Sábado 24 de enero, por la noche
Los limpiaparabrisas se deslizaban sobre el vidrio a un ritmo monótono cuando Marsha salió de la última curva y alcanzó a divisar el establecimiento de Higgins y Hancock. Era una planta de poca altura y muy extendida, con un amplio corral cercado en la parte de atrás. Tenía una apariencia ominosa bajo la fría lluvia.
Marsha entró en la playa de estacionamiento inmensa y desierta. Los pocos autos que allí había estaban muy desparramados por el lugar. A las tres de la tarde, hora en que llegaba el personal de limpieza que trabajaba hasta las once, el estacionamiento había estado abarrotado de vehículos pertenecientes a los trabajadores de horario diurno de la planta.
Dado que ya había visitado las instalaciones en una ocasión, Marsha sabía que debía doblar y detenerse al costado. Reconoció de inmediato la puerta sin identificación por donde entraban los empleados. Sobre ella había una única lámpara, protegida con una rejilla, que brindaba apenas una iluminación tenue.
Marsha estacionó, puso el freno de mano y apagó el motor, pero no se bajó del auto. Durante unos minutos permaneció sentada procurando fortalecer su confianza. Tras la conversación que había tenido con Kim, se sentía nerviosa por lo que estaba a punto de hacer.
Antes de que Kim se lo dijera, ella nunca había pensado que corriera riesgo de sufrir una agresión física. Ahora ya no estaba tan segura. Había oído muchas historias sobre el uso de tácticas violentas por parte de la industria para con sus asalariados inmigrantes y los simpatizantes del sindicato. Por ende, no podía evitar preguntarse cómo podían reaccionar ante el peligro que sin duda significarían los actos que ella llevaba a cabo sin autorización.
—Te estás poniendo demasiado melodramática —se dijo en voz alta.
Con repentina resolución, desenganchó el teléfono celular del soporte del automóvil y le revisó la batería.
—Bueno, allá vamos —dijo al descender.
La lluvia era más intensa de lo que pensaba, así que debió correr hasta la entrada del personal. Al llegar, intentó abrir la puerta de un tirón, pero la encontró cerrada con llave. Al lado de la puerta había un botón con una pequeña placa que decía:
FUERA DE HORARIO.
Lo apretó.
Al cabo de medio minuto sin que nadie viniera a atender, volvió a tocar el timbre e incluso golpeó la puerta maciza con el puño. Cuando ya pensaba regresar al auto y llamar desde su celular, se abrió la puerta. Un hombre que vestía uniforme de seguridad marrón y negro la miró desconcertado. Las visitas eran, obviamente, algo fuera de lo común.
Mostrando apenas su credencial del USDA, Marsha enseguida trató de abrirse paso para entrar en el edificio. El hombre no se movió de su lugar, lo que la obligó a permanecer bajo la lluvia.
—Permítame ver eso —ordenó el guardia.
Marsha le entregó la credencial. El hombre la inspeccionó detenidamente y hasta examinó el dorso.
—Soy inspectora del USDA —se identificó, fingiendo irritación. Dígame, ¿le parece correcto dejarme parada aquí afuera bajo la lluvia?
—¿Qué hace aquí?
—Lo mismo que hacemos siempre los inspectores. Cerciorarnos de que se cumplan las disposiciones federales.
Finalmente, el hombre retrocedió lo necesario como para permitirle entrar. Marsha se pasó la mano por la frente, y luego la agitó para que se secara.
—En este momento, no hay nadie más que el personal de limpieza.
—Entiendo. ¿Me podría devolver mi documento, por favor?
—¿Adónde va? —quiso saber el guardia, luego de darle la credencial.
—Voy a estar en la oficina del Departamento de Agricultura —dijo ella por sobre el hombro, pues ya iba en camino. Siguió adelante con paso firme y sin detenerse a mirar atrás pese a que la reacción del guardia la había sorprendido, contribuyendo a aumentar su preocupación.
Bobby Bo Mason cerró la puerta de caoba de la biblioteca. El eco de risas y música provenientes del resto de la casa se interrumpió en forma abrupta. Bobby Bo se dio vuelta y quedó de cara a sus colegas de esmoquin que se hallaban repartidos por el interior de la biblioteca. Allí se encontraban representadas la mayoría de las actividades de la ciudad vinculadas a la industria de la carne vacuna y sus derivados: ganaderos, directores de mataderos, presidentes de empresas elaboradoras de carne y gerentes de firmas distribuidoras de carne. Algunos de esos hombres estaban sentados en sillones de terciopelo verde oscuro; otros permanecían de pie y sostenían sus copas de champagne cerca del pecho.
La biblioteca era una de las habitaciones preferidas de Bobby Bo. En circunstancias normales, todos los invitados eran conducidos hasta ella para que pudieran admirar sus proporciones. Las paredes estaban completamente revestidas en una añosa caoba de Brasil. La alfombra era una gruesa Tabriz antigua. Extrañamente, esta «biblioteca» no contenía ni un solo libro.
—Seamos breves así podemos retornar a cosas más importantes, como comer y beber —arrancó diciendo Bobby Bo. Su comentario provocó algunas risas. A Bobby Bo le agradaba ser centro de atención, y esperaba ilusionado el año en que fuera elegido presidente de la Junta de Ganaderos de los Estados Unidos.
—El tema que nos convoca es la señorita Marsha Baldwin —continuó Bobby Bo una vez que contó con la atención de todos.
—Perdón —interrumpió una voz—. Me gustaría decir algo. Bobby Bo observó a Sterling Henderson que se levantaba de su asiento. Era un hombre corpulento, de rasgos toscos y un grueso mechón de pelo asombrosamente blanco.
—Antes que nada, quiero pedir disculpas —dijo, con voz pesarosa—. Desde el primer día traté de frenar a esta mujer, pero nada de lo que hice dio resultado.
—Todos comprendemos que tenías las manos atadas —dijo Bobby Bo. Te aseguro que esta pequeña e improvisada reunión no es para encontrar un culpable sino, más bien, para solucionar un problema. Hasta el día de hoy, estábamos totalmente satisfechos de que te ocuparas de este asunto. Lo que ha transformado el tema de la señorita Baldwin en una crisis es su repentina vinculación con ese doctor chiflado que atrajo la atención de todos los medios con el escándalo que armó por la E. coli.
—Esa dupla va a traer problemas —previno Everett—. Hace una hora los encontramos a los dos en la sala de elaboración de hamburguesas revisando nuestros registros diarios.
—¿Hizo entrar a ese médico a la planta? —preguntó Sterling, con una mezcla de horror y sorpresa.
—Lamentablemente, sí —respondió Everett—. Eso da una idea de con qué nos enfrentamos. Es una situación crítica, y si no hacemos algo, vamos camino a otro fiasco por culpa de la E. coli.
—Este disparate de la E. coli ya me tiene harto —reaccionó Bobby Bo. ¿Saben qué es lo que más me saca de quicio de todo esto? La maldita industria avícola lanza al mercado un producto que nada en un ciento por ciento en salmonella o campylobacter, y nadie abre la boca. Ahora bien, nosotros tenemos este pequeño problema de E. coli con un… ¿un qué?, apenas un dos o tres por ciento de nuestra producción y nos quieren comer vivos. No me van a decir que eso es justo. ¿Qué es lo que pasa? ¿O será que ellos saben presionar mejor donde hay que presionar?
El eco apagado de la campanilla de un teléfono celular retumbó en medio del silencio que se había impuesto tras la apasionada filípica de Bobby Bo, La mitad de los allí presentes llevaron la mano al bolsillo del esmoquin. El aparato de Daryl vibraba en sincronía con el sonido. Daryl se alejó hacia un rincón para atender el llamado.
—No sé cómo hace el sector avícola para lograr salirse con la suya —dijo Everett—. Pero eso no debería distraernos en este momento. Lo que sí sé es que ninguno de los directores de Hudson Meat sobrevivió al escándalo de la E. coli. Debemos hacer algo y ya. Yo voto por eso. Al fin y al cabo, ¿para qué diablos fue que creamos el Comité de Prevención?
