23.

Martes, ocho de la mañana. RC estaba sentado en el sofá del salón viendo Today y comiendo doritos. Annie salió de la cocina vistiendo un impermeable amarillo. Robbie llevaba puesto un poncho rojo de los Big Red. Se despidieron de RC con un beso.

Today informaba en vivo desde St. Louis, nada menos que desde Webster Groves. La cámara enfocaba un enorme Lincoln que en aquel momento se estaba sumando a la línea de coches aparcados en el patio de una escuela de ladrillo rojo. Un paraguas salió del coche, seguido de Martin Probst. Today amplió la imagen. Alrededor de Probst se veían saltar síes y noes en pequeñas pancartas de cartón. Él parecía reconocer a la gente del programa e iba a su encuentro. Otros hombres y mujeres con cámaras quedaron en segundo plano, los que estaban a favor y en contra alargaban sus cuellos de madera, y de Today salió un micrófono para todo clima sostenido por una mano con la piel enrojecida y los nudillos morados. Probst hizo un chiste. Se vieron sonrisas bajo la lluvia. Y aquella lluvia ¿qué? Probst no creía que fuera a jugar un papel decisivo en los comicios. Se excusó; tenía que cumplir con su deber patriótico. La multitud dejó paso a Probst y su paraguas, mientras la mirada de Today se demoraba en él antes de cambiar, mediante un breve y ridículo interludio de interferencias visuales, a una cara popular en todo el país. Detrás de ella, el Arch negro había perdido su corona entre las nubes bajas. ¿Y aquella lluvia? El chiste de la jefa de policía fue aún más gracioso que el de Probst. Devolvemos la conexión a Nueva York.

RC apagó la tele y se quedó mirando la pantalla, tratando de desembarazarse de la desolación que le inspiraba el programa. Hacía dos semanas que venía sintiéndose solo y desconcertado, desde que Clarence y Kate y los chicos habían abandonado St. Louis. Después de más de cuarenta años, habían arrancado sus largas raíces para mudarse a Minneapolis, así por las buenas. Jerome, un primo de Clarence, había invitado a éste a trasladarse al norte y comprar acciones de su empresa de contratación, y antes de que Clarence tuviera posibilidad de decir no o quizá no, la Gallo Company, su principal competidor del South Side, le ofrecía comprar toda su parte en términos muy ventajosos. Su casa de cuatro habitaciones llevaba sólo seis horas en venta cuando fue vendida a una familia blanca de tres miembros, y antes de que terminara el curso sacó a los chicos del distrito escolar de St. Louis y los mandó al norte, a Edina. Eso rimaba con China. RC no acababa de creer que se hubieran marchado para siempre.

Se levantó y fue a fregar los platos, limpió el revólver, se vistió y comió una tira de beicon crudo (una mala costumbre que tenía) con unos cuantos crackers. Luego fue a votar. A las dos tenía hora para que le quitaran un lunar de la espalda, y a las tres empezaba su turno de patrulla. Ya en la acera, delante de su casa, se cruzó con un chaval rubio que llevaba una cámara fotográfica y cuya cara le sonaba de algo. RC había empezado a decir «Hola», pero el chico se le adelantó preguntando: «¿Cómo va eso?».

*

Todo el domingo y todo el lunes, abriendo cerraduras y trepando muros, se encontraron a cada momento con el mismo fenómeno: un rastro reciente, pero la presa se desvanecía. Tomaron huellas dactilares, pero con unas simples huellas nunca cazarían a Jammu. Descubrieron armas, comida, ropa, tinte para el pelo, máscaras de gas, herramientas de ladrón, vestigios de sustancias controladas, cajas con componentes de radio, un pequeño kit de falsificar y varios documentos de identidad falsos: un cien por cien chapuceros. Pasaron la mitad de la noche del domingo acechando una casa estilo rancho en la Autopista 141 donde unas luces se encendían y se apagaban tras las cortinas y un televisor parpadeaba, y, cuando finalmente entraron, la suma total de lo que contenía la casa resultó ser unas lámparas sincronizadas y un televisor. Allí había habido gente. Pero la gente se había marchado, como si alguien los hubiera avisado de la inminente llegada de Sam y Herb. Parecía importar poco que el coche de Herb estuviera limpio de micrófonos. Parecía importar poco que trabajaran resueltamente al azar, yendo y viniendo entre tres condados, adoptando muchas más acciones evasivas de las necesarias, acercándose a algunas propiedades a pie y desde direcciones extrañas, variando el rumbo bruscamente para regresar a lugares que ya habían registrado. Pese a tantas precauciones, los indios se les escapaban.

El lunes, de madrugada, irrumpieron en un condominio de Brentwood donde había un cuarto oscuro equipado para procesar microfilms, una cama con sábanas todavía calientes bajo las mantas y la menor evidencia de carácter específico y preciso. De haber hecho su incursión el sábado en lugar de ir a la casa en St. Charles, o el domingo en vez de ir a cuatro casas particulares y dos bloques de oficinas en poblaciones vecinas, o de haber llegado sólo una hora antes, habrían podido cogerlos con las manos en la masa. ¿Cómo era que los indios los burlaban? ¿Cómo podía la conspiración cesar con tan infernal sincronización? ¿Cómo podía cesar, sin más, cuando se enfrentaban a una mujer que durante ocho meses no había pasado un solo día sin recurrir a sus agentes? Eso estaba volviendo loco a Sam. No debió hacer caso a Herb. Debieron enviar todos los hombres disponibles a la lista de propiedades, todos a la misma hora del sábado. Ahora era demasiado tarde. Había que seguir adelante.

El martes por la mañana sus blancos pendientes se reducían a tres propiedades comerciales, dos en el condado y una al otro lado del río. Según el catálogo la primera estaba sin urbanizar, pero cuando llegaron allí vieron un almacén de dos plantas detrás de un vallado cerca de una vía muerta y unos apartaderos herrumbrosos. Tablas grises y cuarteadas de contrachapado se habían desprendido de los clavos que las aseguraban a las puertas y ventanas del edificio; en el tejado, de aluminio y latón, se erguían tres flamantes antenas de radio. Herb miró a Sam. Sam miró a Herb. Éste era el centro de comunicaciones que habían estado buscando.

*

Buzz Wismer llegó a sus oficinas centrales hacia el mediodía y encontró muy transformados a sus empleados. Saludó a la bonita recepcionista de la planta baja y ésta le sonrió débilmente. Saludó a un par de verbosos vigilantes que intercambiaron miradas repentinas como si un fantasma hubiera cruzado la estancia. En el ascensor ensayó varias frases amables con su amigo Ed Smetana, y Ed pulsó el botón de la planta de Contaduría, adonde no iba casi nunca. Buzz saludó a su secretaria, y ésta se agachó bajo la mesa como si ajustara el pedal del dictáfono. Se detuvo en su servicio privado y se miró la cara. El Buzz de siempre. Tenía la nariz un poco roja del viento húmedo que soplaba fuera, pero también era verdad que normalmente tendía a estar roja. Entró en su despacho. Sobre la mesa había un gran sobre azul y naranja de Federal Express.

PARA: Edmund C. Wismer, presidente

DE: Steven Howard Bennett, et al., accionistas

Buzz echó una ojeada.

Se acordó que 2 de abril reunión extraordinaria entre los presentes había delegados correo certificado 26 de marzo el cincuenta y cuatro por ciento lamentándolo mucho largo historial de servicio nuevas pautas traslado de las oficinas centrales opinión dudosa irrealizable poco realista fiscalmente sin consultar violación del artículo 25 estatutos abandonar su despacho viernes 6 de abril pleno delegados 16 de abril para elegir nuevo presidente y altos cargos

Hundiéndose en su butaca, Buzz volvió a ser un joven y pobre paracaidista acrobático, y notó el brusco tirón de un paracaídas dorado, las correas que le aplastaban el pecho. Su secretaria le llevaba un vaso de agua.

*

El rastro era tan reciente que la lluvia no había podido difuminar siquiera las marcas de neumáticos ni borrar las fangosas huellas de pies en la rampa de carga. Una vez más, eran huellas femeninas. Herb las fotografió. Después habló hacia su grabadora de bolsillo. «Once quince a.m., han pazado veintiziete horaz dezde que vimoz unaz huellaz recientez de hombre, la puerta de la rampa de carga abierta de par en par pero a juzgar por el hormigón ha eztado cerrada. Entramos con linternaz…»

Sus comentarios en directo estaban poniendo de los nervios a Sam, quien cada vez estaba menos seguro de haber contratado al mejor detective de St. Louis.

Quienquiera que hubiese dejado aquel rastro se había asegurado de que el almacén quedara vacío. En el despacho de la segunda planta colgaban del techo cables coaxiales de antena, señalando oblicuamente a dos pisos de latas de Orange Crush, restos amarillos de comida basura, una pila de carretes Maxell y Memorex para grabadora y varias cajas de disquetes, un juego de mesas plegables de aluminio y varias sillas tubulares.

—Yo, ez que no lo entiendo.

Sam dio un puntapié gratuito a las latas de naranjada, esparciéndolas por la habitación.

—Bien —dijo—. Sospecho que si el material no está aquí, tampoco estará en ninguna parte. Pero nos quedan otras dos propiedades. A ver si aún podemos atrapar a un par de tipos.

*

Jammu estaba en su apartamento quitándose las malolientes prendas que había llevado en la entrevista. Se puso una falda de hilo blanca y una blusa blanca acorde con su estado de ánimo, que era alegre. Había dormido incluso algunas horas; Devi Madan estaba fuera del país.

Suresh, el hombre de Gopal, la había localizado el domingo por la tarde. Registrada como Barbara Probst, había estado hospedada en el Ramada Inn de la Interestatal 44 cerca de Peerless Park, en las proximidades del aeropuerto Weiss. Ella no estaba en su habitación cuando llegó Gopal, de modo que éste y Suresh la esperaron metidos en el cuarto de baño. Finalmente apareció en un coche de alquiler. Entró en el vestíbulo del motel y luego, apresuradamente, volvió a salir. Desde la ventana del cuarto de baño Gopal disparó a los neumáticos del coche con una automática provista de silenciador, pero el ángulo no era bueno y el coche se estaba moviendo. Cuando la siguieron, el tráfico vacacional en la I-270 les impidió obligarla a salir de la carretera. Barbara cambió de sentido en un cruce de trébol, condujo unos quince kilómetros en dirección sur, cambió otra vez de sentido, luego una más, para acabar en Lambert a tiempo justo de enseñar sus documentos en la puerta de embarque para vuelos internacionales y abordar un British Airways antes de que despegara rumbo a Londres. Con órdenes de seguirla adondequiera que fuese, Gopal y Suresh volaron a Washington, tuvieron suerte de encontrar plaza en un Concorde y llegaron a Londres treinta y cinco minutos después de que hubiera aterrizado el avión de Barbara. Esta mañana se encontraba aún en Inglaterra. Gopal y Suresh la matarían cuando dieran con ella y regresarían directamente a Bombay.

La operación se estaba cerrando como un herida milagrosamente curada. De las veintiuna personas, hombres y mujeres, que habían seguido las órdenes de Jammu en St. Louis, sólo quedaban Singh y Asha, y Asha iba a permanecer en la ciudad. En los últimos tres días ella y su doncella personal habían estado recogiendo aparatos y material impreso de las casas, estaciones repetidoras e instalaciones de almacenaje. En aquel momento iban al sur en un camión de leche prestado para hacer detonar los más dañinos efectos secundarios de la operación en una mina abandonada en los Ozarks. Asha estaba habituada al trabajo manual; cuando Jammu la conoció en Bombay, ella transportaba armas.

Jammu se arregló los puños de la blusa y separó los visillos de la ventana de su alcoba. Singh tenía que ir a verla con una caja de documentos financieros, los únicos vestigios escritos de la operación que todavía no estaban en su apartamento. Todos los papeles y las cintas magnéticas cabían ahora en dos archivadores de cuatro cajones cada uno. Había que tirar los preparativos de un futuro ya alcanzado.

Un hombre obeso con gafas de sol subía por la acera con una empapada caja de cartón. Jammu fue a la puerta.

Singh entró fulminándola con la mirada, jadeante, chorreando. Se había puesto encima tres chaquetas y dos pares de pantalones, disimulados bajo ropa de talla extragrande, y parecía como si se hubiera metido también un almohadón bajo las costillas. Las comisuras de su boca mostraban rastros de saliva reseca: era el sufrimiento en persona.

Jammu le cogió la caja y la dejó en el suelo.

—¿Vas a volver ahora para cerrar el apartamento?

—Está casi cerrado —dijo él—. He cambiado un par de cosas.

—¿En el apartamento?

—Y en el plan. Ahora no soy psicópata ni iraní. Ya no lo podía aguantar.

—Bueno, cuenta —Jammu giró completamente sobre sus talones—. ¿Cuánto hace que dura esto?

—Bastante. Ahora cree que soy sincero con ella. Siente lealtad hacia mí…

—Afecto, atracción, ternura…

—No le contará a Probst la verdadera historia. Dirá que ha estado viviendo en Nueva York con John Nissing. Es así de orgullosa. Y sí, también hay afecto.

Jammu le miró las gafas de sol. Singh estaba loco si pensaba que ella iba a aceptar un plan como aquél. No le habían presentado nunca a Barbara, pero era como si la conociera. Ella lo arruinaría todo. La solución era más obvia que nunca.

