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Jueves, 22 de enero

Kim terminó yéndose a su casa, pero tal como suponía, no pudo dormir mucho, y el poco rato de descanso se vio alterado por sueños perturbadores. Algunos le resultaron incomprensibles; por ejemplo, unos sueños en los que se sentía ridiculizado por haber obtenido bajas calificaciones en exámenes de la universidad. Pero en la pesadilla más horrible, por lejos, Becky se caía de un muelle a un mar impetuoso. Si bien Kim estaba en el muelle, hacía todo lo posible pero no lograba alcanzar a su hija. Al despertarse, estaba bañado en transpiración.

Pese a que no pudo descansar demasiado, el hecho de ir a su casa le permitió darse una ducha y afeitarse. Con un aspecto al menos algo mejorado, volvió a subir a su auto apenas pasadas las cinco de la mañana y recorrió las calles casi desiertas, cubiertas con una pátina de fina nieve.

En el hospital encontró a Becky tal como la había dejado. Dormida, parecía engañosamente serena. Tracy también estaba muy dormida, hecha un ovillo en el sillón de vinilo y tapada con una manta del hospital.

En el office de las enfermeras, Kim se encontró con Janet Emery, que estaba completando debidamente datos en historias clínicas.

—Discúlpeme si anoche estuve grosero con usted —dijo Kim, y se ubicó en el asiento de al lado de Janet. Sacó del estante la historia clínica de Becky.

—No me ofendí. Sé lo angustiante que es tener un niño internado. Yo misma lo experimenté con mi propio hijo.

—¿Cómo anduvo Becky anoche? ¿Hay algo que deba saber?

—Estuvo estable. Pero lo más importante es que la temperatura sigue normal.

—Gracias a Dios —dijo Kim. Encontró la nota dictada por James, que había sido incluida esa noche en la historia clínica. La leyó, pero no halló en ella nada que no supiera ya.

Como no había nada más que hacer, fue a su consultorio y se entretuvo con la montaña de papeles que se le habían acumulado. A medida que trabajaba, miraba a cada rato el reloj. Cuando consideró que era una hora prudente tomando en cuenta la diferencia horaria con la costa Este, llamó por teléfono a George Turnen.

George se condolió enormemente al enterarse de la perforación y la cirugía que fue preciso hacer. Kim le agradeció la preocupación y rápidamente fue al grano: quería su opinión respecto de lo que convenía hacer si se confirmaba la presencia de un SUH producido por E. coli O157:H7. En particular le interesaba saber si no habría que trasladar a Becky a algún otro centro.

—Yo no lo recomendaría. Claire Stevens y Kathleen Morgan constituyen un equipo excelente. Tienen mucha experiencia en este síndrome… como el que más.

—¿Y usted tiene experiencia en SUH?

—Una sola vez —respondió George.

—¿Es tan peligroso como lo describen? He estado leyendo todo lo que pude encontrar sobre el tema, incluso lo que sale en Internet. Lo que pasa es que no hay mucho material.

—El caso que tuve yo fue muy desalentador —reconoció George.

—¿En qué sentido?

—Fue impredecible e implacable. Ojalá lo de Becky sea otra cosa.

—¿Puede darme algún detalle más específico?

—Prefiero que no. Es un síndrome proteiforme. Si se confirma que Becky lo tiene, lo más probable es que no se parezca al caso que me tocó atender. Fue deprimente.

Al cabo de unos minutos, Kim dio por terminada la conversación. Antes de cortar, George le pidió que lo mantuviera al tanto sobre los progresos de Becky, cosa que prometió hacer.

Luego de hablar con George, llamó al office de las enfermeras del piso de Becky. Cuando atendió Janet, le preguntó por Tracy.

—Ya se levantó. La vi la última vez que fui a tomar los signos vitales de Becky.

—¿Me la podría poner al teléfono?

—Sí, cómo no.

Mientras esperaba, pensó en las palabras de George. No le gustó eso de «impredecible e implacable», y el hecho de que el caso que le tocó hubiese sido deprimente. Esas descripciones le hicieron recordar su pesadilla, y eso a su vez lo hizo transpirar.

—¿Eres tú, Kim? —preguntó Tracy cuando vino a atender.

Conversaron unos minutos sobre cómo había pasado cada uno las horas anteriores. Ninguno de los dos había dormido bien. Después llegaron al tema de Becky.

—La noto un poquito mejor que anoche. Está más lúcida. Creo que ya se le fue todo el efecto de la anestesia. De lo que más se queja es de la sonda nasogástrica. ¿Cuándo se la pueden sacar?

