18.

Probst iba a sentarse para desayunar el primer domingo de marzo cuando vio que en el patio de atrás había dos intrusos.

Uno era Sam Norris, un yeti en pequeño con un loden azul. El otro era un desconocido, un individuo bajo vestido con una parka verde cuya capucha forrada de pieles caía sobre su espalda. Probst vio a Mohnwirbel salir del garaje, las perneras del pantalón del pijama apretujadas entre el abrigo y la parte alta de sus botas de goma negras, avanzando a trancas y barrancas por la nieve en dirección a Norris y su acompañante. Intercambiaron palabras. Probst mordió un bollo pegajoso. Norris señaló hacia algo en un arriate de azaleas sin hoja. Mohnwirbel negó con la cabeza e hizo enfáticos gestos como si aplicara golpes de karate. Norris sonrió y miró hacia donde estaba Probst sin llegar a verle.

El jardinero volvió al garaje. Con los brazos en jarras, Norris y el hombre bajo aguzaron la vista y patearon el suelo. Probst se imaginó terminando de desayunar, leyendo el periódico y no molestándose en averiguar lo que estaba pasando fuera. Pero Norris le estaba haciendo señas con gesto impaciente.

Probst salió en mangas de camisa.

—Buenos días, Sam. ¿Qué le trae por aquí?

—Herb —dijo el general—, le presento a Martin Probst. Martin, éste es Herb Pokorny.

El hombrecillo cruzó los brazos a la espalda. Llevaba un pequeño casco de cabello rubio y como mojado. Tenía la nariz chata y menuda, la piel marcada como la piedra, los ojos muy hundidos y casi sin pestañas. Le recordó a la famosa esfinge cuya nariz habían destrozado los soldados de Napoleón.

—Encantado de conocerle —dijo Probst.

Pokorny miró a Norris.

—Parece que se ha preparado un buen desayuno —dijo Norris—. Herb y yo estábamos hablando de un pequeño agujero que tiene aquí en el jardín. Herb, ¿quiere usted enseñárselo?

Pokorny dio un paso y señaló con una puntera de loneta un trecho de tierra sin nieve y recién removida entre dos azaleas.

—¿Quiere enseñarle la huella?

Pokorny señaló una huella en la nieve a la izquierda de las plantas.

—¿Es de su pie, Martin?

Se le ocurrieron varios chistes, pero se limitó a decir:

—No.

—Tampoco es de su jardinero.

Probst miró al cielo, que empezaba a encapotarse. Cuatro cuervos se lanzaron desde un nogal, cada aleteo acompañado de un graznido.

—¿Ha utilizado ese detector que le dije, Martin?

—No puedo decir que sí —respondió Probst—. Al cabo de unos meses dejó de ser una novedad.

Pokorny frunció el entrecejo, no le había gustado la sorna implícita en la respuesta.

—¿Cuándo fue la última vez que peinó la casa? —dijo Norris.

—Hará unas tres semanas —mintió Probst.

—Es interesante, porque en este agujero ha habido un transmisor-receptor hasta las dos y media de ayer noche.

—Hemoz oído la zeñal —dijo Pokorny.

—¿De veras? —dijo Probst.

—Sí. Digitalizada y codificada, de lo contrario habríamos podido decirle exactamente lo que ellos oyeron. Claro que es fácil de adivinar.

—Así que había un transmisor en eso que llaman agujero. Y transmitía mensajes cifrados. Pero ha desaparecido.

—Sólo sintonizamos ayer. Tenían un procesador de los buenos enterrado aquí —Norris señaló hacia la tierra removida—. Recibía señales de su casa, las digitalizaba, las comprimía por un factor de cien o así, y las enviaba cada doscientos segundos en una diversidad de frecuencias muy altas, esto es, cuando estaba en activo. Funcionaba cuando usted llegaba a casa. Supongo que se activaba por la voz. Haga caso de Herb. Esas cosas no son fáciles de descubrir.

—Impresionante —le dijo Probst a Pokorny—. Pero luego vino alguien por la noche, lo desenterró, dejó aquí una sola huella y se fue corriendo.

—Bingo.

—Lo siento, pero no creo nada de todo esto.

—Muéstrele la lista, Herb.

Pokorny se arrodilló en la nieve y abrió una cartera maltrecha. Le pasó a Norris una carpeta de la que éste extrajo un par de papeles impresos en matriz de puntos, sujetos por una grapa. Se los pasó a Probst.

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Ahmadi, Daud Ibrahim

*Asarpota, Mulchand

Atterjee, T. Ras

*Baxti, V. L.

Benni, Raju

*Bandari, Karam Parmanand

—¿Y bien? —dijo Probst.

—Sospechosos.

Probst bostezó:

—Ya. ¿Qué clase de sospechosos?

—Todas las personas de origen indio y perfil tipo Q que se sabe que han estado en St. Louis entre el 1 de julio y… ¿hasta cuándo, Herb?

—Ezte martez.

—Martes, veintisiete de febrero.

—¿Qué significan los asteriscos?

—Son los que nosotros, o testigos fidedignos, hemos visto en compañía de Jammu. Bien, ¿tiene usted…?

—Perdone, Sam, pero esto me pone enfermo.

El general movió los párpados.

—¿A qué se refiere?

—No he puesto reparos a que tratara de indagar algo ilegal como las bombas del estadio, pero esto es completamente distinto. Si quiere saber mi opinión, me huele a caza de brujas. Esto es condenar por el mero hecho de haber nacido en un país determinado.

