13

Sábado 24 de enero, al atardecer

Tracy se sentía aturdida. Su divorcio había sido difícil, sobre todo la lucha por la tenencia de su hija, pero eso no era nada comparado con lo que estaba padeciendo ahora. Gracias a su experiencia como terapeuta reconocía los síntomas con claridad: estaba al borde de caer en una grave depresión. Por el hecho de haber trabajado con pacientes que habían atravesado por circunstancias similares sabía que no iba a ser fácil, pero estaba dispuesta a pelear. Por otra parte, también sabía que tenía que elaborar el duelo.

Al tomar la última curva en el camino y aproximarse a su casa, alcanzó a ver estacionado el Lamborghini amarillo de Cari. No sabía si le alegraría verlo o no.

Llevó el auto hasta la entrada del garaje y apagó el motor. Cari descendió los escalones con un ramo de flores en la mano y fue a su encuentro. Ella bajó del auto y corrió directo a sus brazos. Permanecieron unos instantes en silencio, Cari abrazándola simplemente en la oscuridad del crepúsculo.

—¿Cómo te enteraste? —preguntó sin despegar su rostro del pecho de Cari.

—Como estoy en la dirección del hospital me entero de todo. Lo lamento tanto…

—Gracias. Estoy deshecha.

—Me imagino. Ven, vamos adentro.

Enfilaron hacia la puerta.

—Me contaron que Kim perdió la cabeza. Eso debe hacerlo aún más difícil para ti.

Tracy sólo asintió con un gesto.

—Este hombre está claramente fuera de sí. ¿Quién se cree que es? ¿Acaso Dios? Te aseguro que ha alborotado todo el hospital.

Tracy abrió la puerta sin responder. Ambos entraron.

—Kim está pasando por un mal momento —comentó ella.

—¡Ja! —exclamó Cari. Tomó el saco de Tracy y lo colgó junto con el suyo en el armario del hall—. Eso es poco decir. Como de costumbre estás siendo muy generosa. Yo, como ves, no soy tan caritativo. De hecho, me dan ganas de trompearlo por la forma en que se comportó anoche en el Onion Ring y andar diciendo que Becky se había enfermado allí. ¿Viste el artículo del diario? Produjo una baja importante en el precio de las acciones de la empresa. No tienes idea de lo que perdí por culpa de su locura.

Tracy entró en el living y se desplomó sobre el sofá. Estaba exhausta, pero a la vez exaltada e inquieta. Cari la siguió.

—¿Te sirvo algo? —se ofreció Cari. Un trago, algo de comer.

Tracy le indicó que no con la cabeza, y Cari se sentó frente a ella.

—Estuve hablando con algunos otros miembros del directorio de Foodsmart —le comentó—. Estamos pensando seriamente en hacerle juicio si sigue bajando la cotización de las acciones.

—No fue una acusación infundada. El día anterior a enfermarse, Becky comió una hamburguesa medio cruda en ese lugar.

—Oh, vamos —reaccionó Cari haciendo un gesto descalificador. Becky no se enfermó ahí. Se hacen cientos de miles de hamburguesas en nuestros locales y nadie se enferma. Las cocinamos a muerte.

Tracy no pronunció palabra. Cari se dio cuenta rápidamente de lo que acababa de decir.

—Lo siento. Dadas las circunstancias creo que elegí mal las palabras.

—No te preocupes —dijo ella, agotada.

—Sabes, lo que más me molesta de todo esto es que las hamburguesas se han llevado la peor parte con todo este asunto de la E. coli —añadió Cari. Y ahora hay una especie de asociación refleja: E. coli y hamburguesas. Demonios, mucha gente ha contraído este mismo mal a través del jugo de manzana, la lechuga, la leche y hasta por nadar en aguas contaminadas. ¿No crees que es injusto que las hamburguesas tengan que cargar con toda la culpa?

—No lo sé. Lamento no poder responder. Me siento aturdida. No puedo pensar.

—Por supuesto, amor —convino Cari. Soy yo quien debe disculparse por seguir hablando así. Creo que deberías comer algo. ¿Cuándo fue la última vez que probaste bocado?

—No me acuerdo.

—Ahí tienes. ¿Por qué no vamos a algún lugar tranquilo? —Lo miró sin poder creerlo.

—Se acaba de morir mi hija. No quiero salir. ¿Cómo se te ocurre siquiera sugerirlo?

—Está bien —sostuvo Cari alzando la mano como defendiéndose. Era sólo una idea. Tienes que comer. Si quieres, compro comida hecha. ¿Qué te parece?

Tracy bajó la cabeza y se tapó la cara con las manos. Cari no la estaba ayudando.

—No tengo apetito. Además creo que va a ser mejor que me quede sola esta noche. No soy buena compañía.

—¿En serio? —preguntó Cari algo herido.

—Sí, en serio —contestó Tracy levantando la cabeza. Seguro has de tener algún asunto que atender.

