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Viernes 16 de enero

El centro comercial Sterling Place relucía gracias al mármol, el bronce brilloso y la madera lustrada de sus elegantes tiendas. Tiffany competía con Cartier, NeimanMarcus con Saks. Unos parlantes ocultos dejaban escapar los acordes del Concierto para piano número 23, de Mozart. Gente de aspecto distinguido paseaba esa tarde de viernes con sus zapatos Gucci y sus chaquetas Armani, inspeccionando las ofertas de las liquidaciones posnavideñas.

En circunstancias normales, a Kelly Anderson no le habría disgustado pasar allí un rato. Visto desde su óptica de periodista televisiva, ese sitio estaba en las antípodas de los lugares penosos que le tocaba visitar por toda la ciudad, cuando buscaba noticias que pudiera cubrir a fondo en el noticiario de las seis o de las once de la noche. Pero ese viernes en particular no había encontrado en el centro comercial lo que buscaba.

—Esto parece un chiste —dijo, con fastidio. Miró de una punta a la otra del costoso pasillo en busca de algún candidato al que poder entrevistar, pero ninguno le pareció posible.

—Creo que ya tenemos bastante —opinó Brian Washington, un negro larguirucho, el camarógrafo elegido por Kelly. Para ella, se trataba del mejor profesional con que contaba la emisora WENE, razón por la cual había empleado todo tipo de artilugio, coacción y hasta amenaza para conseguir que se lo asignaran.

Kelly hinchó las mejillas y luego fue soltando el aire como modo de expresar su enojo.

—De ninguna manera tenemos bastante —le retrucó—. No tenemos nada.

Kelly Anderson, de treinta y cuatro años de edad, era una mujer inteligente, seria y enérgica que esperaba la oportunidad de consagrarse en los noticiarios nacionales. La mayoría de la gente pensaba que tendría posibilidades de lograrlo si conseguía una primicia importante que le hiciera ganar notoriedad. Con sus facciones bien definidas y sus ojos vivaces enmarcados por una especie de casco de rizos rubios, era la viva imagen de la periodista profesional, imagen que acentuaba por el hecho de vestirse a la moda, con buen gusto, y de arreglarse hasta el mínimo detalle.

Kelly pasó el micrófono a la mano derecha para poder mirar la hora.

—Y para rematarla, se nos acaba el tiempo. Tengo que pasar a buscar a mi hija, que está terminando su clase de patinaje.

—Fantástico —dijo Brian, mientras bajaba la cámara del hombro y desconectaba el enchufe. Yo tengo que ir a buscar la mía a la guardería.

Kelly se agachó y colocó el micrófono dentro de su enorme bolso de correas largas, y luego ayudó a Brian a guardar el equipo. Como expertos que eran, se colgaron todo al hombro y enfilaron hacia el centro del shopping.

—Lo que resulta cada vez más obvio —comentó Kelly— es que a la gente le importa un rábano la fusión propiciada por el servicio de salud AmeriCare, del Hospital Samaritano con el Centro Médico Universitario, salvo a quienes en los últimos seis meses tuvieron que concurrir a un hospital.

—No es un tema que despierte sentimientos profundos en las personas. No se relaciona con un crimen ni un escándalo sexual, ni tampoco involucra a personajes conocidos.

—Tendrían que preocuparse —expresó Kelly, disgustada.

—Nunca ha habido relación entre lo que la gente hace y lo que debería hacer. Eso lo sabes.

—Lo único que sé es que jamás tendría que haber planeado esta noticia para esta noche a las once. Estoy desesperada. Dime cómo hago para presentarla con cierto atractivo sexual.

—Si lo supiera, yo sería el periodista y no el camarógrafo —sostuvo Brian con una risa.

Al salir de uno de los pasillos que se abrían en forma de rayos, Kelly y Brian llegaron a un amplio epicentro, en el medio del cual, bajo unos tragaluces de tres pisos de alto, había una pista ovalada de patinaje. Su superficie congelada refulgía bajo los reflectores.

