12

Sábado, 24 de enero

El débil sol de primera hora de la mañana se filtraba en haces oblicuos por el aire lleno de partículas de polvo de la sala del tribunal y creaba un círculo iluminado en el piso. Kim estaba parado en el haz de luz y parpadeaba por el reflejo. Frente a él, el juez Harlowe, vestido con su toga negra, presidía la audiencia. Tenía unos anteojos de lectura colocados en forma precaria sobre su nariz angosta y afilada. Para Kim, tenía el aspecto de un enorme cuervo.

—Después de más de veinte años en los tribunales —decía en ese momento el juez mientras miraba a Kim por sobre sus anteojos, lo que veo y oigo ya no debería sorprenderme. Pero esta sí que es una historia extraña.

—Se debe al estado en que se encuentra mi hija —dijo Kim. Todavía estaba vestido de guardapolvo blanco sobre el uniforme de cirugía, y aún tenía el barbijo alrededor del cuello. Pero el guardapolvo ya no estaba planchado y limpio. Por haber dormido con él durante toda la noche en la cárcel, estaba arrugado y sucio. Debajo del bolsillo izquierdo había una mancha de color marrón rojizo.

—Doctor, me conduele profundamente que su hija esté tan enferma —dijo el juez Harlowe. Lo que no consigo comprender es por qué usted no está en el hospital acompañándola.

—Debería estar allí —contestó Kim, pero su estado es tan grave que ya no puedo hacer nada. Además, sólo tenía la intención de ausentarme una hora más o menos.

—Bueno, no es mi función emitir juicios de valor, pero sí lo es evaluar su conducta en cuanto a los cargos de violación de domicilio, lesiones ocasionadas al gerente de un restaurante de comidas rápidas y, tal vez lo más grave de todo, resistencia y atentado contra la autoridad. Doctor, este comportamiento es inaceptable en cualquier circunstancia.

—Pero, Su Señoría, yo…

El juez levantó una mano para acallarlo.

—No importa que sospeche que la enfermedad de su hija pueda haber sido originada en el Onion Ring de la calle Prairie. Usted más que nadie debería saber que tenemos un Departamento de Salud cuya función es investigar este tipo de casos, y además existen los tribunales de justicia. ¿Me explico?

—Sí, Su Señoría —respondió Kim, resignado.

—Espero que busque ayuda, doctor —prosiguió el juez—. Su conducta me ha dejado totalmente azorado, sabiendo que es un renombrado cardiocirujano. Casualmente usted operó a mi suegro, y él todavía se deshace en alabanzas cuando lo nombra. De todas formas, lo dejo en libertad bajo palabra. Deberá presentarse ajuicio dentro de treinta días a partir de la fecha. Vea al secretario del juzgado.

El juez Harlowe bajó el mazo y pasó al caso siguiente.

Cuando salía del edificio de tribunales, Kim divisó un teléfono público. Vaciló un momento, tratando de decidir si llamar al hospital o no. La noche anterior había intentado llamar a Tracy pero no había logrado comunicarse con ella. Ahora, con un teléfono a su disposición, titubeó. Se sentía culpable por haber estado afuera durante tanto tiempo, y también avergonzado de lo sucedido. Además tenía miedo de lo que podían decirle sobre Becky. Decidió ir en lugar de llamar.

En una parada de taxis que había frente al tribunal, tomó un coche que lo llevó al Onion Ring. El restaurante desierto parecía completamente diferente por la mañana, antes de abrir. El viejo auto de Kim era el único vehículo en la playa de estacionamiento, y no se veía ni un alma.

Subió a su auto y se dirigió al hospital. Camino hacia allí, pasó por el laboratorio Sherring.

Entró, se acercó al mostrador de recepción y tocó un timbre de acero inoxidable. Segundos después apareció una mujer vestida de guardapolvo.

Kim extrajo las dos hamburguesas, ya descongeladas, de su bolsillo izquierdo y se las entregó.

—Quiero que analicen estas hamburguesas para ver si tienen E. coli O157:H7 —dijo. También la toxina.

La técnica echó un cauteloso vistazo a la carne descolorida.

—Hubiera sido mejor que conservara las muestras en la heladera —dijo. Cuando la carne ha permanecido a temperatura ambiente durante más de una o dos horas, genera gran cantidad de bacterias.

—Sí, ya lo sé —contestó Kim, pero no me importan las otras bacterias. Sólo quiero saber si hay E. coli O157:H7.

La mujer salió un momento y volvió con unos guantes de goma puestos. Tomó la carne y colocó cada muestra en un recipiente separado. Luego tomó los datos para la facturación. Kim utilizó la cuenta de su consultorio.

—¿Cuándo estará listo? —preguntó.

—El resultado final va a estar dentro de cuarenta y ocho horas.

Kim le agradeció, se lavó las manos en un baño y volvió a su auto.

A medida que se aproximaba al hospital, se ponía cada vez más nervioso. Comenzó a temblar cuando estacionaba el auto; los temblores se intensificaron mientras subía en el ascensor. Prefirió enfrentar a Tracy luego de verificar el estado de Becky, por lo que se dirigió a la unidad de terapia intensiva por la parte de atrás para evitar la sala de espera de ese sector. Cuando pasaba por los pasillos, la gente lo miraba con curiosidad. Kim podía entender por qué, considerando su aspecto. Además de tener la ropa sucia, necesitaba ducharse, afeitarse y peinarse.

Dentro de la unidad de terapia intensiva, saludó al empleado del sector con una inclinación de cabeza, pero no le dio ninguna explicación. Cuando se acercaba a la habitación, iba haciendo un trato con Dios. Si le salvas la vida a Becky…

Se acercó al costado de la cama. Una enfermera estaba de espaldas a él, cambiando el frasco de suero intravenoso. Kim miró a su hija. Cualquier mínima esperanza de mejoría que hubiera alentado se desvaneció al instante. Era obvio que todavía se hallaba en coma. Le habían vendado los ojos, y aún seguía entubada y conectada al respirador artificial. Lo nuevo era unas grandes manchas color púrpura oscuro producidas por hemorragias subcutáneas en el rostro que le daban un aspecto cadavérico.

—Ay, Dios mío, me asustó —dijo la enfermera cuando lo vio. Se llevó una mano al pecho—. No lo oí.

—No tiene buen aspecto —dijo Kim, manteniendo un tono de voz sin inflexiones en un intento por ocultar la pena, la ira y la humillante impotencia que sentía.

—Es cierto —convino la enfermera, mirándolo con cierto recelo. El pobre angelito lo ha estado pasando muy mal.

El oído experto de Kim desvió su atención hacia la pantalla del monitor cardíaco. El sonido era irregular, al igual que las señales del cursor.

—¡Tiene una arritmia! ¿Cuándo se presentó?

—Hace relativamente poco —contestó la mujer. Empezó anoche. Tuvo un derrame cardíaco que rápidamente generó síntomas de taponamiento. Hubo que intervenir.

—¿Cuándo? —preguntó Kim. Ahora se sentía aún más culpable por no haber estado allí. Tratar un derrame cardíaco era algo que conocía bien.

—Minutos después de las cuatro de la mañana.

—¿Todavía se encuentra aquí alguno de sus doctores? —preguntó Kim.

—Creo que sí —contestó la enfermera. Me parece que están hablando con la mamá de la paciente en la sala de espera.

Kim salió con rapidez. No podía soportar ver a su hija en ese estado. En el pasillo se detuvo para recuperar el aliento y recobrar un poco de compostura. Luego se dirigió a la sala de espera. Encontró a Tracy hablando con Claire Stevens y Kathleen Morgan. No bien vieron a Kim, la conversación se interrumpió.

Durante un momento siguió el silencio.

Tracy estaba a todas luces perturbada. Su boca era una línea sombría. Tenía las rodillas apretadas y las manos entrelazadas con fuerza. Miró a Kim con una expresión triste y confundida, que reflejaba tanto preocupación como desprecio. Meneó la cabeza.

—Tienes puesta la misma ropa. Estás hecho un desastre. ¿Dónde diablos estuviste?

—Mi visita al Onion Ring fue más larga de lo que esperaba. —Miró a Claire—. De manera que Becky ahora presenta pericarditis.

—Lamentablemente, sí —contestó Claire.

—¡Dios mío! ¿Qué vendrá después?

—A esta altura, cualquier cosa —dijo Kathleen. Hemos confirmado que esta es una cepa particularmente patógena de la E. coli que produce no una sino dos toxinas de extraordinaria potencia. Lo que estamos viendo es un urinario hemolítico con todas las letras.

—¿Y la plasmaféresis? —preguntó Kim.

—El doctor Ohanesian la pidió encarecidamente al presidente de la Junta de Revisión de AmeriCare —dijo Claire. Pero, tal como habíamos hablado, lo más probable es que no nos den el visto bueno.

—¿Por qué no? —preguntó Kim. Tenemos que hacer algo, y yo dije que estaba dispuesto a pagarlo.

—No importa si está dispuesto a pagar o no —explicó Claire. Desde el punto de vista de ellos, sentaría un peligroso precedente. Luego se verían forzados a ofrecérselo a familias que no pudieran o no quisieran pagarlo.

—Entonces llevemos a Becky a un lugar donde sí lo ofrezcan —dijo Kim, irritado.

—Doctor Reggis —dijo Claire, compasiva, hoy Becky está más delicada que ayer, y ayer ya no estaba en condiciones de ser trasladada. Pero no descartamos del todo la plasmaféresis. Todavía hay esperanzas de que den luz verde. Sólo hay que esperar.

—Esperar sin hacer nada —dijo Kim, malhumorado.

—Eso no es cierto —reaccionó Claire acaloradamente. Luego se contuvo y suspiró; hablar con Kim no era una tarea que le agradara—. Estamos apoyándola de todas las maneras posibles.

