Pasada la medianoche, mientras los juerguistas gravitaban hacia la pantalla de televisión de setenta pulgadas que había junto al salón de baile, la ebriedad general empezó a traspasar la línea entre lubricación y anestesia. Omitieron las mezclas. Arramblaron con botellas enteras de champagne. Los hombres bailaban con hombres, las mujeres con sus copas. Invitados periféricos y forasteros famosos partieron discretamente dejando al núcleo duro de la campaña profusión, el eje Struthers-Meisner-Wesley, la tarea de blandir el puño en la pantalla plateada, hasta que alguien cambió el canal a Luna nueva, la película que la KPLR emitía a última hora de la noche.
El referéndum tenía que ganar por mayoría simple tanto en la ciudad como en el condado. En la ciudad, donde menos de un diecisiete por ciento de los votantes registrados había entregado papeletas, estaba fallando por poco. En el condado, con una concurrencia de votantes de apenas el catorce por ciento, estaba perdiendo por un margen de cuatro a uno. En total, la fusión estaba recogiendo algo más de un veinte por ciento de votos favorables. Pero incluso Vote No declinó calificar su victoria de aplastante. Teniendo en cuenta que poco más de uno de cada siete adultos se había molestado en acudir a las urnas, lo único que se podía decir que había sido aplastante era la apatía.
¿Apatía? Los analistas no lo veían claro. Después de todo, la campaña había generado una extraordinaria publicidad. Ambas partes habían desplegado argumentos persuasivos, y ninguna de las dos se había privado de utilizar los más perversos incentivos, el racismo, los celos y la codicia, que normalmente exaltaban a manadas de votantes. Las grandes luminarias de St. Louis, las Jammus y los Probsts, los Wesleys y los Hammakers, habían conducido la campaña. Nadie que prestara algo de atención a las noticias locales podía haber dejado de comprender la importancia de decidir si la ciudad y el condado debían reunirse en un condado único y nuevo. Y, sin embargo, nadie había votado.
Fue una noche en que los hombres y las mujeres que cobraban por dar la cara habrían deseado cobrar para quedarse en casa. La elección fue un cometa Kohoutek, una Super Bowl XVIII. Comentando sobre los resultados a medida que llegaban los datos, creyendo aparentemente que alguien les escuchaba a la una o las dos de la mañana, los periodistas locales presintieron su responsabilidad por la excesiva propaganda e hicieron de todo menos disculparse. Sus miradas iban de acá para allá como montañeros asustados ante una pared vertical, pidiendo ayuda a sus compañeros, posándose de nuevo en la cámara sólo después de haber obtenido dicha ayuda.
Oye, Don, ¿podrías explicar esto?
¿Te atreves a dar tu opinión, Mary?
Bill. ¿Tú qué dirías?
Para los medios de comunicación, con su actitud beligerante, St. Louis parecía de pronto una ciudad inexplicablemente temerosa. Amenazado por la perspectiva de pensar y decidir, el cuerpo político se había rendido. Eso avergonzaba a los comentaristas, pero sólo porque eran incapaces de entender el referéndum dentro de un contexto más amplio. Su vergüenza era una medida de su obsolescencia. No entendían que Norteamérica estaba superando la edad de la acción.
Con una madurez ganada a golpe de experiencia amarga, la nueva Norteamérica sabía que determinadas luchas no tendrían el final feliz antaño soñado, sino que estaban condenadas a perpetuarse frustrando metamórficamente todo intento de resolverlas. Al margen de cómo estuviera estructurada una región, los blancos acomodados no iban a permitir que sus hijos asistieran a la escuela con peligrosos niños negros. En cualquier sistema ideado por seres mortales coaccionados por los grupos de presión, los impuestos golpearían siempre con más fuerza a los no privilegiados que a los privilegiados, y la exacta índole de esa injusticia sólo dependía de lo que sucediera a los privilegiados en un determinado momento. El mundo acabaría en un holocausto nuclear, o no terminaría en un holocausto nuclear. Washington apoyaría a regímenes represivos en ultramar a menos que decidiera no hacerlo, en cuyo caso el comunismo se extendería, a menos que no fuera así. Etcétera. Todas las plataformas políticas eran igualmente inadecuadas, igualmente incapaces de modificar el orden cósmico.
