22.

La prensa nacional llegó como un torrente que pasó de un goteo el jueves a una inundación el sábado, en cantidades hasta entonces sólo vistas en meses de octubre en que los Cards habían llegado a la World Series. CBS, NBC, ABC, CNN y NPR habían enviado a sus mejores elementos. Todos los grandes rotativos de la nación encontraron periodistas disponibles para ir a St. Louis aquella semana, así como muchos periódicos de menor tirada. El Eagle-Beacon de Wichita y el Blade de Toledo, la Gazzette de Little Rock y el Vindicator de Youngstown. En cuanto a prensa internacional, el Star de Toronto y L’Express de París tenían corresponsales a mano, y un equipo de la Norddeutscher Rundfunk se detuvo el tiempo suficiente para ser tenidos en cuenta y, entre risas, desembalar una cámara de vídeo en una de las cintas transportadoras del Departamento de Equipajes del aeropuerto Lambert.

Los equipos de televisión fueron recibidos y atendidos por sus socios locales. La gente de los diarios de gran tirada, periodistas que anteriormente habían cubierto informaciones en St. Louis, reclamaron las entrevistas que habían concertado de antemano y se pusieron a escribir artículos previamente preparados.

Los periodistas menos importantes no sabían muy bien qué hacer. Se les había asignado informar sobre los sucesos en St. Louis. Pero ¿qué estaba sucediendo? Lo único que estaba claro era que la jefa de la policía local era una mujer de origen indio y que se llamaba S. Jammu.

Amparándose en estos datos y confiando en una oportunidad de hablar con ella, pequeñas unidades de periodistas empezaron a aparecer en el vestíbulo cúbico de la jefatura de policía, donde el guardia, negándoles austeramente el acceso al ascensor, los remitía al agente del Departamento de Información, siguiendo el pasillo a mano derecha. Tras los primeros veinte reporteros, el tal agente cayó en la cuenta de que las circunstancias del fin de semana eran muy especiales; telefoneó arriba y recibió instrucciones de mandar a los visitantes al despacho del jefe de relaciones públicas del ayuntamiento, en la acerca de enfrente. Allí atacaron montañas de comunicados de prensa y folletos en papel satinado a tres colores, café y donuts gratis, un documental de veinte minutos sobre la reorganización del Departamento de Policía de St. Louis, acceso ilimitado a Rollie Smith —la mano derecha de Jammu— y boletos de lotería para el sorteo del domingo por la mañana que debía determinar qué treinta y seis reporteros, en grupos de doce, tendrían el honor de entrevistar a la gran dama en persona durante veinte minutos el lunes por la mañana.

Como premio de consolación, los demás tendrían pases para la rueda de prensa que Jammu convocaría el lunes a última hora de la tarde.

El jefe de relaciones públicas, indicando que St. Louis se había convertido en una ciudad maravillosamente vital y heterogénea, instó a los forasteros a perderse por St. Louis, familiarizarse con el trazado de la ciudad y saborear los placeres y edificios que más les gustaran. A los interesados se les dijo qué bares y restaurantes frecuentaban los periodistas locales. Entre las periodistas jóvenes corrió la voz de que el redactor jefe del Post-Dispatch, Joe Feig, celebraba una fiesta tex-mex el sábado por la noche en su casa de Webster Groves, nada formal, podían ir como quisieran, cada uno lleva su botella, estrictamente privada, pero se podía asistir sin invitación.

Los verdaderos sabuesos de la noticia podían echar mano de una lista de tres páginas con los eventos programados para los próximos días y hacer preparativos para cubrir la información de lo que considerasen más interesante. La lista incluía la solemne inauguración de una serie de boutiques y bistros en la fascinante zona de Laclede’s Landing; un programa ininterrumpido de rayo láser en el Planetarium, titulado «La ciudad y las estrellas»; un concierto pop en el bello estadio con música de compositores de Missouri; el domingo el viaje inaugural del recién reconstruido Admiral, el extraordinario y enorme crucero de placer por el Mississippi chapado en aluminio; el tercer y último debate sobre el referéndum entre el alcalde Pete Wesley y John Holmes; la apertura el martes a las tres de la tarde de un Centro de Información sobre las elecciones en el Kiel Auditorium, entrada libre para todo aquel que tuviera carnet de prensa; y, por último, La Noche de St. Louis.

