20.

La última aparición de Probst en la revista Time había sido en blanco y negro; sus solapas y su corbata eran estrechas, su pelo corto como el de un astronauta. El redactor jefe había parafraseado un frase del artículo para usarla de titular: más que un monumento. En aquel momento el perfil de St. Louis consistía en un arco que sobresalía de un área ribereña pelada y blanca, un puñado de edificios altos supervivientes de los años treinta y algunos bloques bajos de apartamentos, aburridas fugas sobre un tema de Mies van der Rohe. La ciudad parecía haber despertado de la parte más sombría del siglo y comprobado que no era el amanecer sino el mediodía, con el sol de Missouri abatiéndose implacable sobre las zonas despobladas, blanqueando las fachadas de sus estructuras. Bajo su corte militar y todo alrededor, el cráneo de la ciudad estaba pálido.

Veinte años después, y en el espacio de veinte meses, la ciudad había experimentado un estilismo contemporáneo, convirtiéndose en meca de compradores y en una potencia comercial que se expandía en acero y piedra. El color estaba regresando, y esto, por lo visto, complacía a Time; habían elegido St. Louis como artículo principal de su número de abril.

Con su Remington eléctrica Probst eliminó las sombras vespertinas de sus mejillas y cuello. Inmediatamente se le formaron trechos enrojecidos por la irritación. Un periodista de Time, Brett Stone, iba a entrevistarle a las ocho en su casa, y faltaba menos de una hora. Stone no había hablado de fotógrafos, pero Probst esperaba que llegase con uno. Se inclinó hacia el espejo del baño, alargando el cuello para examinar con los dedos la línea de su quijada. En la planta baja, el equipo de música tronaba con una sinfonía importante. Probst no había puesto música desde la partida de Barbara, y el sonido de la música clásica que salía por los altavoces parecía retomar el momento en que habían roto dos meses atrás. Instrumentos de cuerda sonaban por toda la casa, chelos que hacían vibrar las vigas, trompetas encabezando una carga escaleras arriba hasta el cuarto de baño. Beethoven, si es que era eso, conseguía que el hecho de lavarse la cara fuese un acto trascendental.

Se vistió durante el segundo movimiento, adagio, y bajó la escalera escoltado por acordes menores y atribulados glissandi. Probst apagó la música e inspeccionó la sala de estar. Puso el último número de Time sobre la pila de lectura de la mesita baja, pero lo pensó mejor y lo metió debajo otra vez. Se sentó en el sofá. Se levantó enérgicamente. Fue a la cocina y bebió un trago de bourbon. Subió arriba y se cepilló los dientes, volvió a bajar, tomó otro trago y dijo: «Al cuerno». Brett Stone no iba a escribir sobre cómo le olía el aliento.

Había concedido docenas de entrevistas, había pasado el rato con hombres y mujeres de The New York Times, Newsweek, U.S. News, Christian Science Monitor y todas las publicaciones de menor calado, pero no estaba tan nervioso desde la última Navidad, cuando Luisa se había presentado por primera vez con Duane. St. Louis estaba a punto de ser portada de la revista que se había reservado el derecho a nombrar el Hombre del Año. Probst quería dar la mejor impresión posible. Y, como siempre ahora, estaba pensando en Jammu. No había disfrutado de un solo momento de calma en ninguno de los dieciocho días durante los que se habían visto. El nerviosismo surgía de la tensión de esperar, cada día, a ver cuánto aguantaría sin ponerse en contacto con ella. Ese contacto era inevitable. La cuestión era prolongar el suspense.

Se sentó a la mesa de desayunar y apoyó los pies en la silla contigua, alargó el brazo para coger el teléfono y marcó su número.

—Aquí Jammu.

—Soy Probst —dijo él—. ¿Quieres que vayamos a cenar?

—Creía que estabas ocupado.

—Debería estar listo sobre las diez. Me aseguraré de que así sea. Tengo todas las respuestas memorizadas.

—«Lo encuentro poco realista».

—Exacto —sonrió. Ella hacía esas bromas sin rastro de malicia; resultaban incluso fortificantes—. Yo diría que la respuesta es un enfático «menos». Y quién espera salir ganando con esto.

—En serio, Martin, puedes decir lo que quieras de mí. No te lo tendré en cuenta si crees que no puedes contradecir lo que has afirmado anteriormente.

—Muy generosa de tu parte. Teniendo en cuenta que vas a ser la chica de portada.

Jammu tosió:

Touché.

Probst notó que el auricular temblaba en su mano derecha. Cambió de mano; la izquierda, por algún motivo, estaba firme como una roca.

—¿Por qué hay tanto revuelo? —preguntó—. ¿Qué pasa con Time que todo parece tan importante?

—Será por el ribete rojo de la portada.

—¿El…? Ah. Ya.

—A propósito, enhorabuena.

—Se supone que tú no lo sabes.

—El que no sabe guardar secretos es Chuck Murphy. Pero es verdad, ¿no?

—Sí. Voy a llevar velo y corona, sostendré el cetro y viajaré en descapotable y pasaré revista a las debutantes. Y supongo que tendré que hacer predicciones, si soy un profeta. Pero no me lo esperaba. La mayor parte de la organización no me dirige la palabra. Yo ni siquiera he ido a las reuniones.

—Es como si quisieran que te sientas culpable y cambies de melodía respecto a la fusión.

—Deberían conocerme mejor —su mano derecha, recuperada, volvió a hacerse cargo del auricular—. ¿Ess…?

—Qué.

—Nada —sólo quería probar si el nombre funcionaba—. Estoy mirando cómo se mueve la manecilla de los segundos en el reloj de la cocina. Tenemos cuatro páginas en Newsweek pero no la portada. Esto será muy importante para St. Louis. La gente va a invertir aquí como nunca.

—Resulta curioso que te apropies de mi optimismo. Es justo lo que necesita tu campaña, menos defensa y más ataque. Pero realmente me gustaría que estuvieras de mi lado.

—¿Pretendes que cambie de opinión? —lo preguntó porque tenía la sensación de que en el fondo no era así—. ¿Quieres que le dé gusto a Stone?

—Sí.

—No es verdad.

—Te equivocas.

—No parece que lo digas en serio.

—Es que no quiero que me regalen nada. Pero digo que sí para ser sincera, porque no creo que hubieras tenido que ver conmigo si estuvieras realmente metido en el debate sobre la fusión. Y hace al menos una semana que me hablaste de tus, comillas, desconfianzas intuitivas.

Probst había tenido cuidado de recordarse a sí mismo por qué se veía con Jammu: no para hacer amistad con ella, sino para seguir sondeándola, verificar su historia. Pero la historia de Jammu había pasado la prueba decisiva. Era evidente que, de haber estado en su lugar, Probst habría tenido una actuación muy parecida. Era lógico. Y, en el ínterin, encaprichados el uno con el otro, se habían hecho amigos.

—Tú podrías ser supervisor del condado, Martin.

—Ya te dije por qué excluía esa posibilidad.

