19.

—Hay un hombre.

—No.

—Te lo noto en la voz, Essie. Las madres nos damos cuenta.

—Has ido recibiendo el dinero, ¿verdad?

—Es Singh. Otra vez.

—Apenas si veo a Singh.

—Bueno. Tú sabrás lo que haces.

—Digo que apenas le veo. No sé qué te pasa.

—Dímelo tú. Yo me he conformado.

—Te preguntaba si habías ido recibiendo el dinero.

—Un poco, sí.

—¿Qué significa eso? Te has estado llevando un ciento veinte por ciento neto y la cosa va en aumento. Él te envía fotocopias de cada…

—Sí, fotocopias.

—Si no me crees, envía otra vez a Karam.

—Lo haré. Puedes estar segura. Y espero que esta vez seas más educada con él.

—Vaya. No fui educada, ¿eh?

—Karam no es de los que se quejan, pero tuve esa impresión. Se sentía dolido. Es un hombre muy sensible, Essie. Muy tierno, además. Es como un padre para ti. Entiendo que Singh estuviera violento. No me sorprende. Pero tú ya tienes treinta y cinco años.

—Maman, entre Singh y yo no queda nada. Dentro de un mes se marcha, y dudo de que vuelva a verle más.

—Razón de más para vigilarle. Se me dio a entender que un cien por cien era una cifra mínima. Estaba convencida de que tú podías mejorarlo.

—Singh no te está robando el dinero. A nadie le importa tu dinero. No hay persona tan codiciosa como tú.

—Ni tan ingenua como tú. Piénsalo bien.

—Sacas más de dos dólares por cada uno de los que invertiste en septiembre. Los tipos de interés son buenos. En cuanto a los impuestos, bueno, yo ya te avisé. No creas que eres la única que tiene obligaciones fiscales. Ya tengo bastantes problemas con…

—Karam estará ahí la semana próxima. Si avisas a Singh de que va a ir a St. Louis, me enfadaré mucho contigo. Pero no me sorprenderá. Las madres sabemos de estas cosas.

—Te recuerdo que conozco a Singh desde hace diecinueve años.

—Las madres sabemos.

¿Quién es Singh?, preguntó Norris.

No zé. El número doce de nueztra lizta.

¿Qué dinero es ése?

Ze zupone que de Asha, pero en realidad de la madre.

¿Algo con que podamos enchironarla?

De momento no.

Jammu dejó encendidas las luces del despacho, se metió en el cuarto de baño y se puso unos pantalones largos y una cazadora de policía. Se sujetó el pelo y se encasquetó una gorra, tirando de la visera hacia abajo. Ayudantes de Pokorny habían estado siguiendo sus movimientos —el general Norris tenía dinero para pagar todo un ejército de espías— y ahora tenía que andarse con más cuidado. Cruzó el puente de peatones hasta la academia de policía, salió a Spruce Street y montó en el Plymouth que Rollie Smith le había dejado expresamente aparcado allí. Era una suerte no tener que hacer inspecciones sorpresa muy a menudo. Condujo veinte minutos hasta cerciorarse de que nadie la seguía. Luego cruzó el Mississippi por el puente MLK y entró en East St. Louis (Illinois).

East St. Louis era una versión en pequeño del Bronx, de Watts, de North Philly. Cinco kilómetros al este del Arch, aquellas calles volcánicas serían una amenaza o un tema polémico para la gente de St. Louis si no estuvieran protegidas por el ancho río y la frontera del estado. Singh había hecho bien en encerrar a Barbara Probst en el loft que tenía aquí. La ciudad era un agujero negro en el cosmos local, un lugar de pobreza y depravación de donde incluso el crimen organizado procuraba huir. Nadie esperaría que un psicópata remilgado como John Nissing llevara a su guapa rehén a una zona en donde apearse del coche —aun con el otro pie sobre el acelerador— era una invitación a la muerte. Jammu aparcó en la zona de carga del almacén y corrió hacia la puerta. Asha le había dado unas llaves. Una vez en la planta superior abrió una puerta de acero y, para asegurarse de que Singh no le pegara un tiro por error, silbó un fragmento de una vieja canción de taberna:

¿Quién puso el orto en ortodoxia?

¿Quién le puso el santo al santón?

Luego entró.

Singh no levantó la vista de los papeles que tenía esparcidos por el suelo. Estaba pulsando teclas con un solo dedo, a lo pueblerino, en una calculadora.

—Qué agradable sorpresa —dijo.

—Mi madre cree que le estás sisando parte de sus ganancias.

—¿Cómo está la buena mujer?

—Bhandari va a venir la semana que viene para hacer otra auditoría.

—Es curioso que me avises.

Jammu suspiró.

—Aprecio todo lo que estás haciendo por mí.

—Bah, descuida —Singh trazó una línea roja sobre una columna de cifras y se levantó—. ¿Has venido a ver la mercancía? —Sí.

Singh abrió una puerta y cruzaron una habitación vacía. «Punto en boca», susurró. Detrás de unas cortinas había otra puerta. Jammu vio la mirilla, situada en la parte alta. Singh se fue y volvió momentos después con una pequeña escala de mano que tenía los peldaños forrados de caucho negro. Jammu se subió y atisbo por la mirilla.