Daryl cerró el teléfono y lo guardó de nuevo en el bolsillo interno de la chaqueta. Volvió a unirse al grupo. Su rostro estaba más enrojecido de lo habitual.
—¿Malas noticias? —preguntó Bobby Bo.
—Por cierto que sí —afirmó Daryl. Era el guardia de seguridad de Higgins y Hancock. Ahora mismo, Marsha Baldwin está en la planta revisando los archivos del Departamento de Agricultura. Entró mostrando su credencial del USDA, diciendo que era su deber cerciorarse de que se cumplieran las disposiciones federales.
—Ni siquiera tiene autorización para estar allí —se quejó Sterling, indignado, y mucho menos para husmear ningún archivo.
—Ahí tienen —dijo Everett—. Pienso que ya no queda nada más por discutir. Creo que nos vemos obligados a tomar cartas en el asunto.
—Yo estaría de acuerdo contigo —convino Bobby Bo. Miró fijo a los demás—. ¿Qué piensa el resto?
Se escuchó un murmullo generalizado de aprobación.
—Muy bien —dijo Bobby Bo—. Denlo por hecho.
Quienes estaban sentados se pusieron de pie. Todos se dirigieron hacia la puerta que abrió el dueño de casa. Una bocanada de risas, música y olor a ajo entró en la habitación.
Salvo Bobby Bo, los demás salieron y fueron en busca de sus esposas. Bobby Bo fue hasta el teléfono e hizo una breve llamada interna. Apenas acababa de cortar cuando Shanahan O’Brian se asomó a la puerta de la biblioteca.
Shanahan llevaba puesto un traje oscuro y corbata de tonos apagados. Ostentaba un sofisticado auricular, más propio, quizás, de un agente del servicio secreto. Era un irlandés negro y alto, un refugiado de la agitación política de Irlanda del Norte. Hacía ya cinco años que Bobby Bo lo había contratado como jefe de seguridad. Ambos se llevaban muy bien.
—¿Me llamó? —preguntó Shanahan.
—Entra y cierra la puerta —ordenó Bobby Bo. Shanahan obedeció.
—El Comité de Prevención quiere asignar su primera tarea.
—Excelente —respondió Shanahan, con su suave acento gaélico.
—Siéntate y te cuento de qué se trata.
Cinco minutos más tarde, ambos salieron de la biblioteca. Se separaron en el hall de entrada. Bobby Bo fue hasta el umbral del living en desnivel y contempló a la gente allí reunida.
—¿Qué pasa que hay tanto silencio por aquí? —gritó—. ¿Qué es esto? ¿Un funeral? ¡Vamos, a divertirse!
Desde el vestíbulo, Shanahan bajó al garaje subterráneo. Se subió a su Cherokee negra y partió rumbo a la oscuridad de la noche. Tomó el camino de circunvalación que rodeaba la ciudad y condujo a la mayor velocidad posible. Salió de la autopista y avanzó en dirección oeste. Veinte minutos más tarde, arribó al transitado estacionamiento de ripio de un concurrido club nocturno llamado El Toro. Arriba del edificio, se erigía una silueta de neón rojo y tamaño natural de un toro. Shanahan estacionó en el sector más alejado, dejando un amplio espacio entre su vehículo y los demás, en su mayoría destartalados. No quería que alguien, al abrir la puerta de su coche, le abollara su flamante camioneta.
Ya antes de aproximarse a la entrada del bar, alcanzó a oír el ruido ensordecedor de la música hispánica; adentro, el ruido era poco menos que insoportable. El popular punto de reunión estaba repleto de gente y humo. Los clientes eran, en su mayoría, hombres, si bien había también algunas mujeres de brilloso pelo negro y ropa de vivos colores. De un lado, había un mostrador largo; del otro, una serie de reservados. En el medio, había mesas y sillas, así como también una reducida pista de baile. Una anticuada y luminosa máquina tragamonedas se hallaba contra la pared. En el fondo, detrás de una arcada, alcanzaba a verse una serie de mesas de billar.
Shanahan observó detenidamente a quienes se encontraban agolpados contra el mostrador. No vio a la persona que estaba buscando. Recorrió los reservados sin mejor suerte. Dándose por vencido, se acercó a la bulliciosa barra. Tuvo que, literalmente, meterse a presión entre los demás para lograr que el barman le prestara atención.
Agitando un billete de diez dólares finalmente consiguió lo que los gritos no conseguían. Le dio el billete al hombre.
—Busco a Carlos Mateo —dijo, a los gritos.
El dinero desapareció como por arte de magia. El barman no habló. Simplemente señaló la parte de atrás del club e hizo los gestos propios de alguien jugando al billar.
Shanahan atravesó la pequeña pista de baile esquivando a las parejas. En la parte de atrás no había tanta gente como adelante. Encontró al hombre que buscaba inclinado sobre la segunda mesa.
Shanahan había invertido mucho tiempo y esfuerzo seleccionando gente para el propuesto Comité de Prevención. Después de rastrear múltiples pistas y entrevistar a muchas personas, se decidió por Carlos. Carlos se había fugado de una cárcel mejicana y estaba prófugo. Seis meses antes había logrado cruzar la frontera a los Estados Unidos en su primer intento. Cuando llegó a Higgins y Hancock, estaba desesperado por conseguir trabajo.
Lo que a Shanahan le había impresionado de ese hombre era su actitud altiva hacia la muerte. Aunque Carlos se rehusaba a entrar en detalles, Shanahan se enteró de que el motivo por el cual había sido condenado a prisión en México era que había matado a cuchillazos a un conocido suyo. En Higgins y Hancock, Carlos intervenía en el sacrificio de más de dos mil animales por día. Emocionalmente, la actividad de asesinar a alguien para él parecía estar a la misma altura que la de lavar su camioneta.
Shanahan dio unos pasos hasta quedar dentro del cono de luz que iluminaba la segunda mesa de billar. Carlos se hallaba en medio de la preparación de un tiro, por lo que no respondió a su saludo. Shanahan tuvo que esperar.
—¡Mierda! —exclamó Carlos cuando la bola se negó a caer. Dio una fuerte palmada al borde de la mesa y se enderezó. Sólo entonces miró a Shanahan.
Carlos era un hombre fibroso, de tez morena, pelo oscuro, con múltiples y llamativos tatuajes en ambos brazos. Su rostro se caracterizaba por tener cejas tupidas, bigote del grosor de una línea y mejillas hundidas. Los ojos eran como dos canicas negras. Sobre el torso, llevaba puesto un chaleco de cuero negro que le permitía exhibir orgulloso su fina musculatura, así como también los tatuajes. No tenía camisa.
—Te tengo un trabajo —dijo Shanahan. Un trabajo como aquel del que hablamos. ¿Te interesa? Eso sí, tiene que ser ya mismo.
—Si me paga, me interesa —respondió Carlos. Tenía un marcado acento español.
—Acompáñame —ordenó Shanahan. Señaló la puerta de entrada.
Carlos entregó el taco, le dio un par de billetes arrugados a su disgustado rival, y fue tras Shanahan.
Ninguno de los dos intentó decir nada hasta no haber salido del bar.
—No sé cómo puedes aguantar ese ruido durante más de cinco minutos —remarcó Shanahan.
—¡Pero qué dice, hombre! Es buena música.
Bajo una lluvia firme, Shanahan condujo a Carlos hasta la Cherokee y ambos se subieron a ella.
—Vayamos al grano —dijo Shanahan. Se llama Marsha Baldwin. Es una rubia alta y atractiva de unos veinticinco años.
El rostro de Carlos se transformó al tiempo que dibujaba una mueca de placer que hizo que su bigote se semejara a dos rayas bajo su nariz afilada.
—La razón por la que tienes que moverte rápido —explicó Shanahan es que en este preciso momento ella está en donde trabajas.
—¿En Higgins y Hancock?
—Exacto. En el sector administrativo, metiendo las narices en archivos que no tiene por qué mirar. No hay modo de que no la veas. En caso de que tengas problemas para encontrarla, pregúntale al guardia. Se supone que la está vigilando.
—¿Cuánto es la paga?