—De manera no muy convincente. Y si fueras el supervisor, o aunque sólo fueras Martin Probst y nada más, y si hubieras respaldado plenamente el referéndum, y si éste se concretara en una ley, entonces la región estaría reunida en más que un sentido. Reconoce que eso te gustaría.

—Lo reconozco. Pero ¿y si me mantengo en mis trece?

—Sabes que eso tampoco importa.

—¿Por qué?

—Porque eres una persona especial para mí.

Probst apoyó la cabeza en el duro respaldo de la silla y liberó los controles, dejó latir la cabeza. El techo era de un blanco denso pero consistía en una infinidad de puntos; sin traicionar su individualidad, todos ellos empezaron a refulgir.

—¿Qué me dices de la cena? —preguntó sin esfuerzo.

—Llámame cuando termines con Stone. Estaré aquí.

Faltaban entre quince y diez minutos para las ocho, una hora poco limpia, el minutero marcaba un fraccionario. Probst se puso de pie y comió un puñado de cacahuetes salados de una lata. Alargó la mano hacia el armario de los licores pero no lo llegó a abrir. Comprendía a Jammu. Ella tenía tan poca prisa por verlo desertar de John Holmes y de Vote No como él de verla desnuda: todo a su debido tiempo.

Por supuesto que no se fiaba de ella. No había nacido ayer. Sospechaba que Quentin Spiegelman había recibido el mensaje de que ella le consideraba una persona especial, lo mismo que Ronald Struthers y, anteriormente, Pete Wesley. Así se formaban las coaliciones. Pero ahora, al menos, tenía una sólida alternativa a la teoría de la conspiración del general Norris. Jammu no necesitaba poner micrófonos ni coches bomba cuando había una vía más fácil: hacer que la gente la quisiera.

Se notó aliento a cacahuete. Subió a limpiarse otra vez los dientes. Tenía las encías inflamadas, era ridículo. Pero un hálito de mantequilla de cacahuete podía ir en detrimento de su credibilidad ante Brett Stone. No tenía intención de hablar de Jammu. Sin embargo, sí quería insinuar que no iba a tener el menor desencanto si la fusión salía adelante. Recientemente se le había ocurrido un nuevo giro en su analogía con la Revolución americana, algo que sin duda iba a gustar a los de Time. El timbre de la puerta estaba sonando cuando bajó las escaleras.

En el umbral había un hombre de unos treinta años, mejillas arreboladas y una cabeza que sólo alcanzaba a los hombros de Probst. ¿Dónde estaba el fotógrafo? Hilillos de vapor le salían de la nariz; la noche era fría y húmeda. Probst no vio a nadie más.

—Pase. Usted es…

—Brett Stone —saludó con la cabeza y entró. La mano que le ofrecía a Probst tenía pelos cortos y negros en los nudillos, la palma blanca y arrugada. Al parecer no había traído fotógrafo.

—¿Vamos directamente al grano? —dijo Probst.

—Cómo no —Stone le precedió hacia la sala de estar, siempre asintiendo con la cabeza.

—¿Le apetece una copa?

—No, gracias —el reloj de Stone tocó las ocho. Tenía el pelo rizado, del color del aceite de coche, y unos ojos verde claro. Sus cabeceos eran rápidos y casi imperceptibles, como si fueran consecuencia de algún acontecimiento vital, ya de aquel mismo día, ya de algún momento de su vida.

Probst estaba fascinado.

—¿Le costó encontrar la casa?

—No, qué va —Stone, que había abierto su cartera apoyándosela en las rodillas, dejó una grabadora de microcassette sobre la mesa baja. Probst se situó junto a la chimenea y Stone empezó con las preguntas. ¿Cómo se había frustrado el proyecto de Westhaven? De los antiguos miembros de Municipal Growth, ¿cuántos seguían en activo? ¿Estaba Probst haciendo algún intento de expandir el grupo? Aparte de ser un alto ejecutivo, ¿qué otros criterios regían para formar parte de Municipal Growth? ¿Le habían pedido que se uniera a Urban Hope?

Probst meditó con cuidado las respuestas, moldeando sus frases sin perder de vista la grabadora, aportando toda la información adicional posible antes de la siguiente pregunta. Pronto se echó a sudar de concentración. Pero en su cabeza había una voz que le repetía: Yo te considero una persona especial, Martin…

A las ocho y veinticinco, Stone terminó la tanda de preguntas iniciales y dejó a un lado bolígrafo y libreta. Probst se sentó en el sillón contiguo al sofá, pasó una larga pierna sobre la otra y miró a Stone. Era el turno de las cuestiones jugosas. Stone se puso de pie y dijo:

—Gracias, señor Probst.

—¿Eso es todo?

—Sí —Stone asintió—. Muchas gracias. Me ha sido usted de gran ayuda —desconectó la grabadora—. A no ser que quiera añadir alguna cosa.

—Pues… no. No. Pero tengo algunas ideas sobre la fusión de la…

—Están bien documentados —Stone cerró su cartera y giró la combinación—. Además, esta tarde he tenido una charla muy productiva con John Holmes. No queremos robarle más tiempo cuando vamos sobrados de material. Usted siempre ha sido muy elocuente.

Muy elocuente. Los conejos saben por instinto el significado de la sombra de un halcón; Probst percibió la sombra de Nueva York.

Stone estaba esperando a que se levantara.

—Pero si le parece que hay algo más que podría ayudarnos…

—En realidad, es una pregunta —Probst no se levantó.

Stone le miró con impaciencia.

—Usted dirá.

—¿Qué clase de artículo es el que está escribiendo?

—Bueno —Stone se subió un poco los pantalones—. Le sorprendería cuántas personas han mencionado ese documental de la CBS, «Adolescente en Webster Graves». Creo que causó un verdadero trauma en esta zona. Todo el mundo tiene miedo de que los difamemos. No se preocupe. Los medios informativos no tienen ninguna intención de hacerlo, esta vez no. Por lo que a mí respecta, he quedado impresionado con esta entrevista.

—No me refería exactamente a eso —Probst se acomodó en el sillón—. Quería decir en concreto. Con qué va a llenar las páginas.

—Entiendo —Stone hundió las manos en los bolsillos—. Uno nunca sabe lo que hará después el redactor jefe, de modo que no puedo darle un informe punto por punto, pero supongo que, bueno, será un artículo sobre la dinámica política de la región. La jefa Jammu, lógicamente, en muchos y diferentes contextos. La reurbanización del centro de la ciudad y la filosofía que hay detrás. Delincuencia, bienestar social, nuevo federalismo. Seguramente algo sobre Municipal Growth, su defunción. Y no se puede escribir un artículo sobre St. Louis sin mencionar el Arch. Dentro del mismo epígrafe incluiremos también una doble página sobre otras ciudades en alza. Knoxville, Winston-Salem, Salt Lake, Tampa.

¿El Arch? Eso lo había construido Probst. Stone podía no conocer el dato. George Snell, de Newsweek, sí lo sabía. Había entrevistado a Probst durante noventa minutos y lo había citado generosamente en el artículo, haciendo hincapié en su decisiva influencia sobre la opinión pública.