Los americanos ilustrados aceptaban el mundo tal como era. Estaban dispuestos a pagar un alto precio por los alimentos que comían —helados con mucha mantequilla, pastas frescas, trufas de chocolate, pechugas de pollo deshuesadas— porque la comida de alta calidad bajaba fácilmente, permitiendo que el cerebro se ocupara de asuntos más filosóficos. Por la misma divisa, la promiscuidad sexual estaba pasando de moda. La amenaza del SIDA garantizaba que el espíritu no fuera nunca más un esclavo de las pasiones. En vez de hacer el amor, en vez de hacer la guerra, los jóvenes estaban aprendiendo a dominar sus bajos instintos, asistían a escuelas profesionales. En esta línea, la economía nacional jugaba su papel a la perfección. Acudía en ayuda de los inversores que no sabían muy bien en qué gastar su dinero, pues las épocas de inestabilidad exigían una mayor introspección, una dedicación al arbitraje y a los bonos libres de impuestos y a las compras con financiación ajena, a las ganancias que se deducían de las propias matemáticas, la música de las esferas. El empresariado se estaba contaminando espiritual y financieramente. Los norteamericanos que buscaban la pureza eran lo bastante listos para dejar los residuos tóxicos, las quejas de los consumidores, la inquietud laboral y las bancarrotas a otras naciones, o a los residuos de la casta mercantil original. El camino de la ilustración pasaba por la percepción de que toda dificultad comunitaria es una ilusión que nace del afecto y el deseo. Pasaba por la no acción, la no implicación y las pensiones de retiro. La nueva generación había renunciado al mundo a cambio de simplicidad y autosuficiencia. Les atraía el Nirvana.
*
Al alba, el grupo de expertos se reunió en el despacho de Jammu para valorar los daños. Expertos en campañas, familiarizados con los reveses, analizaron la situación bajo una perspectiva amplia, sin caer en exabruptos infantiles. Iban en mangas de camisa. Por las ventanas que daban al este miraron las calles grises y el Arch envuelto en niebla. Sólo en su actitud solícita para con Jammu delataban ser conscientes de la magnitud de la catástrofe.
Pete Wesley había preparado café, refunfuñando ante los controles de la cafetera para treinta tazas y, obligándose a ser hábil en un terreno con el que no estaba muy familiarizado. Llevó humeantes tazas cónicas de plástico, de dos en dos, a las anhelantes manos que le rodeaban. Señaló a Jammu.
—¿Quiere… —tragó saliva, mutilando casi la pregunta—… un café?
Ella negó con la cabeza.
Los hombres se aplicaron a beber. Cada vez que uno se detenía en la enorme cafetera para pedir más miraba a Jammu. ¿Café?
Ella negaba con la cabeza.
El hecho de ser extranjera y mujer acentuaba el pathos del momento, complicando, con una ternura paternal, la involuntaria superioridad que sienten la mayoría de los subalternos cuando su jefe conoce la derrota. Porque eran sus primeras elecciones en Estados Unidos —Jammu lo habría considerado sin duda un referéndum sobre su persona— los hombres temían que ella se arrogara todas las culpas. Pero más miedo les daba aún tratar de anticiparse a ello, pues en su círculo la intimidad de las excusas y la consolación era indicativo de baja forma. Esperaban que, una vez recuperada, recordara que hasta el último minuto los sondeos de opinión habían mostrado que tanto los residentes en la ciudad como en el condado le daban la máxima puntuación. Si el voto hubiera sido forzoso, si el sol hubiera hecho un favor al electorado brillando aquel martes, si la campaña hubiera suscitado menos aburrimiento y más participación popular, la fusión habría ganado de calle por la sencilla razón de que ella la apoyaba. Tampoco en el sentido práctico constituía la elección un referéndum sobre Jammu, porque su fuerza jamás había dependido de su habilidad para lograr el voto. El fracaso de la fusión no soslayaba los motivos que los diversos partidarios de Jammu tenían para seguir en su bando. Ella seguía siendo el nexo entre industriales como Chet Murphy y demócratas como Wesley, entre banqueros como Spiegelman e informacionalistas como Jim Hutchinson, entre planificadores y negros: entre la maniobra privada y la opinión pública. En septiembre Jammu contaba únicamente con un ex amante llamado Singh que la consolaba de sus depresiones matutinas. Ahora la flor y nata de la élite saintlouisiana estaba rendida a sus pies, tratando de obrar con tacto mientras se la viera desanimada, y Jammu aún era la clase de mujer reflexiva e inteligente, solemne, que merecía esas atenciones. Los grandes no llegaban a ser grandes si se sentían fácilmente satisfechos de sí mismos.
—Eh —Ronald Struthers se detuvo en mitad del despacho y abrió los brazos, mirando a Jammu—. Sólo trece años más.
Los otros desviaron la vista. Ella levantó la cabeza.
—¿Trece años más?
—Hasta que puedas presentarte al cargo de presidenta de los Estados Unidos.