—Ahórrese el discurso, Martin. Quiero que lea esto y me diga si conoce de oídas o personalmente a alguna de las personas en la lista. Por favor.

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*Nand, Lakshmi

*Nandaksachandra (Hammaker), Parvati Asha Umeshwari

Nanjee, Dr. B. K.

*Nissing, John

Noor, Fatma

Patel, S. Mohan

Pavri, Vijay

Probst le devolvió el papel a Norris.

—Aparte de la señora Hammaker, no puedo ayudarle.

—¿Está usted seguro?

—Sí.

Norris intercambió una mirada con Pokorny.

—Pues mire, es interesante. Porque, que yo sepa, este de aquí (John Nissing) vino a su casa a tomar unas fotos.

—No me diga —Probst comprendió que Norris sabía que Barbara le había abandonado. Pero ¿qué más sabía? ¿La había visto Pokorny con Nissing? ¿Había husmeado en Nueva York? Probst no veía motivos para hablar de su vida privada en el patio de atrás con Pokorny haciéndole muecas.

—Yo no conocí personalmente a los fotógrafos —dijo, sincero—. Fue Barbara la que trató con, bueno, con ellos.

—¿Cómo sigue Barbie?

Norris lo sabía. Todo el mundo lo sabía. Probst desvió la mirada hacia la nieve salpicada de ramitas, siguiendo la pared del garaje arriba hasta las ventanas de Mohnwirbel.

—Bien. Está en Nueva York.

—¿Ah, sí?

—Con unos parientes.

Las azaleas susurraron en la brisa. Probst llevaba zapatillas de tenis, y los pies se le estaban quedando ateridos en la nieve.

—Está bien —dijo Norris. Pokorny asintió, cerró su cartera y fue hacia el sendero—. Creo que lamento un poco todo esto, Martin.

—Sam… —la voz de Probst se quebró; estaba furioso—. Sam, me temo que si sigue hurgando en este tipo de cosas se llevará su merecido.

—No me dé lecciones de moral.

—Los detectives privados remueven la mierda. Deles tiempo y dinero suficiente y…

—Maldita sea, Martin, no me dé lecciones de moral.

—Le he escuchado con la máxima atención. Cuando quiera ayuda para un proyecto legítimo, ya sabe adónde acudir. Pero un episodio como éste es lo que yo llamaría un abuso de…

—Me hace usted un mal servicio. Ya le dije que me importa bien poco lo que pase en su familia. Le dije eso y también…

—Quiero que esa sabandija salga de mi propiedad.

—No se lo tendré en cuenta, Martin. Ahora escuche. Le he pedido disculpas por las posibles molestias. Quiero que las acepte.

Norris clavó los dedos casi desesperadamente en el codo de Probst. Éste se sintió halagado sin poder evitarlo.

—De acuerdo.

—Gracias. Bien, dos cosas antes de que termine usted de desayunar y se vaya a pasar el día a Clayton. Dos cosas. ¿Me va a escuchar?

Probst suspiró.

—Una. Tiene que creer que en este agujero había escondido un aparato. No es ninguna conjetura. Puedo ponerle la cinta si quiere. Supongo que no le permitirá a Herb (él haría un trabajo limpio, por supuesto) y sería muy beneficioso si pudiera hacer un registro ahora mismo en su casa.

—Ni hablar.

—Pero lo del aparato, ¿lo cree?

—Supongo que sí. También creo que existe el Polo Sur. Yo no lo he visto y me da lo mismo, pero creo que existe.

—Debería considerar su actitud, siempre pero, pero, pero. La segunda cosa es sólo un sí o un no. ¿Ha sido sincero cuando ha dicho que la señora Hammaker era el único elemento de la lista del que había oído hablar?

—Sinceramente —dijo Probst, preguntándose qué iba a responder. Vio que en el fondo le daba igual—. Sí.

—Está bien. Siento haberle interrumpido —Norris fue hacia el camino y se sacudió de nieve los pies. Volvió la cabeza—. Comprenderá usted que yo creo en su palabra, ¿verdad? —y, dicho esto, se marchó.

Probst entró en la casa, se terminó el desayuno frío y paseó por la cocina tratando de calmar la temblequera, como había hecho durante años a raíz de diversas peleas en otros domingos por la mañana. Dejó la taza y el plato sobre la esterilla de plástico del fregadero. Unos días atrás, al dar la vuelta a la esterilla, había descubierto manchas amarillentas de limo, turbias como la grasa de pollo en un caldo frío.

Subió a su estudio, apartó de la butaca una montaña de correo de segunda clase y empezó a trabajar en la pila de currículos que su director de personal, Dale Winer, le había entregado. Eran aspirantes a cuatro nuevos puestos, uno administrativo y tres de oficina. Su ojo experto reparó en errores ortográficos, muestras de inestabilidad, exageraciones, diplomas de instituto del North Side (por aquello de favorecer a las minorías, no les irían mal dos mujeres negras), autobombo, experiencia irrelevante. No era que la mayoría de los solicitantes fuera incapaz de hacer el trabajo. Pero había que elegir bien.

Sonó el teléfono.