—Bueno, está la cena en la casa de Bobby Bo Mason. Recuerdas que te lo comenté.

—No, no me acuerdo —le respondió, cansada. ¿Quién es Bobby Bo?

—Uno de los magnates ganaderos de la zona. Hoy celebra su asunción a la presidencia de la Junta de Ganaderos de los Estados Unidos.

—Parece muy importante —dijo Tracy. Sus palabras contrastaban con lo que en verdad pensaba.

—En efecto. Es la organización nacional más poderosa en el rubro.

—Entonces no quiero retenerte —agregó Tracy.

—¿No te molestaría? —le preguntó—. Llevo mi teléfono celular. Cualquier cosa, me llamas y estoy aquí en veinte minutos como máximo.

—No me molesta en lo más mínimo —insistió—. Más aún, me sentiría mal si te perdieras la reunión por culpa mía.

El tablero del auto proyectaba su luz sobre el rostro de Kim. Marsha, que iba conduciendo, echaba miradas furtivas a su acompañante. Ahora que había tenido oportunidad de observarlo, tenía que admitir que era muy apuesto, aun con su barba de dos días.

Anduvieron un buen trecho en silencio. Finalmente Marsha logró que hablara de Becky. Tenía el presentimiento de que a él le haría bien hablar de su hija, y no se equivocó. Kim la deleitó con historias sobre las proezas de Becky en el patín, cosa que Tracy no había mencionado.

Cuando ya no se habló más de la niña, Marsha le contó un poco acerca de sí misma. Le explicó que había estudiado veterinaria. Luego dijo que, junto con una amiga, se habían interesado por el Departamento de Agricultura de los Estados Unidos, el USDA, y se propusieron ingresar en ese organismo para cambiar las cosas. Después de su graduación, descubrieron que había obstáculos que les impedían entrar en el sector de veterinaria del USDA, que las únicas vacantes para el personal nuevo estaban en el sector de inspección. Por último, solamente ingresó ella. La amiga decidió que era mucho sacrificio tener que esperar un año y pico para que le dieran el traslado, y prefirió entonces ejercer la profesión en forma particular.

—¿Veterinaria? —dijo Kim. Jamás lo hubiera dicho.

—¿Por qué?

—No lo sé exactamente. Quizás porque usted es tan… —Kim hizo una pausa mientras se esforzaba por encontrar la palabra. Finalmente dijo—: …demasiado elegante, supongo. A lo mejor soy un poco injusto, pero esperaría a alguien más…

—¿Más qué? —preguntó Marsha al ver que Kim volvía a hacer una pausa. Disfrutaba verlo en esa situación un tanto incómoda.

—Supongo que algo masculina. —Lanzó una risita—. Sé que es una tontería.

Marsha también rio. Al menos él se daba cuenta de lo ridiculas que sonaban sus propias palabras.

—Si no te molesta —dijo Kim, ¿puedo preguntarte la edad? Sé que es una pregunta inapropiada, pero a menos que seas una especie de niña prodigio, no tienes veintiuno ni veintidós como imaginaba.

—¡Cielos, no! —dijo Marsha. Veintinueve para treinta.

Marsha se inclinó hacia adelante y puso en funcionamiento los limpiaparabrisas. Había comenzado a llover. Ya era noche cerrada aunque apenas pasaban las seis de la tarde.

—¿Cómo vamos a hacer esto? —preguntó Kim.

—¿Hacer qué?

—Que yo pueda entrar en el Frigorífico Mercer.

—Ya te dije que no sería problema —repuso Marsha. Los empleados y supervisores se habrán ido mucho antes de que lleguemos. Sólo va a estar el personal de limpieza que se queda después de turno, y el guardia de seguridad.

—Bueno, el guardia no va a estar muy feliz de dejarme pasar. A lo mejor me convendría esperar en el auto.

—El guardia no nos va a ocasionar problemas —le aseguró Marsha. Tengo mi credencial del Departamento de Agricultura y del frigorífico.

—Sí, el problema voy a ser yo.

—No te aflijas. A mí me conocen. Jamás me han pedido la credencial. Si me la piden, les digo que eres mi supervisor… o que te estoy entrenando —dijo y rio.

—Con esta ropa no parezco del USDA.

Marsha le echó un vistazo y volvió a reír.

—¿Qué sabe un custodio de seguridad nocturna? Creo que tu aspecto es tan raro que puedes pasar por cualquier cosa.

—No se te nota muy preocupada —comentó Kim.

—Bueno… ¿qué es lo peor que podría pasar? A lo sumo, que no nos dejen entrar.

—Y que eso te cause inconvenientes —agregó Kim.

—Ya lo había pensado —dijo Marsha. Bueno, que pase lo que pase.

Bajaron de la autopista y atravesaron Bartonville. Tuvieron que detenerse ante el único semáforo del pueblo, en la intersección de las calles Mercer y Main.