—Lo que significa que están sentadas de brazos cruzados tratando complicaciones.

Claire se puso de pie y miró a Tracy y a Kathleen.

—Tengo que ir a hacer las visitas a mis otros pacientes internados, pero estaré a su disposición si me necesitan. Cualquier cosa, avísenme al radiomensaje.

Tracy asintió con la cabeza. Kathleen respondió que ella haría lo mismo en unos minutos más. Claire se alejó.

Kim se desplomó en el sillón que Claire había dejado libre y enterró la cabeza entre las manos. Luchaba contra un torbellino de emociones: primero ira, luego tristeza, luego ira otra vez. Ahora había vuelto la tristeza. Trató de contener las lágrimas. Sabía que debería estar atendiendo a sus propios pacientes pero por el momento era incapaz de hacerlo.

—¿Por qué te llevó tanto tiempo visitar el Onion Ring? —preguntó Tracy. Pese a lo molesta que estaba por el comportamiento de Kim, no podía evitar sentirse preocupada. Su exmarido daba pena.

—En realidad, estuve preso.

—¡Preso!

—Si quieres que admita que tenías razón, tenías razón —dijo Kim. Debería haberme calmado antes de ir.

—¿Por qué estuviste preso?

—Perdí los estribos. Fui allí a averiguar sobre la posibilidad de que hubiera carne en mal estado. La negativa hipócrita del gerente me sacó de quicio.

—No creo que sea culpa de la industria de comidas rápidas —opinó Kathleen. Con este problema de la E. coli, este tipo de restaurantes sufre las consecuencias tanto como los clientes que resultan infectados. Ellos reciben hamburguesas contaminadas.

—Así me lo imaginaba —dijo Kim, con el rostro aún enterrado entre las manos. Mi próxima visita será al Frigorífico Mercer.

—Con Becky en este estado, se me hace difícil pensar —dijo Tracy—, ¿pero cómo puede haber carne contaminada? ¿No se inspecciona continuamente esos lugares? Es decir, ¿el Departamento de Agricultura de los Estados Unidos no certifica la carne?

—La certifican —contestó Kathleen, pero hoy en día es ingenuo suponer que no está contaminada.

—¿Cómo puede ser? —preguntó Tracy.

—Por muchas razones —respondió Kathleen, la principal de las cuales es que el Departamento de Agricultura tiene un grave conflicto de intereses.

Kim levantó la cabeza.

—¿Cómo es eso?

—Es debido a la función que debe cumplir el Departamento —dijo Kathleen. Por un lado, es el organismo oficial defensor de la agricultura de los Estados Unidos, que incluye a la poderosa industria de la carne. Esa es en realidad la principal tarea del Departamento. Por otro lado, tiene obligaciones de inspección. Obviamente, las dos funciones no son compatibles. Es el típico caso de pedirle al zorro que vigile el gallinero.

—Suena increíble —comentó Kim. ¿Es algo que usted sabe con certeza o algo que ha oído y simplemente está transmitiendo?

—Lamentablemente lo sé de primera fuente —aseguró Kathleen. Me he pasado más de un año investigando el problema de la intoxicación alimentaria. Me interesé en él a través de unos grupos de consumidores que están librando una difícil batalla para combatirla.

—¿Cómo fue que se metió en eso? —quiso saber Tracy.

—Hubiera sido difícil mantenerme al margen. La intoxicación alimentaria y la enfermedad que causa se han convertido en parte fundamental de mi especialidad. La gente por lo general quiere meter la cabeza bajo la tierra con respecto a todo esto, pero es un problema que empeora día a día.

—¡Qué increíble! —exclamó Kim, a medida que la ira iba superando de nuevo a la tristeza.

—Aún hay más —dijo Kathleen—. No sólo existe un conflicto de intereses con el Departamento de Agricultura sino que, por lo que he visto, el Departamento de Agricultura y la industria de la carne están demasiado ligados.

—¿Qué está queriendo decir? —preguntó Kim.

—Exactamente lo que dije. En particular en puestos gerenciales intermedios hay cierto tipo de gente que tiende los hilos en diferentes direcciones para conseguir que se interfiera lo menos posible con la industria.

—Sin duda, todo eso es por un beneficio económico —dijo Kim.

—Seguro. La industria de la carne es un negocio multimillonario. Su objetivo es maximizar las ganancias, no lograr el bienestar de la población.

—Un momento —intervino Tracy—. ¿Cómo puede ser verdad todo esto? En el pasado, el Departamento de Agricultura ha descubierto problemas y ha tomado medidas para solucionarlos. Me refiero a que no hace mucho con los Alimentos Hudson…

—Perdón —la interrumpió Kathleen. No fue el Departamento de Agricultura el que descubrió la contaminación con E. coli en los Alimentos Hudson. Fue un atento funcionario de salud pública. Por lo general lo que ocurre es que, cuando se produce uno de estos episodios, el Departamento de Agricultura se ve obligado a montar un espectáculo. Entonces hacen mucha bambolla ante la prensa para dar la impresión de que están cumpliendo con sus funciones de proteger a la población, pero desafortunadamente nunca se llega a hacer nada sustancial. Lo que es muy irónico es que el Departamento de Agricultura ni siquiera tiene el poder para retirar la carne que encuentra en mal estado. Sólo puede hacer una recomendación. Nada de lo que decide tiene fuerza de ley.

—¿Quiere decir que es como pasó con Alimentos Hudson? —preguntó Tracy—. Al principio, recomendaron que se retiraran sólo doce mil kilos de carne.

—Exacto —afirmó Kathleen. Fueron los grupos de consumidores los que obligaron al Departamento a aumentar esa cifra a más de cuatrocientos cincuenta mil kilos. El impulsor no fue el Departamento.

—No tenía idea de nada de esto —dijo Tracy—, y eso que me considero una persona razonablemente informada.

—Tal vez lo peor —siguió diciendo Kathleen es que cuando el Departamento de Agricultura habla de contaminación al llevar a cabo sus servicios de inspección, por lo general se refiere a la contaminación gruesa, con materia fecal visible a simple vista. La industria ha luchado contra cualquier inspección microscópica o bacteriológica durante años. Ahora se supone que se hacen algunos cultivos, pero como para decir que hacen algo, no más.

—Cuesta creerlo —dijo Tracy—. Yo siempre di por sentado que la carne estaba en buen estado.

—Es una situación lamentable —dijo Kathleen, con consecuencias trágicas.

Durante un momento, nadie habló.

—Que bien conocemos —agregó Tracy, como si de repente se hubiera dado cuenta de que esa no era una simple conversación retórica. Su hija no era ninguna abstracción. Una nueva lágrima rodó por su mejilla.

—Bueno, esto me ha terminado de decidir —dijo Kim, y se paró de golpe.

—¿A qué? —logró decir Tracy—. ¿Ahora a dónde vas?

—A Bartonville. Quiero hacer una rápida visita al Frigorífico Mercer.

—Pienso que deberías quedarte aquí —dijo Tracy, exasperada. Sabes mejor que yo que el estado de Becky es grave. Las doctoras Stevens y Morgan me han dejado entrever que podría ser necesario tomar algunas decisiones difíciles.

—Por supuesto que sé que el estado de Becky es grave —dijo Kim de mala manera. Es por eso que me cuesta tanto quedarme aquí sentado sin hacer nada. Me vuelve loco. Me cuesta incluso mirarla, sabiendo que no hay nada que pueda hacer como médico para ayudarla. Además, oír todo esto sobre la industria de la carne y el Departamento de Agricultura me pone furioso. Dije que iba a averiguar cómo se enfermó Becky. Voy a seguir el rastro de esta E. coli a dondequiera que me lleve; al menos puedo hacer eso por mi hija.

—¿Y si te necesitamos?

—Tengo el teléfono celular en el auto —contestó Kim. Me pueden llamar. De todas formas, no tardaré mucho.

—Sí, igual que ayer —dijo Tracy.

—Ya escarmenté. No voy a perder la paciencia.

Tracy no parecía convencida.

—Ve, si no hay más remedio —le dijo, molesta.

Kim salió como una tromba de la sala de espera de terapia intensiva. No sólo pesaba sobre él el estado declinante de Becky sino también la hostilidad de Tracy. Apenas el día anterior, su exesposa había dicho que comprendía sus frustraciones. Ahora parecía como si se hubiera olvidado de que alguna vez dijo algo.

Ya en la autopista, Kim utilizó su teléfono celular para localizar a Tom. Intentó en varios lugares antes de encontrarlo en su laboratorio del hospital.

—Tengo que pedirte otro favor —dijo Kim.

—¿Cómo está Becky? —le preguntó Tom.

—Para ser sincero, muy mal. Me he estado negando la gravedad de su estado pero no puedo seguir haciéndolo. El panorama no es nada alentador. Yo no tenía idea de que esta E. coli fuera tan patógena e imposible de tratar cuando la toxina entra en el sistema. Bueno, lo cierto es que no soy optimista. —Hizo una pausa, luchando contra las lágrimas.

—Lo siento mucho. Qué tragedia. ¿En qué puedo ayudarte?

—¿Podrías controlar a mis pacientes internados durante unos días? —logró decir Kim. Estoy deshecho.

—Ningún problema —le contestó Tom amablemente. Haré mis propias visitas dentro de unos minutos, cuando termine aquí, y agrego las tuyas. También les diré a las enfermeras que me avisen si se presenta algún problema.

—Gracias, Tom. Quedo en deuda contigo.

—Me gustaría poder hacer algo más.

—A mí también —replicó Kim.

Bartonville estaba a menos de cuarenta minutos de la ciudad. Kim recorrió la calle principal y luego siguió las indicaciones que le habían dado en una estación de servicio, a la salida de la autopista. Encontró el Frigorífico Mercer sin inconvenientes.