—Más de lo que habíamos acordado, siempre y cuando sea ahora. Quiero que vayas ya mismo.
—¿Cuánto?
—Cien ahora y cien después si la haces desaparecer sin dejar rastro —explicó Shanahan. Metió la mano en el bolsillo de su chaqueta y sacó un billete nuevo de cien dólares. Lo levantó para que Carlos pudiera verlo bien. La luz roja del toro de neón bañó el papel.
—¿Y qué hay de mi trabajo? —preguntó Carlos.
—Tal como te prometí, te saco del sector matanzas a fin de mes. ¿Adónde quieres ir, a la sala de deshuesado o a alguna otra?
—A la de deshuesado.
—¿Trato hecho?
—Sí —respondió Carlos. Tomó el billete, lo dobló y se lo guardó en el bolsillo del jeans. Para él, era como si le hubieran pedido que barriera las hojas secas o limpiara la nieve de la calle. Iba ya a bajarse del vehículo, cuando Shanahan agregó:
—No quiero que falles.
—Va a ser fácil teniéndola en Higgins y Hancock.
—Eso fue lo que supusimos.
Elevando los brazos por sobre la cabeza, Marsha se desperezo. Había estado tanto tiempo inclinada sobre el cajón abierto del armario, que tenía la espalda dura. Con la cadera cerró el cajón, que hizo un ligero clic al volver a su lugar. Recogiendo su teléfono celular, se encaminó hacia la puerta de la oficina del USDA. Mientras caminaba, marcó el número de teléfono de Kim.
Al tiempo que esperaba la comunicación, abrió la puerta y miro a un lado y a otro del silencioso pasillo. Le agradó no ver a nadie. Mientras había estado revisando los archivos, oyó al guardia pasar por delante de la puerta e incluso detenerse en vanas ocasiones. Si bien no la había molestado, el hecho de que estuviera merodeando por allí había aumentado su nerviosismo. Sabía que si él la encaraba, se sentiría prisionera entre las paredes de ese edificio aparentemente desierto. Hasta el momento, no se había cruzado ni con uno solo de los empleados de limpieza que supuestamente debía de haber allí.
—Más te vale que seas tú —respondió Kim, sin decir hola.
—Extraña manera de contestar el teléfono —dijo Marsha, con una risa nerviosa. Cerró la puerta de la oficina del Departamento de Agricultura y comenzó a caminar por el pasillo desierto.
—Ya era hora de que llamaras.
—Todavía no tuve suerte —dijo Marsha, haciendo caso omiso de la queja de Kim.
—¿Por qué tardaste tanto en llamar?
—Tranquilízate. Estuve ocupada. No te das una idea de la cantidad de papelerío que exige la USDA. Hay informes diarios de sanidad e higiene, registros de destino final, informes de matanza de ganado, registros sobre defectos en el proceso y facturas de compra. Tuve que revisar uno por uno todos los documentos correspondientes al 9 de enero.
—¿Encontraste algo?
—Nada en especial —respondió Marsha. Llegó a una puerta con panel de vidrio esmerilado. Sobre el vidrio estaba escrita la palabra ARCHIVO. Intentó abrir la puerta. No estaba trancada, por lo cual entró, cerró y le echó llave.
—Bueno, al menos lo intentaste. Ahora haz el favor de salir de ahí.
—No me voy sin antes ver los archivos de la empresa.
—Son las ocho y cuarto. Me dijiste que iba a ser una visita breve.
—No creo que vaya a demorar mucho más. Ahora estoy en la oficina de archivos. Te vuelvo a llamar dentro de una media hora.
Cortó antes de que Kim tuviera tiempo de objetar nada. Apoyó el celular sobre una larga mesa de biblioteca y se ubicó frente a una fila de armarios ubicada a lo largo de una de las paredes. En la pared contraria, había una sola ventana, contra cuyos vidrios golpeteaba la lluvia. Las gotas sonaban como granos de arroz. En el extremo opuesto de la oficina, había una segunda puerta. Marsha fue hasta ella y comprobó que estuviera cerrada.
Sintiéndose relativamente a salvo, retornó a los armarios y abrió de prisa el primer cajón.
Después de varios minutos, Kim terminó retirando la mano del teléfono. Había abrigado la esperanza de que Marsha lo volviera a llamar enseguida. La conversación había terminado de forma tan abrupta que pensó que se había cortado. Finalmente, no le quedó más remedio que aceptar que la que cortó fue ella.
Estaba sentado en el mismo sillón donde lo había encontrado Marsha. La lámpara de pie ubicada a su lado era la única luz encendida en toda la casa. Sobre la mesita del costado, reposaba un vaso de whisky puro que se había servido un momento antes y que, después, no había ni probado.
Kim nunca antes se había sentido peor. Las imágenes de Becky seguían inundando su mente y arrancándole nuevas lágrimas. Al rato, se encontró negando por completo la horrible experiencia, como si se tratara de una prolongación de la pesadilla en la que Becky se caía al mar.
El sonido de la heladera poniéndose en marcha en la cocina le hizo pensar que debía tratar de comer. No recordaba cuándo había sido la última vez que había mandado algo a su estomago. El problema era que no tenía la más mínima gana de probar bocado. También pensó en la posibilidad de subir a ducharse y cambiarse de ropa, pero la sola idea parecía exigirle demasiado esfuerzo. Por último, optó por quedarse ahí sentado y esperar que sonara el teléfono.
La vieja camioneta Toyota no tenía calefacción, por lo que Carlos estaba temblando de frío para cuando salió del camino pavimentado y entró en la senda de ripio que rodeaba el corral de Higgins y Hancock. Apagó el único faro delantero que funcionaba y avanzó de memoria, echando alguno que otro vistazo a los sombríos postes de la cerca a su derecha. Dio toda la vuelta hasta llegar al punto donde el corral se estrechaba en forma de embudo para conectarse con la manga que llevaba al interior de la planta. Durante el día, por ahí entraban los animales desafortunados.
Estacionó la camioneta a la sombra del edificio. Se quitó los gruesos mitones que usaba para conducir y los reemplazó por unos ajustados guantes negros de cuero. Introdujo la mano por debajo de su asiento y extrajo una cuchilla de degüello curva y larga, del mismo tipo que empleaba en su trabajo. En un acto reflejo, examinó el filo con el pulgar. Incluso con los guantes puestos, pudo comprobar que estaba sumamente filosa.
Se bajó de la cabina de un salto. Pestañeando a causa de la lluvia, trepó rápidamente la cerca y cayó en el pisoteado fango del corral. Sin importarle el estiércol de los animales, se lanzó a toda velocidad por la manga y desapareció en la oscuridad de su interior.
Con un tenedor de ostras en una mano y un vaso de whisky de cristal tallado en la otra, Bobby Bo se trepó en la mesa de patas bajas y, ya arriba, se irguió muy ufano. En el proceso, tiró al piso una fuente de entremeses de langostinos, para deleite de sus dos caniches peinados por peluquero.
Una y otra vez, Bobby Bo golpeó el tenedor contra el vaso. Nadie se dio cuenta hasta que terminó de tocar el cuarteto.
—¡Atención todo el mundo! —gritó, por sobre las cabezas de los invitados. La cena está servida. Vamos a pasar al comedor. No se olviden de traer el número que sacaron del balde. Esa será su mesa. Para quienes todavía no sacaron un número, el balde se encuentra en el hall de entrada.
La multitud comenzó a abandonar el salón en masa. Bobby Bo logró bajarse de la mesa sin más contratiempos que el de asustar a los perros, que ladraron y huyeron a la cocina.
Bobby Bo iba rumbo al comedor cuando alcanzó a ver a Shanahan O’Brian. Pidió disculpas y fue a reunirse con su jefe de seguridad.
—¿Y bien? —le preguntó—. ¿Cómo te fue?
—Sin problemas —dijo Shanahan.
—¿Va a ser esta noche?
—Tal como lo hablamos. Creo que Daryl Webster debería estar al tanto, así le ordena a su guardia de seguridad que no interfiera.
—Buena idea —dijo Bobby Bo. Sonrió contento, le dio una palmada en el hombro y se apresuró a alcanzar a los invitados.