—Al pensar en hamburguesas me cuesta creer que haya personas que las puedan comer. Antes de obtener este empleo era vegetariana a medias, pero ahora lo soy a ultranza.

—Viniendo de una inspectora del USDA eso no me deja muy tranquilo —confesó Kim.

—Se me revuelve el estómago de sólo pensar con qué las hacen.

—A ver, dime. —Es tejido muscular vacuno, ¿no?

—Tejido muscular y muchas cosas más. ¿Alguna vez oíste hablar del sistema avanzado de recuperación de carne?

—No.

—Se trata de un dispositivo de alta presión con el cual se desprende hasta el último resto de carne de los huesos del ganado —le explicó—. Lo que se obtiene es una pasta aguada de color gris que tiñen de rojo y mezclan con la carne con la que hacen las hamburguesas.

—Ay, qué repugnante.

—Eso y el tejido nervioso central —agregó Marsha, como por ejemplo, la médula espinal. Se mezcla en la hamburguesa todo el tiempo.

—¿De veras? —preguntó Kim.

—De veras —respondió ella. Y es peor de lo que parece. ¿Has oído hablar de la enfermedad de la vaca loca?

—¿Quién no? A mí me aterra. Me parece tremendo que al comer carne ingieras una proteína resistente al calor y eso te mate. Gracias a Dios no la tenemos en este país.

—Aún no —convino Marsha. Al menos hasta ahora no la hemos detectado. Pero para mí, es cuestión de tiempo, no más. ¿Sabes qué es lo que se cree originó la peste de la vaca loca en Inglaterra?

—Creo que fue por haber alimentado a las vacas con vísceras de ovejas infectadas —contestó—. Ovejas que padecían un mal equivalente, pero ovino.

—Exactamente —dijo Marsha. Se supone que en este país hay una ley que prohíbe que se las alimente de esta manera. Pero te cuento que eso no se cumple, y sé, por personas que están en este negocio, que por lo menos el veinticinco por ciento de los productores admiten en privado que no respetan esta prohibición.

—¿O sea que las mismas circunstancias que generaron la propagación de la peste de la vaca loca en Inglaterra están presentes en nuestro país?

—Así es —repuso Marsha. Y ahora que rutinariamente se incorpora en la hamburguesa la médula espinal y otras tantas cosas, los humanos somos el próximo eslabón de la cadena. Es por eso que digo que no falta mucho para que veamos los primeros casos.

—¡Dios mío! —exclamó Kim. Cuanto más escucho sobre este sucio negocio, más me aterro. No tenía idea de todo esto.

—La mayor parte de la población tampoco.

La mole blanca del Frigorífico Mercer apareció de pronto, y Marsha se dirigió a la playa de estacionamiento. Había pocos autos en comparación con la cantidad que había más temprano. Estacionó en el mismo lugar donde lo había hecho esa mañana, y apagó el motor.

—¿Listo? —le preguntó.

—¿Estás segura de que debo ir?

—¡Vamos! —Marsha abrió la puerta y se bajó.

La puerta de entrada estaba cerrada con llave. Marsha golpeó. Adentro, el guardia de seguridad estaba leyendo una revista, sentado tras el escritorio circular de la recepción. Respondiendo al llamado, se puso de pie y caminó hacia la puerta. Era un hombre entrado en años, de fino bigote. El uniforme de custodio era varios talles más grande que su medida.

—Está cerrado —les informó a través del vidrio.

—Marsha mostró la credencial del Frigorífico Mercer. El hombre la miró sin prestar mucha atención y abrió la puerta. Marsha se apresuró a entrar.

—Gracias —dijo.

Kim la siguió. Sabía que el guardia lo miraba con desconfianza, pero el hombre no dijo nada. Se limitó a cerrar la puerta.

Kim tuvo que correr para alcanzar a Marsha, que ya había pasado el escritorio de la recepción y caminaba presurosa por el pasillo.

—¿Qué te dije? —dijo ella. No hubo ningún problema.

El guardia de seguridad caminó hasta el extremo de la recepción y observó a Kim y Marsha desaparecer en el vestuario que había antes del sector de producción. Volvió a su escritorio y levantó el tubo del teléfono. El número que necesitaba estaba anotado en un papelito y pegado cerca del borde del mostrador.

—Señor Cartwright —dijo, cuando le atendieron, usted me pidió que estuviera atento por si llegaba la señorita Baldwin, del USDA. Bueno, acaba de entrar con otro hombre.

—¿El acompañante está de guardapolvo blanco, como los que usan los médicos?

—Sí —respondió el guardia.

—Cuando se retiren, que firmen el registro de salida —ordenó Jack—. Quiero tener pruebas de que estuvieron ahí.

—De acuerdo, señor.

Sin dejar el tubo del teléfono, Jack pulsó un botón del discado automático y esperó. Instantes más tarde escuchó la voz estentórea por la línea.