La habitación también estaba vacía, o casi. Paredes, piso y techo se curvaban por la perspectiva del ojo de buey como la piel de una burbuja. La mujer y el colchón parecían adherirse, suspendidos, al suelo. Ella estaba boca abajo leyendo a la luz tenue de una lámpara. Llevaba el pelo suelto y largo, quedando el resto del cuerpo en sombras. Jammu distinguió apenas las piernas estiradas al pie de la cama, el cable que conectaba su tobillo a la pared. Pero la cara era irrefutable. Era la mujer de Martin. Había oído su voz y la tenía por una mujer que iba y venía a sus anchas por la ciudad. Ahora podría haber sido una mariposa debatiéndose en las manos de Jammu. Tuvo ganas de aplastarla. Tu marido no te quiere. Tu hija no te necesita. Tu Nissing es un mariquita. No conseguía recordar por qué había puesto reparos al secuestro. Odiaba la idea de dejarla en libertad, de desperdiciar una cosa conseguida a tan alto precio. Su supervivencia dependía de momentos como aquél, necesitaba el control absoluto. ¿Quién es usted? Esto le había preguntado Martin. Y entonces no recordó la respuesta. Ahora sí. Barbara levantó la vista del libro y miró hacia la puerta.

Satisfecha, Jammu se bajó de la escalera y cruzó la habitación. Singh la siguió.

—Tal como te había dicho —dijo él, cerrando la segunda puerta—. Sana y salva.

—Ya lo sé. Siempre y cuando no haya problemas en el momento de ponerla en libertad.

—Desde luego —Singh se quedó en el umbral, esperando a que ella saliera.

—No habrá problemas.

—Eso espero.

—Sigues siendo un psicópata.

—Ajá.

—Todavía no me voy, sabes.

—Ah —Singh fue a sentarse en el suelo, en mitad de la habitación—. ¿Cómo te va con Probst?

Jammu entró en la reducida cocina.

—¿Qué tienes de beber?

—Agua del grifo. Y Tang.

—Estás muy estoico últimamente —cogió un cigarrillo de los de Singh y se lo puso entre los labios—. ¿Tú le encuentras atractivo? —dijo en tono conciliatorio, arrastrando las palabras.

—No. Ya deberías saberlo.

—No siempre sé lo que piensas.

—Por regla general…

—Últimamente te retrasas un poco con los extractos —dijo ella—. No quiero ver itinerarios. Lo quiero todo resumido.

—¿Y qué quieres que resuma? Usa un plato para la ceniza, por favor. La cosa se está poniendo heinsenbergiana. Cuanto más le quitamos a Probst, menos indicadores tenemos de lo que está pasando. Casi no habla con nadie. No tiene amigos. Salvo tú, por supuesto, y me consta que sabrás sacarle provecho a la situación. Pero casi es mejor que hayamos eliminado la mayor parte de los micros. Intervenir el teléfono ayuda, pero la calidad del sonido es pésima desde que reduje los amperios. Deberíamos montarle otro accidente a ese Pokorny. En Bombay habría sido muy fácil. Fue un error no hacer que Bhise siguiera adelante. ¿Has pensado…?

—Estando tan reciente lo de Billerica, no. Además, Pokorny es sustituible.

—Como quieras.

—Barbara le sigue telefoneando, ¿no?

—Eso tampoco nos sirve de mucho. Es más, trató de despertar sus sospechas en la cuarta llamada, cuando él le sugirió que se divorciaran. Antes de colgar, ella le dijo que le quería. Lo único que nos salvó, aparte del puñetazo que le di, fue que Probst la trata tan mal que ella le detesta. Gracias, ya lo sé. Es porque yo he fomentado una situación que ya existía. Me quito el sombrero ante tus teorías.

El cigarrillo le estaba dando la sensación de que la vertical oscilaba. Ella también habría tratado mal a Barbara, de haber estado casada con ella.

—Probst ha modificado el tono de sus afirmaciones —dijo Singh—. Su postura en los seis últimos días equivale a una declaración de neutralidad. Si yo fuera John Holmes, estaría asustado.

—Parece ser que le estoy haciendo llegar mi mensaje.

—Tú tranquila, jefa. Le caes bien. Te considera guapa.

—Basta.

—Se pasa el día mirando las musarañas.

—He dicho basta.

—Apuesto a que desearías no tener que liberar a Barbara, que yo pudiera facturarla como equipaje cuando me vuelva a India.

Jammu apagó el cigarrillo y se lamió el resto de azúcar que le había dejado el papel.

—Pero te gustaría que él se lanzara de cabeza —dijo Singh.

—Para apoyar la fusión.

—Naturalmente, a eso me refiero —hizo una pausa—. Apreciada señorita Singh: Creo que mi novio me quiere pero es un poco timorato. Yo me lanzaría de cabeza. ¿Qué puedo hacer? Sinceramente, Despechada. Éste es el momento de los correlativos objetivos. Contrariamente a las expectativas de Baxti, no hemos conseguido envejecerlo acelerando el proceso de pérdida. Sus hábitos y su actitud general se han vuelto juveniles y sorprendentemente egoístas, lo cual es una suerte porque tú (perdona que te lo diga) tienes un encanto juvenil y egoísta. Te diré un par de ideas y una sugerencia.