La Noche de St. Louis era una gala que se prolongaba desde las seis hasta la medianoche del martes. Todo el centro de la ciudad sería iluminado en celebración de sí mismo. Tres escenarios animarían la velada con actuaciones de artistas como Bob Hope, Dionne Warwick y el grupo Crosby, Stills & Nash. Una orquesta de Dixieland y un grupo de metales recorrerían las calles con su buen humor. Habría sesiones de firma de autógrafos por parte de destacados miembros de los Cardinals, los Blues y los Big Red. Quince de los mejores restaurantes de la ciudad abrirían terrazas así como mesas en las que degustar comida y bebida. A medianoche un castillo de fuegos artificiales a cargo de la familia Grucci pondría punto final a los festejos. La Noche de St. Louis seguiría su curso al margen de los resultados del referéndum. En caso de que lloviera, se montarían tiendas en el Mall.

El Centro de Información facilitaría datos, análisis y tabulaciones de las elecciones especiales a partir de las diez del miércoles por la mañana.

Los enterados no dejaban de ver la idea que se escondía tras este despliegue de actividad. La elección del martes prometía ser un chiste. Las encuestas más conservadoras vaticinaban que la fusión ganaría en la ciudad por un margen de cuatro a uno, y en el condado por tres a uno o más, según a donde fueran a parar los votos de los indecisos. Tal como estaban las cosas, sólo una debacle de las relaciones públicas podía alterar el resultado.

Pero un cerebro ocioso es caldo de cultivo para el diablo. A las pocas horas de llegar, todos y cada uno de los periodistas habían enviado ya a sus redacciones un artículo sobre el equivalente saintlouisiano de los burdeles de Amsterdam o el Muro de Berlín. «La jefa Jammu es una mujer de gran dinamismo» y «La jefa Jammu es una mujer con visión» eran las dos principales revelaciones que los lectores vieron al día siguiente, y a modo de justificación el periodista ofrecía las frases y confesiones favoritas de Jammu de entre las recogidas por el comunicado de prensa número 24. Pero después de esta primicia, los periodistas podían haber enviado sensaciones propias, podían haber hablado con jóvenes irascibles y revisado números atrasados de la prensa local en busca de opiniones adversas. Naturalmente, si el cronista del Bee de Fresno encontraba algo, la noticia tampoco llegaría a muchas personas. Pero si, por ejemplo, Erik Tannenberg de The New York Times empezaba a levantar rocas y descubría algo feo o simplemente peculiar debajo de una de ellas, las consecuencias para Jammu, la campaña pro-fusión y la ciudad en su conjunto podían ser más que dolorosas.

Estaba el pequeño problema de las nueve familias negras que ocupaban ilegalmente dos casas de cuatro habitaciones en Chesterfield. Una agencia de mudanzas al servicio de Urban Hope había desalojado a las familias sin finura o compasión de sus casas en el North Side. Como los americanos descontentadizos y oprimidos han venido haciendo desde hace dos centurias, dichas familias se dirigieron hacia el oeste. La construcción en las casas de Chesterfield había avanzado hasta la manipostería en seco antes de que el constructor entrara en quiebra. La propiedad había pasado, por defecto, a manos de un banco cuyo director era Chuck Meisner. Por fortuna, las casas estaban ubicadas en un rincón remoto de West County accesible únicamente por Fern Hill Drive, la calle nueva. Como todavía no vivía nadie en Fern Hill Drive, y puesto que Meisner había financiado la apresurada instalación de una cerca de dos metros y medio alrededor de toda la zona en construcción, la presencia de aquellas familias no había llegado a oídos del público. Habían clausurado las ventanas e instalado barricadas en las puertas. Por lo visto tenían agua para aguantar varias semanas. Tenían también víveres suficientes, sacos de harina y arroz que la Allied Food Corporation había estado vendiendo sigilosamente en East St. Louis a precios de saldo debido a los inaceptables niveles de dibromuro de etileno. Armados con escopetas, carabinas y un pequeño cañón, los ocupas estaban siendo objeto de un discreto asedio por parte de la policía estatal de Missouri y de la policía municipal de St. Louis, cuya intervención tomaba visos de legalidad gracias a que la orden venía directamente del gobernador de Missouri. Las negociaciones habían resultado infructuosas. Se ofreció a las familias viviendas de primera clase en un proyecto público, inmunidad ante un posible procesamiento, y una sustanciosa compensación en metálico por daños y perjuicios. Aunque parezca mentira, las familias no aceptaron. Su líder era un tal Benjamin Brown, perenne candidato a concejal por el Distrito 21 del Partido Obrero Socialista. Brown declinó reanudar las negociaciones mientras no se le diera la oportunidad de hablar a los medios de comunicación. Las fuerzas de asedio solicitaron tiempo para meditarlo. No parecía probable llegar a ninguna decisión antes del miércoles. Meisner se pasó el fin de semana buscando nuevas vías para las donaciones inadecuadamente grandes que sus bancos deseaban hacer a la campaña a fin de financiar el último bombardeo televisivo en favor de la fusión.