—Marsha Baldwin y el médico están de nuevo en la planta —informó.

—¡Por Dios! —protestó Everett—. Eso no es lo que quería oír. ¿Cómo demonios te enteraste?

—Dejé dicho a los de seguridad que me avisaran si volvían a aparecer —repuso Jack—. Por si acaso.

—Bien pensado —opinó Everett—. Quién sabe qué andan haciendo ahí.

—Si tuviera que adivinar diría que intentan rastrear la procedencia de alguna carne. Eso es lo que él me pidió que hiciera esta mañana.

—Dejémonos de adivinanzas —dijo Everett—. Regresa allá inmediatamente y averigua qué se proponen. Luego vuelve a comunicarte conmigo. No quiero que esto me arruine la noche.

Jack cortó. Tampoco quería que se le arruinara a él la noche. Hacía un mes que esperaba ansioso la cena en lo de Bobby Bo, y por cierto no había previsto tener que volver a la planta. Tomó su abrigo y, de muy mal humor, se dirigió al garaje para buscar su auto.

Kim sacudía los pies y los brazos. No podía entenderlo, pero los cuatro grados de la sala de armado de hamburguesas parecían más bien cuatro grados bajo cero, y hasta menos también. Se había puesto uno de los delantales del Frigorífico Mercer sobre el que ya traía puesto, pero ambas prendas eran de algodón y, debajo, sólo llevaba el pijama de cirugía. Las tres cosas no lograban protegerlo del frío, en especial porque estaba mayormente quieto. La gorrita blanca estilo gorra de baño tampoco servía de mucho.

Marsha revisaba el libro de anotaciones que encontró en la sala, cosa que venía haciendo desde hacía más de un cuarto de hora. Localizar el lote, las partidas y las fechas específicas le estaba llevando más tiempo del esperado. Al principio Kim miraba por sobre el hombro de Marsha, pero cuanto más frío sentía más perdía el interés.

Había además otras dos personas en la sala. Estaban moviendo mangueras de un lado a otro mientras limpiaban con vapor a alta presión la máquina de cortar hamburguesas. Ya estaban ahí cuando ellos llegaron, pero no habían intentado entablar ningún tipo de conversación.

—Ah, acá está —dijo Marsha, victoriosa. 29 de diciembre.

Siguió la lectura con el dedo hasta encontrar el lote 2. Luego, lo movió horizontalmente hasta llegar a las partidas apropiadas: de la 1 a la 5.

—Ah —exclamó.

—¿Qué pasa? —preguntó Kim, y se acercó para poder ver.

—Lo que me temía —respondió—. Las partidas 1 a 5 se hicieron con una mezcla de carne vacuna fresca y deshuesada que proveyó Higgins y Hancock, y carne picada congelada, importada. La importada es imposible de rastrear, salvo quizás averiguar el país de origen. Claro que ese dato no sirve para lo que tú quieres.

—¿Qué es Higgins y Hancock?

—Es un matadero local. Uno de los más grandes.

—¿Y el otro lote?

—Veamos —dijo Marsha, y dio vuelta la página. Encontré la fecha. ¿Cuáles eran los números de partida?

—Lote seis, partidas de nueve a catorce —dijo Kim después de consultar sus anotaciones.

—Bueno, acá está. Tendremos suerte si el problema está en el producto del día 12 de enero. En estas partidas solamente se utilizó carne de Higgins y Hancock. Echa un vistazo.

Kim miró donde le indicaban. Todo el lote había sido elaborado con carne fresca de la producción de Higgins y Hancock correspondiente al día 9 de enero.

—¿No hay forma de determinar si es uno u otro lote?

—Según me dijo el cocinero del Onion Ring, no —contestó Kim— pero mandé a analizar muestras de las dos. Los resultados van a estar para el lunes.

—Hasta entonces tendremos que suponer que es la de enero, porque es la única que podemos rastrear. Con suerte podremos llegar más allá de Higgins y Hancock.

—¿En serio? ¿Quieres decir entonces que podremos rastrear la procedencia de la carne hasta antes de que esta llegue al matadero?

—Así se supone que funciona el sistema, al menos en teoría. El problema es que esos novecientos kilos de carne deshuesada de los tambores maestros provienen de una gran cantidad de vacas distintas, pero la idea es que, a través de las boletas de compra, se pueda rastrear los animales y llegar hasta las granjas y establecimientos de donde provienen. Bueno, el próximo paso es ir a Higgins y Hancock.

—Denme ese libro —gritó Jack Cartwright.

Kim y Marsha se sobresaltaron. Jack se abalanzó sobre Marsha y le quitó el preciado libro. Con el ruido que hacía el vapor de alta presión no lo habían oído entrar.

—Finalmente ha sobrepasado sus límites, señorita Baldwin —reclamó Jack en tono triunfante y despectivo, mientras le apuntaba a la cara con un dedo acusador.