—La cosa me pareció muy clara —prosiguió Singh— en cuanto Probst se negó a tener relaciones sexuales contigo. No hay otra mujer en su vida, nada que a ella la ponga furiosa y, desde luego, ninguna mujer india que pueda despertar sus sospechas.

—Esto no me gusta.

—Te aseguro que era la única forma de engatusarla.

—No me gusta.

—Entonces, no haber salido de Bombay.

—No deberías haberla raptado.

—Si no lo hubiera hecho quizá no ganarías este referéndum.

—Muy bien —no había más que decir. Jammu levantó las manos como para establecer un contacto de despedida con él, un abrazo o apretón de manos, pero Singh la dejó allí de pie. Bajó pesadamente las escaleras, resollando y obeso.

*

Probst estaba pasando el día en el despacho para quitarse las elecciones de la cabeza y hacer que la empresa se enterara de que seguía siendo su director general y su gurú. Estaba revisando horarios para su prudente entrada en el boom de la construcción del centro de St. Louis, dos proyectos de oficinas en el North Side cuyas excavaciones empezarían en mayo. Carmen tecleaba a toda prisa en su escritorio.

Le satisfizo ver en los horarios varias redundancias y aplazamientos evitables que incluso Cal Markham había pasado por alto; eso demostraba que aún cumplía una función en la compañía y explicaba el porqué: tenía mucha experiencia y era muy inteligente. Con qué facilidad podía uno perder eso de vista. Con qué facilidad, cuando su hogar y su entorno se habían venido abajo, podía desdeñar el consuelo de la pura actividad, el puro trabajo, el orden físico y organizacional.

Naturalmente, no se le escapaba que había trabajado demasiado durante treinta años, se veía a sí mismo en retrospectiva como una monstruosidad con brazos y manos grandes como Volkswagens, piernas como las estrías de un bulldozer, y la cabeza, el verdadero templo del alma, una pequeñísima uva negra arriba del todo. Había fallado como padre y como marido. Pero si alguien hubiera intentado alguna vez decirle esto mismo, él lo habría hecho callar a gritos, pues el amor que sentía por Barbara y por Luisa en la oficina jamás había menguado. Probst tenía su corazoncito. Todas las cosas que había sido incapaz de tirar, todos los recuerdos y todos los recambios útiles, aquellos objetos y anales de su infancia y su luna de miel, su prematura y tardía paternidad, todas aquellas cosas las había guardado con la esperanza de encontrar tiempo algún día para participar más de lleno en las fases que representaban.

Pero él no pensaba cambiar. Quería a Jammu porque era una mujer que conseguía cosas. Con ella empezaría de cero, sabio ya como para no esperar jamás la oportunidad de revivir el pasado. Dentro de un año estarían viviendo juntos, no en una casa (¿qué le importaban realmente los jardines?) sino en un espacioso y moderno condominio en Hanley Road o Kingshighway adonde llegarían los dos ya de noche, y en el que no habría trastos.

*

Todas las mujeres eran iguales a ojos de las líneas aéreas, salvo quizá las que llevaban bebés o silla de ruedas. Mientras flotaban sobre la superficie terrestre, las azafatas le llevaron almohadones, mantas, bebidas. El único problema era entre vuelo y vuelo, cuando no podía inclinar el asiento hacia atrás y el suelo le daba flojera en las rodillas. Pero lo único que hacía falta para volver a volar era dinero en efectivo, y eso había sido tan sencillo como venderle casi todo el caballo al novio de la criada del Marriott, hasta que de repente vio que estaba en Edimburgo con apenas lo justo para pasar hasta el siguiente fin de semana y muy pocas libras y dos amigos tontos que trataban de matarla. Habían estado vuela que te vuela los tres en plena y gran desavenencia. Ella volaba por placer y por las cenas que servían en bandeja de plástico, en tanto que sus amigos lo consideraban una persecución. En lo que a ella concernía, sus intentos de matarla no habían servido más que para fijar un itinerario.

Ahora estaba de vuelta en casa, desconcertando al funcionario de inmigración al pasar rápidamente por la puerta y salir corriendo y decepcionando al taxista porque no llevaba maleta con la que justificar una propina extra. Desconcierto y decepción había habido en la mirada de su amigo, en los aseos de señoras en Edimburgo, cuando él había abierto el retrete donde ella había dejado sus botas altas y al darse la vuelta había visto el cuchillo con que Devi, descalza, le apuntaba al cuello. Él había apretado igualmente el gatillo, y ella no tuvo la culpa del regurgitar que se oyó en el esternón de aquel tipo, ni del curioso sonido opaco que produjo la pistola cuando entró después el otro amigo y cayó al suelo, que estaba sucio. Eran terroristas. Si Rolf la hubiera visto salvar el pellejo de aquella forma, observado su frío sentido práctico, habría estado muy orgulloso y le habría besado las manos de rodillas. Pero, lógicamente, ella sabía que lo estaba perdiendo todo. Cuando se pinchaba no conseguía conciliar el sueño, y en todo momento oía aquel regurgitar y aquel sonido opaco, pese a que no la incomodaban mucho. Parecían acecharla a la espera de que bajase la guardia. ¿Hasta qué extremo podía una mujer enfrentarse a las desdichas? Se acordó de cuando tenía trece años, aquellas vacaciones con sus padres cuando visitaron una esthéticienne en París y la Alhambra en Granada y las pirámides en Egipto. Devi nunca había visto nada tan pesado como los grandes pedruscos construidos por esclavos. El taxista estaba parando delante de Webster Groves Trust, donde ella pensaba probar suerte con su firma con la esperanza de que tuviera una cuenta y la gente la conociera, o al menos que se fiara de ella. Era lo único que realmente quería, que la gente la tratara bien. Porque nadie la trataba bien. Todo era como aquellos grandes pedruscos puestos boca abajo con la punta metiéndose en su cuerpo.

*

Cinco plantas más abajo de las ventanas de Buzz, frente a la entrada principal de sus oficinas, los periodistas reían en grupos de tres y cuatro, haciendo de su asedio un evento social. Buzz había intentado contactar con Asha en todos los números que ella le había dado. Nadie sabía dónde estaba. En el momento que más la necesitaba, ella no estaba disponible. Empezó a desesperarse, a desvariar, trató de llamar a Bev. No contestaba, aunque le había dicho que iba a estar en casa todo el día porque Miriam Smetana había cancelado su cita por motivos que aún no estaban claros. Tal vez los medios de comunicación habían estado fastidiando también a Bev y ella había desconectado el teléfono.

*

—Tendremos que seguir el jueves —dijo Jammu a sus jefes de distrito. Muy envarados, los nueve comandantes devolvieron las estrechas sillas a su lugar contra la pared y se marcharon en fila india, atestando la entrada como canicas en un embudo.

Como Jammu había supuesto, Singh estaba junto al teléfono en su piso del otro lado del río.

—Y ahora qué —dijo él.

—Gopal acaba de llamar desde Londres. Se han ocupado de Devi, pero antes la hicieron hablar, y parece ser que había mandado una carta a Probst antes de marcharse. Probst estaba bien esta mañana, pero me temo que la carta debe de estar en el buzón de su casa.

Jammu esperó. En el silencio telefónico le pareció sentir que Singh estaba pensando, que sopesaba lo que ella le decía y decidía si creerla o no.

—¿Qué piensas que le puede haber dicho?

—Sea lo que sea, toda carta es mala —dijo Jammu—. Tu plan para liberar a Barbara sólo funciona si no hay el menor fallo, la menor sospecha.

—Es la última cosa que hago para ti.

—Entonces, gracias por adelantado. Pero llámame a las tres.

En el bolso tenía un martillo para la ejecución, también un revólver por si acaso Singh no se había tragado la historia y aún estaba en el apartamento. Fue a decirle a la señora Peabody que iba a almorzar con la señora Hammaker. La señora Peabody le dijo que debía de estar hambrienta. Salió, lloviznaba, abrió el Coche Uno y se dirigió al sur hacia la fábrica de cerveza, donde Asha le había dejado un Sentra sin conocer el motivo. Dentro del Sentra, Jammu se puso una peluca de rizos pelirrojos. Era un disfraz simbólico; el edificio de Singh estaba en una manzana donde ella no había visto nunca un alma, de noche o de día.

*

A las tres menos cuarto Sam y Herb llegaron a East St. Louis. Cinco minutos después localizaban la última propiedad de su catálogo, un almacén a prueba de incendios. No tenía ventanas pero sí claraboyas, en las cuales, desde una manzana de distancia, contra unos nubarrones, vieron luz.

Mientras se acercaban vieron entrar a alguien.

—¡Es él! —dijo Sam—. Es Nissing. Están ahí dentro.

Herb aparcó el coche detrás de una gasolinera desierta que había cien metros más abajo. Era el único escondite en varias manzanas a la redonda, de allí hasta las autopistas. Forzaron la entrada al despacho con una barra sacaclavos, y una luz gris iluminó escombros de escayola, tejas caídas, cucarachas, puñales de cristal, pegatinas de Fram y STP, un calendario Pennzoil de 1977. Agarraron dos sillas plegables, instalaron la cámara de vídeo y el emisor de infrarrojo, apuntando ambas cosas por una grieta en las tablas a las ventanas sin luna, y mientras Herb salía de nuevo en busca del termo y un teléfono de campaña, Sam divisó el objeto, un edificio alto y esbelto, un castillo en mitad de aquel bárbaro despoblado. Enfocó la cámara y se dispuso a esperar. No había sitio adonde ir.

Después de almorzar tarde con Bob Montgomery, Probst se encontraba en su oficina con el resto del personal de la empresa, los dibujantes, administrativos y secretarias que empezaban la última parte de su jornada laboral después de la pausa para el café de la tarde. Hoy iba a dejar que se marcharan todos media hora antes a fin de que pudieran ahorrarse los atascos que iban a producir los comicios, y, a juzgar por la ausencia de risas o incluso de conversación procedentes del pasillo, le estaban devolviendo el favor con una especial diligencia. Cajones metálicos retumbaron en el silencio mientras Carmen archivaba. Probst estaba leyendo las pruebas y firmando su tanda matinal de cartas. Las campanitas de las máquinas de escribir resonaban débiles en el pasillo, entre un pizzicatto de lluvia y teclas. Alguien estaba andando hacia su despacho sobre tacones finos. Los tacones llegaron a la moqueta de la antesala y enmudecieron.

—Oh, señora Probst —dijo Carmen.

Probst notó que se le entumecían los brazos. Miró por la puerta hacia la antesala y vio su sombra, la espalda de una falda conocida.

—Hola, ¿está dentro?

—Sí, adelante. ¿Señor Probst…? —canturreó Carmen.

—Gracias —dijo Barbara.

Probst giró en la butaca para situarse cara a la ventana; reflejada en el cristal vio a su mujer cerrar la puerta, apoyar un paraguas cerrado en la pared y quedarse allí de pie, mirándolo con las manos a los costados.

—¿Martin?

Su voz auténtica era diferente de la voz por teléfono, más nasal y brusca. La había olvidado. Se había equivocado al pensar que a su regreso ella no ejercería ningún poder sobre él.

—Ayúdame, Martin.

Probst giró en redondo.

No era Barbara. Era una mujer con el mismo pelo que Barbara, su mismo cuerpo, su ropa, su peinado y su porte y más o menos su mismo cutis, salvo donde la lluvia lo había salpicado. Tenía las manos morenas.

Ella le sonrió esperanzada.

—He vuelto —dijo, lanzando el impermeable al perchero. Él se encogió. Ella se le sentó de lado en sus rodillas y le rodeó el cuello con los brazos. Los tenía morados y negros, llenos de costras y llagas, largos dedos verdes bajo la piel oscura. Olía a transpiración putrefacta. Sus labios tenían un tacto de hielo. Era el cadáver de Barbara.

—¿Quién eres? —Probst trató de levantarse y se la quitó de encima. Ella quedó en el suelo, medio en cuclillas.

—Seré tuya —dijo.

—Largo, fuera de aquí.

—He estado con Rolf —explicó ella.

Probst se puso el abrigo con torpeza. Devi Madan. Abrió la puerta y pasó a grandes trancos por delante de Carmen, seguido de Devi Madan.

—¿Adónde vamos? —Devi le pasó el brazo por la cintura.

*

Jammu hizo una primera pasada cerca del edificio de Singh y vio que su coche no estaba en el aparcamiento vallado. Habría ido a Webster Groves. ¿Llevando consigo a Barbara? No era muy probable. Ella estaba dentro del edificio, sin protección, y Jammu tenía tiempo de rodear la manzana una vez más, dejar que la presión criminal creciera en su interior, ensayar toda la escena por última vez. Daría a Barbara una oportunidad de hablar. Una sola frase, unas cuantas palabras, suficientes para que sus oídos de asesina se colmaran de la elegante y vulnerable inteligencia que tanto detestaba, y luego era una canción de los Beatles. Bang, bang

No.

Un Country Squire, repintado pero sin duda el de Pokorny, estaba aparcado detrás de un edificio bajo y clausurado en la acera de enfrente. Jammu pisó el acelerador a fondo. Lo habría hecho, pero ahora no podía. Volvió a su despacho en Clark Avenue.

*

—No me toques.

—Martin.

—He dicho que no me toques.

