Viernes, 23 de enero
Kim se detuvo un instante para recuperar el aliento. Levantó la vista y se fijó en el reloj de pared que había en el quirófano. Eran casi las dos de la tarde. Iba bien con el horario. Ese era el último de los tres pacientes que tenía.
Volvió a posar los ojos en lo profundo de la herida. El corazón estaba totalmente a la vista. Kim se hallaba a punto de conectar al paciente a la bomba de circulación extracorpórea. Apenas terminara, el corazón podría ser detenido y abierto, para luego reemplazar en él la válvula defectuosa.
El paso siguiente era sumamente crítico: colocar la cánula arterial en la aorta para perfundir las arterias coronarias. A través de dicha cánula se introduciría la solución cardiopléjica que, con su alta dosis de potasio, detendría el corazón, lo enfriaría y lo alimentaría durante el procedimiento. El problema era que había que ocuparse de la presión arterial.
—Bisturí —pidió.
La instrumentadora le colocó en la mano el bisturí con la hoja adecuada.
Kim introdujo el afilado instrumento en la herida y lo dirigió hacia la aorta. Sintió que le temblaba en la mano, y se preguntó si Tom lo habría notado.
Hizo una rápida incisión en la aorta y luego la cubrió con la yema de su dedo índice izquierdo. Lo hizo de prisa para que no hubiera mucha pérdida de sangre. Tom se ocupó de limpiar la poca sangre que apareció.
—Cánula arterial —pidió luego.
El instrumento le fue colocado en la mano que tendía. Luego lo introdujo en la herida y lo ubicó junto a su dedo, y ocluyó la incisión en la aorta. Haciendo deslizar la punta bajo su dedo, trató de empujarla y hacerla entrar en el vaso pulsante. Por 3 motivos que no alcanzaba a comprender, la cánula no conseguía penetrar la pared del vaso, y al instante comenzó a surgir sangre arterial.
Kim se dejó dominar por el pánico, cosa poco común en él. Al ver que la herida se llenaba de sangre, empujó el instrumento con excesiva fuerza y desgarró la aorta, agrandando la abertura. La incisión, en consecuencia, ya era demasiado grande como para que se cerrara alrededor de la punta de la cánula. La sangre brotaba tan alto que llegó a salpicarle hasta la escafandra. Se había producido una emergencia quirúrgica. En vez de dejarse dominar más por el pánico, Kim sacó a relucir toda su experiencia. Recobró rápidamente la compostura. Metió la mano izquierda en la herida. A ciegas, su dedo encontró el orificio en el vaso pulsante y lo apretó, con lo cual detuvo parcialmente la hemorragia. Rápidamente Tom succionó una cantidad de sangre suficiente como para permitirle a Kim una visión parcial.
—¡Sutura!
En la mano le colocaron un portaaguja con un trozo de hilo de seda negro. Con gran pericia introdujo la punta de la aguja en la pared del vaso, operación que repitió varias veces hasta que terminó de cerrar el orificio.
Luego de haber dominado la emergencia, Kim y Tom se miraron, uno a cada lado del paciente. Tom hizo un movimiento de cabeza, y Kim asintió. Para sorpresa de todo el equipo, ambos se apartaron del campo quirúrgico. Mantuvieron las manos con los guantes esterilizados apretadas contra el pecho.
—Kim, ¿por qué no me dejas terminar este caso? —susurró Tom, para que no lo oyera nadie más—. Sería una manera de devolverte el favor que me hiciste hace dos semanas, cuando me engripé. ¿Te acuerdas?
—Claro que me acuerdo.
—Estás agotado, y es comprensible. Era verdad: se sentía exhausto. Había pasado casi toda la noche en la sala de espera de terapia intensiva, con Tracy. Cuando ella supo que el estado de Becky se había estabilizado, lo convenció de que se tirara a descansar unas horas en las habitaciones de los residentes de guardia. Ella también fue quien lo convenció de que no suspendiera las operaciones, argumentando que sus pacientes lo necesitaban. Insistió en que eso era lo mejor para Becky puesto que él nada podía hacer por ella salvo esperar. El argumento más convincente fue que él iba a estar en el hospital, y si se lo necesitaba se lo podía llamar enseguida.