Era Jack DuChamp. Sólo para ver cómo estaba, dijo Jack. Ahora que se había confirmado que Laurie iría a la escuela dominical, él, Elaine y Laurie habían empezado a ir más tarde a la iglesia en vez de ir temprano porque a los chicos les gustaba dormir un poco más los fines de semana. A Elaine también, a veces. Mark se tomaba un semestre libre para ver si se organizaba un poco, hacía prácticas enseñando a niños sordos, y le gustaba. Pero era divertido tener un par de horas extra el domingo por la mañana, ver nuevas caras en la iglesia, y por Nochevieja habían decidido con Elaine que intentarían hacer algo de interés en esas horas, que tampoco era mucho ya que ir más tarde a la iglesia quería decir volver a casa más tarde, pero en cualquier caso, procuraban hacerse la vida un poco más interesante, los domingos por la mañana. Por eso le llamaba Jack.

—Ya —dijo Probst.

Laurie trabajaba treinta horas a la semana en el Crestwood Cinema, aparte del instituto y los ensayos de Brigadoon, el musical de la primavera, ¿y Luisa… trabajaba?

—Bueno, en realidad…

Así tendría más tiempo para estudiar. Y eso se apreciaba en la libreta de notas, Jack sentía decirlo, aunque él pensaba que a las escuelas de hoy en día les interesaba algo más que las calificaciones, que la madurez y la independencia debían de contar mucho, y si no, para qué servía ir a una escuela universitaria, ¿no? En fin, como Laurie estaba tan ocupada y Elaine tenía poco trabajo este semestre, habían podido redescubrir la vida social, y se preguntaban si Martin y Barbara…, los cuatro solos, alguna noche entre semana…, tal vez en un restaurante para que nadie tuviera que molestarse en cocinar.

Ayudando a niños sordos, pensó Probst. Ayudando a niños sordos. A niños sordos.

O la semana que viene, si es que ya tenían planes.

—Jack —dijo Probst—. Barbara y yo nos hemos separado.

Oh.

Era la primera vez que Probst empleaba la palabra «separados», incluso mentalmente, y resonó en su cabeza como si la estuviera ensayando después del hecho en sí. Jack dijo algo más, a lo que Probst, sin escuchar, respondió que bueno, sí, tranquilo. Y en cuanto se hubieron repuesto, Jack dijo que quizá un partido de los Blues, los dos solos, un sábado por la noche…

Luego llamó Luisa. Duane exponía fotos en una galería y la inauguración era el viernes por la noche. ¿Podría ir? A papá le encantaría, dijo él. Presintió que Luisa no estaba para tertulias, pero de todos modos consiguió hacerla hablar. Le fue tendiendo una trampa tras otra, escuchó lo que ella decía sobre las asignaturas que había elegido, sobre sus notas, su vista, su último resfriado, sus conversaciones con Barbara, lo de Duane y la galería, el nuevo tubo de escape que Duane había hecho instalar en el coche. Cuando se despidieron eran las diez y media.

El teléfono sonó otra vez inmediatamente. Era una mujer, Carol Hill, que llamaba del West County Journal para confirmar las citas que le habían pasado el día antes.

—… La última es: En definitiva hemos de analizar todo esto en términos de impuestos democráticos sin representación, es un viejo tema en este país y vale la pena tenerlo en cuenta si la fusión dará pie a un gobierno más o menos representativo para los residentes del condado pues yo creo que la respuesta es clara: no.

—Sí. Está bien. Le agradezco que haya llamado para verificarlo, Carol.

—Descuide. Gracias a usted —la voz se convirtió en señal de llamada.

Probst miró el nogal que había frente a la ventana y exclamó: «¡Un momento! ¡Es menos! La respuesta es clara: ¡Menos!». Meneó la cabeza.

MARY ELIZABETH O’KEEFE. Nacida el 16/6/59.

Sonó el teléfono.

Encajó el auricular en el hombro, lo sujetó con la oreja y oyó la voz de Barbara. Habló él. Habló ella. Habló él. Habló ella.

—… formalizar un poco todo esto —dijo Barbara.

—¿Qué quieres decir?

—Bueno, esta situación es un poco incómoda para los dos. Me han invitado a varias fiestas y no sé cómo hablar de este asunto —fiestas. Estaba siendo cruel—. No pretendo levantar ampollas, pero si conviniéramos en llamarlo…

—Una separación —dijo él—. Yo lo he llamado separación cuando la gente me pregunta.

—Supongo que es lo adecuado.

Adecuado: el término «separación» adecuado por sí mismo para inducirlos a odiarse mutuamente cuando posiblemente no tendrían por qué.

—Mira —dijo él—. ¿Quieres el divorcio?

Hubo un silencio al otro extremo de la línea. Pero no un silencio completo, pues Probst oyó los bordes vocales de al menos una frase murmurada. ¡Nissing estaba allí con ella! ¡Mientras ellos dos hablaban! ¡Nissing y Barbara discutiendo la jugada! Ella habló de nuevo.

—Es un poco…

—Porque a mí no me importa si no vuelvo a verte nunca más.

—Martin. Por favor.

—¿Estás sola? —dijo él.

El silencio de ella se pobló de imágenes, miradas frenéticas a su amante, la mano haciéndole señas, Nissing tomándoselo con calma.

—Pues… No, tienes razón. Tienes razón. No es momento para hablar de esto. ¿Puedo llamarte más tarde?

—No hay prisa.

—No digas eso.

Probst giró en su butaca.

—No quiero verte, no quiero hablar contigo, no quiero saber nada de esto. Sólo trato de sentarme un rato en mi butaca. Nada más.