—Que yo no habría tenido que oír si me hubiera marchado ya.

—El sobre, por favor —Singh se sacó un sobre blanco del bolsillo de la chaqueta y lo abrió. Repasó el extracto que contenía y leyó en voz alta—: Uno. Instarle a presentarse a las elecciones para cubrir la vacante de Billerica en el condado —miró a Jammu.

—Quizá.

—Dos. Nunca ha hecho de Profeta con Velo. Hacer que lo elijan a él.

—Quizá. La organización es cosa del ayuntamiento, y eso significa que ahora mismo muchos de sus miembros no están demasiado contentos con Probst.

—¿Egon Blanders? Le conseguiste un local en Easton. Seguro que te debe algún favor.

—Así es.

—Entonces. Probst sigue siendo popular al margen de su postura sobre la fusión. Debería ser el Profeta con Velo de este año. Y el supervisor del condado. En otoño «meditó» mucho sobre su «semi jubilación», como así se refirió a trabajar cinco días a la semana. Si fueras tú quien le diera novedades sobre un papel importante en el sector público… Lo cual me lleva a la sugerencia que mencionaba antes. Adúlale. Lo has hecho bien fomentando su vanidad física. Pero el Estado, que en estos momentos es poco más que un caos casi juvenil, necesita consolidarse. Mi sugerencia es el destino. Él, en parte, ya cree estar destinado a jugar un papel vital en la historia de St. Louis, se lo han dicho a menudo. Debería creer además que estaba destinado a formar equipo contigo; que su familia estaba destinada a abandonarlo para que él pudiera lograr este objetivo. Y te da igual si esto resulta un fiasco el día después del referéndum. A ti no te importa, ¿verdad? Más importante aún es el correlativo, a saber, que la ciudad y el condado están destinados a ser una misma cosa. Que la fusión no es una violación sino una necesidad. Tenía que pasar tarde o temprano. Para ti sería tarea fácil, porque tú misma crees en la necesidad histórica, a tu manera un tanto peculiar. Y el simbolismo (tú la ciudad, él el condado) debería reforzar la atracción personal. Recuerda, ésta es una ciudad de símbolos. Así que lánzate.

Jammu guardó silencio. Tenía la sensación de haber crecido más que Singh. Probst no tenía mucha labia, pero sí una posición de autoridad. Le admiraba por sus dudas, por sus escrupulosas observaciones, por las puertas a la verdad que abría gracias a su esmero.

—¿Cómo mantendrás activa la dinámica de Ripley —dijo Singh— si Probst se pone finalmente de su lado?

—Ripley ya no puede echarse atrás.

—¿Y Devi?

—Todavía la utilizo. Pero Devi ya tiene un pie en el avión. Pokorny y Norris quieren atraparme como sea.

—Eres muy paciente con el general.

—Le subestimas, Singh. Sus teorías lo han mantenido ocupado. No ha hecho nada práctico para oponerse a mí. Y me ha servido para oler el peligro. Estando un paso por delante de él, hemos estado dos pasos por delante de los demás. Mira, Singh, todo encaja a la perfección. Gopal nos quitó de en medio a Hutchinson, divulgó la insuficiencia de las fuerzas políticas del condado, dañó la popularidad de West County, contribuyó al ambiente de temor, y además hizo algunas cosas como lo del estadio. Pokorny todavía tiene a un hombre tratando de averiguar de dónde salió todo el material y para qué era si no pensábamos utilizarlo. Era para él. Para la élite que está al corriente, que está informada de todo. Para Norris, quien jamás sabrá que no debería haber malgastado el tiempo tratando de averiguarlo.

Singh se levantó con un gruñido.

—¿Qué es lo que te ronda por la cabeza? Después de hablar con ella, siempre te pones igual.

—¿Igual, cómo? —quiso saber Jammu. ¿Qué había notado él en sus palabras? A veces, Singh se inventaba cosas.

—Dentro de diez años no habrá diferencia entre tú y ella.

Estaba sentada con las piernas y los brazos cruzados, de sarga azul y cuero negro; al menos nunca iba tan formal como su madre, la cual, de joven, se había cambiado el nombre para largarse con un americano y tener un hijo de él en Los Ángeles, creyendo muy posiblemente la misma cosa.

*

El invierno llegó pronto a Cachemira, a finales de octubre cuando el valle exudaba humedad hacia las montañas para retomarla en forma de nubes, brumas góticas que intrigaban en las avenidas de Srinagar, aliadas con el humo de leña, una especie de contaminación premoderna. La noche empezaba con el invisible ocaso del sol detrás de picos invisibles, a las cuatro de la tarde. Balwan Singh entró en un bungalow de las afueras, colgó su chaqueta de un clavo y se acercó a los encorvados miembros del Grupo de Lectura de Estudiantes Marxistas, hablando antes de llegar a ellos, antes de que pudieran saludarle.