El reloj de Stone emitió un nuevo pitido.

Probst quiso ganar tiempo:

—¿Las elecciones especiales?

—El referéndum. La situación en Baltimore. Claro. Es interesante. Hablaremos de todo ello. Pero, ahora mismo, si es noticia es sobre todo porque ha dividido a la región, no porque la haya unido. Y lo que más nos interesa es la opción unitaria.

Probst se levantó y fue hasta la chimenea. Estaba tan enamorado de ella que no podía pensar con claridad, pero comprendía lo generosa que había sido por teléfono, hablando como si él importara de verdad.

—¿Quiere una primicia? —dijo.

—¿Una qué?

Probst alzó la voz.

—¿Quiere que le cuente algo?

Stone estaba ligeramente inclinado a la izquierda, como si sus cabeceos pudieran acabar con él en el suelo. Sonrió.

—Por supuesto —dijo.

—Voy a convocar una rueda de prensa mañana —Probst se humedeció los labios—. Abandono Vote No para apoyar la fusión.

—Caramba. Qué interesante. Porque, naturalmente, usted ha sido pieza clave en la oposición.

—Así es.

—Si la fusión no era ya cosa hecha, ahora sin duda lo será.

—Sí.

—¿Puedo preguntarle si piensa divorciarse de su esposa?

—Sin comentarios.

Después de marcharse Stone, Probst empezó a deambular por el comedor y el salón. La jefa Jammu, «lógicamente».

Aún podía renegar. Aún podía votar no. Time no se iba a enterar, si luego no actuaba en consecuencia. Pero tras esta pequeña declaración de amor en presencia de Stone, producido como por un lapsus linguae, un rubor culpable, se sentía menos inclinado a retractarse que a ponerse a gritar esa misma declaración a los cuatro vientos del condado, tan a gusto se sentía después de haber compartido su secreto. En muchos y diferentes contextos. Ella estaba por todos los rincones del salón. Se dejó caer en el sofá y la vio en todos los sitios donde ella no había estado nunca, estirada en el asiento junto a la ventana, apoyada en la repisa de la chimenea, subida al brazo del sofá para examinar los bodegones. Jammu le superaba. Él era muy pequeño. Dejó sonar el teléfono un buen rato antes de ir a contestar a la cocina.

—Diga —dijo.

—Martin.

—Qué.

—¿Stone sigue ahí?

—Pues no —no era casualidad que le llamara ahora. Ella sabía que él no la podía haber llamado—. El señor Stone se ha marchado. No he podido decirle gran cosa, y él no necesitaba mucho que no tuviera ya. Algo parecido.

—Lo mismo me pasó a mí. Anotó unas cuantas frases y me sacó una foto.

—¿Ah sí?

—Sí.

—Si me mientes —dijo él— no sé lo que voy a hacer. Stone invirtió tres horas contigo si estuvo medio minuto.

Tras una pausa larga, dolida, Jammu dijo:

—¿Qué ocurre?

—Lee el periódico del viernes.

—¿Qué has dicho de mí?

—Ya sabes cuál es el problema.

—¿Es que has cambiado de opinión?

—Por última vez, Ess, no finjas más. Pues claro que he cambiado de opinión.

—¿Y cómo querías que yo lo supiera?

Probst suspiró. Ella seguía fingiendo.

—Transpiras entusiasmo —dijo él.

—Espera un poco. Necesito digerirlo. Esto cambia las cosas.

—En absoluto —Probst empezó a hablar con cierta autoridad, para salvar su orgullo—. Si dejo Vote No mañana, lo hago porque quiero y porque creo que es lo correcto. Me gustas, pero yo nunca dejaría que una cosa así afectara a mis decisiones. Quiero que quede claro. La fusión no era el único obstáculo entre tú y yo. También estoy casado. Tengo una esposa. Y he cambiado de opinión sobre la cena. Es el precio que tienes que pagar. A ti te quiere mucha gente, pero son pocos los que confían en ti. Creo que yo debo incluirme en esa mayoría.

Excesivamente satisfecho de haberle dicho que la quería sin tener que pronunciar esas palabras, miró el reloj. Por un momento pensó que eran las nueve de la mañana. Jammu estaba hablando.

—Martin, me llamo Susan. Susan Jammu. Y yo no he cambiado de opinión respecto a la cena. Sé que no vas a trabajar a favor del referéndum por hacerme un favor. Creía que esto estaba claro entre los dos. Creía que nos respetábamos más de lo que tú has dado a entender. Ya sé que estás casado. Ojalá no tuviera que decir todo esto por teléfono. Si no te parezco sorprendida de que pienses traicionar a John Holmes y a todos los demás es porque nunca pensé que tu sitio estuviera con ellos. Evidentemente, lo que has hecho no es nada fácil. Lo entenderé si quieres que nos distanciemos un poco, o un mucho, pero creo que me debes una cena, y ha de ser esta noche.

Susan. Era patético. Un nombre era algo tan pequeño, tanto, en realidad, que Jammu no podía esperar impresionarle si ella misma no lo estaba ya. Ella debía de considerarlo su gran secreto, su as en la manga. Probst sintió lástima.

—Estaré ahí dentro de veinte minutos —dijo.

El taxista intentó devolverle cuarenta dólares de los cincuenta que le había dado, pero ella cerró la puerta y dejó que se los quedara como propina. Quizá era una propina demasiado grande. ¿Lo era? Sus tacones transmitían agradablemente la fuerza del suelo al centro de sus talones mientras corría por la acera rosada hasta la entrada del cuartel general de Rolf. Era mediodía. El vestíbulo estaba desierto. ¿Era demasiada propina? ¡Un cuatrocientos por ciento! Eso era demasiado. Pero nadie lo sabría, y la próxima vez lo compensaría no dejando propina. El guardia, que la conocía, no sonrió esta vez. La miró como miran los hombres a las chicas que no saben administrar el dinero. Al llegar el ascensor, quiso entrar pero hubo de apartarse porque había gente que quería salir. Al final entró. Rolf la había llamado por teléfono —y luego él la había llamado Devi, pero antes se habían peleado, pero entonces la criada había dicho— y luego en recepción le habían dicho que la factura no estaría pagada hasta pasadas las dos de la tarde, y luego se había pinchado en la arteria, y luego había llamado Jammu y había razonado con ella y le había dicho el número de vuelo y la puerta de embarque y dónde tenía que conseguir el billete, y ella había razonado con Jammu. Todo sucedía a la vez. Todo era igual cuando se acostaba y diferente por la mañana. Jammu dijo que Martin estaba de parte de Rolf. Ella dijo que eso era imposible. Jammu dijo haz las maletas. La puerta del ascensor se abrió. Cuatrocientos por ciento. ¡Cuatro veces todo! Corrió pasillo abajo y empujó las puertas de cristal.

—¿Puedo ayudarla en algo?

Pasó por delante de la mecanógrafa y de las uñas rojas de sus manos estiradas, entró en el despacho y cerró la puerta. Se puso de rodillas.