Por el auricular le llegaron las palabras «¡Martin, te quiero!», y después ella colgó.

¿Te quiero? ¿Cómo diablos se entendía eso?

De repente Probst empezó a tener dudas. Las prisas de Barbara, el tener que consultar. Se dio cuenta de que existía la posibilidad de que Nissing la estuviera reteniendo en Nueva York contra su voluntad. Que Nissing fuera un criminal o un conspirador, que realmente hubiera habido un transmisor en el patio de atrás. Que Probst, en calidad de presidente de Municipal Growth, hubiera sido objeto de una tortura psicológica para influir en sus decisiones, que Jammu estuviera detrás de todo, que Norris tuviera razón acerca de que algo muy raro les estaba pasando a los líderes de la ciudad y que desde la partida de Luisa —¡desde que Dozer fue atropellado por una furgoneta!— Probst se había convertido en un blanco, que la subsiguiente crisis de su familia no era el resultado inevitable sino algo impuesto desde fuera: que Barbara le quería realmente.

Se puso a buscar entre los papeles de su mesa. Encontró el número que ella le había dado. No lo había usado hasta entonces. Marcó el 212 y los otros siete dígitos extraños, y tras una pausa que le pareció desacostumbradamente larga, la conexión se hizo efectiva.

—¡Diga! —dijo una voz masculina, vibrante.

—Soy Martin Probst. Quisiera hablar con mi esposa.

—Es tu marido —dijo Nissing. Probst oyó reír a Barbara.

—¿Sí? —dijo ella.

—Soy yo. ¿Estás sola?

La oyó decir «Sal de aquí, por favor», y el resto amortiguado por una carcajada de Nissing. Oyó volver la boca de ella al auricular. Jadeaba.

—Creí que no querías hablar conmigo.

—Así es, créeme. Pero me gustaría verte un rato y dejar algunas cosas claras. ¿Crees que podrías tomar un avión y venir un día de esta semana? —pensó en añadir, por si podía hacer daño: «Pagaré yo».

Barbara dejó ir un suspiro:

—Como iba a explicarte antes, John y yo nos vamos una semana y media a París, el vuelo es mañana. Regresaremos el día quince. Entonces ya veremos, si crees que ha de servir de algo.

—No lo sé. Ya comprenderás que no tengo ganas de darle muchas vueltas. Además, yo también estoy muy ocupado.

—Bueno, después del referéndum. Le dije a Lu que me gustaría verla para mi cumpleaños. Quizá entonces, a primeros de abril. El tiempo pasa muy rápido, al menos para mí.

Probst carraspeó un poco.

—Está bien —empezaba a tener jaqueca ocular—. ¿Por qué me has colgado antes?

Tras una pausa, Barbara dijo:

—Utiliza la imaginación, Martin. Piensa en un apartamento muy pequeño…

Aquella no parecía su esposa. Hablaba como otra mujer. Tal vez como la que siempre había deseado ser. La cosa podía ir por aquí.

No bien había acabado de colgar, el teléfono sonó de nuevo.

—Probst —dijo.

—Hola. Señor Probst, soy George Snell. De Newsweek. Lamento llamarle a su casa en domingo. Quería ver si podíamos concertar una entrevista para mañana o el martes. Su secretaria de prensa me dijo que estaría usted conforme.

—¡Vaya! —dijo Probst—. Desde luego. Tengo una agenda muy apretada, pero estoy seguro de que encontraremos algún hueco.

—Me alegro de saberlo. ¿Mañana quizá?

—Mejor el martes. ¿A la hora del desayuno?, ¿del almuerzo?, ¿a última hora? Decídalo usted.

—¿Puede concederme una hora hacia el mediodía?

Probst alargó la mano y apartó currículos buscando su agenda. Recordaba que el martes lo tenía libre, pero…

Una mujer interrumpió la conversación.

—Les habla la operadora. Tengo una llamada urgente para el 962-6605.

—Soy yo —dijo Probst.

—Bueno —dijo George Snell—. Si no hay novedad, quedamos así.

—Gracias…, George.

Cortó la conexión y esperó la siguiente llamada. Era John Holmes.

—Martin, lo siento. He estado tratando de localizarte toda la mañana. Tengo muy malas noticias.

—De qué se trata.

—Pues verás: Ross ha muerto.

Probst miró el martes.

—Vaya. ¿Un accidente?

—No. Le dispararon anoche en su casa, casi de madrugada. Parece ser que sorprendió a unos ladrones.

Probst escribió NEWSWEEK entre las doce y la una del mediodía como si fuera su última oportunidad de hacerlo.

—Es increíble, John.

—Sí, yo tampoco acabo de creerlo.

No había habido testigos, pero la casa estaba medio saqueada. Billerica había recibido un solo disparo que le había atravesado la garganta, y bastó eso para que Probst sintiera afecto por un individuo al que no había soportado nunca; la muerte convertía sus defectos y su insolencia en meros símbolos de su postrera y perdonable debilidad. Los padres de Billerica se ocupaban del funeral, pero Holmes quería que Probst fuera a la sede de Vote No. Quería reunirlos a todos allí.

