Había sido un día caluroso, el apogeo de una larga mejoría. Jammu cambió el peso de nalga en su molida butaca giratoria, tratando de no apoyarse del todo en los callos que ocho meses de trabajo de mesa habían producido en su trasero. Tenía un dolor de espalda que no conseguía aliviar ni poniéndose de pie ni tumbándose ni, se figuraba ella, con la tracción. Por las noches estaba demasiado cansada para dormir o para que le sirviera de nada tomar pastillas, ya fueran estimulantes, narcóticos o sedantes. Sentía girar y deslizarse las sustancias químicas, como si fueran tornillos y ella una tuerca con las roscas pasadas.
Pero podía hacer cosas. Funcionaba, en aquel momento, gracias a las seis horas de sueño que le había robado al miércoles por la noche. Había comido pollo frito con Martin en su apartamento. No bien tuvo el estómago lleno, se le cerraron los ojos. Le dijo a Martin que necesitaba tumbarse un rato. Despertó tres horas más tarde, poco después de la medianoche, y lo encontró girando el botón del televisor. Ella no estaba enferma, pero notó como si hubiera sudado de fiebre mientras él estaba allí a su lado. Sin fuerzas para sentirse avergonzada, lo mandó a casa y durmió otras tres horas, el tiempo que duró el leve aroma protector de su visita. A las cuatro se vistió apresuradamente. Había mucho que hacer.
Quería dormir otra vez con él, sólo dormir.
El aire suave que ingresaba lentamente por las ventanas traía consigo parte del calor que las calles habían atrapado durante el día. Para ser viernes, había poco tráfico; pasaban algunos coches sueltos, no en grupo. El último número de Time descansaba en el suelo, a su derecha. Titular de portada: EL NUEVO ESPÍRITU DE ST. LOUIS. Debajo del titular una fotografía de ella. Tenía los labios apretados y las cejas levantadas; Time daba expresiones extravagantes a figuras que consideraba extravagantes.
Con la misma facilidad que Jammu para disociarse de sus orígenes asiáticos, una riada de inmigrantes procedentes de los núcleos urbanos de Bombay, Nueva Delhi y Madrás ha inundado las riberas del Mississippi como si le siguieran los pasos. La proliferación de restaurantes típicos, saris, túnicas azafrán y, especialmente, el desfile de exóticos vistos en compañía de la jefa de policía ha provocado ataques de paranoia en muchos saintlouisianos, incluido Samuel Norris, el fiero soberano de General Synthetics. «Nada hay más peligroso que un líder político que finge no serlo», afirma Norris. «A Jammu le mueve un socialismo muy enraizado y foráneo, y no veo razón para justificar mi preocupación por que sea un forastero quien corta el bacalao en esta ciudad.»
Jammu, por su parte, no ve motivo para justificar…
Se imaginó a Brett Stone entrevistando a Norris durante horas, sondeándolo hasta que por fin el otro dijo algo lo bastante maduro como para ser publicado. Recordaba haber sentido por los periodistas una animadversión muy enraizada y foránea. Recordaba haber sido una socialista comprometida a quien apasionaban numerosas cuestiones intelectuales, como aún le ocurría a Singh. Se daba cuenta de que ahora, de adulta, llevaba todavía las cicatrices de una cólera anterior, recordaba una época en que este artículo de Time le habría encantado, puesto furiosa, suscitado en ella un sinfín de percepciones críticas. Ahora no. Se había limitado a leerlo dos veces. Sólo quería terminar su operación. Una operación no ideológica, no científica, inconclusa, absolutamente personal.
*
—Habríamos podido ser una familia normal, supongo, si hubiéramos sido más. Ninguno de los hermanos de mi padre pasó de la adolescencia, y mi madre sólo tenía una hermana, mi tía soltera, que era ciega. El ejército trasladó a mi padre de acá para allá hasta que se retiró y nos establecimos en Cachemira. Para entonces ya no quedaba familia numerosa, ni más sijs de los que hubo jamás en Cachemira. Tenía un hermano pequeño que murió cuando yo tenía cuatro años. Mi hermano mayor no pensaba en otra cosa que en ser oficial, la quinta generación de la familia, y la última también. Era un patriotero. Fue enviado a una academia militar de Delhi mientras yo iba al colegio en la ciudad, de modo que se puede decir que fui hijo único. Cuando cumplí catorce pesaba veinte kilos. Mi dieta era muy rica en manteca, pero eso no me ayudó. Mi madre estaba preocupada. Entré en la universidad en 1960, y en el plazo de tres años hubo un estado de excepción en Cachemira y una deprimente guerra con China. Mi padre no salía de casa. Llevaba una chaqueta de seda con mangas que tenía que subirse media docena de veces. Cuando no estaban remangadas parecía una camisa de fuerza esperando que alguien se la atara por detrás. Mi hermano llegó a cadete. Apenas recuerdo si había veranos. Las calles era frías, el invierno siempre parecía inminente, las tropas se helaban en sus catres, allá en Ladakh. Y yo iba a casa a ver a mis padres y me presentaba con ropa perfectamente normal, y mi madre me regañaba.