—Oye, Devi…

Él no lo comprendía. Ella no podía razonar con él.

—Te lo he dicho por teléfono. No puedes negar que he sido honesto contigo. Pórtate como es debido.

La hizo levantarse. La llevó hacia la puerta, y ella dijo una última…

—Esto se acabó, Devi.

Él no lo comprendía. Una última… Dame una última…

—No hay nada que hacer. Lávate la cara, y haz el favor de quitarte ese estúpido color del pelo. Te sentirás muchísimo mejor.

Una última… Llevaba puesto el primer regalo de Rolf, y le guió la mano por debajo y luego adentro, empleando las uñas para que él no retirara la mano hasta palparlo. La criada estuvo amable. La criada le preguntó cómo le iba todo. La criada escuchó y le aconsejó espaciar las dosis, o sea que economizara un poco. ¡Quién pudiera!

Cerró la puerta con la otra mano y se dejó caer al suelo. Martin siempre decía que Rolf era un mamón. Rolf así se lo había dicho a menudo. Ella se daba cuenta ahora. Volvería con Martin y le pediría disculpas. Martin se enfadaría muchísimo cuando averiguara que aquel mamón se lo había hecho en el suelo aunque ya hubiera tomado una decisión y ella sabía que el mamón avisaría a la policía porque así lo había dicho por teléfono. El mamón separó los dientes.

—Bueno, ya está. ¿Contenta?

Sí, contenta. ¡Adiós para siempre! (Estaba impaciente por contarlo.) Cuando cruzó de nuevo las puertas de cristal la mujer se había ido, y con ella sus uñas rojas. Aún era mediodía. Esta vez bajó corriendo las escaleras. Perdió un tacón. Se detuvo para romper el otro y siguió corriendo plana. El guardia dijo: Nunca aprenderás a administrar. Deberías aprender a conducir tu propio coche. Sonó el teléfono mientras ella franqueaba la puerta giratoria y salía a la acera rosada. Apretó el paso.

—¡Alto ahí, señorita!

Oyó correr al guardia, y ella voló como un ciervo. Las tarjetas de crédito eran perecederas. El guardia le ganaba terreno, no se veían taxis en las proximidades. ¡Por cuarenta dólares el tipo podía haber esperado un rato! Por suerte un coche blanco se detuvo cerca de allí y la puerta de atrás se abrió. Montó en el coche y se volvió a tiempo de ver al guardia incorporarse y aplicar las manos a las caderas y el pecho que le subía y le bajaba y las mejillas coloradas y la boca que decía, ay Dios, ay Dios. Ella sabía quién era el hombre que conducía. Iba con un amigo al que no conocía.

—Hemos parado a recoger tus maletas.

Lo dijo en un idioma extranjero que ella comprendió, mientras recobraba el aliento. La llevaban al aeropuerto. Instrucciones de Jammu. Ella no se esperaba este servicio y no pensaba dar propina. Se metieron en la autovía. No dijeron nada excepto que el amigo iría con ella. Devi miró en la cartera, caliente todavía del trasero del único hombre aparte de Martin con el que lo había hecho. En el asiento de delante estaban tragando píldoras y le dieron una que era distinta de las de ellos. Sonrió, se la puso en la boca y agarró la lata de Crush.

—Biodramina para el vuelo.

—Te sentirás más tranquila.

Se puso la polvera delante de la cara para arreglarse y dejó caer la píldora mojada y medio deshecha en la polvera. Luego la cerró. Al llegar al aeropuerto el conductor y su amigo se apearon y dejaron las maletas en la acera. Ella se apeó también. ¡Tenía los pies planos! El conductor trató de arrebatarle el bolso, y la correa se partió y la gente estaba observando. Los amigos se miraron entre sí e intentaron convencerla de que volviera a subir al coche un momento.

—¿Conoce a estos hombres, señorita?

Alguien tenía mucho interés. Los dos amigos montaron rápidamente. Le dijo al hombre que la estaban molestando, cosa curiosa porque el coche ya se alejaba.

—¿Puedo llevarla a alguna parte?

Leyó las palabras cromadas: JUEZ DE PAZ. Su coche era más antiguo, una ranchera con tablas de madera de fibra castigadas por la intemperie. El juez de paz sonrió al abrirle la puerta del acompañante. Salieron del aeropuerto. El hombre conducía a toda pastilla.

—¿Cómo se llama?

Ella ya no estaba segura. Ni siquiera conocía al hombre, y empezaba a tener la gripe de la tarde. Un momento. Abrió el bolso, guardó la cartera en un bolsillo con cremallera y dispuso las cosas para la cura. A su derecha el Marriott quedó atrás. La gente no comprendía a Barbara, y como a ella no la tenían considerada, sólo quedaba una persona a quien acudir: Martin. No creía que Martin estuviera realmente de parte de Rolf.

Tratando de razonar con ella todo el tiempo, el juez de paz la llevó al centro. ¿Estaba resfriada? No, dijo que le parecía que quizá estaba incubando algo. Finalmente el coche se detuvo ante un semáforo. El hombre abrió la boca, un gilipollas risueño. Ella le roció la cara de Mace y no paró de rociar hasta que el coche de detrás sonó la bocina avisando de que estaba en verde. Se apeó del coche y miró calle arriba en busca de otro taxi. ¡Ponte bien rápido!, se dijo a sí misma, esperanzada pese a los escalofríos.

*

Con la primera luz del viernes, antes de que la ciudad se levantara, Probst subió la escalera principal de sus oficinas en el South Side. A las dos o las tres había renunciado a dormir. A las cinco había renunciado a tener los ojos cerrados. Iba retrasado en el trabajo, y sabía que los teléfonos de todos los lugares donde se le podía localizar empezarían a sonar a las ocho. También creía deberles un favor a Cal y Bob, que últimamente habían dirigido la empresa en su ausencia, les debía ir a trabajar temprano algunos días, en nombre del equipo.

Mike Mansky le saludó desde su mesa de Ingeniería, y con el mismo movimiento se inclinó para apagar un cigarrillo en el cenicero que tenía sobre el cartapacio. Tenían una cuadrilla nocturna reconstruyendo un puente en la Route 21, de lo contrario Mansky no habría estado allí.

Probst recorrió el pasillo oscuro y sin ventanas hasta su despacho y abrió la puerta. La mesa de Carmen y la máquina de escribir se veían grises a la luz del nuevo día. El mismo gris de lo inminente bañaba las paredes que en seguida serían blancas, el enmoquetado en seguida azul, los archivadores más genuinamente grises. Empezaba a verse ya un poco de color, una mancha de esmalte rojo en el rincón, una pequeña cafetera eléctrica. Cuando hacía frío, a Carmen le gustaba tomar una taza de caldo instantáneo.

La puerta de su despacho privado estaba entornada, su pulida superficie reflejaba el pálido rectángulo de una de las ventanas. Entró.