La planta era muchísimo más grande de lo que suponía. El edificio era todo blanco y de aspecto moderno, pero sin otra característica particular. Los jardines estaban bellamente decorados con senderos de piedra y grupos de árboles en el sector de estacionamiento. Todo el complejo transmitía una impresión de alto poder económico.

Kim estacionó relativamente cerca de la puerta principal, en uno de los espacios reservados para «visitas». Bajó del auto y se dirigió hacia la entrada. Cuando iba hacia allí, se hizo el propósito de no descontrolarse. Luego de la experiencia en el Onion Ring, sabía que perder los estribos sólo le traería problemas.

La recepción parecía propia de una compañía de seguros, no de un frigorífico. Una alfombra de pared a pared cubría el piso, el mobiliario tenía costosos tapizados y había cuadros con reproducciones en las paredes. Únicamente el tema central de las reproducciones daba una pista sobre la naturaleza del negocio: eran láminas de diversas razas de ganado.

Una mujer regordeta con un auricular inalámbrico estaba sentada frente a un escritorio circular, ubicado en el centro de la habitación.

—¿Puedo ayudarlo? —preguntó.

—Espero que sí —respondió Kim. ¿Quién es el presidente del Frigorífico Mercer?

—El señor Everett Sorenson.

—¿Podría llamar al señor Sorenson y decirle que el doctor Kim Reggis desea hablar con él?

—¿Puedo informarle al señor Sorenson por qué asunto es? —preguntó la mujer, mirando a Kim en forma escéptica. Por el aspecto, parecía casi un vagabundo.

—¿Es necesario?

—El señor Sorenson es una persona muy ocupada.

—En ese caso —respondió Kim, dígale que se trata de las hamburguesas contaminadas que el Frigorífico Mercer le vendió a la cadena de restaurantes Onion Ring.

—¿Cómo dijo? —exclamó la mujer. Había oído a Kim pero no podía creerlo.

—O mejor aún —prosiguió Kim, que ya comenzaba a olvidarse de su propósito de mantener la compostura, dígale que me gustaría discutir el hecho de que mi única hija está luchando por su vida luego de consumir una hamburguesa de este frigorífico.

—Tome asiento, por favor. —La mujer tragó saliva nerviosamente. Kim se había inclinado sobre su escritorio, apoyado sobre sus nudillos—. Le transmitiré su mensaje al presidente.

—Gracias —dijo Kim. Le dirigió una sonrisa forzada y retrocedió hasta uno de los sofás.

La mujer habló por su auricular, al tiempo que lanzaba nerviosas miradas en dirección a Kim, que volvió a sonreír. No podía oír lo que ella decía pero, por la forma en que lo miraba, sabía que hablaba de él.

Kim se cruzó de piernas. Sacudió un pie. Lentamente transcurrieron cinco minutos. Cuanto más esperaba, más volvía a inundarlo la ira. Cuando ya pensaba que no podía seguir sentado ahí ni un minuto más, apareció un hombre de guardapolvo blanco muy parecido al suyo, salvo que estaba limpio y planchado. En la cabeza tenía una gorra de béisbol azul con la leyenda FRIGORÍFICO MERCER bordada arriba de la visera. Traía una carpeta con sujetapapeles en la mano.

Se dirigió directamente a Kim y le tendió la mano. Kim se puso de pie y estrechó la mano del hombre, aunque no tenía pensado hacerlo.

—Doctor Reggis, soy Jack Cartwright. Encantado de conocerlo.

—¿Dónde está el presidente? —preguntó Kim.

—En este momento está ocupado —contestó Jack—, pero me pidió que viniera a hablar con usted. Soy uno de los vicepresidentes y, entre otras cosas, estoy a cargo de las relaciones públicas.

Jack era un hombre corpulento, de tez pálida, y con una nariz de porcino ligeramente respingada. Sonrió como queriendo congraciarse.

—Quiero hablar con el presidente.

—Escuche —dijo Jack, sin perder un segundo, siento de verdad que su hija esté enferma.

—Está más que enferma —respondió Kim. Está al borde de la muerte, luchando por su vida contra una bacteria llamada E. coli O157:H7. Me imagino que la han oído mencionar.

—Lamentablemente sí —dijo Jack. Su sonrisa desapareció—. Todo el mundo en el negocio de la carne la conoce, en especial después de la requisa que se hizo en Frigoríficos Hudson. En realidad, estamos tan paranoicos con este tema, que nos esforzamos en exceder ampliamente todas las reglas y recomendaciones del Departamento de Agricultura. Y como prueba de nuestros esfuerzos, nunca hemos sido citados por ninguna deficiencia.

—Quiero visitar el área de producción de las hamburguesas —pidió Kim. No le interesaba la cháchara que obviamente Jack tenía aprendida de memoria.

—Bueno, eso es imposible. Como comprenderá, restringimos el acceso para evitar la contaminación. Pero…

—Un momento —intercaló Kim, con el rostro enrojecido. Soy médico. Comprendo lo de la contaminación. Estoy dispuesto a ponerme cualquier vestimenta que normalmente se use en el sector. Haré todo lo que haya que hacer. Pero no voy a aceptar que me lo impida.

—Eh, cálmese —dijo Jack de buena manera. No me dejó terminar. No puede ingresar en el sector de producción pero tenemos una pasarela de observación vidriada, así que puede ver todo el proceso. Lo que es más, no tiene necesidad de cambiarse de ropa.

—Bueno, al menos es algo.

—¡Excelente! Por aquí, por favor.

Jack lo condujo por un pasillo.

—¿Está interesado únicamente en la producción de hamburguesas? —preguntó—. ¿No quiere ver otros productos derivados de la carne, como por ejemplo, salchichas?

—Sólo hamburguesas —contestó Kim.

—Estupendo.

Llegaron a una escalera y comenzaron a subir.

—Quiero asegurarle que aquí, en el Frigorífico Mercer, somos los reyes de la limpieza —señaló Jack—. Qué diablos, toda el área de producción se limpia a diario, primero con vapor de alta presión y luego con un compuesto de amonio. Quiero decir, uno podría comer del suelo.

—Ahá —murmuró Kim.

—Todo el sector de producción se mantiene a un grado y medio de temperatura —dijo Jack cuando llegaron a lo alto de la escalera. Puso la mano sobre el picaporte de una puerta de emergencia—. Es duro para los obreros, pero más para las bacterias. ¿Entiende a qué me refiero? —Jack se rio; Kim no dijo nada.

Pasaron por la puerta e ingresaron en un pasillo vidriado que se hallaba un piso por encima del área de producción y corría todo a lo largo del edificio.

—Muy impresionante, ¿no le parece? —dijo Jack, orgulloso.

—¿Dónde está el área de las hamburguesas? —preguntó Kim.

—Ya vamos a hablar de eso, pero primero déjeme explicarle lo que hacen todas estas máquinas.

Debajo de ellos, Kim vio a obreros que se ocupaban de sus tareas. Todos estaban vestidos con uniformes blancos y gorras blancas parecidas a las gorras de baño. También tenían puestos guantes y protectores de calzado. Kim tuvo que reconocer que la planta parecía nueva y limpia. Estaba sorprendido. Había esperado algo mucho menos impresionante.

Jack tuvo que hablar fuerte debido al ruido de las máquinas. El vidrio que bordeaba la pasarela era de hoja simple.

—No sé si está al tanto de que la hamburguesa es por lo general una mezcla de carne fresca y congelada —explicó—. Allí se hace el picado grueso. Por supuesto, a la carne congelada primero se la descongela.

Kim asintió con la cabeza.

—Luego del picado grueso, se coloca la carne fresca y la congelada en el mezclador de preparación que ve allá abajo, para hacer una partida. Luego se le hace el picado fino en esas grandes moledoras —dijo, y señaló.

Kim volvió a asentir.

—Hacemos cinco partidas por hora —siguió diciendo Jack—. Luego las partidas se combinan para formar un lote.

Kim señaló un gran recipiente de goma o de plástico, con ruedas.

—¿La carne fresca viene en esos contenedores? —preguntó.

—Sí —confirmó Jack—. Se llaman «tambores maestros», y tienen capacidad para novecientos kilos. Somos muy puntillosos en el tratamiento de la carne fresca. Tiene que utilizarse dentro de los cinco días, y debe ser mantenida a una temperatura inferior a los tres grados. Seguramente sabe que tres grados es una temperatura más baja que la de una heladera común.

—¿Qué se hace con el lote?

—No bien sale de la picadora fina, va por esta cinta transportadora que tenemos a nuestros pies hasta la máquina preparadora de hamburguesas, que está allá, del otro lado.

Kim asintió. La máquina preparadora se hallaba en otra sala, separada del resto del área de producción. Caminaron por el pasillo vidriado hasta que estuvieron directamente sobre ella.

—Una máquina impresionante, ¿no le parece? —comentó Jack.

—¿Por qué está en una habitación separada? —quiso saber Kim.

—Para mantenerla en óptimas condiciones de limpieza y que esté más protegida. Es el equipo más costoso del piso, y el más importante de la planta. Fabríca hamburguesas comunes de cincuenta gramos, o las de tamaño especial, de ciento veinticinco gramos.

—¿Qué sucede con las hamburguesas cuando salen de la máquina?

—Una cinta transportadora las lleva directamente al túnel de enfriado. Luego se las coloca a mano dentro de cajas pequeñas, y estas a su vez van dentro de cajas grandes.

—¿Se puede rastrear el origen de la carne? Es decir, sabiendo el número de lote y de partida, y la fecha de elaboración.

—Por supuesto —contestó Jack—. Eso está todo asentado en nuestros registros.