»Balwan, me decía, fuera hace frío. ¿Desde cuando carraspeas así? El segundo hijo de Ibraim Masood tiene tuberculosis, y tú con esa cosa de franela. El chico se consumió con mujeres de mala vida y ahora, en vez de heredar el negocio de alfombras, tendrá suerte si llega a cumplir los veinticinco. Lleva en cama desde que perdió el uso de sus piernas, trataron de moverle y se dobló en dos, hacia atrás, Balwan, como un plátano roto. Se le abrió el intestino delgado, tuvieron que extirpárselo, y ahora está metido en una bolsa de plástico. ¡Y se consideran afortunados por tener esa bolsa! Le oí hablar el martes, doce grados de escarcha y él con la ventana abierta gritando a los chicos de la calle: ¡No cometáis el mismo error que yo! ¡No os consumáis con mujeres de mala vida!
»A lo que yo le decía, ¿estás segura de que se trata de TB, motherji? Y ella me respondía:
»El bulto que tu padre tiene en el abdomen está creciendo, lo palpo cada noche cuando está roncando, y sé lo que digo. El peor error que he cometido en la vida fue enviarlo a ese médico anglo que se llama Smythe. Escribió un informe médico de diez páginas sobre la salud de tu padre, y no eran más que palabras. Pero ahora tu padre tiene algo que echarme en cara, me pone ese maldito informe delante de las narices y dice que Smythe le hizo una declaración de buena salud. Y mientras, eso que tiene en el estómago es cada vez más grande. Yo se lo noto. No soy ninguna tonta, diga lo que diga tu padre, y estoy segura de que habla pestes de mí. Está muy enfermo. Y, para colmo, el bulto de tu hermano.
»Yo sonreía y decía, ¿el bulto?
»Sí, en su boca. Siempre ha tenido úlceras cancerosas, sabes, pero esto es otro cantar. La última vez que le vi no quiso abrir la boca porque no quiere hacer frente a la verdad. ¡Qué oficial tan valiente! No quiere abrir la boca para que se la vea su madre. Lo que me fastidia es ese instinto suicida, Balwan. Se niegan a tomarse los problemas en serio, y mira lo que le ha pasado al hijo de Ibraim Masood.
»Pero yo no me consumía con mujeres de mala vida. Mi salud siempre ha sido excelente. Como la de mi madre. Ahora está vieja, amargada por temores justificados, viviendo de una importante pensión del ejército. Su salud sigue siendo buena. La de mi hermano también lo fue, hasta que un francotirador le disparó en Dacca en 1971. Creo que tenía una forma benigna de herpes. El tumor de mi padre era benigno. Y sin embargo le mató, en 1964, por culpa de una hemorragia. La magia de la sugestión, ¿eh? Que podría ser el caso de tu Webster Groves, de tu propia familia. Cuando no existen problemas, hay que inventarlos. Me agrada pensar que mi madre acompañó a mi padre hasta que éste falleció. Sé que ella no le quería.
*
Alargó la mano, precognitivamente, agarró el teléfono y lo levantó tan deprisa que solamente oyó un grano de su sonido granular. «Aquí Jammu», dijo. La aguja del detector de intercepciones que había instalado el lunes se mantuvo en cero.
—¿Puedo hablar?
—Sí, Kamala.
—Bien, no hay rastro de ella. Pero me pregunto si estará en la casa de St. Charles.
—Gopal suele ir allí regularmente.
—Entonces no se me ocurre otra cosa.
—No te preocupes. La encontraremos. Tú toma el avión.
—Detesto irme cuando…
—Toma el avión.
—Bien, de acuerdo.
—Y ve a ver a mi madre, lo primero de todo.
—Sí.
—Adiós, Kamala.
—Adiós, Jammuji.