—Por regla general —dijo—, la revolución procede por líneas dialécticas entre la teoría y la praxis, la praxis y la teoría. La percepción que Lenin tenía de su historicidad se convirtió en la gerencia de Lenin sobre las acciones bolcheviques, acciones que, con sus éxitos y fracasos, condujeron a un refinamiento de su teoría, concretamente en los conceptos de imperialismo y del estado comunista. Mientras Lenin vivió, esta dialéctica estuvo a la par de su contrapartida, esto es, la del hombre como perceptor y el hombre como partícipe, como sujeto y como objeto. Pero la muerte de Lenin, las imperfecciones del estado incipiente y, sobre todo, la ascensión de Stalin, crearon una crisis en la dialéctica: la praxis dictó que la teoría, a corto plazo, fuera su apologista.

Los camaradas estaban acuclillados en el suelo, apoyados en las paredes, mascando paan o fumando, como una congregación de meditabundos barqueros de una generación mayor. En su mayoría eran hijos de hindúes acomodados, sus ojos brahmánicamente luctuosos, y se habían adherido a la pauta india según la cual los jóvenes se hacen hombres en seguida. El materialismo de manual los había exaltado. Practicaban el filibusterismo en las aulas. Se hacían expulsar. Se reían de los chistes correctos.

Singh, cuyos chistes siempre eran correctos, no reía nunca. Paseó arriba y abajo delante de ellos, situándose en mitad del asterisco de sombras que sus piernas arrojaban a la luz de las linternas, su pavoneo, como siempre, mitad profesoral, mitad agitador, pero sobre todo Heinrich Heine, y empezó a notar que no le estaban escuchando. Los hombros de sus camaradas se movieron como si hubieran notado corriente de aire. Así era. Había un recién llegado detrás de ellos, una chica, una chica muy joven con cuerpo de muchacho y pelo corto de muchacho también, sentada con las piernas cruzadas y pantalones cerca de la estufa de lefia, en el suelo. Singh se interrumpió para preguntar su nombre.

—Jammu —dijo la chica.

La saludó muy envarado y, para dar ejemplo, hizo que el grupo la ignorara durante el resto de su conferencia. Al disolverse la reunión ella salió del bungalow como un encogimiento de hombros hecho carne, como un yo contenible en una sola palabra. Singh la siguió, mirando hacia atrás para asegurarse de que ningún camarada lo viera.

Jammu dijo que era de Bombay. Tenía dieciséis años. Estaba estudiando en Srinagar contra su voluntad. Le dijo a Singh que no era una buena universidad. Su madre quería casarla con cierto terrateniente cachemiro de cuarenta y tres años porque ella era hija bastarda y el hombre había pedido su mano. Estudiaba Ciencias Electrónicas. No hablaba una palabra de cachemir. Su madre quería fabricar transistores en Ahmadabad y pretendía que ella dirigiera la empresa. Jammu quería ir a Londres o París y ser escritora y no casarse. Había visto una octavilla del Grupo de Lectura. Su madre le había dicho que su religión era el neosocialismo. En el hueco de una ventana del sótano de su casa, en Bombay, había visto a una gata sacar cinco crías mojadas de su cuerpo. La gata se enfadó y trató de escapar pero estaba demasiado débil para trepar por la ventana. Los gatitos se retorcían como excrementos vivos sobre las hojas secas. La gata se tumbó de nuevo y se comió el saco. Le preguntó a Singh quién era Trotsky.

Se habría enamorado del primer hombre lo suficiente falto de escrúpulos para reclamarla, se habría convertido, a arbitrarias instancias de alguien, en una fascista, una industrial o una delincuente, se habría contentado con ser el miembro más insignificante del Grupo de Lectura. (Y luego lo habría incluido a él en una mordaz roman à clef, inacabada dentro de un baúl.) Era inexplicablemente inocente, como el sencillo cerebro de una bomba de relojería. Era incapaz de amar pero actuaba como casada, dirigiendo la vida de Singh («No puedes pagarte esas botas») y considerando a los demás hombres con hermética indiferencia. Iba a donde no había ido ninguna mujer, hacía lo que muy pocas chicas hacían, de modo que poco importaba lo que dijera. Siendo Jammu, no tenía importancia. El Grupo de Lectura, rebautizado como Frente Alternativo Socialista de Cachemira y de ahí Grupo de Lectura del Pueblo, la tenía por una dogmática. Singh también. Él la promovió a un puesto de mando. A todas las demás las abandonaba en la cama. Él y ella vestían de manera idéntica.