—¿Cómo hacíamos esto en nuestra época de residentes?
—Vivíamos sin dormir.
—Éramos jóvenes —respondió Tom. El problema es que ya no lo somos.
—Eso es muy cierto. —Kim hizo una pausa. Tomar la decisión de pasarle el caso a un colega, incluso a alguien tan calificado como Tom, le costaba muchísimo.
—De acuerdo —aceptó por fin—. Tú te haces cargo. Pero te juro que voy a estar controlando como un buitre.
—No me extraña en absoluto —bromeó Tom. Conocía mucho a Kim, y estaba habituado a su estilo de humor.
Ambos cirujanos regresaron a la mesa de operaciones, pero esta vez, Tom se ubicó a la derecha del paciente.
—Bueno, vamos a introducir esta cánula —anunció—. ¡Bisturí, por favor!
Estando Tom al mando, la operación se reanudó sin problemas. Si bien Kim se hallaba en el costado izquierdo del paciente, fue él quien ubicó la válvula y se encargó de las suturas iniciales. El resto lo hizo Tom. No bien estuvo cerrado el esternón, Tom sugirió que Kim se marchara.
—¿No tienes problema? —le preguntó Kim.
—No, por Dios. Ve a ver cómo anda Becky.
—Gracias. —Kim se alejó, y se quitó el camisolín y los guantes.
Cuando estaba abriendo la pesada puerta del quirófano, Tom le dijo en voz alta:
—Entre Jane y yo vamos a redactar las órdenes postoperatorias. Si necesitas que te ayude en algo, avísame.
—Te lo agradezco. —Kim se dirigió presuroso al vestuario, donde tomó un guardapolvo blanco largo para ponerse encima del ambo de cirugía. Estaba ansioso por llegar a terapia intensiva, y no quería demorar más tiempo en volverse a poner la ropa de calle.
Kim había visitado la unidad de cuidados intensivos en el intervalo entre cada una de sus operaciones. Becky había tenido cierta mejoría, y hasta se llegó a hablar de desconectarle el respirador. Kim no quiso alentar demasiadas esperanzas, sabiendo que había estado conectada menos de veinticuatro horas.
Antes de intervenir a su primer paciente, hasta se hizo tiempo para llamar a George y preguntarle si se le ocurría algo que pudieran hacer por Becky. Lamentablemente George no podía sugerir nada, salvo la plasmaféresis, cosa que no recomendaba.
En la biblioteca, mientras operaban a Becky, Kim había leído sobre la posibilidad de usar plasmaféresis para la toxemia producida por E. coli O157:H7. El método consistía en reemplazar el plasma del paciente con plasma congelado. Sin embargo, era un tratamiento muy polémico y experimental, con un enorme riesgo de que el enfermo contrajera Hiv puesto que el plasma nuevo provenía de centenares de donantes distintos.
Se abrieron las puertas del ascensor, y Kim no tuvo más remedio que quedar rodeado por un grupo de integrantes del personal que alegremente se retiraban luego de terminado su turno. Sabía que era algo irracional en él, pero no pudo dejar de sentir fastidio ante al alegre parloteo.
Al bajar del ascensor, recorrió el pasillo. Cuanto más se acercaba a terapia intensiva, más nervioso se ponía. Casi estaba empezando a tener una premonición.
Se detuvo ante la puerta de la sala de espera para ver si Tracy estaba allí. Sabía que había planeado volverse a su casa a bañarse y cambiarse de ropa.
La vio sentada en un sillón cerca de la ventana. Ella lo divisó casi en el mismo momento, y se levantó. Al verla aproximarse, Kim le notó huellas de lágrimas recientes que le corrían por los lados de la cara.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó, consternado. ¿Hubo algún cambio?
Tracy demoró unos segundos en poder hablar. La pregunta de Kim le hizo saltar nuevas lágrimas que trataba de contener.