La sonrisa precavida de Jammu ahondó las líneas que dividían su boca, su suave pico, desde las mejillas. Los demás se inquietaron, pensando que Struthers tendría que habérselo callado.
En ese instante apareció Asha Hammaker, dio un beso a Jammu y dejó sobre su mesa una bolsa grande de papel encerado que contenía croissants y panecillos de chocolate. Wesley tiró los posos y preparó una segunda cafetera con gran seguridad en sí mismo. El grupo se fue animando a medida que sus miembros renovaban fuerzas y la luz del nuevo día bañaba la oficina. Charlaron rodeando a Jammu. Asha había dejado una mancha de pintalabios en la frente de la jefa, una pequeña pluma roja. Hoy la zona encanecida que tenía sobre la oreja izquierda le llegaba más lejos de lo que lo había hecho en mañanas anteriores.
Jammu empezó a ensayar inapropiadas expresiones faciales, a respingar, a abrir mucho los ojos, a estirar los labios de lado a lado, fruncir cada vez más el entrecejo, hinchar los carrillos y bizquear, todo ello de un modo que recordaba mucho a su madre, la cual, a menudo, cuando hablaba con abogados o recibía legisladores, no podía evitar poner caras que no tenían absolutamente nada que ver con el asunto a tratar. Era una desatención un tanto apática, pero también un signo de senilidad, el desdén mostrado al mundo por personas con pocos años de seguir en él con vida. Sus amigos intentaron no fijarse.
—Es el condado el que pierde, no nosotros.
—¿Dónde está Ripley?
—Compraremos algunas de esas poblaciones, y todo arreglado.
—Empezaremos con el cuerpo de policía del condado, eso será en julio, cada cosa a su hora.
—Se ha marchado con su mujer. Creo que serían las once.
—Me gustaría ver cómo se politizan algunos ayuntamientos de ésos…
—Ojo, mucho ojo.
—Estamos lanzados.
—¿Y dices eso precisamente ahora?
—¿Os habéis enterado del incendio en casa de Probst?
—El segundo trimestre los tendremos a todos en el bote.
—Desde el techo, el acto final.
—¿Café, Ess?
—Esto ya no puede llamarse una democracia.
—Como los crios, Jim.
—¿Qué?
—Me he quemado la lengua.
—Necesito una ducha caliente, lo primero de todo.
—Están mejor en Francia.
Se pusieron a cantar la Marsellesa. Sólo Asha conocía la letra. Los demás llenaban los huecos con la-las y du-dus, cubriéndose el corazón con la mano, haciéndose los franceses. Jammu se levantó y salió del despacho. Sin dejar de cantar, la vieron alejarse y comprendieron que tal vez habían ido demasiado lejos. Estaba abriendo un armario en la antesala. Sacó una cazadora negra de piel, la pistolera y unos pantalones de sarga azul que estaban doblados. ¿Acaso iba a cumplir con sus obligaciones de jefa de policía? Jammu no dio explicación alguna.
Se detuvo en el baño, pulsó varias veces el botón metálico sobre el lavabo hasta que la espita soltó una cosa rosada, y empezó a lavarse las manos.
No podían acusarla de nada. Barbara y Devi estaban muertas, la herida de la operación estaba cerrada y la cicatriz apenas era visible. Jammu había cometido algunos errores, quizá. Como mínimo debería haber ordenado a Singh que trasladase a Barbara a otro edificio. No haberlo hecho había tenido como consecuencia un crimen no muy perfecto. Pero, en cuanto a la operación en sí, el asesinato era inofensivo. A instancias suyas, la policía de East St. Louis había realizado ya un registro autorizado del edificio, informándole de que no habían encontrado nada fuera de lo normal, solamente un loft en el que al parecer un hombre y una mujer habían vivido a temporadas. Nada apuntaba a una cautividad, y todo a una existencia urbana normal. Singh había dejado abierta la posibilidad de la historia que iban a utilizar: Barbara acompañaba de vez en cuando a Nissing en sus viajes a St. Louis y se quedaba en el apartamento sin decirle nada a su marido. Una noche, mientras Nissing estaba ausente, Barbara salió del apartamento, se asustó por algún motivo, se metió en un lío y escapó. Su comportamiento, por supuesto, había sido bastante peculiar pero, como Jammu le había advertido ya a Probst, Nissing era un hombre peculiar. No importaba que la historia tuviera muchos huecos. Como nadie podía impugnarla, la policía no tenía motivos para investigar. Las partes realmente implicadas en el asesinato estaban bajo custodia. Al agente que había disparado el tiro fatal le darían unos días de baja por si necesitaba ayuda terapéutica; Brian Deere y Bobby Dean Judd, los dos camellos de poca monta que habían recogido a Barbara, iban a ser acusados de homicidio en segundo grado. Mientras hubiera una explicación para la presencia de Barbara en East St. Louis, cualquier explicación, los inspectores no tendrían que emplear la imaginación. Igual podía decirse de la presencia de Devi Madan en casa de Probst cuando se produjo el incendio. La explicación era Rolf Ripley. Y a Ripley no lo llamarían a testificar en ningún proceso criminal, porque no habría ningún proceso criminal\ porque la pirómana estaba muerta. Jammu creía además que Probst no haría saltar la liebre y que tampoco intentaría iniciar una acción civil ni una cruzada pública contra ella. Para ponerle un pleito, antes tendría que reconocer que había mantenido relaciones sexuales con ella y luego apuntar la hipótesis más o menos fantástica de que ella había orquestado el asesinato de su esposa por motivos personales. O eso, o hacer referencia a toda la historia de la operación, una historia que ella había colocado ya inmutablemente en el terreno de lo ficticio.