Cuando Jammu se fue a Chicago (bajo la falsa impresión del clima político de esa ciudad; era el año 1968 y ella pensó que Chicago era un semillero; el suyo era, como Singh pudo ver, un típico contrasentido indio), él partió a Moscú para estudiar Ingeniería Mecánica. Tenía una habitación en la mayor estructura independiente de toda Eurasia, el MGU en las Colinas Lenin, un monumento a la certeza de Stalin de que «más es más». Un día fue a la trigésimo quinta planta y encontró una descuidada colección de piedras y una puerta que daba a un pequeño ascensor, un ascensor donde sólo cabían dos personas muy apretujadas, de modo que al subir hasta lo más alto y abrirse la puerta, su cara quedó a unos dedos de una verja de acero y de un cartel que ordenaba en ruso NO TOCAR y que estaba marcado con una calavera y unas tibias cruzadas y un relámpago que atravesaba los ojos de la calavera. Bajó de nuevo en el ascensor a la colección de piedras. Echó una cana al aire con un joven estudiante de Ingeniería llamado Grigor que trabajaba por horas en la oficina de patentes soviética y que afirmaba, cuando estaba ebrio de vodka, tener la misión de copiar patentes occidentales al ruso y ponerles fecha como si hubieran sido hechas en Moscú varios años antes de las originales. Luego lloraba y le decía que había mentido. Jammu envió a Singh una postal diciendo únicamente «Te echo de menos». A su regreso a Bombay, Singh se enteró de que, entre tanto, ella había entrado al servicio de la policía india. No le importó. Seguía siendo su favorita, su primer y único ligue femenino hasta la fecha, y al recordarle ella que él era libre para liarse con quien quisiera, le hizo sentir universal y poderoso. Singh ejecutaba su función histórica religiosamente (si es que la religión entraña la sumisión al ritual de una mente autónoma). Así como los más eruditos teólogos católicos toman la comunión y se confiesan, así Singh no dejó de reclutar, incitar y debatir con los jóvenes de Bombay. Durante años vivió en Mahul, a la sombra de la refinería Burmah Shell. Cada mañana salía de sus aposentos para patearse las calles o servir mesas en el hotel Lady Naik o matar el rato en un salón de té con sus colegas izquierdistas, y al llegar a su edificio paraba delante de un deforme vendedor de tabaco, dejaba unas monedas sobre la bufanda que éste tenía extendida en el suelo y cogía un paquete de genuinos Pall Mall. Por brazos el hombre tenía dos hemisferios de ébano que sobresalían de sus hombros, atorados en el parto treinta años antes, relucientes a la luz roja de la mañana como si estuvieran barnizados. La deformidad quería humillar el concepto de brazos, o quizá reproducía en Singh el deseo de tenerlos. Aquel hombre era un avatar de Jammu.

En aquellos primeros años Singh visitaba con frecuencia la casa que la madre de Jammu tenía en Mount Pleasant Road. Shanti organizaba exhibiciones nocturnas de las creaciones de su experto cocinero pathan y de su propia pericia como conversadora. Shanti se consideraba marxista de la escuela gradualista.

—El nuestro es un país de castas, Balwan —decía con un pestañeo, como si él no lo supiera ya—. No de clases. Los petits y los patels. Los hojalateros y los sastres. Sijs e hindúes, y viceversa, claro está. ¿Cómo se puede cambiar esto? ¿Quién ha de romper la tradición? ¿Quién reorganizará los suburbios según el modelo occidental? Un hombre muy sabio que conocí una vez hablaba de deshumanizar a esta generación a fin de humanizar a la siguiente. Soy una cerda capitalista de mierda. Una reaccionaria de mierda. Sólo cumplo con… ¡mi meta histórica!

—Tu dharma, quieres decir.

—Vamos, vamos, hay que ser modernos.

—A eso iba. No estás superando la superestructura. Sigues siendo una brahmán que extorsiona a los harijans en nombre de la sabiduría y de los privilegios raciales.

—Y tú sigues siendo un sij de casta superior. ¡Tú y tus rusos! No eran más que franceses vestidos de marta cibelina; alemanes con samovar. Nosotros aún somos indios. No vamos a desprendernos de nuestra alma oriental de un día para otro. Si miramos hacia el oeste, es a Inglaterra. La vieja, sentimental, solemne y clasista Inglaterra.

—Morada de Marx, no lo olvides, y el único gobierno laborista en la Europa de posguerra.

—Come un poco de carne, Essie. Y tú también, Balwan. Os veo muy delgados. ¿Dónde está la clase obrera en la India «socialista»? ¿Dónde está la Revolución Industrial? Sólo falta una generación.

—En Bombay no, ni en Poona, Delhi, Bhopal. Y lo que importa son los centros urbanos, porque es ahí donde se concentran los órganos represivos. También Rusia era un estado agrario feudalista en 1917.

—¡Santo cielo! Entonces adelante. ¡Incita! ¡Quema los barrios bajos! Pero escríbeme unas líneas cuando tu revolución esté a punto —tocó el brazo de Singh, le guiñó un ojo a su hija—. Haré las maletas. Estoy segura de que el populacho no entenderá que he estado trabajando por ellos. ¿Verdad?

—Qué cosas preguntas.

—Pero todo queda en familia. Essie impide que no vayas a la cárcel. Tú evitas que pasemos por la guillotina.

Jammu mantuvo a raya a Singh. Le dijo que compartía su desdén hacia su madre, veía los humos que se daba, la conocía de memoria, ¿para qué darle más vueltas? Ella no tenía otra familia en el mundo. De modo que Singh se contuvo, y poco a poco Shanti le prohibió el acceso a su casa. Ambos hacían ver, por el bien de Essie, que su enemistad radicaba en sus diferencias políticas. No habría sido bueno dejar que Jammu supiera que entre sus dos únicos seres queridos había simplemente mala sangre. Daba una idea de sus aptitudes dictatoriales el que las personas próximas a ella se sintieran obligadas a ahorrarle hechos desagradables.