En el aparcamiento, se enfrentaron el uno al otro sobre la cuadrícula blanca de los espacios reservados a los directores de proyecto, que estaban todavía en el lugar de trabajo. Devi se inclinó al frente, los ojos grandes y más esperanzados que nunca, con la superexcitación de un perro bueno a punto de perder el control y ladrar, y morder.

—Pero Martin.

La lluvia caía sobre la capa exterior de su pelo y le inundaba el cuero cabelludo. Probst no sabía qué hacer, pero tenía que hacerlo ya. La realidad de la presencia de aquella chica le abofeteaba, rebuscaba brechas en su sistema protector, intentaba colársele dentro y empaparlo. Fue a abrir su coche.

Ella se situó junto a la puerta del acompañante.

—¿Adónde vamos? —dijo.

—Lárgate.

—¿Cómo?

—Vete a donde quieras —dijo él—. No puedes estar aquí.

Era demasiado tarde. Cada palabra que intercambiaban confirmaba el derecho de la chica a hablarle y exigir cosas. Él ni siquiera podía decirle que se fuera sin implicarse personalmente. Ella formaba parte de su vida.

Devi miró colérica al cielo, dejando que la lluvia empañara sus gafas.

—Me estoy mojando —era tan trivial, pobre. Está loca, pensó él. Daba lo mismo.

—Utiliza el paraguas —dijo.

—Lo he dejado en tu oficina.

También el de Probst estaba en la oficina.

—Date prisa —dijo ella—. Monta.

Ella le conocía. Le conocía tan bien como si un segundo Probst, trasunto de Hyde, hubiera compartido vida con ella sin que el primero se hubiera enterado. Probst subió al coche y se inclinó sobre el asiento para levantar el seguro de la otra puerta. Ella entró rápidamente y tiritó.

—¿Adónde?

Ropa mojada, piel húmeda. Perfume y sudor y frío plástico de automoción. Gases húmedos de los coches en tránsito. Se retrepó y cerró los ojos, consciente apenas de que había cometido un error dejándola subir al coche. Ella le acomodó una mano a la nuca, puso la otra sobre su pierna, aplicó la boca a la de él. ¿La besaría Martin? Sí, ya lo estaba haciendo. El sabor de una boca nueva ya no le sorprendía. Barbara, Barbara, Barbara, Barbara.

La puerta de un coche se abrió en la calle mojada.

Era la policía. Barbara se apartó de Probst. Por el parabrisas, ambos vieron cruzar la calle a un agente y caminar hasta la comisaría. Su compañero permaneció en el coche patrulla y los miró sin mostrar curiosidad. Probst le dedicó una sonrisita. La cara de Barbara había adoptado la inexpresividad de un ciudadano razonablemente cumplidor de la ley. El poli desvió la vista.

Jammu le dijo que Devi Madam era una chica inocente y que había regresado a Bombay hacía varias semanas. Jammu había mentido. Pero Probst quería a Jammu. Mantendría la calma. Intentaría ayudar.

Puso el motor en marcha, hizo marcha atrás y torció a la derecha por Gravois. Dos manzanas más allá se detuvo junto a una parada de taxis enfrente del National. Unas ancianas salían de las puertas automáticas con carros llenos de género. Tiró del freno de mano.

—Necesitas dinero —dijo.

—Sí.

Abrió su cartera y contó unos billetes.

—Aquí tienes doscientos veinte dólares —no era suficiente. Sacó su talonario. Ella estaba doblando los billetes y guardándolos en el bolso: otra transacción doméstica.

—Ahí mismo hay una sucursal de Boatmen’s —dijo Probst—. ¿Bastará con mil?

Ella asintió.

Probst escribió la cantidad en cifras y luego en palabras. Después de partir Barbara, había dejado de utilizar la cuenta conjunta.

—¿A nombre de quién lo extiendo?

Ella estaba mirando un taxi que se alejaba. No se molestó en responder. Probst escribió Barbara Probst.

*

Singh no había ido a Webster Groves. Simplemente había llevado el coche a un aparcamiento próximo al río y regresado al apartamento a pie. Ni por un momento había creído que hubiera una carta en el buzón de Probst. Jammu, esperaba él, iría a East St. Louis y vería que su coche no estaba. Entraría en el edificio con la intención de matar a Barbara y echarle las culpas a él.

Pero Jammu no había llegado. Empezó a preguntarse si la habría juzgado mal, si en el fondo no tenía reparos al experimento de liberar a Barbara tal como él lo había dispuesto. Quizá sí que Devi había enviado esa carta. Entonces sonó el teléfono.

—Soy yo.

—Te he llamado a las tres —dijo Singh.

—Estaba en tu edificio. ¿Tienes la carta?

—No había ninguna carta.

—¿Has visto quién está vigilando tu edificio?

—Claro —Singh se arriesgó—: Nuestro detective favorito.

—Ya sabes lo que significa, ¿verdad?

—Que será un poco más difícil sacar a Barbara.

—No. Significa que has de matarla.

Singh rió un poco.

—No me digas.

—¿Y cómo crees que la vas a sacar de ahí?

—Por la puerta de atrás, de noche.

—Imposible, Singh. Lo siento. Tienen toda la zona controlada por infrarrojos, y hay un par de hombres vigilando la parte de atrás. Saben que estás dentro. Te pararán si tratas de salir con algo más que la camisa. La única salida es hacerlo con las manos vacías.

—De todos modos me seguirán.

—¿Crees que puedes quitártelos de encima? No seas humilde.

Singh tragó saliva. ¿Acaso ella ya sabía que Pokorny había descubierto su escondite? No. En ese caso Jammu no habría acudido personalmente. Era evidente que la única cosa que tenía clara era que quería ver muerta a Barbara.

—Esto es estupendo —dijo.

—¿Tú crees que quería poner a Pokorny tras tu pista? ¿Crees que yo deseo que el cuerpo de esa mujer aparezca ahí, a tres kilómetros de mi oficina? Te lo repito, es la única manera de que tú y yo salvemos el pellejo.

No, pensó Singh, tú y Probst.

—… Haces el trabajo, aceptas la derrota, abandonas el país.

—Podría liberarla aquí mismo.

—¿Lo dices en serio? Tu plan ya era bastante malo sin que ella se entere de que ha estado todo el tiempo en East St. Louis. No puedes liberarla con vida salvo en Nueva York. Y eso ya no funcionará.

—La muerte es engorrosa, Susan. Lo lamentarás.

*

Mientras recorría el largo camino de entrada vio a un hombre flaco y rubicundo en la ventana de un garaje en el patio de atrás. El hombre la saludó con una sonrisa amistosa. Ella devolvió el saludo. ¡Una sonrisa amistosa! Se sentía mejor, pero fue hacia la puerta lateral de la casa para que él no la viera. Golpeó con el puño enguantado la ventanilla de la puerta. Le sorprendió ver volar cristales, lo cual era una tontería teniendo en cuenta el puñetazo que acababa de dar. Alargó la mano y giró el pestillo. Tenían una valla contra los ladrones, pero dejaban la puerta exterior abierta. Uno de estos días tendría que ponerle remedio.

*

Probst conducía sin rumbo, siguiendo el camino de la mínima resistencia —recto cuando el semáforo estaba verde, a la derecha en rojo, a la izquierda cuando encontraba un carril vacío para torcer hacia ese lado—, mientras esperaba a que el tumulto que tenía en la cabeza se condensara en ideas y decisiones. El anticongelante enviaba al interior del coche un extraño perfume. Un sentimiento de profunda maldad se había apoderado de él no bien había escrito el nombre de su mujer en el cheque. La sensación sólo intensificó su anhelo por Jammu. Él era su cómplice, y la echaba de menos. Le encantaba que le hubiera mentido sobre Devi Madan, porque eso quería decir que ella compartía la maldad. Al mismo tiempo se preguntaba si de veras le había mentido. Quizá no había comprendido hasta qué punto Rolf había pervertido a la chica. Sí. Era eso. Rolf había pervertido a la chica. Y, si Jammu era inocente, Probst la amaría también por eso. Por su pureza infantil.

Más al norte, en Riverview Drive, donde la lluvia salpicaba como arena azul el llano Mississippi y formaba charcos en el desierto carril para bicicletas, conectó la radio. Las numerosas voces de la ciudad le instaron a ir de nuevo hacia el sur. Era culpable. Había traicionado a su ciudad. Jack DuChamp había tenido razón en colgarle el teléfono el Jueves Santo. Probst comprendió finalmente que era necesario ir a casa de Jack, hacer esa visita largamente postergada, oír la opinión que Jack tenía de él y ver si era definitiva. Casi deseaba que Jack no pudiera perdonarle.

*

El sitio de la mujer era el hogar. Una tarde gris de martes, los canalones tragaban lluvia quedamente. En varios ceniceros ardían cigarrillos. Un libro de cocina abierto por una receta de repostería, todo en su lugar. Martin llegaría a casa, enfadado, a la hora de cenar. Los hombres se pasaban media vida pensando que las mujeres eran un estorbo y la otra media pensando que eran especiales. Ahora mismo le estaba preparando algo muy especial. El resto de la cena a su debido tiempo. A los hombres les gustaba llegar a casa y oler que había algo en el horno, oír pequeños chapoteos en el piso de arriba, una esposa sensual en la bañera. Abrió todos los armarios y sacó las especias, las cucharas y cucharillas de plata y un colador para tamizar. Encontró un saco de patatas. Estaban cubiertas de grandes brotes blancos. Igual que los hombres, no podían evitarlo —se suponía que tenían que actuar así, los pobres— pero eso no quitaba que fuera un poco repugnante. Buscó la harina por todas partes. ¿Iría bien con germen de trigo? Desenroscó la tapa y olfateó, vio unos gusanitos pardos entre el germen. Los gérmenes daban asco. Devolvió el tarro a su sitio y siguió buscando. ¿Para qué servía la harina? Todos los minutos contaban si quería tener la tarta en el horno para cuando él llegara.

Bajó corriendo al sótano, donde al parecer ella guardaba muchas cosas extra, pero todas las latas de café estaban vacías. Había montañas de cajas, hileras de bolsas de plástico, roperos metálicos, armaritos de madera. Las paredes estaban cubiertas de arañas, inmóviles como el moho. ¡Había tanto que clasificar!

Abrió una caja chata de fotografías en las que se la veía bastante seria. Frunció el entrecejo, seria. Las fotos eran un manual de urbanidad en Webster Groves. Cómo mantener la cabeza erguida al salir del coche. Cómo hincar la rodilla cuando cortabas rosas en el jardín. Cómo ser la esposa perfecta. ¡Cómo tomar un baño! ¡Cómo poner cara de concentración cuando horneabas una tarta! Cómo fumar un cigarrillo. Tenía que ponerse a practicar en seguida. Corrió al piso de arriba y volvió a bajar con un paquete de cigarrillos. Los sacó todos y se miró en el espejo más cercano.

*

Cuando el instituto abrió sus puertas, Luisa vio a sus amigos Edgar Voss y Sara Perkins yendo hacia el sur por Selma, como hacían todos los días. Apretó el paso para alcanzarlos. Se dirigía a Clark School para votar.

—Caramba, es verdad —dijo Sara—. Tú ya eres vieja.

Sara y Edgar tenían aún diecisiete años, y para demostrar que eran unos irresponsables empezaron a interpelarse. Sara le preguntó qué era Afganistán. Edgar dijo que salía en el juego del Risk, era de color verde oliva. Él le preguntó quién era la senadora del estado por Webster Groves. Sara no pudo apuntar la más mínima conjetura. Edgar tampoco lo sabía. Luisa no lo sabía. Pero un alumno de noveno que llevaba gafas de montura metálica y pasaba por la otra acera dijo: «Joyce Freehand», y se subió los libros al pecho, avergonzado.

La respuesta parecía acertada. «Es hijo de la senadora», le susurró teatralmente Edgar a Luisa. El chaval aceleró el paso para alejarse cuanto antes.

Querían que Luisa los acompañara a casa de Edgar para ver Gilligan’s Island y tomar un refresco de lima, dos actividades que parecían haberse puesto de moda desde que Luisa ya no se trataba con ellos. Se preguntó qué otra cosa estaría de moda. ¿El sexo en grupo? ¿Practicar el tiro con rifle? No dieron indicios de desilusión cuando se desviaron de Glendale Road y ella siguió andando hacia Clark. Los vio darse empujones, jugar al más valiente en los charcos, y todo eso sin mirar atrás. Igual que el día anterior, cuando nadie había hecho comentarios sobre su peinado, ni tan siquiera Stacy. El sábado, presa de un humor tétrico, se lo había cortado muy corto, más de lo que lo había llevado nunca. Estaba convencida de que todos se habían dado cuenta —parecía una punkie, cuando tres días atrás su aspecto era típico de Stanford— y le dolió que la estupefacción general abortara cualquier comentario. Quizá se mostraban atentos con ella porque pensaban que tenía problemas emocionales. Pero Luisa no habría tenido problemas emocionales si lo hubiera intentado.

El clima húmedo no impedía arder a los cigarrillos. En las pelis de guerra los soldados fumaban en las más fangosas escenas de combate. Luisa se preguntó si alguien que pasara en coche, cualquiera de las amigas de su madre, la reconocería con sus gafas y su pelo corto, y el cigarrillo. En realidad no eran sus amigas lo que le dolía. Ella misma, cuando había llegado a casa el sábado y se había encerrado en el baño, casi había llorado al mirarse. El cuero cabelludo se le veía todo blanco. Sus lentes estaban cubiertas de una luz jabonosa. Se veía tan extraña, tan mayor, tan infeliz. Pero lo que le dolió de verdad fue que el nuevo estilo encajaba con su yo interior. Ése habría sido también su aspecto, si alguien hubiera podido mirar dentro de ella.