Los aditamentos concretos de la operación habían sido destruidos. Lo mismo que los documentos financieros a que podrían haber tenido acceso investigadores norteamericanos. Todos los agentes de Jammu estaban muertos o en India, donde, en caso de que su lealtad llegara a mermar, podían ser reducidos al silencio mediante soborno. Las pruebas reunidas por Pokorny y Norris eran puramente circunstanciales; sí, las circunstancias eran en algunos casos bastante concluyentes a primera vista, pero Jammu tenía a su disposición todo un surtido de justificaciones para cada cosa, desde sus encuentros con Devi hasta las transacciones inmobiliarias que su madre había hecho a través de Asha, y, lo más importante, sabía cómo sacar provecho de una paranoica encuesta pública recurriendo a los fantasmas del macartismo, el seximo, los prejuicios raciales y cosas por el estilo. Lo que más la preocupaba era la publicidad que la muerte de Barbara daría a East St. Louis. Teóricamente, una ciudad con un cuerpo de policía excepcional no podía ser criticada por desviar elementos indeseables a una comunidad vecina. Pero buena parte de la reputación de Jammu nacía de su supuesta habilidad para erradicar la delincuencia callejera. La verdadera historia iba a manchar su expediente a ojos del público. Ella, lógicamente, estaba dispuesta a presentar un nuevo aspecto de su personalidad, la faceta de una mujer serena bajo el fuego enemigo, dispuesta a aceptar toda su responsabilidad, aun indirecta, en la muerte de Barbara y en la situación que se estaba dando en Illinois. Un pequeño escándalo le daría un toque humano; esta mañana había perdido su aura de invencibilidad. La vida pública exigía que las figuras populares hicieran a veces el papel de víctimas propiciatorias. Era algo a lo que podía sobrevivir. ¿Acaso Indira no había recuperado toda la fuerza tras el estado de excepción? En cuanto a la derrota de la fusión, los ocupas de Chesterfield y todas las otras minucias…, bien, como jefa de policía nadie podía esperar de ella que cargara con las culpas. Podía ser incluso que engrosara su capital político como la voz de la moderación en estas y otras crisis. Nadie le impediría utilizar su despacho, nadie le impediría aventurarse a solucionar problemas a distancia y luego retirarse a su humilde cargo oficial cuando hubiera dificultades, siempre y cuando fuese lo bastante hábil para eludir toda acusación de hipocresía u oportunismo, y tuviera suficiente éxito como para cosechar el afecto y el agradecimiento de la región por sus esfuerzos…
La voz interior, la presión de las justificaciones, la apología, no cesaban. Extrajo dos toallas de papel del expendedor y se secó las manos. Luego se cambió de ropa, mirándose repetidas veces al espejo, mirando la cara dentro de la cara.
… Cuando llegaran los periodistas expondría los hechos relativos a la muerte de Barbara, explicaría el procedimiento legal contra Deere y Judd y expondría personalmente el problema de la delincuencia en East St. Louis. Haría de Barbara un ejemplo y, sin mencionarlo explícitamente, dejaría que su audiencia recordara hasta qué punto ella y el marido de Barbara eran íntimos, hasta qué punto aquello era una tragedia para Jammu. Y luego, con un nuevo estado de ánimo, haría algún chiste valiente sobre el resultado del referéndum. Pero primero, antes de enfrentarse a ellos, necesitaría un trago de vodka y un sueñecito. Era indispensable que descansara un poco. La señora Peabody se encargaría de decir a los periodistas que estaba durmiendo. La idea les iba a encantar: la jefa Jammu duerme… los niños duermen… sueño dulce e inocente…
La bala se abrió camino en las paredes y se esfumó, dejando únicamente sangre. Donde un momento antes dos individuos se habían mirado uno a otro en el espejo, ahora no había nadie. Wesley y los demás tiraron sus pasteles. Llegaron a la carrera.