Kim sacó del bolsillo el papelito donde había escrito los datos de las cajas que había encontrado en la heladera del Onion Ring. Lo desplegó y se lo mostró a Jack.

—Quiero saber de dónde provino la carne correspondiente a estas dos fechas y lotes —dijo.

Jack echó un vistazo al papel pero luego meneó la cabeza.

—Lo siento, pero no puedo darle ese tipo de información.

—¿Por qué diablos no puede? —preguntó Kim en forma brusca.

—Le digo que no puedo. Es confidencial, no para divulgarla al público.

—¿Cuál es el secreto? —preguntó Kim.

—No hay ningún secreto. Es la política de la empresa, nada más.

—Entonces, ¿para qué llevan registros? —Porque lo exige el Departamento de Agricultura de los Estados Unidos.

—A mí me suena sospechoso —dijo Kim, pensando en algunos de los comentarios de Kathleen que un organismo público exija registros cuya información no está a disposición del público.

—Yo no soy el que hace las reglas —se defendió Jack débilmente.

Kim recorrió con sus ojos el impresionante sector de elaboración, con sus lustrosos equipos de acero inoxidable y sus relucientes pisos de baldosas. Había tres hombres y una mujer ocupados en las máquinas.

Vio que la mujer llevaba una carpeta con sujetapapeles en la cual iba anotando cosas. A diferencia de los hombres, ella no tocaba la maquinaria.

—¿Quién es esa mujer? —preguntó.

—Marsha Baldwin —contestó Jack—. Una belleza, ¿eh?

—¿Qué es lo que hace?

—Inspecciona. Es la inspectora del Departamento de Agricultura que nos asignaron. Pasa por aquí tres, cuatro y hasta cinco veces por semana. Es muy estricta. Mete la nariz en todo.

—Supongo que ella puede averiguar el origen de la carne —dijo Kim.

—Por supuesto —respondió Jack—. Cada vez que viene verifica los registros.

—¿Ahora qué está haciendo? —quiso saber Kim. Marsha estaba inclinada hacia adelante, observando el interior de la enorme boca de una máquina preparadora de hamburguesas.

—No tengo la más mínima idea —contestó Jack—. Probablemente comprobando que se la haya limpiado como corresponde, como seguramente se lo hizo. Lo único que sé es que es una obsesiva de los detalles. Al menos nos obliga a estar siempre alertas.

—De tres a cinco veces por semana —repitió Kim. Impresionante.

—Vamos —indicó Jack, haciéndole una seña con la mano para que lo siguiera. Lo único que no ha visto aún es cómo se colocan las cajas pequeñas dentro de las grandes, y cómo a estas se las lleva en cámaras de frío antes de despachárselas.

Kim sabía que más de lo que había visto no le iban a mostrar. Estaba convencido de que no lograría hablar con Everett Sorenson.

—Si tiene alguna otra pregunta —dijo Jack cuando volvieron a la recepción— llámeme. —Le entregó una tarjeta y esbozó una sonrisa cordial. Luego le estrechó la mano, le dio una palmadita en la espalda y le agradeció la visita.

Kim salió del edificio del Frigorífico Mercer y subió a su auto. En lugar de poner el motor en marcha, encendió la radio. Luego de asegurarse de que su teléfono celular estuviera encendido, se reclinó y trató de relajarse. Unos minutos después, bajó un poco la ventanilla. No quería quedarse dormido.

El tiempo transcurría muy lentamente. Varias veces estuvo a punto de renunciar e irse. Se sentía cada vez más culpable por haber abandonado a Tracy en la sala de espera de terapia intensiva. Pero poco más de una hora después, su actitud paciente tuvo su recompensa: Marsha Baldwin salió del Frigorífico Mercer. Llevaba puesto un abrigo de color caqui, y en la mano, algo que parecía ser un maletín de los que da el gobierno.

Preocupado porque quería alcanzarla antes de que ella subiera a su auto, Kim forcejeó con la puerta del suyo. De vez en cuando se trababa: herencia de una vieja abolladura en el paragolpes. La golpeó varias veces con la palma de la mano y logró abrirla. Se bajó de un salto y corrió en dirección a la mujer. Para cuando llegó a su lado, ella ya había abierto la puerta trasera de su Ford amarillo. Se estaba enderezando luego de acomodar el maletín en el piso. Kim se sorprendió de lo alta que era. Calculó que medía por lo menos un metro ochenta.

—¿Marsha Baldwin?

Un poco sorprendida de que alguien la abordara en la playa de estacionamiento llamándola por su nombre, Marsha se volvió hacia Kim y le echó un vistazo con sus ojos color verde esmeralda. Por reflejo, se quitó de la frente un mechón de pelo rubio y se lo acomodó detrás de la oreja. Le llamó la atención el aspecto de Kim, y al oír su tono imperioso de voz de inmediato se puso en guardia.

—Sí, soy Marsha Baldwin.

Mentalmente Kim tomó nota de todos los detalles, incluso la calcomanía de «Salvemos a los manatíes» en el paragolpes del auto (sin duda un vehículo oficial) y la imagen de la mujer que, según palabras de Jack Cartwright, era «una belleza».

Calculó que no podía tener mucho más de veinticinco años, y reparó en su piel color coral y rasgos de camafeo. Su nariz era prominente pero aristocrática. Sus labios parecían esculpidos.

—Tenemos que hablar —afirmó Kim.

—¿Ah, sí? ¿Y usted quién es, un cirujano sin trabajo o acaso se escapó de una fiesta de disfraces?

—En otras circunstancias, pensaría que su comentario es ocurrente —dijo Kim—. Me dijeron que es inspectora del Departamento de Agricultura de los Estados Unidos.

—¿Quién le dio esa información? —preguntó ella con cautela. Durante su etapa de capacitación le habían advertido que ocasionalmente podría tener que tratar con gente rara. Kim hizo un gesto indicando la entrada de la planta.

—Un hipócrita encargado de las relaciones públicas del Frigorífico Mercer llamado Jack Cartwright.

—¿Y qué si soy inspectora del Departamento de Agricultura? —preguntó Marsha. Cerró la puerta trasera del auto y abrió la delantera. No tenía intenciones de dedicarle mucho tiempo a ese ser tan extraño.

Kim sacó del bolsillo el papel con los detalles de las cajas de hamburguesas que había conseguido en el Onion Ring. Lo sostuvo por uno de los extremos superiores, bien alto.

—Quiero que averigüe de dónde provino la carne con que se hicieron estos dos lotes. Marsha miró el papel.

—¿Para qué diablos? —preguntó.

—Porque creo que uno de estos lotes ha enfermado de muerte a mi hija con una cepa maligna de E. coli. No sólo quiero saber de dónde salió la carne, sino que también necesito saber a dónde se enviaron esos lotes.

—¿Cómo sabe que fue uno de estos lotes?

—No lo sé con seguridad, al menos todavía.

—¿En serio? —comentó Marsha en forma desdeñosa.

—Sí, en serio —se acaloró, ofendido por el tono con que ella le contestaba.

—Lo siento, no le puedo conseguir ese tipo de información.

—¿Por qué no? —quiso saber Kim.

—No es mi trabajo darle ese tipo de datos al público —respondió Marsha. Estoy segura de que va contra las reglas. Hizo ademán de subirse al auto. Imaginándose a su hija enferma de muerte en la cama del hospital, Kim tomó a Marsha del brazo con fuerza para impedirle que subiera.

—Mande las reglas al diablo, burócrata de mierda —dijo, furioso. Esto es importante. Se supone que usted debe proteger a la población. Aquí tiene una oportunidad de hacer precisamente eso.

Marsha no se asustó. Bajó la vista hacia la mano que le aferraba el brazo; luego miró el rostro indignado de Kim.

—Suélteme o me pongo a gritar, imbécil.

Convencido de que era una mujer de palabra, Kim la soltó. Quedó desconcertado por la inesperada seguridad de Marsha.

—Ahora pórtese bien —dijo ella, como si le estuviera hablando a un niño. Yo no le hice nada.

—Por supuesto que sí —respondió Kim. Si ustedes, los del Departamento de Agricultura, no estuvieran engañándonos, si inspeccionaran de veras la industria de la carne, mi hija no estaría enferma, y tampoco morirían quinientos niños por año.

—Un momento —replicó Marsha. Yo me esfuerzo mucho, y me tomo mi trabajo muy en serio.

—Mentiras —dijo Kim con desprecio. Me han contado que ustedes lo único que hacen es simular como que se interesan. Hasta me han dicho que están en connivencia con la industria que se supone deben inspeccionar.

Marsha quedó boquiabierta. Estaba exasperada.

—No voy a convalidar ese comentario con una respuesta —dijo. Se subió al auto y cerró la puerta. Puso la llave en el arranque.

Kim dio unos golpecitos en la ventanilla.

—Espere un segundo —gritó—. Discúlpeme. ¡Por favor! —Preocupado, se pasó una mano por el pelo despeinado—. Necesito su ayuda desesperadamente. No lo tome como algo personal en contra de usted. Es obvio que no la conozco.

Luego de deliberar unos segundos, Marsha bajó el vidrio de su ventanilla y lo miró. Lo que un momento antes le había parecido el semblante de un demente, ahora le parecía el rostro de un hombre torturado.

—¿De veras es médico? —le preguntó.

—Sí. Cardiocirujano, para ser preciso.

—¿Y su hija realmente está enferma?

—Muy, muy enferma —dijo Kim, con voz quebrada. Tiene una cepa extremadamente maligna de E. coli. Estoy casi seguro de que se la pescó comiendo una hamburguesa medio cruda.

—Lo siento muchísimo —repuso Marsha, pero mire, no soy yo la persona con quien debería hablar. Hace muy poco que trabajo para el Departamento de Agricultura, y mi cargo es el más bajo en el escalafón del servicio de inspecciones.