Lo peor de todo era que Duane, al llegar a casa con sus cámaras, le había dicho que le sentaba de fábula. Luisa estuvo más o menos de acuerdo. No era tonta. No iba a cortarse el pelo para quedar hecha un mamarracho. Pero le pareció injusto que la persona que más la comprendía fuese alguien con quien ya ni siquiera se llevaba bien.

*

—Llueve un poco —le dijo Nissing a Barbara con voz serena, accesible—. Estamos aquí sentados como dos viejos amigos, manteniendo nuestra última conversación.

¿Última? Barbara se acodó en la cama.

—¿Qué ocurre? —dijo.

—Te lo diré, pero creo que ya te lo imaginas. ¿Puedes notarlo, en esta habitación que podría estar en cualquier parte del mundo cuando llueve y la tarde está oscura? Tú misma lo dijiste. Estás tan sola como cuando abandonaste a tu marido. Algunas cosas no se pueden cambiar, y tal parece que tú eres una de ellas. Fue un bonito sueño durante un tiempo, pero tú te habías liberado y todo era nuevo, vivir en Manhattan o donde fuera, vivir con un hombre que te comprendía. Fue divertido mientras duró, hasta que el problema de la originalidad puso fin a la historia y tú te convertiste, conceptualmente, en lo que de hecho habías sido todo el tiempo: otra mujer de cuarenta y tres años que había abandonado el hogar por un hombre más joven y una vida donde expresar más a fondo su personalidad. Sólo una víctima más de la edad, sin la suficiente juventud en tu cuerpo para desdeñar el pasado como un preludio y luego forjarte una existencia nueva. Quizá otras mujeres son más valientes que tú, quizá su historia a estas alturas es la historia de mirar con valentía a un futuro problemático e incierto. Pero las otras no son Barbara Probst, y tú no quieres ser esas otras mujeres. Y, como mínimo, has reconocido que la aparente novedad de largarte conmigo y dejar Webster Groves no ha sido novedosa en absoluto. La emancipación comenzará cuando vuelvas a casa. Me dices, mientras estamos aquí sentados, que has decidido regresar a St. Louis. Admítelo: es lo que has querido hacer desde un principio.

—Pero por ninguna de estas razones.

Él ralentizó aún más sus palabras.

—¿Me estás diciendo que no echas de menos a tu marido y a tu hija?

Ella negó con la cabeza.

—Odio este juego, sabes. Pero si hubiera estado haciendo todas las cosas que dices que he hecho, dudo de que hubiera tomado esta decisión.

—Mientras que yo afirmo que es la decisión más fácil que has tomado nunca.

—Porque eres tú el que la ha inventado.

—A mí no me metas. Son cosas que tú piensas o que podrías pensar. Si mi exposición no es perfecta, debes achacarlo a que yo no estoy dentro de tu cabeza. Pero no creo que me haya equivocado tanto —se levantó y metió la mano en el bolsillo de su chaqueta sport. Extrajo una jeringuilla y un frasco de cristal con tapón plateado.

—¿Qué es eso? —dijo ella, tediosamente.

—Algo inmaterial. Continuamos hablando en nuestra habitación —se arrodilló junto a la cama y dejó la jeringa y el frasco sobre la moqueta. Abrió un paquete pequeño, le agarró el brazo izquierdo y frotó un poco de piel con una torunda antiséptica. Ella no opuso resistencia, pero recordó que si alguien hubiera intentado inyectarle algo raro antes de haber estado en aquella celda, se habría puesto a morder y a dar patadas. ¿No había intentado huir de él cuando la secuestró? ¿No había chillado cuando le administró aquella droga?

¿O no?

—Todos tenemos secretos —dijo él, introduciendo la aguja en el frasco—. Son buenos para el alma. Son una forma de alimento para los días malos. Tengo la corazonada de que por una cuestión de orgullo tú sólo recordarás los días buenos, dejarás que Martin crea que lo has pasado todo lo bien que una mujer podía haberlo pasado.

Barbara sintió la aguja.

—¿Vas a dejarme marchar?

—Exacto —le sujetó la mano con aire siniestro—. Te devuelvo la libertad, aunque eso nos haga daño a ambos. No hay sitio como el hogar. Una idea bien curiosa. No hay sitio como el hogar. Dilo.

Ella notó que la sangre se le enfriaba.

—¿Qué me estás haciendo?

—No hay sitio como el hogar.

La habitación ya estaba girando. No hay sitio como el hogar. Él estaba hablando desde el otro lado, y un corazón que late rápido mueve los venenos mucho más de prisa. Esto fue lo último que pensó.

*

—… Jack Strom. Es un placer tener hoy con nosotros al doctor Carl Sagan hablando sobre el invierno nuclear. Nos queda tiempo para unas cuantas preguntas de nuestros radioyentes. Hola, está usted en antena…

—Gracias, Jack. Quisiera preguntar al doctor Sagan si no cree que hacer publicidad de este tema podría obligar a Estados Unidos y Rusia a invertir todavía más en armas como, bueno, como la bomba de neutrones. Quiero decir, en vez de proscribir la guerra, si esta investigación no estará poniendo más énfasis en destruir blancos blandos en vez de en armas que, bueno, que provoquen incendios. ¿No?

—Muchas gracias. ¿Doctor Sagan?

—Bien. En primer lugar…

—Una bajada de temperaturas durante la noche. Mañana será soleado y más caluroso, con máximas entre dieciséis y diecinueve grados. La predicción para el jueves y el fin de semana…

—K-A-K-A, Music Radio, acercándonos a las cuatro de este muermo de martes, escuchemos a los Moody Blues con una canción del mismo nombre. En seguida vendrá el parte sobre la situación del tráfico, y todos los que llamen a la emisora recuerden el número mil seiscientos tres dólares con dieciocho centavos, repito, mil seiscientos…

—No se pueden reducir simultáneamente el número de cabezas nucleares e introducir una doctrina nueva como la que este oyente…

—Jesús no dio la espalda a estas personas. Jesús dijo…

*

El gimnasio era pequeñísimo. En la entrada, a cada lado de la puerta interior, había un poste de balonvolea colocado sobre un plato metálico puesto del revés y con un trozo roto para acomodar un par de ruedas. El palo de la izquierda tenía la red enrollada a su alrededor, el de la derecha una simple cuerda. Luisa se frotó los pies en la esterilla de goma.

La bandera de Estados Unidos descansaba en una base de madera lastrada que anteriormente le había recordado un disco gigante de hockey sobre hielo. Había casillas de voto arrimadas al estrado, a las puertas bajas con celosía por donde pasaban plataformas cargadas de sillas de tijera. Los delegados ocupaban mesas de bar, mesas de muñecas. Gruesas cuerdas de trepar iban de viga en viga a una altura que ya no daba vértigo; unos cables sujetos a las manivelas de las paredes verde pálido del gimnasio sostenían en alto los extremos anudados.

Los escribientes sonrieron cuando Luisa se acercó a sus mesas. Era el único ciudadano que estaba votando en el gimnasio. Cuando repasaron las listas y encontraron su nombre, comprobó que su padre tenía la crucecita de que había ido a votar, mientras que su madre, lógicamente, no.

*

Una tarta no era tarea fácil. Las instrucciones hablaban de nata, pero no había nata en la lista de ingredientes ni en el frigorífico. Y no entendía cómo se podía mezclar la mantequilla con el azúcar y las especias y el germen de trigo. Decidió derretirlo todo y dejarlo en su respectivo papel para que no goteara sobre los fogones. No conseguía pensar con claridad. Empezaba a preocuparse. Necesitaba hacer una excursión al lavabo. Necesitaba salir un poco. Necesitaba excusarse aunque fuera un segundo. Tenía que hacer una llamada. Le hacía falta un momento para recobrar la compostura. Las instrucciones hablaban de nata, pero no había nata en la lista de ingredientes ni en el frigorífico. Se fue al piso de arriba.

Por todas partes oía un ruido como de perros pisando hojas muertas. Abrió el bolso y buscó una vena, y empezó a lamentar la idea de hacer una tarta, aunque sólo fuera porque el humo era malo. Pero en seguida se olvidaría de todo. Tomaría un baño de princesa. Chap. Chap. Cuando llegara Martin. Chap, chap. Los numerosos frascos de fluidos de colores sugerían sus propios aromas, azahar, almizcle, miel pura de la naturaleza. La mujer sensual sabía cómo complacer al marido cuando éste volvía del trabajo. Lo había leído en un libro. Un salto de cama podía resultar muy sexy.

*

Cuando Jack DuChamp llegó a su casa, Elaine estaba estudiando en la sala de estar.

—¿Has votado? —preguntó ella.

—No.

—Pero por el amor de Dios…

—Los colegios están hasta los topes.

—Pues cuando yo he ido, no —dijo ella—. Haz el favor de ir a votar.

Jack abrió la puerta del armario y sonrió amargamente:

—¿Quieres que lo haga por Martin?

—Jack —le cortó Elaine—. ¿Por qué siempre lo llevas todo a un terreno personal?

*

Singh dejó a Barbara tendida en el rincón mientras llevaba la cómoda y las sillas a la habitación y ordenaba la ropa y las joyas. Había enmasillado y repintado el agujero de bala en la pared hacía un mes. Había retirado el cerrojo y la mirilla de la puerta hacía una semana. Lo único que quedaba era el cable junto a la cama. Con un destornillador retiró el anclaje del cable de la caja de toma de corriente a la que había estado sujeto y volvió a colocar el enchufe original, haciendo los empalmes con nerviosismo mientras los hilos pelados despedían chispas azules. Se levantó la pernera del pantalón y se aseguró el grillete a la pierna; era la única cosa, aparte de la jeringuilla, que tenía que llevar consigo. El cable lo dejó bien arrollado en la alacena, con las herramientas domésticas.

Meditó sobre la suerte que tenía Jammu. Dudaba de que hubiera cinco mil personas en todo el mundo lo bastante concienzudos para haber preparado el apartamento para la evacuación como él lo había hecho.

Llevando a Barbara en lento recorrido por las tres habitaciones y la cocina, la hizo dejar huellas dactilares en las paredes, los platos, los electrodomésticos, los ceniceros. Arrancó cabellos de su cabeza y los distribuyó. Con los zapatos de repuesto salpicó la moqueta de huellas. Aquello ya no era un pisito de soltero. La estaba devolviendo a la cama, junto con su propia almohada, cuando Indira le llamó.

—¿Y bien? —dijo.

—Estrangulada. Sin duda a manos de un hombre fuerte y apasionado.

Oyó un suspiro de alivio.

*

El fuego se había iniciado en el sótano cuando un cigarrillo olvidado, al soltar la ceniza, perdió el equilibrio y cayó sobre las virutas de madera que envolvían un plum-cake navideño. Las virutas de pino y el papel de embalar ardieron rápidamente, prendiendo las cajas contiguas. Eran cajas buenas y robustas. Algunas de ellas tenían más de diez años.

Fortalecido por una dieta de revistas, libros y ropa, el fuego había trepado por las paredes artesonadas hasta una ventana, lanzando humo hacia la fachada de la casa. Con el aire fresco, las llamas se desparramaron en todas direcciones, consumiendo primero las escaleras y minutos después el techo que las cubría, irrumpiendo en el hueco de escalera entre la primera y segunda plantas y dando lugar, luego, a una intensa corriente circular de aire que las transportó hasta las habitaciones del tercer piso. En esa coyuntura seguía pareciendo un incendio peculiarmente selectivo, pues se había iniciado en la primera de las zonas de almacenamiento para viajar hasta la segunda por la ruta más corta. Caja tras caja, las diapositivas Kodak sin etiquetar fueron pasto de las llamas. La colección de menús de restaurantes de todo el mundo, de todos los países que Probst había tenido el privilegio de visitar, juegos de toallas y sábanas que le habían regalado y que no había tirado pese a estar gastadas, juegos de mesa y libros de cuando Luisa era pequeña, entradas de la World Series y la World’s Fair, veinte juegos de postales de cumpleaños, trajes de Halloween, rosas de papel del Ejército de Salvación, ésa era la fina materia orgánica que estaba ardiendo, cosas efímeras.

Pero aproximadamente a la misma hora en que Betsy LeMaster llamaba a los bomberos, la quema se convertía en una tempestad indiscriminada e imparable. El pasaporte de Probst ardió en un segundo. Las llamas rodearon la cama de Luisa, devorando el colchón a salvajes bocados. Las cartas que Barbara había escrito a Probst desaparecieron en un fulgor amarillo. Los retratos de familia siguieron sonriendo hasta el último momento, cuando una oleada de ceniza en marcha los arrolló. Los óleos se ampollaron como malvaviscos, perdieron color y siguieron colgados hasta que los alambres se desprendieron de los marcos en llamas. El viejo aparato de ortodoncia de Luisa se fundió en charquitos de plástico rosa que hirvieron y prendieron, con alambres al rojo vivo. Ardió la ropa interior de Barbara, ardió el pijama favorito de Probst, los dos trajes de etiqueta de Luisa, el papel higiénico, los cepillos de dientes y las esterillas de baño, Paterson y The Winter’s Tale, el libro de poesía erótica escondido y olvidado en la mesita de noche de Luisa, las cintas de las máquinas de escribir, la pasta de la cocina, las envolturas de chicle y recibos de compra que había bajo los cojines del sofá. En una ventana del tercer piso, una mujer india gritaba con voz grave y anómala, de contralto, una palabra que empezaba pero no terminaba. Mohnwirbel salió tambaleándose del garaje, borracho, y le pareció ver a Barbara.