En Bombay, Singh se ganó fama de irresponsable porque siempre se perdía de vista, abandonando a sus secuaces. En trece años no llegaron a confiar lo suficiente en él para convertirlo en líder de sección. Empero, Singh sí era responsable con Jammu, la nueva estrella de la policía de Bombay. Siempre procuraba estar disponible por si ella necesitaba alguien para un trabajo especial. Procuraba que ella creyera que las noches que pasaban a solas significaban mucho para él. Y tal vez era así. Y tal vez la carrera de Jammu representaría más para el futuro de India que todos los agitadores marxistas. Fue esta posibilidad la que le mantuvo a su servicio. El margen de esperanza en Bombay era muy escaso. Jammu era una anomalía, alguien ajeno a la cultura local, y Singh sabía que en India los cambios siempre habían venido de fuera, de los arios, los mongoles, los británicos. Si eras indio y tenías conciencia social, tu obligación era abandonar India, literalmente, intelectualmente, o ambas cosas.

No vaciló en partir cuando llegó el aviso. Su destino —St. Louis (Missouri)— no parecía reunir los requisitos de un punto de apoyo arquimediano, pero Jammu dijo que los datos específicos carecían de importancia. (Sobre todo teniendo en cuenta que, hiciera lo que ella hiciera, irse o quedarse, la policía de Bombay se habría sublevado a mediados de otoño.) Dijo que en toda entidad social, inclusive una tranquila ciudad medio-americana, existían desigualdades susceptibles de transformarse en subversión. (¡Subversión! Constantemente, inocente que era ella, confundía subversión con corrupción.) Dijo que India le crispaba los nervios. Quería dejar su impronta en un lugar, una cultura, y no podía ser en Bombay. Había necesitado quince años con la policía de Bombay para llegar a esta conclusión, que Shanti le había estado preparando. Por supuesto ella sostenía que desde un principio había pensado utilizar su paso por la policía como plataforma para ir a América. Era mentira. Dijo que estaba aburrida e inquieta. Esto sí lo creía Singh. Le siguió los pasos. Tenía interés en atacar a los Estados Unidos.

Pero la operación había resultado ser una repetición de su comportamiento en Bombay, donde, como miembro del Grupo de Lectura del Pueblo, se había infiltrado en la policía nacional y penetrado en las profundidades de su burocracia, convirtiéndose en la comisaria jefe de la ciudad más grande de India y recibiendo de pasada todo el apoyo financiero de Indira y su partido, para después darle la espalda al país entero. Había vendido su trabajo, y todas sus expectativas, por un empleo en St. Louis. Y aquí, una vez más, había dominado la historia a una velocidad que a los irreflexivos pareció casi milagrosa. Y aquí, una vez más, la velocidad consiguió perturbarla. Ella la amaba porque sí, obsesivamente, con una desesperación moderna que conectaba sus progresos con el gueto, que era a su vez moderno y obsesionado con la rapidez. Tendencias repentinas, muertes súbitas. Y allí donde había tenido quiza la única oportunidad que jamás se le había presentado al St. Louis contemporáneo de forjar una pequeña revolución entre sus residentes negros, lo que había hecho era subvertir la subversión. Jammu estaba en el lado malo de la justicia. La pobreza, la educación de mala calidad, la discriminación y la delincuencia institucionalizada no eran modernas. Eran problemas indios, la base de una ideología de segregación, de padecimientos significativos, de orgullo desesperado. En el gueto, como en los guetos de las castas indias, la conciencia llegaba lenta y dolorosamente. Jammu no tenía paciencia. Llevó la artillería industrial a los barrios más pobres y dio por zanjado el asunto, porque en el fondo era más fácil cambiar la manera de pensar de un cincuentón rico y blanco o desviar el curso de su hija de dieciocho años, que dar a un niño negro quince años de educación decente. Jammu había mentido a la comunidad negra, los había echado de sus casas con añagazas, había sobornado y engatusado a sus propios abogados para que los traicionaran, y todo por mor de la velocidad. De aparentar que resolvía los problemas rápidamente. De atesorar poder mientras todavía fuera atesorable.

Con todo, Singh no sabía bien en qué categoría encajarla. Jammu era demasiado cohibida, demasiado proteica, demasiado aficionada y peculiar para desdeñarla. Pero al menos se daba cuenta de que ni ella ni sus métodos eran lo que él había esperado, sus métodos por no ser la mecha que debía prender una revolución, y ella por no ser la entelequia que él había imaginado contemplar cuando Jammu tenía dieciséis años y quería copular encima de gravilla o en una barca para obligar al otro a obedecer sus leyes. Singh lo comprendía ahora. Norteamérica era la sede del atavismo de Jammu. Ella era como su madre. Todas las sutiles contratendencias que le habían fastidiado desde el primer momento en Srinagar —la falta de dirección de Jammu, su indiferencia al sufrimiento, la precisión de sus asertos— habían culminado en St. Louis, la insensata St. Louis. Ella se quedaría, sus métodos lo bastante sólidos para conquistar a los lugareños pero demasiado caprichosos para hacerla progresar. Utilizaría a Probst porque creía tenerle cierto afecto y luego lo descartaría por comportarse como un ser humano. Singh se alegraba de haber visto los cambios que ella había forjado, el espectáculo de la velocidad, y de haberse sentido momentáneamente realizado en su manejo de la familia Probst. Había disfrutado del viaje, y se alegraría dentro de un mes cuando ya no estuviera en St. Louis.