Marsha se enderezó y trató de recobrar la compostura.

—¿A qué se refiere? —preguntó tratando de que su voz denotara autoridad—. Tengo todo el derecho de revisar los libros.

—De ninguna manera. Usted tiene derecho a constatar que se lleven libros de registro, pero el contenido de los mismos es propiedad privada de una empresa privada. Y lo que es aún más importante, no tiene derecho a hacer uso de la autoridad que le confiere el Departamento de Agricultura para traer a un particular a ver los registros.

—Ya es suficiente —sostuvo Kim, e interponiéndose entre ambos agregó—: Si alguien tiene la culpa de todo, soy yo.

Jack no le prestó atención.

—Una cosa que puedo asegurarle, señorita Baldwin, es que el gerente regional del USDA, el señor Sterling Henderson, se va a enterar de inmediato sobre esta violación perpetrada por usted.

Kim apartó de un golpe el índice amenazador de Jack y aferró al hombre por el guardapolvo.

—Hijo de puta…

Marsha lo sujetó del brazo.

—¡No! —exclamó—. Déjalo. No compliquemos las cosas.

Kim lo soltó, aunque de mala gana.

Jack se acomodó las solapas.

—Los quiero a ambos fuera de aquí —dijo, imperioso, o llamo a la policía y los hago detener.

Kim miró indignado al vicepresidente del Frigorífico Mercer. Por un instante vio en ese hombre la encarnación de toda su rabia. Marsha tuvo que tironearlo de la manga para ponerlo en marcha.

Jack los observó marcharse. No bien se cerró la puerta levantó los libros hasta la altura de su pecho y los depositó en los estantes correspondientes. Después, fue tras Marsha y Kim hasta el vestuario, pero ellos ya se habían ido. Una vez en el hall, enfiló hacia el área de recepción. Llegó justo en el momento en que el auto de Marsha abandonaba el estacionamiento y se alejaba luego por la calle.

—No me hicieron caso —informó el guardia. Traté de decirles que tenían que llenar la planilla de salida.

—No importa. No cambia en nada las cosas —dijo Jack.

Jack volvió a su oficina y telefoneó a Everett.

—¿Y? ¿Qué averiguaste?

—Tal como lo sospechaba —respondió Jack—. Estaban en la sala de armado de hamburguesas, revisando los libros.

—¿No revisaron los registros de preparación?

—El guardia dijo que no estuvieron en ninguna otra sala, o sea que no pueden haber visto otros registros.

—Al menos algo bueno… —comentó Everett—. Lo último que desearía es que se enteraran de que estamos reciclando hamburguesas congeladas, pasadas en su fecha de vencimiento. Y eso podría ocurrir fácilmente si a alguien se le ocurre mirar en los libros de la sala de elaboración.

—Eso es apenas una trivialidad en medio de toda esta crisis —opinó Jack—. Lo que sí es un gran problema es que a estos dos se les ocurra presentarse en Higgins y Hancock. Oí que estaban hablando sobre Higgins y Hancock en el momento en que los sorprendí. Creo que habría que avisarle a Daryl Webster.

—Excelente idea —convino Everett—. Se lo decimos esta noche, cuando lo veamos. Pensándolo bien, mejor le hago ya mismo un llamadito de teléfono.

—Cuanto antes mejor. Quién sabe lo que pueden llegar a hacer estos dos, con lo loco que está ese médico.

—Te veo en lo de Bobby Bo —le dijo Everett.

—Tal vez llegue un poco tarde. Antes tengo que pasar por casa a cambiarme.

—Bueno, date prisa. Te quiero allí para la reunión del Comité de Prevención.

—Haré lo que pueda.

Everett cortó y buscó el número de teléfono de Daryl Webster. Everett se hallaba en su escritorio de la planta alta, a medio vestir. En el momento en que Jack lo llamó, estaba luchando con los gemelos de su camisa. Vestirse de esmoquin no era algo que tuviera que hacer con frecuencia.

—¡Everett! —oyó que lo llamaba Gladys, su mujer, desde el dormitorio. Gladys y Everett llevaban muchísimos años de casados—. Apresúrate. Tenemos que estar donde Mason dentro de media hora.

—Tengo que hacer un llamado rápido —gritó Everett, a modo de respuesta.

Encontró el número y lo marcó en seguida. Le atendieron casi de inmediato.

—Daryl, habla Everett Sorenson.

—¡Qué sorpresa! —respondió Daryl. Ambos habían tenido una carrera laboral muy pareja; no sólo eso, sino que además se parecían físicamente. Daryl también era corpulento, de cuello grueso, manos grandes y un rostro regordete, de tez rosada. La única diferencia era que Daryl tenía más pelo y orejas de tamaño normal—. Ya estábamos saliendo donde Mason —agregó.

—Gladys y yo también estábamos a punto de hacer lo mismo, pero surgió algo. ¿Supiste lo de Marsha Baldwin, la joven inspectora que tantos problemas me está trayendo?