Estaba también el problemilla de East St. Louis (Illinois). La delincuencia a ese lado del río se había ido desmandando. Todo el mundo sabía que bajo el mandato de Jammu la ciudad de St. Louis se había vuelto cada vez menos hospitalaria con los corredores de apuestas, los alcahuetes, los camellos y sus víctimas, y que algunos de estos individuos se habían trasladado al este. El Globe-Democrat había publicado un editorial lamentando el deterioro de la ley y el orden en East St. Louis (aunque la ley y el orden no habían sido nunca el fuerte de ese municipio) y manifestado su esperanza de que dichas personas tuvieran finalmente el valor de afrontar sus muy reales problemas. Pero ningún periodista del Globe había visto la situación de primera mano. Ni ningún otro periodista. En East St. Louis había tiroteos frecuentes, y éste era un riesgo que los miembros de la comunidad periodística de Missouri no tenían ninguna prisa por correr. Illinois era un estado totalmente distinto, a fin de cuentas. Preferían cubrir la información sobre el resultado de las elecciones en el lado occidental del río antes de iniciar cualquier investigación.

Había otros problemas. Aprovechando un soplo de un profesor de leyes de la Universidad Washington, un periodista de la KSLX-TV había sacado a la luz un ligero contratiempo constitucional en el impuesto sobre bienes raíces aprobado por los votantes de la ciudad en noviembre. Al parecer, en caso de impugnación, la ley podía ser revocada por un tribunal antagónico (por ejemplo, el Supremo del estado de Missouri). Pero ningún reportero de la KSLX parecía dispuesto a convertir esa información en un artículo. Y cuando el citado periodista la redactó después, directivos de la emisora cercanos al director general James Hutchinson demoraron su transmisión más de una semana, marcándola para ser transmitida el martes, después de que cerraran las urnas.

Corría también el rumor de que una agencia de detectives privados estaba reuniendo un enorme dossier sobre la jefa Jammu y sus aliados, con pruebas que daban a entender que la ascensión de Jammu al poder se debía menos a su popularidad, y más a los chanchullos, de lo que generalmente se suponía.

Los profesionales del cinismo sostenían en los bares que el incorruptible Martin Probst había mudado de bando a cambio de favores sexuales por parte de cierta persona en cuyo coche patrulla había sido visto.

Y después estaban los Osage Warriors, aquellos terroristas locales que habían sido portada repetidas veces durante el otoño y el invierno. Los atentados habían cesado por completo, y las pesquisas de la policía y del FBI no habían dado pistas importantes. Si su súbita aparición había sido sorprendente, su desaparición lo era todavía más. ¿Qué sentido tenía todo aquello? Los conservadores estaban empezando a preguntarse por qué un grupo revolucionario armado habría ajustado su plan de batalla con tal precisión a las necesidades políticas de Jammu y de las fuerzas partidarias de la fusión.

Pero el cuarto poder no oyó nada de todo esto. Era sábado, 31 de marzo, y no había otros sonidos en la ciudad que las ovaciones y los órganos de vapor de los actos especiales y el clamor de las fêtes a las que habían sido invitados los representantes de los medios de comunicación.