Y así, el libro sobre Chester Murphy, el presidente de Allied Foods, abierto en septiembre, se cerraba al fin. Una visita de un representante comercial del Punjab. Una radiografía en Barnes. Un memorándum falsificado del hospital y dos venenos de hierbas. Y, por último, una deserción de Municipal Growth y una compra en última instancia de propiedades junto al río en South Side. Un trabajo limpio, al que Jammu apenas había tenido que prestar atención.
Devi, por el contrario, lo había estropeado todo. Había llamado a Jammu el miércoles, hablando indirectamente de chantaje, y había colgado antes de que a Jammu se le ocurriera hacer localizar la llamada. No había vuelto a telefonear. Jammu no tenía efectivos suficientes para registrar todos los hoteles y fonduchas del área metropolitana de St. Louis. Sólo podía pedir a todos sus agentes que tuvieran los ojos bien abiertos, confiando en que Devi apareciera en alguno de los puntos de reunión. Gopal comprobaba regularmente los pisos francos y el almacén de comunicaciones, y Suresh estaba investigando los hoteles más prometedores. Pero su primera responsabilidad consistía en impedir que los capturaran. Eso entorpecía su trabajo.
Era Singh el que tenía que haber estado persiguiendo a Devi. Pero aunque Martin se había convertido en aliado de Jammu, Singh dedicaba todo su tiempo a Barbara. Había trazado una línea divisoria entre Jammu y la operación, declarando su lealtad a esta última. Decía que Barbara era una amenaza mayor que Devi. Decía que había que extremar los cuidados antes de liberar a Barbara. (Jammu se preguntaba qué coño se traía entre manos con Barbara.) Singh apenas salía del apartamento. Decía que la operación debía culminarse limpiamente, decía que la ascensión de Jammu al poder no debía tener fisura alguna. Decía que podían aprender más del reencuentro de Martin con Barbara que de ninguna otra de las cosas que habían hecho en St. Louis. Y todo esto lo decía sin dificultad: él no se jugaba el cuello.
Jammu no quería un reencuentro entre Martin y Barbara. Quería que ella desapareciera del mapa y no volviera nunca más.
Esto era también lo que quería Martin.
Pero él podía cambiar de parecer. Ya había cambiado una vez.
Jammu había pasado la semana a punto de agarrar el teléfono y darle la orden a Singh. Era verdad, por supuesto, que América podía cambiar tus puntos de vista. En un país escasamente poblado, la individualidad de la víctima destacaba por encima de todo, lo mismo que lo extremo de la sentencia, pues aquí la muerte parecía algo casi anómalo. Pero Jammu ya no tenía escrúpulos. Los viejos asesinatos no le habían impedido jugar el papel de líder ilustrada de St. Louis, y uno nuevo no le impediría jugar el de mujer apetecible, que así la consideraba Martin. Sólo temía que, si daba la orden, Singh decidiera no obedecerla.
No se veía a sí misma haciendo el trabajo con sus propias manos. Su sitio estaba en su mesa de despacho, en ser el centro de la operación. Singh, y sólo Singh, tenía el tiempo, la información y la imaginación para idear una muerte que no levantara sospechas. Pero él no lo haría. Barbara se lo había arrebatado. El miércoles Singh la dejaría en libertad. Y luego Barbara le arrebataría también a Martin, Singh regresaría a India, y Martin volvería con su esposa.
—¿Qué más da? —Singh, insincero—. Ahora es tuyo, y después del martes ya no importará si es tuyo o no. Tratar de retenerlo, en realidad, es la mejor manera de garantizar que Barbara pueda relacionarme contigo.
Estaba exultante. ¿Ves lo bien que sale todo? ¿Ves cómo la operación elimina cualquier posible desviación egoísta? Cuando Jammu estaba con Martin siempre pensaba lo mismo: no puedo controlar a Singh.
¿Qué importaba?
Mucho. Ella necesitaba a Martin Probst, el genio del lugar a quien el destino la había acercado. Quería su amor y su fidelidad. Martin no acababa de ver que ella tenía que estar en St. Louis, que tenía los medios y el derecho a hacerse un lugar propio. Él era la clave de que no pudiera entenderlo. Cuando lo entendiera, si es que ella se lo hacía ver, Barbara estaría muerta para él.
*
Luisa cerró de un portazo, repitió el portazo para que la aldaba cayera y bajó rápidamente a la calle. En la casa de al lado sonaba música a todo volumen. Por las ventanas de la segunda planta vio que había una fiesta, un montón de gente mayor que ella pero no mucho más, bailando agarrados a botellas de cerveza. Caminó hacia Delmar.