—Sí, Henderson me puso al tanto. Una verdadera picapleitos, según parece.

—Sí. Para colmo, se juntó con ese médico desquiciado que anoche fue detenido en el Onion Ring. ¿Lo leíste en el diario de hoy?

—Imposible perdérselo. Me puso muy nervioso que siguiera machacando con lo de la E. coli.

—A mí también —dijo Everett—. Y ahora las cosas se han puesto peor. Hace unos instantes Baldwin fue a mi planta con el médico. No sé cómo él la convenció para que lo ayudara a rastrear la carne.

—Probablemente buscando la E. coli.

—Sin duda.

—Esto es alarmante.

—Totalmente de acuerdo —sostuvo Everett—. Máxime ahora que Jack Cartwright los oyó hablar acerca de Higgins y Hancock. Nos preocupa que también puedan aparecer en tu planta.

—Es lo último que necesito.

—Esta noche trataremos de buscar una solución permanente. ¿Me entiendes?

—Sí —dijo. Ya me llamó Bobby Bo.

—Mientras tanto deberías tomar ciertas precauciones, Daryl.

—Gracias por pasarme el dato. Ya mismo llamo a seguridad y los pongo sobre aviso.

—Eso es exactamente lo que te hubiera sugerido. Te veo dentro de un rato.

Daryl colgó, y levantando el dedo índice le dio a entender a Hazel, su mujer, que tenía un llamado más que hacer. Hazel, elegantemente vestida, esperaba impaciente en la puerta de entrada. Mientras su mujer hacía sonar una y otra vez la punta del pie en el piso, Daryl marcó el número principal del matadero.

Marsha condujo el auto en la entrada del garaje de Kim, y lo detuvo detrás del de Kim. Dejó el motor y los faros encendidos.

—Te agradezco mucho lo que has hecho —dijo Kim. Tenía la mano en la puerta pero aún no la abría—. Lamento que las cosas no salieran tan bien.

—Podría haber sido peor —dijo Marsha, vivaz—. Y quién sabe qué ocurrirá. Tenemos que esperar a ver cómo termina.

—¿Quieres entrar? Mi casa está hecha un desastre, pero me vendría bien un trago. ¿Qué dices?

—No, gracias; yo me vuelvo —respondió Marsha. Gracias a ti empecé algo que quiero terminar. Cuando el lunes recibas los resultados del laboratorio, yo ya querría haber avanzado lo más posible en el rastreo de la carne. De ese modo, estaremos mucho más adelantados cuando planteemos la necesidad de retirar el producto.

—¿Estás pensando en hacer algo ahora mismo?

—Sí —dijo Marsha, asintiendo con la cabeza, al tiempo que miraba la hora. Me voy directo a Higgins y Hancock. A lo mejor esta es mi única oportunidad. Como te dije, no me llevo bien con el gerente regional del USDA. El lunes, cuando se entere de nuestro pequeño altercado con Jack Cartwright, tal vez me quede sin trabajo. Por supuesto, eso significaría perder también mi credencial del Departamento de Agricultura.

—Cielos, si pierdes el empleo me voy a sentir muy mal. No es eso lo que yo pretendía.

—No tienes por qué echarte la culpa —sostuvo Marsha. Yo sabía el riesgo que corría. Así y todo creo que valió la pena. Como dijiste, mi obligación es proteger al público.

—Si vas a ir al matadero ahora, te acompaño —dijo Kim. No voy a dejarte ir sola.

—Lo siento, pero eso está fuera de toda discusión. Creí que no iba a haber ningún problema en el Frigorífico Mercer, y lo hubo. Con Higgins y Hancock es otra historia: sé que habrá problemas. Probablemente me sea difícil entrar aún con la credencial del Departamento.

—¿Cómo es posible? —preguntó Kim. ¿No es que, como inspectora del USDA, puedes entrar en cualquier frigorífico?

—No, si no me fueron asignados. Y en especial, no a un matadero. Tienen sus propios representantes del USDA trabajando con ellos en horario completo. Para que te des una idea, los mataderos son similares a las plantas de energía nuclear en lo que respecta a los visitantes. No los necesitan y no los quieren. Sólo les traen problemas.

—¿Qué es lo que esconden? —quiso saber Kim.

—Sus métodos, principalmente. No es algo lindo de ver ni en las mejores circunstancias, pero después de la desregulación de los años 80, todos los mataderos han incrementado su velocidad de producción; es decir, procesan más animales por hora. Algunos llegan a procesar entre doscientos cincuenta y trescientos por hora. A esa velocidad no se puede evitar la contaminación; es inevitable. De hecho, tan inevitable es, que la industria demandó al USDA cuando este consideró la posibilidad de declarar contaminada la carne que tenía E. coli.

—No puedes estar hablando en serio.

—Créeme —dijo Marsha. No te miento.