Dentro de la pista, unos diez o doce niños y varios adultos se deslizaban sobre el hielo en varias direcciones. El aparente caos era producto de que acababa de concluir la clase intermedia y estaba a punto de comenzar la de nivel avanzado.

Al ver el uniforme rojo vivo de su hija, Kelly saludó agitando la mano y pronunció su nombre. Caroline Anderson agitó también la mano, pero demoró unos instantes en acercarse. Caroline era muy parecida a su madre, una niña inteligente, deportista, decidida.

—Apresúrate, pequeña —dijo Kelly cuando por fin ella se aproximó—. Hay que volver pronto a casa. Mamá tiene un plazo que cumplir, y un problema enorme.

Caroline salió de la pista y, caminando en puntas de pie sobre las cuchillas de patinaje artístico, enfiló hacia el banco y se sentó.

—Quiero ir a comer una hamburguesa al Onion Ring. Estoy muerta de hambre —dijo.

—Tendrás que ir con tu padre, querida. ¡Vamos, vamos!

Kelly se agachó, sacó los zapatos de la mochila de su hija y los colocó sobre el asiento.

—Aquella chica patina como los dioses —comentó Brian.

Kelly se enderezó y se llevó la mano a los ojos para protegerlos del brillo de la luz.

—¿Dónde?

—Allá en el centro, de vestido rosa.

Kelly miró donde le indicaba Brian, y en el acto captó a quién se refería: una niña aproximadamente de la misma edad que Caroline hacía unos ejercicios de precalentamiento que obligaba a muchas personas a pararse y mirar.

—Ah, es muy buena —convino Kelly—. Parece casi profesional.

—No es tan buena —opinó Caroline, y apretó los dientes en el momento en que trataba de quitarse uno de los patines.

—A mí sí me lo parece —dijo Kelly—. ¿Quién es?

—Se llama Becky Reggis. —Habiendo renunciado a arrancarse el patín, Caroline volvió a intentar desatarse los cordones—. Fue campeona juvenil del estado el año pasado.

Como si presintiera que la estaban mirando, la niña ejecutó dos dobles axels seguidos, dio una vuelta por la pista y consiguió que numerosas personas prorrumpieron en espontáneos aplausos.

—Es fantástica —comentó Kelly.

—Este año la invitaron a las pruebas nacionales —debió reconocer Caroline, de mala gana.

—Hmmm —murmuró Kelly, y miró a Brian. Ese podía ser un buen tema para el noticiario.

Brian se encogió de hombros.

—Tal vez para el de las seis, pero no para el de las once.

Kelly volvió entonces a centrar su atención en la patinadora.

—El apellido es Reggis, ¿no?

—Sí —le respondió Caroline. Ya se había sacado ambos patines y buscaba los zapatos dentro de la mochila.

—¿No será hija del doctor Kim Reggis? —insistió Kelly.

—Sé que el papá es médico.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Kelly.

—Porque ella va a la misma escuela que yo. Está un año más adelantada.

—¡Eureka! Esto sí que es tener suerte.

—Ya conozco ese brillo en tus ojos. Me haces acordar a un gato a punto de dar un salto. Algo estás tramando.

—No encuentro mis zapatos —protestó Caroline.

—Acaba de ocurrírseme una idea genial —dijo Kelly. Tomó del banco los zapatos de Caroline y los puso sobre la falda de su hija—. El doctor Kim Reggis sería perfecto para esta nota sobre fusiones empresariales. Era el cacique del sector de cardiocirugía del Samaritano antes de la fusión, y después, en un abrir y cerrar de ojos se transforma en un simple indio. Seguramente tiene para contar alguna historia impúdica o escandalosa.

—No me cabe duda, pero no sé si estará muy dispuesto a hablar contigo. No salió muy bien parado en esa nota que hiciste sobre los «Pobres niños ricos».

—Eso ya pasó —respondió Kelly, al tiempo que hacía un ademán como restándole importancia.

—Quizás sea eso lo que piensas, pero dudo que él piense lo mismo.