—Está peor —consiguió articular. La doctora Stevens habló de un efecto en cascada de fallos multiorgánicos. No entendí mucho, pero me advirtió que debíamos prepararnos. ¡Creo que lo que me quería decir era que Becky podía llegar a morirse!
—¡Becky no se va a morir! —sentenció Kim con una vehemencia rayana en la ira. ¿Qué pasó que le haya hecho decir semejante cosa?
—Tuvo un accidente cerebral. Creen que está ciega.
Kim cerró los ojos con fuerza. La idea de que su hijita de diez años sufriera un ataque de apoplejía le parecía totalmente imposible. Sin embargo, comprendía muy bien que su evolución clínica había ido en pendiente hacia abajo desde el principio. Por lo tanto, no le sorprendía demasiado que hubiese llegado hasta el punto del no retorno.
Dejó a Tracy en la sala de espera, cruzó el pasillo y entró en cuidados intensivos. Al igual que el día anterior, un puñado de médicos se hallaban apiñados en la pequeña habitación de Becky. Kim entró y vio una cara nueva: el doctor Sidney Hampton, neurólogo.
—Doctor Reggis —lo saludó Claire, la pediatra.
Kim no le prestó atención. Con esfuerzo se abrió paso hasta el borde de la cama y miró a su hija. Le pareció una sombra de lo que era antes, perdida en medio de tubos y cables, de tanta tecnología. Monitores y exhibidores de cristal líquido titilaban brindando información que aparecía con caracteres digitales o bien en forma de cursores móviles.
Becky tenía los ojos cerrados. Su piel era transparente, de un tono blanco azulado.
—Becky, soy yo, papá —le susurró Kim al oído. Estudió su rostro congelado. La niña no dio la menor muestra de haberlo oído.
—Lamentablemente no responde —dijo Claire.
Kim se enderezó. Sus propias respiraciones eran breves, poco profundas.
—¿Creen que tuvo un accidente cerebral?
—Todo parece indicar que sí —respondió Sidney.
Kim tuvo que hacer el esfuerzo de no echar la culpa al portador de malas noticias.
—El problema fundamental es que la toxina parece estar destruyendo las plaquetas al mismo ritmo que nosotros se las suministramos —dijo Walter.
—Es cierto —continuó Sidney—. No hay forma de saber si fue una hemorragia intracraniana o un émbolo plaquetario.
—O una combinación de ambos —acotó Walter.
—Esa es una posibilidad —reconoció Sidney.
—De una u otra forma —agregó Walter, la rápida destrucción de las plaquetas debe de estar formando un sedimento en su microcirculación. Estamos ante la cascada de fallos multiorgánicos que no querríamos ver.
—El funcionamiento renal y hepático está declinando decididamente —explicó Arthur. La diálisis peritoneal no alcanza.
Kim hizo el esfuerzo de contener la indignación que le producía semejante dialéctica que, evidentemente, no ayudaba a su hija. Trató de pensar con racionalidad.
—Si la diálisis peritoneal no da resultado —dijo con voz engañosamente serena, a lo mejor habría que trasladar a Becky al Hospital Suburbano y conectarla a una máquina de hemodiálisis.
—Eso de ninguna manera —se opuso Claire. Su estado es tan crítico que no se la puede mover.
—Bueno, me parece que algo hay que hacer —le espetó Kim, sacando a flote todo su enojo.
—Hacemos todo lo posible —se defendió Claire. Estamos asistiendo activamente su función respiratoria y renal, y reemplazando las plaquetas.
—¿Qué me dice de la plasmaféresis?
Claire miró a Walter.
—AmeriCare es reacia a autorizarla —explicó Walter.
—Al diablo con AmeriCare. Si hay alguna posibilidad de algo que usted cree que puede servir, hagámoslo.
—Un momento, doctor Reggis —dijo Walter, y cambió el peso de su cuerpo a la otra pierna. Era evidente que se sentía incómodo con ese tema—. AmeriCare es el dueño de este hospital. Nosotros no podemos burlarnos de sus normas. La plasmaféresis es cara y se halla en etapa experimental. Yo ni siquiera estoy autorizado a proponerla.