—¿Con quién cree que debería contactarme? —preguntó Kim.

—Con el gerente de distrito. Se llama Sterling Henderson. Si quiere, le doy su número de teléfono.

—¿Es un directivo de nivel intermedio? —quiso saber Kim. En la cabeza le retumbaba la voz de Kathleen.

—Creo que sí.

—Entonces no me interesa. Me han dicho que hay muchos problemas con los servicios de inspección del Departamento de Agricultura en términos de conflictos de intereses, en especial en los puestos gerenciales intermedios. ¿Sabe algo sobre eso?

—Bueno, sé que hay problemas —reconoció Marsha. Está todo muy relacionado con la política.

—Lo que significa que una industria multimillonaria como la de la carne puede ejercer mucha influencia.

—Algo así —admitió Marsha.

—¿Me ayudará por el bien de mi hija? Yo no puedo hacer nada por ella en el plano médico, pero tenga la seguridad de que voy a averiguar cómo y por qué se enfermó, y tal vez al mismo tiempo pueda hacer algo para solucionar el problema. Quiero evitarles el mismo destino a otros niños. Supongo que uno de los lotes anotados en este papel tiene que estar contaminado con una cepa particularmente peligrosa de E. coli.

—Dios mío, no sé qué decirle —respondió Marsha. Le dio unos golpecitos al volante mientras debatía consigo misma. La idea de salvar niños de una enfermedad grave era muy tentadora, pero tenía sus riesgos.

—No creo que me sea posible conseguir este material sin su ayuda —siguió diciendo Kim. Al menos no lo suficientemente rápido como para que valga la pena.

—¿Y si llama al Departamento de Salud Pública? —sugirió Marsha.

—Es una buena idea. Estoy dispuesto a intentar también eso el lunes pero, para serle franco, no tengo demasiadas esperanzas por ese lado. Sería ponerme a lidiar con otra burocracia, y probablemente me llevaría demasiado tiempo. Además, esto lo quiero hacer yo mismo. Es para compensar el hecho de no ser capaz de ayudar a mi hija como médico.

—A mí me significaría arriesgar mi empleo —dijo Marsha. Aunque a lo mejor podría conseguir la adhesión de mi jefe inmediato. Lo que pasa es que él y yo nunca hemos tenido lo que yo llamo una buena relación laboral.

—¿Se refiere al gerente de distrito que mencionó antes? —le preguntó Kim.

—Exacto. Sterling Henderson.

—Preferiría que esto quedara entre usted y yo, nada más.

—Eso es fácil decirlo. El problema es que se trata de mi empleo, no del suyo.

—Permítame preguntarle una cosa —dijo Kim, con una idea repentina. ¿Alguna vez ha visto a un niño enfermo con esta toxina E. coli? Se lo pregunto porque yo nunca había visto uno hasta que mi propia hija se enfermó, y eso que soy médico. Es decir, había leído sobre el tema, pero siempre fue una abstracción, una estadística.

—No, nunca he visto un niño enfermo con E. coli.

—Entonces venga conmigo a ver a mi hija. Usted véala, y después decide qué hacer. Aceptaré cualquier decisión que tome. Por lo menos, eso le dará más significado a su trabajo.

—¿Dónde está?

—En el Centro Médico Universitario, el mismo hospital donde yo trabajo. —Kim señaló el teléfono celular que veía entre los dos asientos delanteros—. Llame al hospital si duda de lo que le digo. Soy el doctor Kim Reggis. Mi hija se llama Becky Reggis.

—Le creo —dijo Marsha. Vaciló—. ¿Cuándo le parece que la visite?

—Ahora mismo. Vamos. Tengo el auto ahí. —Kim señaló a sus espaldas—. La llevo yo. Después la traigo de vuelta aquí para que busque su auto.

—No puedo hacer eso. Usted es un perfecto extraño.

—Está bien —aceptó Kim, a quien comenzaba a agradarle la idea de que Marsha viera a Becky—. Sígame. Sólo me preocupaba dónde podrá estacionar allá en el hospital, pero qué diablos. Sígame y entre conmigo en el sector reservado para los médicos. ¿Qué le parece?

—Me parece que usted es persistente y persuasivo.

—¡Bien! —exclamó Kim, levantando un puño cerrado para darles más énfasis a sus palabras. Giro en redondo aquí mismo, y usted me sigue.

—De acuerdo —dijo Marsha cautelosamente, sin saber dónde se había metido.

Jack Cartwright había permanecido con la nariz pegada al vidrio de la ventana. No le había sacado los ojos de encima a Kim, y presenció toda la confrontación entre Kim y Marsha Baldwin. Por supuesto que no oyó lo que dijeron, pero sí vio cómo Marsha salía del estacionamiento y lo seguía en su auto luego de que aparentemente ambos llegaran a algún acuerdo.

Jack salió de la recepción y caminó apresuradamente por el pasillo central, pasando frente a la escalera por la que había subido con Kim para ir a la plataforma de observación. En el otro extremo del pasillo se hallaban las oficinas de administración.

—¿El jefe está en su despacho? —le preguntó a una de las secretarias.

—Por supuesto que sí —respondió ella, sin interrumpir su trabajo en la computadora.

Jack golpeó a la puerta cerrada de la oficina del presidente. Una voz retumbante le indicó: «Pase, qué diablos».

Everett Sorenson venía dirigiendo con éxito el Frigorífico Mercer desde hacía casi veinte años. Bajo su dirección, la empresa había sido adquirida por Foodsmart y se había construido la nueva planta. Sorenson era un hombre corpulento, aún más robusto que Jack, de tez colorada, orejas pequeñas para su tamaño y una calva lustrosa.

—¿Qué te tiene tan nervioso? —le preguntó Everett al verlo entrar. Everett tenía un sexto sentido con respecto a su protegido, a quien él personalmente había hecho ascender desde un puesto en la planta de elaboración de hamburguesas hasta la máxima jerarquía de la empresa.

—Tenemos un problema.

—¡Ah! —Sentado en su sillón, Sorenson se inclinó hacia adelante para apoyar su voluminoso torso sobre los codos—. ¿Qué sucede?

Jack se sentó en una de las dos sillas que había frente al escritorio.

—¿Recuerdas el artículo que me señalaste en el diario de esta mañana, el del médico loco que hizo un escándalo sobre la E. coli y luego fue detenido en el restaurante Onion Ring de la calle Prairie?

—Por supuesto. ¿Y qué pasa?

—Acaba de irse de aquí.

—¿El médico? —preguntó Everett, incrédulo.

—El mismo —confirmó Jack—. Es el doctor Reggis. Y te lo digo sin rodeos, ese tipo está chiflado. Está fuera de sí, y convencido de que su hija se contagió la E. coli con una de nuestras hamburguesas.

—¡Mierda! Justo lo que nos hacía falta.

—Y aquí viene lo peor —siguió diciendo Jack—. Acabo de verlo mantener una conversación con Marsha Baldwin en nuestra playa de estacionamiento. Después se fueron en auto uno detrás del otro.

—¿Quieres decir que se fueron juntos? —preguntó Everett.

Jack asintió con la cabeza.

—Así parecía. Antes de irse, hablaron un buen rato en el estacionamiento.

—¡Por Dios! —exclamó Everett, golpeando la superficie de su escritorio con una de sus manos, grande como una pala. Alejó su sillón del escritorio, se puso de pie y comenzó a pasearse de un lado a otro—. ¡Esto no nos hace nada bien! ¡De ninguna manera! Esa reverenda puta de Baldwin es una espina que tengo clavada en el costado desde el día que la contrataron. Se lo pasa enviando esos estúpidos informes sobre deficiencias. Gracias a Dios, Sterling Henderson ha podido retenerlos.

—¿Sterling no puede hacer nada, como por ejemplo que la despidan o algo así?

—Ojalá pudiera. Yo he elevado miles de quejas.

—Con todo el dinero que le estamos pagando como si aún trabajara aquí, uno pensaría que por lo menos podría conseguir que la trasladaran a otro lado.

—En su defensa, puedo decir que se trata de una situación difícil —sostuvo Everett—. Aparentemente, el padre de ella tiene conexiones en Washington.

—Lo que nos deja en una situación complicada —resumió Jack—. Ahora tenemos a una inspectora en extremo celosa de su trabajo, que no respeta las reglas del juego, y que se alió con un médico tan pasado de revoluciones, que se deja detener en un restaurante de comidas rápidas sólo para demostrar que tiene razón. Tengo miedo de que este tipo pueda ser una especie de kamikaze. Irá al sacrificio, pero está decidido a arrastrarnos con él.

—No me gusta esto —dijo Everett nerviosamente. Otro episodio con E. coli sería devastador. La gerencia de Frigoríficos Hudson no sobrevivió a su pulseada con la toxina. Pero ¿qué podemos hacer?

—Tenemos que evitar los perjuicios, y rápido. Me parece que este es el momento perfecto para poner en marcha el Comité de Prevención recién constituido. Quiero decir, fue creado precisamente para este tipo de problemas.

—¿Sabes una cosa? Tienes razón. Sería perfecto. Me refiero a que nosotros ni siquiera nos veríamos involucrados.

—¿Por qué no llamamos a Bobby Bo Mason? —sugirió Jack.

—Lo llamo —respondió Everett, a quien comenzaba a agradarle la idea. Esa capacidad para el razonamiento y la toma de decisiones tácticas eran el motivo por el cual había hecho ascender a Jack a la vicepresidencia.

—Cuanto antes mejor —aconsejó Jack.

—Ya mismo lo llamo.

—A lo mejor podemos aprovechar la fiesta que da Bob esta noche para acelerar el trámite. Me refiero a que va a estar todo el mundo ahí.

—¡Buena idea! —exclamó Everett mientras alargaba la mano para tomar el teléfono.