—Apenas empiece a funcionar bien su sistema gastrointestinal.

—Espero que sea pronto.

—Esta mañana hablé con George.

—¿Qué dijo?

—Dijo que Claire y Kathleen son un buen equipo, en especial si se confirma el ureico hemolítico. Según él, no hay en otra parte un equipo mejor.

—Eso es reconfortante.

—Mira, Tracy, yo pensaba quedarme aquí y atender unos pacientes, incluso los preoperatorios de mañana, si no te molesta.

—En lo más mínimo. Más aún, me parece una buena idea.

—Me cuesta mucho quedarme ahí sentado sin hacer nada.

—Te entiendo perfectamente. Haz tus cosas. No te aflijas, que yo no me muevo de aquí.

—Cualquier cambio que haya, llámame.

—¡Por supuesto! Serás el primero en enterarte.

Cuando llegó Ginger, poco antes de las nueve, le pidió que cancelara a la mayor cantidad posible de pacientes, porque quería volver a la tarde al hospital.

Ginger se interesó por Becky y lamentó que Kim no la hubiera llamado la noche anterior. Se había quedado preocupada la noche entera, sin atreverse a llamar ella.

Kim le contó que, después de la operación, Becky estaba mejor. También le explicó que había llegado a su casa pasada la medianoche, y le pareció demasiado tarde para llamar.

Tener que atender a los pacientes en esas circunstancias le resultó, al principio, muy difícil, pero hizo el esfuerzo de concentrarse. Poco a poco el esfuerzo dio sus frutos. Al mediodía, se sentía algo más distendido, aunque cada vez que sonaba el teléfono el corazón comenzaba a latirle aceleradamente.

Como no tenía hambre, el sándwich que Ginger le había llevado seguía sobre su escritorio, sin tocar. Kim prefirió sumergirse por completo en los problemas de sus pacientes, así no tenía que pensar en los propios.

A media tarde, se hallaba hablando por larga distancia con un cardiólogo de Chicago cuando de pronto Ginger se asomó en la puerta. A juzgar nada más que por la expresión de su rostro, se dio cuenta de que algo andaba mal. Tapó entonces el tubo del teléfono.

—Llamó Tracy por la otra línea. Estaba muy alterada. Dice que Becky repentinamente se puso peor y que la trasladaron a terapia intensiva.

Kim sintió que se le aceleraba el pulso. Rápidamente terminó la conversación con el médico de Chicago y cortó. Se cambió la chaqueta, manoteó las llaves del auto y corrió hacia la puerta.

—¿Qué hago con los demás pacientes? —le preguntó Ginger.

—Mándalos de vuelta a su casa —respondió él, conciso.

Condujo de prisa, a menudo avanzando por la banquina para evitar los congestionamientos del tránsito. Cuanto más se acercaba al hospital, más ansioso estaba. Si bien él había insistido en que llevaran a Becky a terapia intensiva, ahora que de hecho la habían trasladado sentía terror. Como conocía perfectamente la política de AmeriCare de ahorrar costos, estaba seguro de que la decisión no se había tomado simplemente por profilaxis; tenía que tratarse de una emergencia grave.

Evitando la zona de estacionamiento reservada para médicos, condujo directamente hasta la marquesina del hospital. Se bajó de un salto y le arrojó las llaves al sorprendido guardia de seguridad.

Fue muy nervioso en el ascensor que subía lentamente hacia el piso de cuidados intensivos. Una vez en el pasillo repleto de visitas, avanzó lo más rápido que pudo. Cuando llegó a una sala de espera destinada especialmente para familiares de pacientes en terapia intensiva, divisó a Tracy. Ella se levantó al verlo y salió a su encuentro. Lo rodeó con los brazos, inmovilizándole los suyos a los costados del cuerpo. Durante unos instantes no lo soltó, y Kim tuvo que hacer el esfuerzo de soltarse y separarla suavemente. La miró a los ojos, que notó rebosante de lágrimas.

—¿Qué pasó? —le preguntó, temeroso de oír la respuesta.

—Se puso peor —consiguió responder Tracy—. Mucho peor, y todo ocurrió de improviso, igual que con la perforación.

—¿Qué fue? —preguntó Kim, alarmado.

—La respiración. De pronto se quedaba sin aire.

Kim trató de desprenderse, pero Tracy seguía sosteniéndolo de la chaqueta.

—Prométeme que te vas a controlar. Tienes que hacerlo, por Becky.

Kim se soltó y salió de prisa de la sala.

—¡Espera! —le gritó ella, y corrió tras él.