—¿Cómo se hace para conseguir que la autoricen? La pago yo de mi bolsillo si es que puede servir de algo.
—Yo tendría que hablar con el doctor Norman Shapiro —dijo Walter, presidente del directorio de AmeriCare.
—¡Llámelo ya mismo! —gritó Kim.
Walter miró a Claire, y esta se encogió de hombros.
—Supongo que nada se pierde con llamar.
—Yo no tengo problema —dijo Walter. Salió de la habitación para usar el teléfono de terapia intensiva.
—Doctor Reggis, la plasmaféresis es un manotazo de ahogado —dijo Claire. Creo que no me equivoco si digo que usted y su exmujer deben prepararse para cualquier eventualidad.
Kim se puso furioso. No estaba con ánimo para «prepararse», como eufemísticamente sugería Claire. En cambio, sentía deseos de trompear a los responsables de que Becky estuviera como estaba, y por el momento, los que se hallaban más cerca eran los médicos de esa habitación.
—Comprende lo que le digo, ¿no? —insistió Claire.
Kim no respondió. En un momento repentino de clarividencia, comprendió lo absurdo que era culpar a esos médicos por el calvario de su hija, sobre todo cuando él sabía de quién era la culpa.
Sin decir palabra, se apartó de Claire y salió corriendo de terapia intensiva. Estaba fuera de sí de la furia, la frustración y la humillante sensación de impotencia.
Tracy todavía se hallaba en la sala de espera. Vio la rápida retirada de Kim, en el acto se dio cuenta de que iba echando chispas y tuvo miedo de lo que podía llegar a hacer.
—¡Kim, detente! ¿Adónde vas? —Lo tironeó de la manga.
—Salgo —respondió él, soltándose.
—¿Adónde?
Tracy tuvo que correr nada más que para ir al mismo paso que él. La expresión del rostro masculino la asustaba; tanto, que por un momento se olvidó de su propia pena.
—Tengo que hacer algo. No puedo quedarme aquí sentado, lamentándome. Ya que no puedo ayudar a Becky en lo médico, pienso averiguar cómo fue que se enfermó.
—¿Cómo vas a averiguarlo? Kim, tienes que calmarte.
—Kathleen dice que el problema con E. coli lo produce principalmente la carne picada.
—Eso lo sabe todo el mundo.
—Sí, bueno, yo no lo sabía. ¿Te acuerdas que te conté que hace una semana llevé a Becky al Onion Ring de la calle Prairie? Comió una hamburguesa, y estaba cruda. Ahí seguramente fue cuando se enfermó.
—¿O sea que piensas irte ya al Onion Ring? —preguntó Tracy, incrédula.
—Obviamente. Si fue ahí donde se enfermó, ahí es donde voy.
—Ahora no importa dónde contrajo la enfermedad. Lo que importa es que está enferma. Del cómo y el por qué podemos ocuparnos después.
—A lo mejor no te importa a ti, pero a mí, sí.
—Kim, estás descontrolado. Por una vez en la vida, ¿puedes pensar en alguien que no sea en ti?
—¿Qué diablos dices? —le retrucó él, sintiéndose más indignado.
—Esto lo haces por ti, no por Becky. Por ti y tu orgullo profesional.
—Qué diablos dices. No estoy con ánimo para escuchar tus divagaciones psicológicas. ¡No ahora!
—No beneficias a nadie yéndote de esta manera. Eres un peligro hasta para ti mismo. Si no tienes más remedio que irte, al menos espera hasta haberte serenado.
—Me voy precisamente para ver si esto me serena un poco. Y tal vez me dé una pizca de satisfacción.
Llegó el ascensor, y Kim subió.
—Pero ni siquiera te sacaste la ropa de cirugía —dijo Tracy, esperando encontrar alguna forma de demorarlo por su propio bien.
—Me voy. Ya mismo. ¡Nadie me va a detener!