*

¿SE TERMINÓ LA RACHA? La jefa Jammu, la más cotizada agente de policía del mundo, ha sido vista últimamente por las calles de St. Louis en compañía del acaudalado contratista Martin Probst (en la foto, montando en el coche patrulla particular de la jefa de policía). Según los rumores, esta relación podría ser la causa de que Probst se haya separado de la que había sido su esposa durante veinte años. Pero Jammu insiste en que «sólo somos amigos».

Cuando Barbara hubo examinado la fotografía para darle gusto a Singh, éste le arrebató el ejemplar de la revista People.

—La cola no avanzaba —dijo, arrimando la silla al colchón—. Tú estabas en el pequeño A&P y hojeabas las revistas del expositor. Casualmente viste la foto y el titular. Pero la cosa te produce vértigo, si la expresión no resulta excesiva. Primero te habla de divorcio, y ahora esto. Se está adelantando a ti. Tú casi no puedes soportarlo. Martin está destrozando la causticidad y la originalidad de lo que tú has hecho. Nunca tuviste la sartén por el mango y todavía no la tienes.

Barbara se retrepó en las almohadas. El ojo que él le había amoratado estaba casi curado. Ya no miraba por su propia cuenta.

—Mi marido es débil, John. Pero normalmente consigue subsanarlo.

—Eres condescendiente. Cuando el odio ya no basta, siempre puedes recurrir a la condescendencia. Cualquier cosa para demostrar que eres especial, algo que te sirva de meta, que te confirme que lo único que te ha faltado siempre es que se te valore. Abres las puertas de tu edificio y subes en el ascensor por primera vez, encanto, por primera vez, ves nuestro nido de amor como es en realidad. Te preguntas cómo serán los muebles. ¿Elegantes? Y en ese caso, ¿de qué estilo, de qué año? Nunca el tiempo había estado tan poco de tu lado. Notas el olor, el típico olor de todos los bloques altos de apartamentos con techo bajo y climatizador, el olor de las pocas bolsas de cosas orgánicas que el sistema de ventilación no alcanza. Ves la fotografía de mi bonita esposa fallecida y recuerdas que, cuando me viste por primera vez, antes de que yo te izara en brazos y te enseñara la verdadera naturaleza del amor sexual, recuerdas que me tenías lástima. Ves la libreta en blanco de aquella tarde en el MOMA. Con la E y nada más. Esposa separada. La esposa de veinte años. Domingo por la noche. Yo he estado fuera todo el fin de semana, desde que regresamos de París. Metes las cosas en el refrigerador y arrugas la nariz. El bicarbonato de sosa ya no sirve de nada. El pollo tandoori que nos sobró la víspera de la partida está rojo y azul como un pez tropical. Lo tiras a la basura y las cucarachas que hay dentro se ponen a cubierto. Fuera suenan bocinas. Miras el calendario semanal Van Gogh que tienes sobre la mesa de la cocina. Es día dieciocho. Has estado fuera dos meses.

—Ve a la parte jodida —dijo ella en alta voz—. Ya sabes que vivo para eso.

—¿Te refieres a las pesadillas que tuviste las primeras semanas de dormir aquí? ¿Pensando que yo era un psicópata?, ¿el Gran Desconocido? Se te dan bien los sueños, sabes que eran puro drama, una manera psíquica de sortear el hecho de que soy un hombre anticuado, absolutamente normal.

Ella se rió.

—Esa sí que es buena —alcanzó el cigarrillo que Nissing le había llevado.

—Te quedas de pie en la cocina, fumando con gesto amargo. ¡Tu marido y esa arrogante, esa zorra de jefa de policía! Y…

—¿Por qué no he de creerla? Quizá sólo son amigos. Lo cierto es que él la tiene en muy alta consideración.

—Dices eso en voz alta y oyes tus celos. Pues claro que son más que amigos. Tu marido es débil y Jammu es fuerte. Y nadie lo adivinará, porque tu marido es el hombre. Te los imaginas juntos. Riendo. Paseando. Magreándose. Tomados de la mano. Los favoritos de tu ciudad natal. Y mientras tú y yo, aquí, en las provincias orientales, tratando de sustentar mutuamente nuestra cordura. Pero tú me amas. Me quieres, Barbara, como nunca le quisiste a él.

Barbara restregó la ceniza que le había caído en los bajos del pantalón.

—¿Qué has hecho de tu vida? ¿Cómo llegaste a los cuarenta y tres sin darte cuenta de que era un error estar con él? Durante veinte años él no supo lo que tenía al lado. Peor aún, nunca sabrá apreciarlo. ¿Qué pasó en las cercanías de tu cuna o cuando te confirmaron en la iglesia, que te condenó a vivir a la sombra de un hombre poderoso al que respetabas y admirabas y encontrabas divertido y al que transigías, pero al que nunca amaste? ¿Qué perjuicio causó eso en ti? Vivir toda tu vida como su víctima. Su víctima sacrificial. Salir un día en las páginas de People como la esposa abandonada por culpa de su aventura con Jammu. Es de ti de quien sientes lástima en mí. Yo estoy ausente en busca de otro artículo, otro cheque con que pagar el alquiler. Salvo que no es así. Oyes ruido en el vestíbulo, te das la vuelta, y soy yo. Te digo: «¡Sorpresa!». Tú te sobresaltas, y yo te beso.