El general Norris estaba sentado a su escritorio. Estaba leyendo una especie de diario técnico de gran formato. Lo dejó sobre la mesa y miró a Probst. Probst miró al suelo, pero los rasgos del general, los surcos de su frente, ojos y boca, su decepción, habían dejado una huella en sus retinas. Suspiró.

—Le gusta presentarse en casa de los demás, ¿verdad?

—¿Le importa?

—No, qué va —Probst dejó su cartera en el suelo. No estaba habituado a que le recibieran en su propio despacho. Eso sí le importaba.

—Seguramente tendrá cosas que hacer —dijo el general—. No le entretendré. Sólo quería preguntarle por qué ha hecho lo que ha hecho.

Probst miró el edificio de la comisaría desde la ventana.

—Yo creo que la prensa expondrá claramente mis razonamientos.

—Oh, sí, sus razonamientos. Por supuesto. Usted siempre tiene algo que argumentar. ¿Sabe una cosa, Martin? Nunca había conocido a nadie como usted. He visto mucho egoísmo y mucho cinismo y mucha flaqueza, pero usted… Usted es el tipo que mete el dedo en el dique y que cuando le ofrecen un bocadillo lo saca para poder comérselo. Y eso sabiendo que también se va a ahogar. Es usted un caso.

—¿Algo más?

—Pues sí. Me gustaría darle un buen consejo —el general se levantó e hizo un tubo con su revista—. Llámelo sexto sentido, si quiere, pero yo todavía no he renunciado a usted. Quiero que esté entero para lo que se está avecinando.

—El consejo…

—No me sea descortés. Yo soy educado, séalo usted también. Mi consejo es el siguiente: Haga lo que quiera en privado con esa mujer pero no lo haga público.

—Ya.

—No lo haga público —con la revista, Norris dio unos golpes a una carpeta de plástico negro que había sobre la mesa—. Le dejo una copia del informe provisional que enviamos ayer a Hacienda y al FBI. Puede usted juzgar por sí mismo. Espero que no se le ocurra dárselo a ella. Pero le aseguro que lo descubriremos, si lo hace, y eso no va a dañar un ápice la investigación, pero está claro que a usted sí le dañará. No haga más estupideces, Martin.

El general abandonó el despacho.

Probst leyó el marbete de la carpeta. Informe preliminar sobre la presencia india en St. Louis, por encargo de S. S. Norris, H. B. Pokorny & Hijos. Lo hojeó por encima y vio listas, transcripciones, desgloses financieros, todo en unas 250 páginas, un volumen que le asustó. Si todo era fingido, no cabía duda de que tenían mucha imaginación. Decidió leer una sola página. Abrió por lo que parecía una sección del Quién es Quién.

MADAN, Bhikubai Devi, nacida 12/12/61, Bombay. Prostituta. Con domicilio en el Airport Marriott Hotel, St. Louis. 19/9-presente. Visa #3310984067 (turista) fecha de expiración 14/11. Pasaporte indio #7826212M. Encuentros documentados: Jammu, 8/10, 22/10, 24/10, 6/11 (a.m. y p.m.), 14/11, 24/11, 27/11, 2/12, 12/12, 14/12, 29/12, 17/1, 21/1, 20/2, 27/2, 15/3 (ver cronología, Apéndice C). Ripley, más de 50 encuentros desde el 19/9 hasta ahora. Probable adicta a la heroína, Madan podría ser el principal y quizá único enlace entre Jammu y Ripley. (Ver Transcripción 14, Apéndice B.) Delitos punibles: posesión de narcóticos Clase 1, violación de visado (Ver 221 [c], ley de 1952, 8 U.S.C. [c]), prostitución. Expediente criminal en India: no disponible.

El teléfono estaba sonando. Probst dejó de leer. Era fácil adivinar quién le llamaba.

*

—Hay que tener huevos para hacer lo que ha hecho Martin —dijo Buzz Wismer.

El viernes había transcurrido sin que Martin se retractara en absoluto de la postura claramente pro-fusión que había adoptado el jueves. Hoy era sábado, y Martin había sido elegido a última hora para pronunciar el discurso clave en el mitin que iba a celebrarse a las tres en el Mall del centro de la ciudad.

—Hay que tener huevos —repitió Buzz. Con una cuchara presionó la película de queso de la sopa de cebolla a la francesa que Bev había sacado del horno. Buzz quería almorzar, pero el almuerzo estaba fundido y era peligroso. La cazuelita de loza no se podía tocar de caliente—. Sí señor —dijo, pellizcando la servilleta con hambrienta frustración—. Hay que tenerlos muy grandes.

Bev cortó los hilillos de queso que colgaban de su cuchara con un cracker petrificado y dio un primer mordisco. Las comisuras de su boca se aflojaron. Él la oyó tragar a regañadientes. Bev tosió explosivamente y se atragantó. Tenía algo en la garganta. Buzz se inclinó para darle una palmada en la espalda, pero ella lo impidió con un gesto de la mano, tosiendo y meneando la cabeza. Cuando se hubo recuperado, cogió su cazuelita con una manopla y la llevó al fregadero. Luego se sentó y partió un cracker en dos.

—No deberías haber hecho sopa si no pensabas comértela —dijo Buzz.

—Sí, hay que tener huevos —dijo ella—. Y ahora que lo ha hecho él, tú también puedes hacerlo. ¿No? Ahora que él ha dado el paso más difícil. Tú puedes ser el siguiente. Harían falta huevos para no hacerlo. ¿No te parece? —había partido cada mitad en dos. Cuatro cuadraditos iguales decoraban su posaplatos. Cogió otro cracker de la cesta—. Tú puedes ser el siguiente. Si él va a tréboles, tú tiras un trébol. Haz lo que él haga. Excepto la parte divertida. Eso se lo ha puesto fácil Barbara, ¿no es cierto?

Barrió con la mano los ocho cuadrados de cracker y fue a tirarlos al cubo de la basura. Buzz consiguió tragar una cucharada de sopa, centrifugándola dentro de la boca antes de que le produjera una quemadura grave. Tragó un poco de Guinness. Bev se sentó.

—Me gustaría ayudarte, Buzz, te lo digo de verdad. Soy tu compañera. Pero no hay nadie a la vista que pueda arrebatarme de tus manos. Nadie en absoluto.

—¿Y si fueras a acostarte?

—Me acabo de levantar.

—Ah.

Después de apurar su cazuelita, Buzz cogió la de ella del fregadero y se comió casi toda la sopa. Bev le sirvió de postre una tajada de tarta impregnada de Grand Marnier. (Su estilo de cocina era demasiado fuerte para él, pero así tenía algo que hacer, como medir aquellas generosas cantidades de mantequilla, tan generosas como las de queso rallado.) Dejó las dos cazuelitas en el lavaplatos, tomando nota mentalmente de comprobar que, una vez terminado el programa, la máquina hubiera conseguido limpiar el queso apegotado en los bordes. (La última criada los había abandonado después de seis días.) Era la una. Hizo gárgaras de Listerine, se puso una chaqueta de cuero y le gritó a Bev que se marchaba a la oficina. Ella acudió a la puerta con un vaso de jerez con hielo.

