve. Tiene que ver con la hemoglobina. Bueno, veamos qué tenemos aquí.
Kim se sacó la gasa. Debido a la hinchazón, la herida estaba más abierta que antes.
—Epa, qué corte más feo. Hay que suturarlo. ¿Cómo fue que se lo hizo?
—Afeitándome.
Tracy no pudo menos de contener una sonrisa.