—¿Dices que la industria sabe que hay E. coli en la carne y dice que no lo pueden evitar?

—Exacto —contestó Marsha. No en toda la carne, sino en alguna.

—Es una atrocidad. La población debe enterarse. Esto no puede continuar. Me has convencido de que tengo que ver un matadero en funcionamiento.

—Ese es justo el motivo por el cual no les gustan las visitas, y por eso es que nunca te dejarían entrar. Bueno, no es totalmente cierto. Los mataderos son empresas con uso intensivo de mano de obra, y uno de los grandes dolores de cabeza que tienen es la constante falta de mano de obra. Así que supongo que si estás cansado de ser cirujano cardiovascular, podrían darte trabajo. Por supuesto, vendría muy bien si fueras un extranjero ilegal, ya que entonces podrían pagarte menos del sueldo mínimo.

—No me pintas un panorama alentador.

—Así es la realidad. Es un trabajo pesado e indeseable, y la industria siempre ha dependido en buena medida de los inmigrantes. La única diferencia es que ahora la mayoría de ellos provienen de Latinoamérica, en especial de México, mientras que en el pasado provenían del este de Europa.

—Esto me suena cada vez peor. No sé cómo jamás me había puesto a pensar en estas cosas. Es decir, si yo como carne, en cierta medida soy responsable.

—Es el lado malo del capitalismo. No quiero parecer socialista ni extremista, pero este es un ejemplo particularmente llamativo de cómo se pone el lucro económico por sobre la ética: la codicia de la mano de un desinterés absoluto por las consecuencias. En parte, por esto es que ingresé en el Departamento de Agricultura, porque creí que ese organismo podía cambiar las cosas.

—Si es que los funcionarios en el poder consideran necesario el cambio —agregó Kim.

—Muy cierto.

—Poniendo las cosas en perspectiva, estamos hablando de una industria que explota a sus obreros y no siente remordimiento alguno por matar a cientos de niños al año. La falta total de ética que todo esto pone en evidencia me hace temer aún más por ti.

—¿A qué te refieres? —preguntó Marsha.

—Me refiero a tu idea de presentarte ya mismo en Higgins y Hancock con una excusa falsa. Si utilizas tu credencial del Departamento de Agricultura creerán que vas por motivos oficiales.

—Claro. Es la única forma de que me dejen entrar.

—Con lo cuidadosos que son en cuanto al tema de la seguridad, ¿no crees que te estás arriesgando demasiado? Y no hablo de tu situación laboral.

—Sé a qué te refieres —respondió Marsha. Te agradezco el interés, pero no hay de qué preocuparse. Lo peor que podría pasar es que fueran con quejas a mi jefe, como dijo Cartwright que haría.

—¿Estás segura? —insistió Kim. No me gustaría que fueras si hay algún peligro. A decir verdad, después del episodio en el Frigorífico Mercer, me preocupa que sigas haciendo esto por mí. Quizás sea mejor que me dejes hacer lo que yo pueda. Si vas esta noche, estaré nervioso todo el tiempo.

—Me halaga tu preocupación, pero creo que debería ir y ver lo más posible. Nadie me va a hacer daño, ni tendré más problemas de los que ya tengo. A lo mejor, ni siquiera puedo entrar. Y como te dije, tú no podrías hacer nada porque no existe la más mínima posibilidad de que te dejen pasar.

—Quizás logre que me contraten como empleado, como sugeriste.

—Te lo dije en broma, no más. Era un ejemplo que ponía.

—Estoy dispuesto a hacer lo que tenga que hacer.

—Escucha, ¿qué te parece si llevo mi teléfono celular y te llamo cada quince o veinte minutos? Así no vas a estar tan preocupado y te voy manteniendo al tanto de lo que averiguo.

¿Qué opinas?

—Algo es algo —dijo Kim, sin demasiado entusiasmo. Pero cuanto más pensaba en esta última propuesta, mejor le parecía. La idea de tener que trabajar en el matadero para poder investigar no le atraía en lo más mínimo. Más importante aún era el hecho de que Marsha estaba absolutamente convencida de que no había riesgo alguno.

—Esta visita no me llevará mucho tiempo así que, cuando termine, vuelvo aquí y tomamos la copa que me ofreciste. Eso siempre y cuando la invitación siga en pie.

—Por supuesto. —Kim fue repasando el plan por última vez. Luego le dio a Marsha un leve apretón en el antebrazo y bajó del auto. En lugar de cerrar la puerta, volvió a asomarse hacia adentro.

—Sería bueno que lleves mi número.

—Buena idea —dijo ella, y buscó a tientas lapicera y papel.

Kim le dio el número.

—Estaré esperando al lado del teléfono, así que no dejes de llamar.

—No te preocupes —le aseguró Marsha.

—Buena suerte.

—Te llamo pronto.