—Supongo que te veré cuando nos veamos —dijo Bev—. Ya nos veremos. Te veré luego.

Él sonrió.

—No voy a tardar tanto.

No había ninguna razón de tipo práctico para que Buzz imitara a Martin e hiciera declaraciones públicas apoyando la fusión. La campaña había terminado a todos los efectos a mediodía del jueves. Ahora sólo era cuestión de esperar otros nueve días hasta que friera oficial. No obstante, Buzz quería hacer algo. Primero, estar del lado de los ganadores nunca había dañado la imagen pública ni la credibilidad profesional de nadie. Segundo, Martin había actuado con agallas, y Buzz pensaba que darle su apoyo era lo mínimo que podía hacer para echar pelillos a la mar (más que «pelillos», una letanía de intangibles y nocturnos insultos). Tercero, estaba Asha. Mientras conducía hacia sus oficinas vio un Rolls-Royce color crema parado en mitad del extenso y vacío aparcamiento, y mientras se acercaba lentamente a él casi pudo oír la noticia: Edmund «Buzz» Wismer, director general de Wismer Aeronautics, ha asombrado hoy a la ciudad anunciando su intención de trasladar sus instalaciones al centro de St. Louis, después de tenerlas ubicadas durante cuarenta años en la zona periférica del condado.

El anuncio, que se produce a renglón seguido de otro parecido por parte de Martin Probst, amigo y confidente de Wismer, llega en un momento en que Asha se estaba impacientando con él. Al fin y al cabo, ella tenía el motor en marcha, y Buzz se preguntó si, en caso de haber llegado unos minutos más tarde, ella todavía habría estado allí. Sin embargo, por su sonrisa internacionalmente célebre, Wismer se dio cuenta de que Asha se alegraba de haber esperado.

*

La cuenta atrás para el referéndum había entrado en las últimas cifras. En conjunto, los antiguos aliados de Probst en Municipal Growth y Vote No se habían mostrado encomiablemente comprensivos y pacientes con él, al menos a juzgar por su silencio. En parte, sin duda, estaban recordando la negativa de Probst a ensuciarse las manos con los aspectos prácticos de la campaña. No echaban de menos sus esfuerzos, y él se había vuelto tan antipático que muy pocos iban a echarle de menos como persona. Aparte de eso, los saintlouisianos sentían un respeto innato por los cambios de opinión bien meditados, aunque fueran sorprendentes y dolorosos, y quizá más aún en el caso de alguien con una reputación intachable. La gente ya se había acostumbrado a Probst, quien imaginaba la última reacción de los ciudadanos como un «Vaya por Dios, Martin Probst la ha hecho de nuevo». Como de costumbre, los acontecimientos se habían confabulado para que sus actos fueran típicos de él.

El domingo por la noche ya sólo quedaba pendiente una tarea desagradable. Tenía que despejar su mesa en la sede de Vote No y entregar las llaves. Lo había demorado todo lo posible, y todavía un poco más; cuando salió de la casa de Sherwood Drive eran más de las doce.

La noche era cálida. Pulsó un interruptor para bajar las cuatro ventanillas del Lincoln a fin de que entrara el aire que se había levantado de los céspedes en recuperación, de los narcisos, junquillos y campanillas de la ribera. La primavera había llegado de golpe y con todo su empuje, después de no haber dado el menor indicio en enero ni en febrero. Una primavera que la ciudad se había ganado a pulso.

Probst se había leído de pe a pa el documento de Pokorny y no había temido poner a prueba a Jammu en todos sus puntos. Las acusaciones eran graves. Ella comprendió que tenía que dar respuestas, y así lo hizo mientras tomaban crêpes el viernes por la mañana, mientras cenaban en Tony’s el sábado. Probst la observó para detectar el menor síntoma de vaguedad, de farol. No detectó nada.

—Tienes que entender el contexto, Martin. Devi Madan es una joven de veintitrés años que tuvo la mala fortuna de caer en manos de un tipo sin escrúpulos especializado en abusar de jovencitas. Lo primero que hizo Ripley fue quitarle el pasaporte, supuestamente para que no lo extraviara. La instaló en el hotel del aeropuerto Marriott, y allí la dejó. Él no la dejó volver a Bombay ni siquiera después de que su pasaporte expirara. Ahí es donde intervine yo. Como escribía Joe Feig en su artículo del mes pasado, son muchos los indios que han emigrado a St. Louis, y uno de los motivos por los que vienen acá parece que soy yo. Las familias que quieren abandonar India para venirse a América descubren que St. Louis ha acogido al menos a un indio, es decir, yo, a lo grande. Cuando llegan aquí se ven inmediatamente en un montón de aprietos, algunos con la justicia pero sobre todo con las costumbres y el idioma, con las instituciones y la idiosincrasia del lugar. Y en India la tradición del mediador se remonta a muy antiguo. Hay una agencia en Bombay donde encuentras intermediarios que a cambio de una suma a veces razonable, pero normalmente no, te solucionan los trámites burocráticos. Pero las cosas no funcionan así en St. Louis, de modo que para todos estos indios, en especial personas como Devi, que lo está pasando mal de verdad, yo he sido el equivalente del mediador. No voy a compararme con la señora Gandhi, pero ella también dedicaba unas horas semanales a oír las quejas de la gente común. Era una tradición mongol que ella reactivó con su peculiar estilo regio. Devi no es la única persona de la que he tenido que ocuparme, aunque sí una de las que he visto más a menudo, hasta hace unas pocas semanas. Supongo que Pokorny no menciona que Devi ha podido finalmente volar a Bombay, después de que yo hiciera todo salvo hacer arrestar a Ripley por ladrón.

—¿Incluido chantajearle?

Jammu se tomó la pregunta en serio.

—Yo no chantajeo, Martin. Por otra parte, no soy tan pura como tú. Puedo decirte exactamente hasta qué punto figuraba Devi en algunos de los planes de Ripley.

—Ahórratelo.

Por deferencia a Norris, Probst no le había dejado ver el informe propiamente dicho. (Tampoco ella había mostrado interés en verlo.) Lo había partido en dos, a lo largo, con el cúter de Carmen, y había tirado cada mitad en dos papeleras distintas, una en el trabajo y otra en su casa.

No había luz en las oficinas de Bonhomme Avenue. Probst aparcó, montó en el ascensor y entró en el despacho, encendiendo las luces. Allí no había nadie. Parecía abandonado desde hacía más de una noche.

Empezó a meter montañas de papel amarillo en su cartera. Los borradores de sus discursos. Como souvenir cogió unos lápices de Vote No, una instantánea de él sentado a su mesa (ensimismado en su trabajo, la cabeza gacha), y una copia de todos los documentos en cuya redacción había participado. Cogió también la foto de Luisa que le había dado Duane. Dejó todos los cajones expresamente medio abiertos. Luego se sentó a escribir una nota para Holmes que pensaba dejar con las llaves.

Querido John,

—No te molestes.