El timbre sacudió a Kim del melancólico estupor en el que se encontraba sumido. En el momento, no pudo identificar con precisión la procedencia del ruido. Hasta amagó con levantar el tubo del teléfono. En realidad, esperaba que sonara el teléfono, no que llamaran a la puerta. Cuando se dio cuenta de que era el timbre, miró la hora: las nueve menos cuarto. No podía creer que alguien llamara a la puerta un sábado, a las nueve de la noche.
La única persona que se le ocurrió que podía llegar a ser era Ginger, sólo que ella nunca venía sin avisar antes por teléfono. Luego, recordó que no había escuchado los mensajes del contestador automático, de modo que quizás sí lo había llamado y le había dejado un mensaje. Mientras Kim continuaba considerando las distintas posibilidades, el timbre volvió a sonar.
Aunque no tenía ganas de ver a Ginger, al oír el tercer timbrazo seguido de unos golpes a la puerta, se levantó del sillón. Justo estaba pensando qué decir cuando, para su total sorpresa, vio que quien lo visitaba no era Ginger, sino Tracy.
—¿Estás bien? —preguntó Tracy. Hablaba con voz serena.
—Supongo que sí —dijo Kim. Estaba estupefacto.
—¿Puedo entrar?
—Por supuesto. —Se hizo a un lado para dejarla pasar—. Perdona. Tendría que haberte hecho pasar de inmediato. Es que me sorprende mucho verte aquí.
Tracy entró en el hall apenas iluminado. Vio que la única luz encendida en toda la casa estaba en la sala, al lado de un sillón. Se quitó rápidamente el abrigo y el sombrero de lluvia. Kim los tomó.
—Espero que no te moleste que haya venido sin avisar. Reconozco que fue un poco impulsivo de mi parte.
—No hay problema —dijo él, y colgó las cosas de Tracy.
—No quería estar con nadie —explicó Tracy. Suspiró—. Pero después me puse a pensar en ti y me empecé a preocupar, especialmente por lo perturbado que te vi cuando saliste corriendo del hospital. Pensé que, como los dos perdimos la misma hija, somos los únicos que podemos tener una verdadera idea de cómo nos sentimos. Lo que quiero decir es que necesito ayuda y me imagino que tú también.
Las palabras de Tracy arrancaron los últimos vestigios de negación que Kim guardaba para sí. Sintió que lo invadía la intensa ola de amargura de la que tanto se había esforzado por escapar. Exhaló apesadumbrado y tragó saliva al tiempo que contenía las lágrimas. Por un momento, no pudo hablar.
—¿Estabas sentado aquí en la sala? —preguntó Tracy. Kim asintió con la cabeza—. Voy a buscar una silla del comedor.
—Voy yo —se ofreció Kim. Agradecía tener una tarea física que realizar. Alcanzó la silla y la ubicó dentro del cono de luz de la lámpara de pie.
—¿Quieres algo de beber? Yo estaba tomando whisky.
—Te agradezco, pero no —respondió Tracy. Se dejó caer pesadamente en la silla; luego se inclinó hacia adelante, con el mentón entre las manos y los codos apoyados sobre las rodillas. Kim se hundió en el sillón y miró a su exmujer. El pelo oscuro, siempre ondulado y abundante, lo tenía aplastado, desgreñado. El poco maquillaje que acostumbraba usar se le había corrido. Era evidente que se encontraba abatida; sin embargo, sus ojos irradiaban el mismo brillo y la misma chispa que Kim atesoraba en su memoria.
—Hay algo más que quería decirte —dijo Tracy—. Lo pensé mejor y llegué a la conclusión de que hace falta mucho valor para hacer lo que hiciste hoy con Becky. —Hizo una pausa mientras se mordía el labio—. Sé que yo nunca hubiera podido hacerlo, ni aun cuando fuera cirujana.
—Te agradezco que me lo digas. Gracias.
—Al principio, estaba horrorizada —admitió Tracy.
—El masaje a corazón abierto es un acto desesperado en cualquier circunstancia. Hacerlo con la propia hija es… bueno, seguramente en el hospital no lo ven con los mismos ojos que tú.
—Lo hiciste por amor. No de presumido, como creí al principio.
—Lo hice porque para mí era obvio que el masaje externo no estaba dando resultado. No podía permitir que Becky se nos fuera de esa forma. Nadie podía explicarse por qué tenía paros cardíacos. Ahora sí entiendo por qué, y también entiendo por qué no funcionaba el masaje externo.
—No tenía idea de que la E. coli pudiera ser una enfermedad tan horrible.
—Yo tampoco.
La campanilla del teléfono los sobresaltó. Kim se abalanzó sobre el aparato.
—Hola —dijo de viva voz.
Tracy notó que su rostro denotaba confusión primero e irritación después.
—Aguarde un momento —interrumpió Kim furioso—. Termine con la perorata. No me interesa en absoluto la tarjeta Visa de su empresa y quiero que desocupe la línea ahora mismo. —Cortó con violencia.
—Parece que estás esperando una llamada —dijo Tracy, en tono insidioso. Se puso de pie—. Estoy molestando. Va a ser mejor que me vaya.
—No —dijo Kim. Pero luego se apresuró a corregirse—. Mejor dicho, sí espero una llamada, pero no por eso tienes que marcharte.
Tracy ladeó la cabeza.
—Estás actuando de un modo extraño. ¿Qué sucede?
—Estoy deshecho. Pero…
El teléfono interrumpió la explicación. Una vez más Kim se apresuró a levantar el tubo y dijo un frenético «hola».
—Soy yo otra vez —contestó Marsha. Y ahora sí encontré algo.
—¿Qué? —preguntó Kim. Con un ademán, le pidió a Tracy que se sentara.
—Algo potencialmente interesante. Hay discrepancias entre la documentación del Departamento de Agricultura y la de Higgins y Hancock del 9 de enero. —¿Cómo es eso?
—Sacrificaron una res adicional al concluir la jornada. En los archivos de la empresa figura como lote treinta y seis, res cincuenta y siete.
—¿Ah sí? ¿Eso de un animal adicional es importante? —Yo diría que sí, pues significa que entonces no fue revisado por el veterinario del USDA.
—¿Quiere decir que pudo haber estado enfermo?
—Existe una gran posibilidad de que sí. Y está sustentada por la factura de compra pertinente. Ese último animal no era un novillo criado para dar carne. Era una vaca lechera comprada a un tal Bart Winslow. —No termino de entender.
—Veamos. Las vacas lecheras suelen ser utilizadas para las hamburguesas. Eso por un lado. Por otro lado, he oído nombrar a Bart Winslow. Es un tipo de la zona, de los que denominamos «de las 4M». Eso quiere decir que va de un sitio a otro recogiendo aquellos animales que ya no les son útiles a los granjeros. Es decir, los animales muertos, maltrechos, moribundos e inútiles. Los lleva a plantas procesadoras para que los conviertan en fertilizante o alimento para animales.
—No estoy seguro de querer escuchar el resto. No me digas que en vez de vendérselos a esas plantas a veces se los venden a los mataderos.
—Al parecer, eso es lo que pasó con este último animal. La res cincuenta y siete del lote treinta y seis debe de haber sido un animal enfermo. —Eso es repugnante.
—Y falta lo peor. Encontré un informe sobre defectos en el proceso emitido por la empresa referido al mismo animal, un registro que nada tiene que ver con que haya estado enfermo o no haya sido visto por el veterinario. ¿Estás preparado para escuchar lo que sigue? Te va a hacer revolver el estómago.
—¡Adelante! —exclamó Kim con tono imperioso.
—¡Uy! Alguien anda en la puerta. ¡Tengo que volver a poner estos papeles en el archivo!
Kim oyó un golpe seco. Luego, alcanzó a percibir el ruido de fondo de papeles seguido del característico sonido de un cajón que se cierra con fuerza.
—¡Marsha! —gritó Kim.
Marsha no volvió a ponerse al teléfono. En cambio, Kim oyó el sonido de un vidrio haciéndose añicos. Fue tal el estruendo que lo hizo sobresaltar. Por una fracción de segundo, apartó involuntariamente el tubo de la oreja.