Kim cerró la puerta de un golpe. Marsha dio marcha atrás, giró y se alejó por la calle. Kim permaneció allí, mirándola, hasta que la noche se tragó las luces traseras y su reflejo en el suelo mojado por la lluvia.

Se dio vuelta y miró su casa, oscura y desierta. Ni una sola luz daba un poco de vida a la sombría silueta. Se estremeció. Ahora que de repente se encontraba solo, caía sobre él la dura realidad de la muerte de Becky. La melancolía agobiante que había sentido antes volvía a aflorar. Kim movió la cabeza en gesto de desesperanza al pensar en lo frágil que había resultado su mundo. Su familia y su carrera le habían parecido siempre muy sólidas, y ahora, en un abrir y cerrar de ojos, todo se había desintegrado.

La casa de Bobby Bo tenía tantas luces que se asemejaba a un casino de Las Vegas. Para crear el ambiente de gala apropiado para su cena inaugural había contratado a un especialista en iluminación escénica. Y para darle un toque aún más festivo, consiguió una orquesta de mariachis que tocaba en el jardín del frente, bajo un toldo de lona. La llovizna de ninguna manera iba a estropearle el acontecimiento.

Bobby Bo era uno de los magnates ganaderos más importantes del país. En armonía con su imagen y con su lugar en la industria, había mandado a construir una casa cuyo estilo recargado era un monumento a todo lo kitsch del Imperio Romano. Pórticos con columnas se extendían en asombrosas direcciones. En los jardines había por doquier estatuas en yeso blanco de tamaño natural, imitando las griegas y romanas. Algunas hasta estaban pintadas en tonos muy reales de color piel.

Un grupo de mucamos uniformados formaba fila junto al camino de ingreso, a la espera de la llegada de los invitados. Unas antorchas de casi dos metros de alto chisporroteaban flanqueando el camino.

El Mercedes Benz de Everett Sorenson llegó apenas unos segundos antes que el Lexus de Daryl Webster. Parecía que lo hubieran planeado. Al bajar de los automóviles, ambos se abrazaron, y lo mismo hicieron sus mujeres.

Mientras los mucamos se llevaban rápidamente los vehículos, otros empleados acompañaban a los invitados con grandes sombrillas de golf. Los cuatro comenzaron a subir las escalinatas hacia la puerta de doble hoja de la entrada.

—Me imagino que habrás avisado a tu personal de seguridad —murmuró Everett.

—No bien terminé de hablar contigo. —Bien. Cualquier precaución es poca, sobre todo ahora que el mercado de la carne está volviendo a recuperarse.

Terminaron de subir la escalinata y tocaron el timbre. Mientras esperaban, Gladys se acercó a Everett y le acomodó la corbata moño.

Las puertas se abrieron de golpe. La luz proveniente del interior se reflejaba en el mármol blanco del vestíbulo y encandiló a los recién llegados. Frente a ellos estaba Bobby Bo, rodeado del imponente marco y dintel de mármol.

Bobby Bo era corpulento, bastante parecido a Everett y a Daryl y, al igual que sus colegas, confiaba tanto en lo que vendía, que solía comerse bifes de gran tamaño. Tenía una imponente mandíbula, y torso semejante a un barril. Impactaba con su esmoquin hecho a medida, corbatín ribeteado en hilo dorado y gemelos de brillantes.

—Bienvenidos, amigos —dijo, alegre. Al sonreír, se le veían unas cuantas muelas de oro—. Denle sus sacos a la muchacha y sírvanse champagne.

De la sala principal emanaban risas y música; los Sorenson y los Webster no habían sido los primeros en llegar. A diferencia de la música de los mariachis, la que se oía en el interior era más lenta y provenía de un cuarteto de cuerdas.

Una vez entregados los abrigos, Gladys y Hazel caminaron del brazo hacia donde estaba la mayoría de los invitados. Bobby Bo retuvo a Everett y Daryl.

—El único que no ha llegado es Sterling Henderson —dijo. En cuanto llegue, haremos una pequeña reunión en la biblioteca. Ya les avisé a los demás.

—Jack Cartwright también se ha retrasado un poco —dijo Everett—. Me gustaría que él participara.

—No tengo ninguna objeción —repuso Bobby Bo. Adivina quién más está aquí.

Everett miró a Daryl. Ninguno de los dos quería arriesgar una respuesta.

—Cari Stahl —dijo Bobby Bo con expresión triunfante.

Una sombra de miedo embargó a ambos invitados.

—Esto me hace sentir incómodo —expresó Everett.

—Tengo que decir lo mismo —agregó Daryl.

—Vamos, muchachos —se burló Bobby Bo, y riendo agregó—: Lo peor que puede pasar es que los despida.

—La posibilidad de perder mi empleo no es algo que me dé ganas de bromear.

—A mí tampoco —convino Everett—. Pero pensándolo bien es la razón más importante por la cual tenemos que erradicar el problema antes de que sea demasiado tarde.