Kim estacionó con rapidez. Se bajó del auto y tuvo tiempo justo para hacer ubicar a Marsha en uno de los espacios reservados para médicos que seguramente no se usarían un día sábado. Le abrió la puerta en el momento en que ella detuvo el auto.

—¿Está seguro de que conviene hacer esto? —preguntó Marsha cuando bajó. Miró la imponente fachada del hospital. El trayecto hasta la ciudad le había dado tiempo para pensar en el plan, y ahora tenía algunas dudas.

—Creo que es una idea magistral. No sé cómo no se me ocurrió antes. ¡Vamos!

La tomó del brazo y la guio hacia la entrada. Al principio ella opuso una simbólica resistencia, pero luego se resignó a la situación. Muy pocas veces había pisado un hospital, y no sabía cuál sería su reacción. Tenía miedo de que la afectara más de lo que había imaginado allá en la playa de estacionamiento del Frigorífico Mercer. Para su sorpresa, mientras esperaban el ascensor en el hall, notó que el que temblaba era Kim, no ella.

—¿Se siente bien? —le preguntó.

—Para ser sincero, no. Obviamente, he estado entrando y saliendo de los hospitales desde mis épocas de estudiante, y nunca me afectó, ni siquiera al principio. Pero ahora con la situación de Becky, siento una horrible ansiedad cada vez que cruzo la puerta. Creo que este es el motivo principal por el cual no me quedo aquí esperando el día entero. Distinto sería si yo pudiera contribuir en algo, pero no puedo.

—Me imagino que es terrible.

—No se da una idea.

Subieron a un ascensor repleto de gente y no hablaron hasta llegar al pasillo que conducía a la unidad de terapia intensiva.

—No quisiera ser entrometida —dijo Marsha, pero ¿cómo está sobrellevando su esposa la enfermedad de su hija?

—Estamos divorciados, pero unidos en nuestra preocupación por Becky. Tracy, mi exesposa, sufre muchísimo, pero tengo la sensación de que lo sobrelleva mejor que yo. Estoy seguro de que se encuentra aquí. Venga, que se la presento.

Marsha sintió un escalofrío. Tener que compartir la angustia de una madre iba a hacer mucho más perturbadora la experiencia. Comenzó a cuestionarse por qué se había dejado arrastrar a esa situación.

Después, para peor, vio carteles que indicaban el camino hacia la unidad de terapia intensiva señalando en la misma dirección en que iban ellos.

—¿Su hija está en terapia intensiva? —preguntó, deseando recibir una respuesta negativa.

—Lamentablemente, sí.

Marsha suspiró. La cosa iba a ser aún peor de lo que temía.

Kim se detuvo en la entrada de la sala de espera. Vio a Tracy y le hizo una seña a Marsha para que lo siguiera. Cuando llegó a su lado, su exesposa se había puesto de pie.

—Tracy, quiero presentarte a Marsha Baldwin. Marsha es inspectora del Departamento de Agricultura, y espero que me ayude a rastrear el origen de la carne que comió Becky.

Tracy no respondió de inmediato y, al ver su expresión, Kim supo al instante que había pasado algo más. Parecía que cada vez que él volvía, Becky había empeorado. Era como una película mala que pasaban una y otra vez.

—¿Ahora qué ocurre? —preguntó con expresión sombría.

—¿Por qué no atendiste el teléfono? —replicó Tracy con cansada exasperación.

—No sonó.

—Traté de llamarte. Varias veces.

Kim se dio cuenta de que había dejado el teléfono en el auto durante el rato en que visitó el frigorífico, y luego, cuando estuvo hablando con Marsha.

—Bueno, ahora estoy aquí —respondió, desconsolado. ¿Qué pasó?

—El corazón dejó de funcionarle, pero lograron hacerlo arrancar de nuevo. Yo estaba en la habitación cuando ocurrió.

—Tal vez yo debería irme —terció Marsha.

—¡No! —dijo Kim enfáticamente. ¡Quédese, por favor! Déjeme ir a ver qué pasa.

Giró sobre sus talones y salió de la sala corriendo. Tracy y Marsha se miraron, incómodas.

—Siento mucho lo de su hija —dijo Marsha.

—Gracias —respondió Tracy. Se secó los ojos con un pañuelo de papel. Había llorado tanto durante las últimas cuarenta y ocho horas que casi se le habían acabado las lágrimas—. Es una niña tan maravillosa.

—Yo no sabía que su hija estaba tan enferma. Debe de ser una experiencia terrible.

—No se lo imagina.

—Me siento muy mal por entrometerme en un momento como este. Lo siento mucho. Tal vez convenga que me vaya.

—Por mí no tiene que hacerlo —aseguró Tracy—. Kim pareció muy categórico cuando dijo que prefería que se quedara. Cómo puede siquiera pensar en rastrear carne en un trance como este, es algo que no alcanzo a comprender. A mí hasta respirar se me hace difícil.

—Debe de ser porque es médico —contestó Marsha. Me dejó en claro que le interesaba tratar de evitar que otros niños tuvieran el mismo problema.

—Supongo que no lo había pensado desde ese ángulo. Tal vez no debería apresurarme a juzgarlo.

—El teme que haya una partida de carne contaminada en el mercado —prosiguió Marsha.

—Creo que es bastante probable, pero lo que no entiendo es por qué la trajo a usted aquí. No quiero con esto ser descortés.

—Comprendo. Me pidió que lo ayudara a rastrear la carne de determinados lotes en particular. Yo no estaba dispuesta a hacerlo, sobre todo porque no me compete. En realidad, revelar ese tipo de información puede costarme el puesto si se llega a enterar mi jefe. El doctor Reggis pensó que, al ver a su hija y ser testigo directo de los estragos que causa la E. coli, yo podría cambiar de opinión. Pensó que, como mínimo, le daría un nuevo sentido a mi labor de inspectora de la industria de la carne.

—Ver sufrir a Becky podría convertirla en la inspectora más concientizada del mundo. ¿Todavía le interesa cómo está de grave? Necesitará mucha entereza.

—No lo sé —reconoció Marsha sinceramente. Y como dije, no quiero entrometerme.

—No se está entrometiendo —aseguró Tracy con repentina determinación. Venga, vamos adentro.

Salieron de la sala de espera y recorrieron el pasillo. Tracy se detuvo frente a la puerta de terapia intensiva.

—No se aleje de mí —indicó—. Se supone que no debemos estar entrando y saliendo de aquí solas, por nuestra cuenta.

Marsha asintió con la cabeza. El corazón le latía acelerado, y estaba transpirando.

Tracy abrió la puerta y ambas entraron. Tracy se dirigió con rapidez hacia la habitación de Becky, seguida de Marsha. Varias enfermeras las vieron, pero no dijeron nada. Tracy se había convertido en una figura permanente en la sala de terapia intensiva durante las últimas cuarenta y ocho horas.

—No sé si podrá llegar a ver algo —dijo Tracy cuando se aproximaron a la puerta pues, además de Kim, había seis médicos más y dos enfermeras agolpados en el diminuto cuarto. Pero era la voz de Kim la que sobresalía.

—Entiendo que ha tenido varios paros cardíacos —gritaba. La combinación de miedo y exasperación lo ponía furioso. Su vasta experiencia clínica le decía que su hija estaba al borde de la muerte, pero nadie le daba una respuesta directa, y nadie estaba haciendo otra cosa como no fuera quedarse parado sin hacer nada, acariciándose pensativamente la barbilla en sentido figurado—. Lo que quiero saber es por qué está pasando.

Miró a Jason Zimmerman, el cardiólogo infantil que le acababan de presentar. El hombre desvió la mirada, simulando estar absorto en el monitor cardíaco que indicaba un ritmo errático. Algo no andaba nada bien.

Kim se dio vuelta para mirar a Claire Stevens. Por sobre su hombro, divisó a Tracy y Marsha.

—No sabemos qué está pasando —admitió Claire. No hay líquido pericárdico, así que no es un taponamiento cardíaco.

—A mí me parece que es algo inherente al miocardio mismo —opinó Jason. Necesito un electrocardiograma real.

Las palabras acababan de salir de boca del cardiólogo cuando sonó la alarma del monitor. El cursor se disparó por la pantalla describiendo una línea recta. Becky tenía otro paro cardíaco.

—¡Emergencia! —gritó una de las enfermeras para alertar a las que estaban fuera, en el sector propiamente dicho de terapia intensiva.

Jason reaccionó apartando a Kim de la cama de un empujón. Comenzó de inmediato con el masaje cardíaco externo, juntando ambas manos y haciendo presión sobre el frágil pecho de Becky. Jane Flanagan, la anestesióloga que había acudido cuando se presentó el problema inicial y que aún estaba allí, se cercioró de que el tubo endotraqueal se mantuviera en la posición correcta. También aumentó el porcentaje de oxígeno suministrado por el respirador.

Las enfermeras de terapia intensiva trajeron a toda velocidad el carrito de emergencias cardíacas. Casi chocaron con Tracy y Marsha, que tuvieron que hacerse rápidamente a un lado.

La habitación desbordaba de actividad, ya que todos los médicos presentes daban una mano. Era obvio para ellos que no sólo se había detenido totalmente el corazón, sino que también había cesado toda actividad eléctrica.

Tracy se llevó una mano al rostro. Quería huir pero no podía. Era como si estuviera petrificada en su lugar, condenada a observar cada torturante detalle.

Lo único que Marsha pudo hacer fue ponerse detrás de Tracy para no estorbar.

En un primer momento, Kim retrocedió, incrédulo y horrorizado. Sus ojos iban y venían de la pantalla del monitor al pobre cuerpo de su hija que estaba siendo salvajemente golpeado por el cardiólogo infantil.