—¡Marsha! —gritó otra vez, pero ella no respondió. En lugar de su voz, oyó el inconfundible sonido de muebles puestos patas para arriba y derrumbándose contra el piso. Luego, un silencio sepulcral.
—¿Qué sucede? —preguntó Tracy alarmada. ¿Era Marsha Baldwin?
—¡Creo que corre peligro! —dijo Kim abruptamente. ¡Dios mío!
—¿Peligro de qué? —demandó Tracy, percibiendo su desesperación.
—¡Me tengo que ir! ¡Es culpa mía!
—¿Qué cosa es culpa tuya? Por favor, ¿qué está pasando?
Kim no respondió, sino que giró sobre sus talones y salió como un rayo de la casa. En medio del apuro, dejó la puerta de entrada entreabierta. Tracy corrió tras él, queriendo averiguar adónde se dirigía.
—Quédate aquí —le gritó él, justo antes de subirse al auto.
Enseguida vuelvo.
La puerta del lado del conductor se cerró de un portazo. Un momento más tarde, se oyó el rugido del motor que se encendía. Kim aceleró a fondo y salió dando marcha atrás hacia la calle. Luego partió raudamente en medio de la noche.
Tracy se pasó la mano por el pelo enmarañado. No tenía noción de lo que sucedía ni de qué hacer. Al principio, pensó en subirse al auto y regresar a su casa. Pero el frenesí de Kim la había dejado preocupada y quería saber a qué se debía. Además, estar en su casa no le hacía mucha gracia; ya había escapado de allí un rato antes.
La fría lluvia finalmente la ayudó a decidirse. Se dio vuelta y volvió a la casa. Tal como le había sugerido Kim, esperaría ahí.
La persecución se había iniciado con el estruendo del vidrio de la puerta haciéndose añicos. Una mano enguantada se había introducido a través de los bordes cortantes y había girado, la llave. Luego, la puerta se abrió, golpeando contra la pared. Marsha había dejado escapar un leve chillido. Estaba en presencia de un hombre delgado y de tez oscura que blandía un largo cuchillo. Al verlo avanzar hacia ella, se dio vuelta y emprendió la huida, volcando las sillas que dejaba a su paso con la esperanza de hacerle más difícil la tarea a su perseguidor. Instintivamente, supo que él había ido a matarla.
Con desesperación, abrió la puerta trasera. A sus espaldas, oía todo tipo de maldiciones en español y sillas tumbándose estrepitosamente. No se atrevió a mirar atrás. Una vez en el pasillo, corrió a toda prisa en busca de alguien, aunque más no fuera el atemorizante guardia. Intentó gritar pidiendo ayuda pero, debido al esfuerzo puesto en la fuga, la voz le salía ronca. Pasó zumbando por las oficinas vacías. Al final del pasillo, arremetió hacia el interior de un comedor. Sobre una de las tantas largas mesas, había una pequeña cantidad de cajas de almuerzo y termos, pero por ninguna parte se alcanzaba a ver a sus dueños. A sus espaldas oía, cada vez más cerca, las fuertes pisadas que corrían para alcanzarla.
En el extremo opuesto del comedor, había una puerta abierta. Al otro lado, un tramo de escalera que terminaba en una pesada puerta contrafuego. Sin mucho para elegir, Marsha atravesó el salón corriendo, desparramando a su paso cuanta silla le fue posible. Trepó los escalones de a dos. Cuando llegó a la puerta contrafuego, le faltaba el aire. A sus espaldas, oía a su perseguidor maniobrando con las sillas dadas vuelta.
Marsha abrió la puerta de un tirón y se abalanzó hacia el interior de una sala amplia y fría. Ese era el piso de matanza; sumido en la semipenumbra que creaban las espaciadas lamparillas de noche, tenía una apariencia tan espectral como extraña, máxime porque no hacía mucho que acababa de ser limpiado a vapor. Un velo de niebla gris y helada envolvía las fantasmales pasarelas metálicas, los siniestros ganchos que colgaban de los rieles del techo y los equipos de acero inoxidable del matadero.
El laberinto de máquinas trababa su avance. La veloz carrera se transformó en un simple caminar. Gritaba desesperadamente pidiendo auxilio, pero sólo oía su propia voz retumbar contra las frías y solitarias paredes de cemento.
Detrás, la puerta contrafuego se abrió bruscamente. Estaba tan cerca de su perseguidor que alcanzaba a oírlo jadear.
Marsha se refugió tras un monstruoso equipo y se acurrucó de forma de quedar oculta bajo las sombras que proyectaba una escalera con peldaños de enrejado metálico. En vano trataba de dominar su respiración.
No se oía ni un solo ruido, salvo el lento gotear de agua en algún lugar cercano. Los empleados de limpieza tenían que estar por alguna parte. Sólo tenía que encontrarlos.
Se arriesgó y echó un vistazo a la puerta contrafuego. Estaba cerrada. Al hombre no lo vio.
El repentino sonido seco de la llave de un interruptor la estremeció. Al instante, el recinto se vio inundado por una luz inclemente. Marsha sintió que el corazón corría dentro de su pecho. Con las luces encendidas, tarde o temprano la iban a encontrar.
Un nuevo vistazo a la puerta la ayudó a decidirse. Su única posibilidad era escapar por el mismo camino que había venido.
Salió entonces de su escondite y se lanzó, a la carrera, hacia la puerta contrafuego. Sujetando la manija, tiró de ella con fuerza.
La pesada puerta se entreabrió, pero casi en el acto Marsha no pudo moverla más. Alzó la vista. Sobre su hombro, había un brazo tatuado apuntalando la puerta para que no se abriera.
Marsha se dio vuelta y apretó la espalda contra la puerta. Con un miedo atroz, miró fijo a los fríos ojos negros del hombre. El monstruoso cuchillo estaba ahora en la mano izquierda.
—¿Qué es lo que quiere de mí? —gritó Marsha.
Carlos no respondió. En cambio, esbozó una sonrisa fría. Jugueteaba con el cuchillo, pasándoselo de una mano a la otra.
Marsha trató de escapar de nuevo pero, en medio de su desesperada prisa, se resbaló y cayó en el cemento húmedo y manchado. Quedó tendida sobre el piso helado. En un abrir y cerrar de ojos, Carlos ya se encontraba encima de ella.
Rodando por el piso, Marsha intentó arrebatarle el cuchillo con ambas manos, pero el filo cortante de la hoja le hizo un tajo que le atravesó la palma, llegándole hasta el hueso. Intentó gritar, pero Carlos le tapó la boca con la mano izquierda.
Mientras Marsha luchaba por librarse de la mano de su atacante, él enseguida levantó su arma en el aire y le asestó un golpe terrible en la cabeza con el grueso mango. El cuerpo de la joven se aflojó en el acto.
Carlos se puso de pie y respiró profundo un par de veces. Después, cruzó los brazos de Marsha de modo que las manos cortadas reposaran sobre su vientre. Levantándole los pies, la arrastró por todo el piso del sector matanza hasta la rejilla que se encontraba al final de la manga del ganado. Se acercó a una caja de conexiones eléctricas y activó el interruptor, con lo cual puso en funcionamiento las maquinarias.
Kim conducía como un loco, sin hacer caso del pavimento resbaladizo a causa de la lluvia. Lo mortificaba pensar qué suerte habría corrido Marsha en la oficina de archivos de Higgins y Hancock. Se encontró deseando que hubiera sido sorprendida por un guardia de seguridad, aun cuando eso significara su arresto. No quería considerar ninguna otra posibilidad peor.
Al llegar a la playa de estacionamiento ubicada al frente de la inmensa planta, advirtió que había muy pocos vehículos estacionados dispersos por el lugar. Alcanzó a ver el auto de Marsha en un extremo, lejos de la entrada.
Estacionó frente justo a la entrada principal del edificio. Se bajó de un salto. Intentó abrir la puerta. Estaba cerrada con llave. Golpeó fuerte con el puño. Ahuecando las manos alrededor de la cara, escudriñó el interior. Lo único que llegaba a divisar era un pasillo desierto y apenas iluminado. No había ningún guardia de seguridad a la vista.