*

Luisa oyó las sirenas mientras bajaba por Rock Hill Road para ir a coger el autobús. Cuando cruzó las vías venían ya de todas direcciones. Jamás había oído tantas sirenas a la vez. Aparecieron tras el horizonte y sonaron en todas las casas, en una mezcolanza de tonos y ritmos, puntuadas por la laboriosa velocidad de los camiones de bomberos. Dos autobombas pasaron por su lado y bajaron por Baker a toda pastilla.

*

A la derecha de la puerta principal había un botón rectangular con estrías. Probst lo pulsó, confiando en haber dado con la casa correcta. Hacía casi quince años que no pasaba por allí.

Le abrió una mujer de pelo entrecano y diminutos capilares rotos en las mejillas. Probst la identificó provisionalmente como Elaine DuChamp.

—¿Martin? —ella empezó a reconocerle—. ¡Caramba! Pasa, pasa.

Estrecharon manos y rozaron mejillas, una forma de saludo para la que ya tenían edad después de quince años. Probst vio fugazmente a una niña corriendo por el pasillo. Una puerta se cerró con ruido. De la cocina llegaba un olor a carne picada y cebolla que daba a la sala de estar una atmósfera ligeramente nauseabunda; esparcidos por el suelo, cuadernos y libretas. Elaine se apartó un poco y deshizo el nudo de su delantal.

—Menuda sorpresa —dijo, no sin amabilidad. Se puso de rodillas y de unos cuantos zarpazos recogió los cuadernos en una pila.

—Pasaba por aquí —explicó Probst— y se me ha ocurrido venir a ver a Jack, bueno, a todos vosotros. Últimamente he tenido que renunciar a vuestras invitaciones, pero como la campaña ha terminado, pensaba que…

—Jack estará encantado —Elaine metió la pila de cuadernos en un hueco de la estantería—. Se había olvidado de votar, pero en seguida vuelve. ¿Puedo ofrecerte algo?

—No, gracias.

Elaine partió para atender la cocina y Probst, tirado en el sofá como si viajara en la máquina del tiempo, se rascó la cabeza y echó un vistazo a su alrededor. Los muebles tenían fundas nuevas, pero las formas de las piezas principales, el diván y las tres butacas, no habían cambiado desde la última vez que había estado en el salón de los DuChamp. Lo más próximo a una planta era una gigantesca copa ancha de vidrio soplado a medio llenar de frutas de plástico. Pequeñas palancas de un juego de ordenador sobresalían del estante que había encima de la tele.

Volvió la cabeza y examinó los tres retratos al pastel y marco de latón que había en la pared del sofá. Debían de tener siete años por lo menos, ya que la niña no aparentaba más de diez. Un punto de carboncillo en cada ojo la hacía parecer radiante. El chico había posado con un blazer azul, una camisa blanca y una corbata roja, prendas que se deshacían en nerviosos trazos de carboncillo al pie del retrato, encima de las iniciales en negro del artista. La niña mayor llevaba puesto un vestido rosa claro con un cuello de encaje; ya entonces, siete años antes, tenía algo de pecho, y el brillo de sus labios era de un amarillo naranja. Probst recordó que hacía tiempo grandes almacenes como Sears habían contratado retratistas que concertaban citas en las diversas sucursales siguiendo un criterio rotatorio y producían dibujos a precios muy razonables. Le pareció que aquellos artistas itinerantes habían conseguido algo esencial, que aquellos tres niños vivieran para siempre como lo que parecían ser, unos niños felices.

*

—Pues vaya movimiento de tenaza que hemos hecho. Medias tenazas y nadie a quien apresar.

—Al menoz tenemoz a Nizing atrapado.

Roy, el hermano de Herb Pokorny, estaba aparcado al otro lado del objetivo, listo para observar cualquier cosa que pasara en ese lado y a seguir a quienquiera que intentara salir. Por si continuaba habiendo movimiento en Missouri, Herb había encargado a tres agentes suyos que cubrieran los puestos de avanzada indios aparentemente más utilizados. Un cuarto hombre tenía la misión de vigilar a Jammu.

—Claro —dijo Sam, atisbando en las espejeadas profundidades del termo—. Después de haberles dado a los otros cuatro días para esconder el material y escapar en avión a Katmandú.

—Lo ziento, Zam. Zi quiere podemoz cortar nueztra relación.

—Oh, no se apure —Sam dio una palmada a la espalda del pequeño detective—. Tenemos bastantes oportunidades de cazar a Jammu si nos largamos ahora mismo. Pero ya me los imagino ahí dentro con sus trituradoras.

—Ez libre de dezpedirme.

—No me lloriquee, Herb. ¿Usted cree que habrá algún sitio por aquí donde comprar alcohol?

—¡Shhhh!

Sam oyó el zoom de la videocámara.

—¿Qué ocurre?

—¡Nizing!

Sam aplicó rápidamente el ojo a la grieta. Nissing estaba en la calle bajo un paraguas de golf, rojo y blanco, mirando a derecha e izquierda como comprobando si había moros en la costa. Sam levantó el teleobjetivo a la altura de la grieta, miró por el visor y presionó el obturador, dejando que el avance automático silbara mientras Nissing caminaba resuelto en dirección al río. Mentalmente escribió el pie de aquellas fotos: John Nissing, socio de Jammu, saliendo de un edificio propiedad de Hammaker. La propiedad contiene… ¿Qué contenía la propiedad? Miró su reloj; eran las cinco y cuarto. ¿Una turba de extranjeros armados hasta los dientes? En cualquier caso, dentro de cuatro horas él y Herb iban a entrar.

*

Tenía que suceder uno de aquellos años. El director general de una empresa de propiedad pública no podía esperar ser el mandamás toda la vida. Buzz sólo lamentaba no haberse apeado del tren antes de que lo obligaran a hacerlo. Su dificultad para captar el concepto de beneficio debió haberle puesto sobre aviso. ¿Cómo podía haber cometido el error de dejar que sus sentimientos hacia Asha y Martin influyeran en sus decisiones políticas? ¿En qué demonios había estado pensando durante la primavera? En su momento, sus actos habían tenido sentido. Y ahora no tenían importancia. El viernes se jubilaba. Naturalmente, como principal accionista, sin duda se le permitiría llevar adelante cualquier proyecto personal que él pudiera elegir. En caso necesario, podía liquidar una parte del capital y financiar la investigación de su propio bolsillo. Le apetecía tener más tiempo para sus amigos, y mejor aún, en cierto modo, tener tiempo para dedicarlo al estrafalario conjunto que era su familia. Cuando la máxima prioridad cesaba de prevalecer, todas las otras prioridades subían un punto.

Huyó de las oficinas centrales en un coche de la empresa sin que la prensa reparara en él. La lluvia salpicaba el suelo de pétalos de forsitia. Desde hacía tiempo se imaginaba a sí mismo jubilándose de muy distinta manera, un precioso día de noviembre, con un buen fuego y una copa de brandy al término de la jornada. La primavera era la época del año en que morían los grandes hombres.

Fue primero al complejo Hammaker para preguntar por Asha. No la habían visto en la oficina en todo el día. Llamó una vez más a la finca de los Hammaker, habló con la misma y ambigua sirvienta con quien había estado hablando desde las nueve de la mañana, quien le dijo que no, que Asha no había llegado todavía. Había salido con su doncella. ¿De compras? Buzz se fue a su casa.

Al ver el Cadillac de Bev aparcado junto a la caseta de entrada, esbozó una sonrisa de gratitud, juntando los labios como una galletita de la suerte. Cuando todo lo demás fallaba, siempre podía contar con Bev. Entró en casa, la llamó, subió arriba y la encontró tendida en la cama. Sobre la mesita de noche había un frasco vacío de Seconal y una botellita vacía de Harvey’s Bristol Cream.

*

En cuanto vio que el coche de su padre no estaba en el garaje, Luisa perdió interés. Retrocedió entre la multitud. La luz no era buena y ninguno de los vecinos la reconoció, ni siquiera la señora LeMaster. Aunque vio algo familiar y significativo en el rostro de Luisa, la señora LeMaster dudaba tanto que no se decidió a llamar a un policía y decirle: eso no es un pajarito, es Luisa Probst, ella vivía en esta casa. Luisa volvió a subir por Baker Street. Aquel incendio no era cosa suya.

Dio gracias de haber trasladado todas sus cosas al apartamento de Duane. Pensó en los vestidos y los bolsos que habían quedado en su armario y que estaban mejor así, quemados. Se preguntó qué se sentía al mudarse a otra ciudad y presentarse utilizando un nombre distinto. Su apellido materno sería McArthur, el paterno sería Smith. Trató de imaginarse qué trabajo podría conseguir y luego, por alguna razón, pensó en los National Geographic de su padre.

Se detuvo en la acera y dejó el bolso en el suelo, se volvió hacia un roble y descargó un puñetazo en el tronco con todas sus fuerzas. Se mordió el labio y miró los nudillos. La piel blanca se había hinchado y unos jirones colgaban magullados del borde de los hoyuelos en los que la sangre empezaba a agolparse. Golpeó de nuevo el árbol con la misma mano. Le escoció más pero en conjunto le dolió menos. Dio otro par de puñetazos, y cada golpe le demostró lo duro que era el tronco, lo hundidas que debían de estar las raíces para sostenerlo firmemente erguido. El olor a madera quemada le produjo escozor en la nariz.

Al llegar a Lockwood se sentó a esperar el autobús mientras los coches pasaban por la calle, con sus ocupantes apenas entrevistos en la penumbra del interior. Coche tras coche, hombre tras hombre, siempre un conductor solo, arrancando del cruce de Rock Hill. Si ponías juntos a todos los hombres de Webster Groves en la oscuridad de sus vehículos a las cinco de la tarde, el total era un misterio que tenía la fuerza de la masa, pero dividido y más secreto, un misterio como la sección de negocios del periódico y sus conceptos esotéricos, como futuros y opciones, que cada día los hombres asimilaban en privado. ¿Entendían todo aquello? En las bibliotecas Luisa había echado al menos un vistazo a todos los asuntos posibles, una revista de psicoterapeutas, el boletín de la Missouri Historical Society, morfología de invertebrados, de todo un poco, y lo único que no pudo ni empezar a entender fue justamente lo que aquellos hombres con la corbata aflojada dentro de sus coches caros debían de tener en la mente.

Llegó el autobús. Luisa tiró a un charco el cigarrillo nuevo —uno crecía y se volvía sucio— y montó, introduciendo monedas en la caja. Se sentó enfrente de la puerta de atrás y se dedicó a mirar a las mujeres negras que hacían faenas y que se sentaban en los asientos reservados a minusválidos y ancianos, de vuelta a sus hogares. Una de ellas se inclinó al frente, apoyando las manos y el mentón en la empuñadura de su paraguas, y habló en voz baja a las otras, que estaban cabizbajas mirando al suelo antideslizante y los paraguas que yacían a sus pies como mascotas dóciles y empapadas. Las luces de los escaparates de Big Bend pasaban solitarias y dolorosas, iluminando la creciente oscuridad.

*

Trescientos agentes tenían la misión de patrullar a pie a fin de asegurar que la Noche de St. Louis se desarrollara en orden, ya que se esperaba que una multitud de quinientas mil personas invadiera el centro de la ciudad durante los festejos. Patrullar las aceras no habría sido una lata con tiempo despejado, pero la lluvia seguía cayendo y se había levantado un viento desapacible. RC y el sargento Dom Luzzi estaban tan tranquilos en su coche patrulla escuchando la radio y vigilando el evento principal, los furgones y las elevadoras autorizados yendo y viniendo entre las zonas de aparcamiento reservado, las tiendas blancas en el Mall, las mesas cubiertas. El horizonte de St. Louis estaba iluminado por secciones, los pisos como acuarios iluminados sobre estantes en una habitación a oscuras. Pero ¿dónde estaban los peces?

A las 5:25 RC y Luzzi respondieron una llamada de las oficinas de la KSLX, donde un grupo de transeúntes estaba molestando a los empleados que salían hacia sus casas. Luzzi rodeó el cordón policial que bloqueaba Olive Street y aceleró. Su llegada provocó una desbandada general. Vieron las suelas de los zapatos volar hacia los callejones. Un grupo de empleados de la KSLX, a muchos de los cuales RC reconoció, se dispersó camino del aparcamiento. Quienquiera que fuese el encargado del aparcamiento, iba a tener mucho trabajo durante un par de minutos. RC alargó el cuello y vio que era una mujer la que se encargaba ahora del trabajo.

Luzzi habló con el guardia de seguridad y regresó al coche.

—Se trata de un tal Benjamin Brown —dijo.

—Ah.

—¿Le suena ese nombre?

—De oírlo por ahí.

—Si esta gente insiste en crear problemas esta noche, habrá que cogerlos por separado. No son de aquí.

—¿No, señor?

Luzzi meneó la cabeza y anotó algo en su libreta.