Probst se sobresaltó y, al girar la butaca, vio a Holmes en persona, sin afeitar, en mangas de camisa, a un palmo de su hombro.

—Perdona si te he asustado.

—Descuida —dijo Probst—. Es que…

—Sí. He salido a tomar una copa —Holmes tomó asiento encima de la mesa, dejando un pie en el suelo—. Está todo muy tranquilo, ¿verdad?

—Es tarde.

—Hace una semana a estas horas todavía había un montón de gente, incluso los domingos —Holmes sonrió—. Los últimos tres días hemos perdido muchos voluntarios.

—¿Por mi culpa?

—Evidentemente —Holmes meneó la cabeza—. Mira, no quiero darte la paliza con esto, pero quizá te gustará saber que significó mucho para nosotros tenerte aquí todo este tiempo.

—Gracias, John.

—Y por razones puramente egoístas, yo detesto lamentarme de nada. Tú y yo nos hemos librado de un apuro.

—¿Cómo es eso?

—A mí nadie me va a pedir que dirija otra campaña, y a ti nadie te va a pedir que participes en una.

Agradecido por la broma, Probst preguntó:

—¿Crees que alguien sospecha que lo planeamos?

Holmes miró hacia los fluorescentes:

—Me quedo las llaves, Martin.

*

Unos ronquidos suaves llegaron a las orejas de Rolf desde debajo de la almohada a su derecha. Un radiodespertador desconocido le miraba parpadeando, y una foto enmarcada de unos padres de mediana edad arrojaba benevolencia sobre la cama. Había despertado de golpe, desvaneciéndose como oxígeno líquido su anterior somnolencia azul. Estaba totalmente despierto. Un diván y un confidente acechaban más allá del cubrecamas apelotonado y su fleco de encaje, en el lado de estar de aquel salón combinado con dormitorio. Estaba demasiado oscuro para distinguir lo que decía el bordado que colgaba junto a la puerta de la pequeña cocina, pero recordaba el mensaje: Hoy es el Primer Día de tu Nueva Vida. Así era Tammy. Rolf le había hecho ver que el orgasmo femenino era una mera invención de los redactores de revistas de moda. Cierto, quizá había algún tipo de mujer que sentía algo como… Tammy no era de ésas. Ella le había creído. Había descubierto que era verdad.

El aire sabía limpio y transparente. Considerando todos los aspectos, Rolf estaba satisfecho de su estado. Gelatron, y ahora también Houstonics, eran suyos. Y el nivel de endeudamiento era tan bajo que casi le causaba rubor. Los inmuebles de Gelatron y Houstonis en Tejas habían sido vendidos en un marco fiscal más que favorable, mientras las empresas se trasladaban a propiedades del propio Ripley en St. Louis, eludiendo así la necesidad de liquidar las existencias en St. Louis y sufrir allí las consecuencias fiscales. La empresa había crecido sin dolor. Incluso la conversión de Martin Probst a la causa no podía disminuir el placer que a Rolf le causaban las maniobras; y es que, de repente, como si hubiera despertado de un sueño profundo, a Rolf le importaba un comino lo que Martin hiciera. Podía recuperar a su Barbie (si es que la encontraba, je, je). Rolf estaba satisfecho. No todos los hombres podían financiar un parque temático sexual y catar la mercancia del vecino de al lado. Tampoco cualquiera podía haber reducido drásticamente sus pérdidas cuando al final se hartaba de todo. Rolf era todavía más admirado por sus saltos en paracaídas que por sus sagaces adquisiciones. Devi había salido de su vida, a un coste para el fondo de reservas de sólo unos cuantos centenares de dólares en metálico y diez minutos de tiempo de su secretaria para informar del robo de sus tarjetas de crédito. Y por primera vez Jammu había llevado las cosas muy bien, informándole el miércoles de que Devi era heroinómana y recordándole que como extranjera ilegal no tenía derechos. Era probable, por supuesto, que Jammu hubiera comprendido finalmente que Devi le robaba sus secretos. Jammu no era de las que hacían favores desinteresados.

Pero Tammy, por el contrario… Ella se agitó y giró hacia su lado. Una teta deliciosa miró a Rolf a los ojos. Tammy era azafata de Ozark. Una de las metas de Rolf era tirarse a una chica en el cuarto de baño de un jumbo a mil metros de altitud, y ahora estaba seguro de que podría alcanzar su objetivo. Había mucho que esperar de la vida, y muy poco que lamentar. Actualmente Ripleycorp tenía una situación financiera más firme que nunca en veinte años, una situación que no iba sino a afianzarse en el futuro ahora que Ripley había sustituido a Wismer y a General Syn como gigante industrial de la región. Su ánimo de lucro no había perdido un ápice de su potencia. De hecho, si no se dormía en seguida iba a tener que despertar a Tammy; ella se impresionaría demasiado para ponerse de mal humor.

Lo más estupendo de ganar dinero, naturalmente, era la garantía que le daba a uno en el mercado de la moralidad. Devi se había aprovechado de la munificencia de Rolf, y ella lo sabía. Rolf le había comprado muchas cosas bonitas. Devi no podía haber vivido mejor, y haberlo hecho todo tan mal. Era un fenómeno generalizado. Cuando pensaba en todas las tías con las que había gozado en cuarenta años, podía decirse a sí mismo, con todo el candor, que había sido sincero con todas ellas.

*

—Jack. ¿Cómo estás?

—Muy bien —era jueves por la tarde. Había pasado una semana desde el anuncio de Probst—. Acabo de llegar del servicio de Maundy en la iglesia. Un hermoso servicio. El nuevo director del coro tiene verdadero buen gusto, deberías venir alguna vez. Yo nunca fui muy amante de ir a la iglesia, pero te aseguro que estos últimos años… ¿Todavía vas a esa iglesia luterana de…?, ¿dónde estaba?

—No —dijo Probst—. Desde que me fui de casa de mis padres.

—Ah, pues sí que hace tiempo. Mucho. Bueno, mira. Me dirás que soy un pesado pero, dime, ¿tienes planes para esta Semana Santa?

—Pues…

—Verás, Elaine y yo habíamos pensado que quizá estarías solo, o con Luisa. Bueno, no sé, son unas fiestas familiares. Unas fiestas tranquilas. Déjame decirte lo que habíamos pensado, Martin. Vamos a ir temprano a la iglesia, bueno, eso si podemos sacar a los chavales de la cama (tenemos métodos para eso), con lo cual estaríamos de vuelta en casa sobre las diez y media. La comida será sobre las dos, y, mientras tanto, pues, jugaremos a buscar huevos en el jardín. Elaine y yo les decimos a los chavales que ya son un poco mayores para eso, pero ellos insisten cada año. Ahora es algo más que un juego, por supuesto. Qué sé yo, como el bridge. Se lo toman muy a pecho, sabes, y yo me paso la mitad de la noche cociendo huevos. La cosa tiene su estrategia, depende de si vas a sacarlos de quicio utilizando algunos de los sitios acostumbrados, o no. En fin, si crees que a Luisa le puede gustar, ella podría…

—Mira, Jack, no sé…

—Luisa podría venir temprano. O los dos. Y si no, a eso de las doce y media.