Sin hacerle caso, Kim entró en el sector de terapia intensiva. Apenas traspuso la puerta se detuvo un instante y recorrió con sus ojos el ambiente. La mayoría de las camas estaban ocupadas con pacientes gravemente enfermos. Había enfermeras trabajando junto a la mayoría de las camas. Diversos equipos electrónicos de monitoreo exhibían datos sobre signos vitales.

La mayor actividad se advertía en una pequeña habitación aparte que había a un costado. Allí adentro, médicos y enfermeras atendían un caso grave. Kim se acercó y se paró en la puerta. Vio el respirador y oyó su ciclo rítmico.

Judy Carlson, una enfermera a quien Kim conocía, lo vio y pronunció su nombre en voz alta, y todas las personas que rodeaban la cama de Becky silenciosamente dieron un paso atrás para que Kim pudiera ver. Becky había sido entubada: un grueso tubo le salía de la boca y estaba pegado con cinta adhesiva a su mejilla. Estaba conectada a un respirador.

Kim se acercó a la cama, y su hija lo miró con ojos aterrados. La habían sedado, pero aún seguía consciente. También le habían atado los brazos para que no se arrancara el tubo endotraqueal.

Kim sintió que se le estrujaba el corazón. Estaba reviviendo la pesadilla de la noche anterior, sólo que esta vez era real.

—Bueno, mi budincito, papá está aquí —dijo, tratando de dominar sus emociones. Se desesperaba por decir algo que pudiera tranquilizarla. Le tomó el brazo. Ella intentó hablar, pero no podía por el tubo que tenía en la garganta.

Kim fue mirando a las personas presentes, y centró la atención en Claire Stevens.

—¿Qué pasó? —preguntó, conservando la calma.

—Mejor vamos afuera —sugirió ella.

Kim asintió. Dio un apretón a Becky en la mano y le dijo que volvía enseguida. Becky hizo el intento de hablar pero no pudo.

Los médicos salieron a la sala propiamente dicha de cuidados intensivos y formaron un grupo a un costado. Kim cruzó los brazos para disimular que le temblaban.

—¡Díganme algo! —ordenó.

—Primero, permítame presentarle a todos —dijo Claire—. A la doctora Kathleen Morgan por supuesto la conoce. Este es el doctor Arthur Horowitz, nefrólogo; el doctor Walter Ohanesian, hematólogo y Kevin Blanchard, especialista en asistencia respiratoria mecánica. —Fue señalando a cada uno. Todos lo saludaron con un movimiento de la cabeza, y Kim correspondió de la misma manera.

—Cuéntenme qué pasó.

—Primero, tengo que decirle que se confirmó que se trata de E. coli O157:H7 —respondió Claire. La cepa en particular la conoceremos mañana, luego de la electroforesis de campo variable.

—¿Por qué la entubaron?

—La toxemia le está afectando los pulmones. Sus gases sanguíneos empeoraron de repente.

—También tiene insuficiencia renal —dijo Arthur—. Hemos iniciado la diálisis peritoneal. —El nefrólogo era un hombre totalmente calvo, de barba tupida.

—¿Por qué no una máquina de hemodiálisis? —preguntó Kim. ¿Acaso no es más eficaz?

—Ella no tendría que tener problemas con la diálisis peritoneal.

—Pero acaba de ser intervenida quirúrgicamente por una perforación.

—Eso se tomó en cuenta —prosiguió Arthur, pero el problema es que AmeriCare sólo posee máquinas de hemodiálisis en el Hospital Suburbano. Tendríamos que trasladar allí a la paciente, cosa que por cierto no recomendamos.

—El otro problema importante es el recuento de plaquetas —acotó Walter, el hematólogo, un hombre canoso que debía andar por los setenta años, según calculó Kim. Las plaquetas descendieron a pique hasta el punto de hacernos pensar que debe reponérselas pese a los riesgos inherentes. De lo contrario, podríamos tener que lidiar con una hemorragia.

—También está el problema del hígado —dijo Claire. Las enzimas hepáticas han subido en forma alarmante, lo cual sugiere…

Kim sintió que su mente se sobresaturaba. Tan aturdido estaba, que ya no absorbía la información que le iban dando. Veía a los médicos que hablaban, pero no oía nada. Era la pesadilla una vez más, y Becky luchando a brazo partido en medio del proceloso mar.

Media hora más tarde, salió a los tumbos de terapia intensiva y se dirigió a la salita de espera. Tracy se levantó apenas lo vio llegar, con aspecto de hombre destruido.

Durante un momento se miraron a los ojos. Le tocó entonces el turno a Kim de llorar. Tracy le tendió los brazos y ambos se estrecharon con una mezcla de miedo y de dolor.