Singh se puso de rodillas y la besó en la boca, mirando la ceniza cada vez más larga. Los labios de Barbara no participaron.

—Así —dijo él, con un nudo en la garganta, y se puso en pie.

—Eres demasiado extraño —dijo ella. Apartó la cabeza para aplicar sus labios al filtro manchado—. Lo digo muy en serio.

—Veo que no estamos de humor —Singh se volvió a sentar—. Sólo tenemos ganas de contar historias, de desnudar nuestra alma. Nos sentamos a la mesa y yo te cuento algo. Te digo que nací en las colinas. Me crié en las colinas y fui al colegio en las colinas. Fui un estudiante radical…

—En India.

—Claro. En Cachemira. Fui un estudiante radical, y llegó un día en que para mí fue importante establecer mis credenciales. Subí a las colinas…

—¿A caballo?

—En moto, con una estudiante radical que también iba en moto. Estábamos casi en la frontera cuando llegamos a un coto de caza dominado a lo lejos por un bonito y pequeño castillo. Aparcamos las motos y nos adentramos en el coto. Encontramos un prado grande rodeado de abetos y nos sentamos. Estuvimos allí sentados cuatro días. Dormimos, comimos pakoras. Aparte de eso, mortificamos la carne. El propietario del coto no era un noble ni un príncipe, pero poseía muchas tierras y sus arrendatarios sufrían mucho. Como quizá sabrás, los que no son príncipes no suelen sentirse vinculados a sus arrendatarios, al menos éste no.

»Pasados cuatro días oímos unos caballos, como mi compañera sabía que iba a ocurrir. Me escondí detrás de un árbol mientras ella esperaba bajo el fuerte sol de las cumbres. Por el prado cabalgaban el propietario y su guardaespaldas. Tenía necesidad de un guardaespaldas, sabes. Los dos hombres echaron pie a tierra y hablaron con ella como si la conocieran. El guardaespaldas la ayudó a levantarse, y ella le clavó un cuchillo en la garganta. Yo salí de detrás del árbol y, con una bayoneta (una simple bayoneta, una reliquia familiar, entiendes, un símbolo de metal), atravesé el abdomen del terrateniente. Tuve que usar las dos manos, pero la hoja era afilada. El tipo se dobló por la cintura y a mí se me escapó la bayoneta de las manos. Le empujé al suelo, y mi compañera se le acercó y sonrió y dijo: «Somos la venganza del Pueblo». Él estaba tan aterrorizado que yo no pude ni mirarle a la cara. Pero ella sí. Ella sí. Trató de doblarse otra vez, poniéndose sentado, y yo extraje la bayoneta y se la hinqué en el pecho, esta vez hacia el corazón. Opuso bastante resistencia, un poco como cuando cortas un pollo crudo. La cabeza le cayó hacia atrás y de su boca salió sangre y también una mucosidad transparente, que se le metió por la nariz. Recuerdo que me dieron ganas de sonarme. De hecho estuve sorbiendo por la nariz todo el rato mientras volvíamos en moto a donde vivíamos. Yo, como sabes, tengo un marcado sentido de la ética, pero la existencia y la no existencia son cuestiones que me traen sin cuidado. Uno no merece vivir y no merece morir. Ese terrateniente había vivido cuarenta y tres años, más o menos la vida media de sus arrendatarios, aunque por debajo de la media de su familia, como es natural. Él no merecía morir. Fue simplemente que sus actos de toda una vida estaban pidiendo una respuesta violenta. Y a nuestro lado del Danubio se ven muchísimas respuestas violentas. Uno se acostumbra a ello, aunque ésa no es la palabra. Te asustas cada vez menos, o te vuelves menos asilvestrado, y si lo pensaras bien podrías llegar a la conclusión de que, según tus criterios, aunque ahora llevo una vida civilizada en Manhattan, yo estoy loco. Del mismo modo podría pensar que tú eres pasivamente loca porque eres incapaz de mirar tu propio cuerpo, tu vientre, que se hinchó para alojar a Luisa pero nunca fue cortado, y tus pechos, que yo me aventuraría a pensar que siempre te han parecido bien en cuanto a pechos se refiere, y tus piernas, que como al Tercer Mundo se diría que no eres capaz de dedicarles demasiada atención; no puedes mirarte y ver todo eso como parte de ti misma. Quizá, no lo sé, si la gente tuviera la cabeza donde tiene los pies respetaría más el cuerpo, por el hecho de mirar hacia arriba. Te asombra que en tu interior haya gran cantidad de sangre caliente, de órganos, carne, sesos; te imaginas a Luisa tras un accidente de coche, te imaginas su linda cabeza partida en dos, pero no la tuya, y por eso crees que soy demasiado extraño para amarme. Demasiado… ¿sincero?, ¿vulgar?

—Tedioso.

—Si tú hablaras más yo hablaría menos.