Kim aguzó el oído. No se oía sonido alguno. Su preocupación se acentuó. Alejándose de la puerta, inspeccionó la fachada del edificio. Había varias ventanas que daban al estacionamiento.
Se bajó de la losa de hormigón de la entrada y se encaminó hacia el norte, bordeando el costado del edificio. Examinó cada una de las ventanas que aparecía en su camino e intentó abrirlas. Todas estaban trancadas.
Al mirar por la tercera de ellas, se encontró con armarios, sillas dadas vuelta y, lo que supuso era el celular de Marsha sobre la mesa. Al igual que las anteriores, esta también estaba cerrada. Sin dudarlo un segundo, se agachó a recoger una de las pesadas piedras que marcaban el límite de la playa de estacionamiento. Levantándola hasta la altura de los hombros, la arrojó a la ventana. Luego del sonido del vidrio haciéndose añicos se oyó un tremendo estruendo cuando la piedra rebotó en el piso de madera y fue a golpear contra varias de las sillas volcadas.
Carlos interrumpió lo que estaba haciendo para detenerse a escuchar. Desde donde él se encontraba, en la sala de deshuesado —el sitio donde se corta la mejilla y la lengua de la cabeza del animal— el sonido de la pedrada de Kim se oyó apenas como un golpe sordo. Sin embargo, siendo un ladrón experimentado, sabía muy bien que no podía pasar por alto ningún ruido inesperado, pues invariablemente presagiaban problemas.
Después de cerrar la tapa del tambor, apagó la luz. Se quitó el ensangrentado guardapolvo blanco y los guantes de goma amarillos de tamaño industrial que tenía puestos. Acomodó esos artículos debajo de una pileta. Recogiendo su cuchillo, salió silenciosa pero velozmente del recinto y se dirigió al sector de matanza. También allí apagó la luz. Una vez más, se detuvo a escuchar. Habría emprendido la retirada hacia la manga si no fuera que aún no había terminado del todo.
Kim entró de cabeza por la ventana. Hizo todo lo posible para no caer sobre los fragmentos de vidrio roto que estaban esparcidos por el piso, pero no lo logró del todo. Al ponerse de pie, tuvo que sacarse, con sumo cuidado, algunas astillas de las palmas de las manos. Luego examinó detenidamente la oficina. Advirtió una luz roja intermitente en un detector de movimiento ubicado en un rincón del techo, pero no le prestó atención.
El celular abandonado, las sillas volcadas, sumado al vidrio destrozado en la puerta que daba al pasillo principal lo convencieron de que se hallaba en la misma oficina en que había estado Marsha cuando lo llamó por teléfono. Reparó, además, en la puerta abierta en la parte trasera de la oficina y supuso que, tras ser sorprendida, había huido por allí.
Salió de prisa por esa segunda puerta y miró todo el largo de un pasillo posterior desierto. Se detuvo un instante. No se oía el más mínimo ruido, lo que no hizo más que contribuir a avivar su creciente preocupación.
Echó entonces a correr por el pasillo abriendo rápidamente cada una de las puertas que encontraba a su paso. Echó un vistazo a depósitos, armarios con elementos de limpieza, un vestuario y varios baños. Al final del pasillo, llegó a un comedor. Se detuvo en la entrada. Lo que atrajo poderosamente su atención fue el tendal de sillas volcadas que conducía a una puerta del fondo. Kim siguió la huella dejada por las sillas, pasó por la puerta y ascendió un tramo de escalones. Abrió la puerta contrafuego de un tirón y dio un paso adentro.
Se detuvo una vez más. No sabía qué hacer. Se hallaba en un recinto totalmente cubierto por un laberinto de máquinas y plataformas aéreas de metal que proyectaban sombras grotescas.
Sintió un poderoso hedor que le resultó vagamente conocido. Su mente trataba de hacer memoria. En cuestión de segundos, hizo la asociación: el olor le traía a la memoria una autopsia que había observado cuando cursaba el segundo año de medicina. Un escalofrío le recorrió el cuerpo tras desenterrar ese desagradable recuerdo casi totalmente reprimido.
—¡Marsha! —gritó con desesperación. ¡Marsha!
No hubo ninguna respuesta. Lo único que alcanzó a oír fueron los numerosos ecos de su propia voz frenética.
Inmediatamente a la derecha había un puesto de incendio equipado con un extinguidor, una linterna profesional y una vitrina que contenía una manguera de lona para incendios y un hacha de bombero de mango largo. Kim arrancó la linterna de su lugar y la encendió. El haz de luz concentrado iluminaba angostas secciones cónicas del recinto y proyectaba formas aún más grotescas sobre las paredes.
Kim se adentró en ese mundo extraño, y con el haz de luz describía arcos veloces. Procedió en el sentido de las agujas del reloj, bordeando las máquinas y yendo más allá para hacer una inspección más minuciosa.
Después de unos minutos, se detuvo y volvió a llamar a gritos el nombre de Marsha. Además de los ecos de su propia voz, lo único que alcanzaba a oír era agua que goteaba.
Hacia adelante, el haz de luz iluminó de pasada una rejilla. Volvió la linterna hacia ella. En el centro, se veía una mancha oscura. Avanzando hacia la rejilla, se inclinó y dirigió la luz de lleno sobre la mancha. Vacilante, extendió el dedo índice y la tocó. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. ¡Era sangre!
Carlos se había arrinconado contra la pared de la sala de deshuesado, justo en el borde de la abertura sin puerta que conducía al sector de matanza. Se venía replegando ante el inexorable avance de Kim. Carlos lo había visto por primera vez cuando recorrió el pasillo posterior en clara misión de búsqueda.
Carlos ignoraba por completo la identidad del desconocido y, al principio, supuso que el hombre se daría por satisfecho con algunas vueltas por el sector de oficinas de la planta. Sin embargo, no bien entró en el sector de matanza y gritó el nombre de Marsha, comprendió que tendría que asesinarlo.
Sin embargo, eso no lo desanimó. Las eventualidades eran un factor habitual en ese tipo de trabajo. Por otra parte, imaginó que le pagarían más, quizás hasta el doble. Tampoco le preocupaba el tamaño del desconocido ni su probable fuerza. Carlos contaba con toda su experiencia y el beneficio de la sorpresa, además de lo más importante, su cuchillo favorito, que en ese preciso instante sostenía con la mano derecha, cerca de su cabeza.
Con suma cautela, se asomó por la abertura a fin de poder ver lo que acontecía en el piso de matanza. Ahora era fácil ver por dónde venía el sujeto, todo gracias a la linterna. Vio que se enderezaba luego de observar la rejilla ubicada en su puesto de trabajo.
De repente, la linterna iluminó en dirección a él. Se alejó del haz de luz, tomando los recaudos para evitar que la hoja del cuchillo fulgurara en la oscuridad. Contuvo la respiración al ver que el sujeto se le aproximaba paulatinamente, escudriñando el sector de piso de matanza con amplios movimientos del haz de luz.
Carlos se agazapó contra la pared y tensó los músculos. El desconocido se dirigía a la sala de deshuesado, tal como suponía. La luz de la linterna revoloteaba por la sala con un resplandor cada vez más intenso. Carlos sintió que su pulso se aceleraba al tiempo que la adrenalina le corría por el cuerpo. Adoraba esa sensación. Era como una velocidad creciente.
Kim sabía que el matadero había funcionando durante el día, y por eso la presencia de sangre no debería haberlo sorprendido. Sin embargo, esa sangre estaba sin coagular y parecía fresca. No quería ni pensar que pudiera pertenecer a Marsha; la posibilidad de que así fuera revivió en él su habitual furia. Ahora deseaba encontrarla hasta con más urgencia que antes, y si de hecho estuviera herida, quería hallar al responsable.
Luego de haber registrado el sector de matanza, Kim decidió ampliar la búsqueda en otras áreas de la gigantesca planta. Se dirigió hacia el único pasadizo que había visto abierto, alerta ante la o las personas que ya habían derramado sangre.