Entró en la playa de estacionamiento del Onion Ring a cierta velocidad, y mordió el borde del sendero de acceso. Se produjo un ruido ahogado del motor, y el auto se estremeció entero, pero a Kim no le importó. Se ubicó en el primer espacio libre que encontró.
Puso el freno de mano, apagó el motor y se quedó un instante sentado, mirando el restaurante por el parabrisas. Estaba tan concurrido como la semana anterior.
El viaje en auto le había hecho pasar lo más áspero de su enojo, pero no su determinación. Pensó en lo que haría una vez que estuviera adentro, y luego se bajó. No bien entró, comprobó que las colas ante las cajas llegaban casi hasta la puerta. Como no estaba dispuesto a esperar, se acercó al mostrador. Algunos de los clientes protestaron, pero Kim no les hizo caso.
Al llegar allí, le dirigió la palabra a una de las cajeras, que llevaba prendida una etiqueta donde decía:
¡HOLA! MI NOMBRE ES DEBBIE.
Era una adolescente de aspecto indefinido, pelo decolorado y facciones congeladas en una expresión de aburrimiento total.
—Disculpe —dijo Kim tratando de parecer sereno aunque era evidente que no lo estaba, quiero hablar con el gerente.
—Tiene que hacer cola, señor —respondió Debbie. Miró brevemente a Kim, pero no captó en lo más mínimo su estado de ánimo.
—No quiero hacer un pedido —pronunció Kim modulando cada palabra. Quiero hablar con el gerente.
—En este momento está muy ocupado. —La muchacha volvió a prestar atención a la primera persona de la hilera, y le dijo que repitiera el pedido.
Kim entonces golpeó el mostrador con tanta fuerza que varios servilleteros vibraron y cayeron ruidosamente al piso. El sonido semejó un disparo de rifle. Al instante, el restaurante entero se acalló, como una imagen detenida de una película. Debbie se puso pálida.
—No quiero tener que pedirlo de nuevo. Quiero ver al gerente.
Un hombre, que estaba parado detrás de la hilera de cajas, se acercó. Tenía puesto el uniforme bicolor de Onion Ring. Su etiqueta decía:
¡HOLA! MI NOMBRE ES ROGER.
—Yo soy el gerente —dijo. La cabeza se le sacudía levemente en gesto de nerviosismo—. ¿Qué problema tiene?
—Se trata de mi hija, que en estos momentos se halla en coma, luchando por salvar la vida, y todo por haber comido una hamburguesa aquí, la semana pasada.
Kim habló en voz bien alta para que se lo oyera en todo el local. Los clientes que estaban comiendo lo miraron con desconfianza.
—Lamento lo de su hija, pero acá es imposible que se haya enfermado, y mucho menos con una de nuestras hamburguesas.
—Este es el único sitio donde ingirió carne picada. La enfermedad se la produjo una E. coli, y eso viene de las hamburguesas.
—Bueno, lo siento —respondió Roger, enfático, pero nuestras hamburguesas están muy bien cocidas, y tenemos normas muy estrictas de higiene. El Departamento de Salud nos inspecciona regularmente.
De la misma manera brusca con que el local se había acallado, retornó su nivel habitual de ruido. Se reanudaron las conversaciones, como si el criterio de todos los asistentes fuese que, cualquiera fuere el problema de Kim, nada tenía que ver con ellos.
—La que comió mi hija no estaba bien cocida. Estaba cruda.
—Imposible —negó Roger, haciendo una expresión de fastidio.
—Yo mismo la vi. Estaba rosada en el medio. Lo que quiero pedir es que…
—No puede haber estado rosada —lo interrumpió Roger, y con un gesto le restó importancia al asunto. Imposible. Ahora, si me permite, tengo que seguir trabajando.
Roger hizo amagos de darse vuelta pero Kim reaccionó aferrándolo de la camisa. Con sus potentes brazos, acercó al sorprendido gerente por encima del mostrador de modo que su rostro quedó a escasos centímetros del de Kim. Al instante, el hombre empezó a enrojecer: la fuerza férrea de Kim restringía la circulación sanguínea en su cuello.
—No vendría mal que demostrara un poco de remordimiento —le espetó Kim, y no me diera una negativa general, producto de la ignorancia.