El sábado a media tarde se produjo un secuestro en un Pizza Hut de Dallas. Muchos de los periodistas se fueron a Tejas. Pero muchos se quedaron en St. Louis. No había otra cosa que hacer aparte de ver los monumentos y elogiarlos. En las calles, en el seductor crepúsculo primaveral, se oían frases susurradas provocativamente. El nuevo espíritu de St Louis… Adiós al blues… Se acabó la superrivalidad… Una gran jefa india… Ejemplo clásico de planificación urbana inteligente… Las virtudes cardinales… Deliciosa mezcla de lo viejo y lo nuevo… Primera ciudad realmente moderna del Medio Oeste… Y luego, por la noche, desde cientos de habitaciones de hotel, empezó el desapasionado teclear de las máquinas de escribir. Una ciudad nueva, una nueva imagen nacional, estaba siendo concebida en la noche.

¿Por qué nosotros?

Los que antaño podían haber formulado la pregunta, entre los escombros de la antigua gran ciudad, veían ahora la perspectiva de un sino más satisfactorio, la liquidación de la escisión política que durante más de un siglo había detenido el avance de St. Louis hacia la grandeza. St. Louis había saltado por fin a la palestra. Se había curado de sus males. Contra todo pronóstico, y contrariamente a las expectativas, estaba sacando partido de sí misma.

Los profetas locales estaban en el vigésimo séptimo cielo.

Pero ¿la ciudad?, ¿su autocompasiva, jactanciosa esencia? Esa parte del lugar que no olvidaría y que había preguntado: ¿Por qué nosotros?

Estaba muerta. La prosperidad, Jammu, y la atención nacional la habían matado. St. Louis era otra historia de éxito, nada más, feliz de esa manera unidimensional en que lo son las ciudades que prosperan. Si había tenido alguna vez algo interesante que contar al país, alguna admonición, alguna inspiración, ya no lo iba a decir.

Oh, St. Louis. ¿Creíste alguna vez que Memphis no tenía historia? ¿Que los ciudadanos de Omaha no se consideraban nada excepcionales? ¿Tan vana fuiste para confiar en que Nueva York concedería alguna vez que, pese a todo su esplendor, jamás podría igualar tu trágica gloria?

¿Cómo pudiste pensar que al mundo le importaría lo que fuera de ti?

*

Herb Pokorny había despedido a sus ayudantes antes de marcharse con su familia al lago St. Louis para relajarse una semana. No se quedó. Sam Norris había ido a Lambert con un maletín encadenado a su muñeca y había tomado un avión a Washington. Tampoco él se quedó. El sábado a mediodía se encontraban ambos en St. Louis con todos los informes e instrumentos pertinentes almacenados en la trasera de la destartalada ranchera de Herb, cuyos color y placas de matrícula habían sido cambiados el viernes por la noche.

Herb había roído el último hueso, el misterio de dónde se ocultaban todos los indios, sus armas, sus receptores y sus documentos. El hallazgo se había producido muy tarde, por un proceso de eliminación. Después de malgastar más de cuatrocientas horas-hombre en vigilar los domicilios de todos los extranjeros probables y seguir a los más probables para ver adónde se dirigían, Herb se había dado cuenta de que, una vez más, la clave era Asha Hammaker. Los indios sólo podía ocultarse en propiedades de los Hammaker.

Sam y Herb disponían ahora de un catálogo completo de dichas propiedades. La lista era larga, pero no demasiado. En tres días, cuatro a lo sumo, podrían explorar y registrar cada una de ellas.

Sam ya no pensaba en dormir. Cada hora contaba, habida cuenta de que Jammu estaba empezando a achicar agua. Hasta la fecha había enviado a casa a cinco de sus agentes e intentado mandar a un sexto, la chica, Devi Madan.

Herb tenía fotos de los dos hombres que la acompañaban en el aeropuerto, y habría sacado una de la chica si Madan, como explicó a Sam, no le hubiera apuntado con una pistola.

Así pues, Sam ya sabía que Jammu los estaba enviando a casa. Pero conocía también la psicología de su adversaria. Ella no estaba lo bastante segura para deshacerse de todos sus efectivos. Quizá lo estaría el miércoles. Pero el miércoles el juego habría terminado. Sam y Herb habrían completado el circuito a las propiedades Hammaker.