*
Dos meses antes de la fecha prevista para la boda, un agradable domingo de abril por la tarde, Probst y Barbara habían salido de Big Ben Road en el Valiant color gris plata de Martin, pasando por Twin Oaks, Valley Park y Fern Glen, donde el césped bajaba lanudo hasta los buzones que había en el arcén y el pasar de un coche era un acontecimiento para los nativos y las calzadas lucían su asfalto original, que no había sido sustituido desde el paso de la tierra al pavimento hacía veinte y treinta años. Barbara iba en el asiento del acompañante, media espalda contra la puerta y los dedos de una mano apoyados en la ventanilla abierta por la mitad, dejando que el viento consumiera su cigarrillo. Tenía las rodillas apoyadas en la guantera para mantener el equilibrio mientras el coche daba bandazos con una frecuencia irregular, algo más rápida que la respiración, algo más lenta que el pulso, cuando los neumáticos hollaban las juntas entre una losa y otra; las sacudidas, como saltos de fotogramas en una película, creaban la impresión de una velocidad excesiva, y Barbara ajustó sus movimientos a los del coche. Llevaba una blusa blanca debajo de un jersey gris de cuello cisne, y un pantalón de mono con las vueltas remangadas hasta la parte alta de unos calcetines de color arcilla. La franja tintada del parabrisas le teñía la frente de verde. Uno de sus pies descansaba sobre el muslo derecho de Probst, el cual, a través del pantalón, de la diferencia de humedad, notaba mullida la planta de aquel pie. Barbara movía los dedos lánguidamente, como si lo hicieran por cuenta propia, reflejo de un pie acostumbrado a los zapatos.
En aquel entonces ella siempre quería salir de excursión. Mirando en retrospectiva, Probst tendía a ver en aquel impulso un método científico de llenar las horas que pasaban juntos, puesto que no contaban aún con aquel grupo de amigos comunes cuyas flaquezas, años más tarde, serían su tema preferido de conversación, y que habían empezado a saltarse las clases de formación técnica —materia incomprensible para ella— así como la literatura francesa y las ciencias alemanas —que suscitaban en él cómica ignorancia o franco recelo porque aún no se atrevía a pedir que lo formaran culturalmente—. Para una pareja separada por edad y por antecedentes y poco proclive a entretenimientos normales, casi cualquier alternativa a jueguecitos tontos o arrumacos, un paseo en coche o a pie o un rato de cama, era bienvenido. Pero en aquel momento, las excursiones en coche que proponía Barbara parecían responder a motivaciones más positivas. Parecían surgir de una avidez de la que Martin carecía. Eran promesas, un poco como si, cada vez que proponía un destino, ella hubiera estado ya allí y pudiera dar fe de su belleza o interés, y luego, cuando llegaban al sitio, le estuviera dispensando atisbos de los veintidós años que llevaba dentro de sí, en las frondas otoñales del Algonquin Country Club, el lago Creve Coeur que por supuesto estaba helado y en el que se podía patinar, las frituras y los fiambres del restaurante para negros de North Jefferson Avenue. El mundo que ella prometía estaba latente en su figura, tridimensional y de tamaño natural, cuando se hundía en el asiento y formaba hoyuelos en la tapicería de cuadros escoceses como, según ella decía, los planetas formaban hoyuelos en el espacio; una mujer en el coche de Probst, venida merced a algo parecido a la gracia, como si fuera una excepción, que no la regla, que los jóvenes se enamoraran y salieran juntos, y él, Probst, hubiera tenido una suerte especial. Y todo porque Barbara no parecía consciente de ser un premio para él. No sonreía si no era preciso, no hizo comentarios sobre la ruta para ir a Rockwood Reservation, sino que permaneció sentada de un modo neutral, como lo hubiera hecho en el coche de su padre, buscando alguna distracción ajena a él, ansiosa únicamente por el momento de llegar. La suya era la indiferencia de un país extranjero hacia el inmigrante recién llegado: que se quedara si así lo quería, pero lo demás era problema suyo. Probst tampoco imaginaba que se acostumbraría a ella, aunque, con la universal y destructiva ambición del amor nuevo, quería saberlo todo acerca de Barbara. Deseaba pelearse con ella, ver al descubierto las entrañas de su voluntad.