*

Empezaba en agosto, a todo color. Estaba mirando desde dentro de una piscina la cara de un gato atigrado, obeso y de mirada idiota, con las patas apoyadas en el borde de hormigón de la piscina y la cola plana y paralela a una pierna, de mujer, que estaba tumbada al fondo. Dos chicos de primaria abrían sus tarteras sobre sus rodillas levantadas y le mostraban el contenido: manzanas rojas, twinkies naranjas. Los rostros parecían espectros narigudos de ojos marchitos y dientes a cuadros. Y la ciudad era un paisaje en blanco y negro. Ahora todo eran cumbres o valles, mientras que el horizonte, por muy desigual que fuera, se perdía en las márgenes de su campo visual como si, fuera de la vista, el mundo restante se aglutinara como las nubes de tormenta. Un negro hacía gestos obscenos, un indio trataba de encaramarse al campo de lo visible, y unos chicos jugaban a pelota a lo lejos, los pies anclados en una tierra que no parecía más estable que un sube y baja. Luisa, por el contrario, sonreía. Gansos como pensamientos felices volaban cerca de su hombro. Bajo la camisa, sus pechos se separaban uno de otro, virando hacia sus codos. ¿Por qué había peligro en aquella sonrisa suya? Tres golfistas, jubilados a juzgar por su porte gris y sofocado, se ponían en situación mientras un cuarto golfista, por la bidimensionalidad de la imagen, parecía golpearles la cabeza con el driver. La ciudad acechaba tras los árboles que había más allá del tee. En noviembre los días eran muy cortos. Chavales negros subían a horcajadas de una cerca mientras el cable de una bola de demolición quedaba flojo al impacto de la bola y una vivienda salía despedida hacia el cielo. Las mujeres estaban demacradas. Parecían miniaturas de sí mismas, noventa centímetros de alto, aspecto acomodado y cargadas de paquetes. Una le estaba hablando, le lanzaba palabras con un leve gesto de cabeza. El aparcamiento del Plaza Frontenac moría más allá del ámbito de un flash, y ni el cielo ni las ventanas del Shriner’s Hospital tenían luz. Miraba a un joven agente de policía y no veía más que la cara; sobre la visera de su gorra, detrás de sus grandes orejas pálidas, al sur de su barbilla huidiza, en la oscuridad tras de su incisivo metálico, en el material bajo los rayos de sus globos oculares, todo era terra incognita. Las mejillas de Ronald Struthers se hinchaban al verle, sus brazos colgaban laxos como los de un espantapájaros sobre dos cuerpos más rollizos, el de un apoplético con calvicie incipiente, el de un hombre triste con túnica de lamé sobre prendas de cachemira. ¿Qué le pasaba a la ciudad? La espalda desnuda de Luisa le suscitaba tan poca atención como si fuera la puerta de un cuarto de baño; aquellas curiosas anfractuosidades palidecían mientras su mirada fotográfica se prolongaba en el tiempo y la nieve que caía fuera arañaba ligeramente la noche. Ella era un objeto. Esto era lo que pasaba. En lo alto del Arch captaba la mano regordeta de un niño pequeño a quien un cristal impedía tocar St. Louis. Jammu y Asha Hammaker cogidas del brazo enfrente de la Junior League, glamour, glamour, y Binky Doolittle, saliendo por la puerta, sellaba aquella unión con una mirada impúdica. Un voluntario joven exhibía un puñado de pegatinas de Vote No mientras un hombre vestido de tergal montaba en un Cougar, a toda prisa, para evitar que le pegaran una.

Probst quedó impresionado. Se demoró en la parte delantera de la galería, a solas detrás de los bastidores donde colgaban las fotografías. Más allá oyó un chapoteo de café, los invitados de honor y amigos varios hablaban en murmullos y Joanne, la galerista, se comía las erres. Probst no tenía muchas ganas de sentarse en una silla de tijera sin sitio donde apoyar los codos. Contempló la obra de la chica con quien Duane compartía la exposición. Duane lo hacía mejor, pensó.

Parecía que había llegado más gente mientras Probst estaba detrás de los bastidores.

—Es lo primero que busco cuando abro el periódico —oyó decir a una voz que le sonaba. Rodeó el último bastidor. Era la voz de Jammu.

—¿Te importaría decirme la edad? —estaba sentada entre Duane y Luisa, ambos retorciendo servilletas sobre sus respectivos regazos.

—Tengo veinte años —dijo Duane.

Luisa se apercibió de Probst. Éste tuvo que salir de su escondite.

—¿Qué opinas? —le preguntó ella.

Jammu y Duane levantaron la vista.

—Son excelentes —le dijo a Duane—. Veo que has trabajado mucho —y a Jammu le dijo—: Hola.

—Acabo de tener el placer de conocer a su hija.

Luisa apartó la vista. Llevaba un vestido de seda, morado oscuro y verde oscuro, con flecos en el dobladillo y los puños. Parecía de segunda mano. ¿Qué hacía con el dinero que él le mandaba?

—Creo que iré a echar un vistazo —Jammu rozó la rodilla de Duane—. Disculpe —Probst se apartó para dejarle paso, pero ella le indicó que le siguiera con un gesto de cabeza—. Me gustaría hablar con usted.

Probst dedicó a Luisa y Duane una mirada de desagrado: negocios. Jammu llevaba la trinchera doblada sobre el brazo. Se había puesto un vestido gris de punto, de corte sorprendentemente bueno para una mujer a la que consideraba de mal gusto en el vestir, y un collar de perlas.

—¿Sí? —dijo.

—Como le comenté la última vez que nos vimos —dijo ella en voz muy baja—, me parece ridículo que en siete meses no hayamos tenido ocasión de hablar un poco.