Su pelea con Duane no había durado mucho. En la parte más fría del invierno, las primeras discusiones habían durado horas, de la cocina al dormitorio y de ahí al pasillo; una vez había tenido que dormir en el piso de la sala de estar, tapada con abrigos. Ahora las peleas eran breves otra vez, como lo habían sido el primer mes cuando ella tenía miedo de que un simple grito significara volver a casa de sus padres. Ahora, lo único que soportaba emplear era un simple grito.
Esta noche Duane creía haber encontrado la respuesta (siempre estaba pensando que había encontrado la respuesta a algo) a cómo combatir el fascismo (no sabía qué era el fascismo; ella se lo había preguntado) en las instituciones extrapolíticas (le gustaba inventar palabras que no estaban en el diccionario) como la religión organizada, porque sólo el extremismo cultural podía combatir el liberalismo burgués (Luisa le reprendía por utilizar el término en un francés mal pronunciado) que, a la larga, si no se iba con ojo, podía generar una miopía nacionalista similar a la que se dio en Alemania (¿cómoooo? De repente estaba hablando de Alemania en 1933, como si ella dominara el tema) y que tomó la forma del nazismo. Ella dijo que no lo entendía. Él dijo que no le extrañaba, puesto que le interrumpía todo el rato.
La cosa había empezado porque era Viernes Santo y Duane había decidido someterla a un interrogatorio religioso después de cenar. Se sentía con derecho a hacerle estos cuestionarios porque era mayor y más culto que ella. Era el método socrático. (Nunca llegó a autoproclamarse su mentor, pero cuando ella quería ilustrar la aversión que le causaba, repetía mentalmente la palabra: MEN-TOR, MEN-TOR, MENTORMENTORMENTO.) ¿Creía Luisa en Dios?
—No me fastidies, Duane.
¿Creía en la santidad de la vida humana?
—Sí.
¿Por qué?
—Porque estoy viva y me gusto.
Pero eso no le satisfizo. Probó a andar en rodeos, enfocar la cosa de otra manera para hacerla decir lo que él deseaba oír. (Deseaba oírla como ejemplo de todo lo malo que emanaba de un barrio como Webster Groves.) Y como a la tercera pregunta del cuestionario sobre el aborto (iba a resultar un poco hipócrita declararse pro-libertad de elección) ella le tiró un vaso de leche a la cara. Duane se quedó allí sentado, indulgente pero furioso, mientras ella se ponía una sudadera.
Luisa entró en Streetside Records. Por el equipo de la tienda sonaba un éxito de antaño, y hombres barbudos y canosos con chaqueta del ejército revolvían entre las cajas. Había una veintena de grupos y solistas cuyos discos ella examinaba siempre que entraba en alguna tienda del ramo, para ver si había salido algo nuevo, pirateado o en directo. Ahora sólo eran unos quince en total. No se acercó a los Rolling Stones porque Duane admiraba su honestidad y la integridad de su sonido. No se acercó a Talking Heads porque Duane le había interpretado todas sus letras, tampoco a The Clash porque siempre que Duane los ponía la hacía guardar silencio. No se acercó a Eurythmics porque le gustaban a Duane.
Después de escoger el último de Elvis Costello (según Duane, Elvis estaba claramente de capa caída) decidió que no quería cargar con el disco. Lo dejó donde estaba, salió de la tienda y subió por Delmar en la buena dirección, hacia Clayton. La noche era casi lo bastante cálida para dar un paseo. Pensó en el minicuestionario que Duane le había hecho sobre el uso de desodorantes. Rió un poco. Sacó del bolso un Marlboro Light y rió otro poco. Más que risas eran como punzadas en el pecho.
¿Por qué demonios no había aguantado un poquito más?
Si no hubiera empezado a fumar después de Navidad, cuando tenía cigarrillos a mano, no lo estaría haciendo ahora; un día de febrero en que a Duane le había dado por ser escrupuloso con la salud, él mismo había dejado el tabaco. Ella quizá podía dejarlo también, pero no tenía ganas de hacerlo mientras viviera con él y tampoco estaba segura de querer dejarlo después. Había empezado porque todo la ponía nerviosa, las peleas, la situación. Ahora estaba más nerviosa todavía.