Entre eses y frenazos, evitando un pequeño Ozark lleno de robles en pleno brote, llegaron al cruce con la Route 109, la carretera que iba a Rockwood. Probst miró a ambos lados antes de girar a la izquierda. En el carril al que se disponía a incorporarse, a mano derecha, vio aproximarse una furgoneta a toda velocidad, pero por razones que no entendería nunca, no llegó a verla en realidad. Salió a la intersección, y la conciencia de que estaba cometiendo una equivocación le hizo pisar a fondo el acelerador. La furgoneta iba derecha a la puerta del lado del acompañante. Barbara jadeó. Sonó una bocina. Preparándose para el impacto, Probst aceleró. El pickup derrapó, fue a chocar contra el guardabarro posterior y el maletero y salió rebotado hacia los carriles del sentido contrario. El Valiant, medio destrozado, acabó en la cuneta. Barbara se partió el labio y se rompió un diente al dar contra el salpicadero.
Después de que llegara la policía y la grúa se llevara el Valiant y el hermano de Barbara fuera a recogerlos y pararan en el hospital y tomaran un par de copas, Probst le pidió a ella que no se casara con él. Y esa noche, durante un rato, dos personalidades distintas habían forcejeado claramente en el interior de Barbara, una que le aseguraba a él, con el apresuramiento que se apodera de una mujer tímida cuando otro comensal le ha manchado el vestido de salsa, que todo estaba bien y nada había cambiado; y la otra, como una chica demasiado joven para ser consciente de que tenía obligaciones, mirándolo con aversión y pensando por qué poco este tipo no me manda al otro mundo.
Probst vio que en algún momento de los últimos veinte años el condado había hecho instalar un semáforo en el cruce. El sol de la mañana brillaba sobre largos charcos de agua en las cunetas, sobre los plateados tanques de propano próximos a las casas, sobre su hombro izquierdo mientras conducía al sur por la 109. El asfalto estaba impecable. Había conducido toda la noche salvo las dos o tres horas que había estado aparcado delante de un Schnucks después de escuchar las noticias que la KSLX emitía a medianoche. Había creído que la muerte de su madre cuatro años antes había demostrado de una vez por todas que él sólo podía llorar de rabia. Pero él no estaba casado con su madre. Las contracciones de pena habían ido en aumento a medida que los recuerdos concretos que provocaban esas contracciones se fundían para conformar una historia más general, un triste libro a punto de cerrarse. Después de ver salir el sol sobre la planta de montaje Chrysler al borde de la I-44 tuvo la sensación de que tenía fuerzas suficientes para pasar el día, pero fue una sensación teñida de pánico, el miedo de la sobriedad, porque cuando la congoja terminaba empezaban las preguntas.
Las carreteras no ayudaban. Los paisajes ofendían pasivamente a la vista, decepcionándola, traicionando la esperanza del conductor en que al llegar a campo abierto, como ocurría de hecho en carreteras de Inglaterra o África, se revelarían vestigios importantes del espíritu morador. Estaban, por ejemplo, los soportes chapados en zinc de las señales de salida y de kilometraje; vigas metálicas verticales cuyas rebabas delataban una fabricación barata, un exceso de manga ancha, normativas del gobierno federal. La estructura de los rótulos era lo bastante robusta y el diseño lo bastante agradable como para que el viajero acabara creyendo en la posibilidad de que aquello fuera una indicación menos literal. Pero su ambigua suficiencia negaba esa misma posibilidad, al menos para un oriundo del lugar. Quizá si un forastero pasaba por aquellos rótulos podía encontrar la palabra «Fenton» tan exótica e indicativa como a Probst se lo habían parecido «Oberammergau» y «Oaxaca» cuando había estado en dichas zonas, o podía ser que al extranjero le chocara agradablemente la milla como exagerada unidad de distancia, o el verde poco verde del rótulo en contraste con los amarillos o blancos de su país de origen, o incluso las macizas proporciones de las vigas metálicas. Pero podía ser que no.