—Se lo merecía. Me imagino que se habrá dado cuenta. Te juro que no entiendo cómo es que los cardiocirujanos como él no comprenden que sus argumentos suenan a falsos cuando protestan por los reembolsos que reciben por las prestaciones sociales siendo que tienen ingresos de seis dígitos. Tendrían que ser un poco más vivos.

—Merecido o no, supongo que quedó resentido. Dudo que quiera conversar contigo.

—Te olvidas de que los cirujanos como Kim Reggis aman la publicidad. Bueno, pienso que vale la pena hacer el intento. ¿Qué podemos perder?

—Tiempo —repuso Brian.

—Cosa que no nos sobra —dijo Kelly, y dirigiéndose a su hija agregó—: Querida, ¿conoces a la mamá de Becky? ¿Sabes si está aquí?

—Sí —respondió la niña, señalando. Es aquella de allá, la de pulóver rojo.

—Muy conveniente —dijo Kelly, al tiempo que se enderezaba para mirar en dirección al otro lado de la pista. Esto sí que es una suerte. Vuelvo enseguida. Brian, espérame aquí.

—Ve tranquila —respondió él con una sonrisa.

Kelly rodeó la pista de patinaje y se aproximó a la mamá de Becky, una mujer que parecía tener más o menos su misma edad. Era bonita y estaba muy bien arreglada, aunque con ropa de estilo tradicional. Desde sus épocas de estudiante que Kelly no veía a una mujer vistiendo suéter de cuello redondo sobre una camisa blanca. La mamá de Becky estaba absorta leyendo un libro que no parecía precisamente un bestseller, y con mucho cuidado subrayaba utilizando un marcador amarillo.

—Disculpa —dijo Kelly—. Espero no ser demasiado molesta.

La mujer levantó la mirada. Tenía pelo castaño con reflejos cobrizos. Sus rasgos podían parecer altivos, pero de inmediato demostró una gran amabilidad.

—No hay problema. ¿En qué puedo servirte?

—¿Eres la señora Reggis?

—Llámame Tracy, por favor.

—Gracias. Ese libro parece demasiado serio para leer en una pista de patinaje.

—Tengo que aprovechar cualquier minuto que me queda.

—Tiene aspecto de libro de texto.

—Es precisamente eso. He vuelto a la universidad a esta edad.

—Me parece encomiable —comentó Kelly.

—Es todo un desafío.

—¿Qué título tiene?

Tracy le pasó el libro para mostrarle la tapa.

—Evaluación de la personalidad en niños y adolescentes.

—¡Epa! Suena a importante.

—No está mal. Más aún, es interesante.

—Yo tengo una hija de nueve años. Tal vez debería leer algo sobre la conducta de los adolescentes antes de que se me arme un infierno.

—Nunca viene mal. Los padres necesitan cualquier ayuda que pueda brindárseles. La adolescencia puede llegar a ser una época problemática, y yo he comprobado que, cuando uno prevé las dificultades, después sabe enfrentarlas.

—Parecería que sabes mucho sobre estas cuestiones.

—Algo —reconoció Tracy—. Pero nunca hay que quedarse demasiado tranquilo. Yo antes de volver a la universidad participé en terapias, principalmente con niños y adolescentes.

—¿Eres psicóloga?

—Trabajadora social.

—Qué interesante —dijo Kelly, para cambiar de tema. En realidad, el motivo por el cual me acerqué es para presentarme. Soy Kelly Anderson, de WENE Noticias.

—Te conozco —respondió Tracy con cierto desdén.

—¡Ah! Tengo la desagradable sensación de que siempre mi fama se interpone. Espero que no te sientas ofendida por la nota que hice sobre los cardiocirujanos y el servicio de asistencia social.

—Pienso que fue deshonesto. Cuando Kim te concedió la entrevista, creyó que estabas de su parte.

—Lo estaba, hasta cierto punto. Al fin y al cabo, presenté las dos caras del problema.

—Sólo en cuanto a la disminución de los ingresos de los profesionales, tema en el cual centraste la nota. En la práctica, ese es sólo uno de los aspectos que preocupan a los cardiocirujanos.