Dentro de seis meses estaría viviendo en Stanford (California). Si no hubiera conocido a Duane, si hubiera sido capaz de pasar el último año de instituto sin él, ahora le haría ilusión ir a la universidad. No era el caso. Duane había arruinado toda la mística, tan seguro como que él había hecho sus propias solicitudes en otoño, dispuesto a tener él también una experiencia en un buen college o una buena escuela de arte, cosa que él probablemente no había puesto nunca en duda. Duane era flexible. Dejó de fumar y no hacía trampa. Mientras compartían la vida, tristes y solos, él se dedicó también a preparar una exposición de fotografías que gustaban a todo el mundo. Le quedaban fuerzas suficientes para mirar por sí mismo. Era fuerte porque su familia era supuestamente feliz y equilibrada (daba lo mismo que ambos supieran que de hecho era una familia enferma y espeluznante).
Mientras estaba en ello, Duane le había asegurado que en la facultad Luisa no encontraría al hombre soñado. No lo encontraría nunca. Ella ya no creía en él. Y ahora que había vivido sola, en un apartamento, también esa aventura se había malogrado.
¿Quién la llevaría a la universidad? Seguramente tomaría un avión.
Y nadie lo entendería. No descartaba la posibilidad de que algún día llegaría a ser feliz y tener éxito, que incluso se casaría, aunque ahora mismo no se le ocurría cómo. Pero nadie podía saber hasta qué punto habrían sido distintas las cosas si ella hubiera aguantado un poquito más. Ni siquiera podía afirmar qué era exactamente lo que había perdido. Tenía algo que ver con sus padres; con su madre, que había confiado en ella, con su padre, que a su manera había tratado de advertirla respecto a Duane. Ahora sus padres estaban separados. Su madre se había ido de la ciudad y no parecía tener intenciones de volver.
Estoy muy, pero que muy decepcionado contigo.
Tiró lo que quedaba del cigarrillo a una cloaca. El mundo había cambiado, y no sólo porque Duane lo hubiera echado a perder. De pronto Luisa vivía en un mundo nuevo hecho para gente como Duane, para gente que podía despreciarlo y sin embargo triunfar en él, para gente que sabía usar un ordenador (todas las clases del instituto excepto las de los mayores estaban aprendiendo a utilizarlos; ella seguramente lo aprendería en Stanford, pero toda su vida tendría que cargar con la conciencia de haber aprendido tarde, y de que antes los forofos del ordenador eran unos tontos) y para gente incapaz de recordar que el centro de St. Louis siempre había sido un sitio donde ir de compras y a comer pero nada más, gente a quien no importara que antiguamente sólo hubiera habido un Arch (construido por su padre), gente lo bastante indiferente como para tener peleas.
En cierto modo era ella la que lo había estropeado todo.
Pudo ver el semáforo del cruce con Big Bend, la calle que llevaba a Webster Groves. Tenía ganas de ir a casa. Había cambiado de parecer. Pero ya no tenía casa adonde ir. También sus padres se habían rendido a la novedad de la situación. Las cartas y llamadas de su madre eran joviales y sin críticas. Su padre lo había pasado mal haciéndose el moderno, pero hacía todo lo que podía. Luisa le había visto salir de la galería con Jammu, y poco después la radio empezaba a hablar del nuevo Martin Probst. Odiaba esas sonrisas que ahora enseñaba. Odiaba todo cuanto el mundo parecía amar. Deseó que su padre le volviera a chillar, que la hiciera derramar lágrimas.
*
Lo que le interesó a Barbara, mientras yacía despierta echando de menos a su amante putativo, era comprobar que todo era muy parecido. Había cambiado una prisión por otra. Seguía estando lejos de su hija. John todavía la amaba, y ella seguía sin amarle a él, ni siquiera tras la conversión a la honestidad y la medianía que él había aceptado por ella. Dolorosamente tuya, Barbara. Si es que existía eso de las almas afines, John y ella lo eran. Y por eso le gustaba, por el parecido, no porque le quisiera como había querido a Martin, sin que en realidad le gustara. Entre corazón y mente había una fisura que ni siquiera el sexo, sobre todo no el sexo, el choque de coño y polla, podía enmendar.
Eso desilusionaría a John. Parecía estar trabajando bajo unos plazos que él mismo se había impuesto, aumentando el ritmo de sus revelaciones y de sus relatos casi de hora en hora. O quizá no era un plazo sino un sentido del clímax que él creía que ella podía compartir. Barbara se acordó de que Martin solía emplearse a fondo para hacer que ella se corriera. Aumentaba el ritmo de sus envites, más aún si creía que ella estaba a punto. Si era así, eso la ayudaba. Si no, simplemente le hacía daño, como si los nervios no tuvieran más función que informar del contacto y del dolor, del calor y el frío, de la presión. Ella quería correrse, no tenía el menor motivo para no hacerlo. Pero no podía.