—¡Epinefrina! —gritó Jason, sin detener sus esfuerzos.

Las enfermeras respondieron adecuadamente llenando una jeringa con la medicación y entregándola. Luego de pasar por varias manos, la jeringa llegó a Jason, quien detuvo el masaje el tiempo suficiente para hundir la aguja directamente en el corazón de Becky.

Tracy se cubrió los ojos y soltó un gemido. Por instinto, Marsha la abrazó, pero no pudo quitar su propia vista del espantoso drama que se desenvolvía ante sus ojos.

Jason reinició el masaje mientras observaba el monitor. No se producía ningún cambio en la inexorable línea recta que cruzaba la pantalla.

—¡Traigan las paletas! —gritó Jason. Veamos si podemos generar algo de actividad eléctrica con un shock eléctrico. Si no da resultado, habrá que ponerle un marcapasos, así que prepárense.

Las experimentadas enfermeras ya habían cargado el defibrilador. Le tendieron las paletas a Jason, que interrumpió el masaje para tomarlas.

—¡Retírense! —gritó mientras las ponía en posición. Cuando todos se alejaron y las paletas estuvieron ya ubicadas, apretó el botón de descarga.

El pálido cuerpo de Becky se sacudió, y sus brazos blancos se agitaron. Todos los ojos se dirigieron al monitor, con la esperanza de ver algún cambio. Pero el cursor no cooperaba. Insistía con su línea recta.

Kim se adelantó a los empellones. No le gustaba la forma en que Jason estaba haciendo el masaje.

—No le está dando la suficiente. Déjeme a mí.

—No —objetó Claire, acercándose a Kim por atrás y tironeándolo para que se alejara. Doctor Reggis, esto no es lo correcto. Nosotros nos ocupamos. Usted espere afuera, por favor.

Kim se desprendió de la pediatra de un empujón. Tenía las pupilas dilatadas y la cara enrojecida. No iba a irse a ningún lado.

Jason le hizo caso a la queja de Kim. Como no era muy alto, le costaba ejercer mucha presión estando de pie. Para que le fuera más fácil, se subió a la cama y se arrodilló, con lo cual pudo lograr una mejor compresión del pecho. Fue tanto mejor, que los presentes pudieron oír cómo crujían varias costillas de Becky.

—¡Más epinefrina! —gritó Kim.

—¡No! —logró decir Jason entre jadeos. ¡Quiero calcio!

—¡Epinefrina! —repitió Kim. Tenía los ojos pegados al cursor del monitor. Al ver que no le alcanzaban ninguna jeringa, se dio vuelta para mirar el carrito—. ¿Dónde está la epinefrina?

—¡Calcio! —repitió Jason. Tendría que haber algo de actividad eléctrica. Seguramente hay un desequilibrio electrolítico.

—Aquí está el calcio —dijo Claire.

—¡No! —gritó Kim. Se abrió paso entre el grupo hasta llegar al carrito y miró furioso a la enfermera.

La mujer contempló el rostro enrojecido de Kim y luego a Claire. No sabía qué hacer.

Acostumbrado a que lo obedecieran, Kim manoteó un paquete de jeringas y lo abrió. Luego tomó un frasquito de epinefrina y le quebró la tapa. Los dedos le temblaban tanto que se le cayó la aguja, y tuvo que tomar otra.

—¡Doctor Reggis, no! —exclamó Claire. Tomó a Kim del brazo. Walter Ohanesian, el hematólogo, trató de ayudarla sujetándolo del otro brazo.

Kim se los sacó de encima con facilidad y llenó la aguja sin que nadie pudiera impedírselo. Sobrevino el pandemónium cuando trató de acercarse nuevamente a la cama. Tanto Kathleen como Arthur, el nefrólogo, salieron a ayudar a Claire y Walter. La escena degeneró en una serie de empujones, gritos y amenazas.

—¡Ay, Dios! —gimió Tracy—. ¡Qué pesadilla!

—¡Un momento, todo el mundo! —gritó Jane de viva voz para captar la atención de todos. El forcejeo se detuvo. Luego Jane agregó con premura pero a un volumen más normal—: Está pasando algo muy raro. Jason está haciendo una buena compresión, yo he aumentado el oxígeno al ciento por ciento, ¡y sin embargo se están dilatando las pupilas! Por algún motivo, no hay circulación.

Kim se liberó de las manos que lo inmovilizaban. Nadie se movió ni habló, salvo Jason que seguía con el masaje. Los médicos estaban paralizados. Se encontraban momentáneamente perdidos, sin saber qué hacer.

Kim fue el primero en reaccionar. Su experiencia de cirujano no le permitía demorar ni un momento más. Sabía lo que tenía que hacer. Al no haber circulación pese a los masajes, quedaba un solo camino. Se dio vuelta para enfrentar a las enfermeras encargadas del carrito.

—¡Bisturí! —gritó.

—¡No, no! —exclamó Claire.

—¡Bisturí! —repitió Kim con más insistencia.

—¡No puede hacer eso! —gritó Claire.

—¡Bisturí! —volvió a gritar Kim. Arrojó la jeringa de epinefrina a un lado y pasó frente a los demás como un rayo en dirección al carrito.

Se apoderó del tubo de vidrio que contenía el bisturí. Desenroscó la tapa con dedos temblorosos y extrajo el instrumento esterilizado. Arrojó a un lado el tubo de vidrio, que se hizo añicos contra el piso de cerámica. Tomó un paquete de gasas impregnadas en alcohol y lo abrió con los dientes.

Para entonces, Claire era la única que intentaba impedirle el paso. Pero sus esfuerzos eran en vano. Él la hizo a un lado con un empujón suave pero firme.

—¡No! —gritó Tracy. No era médica, pero por intuición sabía lo que Kim estaba por hacer. Se adelantó unos pasos, y Marsha no se lo impidió.

Kim llegó al borde de la cama y literalmente derribó a Jason de allí arriba. Limpió el pecho de Becky con alcohol. Luego, antes de que Tracy pudiera llegar a su lado, abrió el tórax de su hija practicándole una única incisión firme, decidida.

Todos los presentes soltaron una exclamación, salvo Tracy. Su respuesta se asemejó más a un gemido. Se alejó a los tumbos de la pasmosa escena, y se habría desplomado si no hubiera sido por Arthur, el nefrólogo, que la sostuvo.

Del otro lado de la cama, Jason se puso trabajosamente de pie. Cuando vio lo que estaba pasando, él también retrocedió.

Kim no perdió tiempo. Sin prestar atención a nadie, el consumado cirujano utilizó ambas manos para abrir las frágiles costillas de Becky, quebrándolas en forma decidida. Luego introdujo la mano desnuda dentro del pecho abierto de su hija y comenzó a comprimirle el corazón a un ritmo regular.

Su hercúleo esfuerzo tuvo una breve duración. Luego de unas pocas compresiones, sintió al tacto que el corazón de Becky estaba perforado y su textura distaba de ser normal. Era como si no se tratara de un músculo sino de algo mucho más blando que parecía escurrírsele entre los dedos. Azorado por la inesperada situación, retiró la mano. Al hacerlo, también arrancó parte de ese tejido extraño. Confundido porque no sabía qué podía ser, acercó el material ensangrentado a su rostro para inspeccionarlo.

Un penetrante gemido agónico escapó de sus labios cuando se dio cuenta de que estaba sosteniendo jirones necrosados del corazón y el pericardio. La toxina había sido despiadada. Era como si su hija hubiera sido devorada desde adentro.

La puerta de la unidad de terapia intensiva se abrió de golpe, e irrumpieron en la sala dos guardias de seguridad del hospital llamados por la jefa de enfermeras luego del forcejeo por la epinefrina.

En cuanto los hombres captaron la escena, se detuvieron en seco. Becky aún estaba conectada al respirador; sus rosados pulmones se expandían intermitentemente y llenaban la incisión. Kim estaba parado junto a ella, con las manos ensangrentadas y los ojos desencajados de dolor. Con suavidad, trató de volver a colocar el tejido necrótico en el pecho de Becky. Cuando terminó con ese gesto fútil, echó la cabeza hacia atrás y soltó un gemido de angustia distinto de todo lo que se hubiera oído nunca en terapia intensiva.

Tracy se había recuperado mínimamente y pudo acercarse. El angustioso grito de Kim le llegó hasta lo más vivo. Quería consolarlo, y sentirse también ella consolada.

Pero Kim estaba ciego a todos y a todo. Salió a los empujones de la habitación y cruzó el sector general de terapia intensiva. Antes de que nadie pudiera reaccionar, había cruzado la puerta.

En el pasillo, se lanzó a correr a toda velocidad. La gente que lo veía venir se apartaba de su camino. Un enfermero no se corrió con la suficiente rapidez; Kim lo embistió, y lo hizo volar por el aire.

Cuando salió del hospital, corrió hacia su auto. Arrancó a toda marcha y salió del estacionamiento de los médicos como un rayo, dejando marcas de los neumáticos en el pavimento.

Condujo como loco hacia la calle Prairie. Por suerte para él, no se cruzó con ningún patrullero policial. Cuando dobló para ingresar en la playa de estacionamiento del Onion Ring, mordió el borde del sendero de acceso como le había pasado la vez anterior. El auto rebotó violentamente, hasta que Kim lo detuvo haciendo chirriar los frenos justo frente al restaurante repleto de gente. Puso el freno de mano, y cuando ya estaba por bajarse, dudó. Un destello de racionalidad se filtró por los rincones de su mente sobrecargada de emociones. La multitud del sábado a la tarde disfrutando de sus hamburguesas, refrescos y papas fritas, ajena a su dolor psíquico, lo trajo de vuelta a la realidad.

Kim había ido en busca de un chivo expiatorio, pero estando ahí, no se bajó del auto.