—Sí, es escandaloso —replicó Probst—. Deberíamos avergonzarnos —Jammu había hechizado a la ciudad y a sus fuerzas vivas. A él no lo iba a hechizar.

—En serio —dijo ella—. Creo que deberíamos hablar.

—Oh. Desde luego —Probst volvió la cabeza hacia las fotos de Duane, animándola a hacer otro tanto y así poder mirarla a ella. Era una mujer menuda, como pudo ver, mucho más que lo que daban a entender las fotos o la televisión. Su cuerpo tenía una prepubescencia insólita, como si fuera una muchacha vestida con ropa de adulta sacada de un vestuario de teatro, y su rostro, aunque normal para una mujer de treinta y cinco años, parecía avejentado. Probst, sin venir a cuento, predijo que estaría muerta dentro de diez años.

La puerta de la galería se abrió y los padres de Duane, el doctor Rodney y la doctora Pat, entraron a toda prisa. Luisa se levantó al instante y fue a saludarlos. Duane se quedó al lado de los canapés y las bebidas. Su nariz desapareció en un vaso de plástico. Rodney besó a Luisa. Pat abrazó a Luisa. Probst los maldijo. Luisa le pasó café a Pat y se quedó con las manos en las caderas, echándose el pelo hacia atrás a intervalos regulares. ¿Cuándo había aprendido a actuar con tanta naturalidad?

Jammu había continuado sin Probst hasta la última foto expuesta.

—Mire —dijo él—, creo que no tengo nada que hacer más tarde…

—¿Esta noche? —Jammu consultó su reloj—. He de hacer una visita al Barnes Hospital. Puede usted venir conmigo, por supuesto, pero si va a quedarse un rato, podría pasarme luego por aquí. De todos modos, yo vivo muy cerca. Podríamos tomar una copa o algo. ¿Ha venido solo?

—Sí. Mi mujer está fuera de la ciudad.

Rodney y Pat habían ocupado el centro de la escena entre Luisa y Joanne, obligando a Duane a ir hacia ellos. Luisa volvió la cabeza y miró a su padre disimulando.

—Le acompaño —dijo Probst a Jammu.

*

Le dejó esperando en la segunda planta del Barnes mientras ella hacía una consulta en información. El Wishing Well, la tienda de regalos del hospital, estaba totalmente iluminado, pero habían bajado la persiana de seguridad. En la maqueta del vestíbulo predominaba un color carne, un telón de fondo para órganos abstractos de color azul pálido y ocre y amarillo pálido conectados mediante un laberinto de arterias rojas y venas azul oscuro.

Jammu estaba rubricando una página de libreta para un chico en edad de instituto. Probst oyó al chico darle las gracias. Esperaba que alguna vez, aunque sólo fuera una, antes de jubilarse, alguien le pidiera un autógrafo.

—Sólo tenemos unos minutos —le dijo Jammu.

La habitación estaba en la cuarta planta. En la cama más cercana a la puerta, entre macetas de crisantemos y un pequeño bosque de pinos de Norfolk, estaba el agente de policía. Llevaba la cabeza vendada, de las orejas para arriba. No tenía almohada. La barba le había ido creciendo durante al menos una semana. Una sábana blanca le cubría el pecho y las piernas con excesiva pulcritud, y las líneas parejas del dobladillo a ambos lados de la cama daban fe de su incapacidad para moverse. Del gota a gota que le subía desde la mano, su brazo parecía haber contraído una delgadez terminal.

Probst permaneció en la entrada mientras Jammu iba hacia la cama y se inclinaba para mirar al agente a los ojos. La cabeza del herido giró unos grados hacia ella.

—¿Cómo va eso, Morris? —dijo ella.

—Uf —dijo el agente.

Probst leyó la tablilla. PHELPS, Morris K.

—Tiene buen aspecto —dijo Jammu. Con un pequeño pero intenso gesto de cabeza obligó a Probst a situarse a su lado—. Hoy he ido a su casa. He hablado con su esposa. Tengo entendido que ha estado pasando la mayor parte del tiempo aquí, haciéndole compañía.

Probst miró al herido y se quedó de piedra. Los ojos le miraban pero en una línea perpendicular a la suya propia. No había modo de que las miradas se encontraran. No se atrevió a girar la cabeza por miedo a parecer que condescendía.

—Yoldj quesfr —habló la boca.

—Entiendo —dijo Jammu—. Pero creo que ella lo está llevando bastante bien. Tiene usted unos chicos preciosos.

Una enfermera apareció en el umbral blandiendo un dedo avisador. No se marchó. Quedaban quince minutos para las nueve. Probst deseó que fueran las nueve menos un minuto.

—Le presento a Martin Probst.

Phelps sacó el aire:

—Hhh.

Probst tuvo que luchar contra la falta de palabras.

—Hola —probó. ¿Por qué le habían llevado allí? ¿Por qué no le había advertido Jammu que no entrara? Tuvo ganas de pegarla. La enfermera se les acercó.

—Tuvqurtravz —dijo Phelps—. Rlosmo.

—Me lo imaginaba. Es usted un buen hombre, Morris. Verá como en seguida se pone bueno.

La enfermera dijo basta. Una vez en el pasillo, Probst preguntó cuál era el diagnóstico.

—Seguramente necesitará cuidados durante el resto de su vida —dijo Jammu—. Del cuello para abajo tiene la musculatura de un buey. Pero una pequeña bala alojada en la cabeza…

Estaban cruzando el vestíbulo de la planta baja, camino de la salida, cuando Probst se desvió hacia los servicios.