Un manchón color rosado pasó frente a ambas y las obligó a mirar la pista. Becky había adquirido más velocidad, y se desplazaba hacia atrás. Después, para delicia de la improvisada platea de espectadores, ejecutó un perfecto triple axel con el cual cosechó más aplausos.

Kelly dejó escapar un leve silbido.

—Tu hija patina maravillosamente bien —dijo.

—Gracias. Para nosotros es una persona maravillosa.

Kelly observó a Tracy tratando de interpretar el comentario, pues no sabía si lo había dicho en forma irónica o a modo de información, no más. Pero el rostro de Tracy no dejaba traslucir nada. Su expresión resultaba indescifrable.

—¿Heredó de ti el talento para patinar?

Tracy soltó una risa echando la cabeza hacia atrás, muy divertida.

—Difícilmente. Yo soy muy torpe, y nunca me he calzado un par de patines. No sabemos de dónde sacó el talento. Un día anunció que quería patinar, y lo demás ya es historia conocida.

—Mi hija dice que Becky este año competirá en el torneo nacional. Sería un buen tema para una nota en WENE.

—No creo. La invitaron a participar, pero no quiso aceptar.

—Qué pena. Me imagino que tú y tu marido estarán muy desilusionados.

—El papá no está del todo feliz, pero te confieso que para mí es un alivio.

—¿Por qué?

—El nivel de competencia obliga a cualquier persona a pagar un precio muy alto, y mucho más a una prepúber. No siempre es bueno para la propia salud mental. Es mucho el riesgo y muy poco el crédito.

—Hmmm. Voy a pensarlo. Pero mientras tanto, tengo un problema más acuciante. Estoy tratando de hacer una nota en el panorama de hoy a las once de la noche puesto que se cumplen seis meses de la fusión del servicio social del Samaritano con el Centro Médico Universitario. Lo que quería mostrar era la reacción de la comunidad, pero me he encontrado con una gran apatía. Por eso querría ver qué piensa tu marido, pues sé que debe tener una opinión. ¿Por casualidad no vendrá él esta tarde a la pista de patinaje?

—No —repuso Tracy con una sonrisa, como si Kelly hubiese planteado un absurdo. Los días de semana se va del hospital a las seis o las siete, nunca antes. ¡Nunca!

—Qué lástima —dijo Kelly, mientras mentalmente procesaba diversas posibilidades. Dime, ¿te parece que tu marido estaría dispuesto a conversar conmigo?

—No tengo idea. Lo que pasa es que nos hemos divorciado hace unos meses, por lo cual no sé qué piensa de ti en este momento.

—Ay, qué pena —respondió Kelly, sincera. No lo sabía.

—No tienes por qué apenarte. Fue lo mejor para todos. Una víctima de los tiempos… personalidades incompatibles.

—Me imagino que estar casada con un cirujano, particularmente uno de corazón, no debe de ser fácil. Es decir, todo pierde importancia comparado con lo que hacen ellos.

—Mmm —respondió Tracy, sin comprometerse demasiado.

—Yo, por mi parte, no lo soportaría. Las personalidades egoístas y centradas en sí mismas como la de tu exmarido no van conmigo.

—A lo mejor eso dice algo sobre ti —sugirió Tracy.

—¿Te parece? —Kelly se quedó pensando un instante, pues se daba cuenta de que tenía ante sí una persona amable pero inteligente. Quizás tengas razón. Bueno, entonces te pregunto esto: ¿tienes la menor idea de dónde podría encontrar en este momento a tu exmarido? Sinceramente me gustaría conversar con él.

—Puedo suponer dónde está… seguro que en cirugía. Con todo este litigio sobre el tiempo de uso de quirófanos que hay con el centro médico, tuvo que concentrar sus tres operaciones semanales el viernes.

—Gracias. Me voy ya mismo para allá a ver si lo pesco.

—Bueno —dijo Tracy. Devolvió el saludo que Kelly le hizo con la mano y luego la miró alejarse dando la vuelta alrededor de la pista—. Buena suerte —agregó para sus adentros.