El sábado por la tarde tantearon la primera de la lista, un terreno de once acres paralelo al río Meramec, en el condado de Jefferson. Tras un registro minucioso de la zona arbolada, encontraron vestigios de una vieja carretera. A cincuenta metros del río, junto a dicha pista, hallaron tres cajas de cordita y otra de fulminantes debajo de una lona gruesa. Los explosivos encajaban con la descripción de los utilizados en el estadio. Era una pista endeble, pero pista al fin. Herb se figuró que podía haber más pruebas en la propiedad, pero eso tendría que esperar.

La siguiente parada fue en el condado de St. Charles. Cuatro acres y medio. Urbanizados. A la postre resultó ser una casa de campo encaramada a una loma, cerca de una carretera de grava. Se les hizo de noche. Tras una eternidad apareció a lo lejos un tractor, conducido por un viejo. Se pusieron en camino. Sam tenía un pesado corazón externo, el arma en su pistolera, pegada a las costillas.

Observaron huellas frescas de neumáticos en el camino de entrada, pero el garaje estaba vacío. Penetraron en la casa y percibieron olor a cebolla y comino. No había otro mobiliario que colchones y mantas. La nevera funcionaba. Dentro había hortalizas. Herb abrió el cajón de la fruta y boqueó de manera nada típica en él. Había una pistola automática con el perejil.

Un coche se aproximaba por el camino particular iluminando de azul intermitente las ventanas de la cocina. Demasiado tarde, Sam y Herb repararon en el ojo rojo que parpadeaba en el termostato del salón y comprendieron que había una alarma antirrobo.

Tardaron dos horas en convencer a la policía de St. Charles para que los dejaran salir de comisaría, con una citación para el jueves siguiente. Un coche patrulla los escoltó hasta el límite del condado. Pero sólo fue un pequeño retraso. Cuando el coche patrulla dio media vuelta, regresaron dando un rodeo a la casa en la colina, vieron que no estaba vigilada, rompieron los hilos de la electricidad y entraron.

*

Probst no había dormido bien. Molesto por el cambio de tiempo, ahora más húmedo, había caído presa de un sueño que parecía vigilia, interminables variaciones sobre el tema de los sondeos de opinión en que a cada parte de su cuerpo le correspondía un porcentaje, sin significado alguno, sus rígidas piernas un ochenta por ciento, su espalda un contracturado cuarenta y nueve por ciento, sus hinchados ojos aportando un veintidós por ciento cada uno, y así durante el transcurso de la noche.

A la salida del sol las campanas de Mary Queen of Peace habían pregonado la Pascua y habían seguido tañendo, toda la mañana, para repetir el anuncio. Los árboles echaban retoños entre una niebla verde. Era también el día de los Inocentes[9]. Lo blasfemo de tal coincidencia había lanzado chistes a la cabeza de Probst como pelotillas de papel mascado. ¿Que la tumba está vacía? Bah. Una inocentada.

No iba a la iglesia, por supuesto, pero desde hacía tiempo concedía a la Resurrección cierto margen de credibilidad, digamos un treinta y siete por ciento en un muestreo aleatorio de los componentes de su cerebro. La fe era una multa, y él la rompía en dos. Un evento como la creación del Paraíso obtenía un cero, mientras que la travesía del Mar Rojo daba un sólido sesenta por ciento. El mar se había abierto para Moisés pero se había tragado los carros. La idea de un pueblo elegido por Dios tenía visos de verdad, como todo el Viejo Testamento, mientras que el Nuevo rechinaba como los jovencitos cargados de folletos que importunaban a la gente en el centro de la ciudad. Probst no creía en Dios. Por fortuna, se había visto rodeado de un confortable silencio a ese respecto durante toda su vida adulta. Los hombres podían hablar de política en Probst & Company, pero jamás de religión. En casa, Barbara era la guardiana del silencio. «¿Dios? —solía decir, y añadía—: No me vengas con tonterías».