Esa cautela fue la que lo salvó en el instante siguiente. Por el rabillo del ojo, percibió un movimiento repentino que venía del costado y se dirigía hacia él. Reaccionando por reflejo, saltó hacia adelante, protegiéndose con la larga linterna contra algo que, en apariencia, era un golpe.
Carlos se había abalanzado desde las sombras, con la esperanza de clavarle una rápida puñalada en el costado, extraer el cuchillo y alejarse unos instantes. Su plan era acabar con él una vez que se hubiera debilitado. Sin embargo, el arma erró su objetivo y sólo hizo un corte superficial en la mano de la víctima.
Mientras Carlos intentaba recuperar el equilibrio, Kim le pegó con la linterna. Sólo le dio en el hombro, y el golpe fue tan indirecto que no llegó a lastimarlo, aunque le hizo perder el equilibrio y lo tiró al suelo. Kim huyó antes de que atinara a levantarse. Atravesó corriendo la sala de deshuesado de cabeza e ingresó en el sector central de deshuesado. Este recinto tenía casi el mismo tamaño que el de matanza, y era un poco más oscuro. Había allí un laberinto de largas mesas de acero inoxidable y cintas transportadoras. Arriba se extendía una telaraña de pasarelas metálicas que usaban los supervisores para vigilar cómo se realizaba el típico faenamiento de las reces en las mesas de abajo.
Kim buscaba desesperado algún tipo de arma con que poder enfrentarse al imponente cuchillo. Como había apagado la linterna y temía volver a encenderla, lo único que podía hacer era tantear entre las mesas como ciego. No encontró nada.
Un enorme barril vacío para basura se cayó al tropezar Kim con él. Extendió los brazos desesperado y lo detuvo para que no empezara a rodar y delatara su ubicación. Dirigió la mirada al pasadizo y notó la silueta del hombre del cuchillo. La luz le dio de atrás por un instante, antes de que se deslizara entre las sombras.
Kim tembló de miedo. Lo estaba persiguiendo un hombre, sin duda un asesino, armado con un cuchillo en un entorno totalmente desconocido y oscuro, y no tenía manera de protegerse. Sabía que debía permanecer oculto. No podía permitir que el hombre se le acercara. Aunque había logrado eludir la primera cuchillada, era inteligente y sabía que la suerte no lo acompañaría tanto una segunda vez.
De pronto se sobresaltó con el súbito chirrido que anunciaba el arranque de la maquinaria. A su alrededor, la madeja de cintas transportadoras comenzó su ruidoso funcionar. Al mismo tiempo, el recinto quedó inundado con una luz intensa y fluorescente. A Kim el corazón le saltó a la boca. Se había esfumado toda posibilidad de permanecer escondido en el recinto laberíntico.
Se agachó lo mejor que pudo detrás del barril de plástico. Miró por debajo de las mesas de deshuesado y vio al hombre tatuado que lo venía persiguiendo. El extraño avanzaba con lentitud por el pasillo del fondo con las dos manos levantadas. En la derecha sostenía el cuchillo que, según observó Kim, tenía más o menos el tamaño de un machete.
Kim entró en pánico. Carlos estaba a sólo un corredor de distancia. Sabía que lo vería no bien mirara hacia el pasillo donde se había escondido. Era cuestión de segundos.
Siguiendo un impulso, Kim se puso de pie de un salto, asiendo el barril de plástico con ambas manos. Lanzó un alarido como el de un guerrero celta al inicio de una batalla, y se abalanzó contra su enemigo. Escudándose tras el barril, Kim chocó con el mejicano, que aún blandía el cuchillo.
Lo había derribado. Pero a pesar del shock del ataque inesperado y el fuerte impacto, Carlos conservaba tal presencia de ánimo que no soltaba su arma.
Gracias a ese ataque, Kim logró alejarse bastante. Echó el barril a un lado y, a toda velocidad, cubrió la extensión de la sala. Sabía que no había logrado más que derribar momentáneamente a su contrincante; de ninguna manera lo había sacado de juego. Intuyó que la mejor posibilidad que tenía era huir de nuevo y, atravesando otra abertura sin puerta, entró en un bosque de reses, frío, brumoso y sombrío. Las reses estaban cortadas en mitades y colgaban de unos ganchos conectados a un sistema de rodillos adosado al techo. No había otra luz que la de los tubos muy espaciados, colocados a lo largo de un pasillo central que separaba las extensas filas de reses en refrigeración.
Se lanzó por el corredor central buscando desesperado un lugar donde ocultarse. Hacía tanto frío en la cámara frigorífica que se veían los vahos de su respiración agitada. No era mucho lo que había avanzado cuando llegó a un pasillo perpendicular en donde percibió la anhelada luz verde de una señal de salida. Se dirigió derecho a ella, pero en ese instante descubrió que la puerta estaba asegurada con cadena y un robusto candado.
Kim oyó luego el sonido distante pero inconfundible de los pasos del perseguidor sobre el piso de cemento. Se dio cuenta de que estaba acercándose y, nuevamente, entró en pánico. Con la mayor celeridad posible, recorrió el contorno de la sala buscando otra salida. Cuando la encontró, vio que por desgracia también estaba cerrada con cadena.
Kim continuó su curso, desalentado. El recinto era descomunal. Deslizándose por el pequeño espacio que quedaba entre la pared externa y las reses que pendían del techo, llegó luego al cabo de unos minutos a un rincón, donde giró noventa grados. Allí su avance se tornó más fácil. Justo antes de llegar al corredor central que iba de un extremo al otro del lugar dio con una puerta interna. Intentó abrirla y, tras el alivio de descubrir que no estaba cerrada, accedió a una habitación oscura. Junto a la puerta había un interruptor de luz, que Kim accionó. La habitación era un enorme depósito con estanterías de acero.
En medio de su desesperación, enfiló hacia adentro abrigando la esperanza de hallar algo que pudiera usar como arma. Hizo una veloz inspección del lugar, en vano. No encontró más que repuestos pequeños de los cojinetes empleados en el sistema de rodillos del techo y una caja de cartón con sellos que usaban los inspectores para clasificar la carne como «seleccionada», «de calidad» y «de primera calidad». El único objeto relativamente grande era una escoba.
La tomó, pensando que una escoba era mejor que nada. Regresó a la parte delantera del cuarto con la intención de salir, y en ese momento oyó las pisadas de su perseguidor. El hombre estaba cerca, a una distancia no mayor de seis metros, y caminaba por el pasillo central, aproximándose cada vez más.
Nuevamente dominado por el pánico, cerró la puerta del depósito con la mayor rapidez y el menor ruido posibles. Sosteniendo la escoba por la punta del mango con ambas manos, se aplastó contra la pared, a la derecha de la puerta.
Las pisadas se detuvieron. Kim oyó al hombre que maldecía. Las pisadas revivieron y aumentaron su intensidad hasta detenerse justo frente a la puerta.
Kim contuvo la respiración. Tomó el palo de la escoba con más fuerza aún. Durante un instante de sufrimiento total, no sucedió nada. Luego notó que el picaporte de la puerta empezaba a girar. ¡Estaba entrando!
El corazón empezó a latirle acelerado. La puerta se abrió de golpe. No bien Kim percibió que el hombre entraba, apretó los dientes y arremetió con la escoba a la altura del pecho con toda la fuerza de su alma. La casualidad hizo que golpeara a su contrincante directamente en la cara y lo tirara más allá de la puerta. El efecto de lo inesperado y la fuerza del impacto hicieron que el cuchillo se le escapara de las manos y cayera al piso.
Sin soltar la escoba que sostenía en la mano izquierda, Kim se lanzó a recoger el arma del asesino. Cuando la tomó, sin embargo, descubrió que en vez de un cuchillo era una linterna.
—¡No se mueva! —ordenó una voz.
Kim se enderezó y miró hacia la luz enceguecedora de otra linterna. Para protegerse del fulgor, se llevó la mano instintivamente hacia los ojos. En ese momento descubrió quién era el individuo tirado en el piso. No se trataba del mejicano, sino de un hombre vestido con una camisa con el logotipo de Higgins y Hancock. Era un guardia de seguridad y se estaba tapando la cara con ambas manos. Le salía sangre de la nariz.