—De East St. Louis.

—La cuna de toda maldad.

—Ya me estoy hartando de sus bromitas, White.

*

Al ver que Gopal no llamaba a las cuatro como estaba previsto y que pasaba otra hora sin que sonara el teléfono, Jammu empezó a inquietarse, por mera rutina. Se preguntó qué habría pasado en Inglaterra en las últimas veinticuatro horas. Se preguntó qué estaría pasando en St. Louis. Si el teléfono no sonaba, no tenía forma de saberlo. Llamó a la residencia de los Hammaker y no averiguó nada, llamó a casa de Singh y no encontró a nadie. Probó en la oficina de Martin.

—No —le dijo su secretaria—. Ha salido hace un rato con la señora Probst.

Jammu tardó unos segundos en recuperar la voz.

—¿Cuándo ha sido eso?

—Oh, a eso de las tres, aproximadamente.

—Está bien, gracias.

Todo había estado demasiado tranquilo.

O Singh había liberado a Barbara para abortar la operación, o Devi había regresado. Sabiendo que Devi tenía muchos recursos, que Gopal era puntual y que Singh era leal, si no a ella, sí a la operación, Jammu concluyó que la señora Probst era Devi y que Gopal, su brazo fuerte, seguramente estaba muerto.

¿En qué quedaba ahora su autoridad?

*

Jack llegó a la puerta principal sacudiendo su paraguas. Su abrigo era como un caparazón de lana, una enorme campana gris sin pliegues ni faldones. Probst sonrió desde el sofá, consciente de que su presencia era inusitada. Pero Jack se limitó a saludar con la cabeza.

—Hola, Martin —el tono de su voz acentuó la última sílaba. Un indicio de lágrimas de rabia.

Probst cruzó el aposento y le tendió la mano.

—Qué tal, Jack.

—Me alegro de verte —el apretón de Jack fue endeble—. ¿Cómo tú por aquí?

—Ya ves. Pasaba por el barrio y me he decidido a venir.

Jack no le miraba.

—Estupendo. Perdona un segundo.

Dio media vuelta y, con una imperturbabilidad traicionada por pequeños saltos en su andar, como cuando una gamuza húmeda se pega al parabrisas, se fue a la cocina. Evidentemente le guardaba rencor por algo. Pero quizá se le pasaría. Probst se sentó nuevamente en el sofá. No le importaba esperar. Las salas de espera eran lugares donde era imposible pensar.

En la cocina, donde a la hamburguesa y la cebolla se había sumado el queso fundido, se oyeron murmullos. Probst había aceptado la invitación de Elaine a quedarse a cenar, y sus murmullos sonaban tranquilizadores. Los de Jack eran recriminatorios. Luego los de ella se volvieron acalorados, los de Jack más resignados. Jack volvió a la sala de estar arreglándose el pelo y ajustándose los puños de su jersey azul cielo.

—¿Una cerveza, Martin?

De nuevo, su voz subió al hablar y se quebró en la última sílaba.

—Vale, gracias —dijo Probst—. ¿Interrumpo algo?

Jack no respondió. Fue a la cocina y regresó con una lata de Hammaker, la dejó en la mesita baja delante de Probst, encendió el televisor y volvió rápidamente a la cocina. Probst estaba pasmado. Nadie le condenaba al silencio salvo Barbara y Luisa.

—Por el amor de Dios, Jack —Elaine estaba enfadada.

—… esta noche mientras los bomberos de tres comunidades siguen lanzando agua sobre su casa de tres plantas, que ha ardido a media tarde. Cliff Quinlan nos informa en directo desde el lugar de los hechos.

—Nadie sabe cómo se inició el siniestro, Don. El jefe de bomberos de Webster Groves, Kirk McGraw, ha dicho que es demasiado pronto para hacer conjeturas sobre un posible incendio intencionado, no creo que nadie piense que esto tiene algo que ver con las recientes actividades políticas de Probst, pero el incendio ha sido devastador. Cuando llegaron los bomberos de Webster Groves, vieron a un hombre que según parece es el, esto, el jardinero de Probst entrando en la casa. No volvió a salir. La intensidad del calor ha hecho imposible la recuperación del cuerpo, y tal vez transcurran otras dos horas antes de que pueda conocerse si había más personas en la casa en el momento del incendio. La única víctima conocida es el, esto, el jardinero, que vivía en la finca y no ha sido visto. Sin embargo, algunos vecinos dicen que el coche de Probst no está en la propiedad, de modo que parece improbable que él estuviera en la casa. He preguntado a McGraw cómo es posible que un incendio de estas dimensiones haya pasado desapercibido en un barrio residencial como éste.

—Bien, Cliff, primero habría que destacar que la residencia está bastante aislada, ya ve los setos y la valla, la casa está bastante alejada de la calle, y teniendo en cuenta la hora en que se produjo el incendio, a media tarde, y la mala visibilidad…

Sonaron teléfonos por toda la casa.

—Sí —dijo Jack en la cocina. Apareció en el umbral—. Es para ti, Martin —señaló con el dedo el teléfono que había en el pasillo. Luego se retiró una vez más a la cocina.

Probst fue a por el abrigo que estaba en el armario y salió a la lluvia. Apenas había reconocido el lugar en las noticias, pero pudo identificar la llamada con toda certeza. Era lo que había estado esperando. Solamente Jammu habría pensado en buscarle allí. Él le había mencionado a Jack DuChamp una vez, y a Jammu, esto empezaba a aprenderlo, le bastaba con una vez.

*

Despertó con dolor de cabeza y medio aturdida, pero básicamente la sustancia que le había administrado había sido tan suave con ella como lo había sido él mismo. Se quedó unos momentos respirando a modo de ensayo, acostumbrándose al estado de conciencia, esperando la cena. Pero cuando movió las piernas y abrió los ojos vio que todo había cambiado. El grillete había desaparecido, las sábanas estaban limpias, una lámpara grande con pantalla descansaba sobre una cómoda junto a una silla en la que su ropa…

Casi se había desmayado. Al siguiente intento se puso de pie poco a poco, levantando paulatinamente la cabeza como si la colocara encima de la estatua de su cuerpo. Cruzó la habitación y abrió la puerta. El cerrojo que tantas veces había oído girar había desaparecido. Y ahora, donde durante semanas había podido oír los inequívocos ecos del vacío al ser conducida al cuarto de baño, se encontró andando por un apartamento muy similar al apartamento de Nueva York que John la había obligado a imaginar.

Libros suyos descansaban en los brazos de butacas escandinavas. Ella había colgado ropa interior a secar en el cuarto de baño. Sobre una mesa del comedor, encima de una cajetilla de Winston y un cenicero sucio, había guardado las cartas escritas por Luisa y Audrey en una pequeña estantería modular. Había llenado el frigorífico con sus marcas preferidas de yogurt, batido de chocolate de régimen, aceitunas para martini. (Estaba hambrienta de comida de verdad, pero no tocó nada.) Había hecho una lista del supermercado y la había dejado sobre la encimera. En el suelo, cerca de la puerta, encontró un pedazo de papel blanco.

Bhimrao Ambedkar

Abogado

Chowpatty, Bombay.

*

Las enfermeras, los celadores y las auxiliares mantuvieron distancias respecto a Buzz. En la sala de espera de la planta de cuidados intensivos de Barnes, aguardaba encorvado de hombros y tembloroso, un viejo menudo y hambriento. No había comido nada desde el bocadillo del almuerzo. No entendía lo que sonaba por el sistema de intercomunicación. Una enfermera manipulaba fichas extragrandes y un teléfono lanzaba gritos electrónicos. Una fina y uniforme capa de tejido cicatrizal cubría las paredes y el piso, el residuo de la luz artificial que había estado cayendo veinticuatro horas diarias durante veinte años.

El jefe de neurología le había dicho a Buzz que hasta que Bev no recobrara el conocimiento no se sabría hasta qué punto había quedado dañado el cerebro, pero que se fuera preparando para un largo y arduo periodo de recuperación. Asha le había dicho, cuando por fin la pudo localizar, que no podrían verse esta noche porque se había comprometido para los festejos de las elecciones. Y el teléfono de Martin no funcionaba.

Empezaba ya a notar un nudo en la garganta y algo dentro de la nariz cuando oyó una voz que le sonaba. Ahogó un sollozo, levantó la vista y vio a su urólogo caminando con otro médico a paso de charla. Ambos se despojaron de sendos gorros verdes y se masajearon el cuero cabelludo. Buzz alzó un poco más la cabeza y descruzó los brazos para permitir que le reconocieran y le dirigiesen la palabra. Nadie le dijo nada.

—Los chavales tienen espasmos laterales —dijo el doctor Thompson.

—Los chavales comen golosinas —dijo el otro médico.

—Las golosinas provocan espasmos laterales —dijo Thompson.

Se rieron y fueron los dos hacia el ascensor, que se había abierto mientras ellos se acercaban.

*

Cansado de conducir pero no de moverse, Probst aparcó el Lincoln en uno de los garajes del Centro de Convenciones, contó otros cinco coches en todo el nivel Amarillo y echó a andar. Eran las nueve. Había pasado dos horas en la comisaría de Webster Groves, hablando con Allstate, dando las gracias a los bomberos. Aceptando café y condolencias del jefe Harrison y dando información a una serie de agentes que traspasaron sus declaraciones a líneas de puntos. Se le dijo que pronto habría un cadáver por identificar. Lo dejaron a solas en un pasillo esperando sentado, por suerte, en un banco de nogal. Luego un agente pronunció su nombre en voz alta: lo llamaban por teléfono. Era el segundo aviso. Salió a pie, fue hasta el coche y condujo hacia el este.

Música de rock, y tan fuerte que sólo podía ser en directo, resonaba dentro del Centro de Convenciones y en las paredes de la plaza. Podía ser que el Centro estuviera lleno de jóvenes bailando y agitando los brazos sobre la cabeza, pero quizá no; en la plaza y calles adyacentes no se veían rezagados. Parejas de policías en tabardo miraban constantemente a su alrededor como a la defensiva. Zapateaban y se soplaban en las manos. Probst cruzó Washington Street a la mitad de una manzana y no vio venir coches en ningún sentido. Esta noche, naturalmente, las calles del centro estaban prohibidas a los coches particulares. Los peatones eran los reyes de la fiesta. Pero había menos peatones a la vista que de costumbre. Era martes por la noche.

Una orquesta de Dixieland estaba tocando bajo una marquesina de plástico enfrente de Mercantile Tower, cerca de la escultura de cromo, que brillaba como una baratija pero en grande. Tres adolescentes con anorak estaban escuchando la música. El que tocaba el washboard hizo un solo breve, encorvándose mucho y frotando vigorosamente las tablas de su instrumento. Guiñó el ojo a los chavales.

En las terrazas desiertas de la Calle Ocho, los camareros fumaban sentados, dormitaban, jugaban a las cartas. La lluvia martilleaba los pabellones, que tremolaban a cada ráfaga de viento como perros que hubieran evacuado. Probst se acercó a la caseta del Jardin des Plantes y pidió un trozo de quiche a un hombre bajo con cabeza en forma de bala.

—Cinco.

¿Cinco dólares?

—Es benéfica.

Se zampó la quiche antes de que se enfriara demasiado, triturando los brotes de soja germinada y las gambas de miniatura, tamizando las grasas en su boca y mandándolas esófago abajo.

En otro puesto, sobre una cisterna de agua, en un asiento conectado mediante unos muelles a una diana a la que los transeúntes podían tirar pelotas de tenis previo pago de las mismas, estaba Sal Russo leyendo el Post-Dispatch. Sal era concejal por el distrito donde tenía su sede Probst & Company. Se le veía bastante a gusto, el pelo seco y bien peinado, entre un par de calefactores.

—Hola, Martin.

—Qué hay, Sal —Probst miró al encargado—. ¿Cuánto?

El encargado señaló un letrero.

—Cinco pavos la tirada. Señor. O diez por tres tiradas. Es benéfica.

Compró seis, y luego seis más. Antes de que Sal asomara la cabeza por encima del tanque, Probst ya había doblado la esquina hacia Market Street. Se detuvo en seco, conmocionado por la vista del Arch.

Luces de colores jugueteaban en el acero inoxidable, dándole un aspecto cursi. Los rojos, verdes y amarillos se entremezclaban sin tregua en las secciones estructurales. Ya no era el Arch de Martin Probst. Era el del Servicio de Parques Nacionales.

Atracciones y salchichas alemanas, payasos y uniciclistas, rifas, acordeonistas y representantes elegidos esperaban a una multitud de visitantes que, a tenor de su no comparecencia sobre las nueve de la noche, seguramente ya no acudirían. El propio Probst sólo estaba allí por necesidad, para dejarse guiar hacia Jammu. El Arch pareció ruborizarse con una ascensión de luces rojas que acabaron volviéndose moradas. Se encaminó al este por el centro del Mall bajo la mirada de policías solitarios provistos de porra.

Debajo de la tienda más grande, Bob Hope estaba hablando a un reducido grupo de gente con un perfil demográfico singular. Todo eran hombres y más o menos jóvenes. Probst no pudo ver una sola mujer entre ellos, y tampoco ningún hombre más joven de veinte años ni mayor de cuarenta. Doscientos jóvenes, más bien bajos, vestidos de London Fog y Burberrys, camisa blanca con cuello estrecho y corbata de mediana anchura, zapatos marrones con suela de crepé, reían todas las gracias. Pete Wesley, Quentin Spiegelman y otros dignatarios formaban una falange en el escenario, detrás de Hope, que estaba diciendo:

—No, en serio, yo creo que es estupendo poder ver lo que se ha hecho aquí en St. Louis. Cuando pienso cómo estaba esto hace treinta años… Bueno, yo sólo hablo por las fotos. En aquel entonces, yo estaba en California y era un quinceañero.