Oyó la cadena del váter y la puerta del cuarto de baño se abrió. Jammu apareció en el umbral de la cocina, deteniéndose antes de entrar. Había estado media hora parándose en los umbrales, pegándose a las paredes, como un pequeño animal que teme los espacios abiertos por miedo a los predadores. Hoy estaba tímida, y bastante guapa, con sus tejanos nuevos, un cárdigan de cachemir color lavanda con botones de nácar y debajo sólo un sostén, cuyos tirantes levantaban pequeñas fronteras que separaban los prados de su espalda de las cuestas de sus hombros y costados. Jammu toqueteó los avisos pegados a la puerta del frigorífico, ni ociosa ni fisgona. A Probst, que estaba lavándose las manos en el fregadero, no le preocupó lo que pudiera ver. Había retirado las pruebas más visibles de la presencia de Barbara de toda la planta baja. Y de la alcoba.

—¿Necesitas ayuda? —dijo Jammu.

Probst metió la fuente de chuletas de cordero bajo la parrilla y miró el reloj, 2:38. Una hora intempestiva para cenar, pero Jammu tenía cosas que atender por la tarde.

—No —dijo—. Gracias. Puedes sentarte.

El tránsito de ella hacia el cuarto del desayuno consiguió cambiarlo todo, arrojando una luz cuya longitud de onda sólo Probst estaba pertrechado para ver, revelando vectores de fuerza en los muebles y una saturación de azul en el cordoncillo de las cortinas. Se reunió con ella junto a la ventana. En el camino de entrada, perdiendo su pátina debido a la bruma, estaba el coche de policía camuflado en que ella había ido a verle. Mohnwirbel estaba de vacaciones en Illinois, y Probst sospechaba que se veía con alguna mujer.

—Compramos esta casa por el jardín —dijo—. Dentro de un par de semanas podrás ver por qué.

Jammu observó fríamente el macizo de flores donde Norris y Herb habían aparecido un mes antes. Se notaba por una brecha en los narcisos. Contemplando el jardín estático, Probst recordó las dos o tres tardes de domingo al año en que Ginny y sus padres se ausentaban y él, entonces un adolescente, había disfrutado de la casita para él solo. Cielo y mundo la envolvían. Miraba desde todas las ventanas con una expectación mayor que el aburrimiento, más misteriosa, en busca de un objeto. ¿Era esto lo que Barbara había sentido de casada cuando se quedaba sola? ¿Fue ahí donde intervino John Nissing?

El brazo de ella le rozó. Su pelo despedía un olor limpio a champú de coco. Jammu levantó los ojos en el momento en que él se inclinaba, sin esfuerzo, y pasaba los brazos por debajo de los de ella. Jammu se echó el pelo hacia atrás y miró a lo lejos en el último segundo antes de que él aplicara los labios a su boca y se diera cuenta de que por fin la estaba besando.

Ella movió la cabeza arriba y abajo, ofreciéndole la nariz, la frente y los ojos, y sus dedos rastrillaron el pelo de él, atrayéndolo para que la besara con más fuerza. El jersey estaba tibio y se movía sobre su piel, abultado a la altura de los tirantes del sostén. Sus pechos, bajo el cachemir, se achataron ligeramente contra el tórax de él mientras su boca, una ajetreada metáfora del hambre, se abría y se cerraba. Él levantó una mano y la llenó de sus cabellos, de su cabello personal. Le apartó la cabeza para verle bien la cara. Ella tragó saliva y soltó el aliento, en busca de aire, y algo hizo ruido. Era el cordero. Probst se separó.

Jammu rió sin voz, doblándose un poco.

—Estoy hambrienta —rió de nuevo. Una sonrisa aspirada—. Ah, te he traído una cosa.

Probst volvió al horno.

—¿Qué es?

—Una sorpresa. Ya lo verás.

Probst dio vuelta a las chuletas y abrió la nevera para sacar la ensalada. Trató de pasarle el cuenco de teca a Jammu, pero ésta lo esquivó, apretando a Probst contra la nevera, que olía a encurtidos. La luz del aparato inundó los ojos de él. Jammu le introdujo la lengua entre los labios transmitiéndole la dulce insipidez de su boca. ¿Acaso quería hacerlo allí, en el suelo, mientras el ketchup y la mayonesa los miraban? Él estaba dispuesto. Pero ella se apartó mirando de reojo al horno.

—Se va a declarar un incendio.