Durante su juventud Probst había tenido experiencias especulativas en carreteras de otros países, y quería tenerlas todavía, ansiaba sentirse forastero otra vez; como Jammu había hecho, en lo concerniente a la ciudad. Para ser joven, para vivir en el mundo por contraposición a simplemente habitarlo, uno tenía que mantenerse forastero. Pero en la campiña sólo había colinas arañadas por caminos y pastos, pancartas anunciando whisky barato y moteles baratos y restaurantes baratos en la cima de cuyos menús aparecían el filete Nueva York y las gambas gigantes fritas en salsa rosa, los precios en caída a partir de ahí. Las placas de matrícula mostraban combinaciones de caracteres que no ayudaban mucho, muy pocas letras para jugar a las palabras, pocos números para buscar pautas. Los ríos bajaban enfangados. Nada se elevaba o se hundía en el horizonte más de unos pocos grados. Todos los coches tenían cuatro ruedas, todos los camiones llevaban faldones detrás de los neumáticos, todas las curvas de la carretera se traducían en un solo mecanismo, un giro del volante. La arquitectura interesante —iglesias nuevas con campanarios que parecían torres de pozo petrolífero o con perfiles náuticos, empresas de planta no rectilínea o atrios geodésicos— era fea. La arquitectura no interesante no era interesante. La distancia diluía el color de las flores. Si pasaba una mujer fascinante o un criminal, lo hacía con las ventanillas tintadas, y por lo demás daba igual, como daba exactamente igual que un camión transportara una carga insólita como cloro venenoso u ovejas, porque todo pasaba a gran velocidad. Probst no era un esteta. No había causa para el odio. Pero, a medida que se acercaba a la ciudad, el campo circundante le llenó de una sensación de engaño, un dolor lo bastante intenso para igualar su miedo a enfrentarse a las preguntas. Él estaba vivo. Tristemente, rabiosamente vivo, en un mundo que, empezaba a darse cuenta, le repelía.
Al llegar a Big Bend introdujo una moneda en una cabina de teléfonos.
La voz de Audrey le regañó, pragmática.
—¿Dónde te habías metido?
—Por ahí, en coche.
—Pues será mejor que vengas. Luisa está aquí. Todo el mundo está aquí, Martin.
Probst no dijo nada. Un camión aparcó al lado de la cabina, y por el auricular del teléfono captó el interior de la casa de los Ripley; el olor de la chimenea apagada, el ruido de tazas y platos en la cocina y el rítmico sonido de succión de la cafetera, las voces amortiguadas en cada una de las habitaciones, incluida aquella en la cual debería haber estado presente el marido de la fallecida, el Probst cuyo rostro consultaban los parientes, entre sorbo y sorbo, como si fuera un modelo, una plantilla. Sus expectativas no lo dejaban en paz. Le estiraban la cara, renovando las contorsiones de angustia de la noche anterior, vaciando la experiencia y forzándolo a una repetición; las habitaciones llenaron la cabina de teléfono y Probst se levantó rápidamente del sofá, pasó corriendo delante de Audrey, que estaba en el pasillo con una bandeja en las manos, y llegó al baño a tiempo de cerrar la puerta antes de que le sobreviniera el paroxismo.
—¿Martin?
Un hombre con unas deportivas rosas emergió del camión.
—¿Vas a venir? —preguntó Audrey.
Probst tragó saliva:
—Sí.
En Central Hardware los expertos vestidos de naranja estaban abriendo las puertas. Eran las nueve. Probst giró al norte por Lindbergh y quince minutos después se detenía frente a la casa de los Ripley, donde pudo ver aparcados el Volvo de los padres de Barbara y el Nova de Duane. Todas las cortinas de la mansión estaban echadas. La chimenea del lado este despedía un humo blanco de leña al cielo azul pálido.
Detrás del resplandor que daba en la puertaventana, cuya suave concavidad convertía los árboles reflejados en un solo árbol a modo de estrella con ramas irradiando del tronco, la puerta principal se abrió para revelar a alguien en las sombras del interior. Su falta de nitidez, el hecho de estar viéndole a él sin ser visto, fue como una reprimenda. Luego se abrió la puertaventana y una joven alta con gafas salió al umbral. Dudó un poco, reacia todavía, antes de decidirse a bajar los escalones e ir a su encuentro. Que fuera Luisa dio un toque de alegría a su descubrimiento: ella era una extraña para él.
*
Al embarcar en Chicago, Singh había escrutado el compartimiento central del atestado Boeing 747 en busca de su asiento, que, según le habían dicho, era de pasillo. Los pasajeros estaban guardando sus pertenencias y hundiéndose en los asientos, comprobando que todas las comodidades por las que habían pagado funcionaran adecuadamente, y prorrumpiendo en bostezos inmediatos como preparativo al sueño. Mucho antes de recorrer el pasillo y dar con su plaza, Singh tuvo la certeza de que determinado asiento allá al fondo era el suyo, porque en él había un bebé debatiéndose en pleno cambio de pañales.
—Usted perdone.
La madre, una joven sureña con un peinado de lo más intrincado, se dio prisa en envolver al niño y sacarlo del asiento. Le confió a Singh que había esperado que el asiento estuviera libre.