Los jóvenes, o casi, prorrumpieron en carcajadas, batieron palmas y se miraron complacidos.

—Resulta que el otro día estaba en Washington…

*

Barbara no había querido marcharse. Había recogido del suelo la dirección de Bombay y había salido al pasillo con la intención de explorar el edificio, buscar una ventana para averiguar dónde estaba, y después volver al apartamento y probar algunos números de teléfono aparte del suyo antiguo, que parecía estar estropeado. Tenía que saber la dirección antes de que alguien viniera a buscarla. Pero la puerta del apartamento se había cerrado al salir ella, y no la pudo abrir.

El pasillo no tenía ventanas, todo era ladrillo y acero, el ladrillo pintado de gris y el acero de un naranja ferroso, la iluminación unas bombillas con protección metálica. Entró en un ascensor pisando nerviosa el gastado piso de madera, descendió a la planta baja y salió a un vestíbulo idéntico al del piso de arriba. El aire era helado y olía a rancio, el edificio estaba en completo silencio. Fue hasta un extremo del corredor y abrió una puerta muy pesada, demorándose un instante en el umbral.

Al otro lado de una húmeda calle desierta había una carretera elevada. Bajo la lluvia pasaban camiones con candiles de color ámbar en torno al perímetro de sus remolques. Más allá de la calzada unas nubes reflejaban las luces de la ciudad, pero si había un horizonte urbano estaba envuelto en tinieblas.

Sólo llevaba pantalón y jersey, y tiritó de frío al notar el viento insípido. En el suelo había un fragmento de hormigón prefabricado. Con el pie lo arrimó a la jamba de la puerta, salió al exterior y acompañó la puerta con cuidado hasta que ésta se apoyó en el hormigón. Miró a ambos lados de la calle. Parecía un barrio de Hiroshima en la primavera del 46, tan llano y desprovisto de vida que casi parecía prometer una travesía segura. Vio farolas y semáforos a lo lejos, luces de vehículos, luces de oficinas, más lejos aún, pero ni un solo rótulo de comercio, ninguna luz en forma de letras. Podía llegar hasta la autopista y parar un coche. Pero dudó. En el almacén tenía que haber algún otro teléfono, o cuando menos alguna herramienta que le permitiera entrar de nuevo en el apartamento. Telefonearía a la centralita y haría localizar la llamada. No quería marcharse de allí.

A unos cien metros de donde se encontraba, un hombre delgado de abrigo oscuro sin lustre cruzó la calle en diagonal. Se le acercó lenta e inexorablemente, con los pasos hipnóticos de quien se dispone a arponear una rana. Barbara se apartó del umbral retorciéndose las manos. Era una cuestión de equilibrio. Fue en la dirección hacia donde había estado inclinada: lejos de la puerta. El hombre apretó el paso y ella huyó pegada al edificio, alejándose de las luces de la ciudad. Las zancadas del perseguidor se emparejaron con las suyas. Ella empezó a correr. Él empezó a correr.

—¡Zeñorita Madan! —gritó él.

Las deportivas de Barbara golpeaban con ruido seco el pavimento desigual, adaptándose a las irregularidades para promediarlas y superarlas. Estaba tensando unos músculos que no había utilizado desde enero. Siguió corriendo pese a que oyó detenerse al hombre, todavía lejos, con un rechinar de suelas de cuero. Al volver la cabeza lo vio dirigirse hacia el almacén. Corrió bajo la autopista entre dos pares de columnas, atravesando un espacio muy negro, y, de pronto, salió a la luz.

La luz provenía del fuego, llamas que salían como lenguas de barriles y de fogatas en la calzada de una calle estrecha, llamas oprimidas pero no sometidas por la lluvia, llamas que escupían lateralmente, enroscándose a las tablas a escuadra que las alimentaban. Al fondo de la calle un solitario filamento brillaba en un cruce con lo que parecía ser una calle similar. En tiendas de campaña y bajo colgadizos en la acera, en las carrocerías de coches de cuatro puertas y de furgonetas sin neumáticos, asomadas a ventanas sin bastidor en edificios a oscuras, había muchas más personas de las que Barbara podía contar. Eran centenares.

Oyó voces aisladas, pero en su mayoría la gente estaba en silencio y tranquila, cruzando aquí una pierna, levantando allá un brazo, como si estuvieran meditando. Miró hacia el almacén. Dos faros habían aparecido en la tiniebla, discos inexpresivos de luminiscencia, la distancia entre los cuales aumentaba a medida que el coche se aproximaba lentamente. Se metió en la calle que tenía enfrente y, sintiendo un alivio poco menos que físico, vio que casi todas las personas eran mujeres. Fue hacia el grupito más cercano, tres que estaban paradas en una esquina, pero el coche estaba a punto de alcanzarla. Una ranchera. Torció por un callejón donde otras mujeres se calentaban las manos frente a un barril. El humo carecía de la verde complejidad aromática de la naturaleza: olía a madera vieja, a madero, no a leña. Las mujeres eran pasto de sus atuendos. Llevaban mallas, zapatos de plataforma con lentejuelas, botas de color regaliz muy ceñidas a los tobillos y las pantorrillas, minifaldas de piel y ciclistas de poliéster, cazadoras cortas y acolchadas. Los rostros, unos negros, otros blancos, asomaban de entre cabellos cardados y cuellos de piel de imitación. De dos en dos, sus ojos se fueron posando en Barbara. Ella pegó la espalda a una pared de ladrillo y contuvo la respiración mientras la ranchera pasaba de largo.

¡Se cerró el negocio, hermana!

Las carcajadas fueron sonoras y la golpearon como piedras, cayendo con peso muerto al suelo. Dos mujeres lanzaron ritualmente sus cigarrillos al barril. Todas la estaban mirando.

—¿Dónde estoy? —preguntó.

En Jammuville.

No hubo risas.

Barbara empezaba a respirar con normalidad.

—No, quiero decir ¿en qué estado?

¡En el mismo que nosotras!

¿Estás buscando trabajo?

Se cerró el negocio.

Callaron.

—Estoy buscando a la policía —dijo Barbara.

¿La policía? Dice que busca a la policía. Vaya.

Una de ellas señaló con el dedo.

¿Ves esa autopista? Pues síguela y atraviesa el puente.

Rieron otra vez. Hacia el corazón de Jammuville se oyó un disparo. Barbara enfiló una travesía más poblada aún que la que acababa de dejar. Se paseaban por las aceras, sus encantos chirriantes en el frío, sus contoneos rígidos y sus meneos forzados, mientras ojos masculinos brillaban en las sombras. Nadie decía una palabra. Barbara vio pechos de aspecto lacerado expuestos a la intemperie, éxtasis en los que sólo la agonía no era fingida, una falda levantada más arriba de una vulva fútil enmarcada por cintas negras. Se bajó del bordillo. Los coches pasaban lentos, unos detrás de los otros, casi pegados. Uno se puso a su altura. Por la ventanilla del lado del conductor vio a un blanco rechoncho en blazer rojo con un puro sin encender entre los labios. El tipo se quitó el cigarro de la boca y la miró de arriba abajo.

—Oiga —dijo ella—, yo no…

El hombre meneó la cabeza.

—¡Tetas! —la palabra fue definitiva, la voz profética—. Necesito tetas ciclópeas —tuvo una visión ad hoc—. Tetas monstruosas.

El siguiente coche la apartó de la calle a bocinazos, pero el que seguía paró, y Barbara golpeó el cristal con los nudillos. El hombre de mirada dócil que iba dentro meneó ceñudo la cabeza. Ella le miró el regazo. Él siguió la dirección de su mirada y sonrió modestamente ante su exhibición.

Vio una ciudad casi al final de la calle. Era St. Louis. El Arch se erguía enorme y solitario contra un fondo de brumas de vivos colores. Era St. Louis. Era la ciudad donde habían tenido lugar todos sus sueños, la ciudad que cuando John se iba de la habitación ella poblaba mentalmente de familiares y amigos, la ciudad que no había dejado de imaginarse, de recordar: la ciudad real, y era completamente distinta de la que tenía en la mente aunque idéntica en los detalles, fiel a sí misma, y tal era la índole de esa realidad, que subyugaba sus hitos más específicos. Pero incluso ahora no podía —no quería— zafarse de la sensación de que estaba a punto de despertar en brazos de John Nissing.

*

Al pie del Arch, Probst contempló el río y las desconsteladas estrellas urbanas que titilaban en Illinois. Una barcaza abarcaba invisible los cuatrocientos metros entre su cabina iluminada y su iluminada proa. Por el puente de Poplar Street pasaban coches a cien por hora, pero su avance parecía dolorosamente lento. En las profundidades del centro de la ciudad un hombre metálico graznaba entre mortecinas aclamaciones.

Un largo y ancho tramo de escaleras de hormigón perforaba el dique llegando hasta Wharf Street. Probst se sentó en el escalón superior. Vio pasar un sedán de cinco puertas, detenerse y hacer marcha atrás para aparcar entre donde estaba él y el Huck Finn y el Tom Sawyer, ambos amarrados a sus respectivos muelles. La puerta del coche se abrió. Era Jammu.

Por Pascua habían yacido juntos, ella encima de él, cadera contra cadera, rodillas contra rodillas, y él había abrazado su cuerpo estrecho tratando menos de parar sus temblores que de ajustarlos a los suyos propios. Era un temblor constante, no progresivo, browniano. Se sonrieron al darse cuenta de ello, pero el temblor no cesó. Los excluía, los reducía, los hacía iguales en su mutuo sometimiento, y esto era ideal, porque en el lecho ideal, en el crepúsculo que envolvía siempre las alcobas, uno sólo quería someterse.

No me digas que se trata de una aventura crepuscular. No me digas que hay otro paraíso además de éste.

A medio subir la escalinata, Jammu se detuvo y tomó asiento en el muro de contención del lado derecho del embarcadero. Probst notó que la lluvia le estaba empapando las posaderas. Ella se arropó en los faldones de su gabardina, cruzó los brazos y se llevó la mano a la boca. Probst la observó morderse la uña del dedo gordo. No quería otra cosa que aquella mujer. Y podía entender cómo había ocurrido todo, cómo un hombre en la flor de la edad, la envidia de un estado, podía perderlo todo sin haber opuesto la menor resistencia: no había creído en lo que tenía. Siempre había echado a faltar algo, o bien se había interpuesto, entre la posesión y la gloria, una pregunta: ¿Por qué yo?

Quizá si hubiera sabido que todas las cosas que él amaba podían desvanecerse así, habría sido capaz de dominarse, de obligarse a amarlas, o perder el control, permitirse a sí mismo creer. Pero ¿cómo podía uno saber cuándo se acercaba el fin?

Lo que quedó dentro de su mente fue una habitación, a cuyo alrededor el mundo había ido alejándose a una distancia galáctica. El ojo de la cámara había pasado de una sala de partos en diciembre a un punto de Main Street una semana después de lanzar la bomba, enfocando ahora los escombros en los que Martin y Susan de verdad se habían evaporado, y devolviendo la imagen a la habitación, donde el mundo, en ellos dos, hacía el amor. Probst podía vagar entre las formas recordadas de una ciudad, pero el único futuro cierto acaecería en aquella habitación.

*

Ella pensaba esperar que bajara él. Para empezar, nunca habría podido conquistarlo, ni siquiera para una tarde, sin una cierta disposición por parte de él, cierta identidad entre los planes de destrucción pergeñados y ejecutados por ella, y su aceptación de cada fase de los mismos. Idealmente, el Estado era un profundo sentido del azar. Pero ella, que había ordenado asesinar a Barbara, que había dispuesto esa pequeña violación, no podía compartirla. Había pensado que subiría las escaleras hasta arriba de todo y que le abrazaría; pero no fue así.

Martes de referéndum, el rumor submarino de los remolcadores, la leve succión del río en las márgenes, el chillido de los camiones, el suspiro de neumáticos en la atmósfera, los insulsos murmullos de la Noche de St. Louis, todo aquello carecía de volumen suficiente para ahogar a la criatura que crecía dentro de ella, una criatura que había avistado ocasionalmente en espejos u oído en una subida de fiebre, una niña pequeña y triste. La niña expresaba en alto sus esfuerzos, capaz únicamente, como Jammu, de planear y de hablar y de trabajar, de construir una vida. ¿Cuál de las dos era el terror? Sin duda, la mujer había fabricado a la niña tanto como ésta a la mujer. Ambas eran baratijas taiwanesas como todo lo demás que ella había pensado o manejado, pero la niña, al menos, tenía un nombre: Susan.

Recogiendo hilachas de los pliegues interiores de sus bolsillos, mirando a Martin sentado como la Paciencia personificada allá en lo alto, al pie del Arch, Jammu empezó a llorar. Sintió lástima de la niña. No tenía la capacidad, la instrumentación básica, los utensilios, para amar a Martin como él la amaba. Pero, aunque los artificios hubieran suplantado para siempre a las emociones, la niña estaba haciendo planes —Yo no sabia que Devi estaba de vuelta, me envió una carta desde Bombay, muy melodramática, tienes que creerme, tú me crees, me doy cuenta de que sí— sólo porque aún no había aprendido las emociones.