La comida estaba buena, pero no tan buena como la sensación de poder que ahora embargaba a Probst: Jammu no escaparía de la casa sin acostarse con él. Ella también lo sabía. Los tenedores sonaban con casta lobreguez. Separados por una esquina de la mesa, sus cuerpos no podían sentir lo que sus mentes daban ya por hecho, adónde los llevaría su amor tan pronto volvieran a tocarse.

Ella le explicó de qué manera había aplicado sus conocimientos de economía a los suburbios de Maplewood, Affton, Richmond Heights y University City, Ferguson, Bellefontaine Neighbors, Jennings y otros para obligarlos a aceptar una anexión completa por parte de St. Louis, una vez que la fusión hubiera allanado el camino.

—Porque el referéndum, per se, no sirve para paliar la falta de terrenos de la ciudad —dijo—. La escasez es ya crítica.

—Así que piensas convertir Webster Groves en una parte semiautónoma de St. Louis… —Probst le llenó la copa de vino—. La Gran Familia de St. Louis —torció el gesto—. Ya me imagino a Pete Wesley pronunciando un eslogan como ése.

—Te cae mal, ¿verdad?

—Peor, no le soporto.

Jammu asintió ambiguamente.

—¿Qué tal os lleváis vosotros dos? —preguntó él.

—¿Quieres decir qué clase de mujer soy? —dijo Jammu, volviendo la cabeza hacia las ventanas.

—No exactamente…

—Wesley no me considera atractiva.

—Peor para él.

—Pero, de lo contrario, y si me hubiera hecho falta, me habría acostado con él.

Probst se quedó de una pieza.

Ella pareció observarle con satisfacción.

—Ya te dije que no era pura.

Probst habló con voz gredosa:

—Entonces, ¿con quién lo has hecho?

—Con nadie. Pero por pura casualidad.

Probst dejó el tenedor sobre la mesa y contempló los charcos apimentados de su plato.

—No dramatices, Martin. Yo no estoy casada, tú sí.

—Quieres que meta a mi mujer en esto.

—Por supuesto.

—Quieres que me divorcie de ella.

—¿Tú lo deseas?

—Sí.

Jammu se balanceó sobre dos patas de la silla.

—Sí, ya sé. Esto es horrible, viniendo de mí.

—No, es lógico.

—Bien. ¿Dónde está Barbara?

—En Nueva York —recitó él—. Con alguien que tú conoces. ¿Te acuerdas de John Nissing?

Ella frunció el entrecejo.

—¿Quién?

—John Nissing, el cosmopolita. Periodista, para más señas.

—Ah, sí —Jammu bizqueó como si hubiera visto algo desagradable—. Pero eso no lo mencionaste.

—¿Te extraña? Tú y yo acabamos de… ¿Qué ocurre?

El gesto de Jammu era cada vez más intrigado. Fuera, un coche pasó de largo por la calle mojada.

—Nissing es homosexual —dijo.

Probst no pudo evitar la risa.

—Lo dudo mucho.

—Tú no has salido a cenar con él y con su amigo gay.

—¿Qué?

—¿Te comunicas con ella? ¿Te llama Barbara? ¿La has visto con él?

—Sí —dijo Probst—. Hablamos. Parece feliz. Feliz y muy ocupada.

Jammu encogió los hombros.

—Nunca se sabe. Pero, por lo que yo he podido ver de ese hombre, me sorprendería mucho que se entendieran —meneó la cabeza, perpleja—. Qué curioso. No suelo equivocarme tanto con las personas.

—Quizá hablamos de dos Nissing distintos.

—Puede. O de dos facetas distintas del mismo.

Probst no creía que Barbara corriera ningún peligro, pero le escatimó esa posibilidad. No quería que ningún desastre viniera a complicarle la vida, y tampoco quería una Barbara patética y llena de remordimientos volviendo a casa para hacerle sentir culpable por echarla, cosa que él pensaba hacer pasara lo que pasase. Ya no estaba para sentimientos de culpa. La había perdonado. La había apartado de su vida.

Jammu estaba meneando tristemente su copa por el pie. Probst deseó que hubiera algún modo de asegurarle que no renegaría de su compromiso con ella. Pero no lo había; no podía demostrarlo hasta que llegara el momento. Le levantó la barbilla con el pulgar, algo que había visto hacer en las películas.