Roger emitió sonidos incomprensibles mientras en vano forcejeaba para que Kim lo soltara.
Kim lo empujó bruscamente por encima del mostrador y lo soltó, y el hombre cayó al piso. Las cajeras, el resto del personal de la cocina y la gente que esperaba en la cola, todos contuvieron el aliento, pero quedaron petrificados, sin reaccionar.
Kim dio la vuelta por la punta del mostrador, con la intención de hablar directamente con el cocinero.
Roger consiguió ponerse de pie, y al ver que Kim entraba en el sector cocina, trató de hacerle frente.
—Usted no puede entrar aquí. Sólo pueden ingresar los empleados…
Kim no le dio tiempo de terminar, pues simplemente lo sacó de un empellón de su camino y lo hizo chocar contra el mostrador. El golpe repercutió sobre la máquina juguera; esta se cayó sobre las baldosas, y en el acto el jugo comenzó a desparramarse formando un amplio charco en el piso. Los que estaban más cerca dieron un salto para apartarse. Una vez más el restaurante se acalló. Algunos clientes se marcharon de prisa, llevándose la comida.
—¡Llama a la policía! —le ordenó Roger a la cajera más próxima mientras se levantaba con esfuerzo.
Kim siguió avanzando para enfrentarse con Paul. Reparó en el rostro apergaminado, en los tatuajes que este tenía en el brazo, y puso en duda su higiene personal.
Al igual que todos los de la cocina, Paul no se había movido desde el momento en que Kim golpeó el mostrador. Algunas de las hamburguesas sobre la parrilla estaban echando humo.
—Mi hija comió aquí una hamburguesa cruda hace una semana, más o menos a esta hora. Quiero que me expliquen cómo pudo haber pasado.
Roger se acercó a Kim desde atrás y le tocó el hombro.
—Va a tener que retirarse, señor —le advirtió.
Kim giró en redondo. Ya se había hartado del molesto gerente.
Roger tuvo el tino de dar un paso atrás, y levantó ambas palmas.
—Bueno, bueno —farfulló.
Kim volvió a dirigirse a Paul.
—¿Alguna idea?
—No —respondió este. En los pozos petrolíferos había visto enloquecer a algunas personas, y los ojos de Kim le recordaron los de aquellos hombres.
—Vamos, usted tiene que haber sido el cocinero. Seguramente tiene alguna idea.
—Como le explicó Roger, no puede haber estado cruda —afirmó Paul. Yo las hago a todas bien cocidas. Es la norma.
—No me hagan indignar. Yo les digo que estaba cruda. No me lo contó nadie. Estuve aquí con mi hija; la vi con mis propios ojos.
—Pero yo controlo el tiempo —dijo Paul, y señaló con su espátula los bifes que se estaban ahumando en la parrilla.
Kim manoteó una hamburguesa, de entre seis ya cocidas que Paul había colocado sobre un estante, listas para que Roger las pusiera en las bandejas. Sin muchos miramientos la partió en dos y revisó el interior de la carne. Estaba bien cocida. Repitió tres veces la operación, y luego volvió a soltar cada hamburguesa en su plato.
—Ya ve —intervino Roger. Todas están bien cocidas. Ahora, si tiene la bondad de retirarse de la cocina, podemos conversar esto con más tranquilidad.
—Les damos una temperatura interior más alta que la que propone la FDA —explicó Paul.
—¿Cómo hace para saber la temperatura?
—La medimos con un termómetro especial de cinco puntas —afirmó Roger. Se la toma varias veces al día al azar, y siempre da lo mismo: arriba de setenta y cinco grados.
Paul dejó su espátula y se puso a buscar dentro de un cajón que había bajo la parrilla. Sacó el instrumento en cuestión y se lo entregó a Kim.
Kim hizo caso omiso del termómetro. Tomó otra hamburguesa y la partió: estaba bien cocida.