*

Aquella tarde, antes de ir en coche a la galería, había leído un editorial del Post-Dispatch.

… Hasta ahora la opinión pública no sabe muy bien a qué atenerse. Jammu haría bien en mostrarse dispuesta a hablar del impacto del referéndum sobre el condado, si quiere reforzar su apoyo a la fusión. En nuestra opinión los hechos mostrarán un impacto moderadamente negativo más que compensado por los beneficios para los más necesitados de la región, su salud económica colectiva y sus muy deterioradas infraestructuras. Jammu no tiene por qué temer a los hechos.

No se nos ocurre por qué Probst, pese a que atina al señalar la necesidad de un estudio a fondo, se empeña en negarse a abordar un debate responsable con Jammu. Cualquier intento de negar legitimidad a las fuerzas partidarias de la fusión es sin duda indigno de él.

Probst afirma que el debate se centraría excesivamente en las personas, no en el problema. No le falta razón. Pero puesto que el público exige una aportación, hay que achacar a Probst un exceso de escrupulosidad. ¿Es posible que esta confusión persista sólo porque un individuo se niega a apuntar un poco más bajo?

Jammu debería reconocer la necesidad de un estudio.

Probst debería poner los pies en el suelo. El último mes de la campaña debería ser un modelo de discurso informado y dinámico.

El artículo le había encantado, y no sólo porque le encantaba hacer oídos sordos a los editorialistas. Era un ejemplo más de la mágica capacidad de la vida pública para ensalzar su persona. Vote No estaba haciendo una campaña limpia, ateniéndose a los hechos. Si tenía alguna duda sobre si era un rigorista en lo relativo a la ética, sólo tenía que abrir el periódico. Allí lo decían: Martin Probst es un rigorista en lo relativo a la ética.

Jammu y él fueron directamente del hospital al Palm Beach Café, un restaurante adonde iba la generación de saintlouisianos a medio camino entre la de Probst y la de Barbara. Pidieron copas y, tras un silencio muy desagradable, Jammu le miró a la cara.

—¿Por qué no me dice en una sola frase —le sugirió, sin esforzarse por aclarar la ronquera de su voz— qué tiene contra la fusión? Podemos discutirlo en privado, ¿no? Aquí no hay nadie que se desmaye por vernos.

—Una sola frase —dijo Probst—. Dado que yo y el resto de Municipal Growth habíamos abogado por la consolidación ciudad-condado —pensó unos instantes, buscando otras bases que ganar—; dado que el referendum fue redactado como respuesta al miedo del condado a perder el tren; dado que el contexto es un mercado político libre y que la cuestión es si el mercado soportará una fusión…

—No ha mencionado nada de todo esto en sus declaraciones.

—Ni falta que hacía, ya que usted no deja de porfiar en ello. Sólo trato de demostrarle que he estudiado sus argumentos. Y la conclusión es que mi desconfianza intuitiva hacia este referéndum (ya que todo indica que debería estar a favor), mi desconfianza intuitiva significa mucho.

Jammu agrandó los ojos:

—¿Es todo?

—Y para concretar, pues —dijo él—, lo primero es el tono derechista de lo que está pasando. Los votantes no pueden ejercer su voto con inteligencia, y hay que temer a un cambio drástico, un mercado no regulado de ideas, igual que hay que temer a los juguetes nuevos que podrían perjudicar a los niños. Ahora bien, yo confío en usted… —trató de comprometer a Jammu visualmente, pero ella estaba jugueteando con su copa—. Y quisiera hacer hincapié en que eso es lo que les digo a Municipal Growth desde hace tiempo. Pero en el caso de Urban Hope, es como si Municipal Growth hubiera empezado de pronto a hacer sugerencias basadas únicamente en los intereses lucrativos de sus principales dirigentes. Rolf Ripley quiere darle un aire de prosperidad en sentido vertical, de arriba abajo, que es lo mismo que yo practico en el trabajo, sólo que yo empleo seres humanos y Ripley se dedica a la pura especulación. Y, por si fuera poco, se ha aliado con demócratas del sector populista como el alcalde. Aquí hay alguien que no está diciendo la verdad.

—Nada de esto va en contra de la fusión en sí —dijo Jammu.

—El caso es que no lo sabemos. ¿Acaso sus convicciones no son intuitivas? Los impuestos no bajarán. La plantilla municipal no va a menguar, incluso puede que aumente. Dese cuenta de que todo esto entra en el terreno de la utopía urbana. Los que ahora disfrutan de prebendas arrancarán maleza de las vías del South Side. Los negros del North Side llenarán los bolsillos de los Rolf Ripleys. A eso me refiero diciendo que es poco realista. Y en el condado la cosa es todavía peor. Usted trata de enganchar a la gente de manera intuitiva. Con su visión de un gran St. Louis.

—Entiendo que estamos en conflicto sobre las posibilidades de un cambio positivo. Usted es pesimista. Yo optimista.

A Probst no le agradó el comentario. Había pensado que era al revés. Él esperanzado y saintlouisiano, ella hosca y cansada. Ella (en palabras de Lorri Wulkowicz, la amiga de Barbara) indefectiblemente tercermundista. Vista de cerca, todo cuanto llevaba puesto —sus perlas, su vestido, su maquillaje, todo correcto— adquiría un matiz barato por culpa de su rostro y de su figura. Daba la impresión (Probst no sabía muy bien por qué) de que necesitaba un baño. La vio tragarse una píldora con el vino. «Antihistamínicos», explicó ella, cerrando el bolso. Un bolso pequeño sin asas, negro. Como si estuviera decidida a pagar la consumición, lo tenía todo el tiempo sobre el regazo.