—Suelte la escoba —ordenó una voz detrás de la luz.
Kim soltó la escoba y la linterna, que cayeron al suelo con un estrépito.
El potente rayo de la linterna menguó, y Kim observó con absoluto alivio que ante él había dos policías uniformados. El que no estaba sosteniendo la linterna asía un revólver con ambas manos y apuntaba directamente a él.
—¡Gracias a Dios! —logró pronunciar, aunque estaba frente al caño de un arma que lo apuntaba a menos de tres metros de distancia.
—¡Cierre la boca! —exigió el policía del revólver. ¡Venga para acá y póngase contra la pared!
Kim estaba más que feliz de poder obedecerlo. Salió del depósito y puso las manos contra la pared, como había visto que se hacía en las películas.
—Regístrelo —ordenó el policía.
Kim sintió cómo lo palpaban en los brazos, piernas y torso.
—Está limpio. —¡Dese vuelta!
Kim obedeció, con las manos en alto para evitar cualquier malentendido respecto de sus intenciones. Estaba tan cerca de los agentes que podía leer los nombres en sus insignias. El del revólver se llamaba Douglas Poster. El otro era Leroy McHalverson. El guardia de seguridad se había puesto de pie y se estaba llevando un pañuelo a la nariz que recién le habían torcido. La parte metálica del mango de la escoba lo había golpeado con tanta fuerza que se la había quebrado.
—Póngale las esposas —dijo Douglas.
—¡Eh, no, espere! —exclamó Kim. Yo no soy al que tiene que esposar.
—¡No me diga! —respondió Douglas con sorna. ¿A quién sugiere que esposemos, entonces?
—Hay alguien más acá. Un hombre fibroso y morocho con tatuajes y un cuchillo gigantesco.
—Y con un casco de hockey, seguro —agregó Douglas, burlón. Y se llama Jason.
—Hablo en serio —dijo Kim. Yo vine a este lugar por una mujer que se llama Marsha Baldwin.
Los dos policías se miraron.
—¡Créanme! —se defendió Kim. Marsha Baldwin es inspectora del USDA. Estaba cumpliendo unas tareas aquí. Yo estaba hablando con ella por teléfono cuando alguien la sorprendió. Oí que se rompían unos vidrios y había un forcejeo. Cuando llegué acá para buscarla y ayudarla, me atacó un hombre armado con un cuchillo, supuestamente el mismo que atacó a la señorita Baldwin.
Los policías seguían sin creerle.
—Miren, soy cirujano del Centro Médico Universitario —explicó Kim. Metió la mano en el bolsillo de su saco blanco todo manchado y se puso a buscar torpemente en su interior. Douglas apretó el revólver aún más. Kim extrajo una tarjeta plastificada con su identificación del hospital y se la ofreció a Douglas, quien le hizo un gesto a Leroy para que la tomase.
—Parece auténtica —comentó Leroy después de un breve escrutinio.
—Cómo no va a ser auténticarespondió Kim.
—¿Qué les pasa a ustedes, los médicos, renunciaron a la higiene personal? —preguntó Douglas.
Kim se pasó la mano por la barba descuidada y echó un vistazo a su saco sucio y sus raspones. No se había duchado, afeitado ni cambiado de ropa desde la mañana temprano del viernes.
—Ya sé que mi apariencia no es la mejor —reconoció—. Hay una explicación, sin embargo. Pero por el momento lo que más me preocupa es la señorita Baldwin y saber dónde está el hombre del cuchillo.
—¿Qué nos puede decir, Curt? —le preguntó Douglas al guardia de seguridad—. ¿Estuvieron por acá una inspectora del USDA o un hombre raro, morocho y con tatuajes?
—Que yo sepa, no —respondió Curt—. Por lo menos no entraron mientras yo estuve de guardia. Hoy entré a trabajar a las tres de la tarde.
—Qué lástima, hombre —se dirigió Douglas a Kim. Fue un buen intento.
Luego se dirigió a Leroy y agregó:
—Espóselo.
—Espere un segundo —dijo Kim. Hay sangre en la otra habitación, y puede ser que sea de la señorita Baldwin.
—¿Dónde? —preguntó Douglas.
—Sobre una rejilla. Venga que le muestro.
—Esto es un matadero —señaló Curt—. Siempre hay sangre.
—Pero esta sangre parecía fresca.
—Póngale las esposas y vayamos a ver —decidió Douglas.
Kim permitió que le colocaran las esposas con los brazos tras la espalda. Luego lo hicieron caminar delante de ellos por la cámara frigorífica. En la sala de deshuesado, Curt pidió a los policías que esperaran a que apagara las luces y las cintas transportadoras.
—Esta maquinaria la encendió el hombre del cuchillo —señaló Kim.
—Ah, por supuesto —respondió Douglas.
Kim no intentó discutir y se abstuvo de señalar el barril de basura que había tirado contra una de las mesas de deshuesado. Estaba seguro de que la sangre convencería a los policías de que no estaba mintiendo.
Los condujo a la rejilla en cuestión. Cuando Curt dirigió la linterna hacia allí, Kim notó desilusionado que no quedaban huellas de la sangre que había visto.
—¡Acá había sangre! —discutió, negando con la cabeza. Alguien la lavó con una manguera.
—Seguro que fue el hombre del cuchillo, ¿no? —comentó Leroy con una risita.
—¿Y quién más? —agregó Douglas, jocoso.
—Esperen —pidió, desesperado. Tenía que hacer que le creyeran—. ¡El teléfono! Ella estaba hablando conmigo por su celular. Tiene que estar en la oficina de archivos.
—¡Pero qué original! —comentó Douglas—. La verdad es que hay que reconocer que es muy creativo. —Miró a Curt—. ¿Qué le parece si echamos un vistazo? De todos modos nos queda de paso para salir.
—Cómo no.
Mientras Curt mostraba el camino hacia la oficina de archivos, seguido por Kim y Douglas, Leroy se dirigió al patrullero a comunicarse con la seccional. Al llegar a la puerta de la oficina de archivos, el guardia dio un paso al costado y dejó que los otros dos entraran. La frustración invadió a Kim no bien ingresaron en el recinto. Alguien había ordenado las sillas; y lo peor era que ya no estaba el teléfono celular.
—Lo vi acá, se lo juro —insistió—. Y algunas sillas estaban patas arriba.
—Yo no vi ningún teléfono cuando vine a investigar quién había entrado —comentó Curt—. Y las sillas estaban igual que ahora.
—¿Y qué puede decirme del vidrio destrozado de la puerta? —preguntó Kim alterado. Señaló la puerta que daba al pasillo principal—. No tengo dudas de que ese fue el ruido de vidrios que oí que se rompían cuando hablaba con ella.
—Supuse que el destrozo de la ventana era parte de los daños causados por el intruso —dijo Curt—. Igual que con la ventana.
—Imposible. Yo fui el que rompió la ventana, pero el panel de la puerta ya estaba roto cuando llegué. Fíjese, el vidrio que cayó del panel de la puerta estaba del lado de adentro. El que lo rompió tuvo que haber estado en el pasillo.
—Hmm —murmuró Douglas. Observó detenidamente el vidrio roto al pie de la puerta—. En eso tiene razón.
—¡Su auto! —exclamó Kim, con una nueva idea en mente. Todavía tiene que estar afuera. Es un Ford sedan amarillo y está estacionado en la parte de atrás del edificio.
Antes de que Douglas pudiera responder ante esta nueva sugerencia, Leroy había regresado del patrullero. Su carota se había iluminado con una sonrisa mordaz.
—Acabo de hablar con la seccional —comentó—. Hicieron unas rápidas averiguaciones sobre el doctorcito, ¿y adivinen lo que me dijeron? No tiene un expediente limpio. Fue detenido anoche, sin ir más lejos, por intrusión, resistencia a la autoridad, ataque a un oficial de policía y agresión física a un gerente de una empresa de comida rápida. Ahora está en libertad bajo fianza.
—¡Pero qué tenemos acá! —comentó Douglas. ¡Un reincidente! Muy bien, doctor, ya basta. Viene con nosotros.