Probst bizqueó hasta que le dolieron los ojos.

—Creo que debería haberte interrumpido, Jack. El caso es que, por desgracia, tengo que…

—Oh, bueno, tranquilo —se apresuró a decir Jack.

Probst se enfadó.

—Es que tengo planes. La jefa Jammu va a venir a cenar a casa.

—¡Hombre! De la portada de Time a la mesa de Martin Probst.

¿Le estaba insultando Jack?

—¡Es una gran noticia! Dos personas como vosotros, tan competentes y eso, me parece una gran idea. Por cierto, vimos tu nombre en ese artículo. Tus viejos amigos se sienten orgullosos de ti. Y me parece bien que hayas abandonado el barco en el último momento. Menuda sorpresa. Yo creo que hiciste lo correcto al ponerte del lado de los ganadores. Y digo ganadores porque, bueno, ¿te acuerdas de lo bien que se me daba predecir los resultados de las elecciones?

—Sí —dijo Probst. No lo recordaba en absoluto.

—En estos últimos años incluso he mejorado. Un noventa o noventa y cinco por ciento de aciertos. En fin, esto del referéndum, parece una cosa cantada.

—Así lo indican los sondeos.

—Ya, ¿y sabes qué me hizo decidirme? Elaine y yo siempre miramos a ver si sales en la tele, y escuchamos lo que dices. Me pareció que tus argumentos eran buenos (ése es Martin, solemos decir) pero lo que dijiste el jueves o cuando fuera, eso sí que me gustó.

—Gracias, Jack. Espero que no seas el único.

Hubo una pausa. Probst tenía pendiente la compra para el domingo antes de que cerraran las tiendas, porque no parecía que su agenda le fuera a dejar tiempo para hacerlo en los dos días siguientes.

—¿Estabas haciendo algo? —preguntó Jack.

—¿Ahora mismo?

—Sí. Íbamos a tomar café y un poco de tarta.

—Por desgracia… —Probst sintió flojera en las rodillas. Muy resuelto, dijo—: Mira, Jack. ¿Te das cuenta de que no he tenido tiempo para aceptar ninguna de tus invitaciones en lo que va de año?

—Pues no —la respuesta llegó con un sarcasmo nuevo—. No lo había notado.

Se podían volver crueles contigo, así por las buenas. Jack lo había hecho ya de adolescente, alardeando de la amarga superioridad de los menos aventajados.

—Sólo quiero ser sincero contigo —adujo Probst—. No quiero que pierdas el tiempo.

—No me parecía que lo estuviera perdiendo.

—Será que no quiero que me hagas perder el mío.

—Está bien.

Soy Martin Probst. Soy el presidente de Municipal Growth. Soy el que construyó el Arch. Soy amigo de Jammu, soy el Profeta con Velo, y podría llegar a ser el nuevo supervisor del condado si me apetece.

—Perdona, Jack. Sólo pensaba que era mejor para los dos. No se trata de…

Señal de marcar.

«¡Cabrón!» Probst colgó el auricular de mala manera. Recogió las llaves, la chaqueta y la lista de la compra y salió de la casa antes de que el teléfono volviera a sonar. Uno trata de ser un poquito amable y…

Saben lo duro que es todo esto, y sin embargo…

Y Barbara le acusaba de ser débil de carácter, le daba palmaditas en las mejillas. Le haría tragar el haberle abandonado. Estaba en buena forma. Estaba en muy buena forma.

Pensaba hacer unas chuletas de cordero a la parrilla, patatas asadas, una ensalada verde y usar la botella de vinagre balsámico que había descubierto la semana anterior en una caja plateada que había en la alacena. Era lo que les faltaba a sus ensaladas, pero no a las de Barbara. En las últimas cinco semanas había empezado a comer ensalada otra vez. Su dieta de comer fuera de casa le había ido añadiendo una libra cada cinco o seis días, y al final se había quedado sin sitios donde esconder sus kilos de más.

Entró en el aparcamiento de Schnucks, cogió un carro de la cola y entró en el templo de la luz. Había estado yendo allí tan a menudo que podía ordenar la lista secuencialmente, según los pasillos en donde estaba cada cosa. Verduras fruta charcutería café cereales salsas especias carne. ¿Era demasiado pronto para comprar el cordero? ¡En absoluto! La carne se volvía más tierna con el tiempo, y además, podía ser que el sábado por la noche ya no les quedara género. Eligió dos paquetes del mejor cordero. Pensó en lo irónico que era matar corderos inocentes para festejar la Pascua. Recordó que al conocer a Jammu había tenido miedo de que fuera vegetariana.

Las colas de las dos únicas cajas todavía abiertas rodeaban un amplio expositor de golosinas. Probst puso en su carro un gran huevo de chocolate, chuchería comestible para gusto de Jammu. (Pero ¿quién se dejaba engañar por esos huevos huecos? Los niños, nadie más. A los niños los engañaban. La economía prosperaba gracias a la estupidez de los pequeños.) Como de costumbre, había elegido la más lenta de las dos colas. (Qué cabrón, ese Jack.) Echó un nuevo vistazo a los grafismos de las chucherías. Los conejitos de chocolate venían en endebles envases de cartón de vivos colores, envueltos en celofán. En cada una de las cajas aparecían las palabras «chocolate con leche» y una lista de enes y benzos y fosfos y lactos. Pero éstos no eran conejitos corrientes. Todos eran distintos, y las ilustraciones tenían que ver con las creaciones que había en el interior. Un conejito sobre una moto de chocolate recibía el nombre de Chopper Hopper. Otro con una lupa en la mano tenía el apodo Inspector Hector. Había un Jollie Chollie y, con una raqueta de tenis, un Willie Wacket. Conduciendo un coche de bomberos de chocolate había un grupo de conejitos que respondía al nombre colectivo de Binksville Fire Control; su precio más elevado reflejaba su mayor peso neto. Había un Rolly Roller sobre patines. («¡Usted perdone!») Super Bunny con una capa marrón. Peter Rabbit; vaya, se acordaban de Peter Rabbit, ¿eh? Y vendían aquellas cosas a los niños pero no iban a la cárcel. Little Traveler. Parsnip Pete. Horace H. Heffelflopper. («¡Perdone!») Simplemente McGregor. Mister Buttons… Probst estaba manoseando los envases, en busca de nuevas afrentas. Encontró una más: Timid Timmy. (Somos la nación más grande de la tierra.)

—¡Perdone!

Probst se volvió hacia la voz, que parecía dirigirse a él. No vio a nadie. Miró hacia abajo y vio a un niño de unos nueve o diez años.

—¿Qué hay? —dijo.

—Perdone —dijo el chico—. ¿Es usted el señor Probst? —Sí.

El niño le puso en la mano un arrugado ticket de caja y le preguntó:

—¿Puede firmarme un autógrafo?

Probst buscó un bolígrafo en el bolsillo de su chaqueta.