*

En cierto modo Probst se había figurado que, acudiendo a su llamada y reuniéndose allí con ella y aceptando el mal delicioso de no preocuparse más que el uno del otro, sería tan fácil como lo había sido tenerla en la cama, algo desinhibido de vergüenza y de timidez, una mera cuestión de rendirse a los impulsos. Pero cuando vio que estaba llorando y que se requerían palabras específicas de consuelo, tuvo la certeza de que aquello había terminado.

Empezó a impacientarse. El viento que venía del río arreciaba otra vez, y Probst notó que tenía las manos frías, los pies húmedos, el trasero dolorido, la vejiga llena. Reparó en dónde se encontraba. Levantó la cara hacia la forma que tenía encima, hacia las vigas de luz amarilla, azul y violeta que atravesaban la estructura y culminaban en la forma de la gran curva negra. Se tenía en pie sin más. Gotas de lluvia mojaron sus ojos. Estando en la habitación de su mente no podía mitigar el placer, porque habría sido como caer en la falacia de una petición de principio sobre lo que quedaría de él una vez extinguido. El sexo, a diferencia del comer, no era una satisfacción prolongadora de vida, y a la edad que tenían los dos la idea de la reproducción no podía entronizar el placer. Sólo la repetición podía hacerlo. Después de todo, en aquella habitación al borde del espacio, él y ella no estaban simplemente sentados. Estaban follando eternamente. En una habitación oriental, en un modo de existencia donde la vida presente, el perpetuo problema de la identidad, era eludido con alusiones a pasadas y futuras reencarnaciones. Pero en Missouri sólo se vivía una vez.

Se levantó, y la rigidez de sus hombros le pareció indicar que en el fondo no era una mala persona. Su cuerpo tenía capacidad de distraerle. Era un hombre capaz de impacientarse. No estaba obligado. Los actos se vaciaban de contenido, las sensaciones dejaban de importar. La historia de su vida no podía limitarse a signos de exclamación. Necesitaba encontrar un lavabo o al menos un rincón discreto, y fue con esa prisa de tipo práctico que gritó a la mujer que estaba más abajo, arrimada contra el muro de contención, destrozado su cuerpo como si hubiera caído del cielo y quedado hecha un guiñapo: «¡Adiós!».

Sin mirar hacia arriba, ella agitó un brazo, como si le tirara una piedra invisible.

*

El miedo se estaba apoderando de Barbara mientras a su alrededor chillaban neumáticos y la gente discutía en los edificios a oscuras. Quería caminar a paso vivo, decidida, confiada, pero andar requería un control de la musculatura para no perder el impulso. Se puso a trotar. En relación al almacén del que había partido estaba totalmente extraviada, pero mantenía a la vista el Arch y parte del horizonte de St. Louis, y hacia allá siguió avanzando. Sólo al llegar a una manzana donde había hombres cuyo aspecto no le gustó se decidió a cambiar de dirección y correr tangencialmente hacia el sur. Jammuville. Esperó en vano a que pasara un coche de policía o que surgiera una comisaría en la oscuridad.

Si hubiera podido imaginar dónde estaba el almacén habría corrido con más ganas de lo que lo hacía. Había vivido a salvo durante dos meses, una seguridad que agradecía ahora viendo lo que había a su alrededor. No había un sitio como el hogar. John le llevaba comida. Oh, estaba loca, pero no lo podía evitar. Estaba perdida en el lugar de sus pesadillas, de las pesadillas de cualquier ciudadano de Webster Groves, en un laberinto esquelético donde cada chaval tenía una pistola y cada mujer un cuchillo, y la cara de una mujer blanca era un objetivo para la violación en grupo después de que la apalearan si dejaba entrever que tenía miedo. Barbara era buena persona y nunca se había permitido creer una cosa así. ¿Quién haría daño a una mujer indefensa y sin bolso? Pero la amenaza era física y la rodeaba.

Sin soltar el pedazo de papel empapado con la nueva dirección de John, se apresuró hacia la interestatal, una manzana tras otra, pensando: Vuelve, vuelve a casa. Corrió casi hasta el final de la calle, lo bastante cerca para ver el rótulo verde con la flecha que señalaba a ST. LOUIS, llegó a un centenar de pasos de la cerca de cadena que la separaba del arcén desde donde trataría de parar un coche, y entonces divisó a los cuatro negros que haraganeaban allí. Sigue corriendo, pasa de largo. No podía. Estaba cometiendo el gran error pero no podía evitarlo. Estaba dando un rodeo y alejándose de ellos, mostrando que tenía miedo, y oyó un rumor de pies ajenos sobre el asfalto cuando ellos se desviaron.

—Eh, tú…

—Eh…

Un espléndido Continental negro estaba pasando por el cruce. Barbara se lanzó directa hacia los faros. El coche derrapó. Barbara miró hacia atrás. Los cuatro negros estaban allí en fila, mirándola inexpresivos. El coche empezó a alejarse, pero Barbara agarró el retrovisor del lado del conductor. La ventanilla empezó a bajar. En el asiento delantero iban dos blancos con chaquetas de poliéster y camisas sport de colores pastel. El conductor se asomó a la ventanilla y miró a los hombres que estaban detrás de ella.

—¿Quieres subir, nena? —una voz serena, confiada.

—Sí, por favor.

El conductor habló con su compañero, que le echó una ojeada, se encogió de hombros y abrió la puerta de atrás. Mientras subía al coche, Barbara vio una ranchera que se detenía a medio centenar de metros. Era la misma que la había estado siguiendo desde el edificio de John. Los cuatro hombres cruzaron la intersección, enmarcados en la ventanilla de atrás, retrocediendo rápidamente.

—¿Adónde? —preguntó el conductor.

Los altavoces del coche susurraban música de Nashville.

—A cualquier parte —jadeó ella—. Me he perdido. A una comisaría.

—No conozco ninguna. ¿Y si vamos a nuestro piso?

—¿Te han molestado esos negratas? —dijo el compañero.

—Sólo estaba asustada —murmuró ella. El aire olía a aftershave y motor caliente. A sus pies vio bolsas de Burger King y dos maletas de aluminio. Para hacerse sitio, empezó a mover una hacia un lado.

—No toques —dijo el compañero.

El conductor giró el volante mano sobre mano, lánguidamente, y volvió la cabeza.

—Somos buenos chicos, encanto, pero hay que ser justos. Nos debes uno gratis, me parece a mí. Esos negratas no habrían sido muy amables.

Volvió su atención a la calzada. Iban muy deprisa, pero Barbara no dudó en agarrar el tirador de la puerta. El canto de la mano del conductor aporreó el botón del seguro, las yemas de sus dedos en la ventanilla. Su compañero se había arrodillado en el asiento, alisándose el pelo con ambas manos. Agarró a Barbara de la muñeca mientras ella se lanzaba hacia la otra puerta. El hombre empezó a saltar al asiento de atrás pero bajó la cabeza para mirar por la ventanilla. Frunció el entrecejo.

—Parece que tenemos compañía.

El conductor se volvió para mirar. Endureció las facciones.

—Eh, zorra, ¿qué significa esto?

—No lo sé. No lo sé. Déjenme salir.

Una luz roja invadió el vehículo. Barbara volvió la cabeza. La ranchera continuaba siguiéndola. En el techo, encima de la ventanilla del conductor, había aparecido un reflector de destellos.

*

La empleada de Lufthansa en Chicago descansó los dedos sobre el teclado de su ordenador.

Mit Film oder ohne, Herr St. John?

Was für ein Film?

Atención, señoras y señores, el vuelo directo a Frankfurt número 619 abrirá su puerta de embarque dentro de…

Ein Clint Eastwood.

Ohne.

Ja, dann haben Sie mehr Ruhe. Gepäck?

Die Aktentasche nur.

*

RC y el sargento Luzzi habían decidido pasar la última media hora de su ronda aparcados bajo el paso elevado de la I-70 en la cabecera del puente Martin Luther King, mientras escuchaban el relato que el propio cuerpo policial estaba haciendo de la Noche de St. Louis. Incendio en una de las casetas de Chestnut. Grupos de revoltosos tratando de colarse sin invitación en el Baile Electoral. Una escolta para la limusina de Bob Hope. Un destacamento para impedir que los espectadores se subieran a la barcaza de los fuegos artificiales, si es que aparecían espectadores.

La gran exhibición pirotécnica iba a empezar en veinte minutos; RC y Luzzi tendrían una magnífica vista de Laclede’s Landing y de Eads Bridge. Pero RC no acababa de entender cómo era que había tan poca gente camino del muelle. Cada Cuatro de Julio aquella intersección era un hervidero de peatones, todos camino del Arch. Esta noche el poco tráfico que había se limitaba a coches, sobre todo limusinas que transportaban gente al baile. Habían visto a Ronald Struthers pasar por Broadway en un cochecito de golf decorado para una luna de miel, con papel de China y latas y las palabras Recién atados en una placa de cartón, refiriéndose a la ciudad y el condado. RC supuso que la jefa Jammu estaría ya en el baile, haciendo de anfitriona. Luzzi había sido lacónico al predecir que ella no tardaría en abandonar el cuerpo, a lo que RC había replicado que tal vez sí pero que ella nunca olvidaría sus inicios. En lo referente a Jammu, hasta RC y Luzzi podían ser educados el uno con el otro.

Dos coches se dirigían hacia ellos por el Martin Luther King, sobre el Mississippi. Uno llevaba un reflector de destellos, lo cual quería decir probablemente que era de la policía de East St. Louis, ya que la centralita no les había informado de ninguna persecución, y además no había muchas persecuciones que se prolongaran más allá del puente y volver. RC miró a Luzzi, quien ya había conectado sus reflectores y establecido contacto con la centralita.

—… Por el MLK. Tomaremos las medidas oportunas para detener el vehículo.

Situaron el coche de través en la vía de salida y se miraron a la luz del anuncio de Seagram que había junto a las Embassy Suites. «Saque la pistola», dijo Luzzi a RC. Luego agarró el rifle y se apeó del coche, parapetándose tras el guardabarro delantero izquierdo. RC desenfundó su revólver. De golpe y porrazo iba a entrar en acción como no recordaba haber hecho nunca. El vehículo que iba en cabeza por el puente había llegado a su altura y estaba haciendo eses como si dudara de qué dirección tomar. Pero el de detrás había aflojado la marcha hasta detenerse en mitad del puente. Una ranchera. Sin identificación oficial.

El primer coche chirrió y saltó el bordillo de la mediana, justo delante de RC. Luzzi se estaba incorporando. Un cañón centelleó dos veces mientras el coche derrapaba por la mediana.

—Los neumáticos, dispare a los neumáticos —gritó Luzzi, metiéndose en el coche. Le habían herido en el hombro izquierdo. RC desmontó y fue a situarse junto al guardabarro delantero derecho. El coche había dejado de moverse a menos de seis metros de él. Dentro iban tres personas, dos de ellas forcejeando en el asiento posterior. RC disparó dos veces a la rueda de atrás y dos veces dio en el tapacubos. La voz de Luzzi sonó cascada por el altavoz.

—Salgan con las manos en alto.

Los neumáticos mordieron asfalto. RC apuntó de nuevo, levantando el arma y luego bajándola a medida que el coche ganaba velocidad y se alejaba, seis, nueve, quince metros enfilando la Calle Tres. Vio abrirse la puerta de atrás, y una mujer salió disparada justo en el momento en que él apretaba el gatillo. RC vio claramente que la cabeza daba una sacudida al penetrar la bala. Luzzi gritaba cosas incoherentes. RC bajó el revólver y lanzó un aullido.

*

Al dejar atrás el Arch y desviarse de Lucas Street, Jammu oyó en su radio la voz de Luzzi. Dobló la esquina y vio que había aglomeración de coches en la Calle Tres. Un agente negro estaba de rodillas agarrándose la cabeza. Luzzi, apoyado en el coche patrulla 217 y con los brazos cruzados, se apretaba con una mano el hombro herido mientras con la otra sostenía un micrófono al extremo de un cable de espiral. En mitad de la calle, totalmente sola, una mujer yacía iluminada por los haces parejos de unas luces de cruce.

Jammu oyó sus propios pasos. Se vio las rodillas al agacharse junto a la mujer, cuyos ojos estaban abiertos de par en par. Su mano había dejado escapar un pedazo de papel, y del agujero ovalado que tenía donde había estado la nariz, la sangre manaba mejilla abajo para encharcarse, naranja y aceitosa, en la gastada pintura blanca de una línea de carril. A cierta distancia empezaba a congregarse gente. La mayoría de las solapas y de los bolsos ostentaba chapas de periodista. «Santo Dios», dijo una mujer. A su espalda Jammu oyó los sollozos del agente negro, evidentemente el autor del disparo. Acababa de ganarse una serie de ascensos. Jammu se guardó el papelito. Con el dedo índice tocó la sangre caliente que salía a chorro de la nariz de la muerta. «No se acerquen», les dijo a los periodistas. Llegaban más agentes de todas direcciones. Hicieron retroceder a la multitud, y nadie advirtió cuando Jammu, al volverse para hablar con ellos, se metió el dedo ensangrentado en la boca y se lo limpió de un chupetón.