En cambio, levantó la mano derecha y se quedó mirándola. La sangre oscura y seca de su hija le confirmó la horrible realidad: Becky había muerto. Y él no había podido hacer nada para salvarla. Comenzó entonces a sollozar. Lo único que pudo hacer fue desplomarse, impotente, sobre el volante.

Tracy sacudía la cabeza sin poder creer todo lo ocurrido. Se pasó la mano por el pelo enredado mientras Marsha Baldwin le palmeaba el hombro. Para colmo, costaba creer que la estaba consolando una persona extraña.

Tracy reaccionó de manera contraria a Kim. En lugar de escapar presa de una furia ciega, se quedó paralizada, incapaz siquiera de llorar.

Luego de la precipitada huida de Kim, Claire y Kathleen la acompañaron a la sala de espera de terapia intensiva. Marsha fue también, aunque en ese momento Tracy no se percató de su presencia. Claire y Kathleen se quedaron un rato con ella para ofrecerle sus condolencias y explicarle lo que había pasado. Respondieron las preguntas de Tracy sin omitir ningún detalle, incluyendo cómo la toxina E. coli obviamente había atacado tanto el músculo del corazón como al pericardio, o sea el tejido que lo recubre.

Claire y Kathleen se ofrecieron para ayudarla a volver a su casa, pero Tracy les contestó que había ido con su auto y que estaba en condiciones de conducir. Sólo cuando las dos médicas se marcharon Tracy se dio cuenta de que Marsha aún estaba allí; ambas iniciaron entonces una larga conversación.

—Le agradezco que se haya quedado conmigo todo este tiempo —dijo Tracy—. Me ha brindado un apoyo extraordinario. Espero no haberla aburrido con todas estas historias sobre Becky.

—Parece haber sido una niña maravillosa.

—La mejor —afirmó Tracy con añoranza. Luego respiró hondo para darse ánimo y se irguió más en su silla. Estaban sentadas en el rincón más alejado de la sala, junto a la ventana, donde habían llevado dos sillas. Afuera, las sombras largas de última hora de una tarde invernal se deslizaban bien hacia el este.

—Hace un rato largo que estamos charlando y no hemos mencionado a mi exmarido, el responsable de que usted esté aquí.

Marsha asintió con la cabeza.

—La vida siempre depara sorpresas —comentó Tracy suspirando. Aquí estoy yo, que acabo de perder a mi hijita adorada, el centro de mi vida, y sin embargo me preocupo por él. Espero que la muerte de Becky no lo lleve a cometer algún acto desesperado.

—¿Qué quiere decir?

—No estoy segura. Creo que me aterroriza pensar en lo que podría hacer. Ya estuvo detenido por golpear al gerente del restaurante donde él sospecha que Becky se intoxicó. Espero que no cometa una locura y termine causando daño a alguien, o a sí mismo.

—Parecía muy enojado —comentó Marsha.

—Eso es para decirlo en forma suave. Siempre ha sido muy perfeccionista. Lo que solía pasar era que la mayor parte de su furia estaba dirigida hacia sí mismo. Le servía como estímulo para alcanzar objetivos, pero durante los últimos años eso ha ido cambiando. Es uno de los principales motivos por los que terminamos divorciándonos.

—Lo siento mucho.

—Es, fundamentalmente, un buen hombre. Egoísta y egocéntrico, pero aun así un muy buen médico. Sin duda uno de los mejores cirujanos en su especialidad.

—No me sorprende. Una de las cosas que me impresionó de él fue que, en medio de todo esto, aún pensara en otros niños.

—¿Usted tiene ganas de ayudarlo después de lo que vio aquí esta tarde? Sería muy bueno que toda esta furia que él siente por lo de Becky pudiera canalizarla hacia algo positivo.

—Me gustaría mucho darle una mano, pero le confieso que me asusta un poco. No lo conozco tanto como usted, y me cuesta poner sus actos en perspectiva.

—Entiendo —replicó Tracy—, pero espero que lo considere. Le doy su dirección. Conociéndolo como lo conozco, sé que se va a quedar metido en su casa hasta que su indignación y su sentido de justicia lo lleven a hacer algo. Lo único que espero es que, con su ayuda, la energía de mi exesposo pueda traducirse en una acción valiosa.

Marsha se subió a su auto. No lo puso en marcha de inmediato sino que meditó sobre los acontecimientos de ese extraño día. Todo había comenzado cuando impulsivamente decidió hacer unas horas extra en el Frigorífico Mercer.

Se preguntaba cómo conseguir la información que quería Kim. La procedencia de la carne que formaba los diversos lotes estaba asentada en los registros, pero leer asientos específicos no estaba dentro de sus funciones habituales. Su trabajo era simplemente constatar que se llevara el registro. Sabiendo que había alguien que siempre la observaba, se preguntaba cómo podría hacerlo sin levantar sospechas. El problema era que no quería que su propio jefe se enterara de lo que estaba tramando, y eso iba a ser difícil porque el Frigorífico Mercer tenía una estrecha relación con sus superiores, a quienes informaba respecto de todo lo que ella hacía.

La respuesta era obvia. Iría después de hora cuando sólo quedara el personal de limpieza. En realidad, el sábado era un día ideal para intentarlo pues habría menos gente que de costumbre.

Sacó la dirección que Tracy le había dado y consultó el mapa de la ciudad que tenía en el auto. La casa de Kim quedaba relativamente cerca; decidió hacerle una visita para ver si aún estaba interesado en que lo ayudara.

No le llevó mucho tiempo encontrar la casa pero, cuando llegó, se desanimó al ver que no había ni una sola luz que cortara la penumbra reinante. La casa era una enorme sombra negra cuya silueta se recortaba contra la densa arboleda que la circundaba.

Estaba a punto de irse cuando divisó el auto de Kim estacionado en las oscuras sombras frente al garaje. Decidió bajarse e ir hasta la puerta principal pensando en la posibilidad, aunque remota, de que él estuviera adentro.

Tocó el timbre. La sorprendió el volumen y la claridad del sonido hasta que descubrió que la puerta no estaba cerrada del todo. Como Kim no respondió al timbre, tocó de nuevo. Tampoco tuvo respuesta.

Desconcertada y preocupada al encontrar la puerta entreabierta en pleno invierno, Marsha se animó y la abrió un poco más. Se asomó al hall de entrada y llamó a Kim. Nadie le contestó.

Sus ojos se adaptaron a la penumbra de manera que, desde donde estaba parada, pudo ver la escalera, como también el comedor y todo el camino hasta la cocina. Volvió a llamar a Kim pero tampoco recibió respuesta.

Sin saber qué hacer, pensó en irse. Pero luego le volvió a la mente el comentario de Tracy sobre la posibilidad de que Kim se infligiera algún daño. Pensó si no debería llamar a la policía, pero le pareció una decisión demasiado extrema fundamentada en tan pocos indicios. Decidió entonces averiguar un poco más antes de decidir qué hacer.

Haciendo acopio de coraje, pasó al vestíbulo con la intención de avanzar hasta el pie de la escalera. Pero no llegó lejos. En la mitad del hall se detuvo en seco. Kim estaba sentado en una gran butaca, el único mueble de la habitación, a unos tres metros de distancia. Parecía un espectro en la semioscuridad. Su guardapolvo blanco parecía refulgir como el cuadrante de un viejo reloj pulsera.

—¡Dios mío! —exclamó Marsha. ¡Me asustó!

Kim no abrió la boca. Ni siquiera se movió.

—¿Doctor Reggis? —Durante un momento fugaz se preguntó si no estaría muerto.

—¿Qué quiere? —dijo él, con voz monocorde y cansada.

—Tal vez no debí haber venido. Sólo quería ofrecerle ayuda.

—¿Y cómo piensa colaborar?

—Haciendo lo que usted me pidió hoy a la tarde. Sé que no le devolverá a su hija, pero me gustaría ayudarle a rastrear la carne de esos lotes que, según dice, podrían estar contaminados. Desde luego, podría resultar inútil. Tiene que entender que, hoy en día, la carne de una sola hamburguesa puede provenir de un centenar de vacas distintas, de diez países distintos. Pero, sea como fuere, estoy dispuesta a intentarlo si usted aún quiere que lo haga.

—¿A qué se debe el cambio de opinión?

—Principalmente a que usted tenía razón en cuanto al efecto que produce ver un niño enfermo. Pero también porque, hasta cierto punto, tenía razón con respecto al Departamento de Agricultura. Yo no se lo quise reconocer, pero sé que hay negligencia por parte de mis superiores y demasiada connivencia entre el Departamento y la industria de la carne. Mi jefe de distrito ha eliminado todos los informes sobre deficiencias que yo elevé a raíz de violaciones a las normas. Me ha dado a entender casi con todas las letras que tengo que hacer la vista gorda cuando encuentro algún problema.

—¿Por qué no me lo dijo antes?

—No sé; tal vez por lealtad a mis superiores. Lo que pasa es que yo creo que el sistema podría funcionar. Sólo necesita más gente como yo, que quiera hacerlo funcionar.

—Y mientras tanto la carne se contamina y la gente se enferma. Y los niños como Becky se mueren.

—Lamentablemente es cierto —convino Marsha, pero los que estamos en el negocio sabemos dónde está el problema: en los mataderos. Lo que interesa es ganar dinero, no la pureza de la carne.

—¿Cuándo está dispuesta a ayudar?

—Cuando quiera. Ahora mismo, si quiere. En realidad, esta noche sería un buen momento para intentarlo porque será menos riesgoso. En este momento, las únicas personas que hay en el Frigorífico Mercer son las encargadas de la limpieza que trabajan por la noche. No creo que vayan a sospechar nada si hojeo los registros de anotaciones.

—De acuerdo —aceptó Kim. Cuento con usted. Vamos.