—¿Dónde almacenan los bifes antes de cocinarlos? —Paul se dio vuelta y abrió la heladera. Kim espió el interior y se dio cuenta de que allí había apenas una pequeña cantidad de la carne que seguramente Onion Ring tenía a mano—. ¿Dónde está el grueso?
—En el cuarto frigorífico.
—¡Muéstreme! —Paul miró a Roger.
—De ninguna manera —se opuso este. La cámara frigorífica es zona vedada.
Kim dio un fuerte empujón con ambas manos a Paul en el pecho, llevándolo hacia el fondo de la cocina. Paul se tambaleó hacia atrás. Luego dio media vuelta y empezó a caminar seguido de Kim.
—Usted no va allí —dijo Roger. Había alcanzado a Kim y lo tironeaba del brazo—. Únicamente los empleados pueden entrar en la cámara frigorífica.
Kim trató de desprenderse de Roger, pero este no lo soltaba. Frustrado, le asestó un fuerte revés en la cara con mucha más fuerza de la que quería emplear. El impacto obligó a Roger a girar la cabeza hacia un lado, le partió el labio superior y lo envió por segunda vez al piso.
Sin dedicarle ni una mínima mirada al gerente caído, Kim fue tras Paul, que ya tenía la puerta del freezer abierta, y entró.
Lleno de miedo ante el tamaño de Kim y su iracundia, Paul trató de no acercársele. Se dio vuelta para mirar a su gerente, quien en ese momento estaba sentado sobre la alfombra de goma de la cocina limpiándose la sangre del labio. Como no sabía bien qué hacer, entró tras Kim en el freezer.
Kim estaba observando las cajas apiladas sobre el lado izquierdo. Sólo la primera estaba abierta. En las etiquetas decía:
FRIGORÍFICO MERCER.
BIFES DE CARNE PICADA. TAMAÑO NORMAL. 50 G. EXTRA MAGROS. LOTE 2. PARTIDA 1-5. FECHA DE ELABORACIÓN: 29 DE DICIEMBRE. FECHA DE VENCIMIENTO: 29 DE MARZO.
—¿Una hamburguesa del viernes pasado puede haber venido en esta caja?
Paul se encogió de hombros.
—Probablemente. O de una similar.
Kim entró más al fondo de la cámara frigorífica y vio otra caja abierta en medio de las demás, cerradas. La abrió y espió adentro. Notó que ya se había roto la envoltura de una de las cajas más pequeñas que había en su interior.
—¿Por qué esta caja está abierta?
—Fue por error —explicó Paul. Tenemos que usar siempre los bifes más viejos, así no hay que preocuparse nunca por la fecha de vencimiento.
Kim se fijó en la etiqueta. Era igual que la anterior, salvo por la fecha de elaboración. Esta decía «12 de enero» en vez de «29 de diciembre».
—¿El viernes pasado pudo haberse usado un bife de esta caja?
—Es posible. No recuerdo el día en que la abrimos por error.
Kim sacó una lapicera y un papelito del bolsillo de su guardapolvo blanco y anotó la información que figuraba en los rótulos de ambas cajas abiertas. Luego sacó un bife de adentro de cada una, cosa que no le resultó sencilla porque venían congelados en pilas, separados por hojas de papel encerado. Luego se guardó la carne y el papel.
Cuando salió de la cámara, tuvo una vaga conciencia de sentir el ulular de una sirena que se apagaba. Tan preocupado estaba, que no le prestó atención.
—¿Qué es Frigorífico Mercer? —le preguntó a Paul.
Paul cerró la puerta de la cámara.
—Es una planta procesadora de carne que nos provee los bifes de carne picada. Abastece a toda la cadena Onion Ring.
—¿Queda en este estado?
—Sí, claro. Apenas saliendo de Bartonville.
—Muy conveniente.
En el momento en que Kim regresaba a la cocina, se abrió de improviso la puerta del local y entraron dos policías uniformados apoyando cada uno la mano sobre la cartuchera de su revólver. Traían una expresión severa. Roger venía tras ellos, y con gestos indignados señalaba a Kim con la mano derecha, mientras con la izquierda sostenía una servilleta ensangrentada sobre su boca.