—A veces puedes ser muy dura —dijo.

—Soy dura —sonrió hacia una pared, alarmantemente—. Estoy fuera de mi elemento. Yo nunca… Bah.

—Nunca ¿qué?

—Me siento muy bien, Martin. De maravilla.

El tono no habría sido muy distinto si hubiera dicho Estoy fatal, Martin, fatal de verdad. Pero él sí se sintió mal. Rendirse al amor, a sus años, tensaba ciertos músculos del estómago y el cuello, músculos que conectaban la voluntad con el esqueleto, porque existía otra rendición, más definitiva, a la que ya habían escogido resistirse.

Despejó la mesa. Fue a la cocina, puso en marcha la cafetera y sacó el huevo de chocolate de un armario. Lo llevó a la mesa.

—Feliz Pascua —dijo.

—Igualmente —ella le pasó un sobre grande de color marrón. Sopesó el huevo de chocolate.

—Auténtico chocolate con leche de imitación —dijo Probst, cogiendo el sobre. No estaba cerrado—. ¿Es ésta la sorpresa?

—Sí.

Echó un vistazo y vio firmas, centenares de ellas, y su nombre en letras mayúsculas.

—Son tuyas si las quieres —dijo ella—. El plazo termina el viernes a mediodía. Yo creo que deberías presentarte.

Se vio invadido de un arrebato de pasión, pura, feliz y transparente pasión, mientras sacaba las peticiones del sobre y leía los cientos de nombres en cientos de letras diferentes, y uno en particular, el suyo propio, en lo alto de cada página. PARA EL CARGO DE SUPERVISOR. CONDADO DE ST. LOUIS. La mujer del cárdigan lavanda estaba pelando el huevo. Él la paladeó a pequeños sorbos. Se presentaría. Y si ella le ayudaba, ganaría seguro. Se casarían. Y a ver qué decía entonces el estúpido de Brett Stone.

Pero terminada la segunda taza Jammu se levantó y, saliendo ya del comedor, dijo que tenía que marcharse.

Eran las cuatro. La lluvia golpeaba débilmente las ventanas.

—No puedo, Martin —estaba diciendo—. No debería, además. Ya sabes que tengo una agenda muy apretada.

Estaba sacando su trinchera del armario. Se la estaba poniendo. Estaba en el salón, hablando en voz alta por algún motivo. Probst no se había levantado de la mesa. Todos y cada uno de sus cincuenta años de vida intachable colgaban ahora de sus extremidades, sus hombros y sus manos. Así se sentía uno en el pesado planeta Júpiter. ¿Dónde estaba la mujer que le dejaría librarse de aquel peso?

Jammu estaba inclinándose para darle un beso de despedida.

*

A las seis, desde una cabina que la lluvia aporreaba sin tregua, Jammu hizo una llamada.

—Soy yo —dijo.

—Sí.

—¿Lo has oído?

—No. Te dije que no merecía la pena escuchar. Ese micro tiene un radio de dos metros.

—Bueno: olvídate de correlativos subjetivos.

—Pobrecilla.

—Sólo llamaba porque he pensado que querrías saberlo. Por motivos científicos. Ha cambiado de opinión sobre la fusión pero no sobre Barbara. Se presentará al cargo, pero no piensa tocarme.

—Será que no te has esforzado mucho.

—No creas. Bueno, ya lo sabes. Ahora sólo queda ponerla en libertad.

—Sí. El martes al anochecer. Me la llevo en coche a Nueva York. El mundo debería saber de ella a partir del jueves por la mañana.

—Pobrecito.

Jammu colgó. El semen de Martin le estaba resbalando hacia las bragas. Manchester Road era un río navegable, las luces rojas de cuyas barcazas se empañaban en el cristal de la cabina. El plan estaba trazado. Había decidido hacerlo ella misma. Le estaba dando a Singh el mejor de los motivos para huir de un país. Y tal vez era el pecado científico de falsear los datos sobre el matrimonio Probst, o tal vez su repentina traición a aquel su eterno compañero de crimen; pero viéndola allí de pie en la cabina, retorciéndose el pelo y temblando, cualquiera habría dicho que Jammu no había matado nunca a nadie.