El bebé volaba al encuentro de su padre, un teniente de la base militar estadounidense en Frankfurt. En apariencia, todo indicaba que iba a ser imposible dormir, aunque la madre, bajo la influencia de media botella de Moselle, se apagó como una lámpara después de que sirvieran la cena. El bebé se agitó y tiró al suelo las gafas de Singh y le hincó en el ojo izquierdo un puño bañado en una mucosidad clara. Singh despertó a la madre, quien hizo un paquete de brazos y piernas y regresó a su sueño. Singh se reclinó lo mejor que pudo. Abrió un ojo para frenar cualquier violación de sus límites territoriales y vio que el bebé le miraba con una sonrisa babosa, levantadas las cejas. Singh enseñó los dientes. El niño chilló de risa. Singh cerró los ojos pero las risas no cesaron. Los abrió. A su alrededor parpadeaban luces de lectura. La madre, increíblemente, roncaba. Un hombre de negocios se inclinó desde el otro lado del pasillo para preguntar a Singh si el bebé era de él (si había surgido de sus ingles, si era el fruto de su semilla). Singh negó con la cabeza y despertó de nuevo a la madre. La madre cogió al niño en brazos, fue a dar un paseo por el avión, regresó y se puso a dormir. El bebé empezó a llorar. La madre despertó y sacó un frasco. El bebé echó un trago ansioso, miró hacia Singh y le roció.
—¡Clifford!
Notaron un olor a podredumbre, lo cual originó una nueva excursión de Clifford, quien, al partir con su madre, dio un postrer manotazo a las gafas de Singh, que ya estaban salpicadas de humores varios.
Sobrevolando Newfoundland, Clifford vomitó sobre las rodillas de Singh. Sobrevolando Inglaterra, con una precisión que le auguraba un buen futuro como artillero, Clifford arrojó un fragmento reluciente de huevos revueltos por el cuello de la camisa de Singh. El proyectil le bajó hasta el cinturón. Decidido a pasar el resto del vuelo lejos de su asiento, depositó los huevos en el retrete y, mientras se cepillaba los restos que tenía en el vello del pecho, el reactor topó con unas turbulencias, haciéndole perder el equilibrio. Uno de los puños de su camisa Pierre Cardin rozó el líquido azul del inodoro. Por los altavoces del avión las azafatas estaban aconsejando a los viajeros que regresaran a sus asientos y se abrocharan el cinturón de seguridad. Singh empapó la manga sucia en el lavabo y la estrujó para secarla. La siguiente sacudida, combinada con el piso resbaladizo del lavabo, le hizo caer de espaldas. Alargó un brazo para frenar la caída y su mano fue a dar justo en mitad de retrete, sobre la placa de acero inoxidable donde reposaba el líquido azul. La placa era articulada; a la presión de la mano, se abrió activando el mecanismo que arrojaba el agua.
Cuando por fin salió, oliendo a aquel líquido con aroma de caramelo, el avión había entrado en cielos alemanes, cielos más tranquilos, y se disponía a aterrizar en Frankfurt. El piloto, un capitán de afanes didácticos, narró en inglés con acento germánico los momentos finales del descenso.
—Diez metros…
—Cinco metros…
—Estamos sobre la pista de aterrizaje…
—Dos metros. Un metro. Tomaremos tierra de un momento a otro…
—Ser.
En la imponente terminal de Frankfurt, Singh cambió cincuenta dólares y se compró una camisa. Sus correligionarios lo escarnecerían, le harían pagar todas las horas que había desperdiciado en América con un ratito de vergüenza, pero igualmente se habrían llevado una desilusión si no volvía a su país hecho un figurín, su camarada trotamundos.
A eso de las doce, hora local, Singh se encontraba a bordo de un vuelo directo a Bombay. Desde su asiento de ventanilla observó las operaciones de abastecimiento en Estambul y se quedó dormido. Cuando despertó estaba sobre el océano Índico, una hora al oeste de Bombay.
Y al cabo ya estaba allí, montado en un taxi, saliendo de Santa Cruz y adelantando ciclistas en Jawaharlal Nehru Road, obligando a apartarse a los hombres menudos y espigados con turbante y dhoti que poblaban la polvorienta mañana, detrás, a quince kilómetros por hora, de un camión gris en cuya plataforma iban tres adolescentes balanceando las piernas. Era primavera, advirtió Singh. Lo viejo era nuevo. Hizo parar al taxista y le puso en la mano un billete morado de 100 rupias. Con sus zapatos nuevos de suela resbaladiza se dio prisa en alcanzar el camión. Uno de los chicos, un colegial de ojos redondos con una sudadera de la Universidad de Wisconsin y pantalones acampanados de color cobre, le hizo sitio en el portón trasero. Singh dio un salto, giró en el aire, y aterrizó sentado, contemplando el vacío cielo de poniente mientras el camión lo llevaba hacia el este para liberarlo entre los otros treinta millones de indios que se llamaban Singh.