—¿Quién es usted? —preguntó Probst.

Jammu tosió.

—¿A qué se refiere?

—Bueno, por ejemplo, ¿cuál es su nombre de pila?

—Coronel —Jammu sonrió.

—No. ¿Cuál?

—No me gusta mi nombre de pila. No soy «yo». Lo habría cambiado si la gente no se hubiera acostumbrado a mi primera inicial, que es una S. Puede usted llamarme Ess, no me importa. Así es como me llama mi madre, o bien Essie. ¿Puedo llamarle Martin?

—Su madre —dijo él—. ¿Dónde está?

—Vive en Bombay. Podrá usted leer los detalles en el Post del domingo. Todo lo que siempre quiso saber sobre mi vida privada pero le aburría preguntar.

Probst admiró la forma en que esto cerraba el paso a nuevas preguntas. Luego dijo:

—No estoy aburrido, y no me fío de lo que dice el periódico. De todas formas…

—De todas formas, yo debería ser más cortés. Perdone. He tenido un día malo.

Otro obstáculo. Probst hizo un último intento.

—¿Por qué se marchó de India? ¿Eso no se lo preguntan?

—Todos los periodistas lo hacen.

Probst se rindió. Una luz suave bañaba todavía las mesas, el piano seguía creando ambientes, pero le pareció que el local estaba como a las diez de la mañana, con todas las luces encendidas y las mujeres de la limpieza pasando el aspirador. Unas mesas, unas sillas. Al mirar en busca de un camarero, se fijó en la pareja de la mesa contigua. Estaban hablando entre sí pero mirando a Jammu y a él. Lo mismo otras caras de otras mesas. La gente los estaba observando. Encorvó los hombros y contrajo la cabeza.

—Fue el típico cambio de profesión —dijo Jammu—. Tuve la oportunidad de venir a trabajar aquí y la aproveché. Me gusta este país; ya lo he dicho a la prensa, pero una vez impreso no sonaba muy bien.

Probst asintió.

—¿Cómo es que no perdió la ciudadanía estadounidense al aceptar un cargo público en India?

—Fui la excepción a la regla.

—Quiere decir que violaron las normas.

Ella miró hacia el piano.

—Pero sin querer. Podían haber anulado mi pasaporte, pero mi madre se ocupó de las renovaciones. Ella nunca dijo que yo trabajaba para la policía, y el Servicio de Inmigración no lo preguntó. Ahora no ostento ningún cargo en India, así que no pueden hacer nada.

—¿La junta del cuerpo de policía no se extrañó?

—Dijeron que si demostraba mi idoneidad, me darían el puesto. Todo dependía de mí.

—Pero si el Servicio de Inmigración hubiera estado alerta, usted no hubiera sido ciudadana americana en julio.

—Supongo que no. ¿Por qué me hace estas preguntas?

—Todavía trato de decirle lo que tengo contra la fusión.

—Adelante.

—¿Cómo ha conseguido reducir la delincuencia? ¿Qué ha sido de todos los atracadores, de todos los heroinómanos? Y la Mafia. No puedo creer que estén todos en la cárcel y, como soy pesimista, sé que no se han reformado. ¿Las cifras de la delincuencia son reales?

—Lo son. Y usted sabe que me han investigado a fondo a causa de ello. Jefes de policía de todas las ciudades importantes han venido aquí preguntando lo mismo. Hemos tenido a la ACLU pisándonos los talones. La prensa nos ha buscado las cosquillas olfateando posibles escándalos. Y, como se habrá dado cuenta, no tenemos quejas importantes. ¿Por qué? Yo diría que por primera vez el reducido tamaño de St. Louis ha obrado en su favor. No es una ciudad lo bastante grande como para producir un buen surtido de opciones para todo tipo de delincuentes. Lo que en otras ciudades sería tan sólo un rejuvenecimiento aquí es algo casi total. La reurbanización del North Side abarca unos treinta y seis kilómetros cuadrados. Una cuarta parte de la ciudad. En sitios como Philadelphia, Los Ángeles o Chicago representaría un cinco por ciento. Aquí un gran porcentaje de los terrenos municipales ha ganado tal valor que son los mismos propietarios los que hacen las veces de policía. En propiedades de ciento cincuenta dólares el palmo, no se ve mucha delincuencia, aparte de los delitos de guante blanco. Así pues, el índice baja.

—Pero los que se dedican a eso, ¿dónde están?

—Es algo que no me preocupa. Están equitativamente repartidos entre el resto de la población de Missouri e Illinois. El índice de criminalidad ha aumentado en sitios como University City y Webster Groves, pero la policía local puede manejar la situación. Y si algunas familias pobres se han ido a vivir al condado, ahora la seguridad social tiene bastante más trabajo que antes. Eso no me gusta, pero debe usted admitir que es más eficaz y más justo que tener a toda la chusma de la región concentrada en la ciudad. Tiene lógica, ¿no le parece?

La tenía. Pero Probst no veía dónde se habían metido todos los peligrosos jóvenes negros de North St. Louis. Él los había visto. Sabía que ninguno de ellos había acabado en Webster Groves ni en ninguna de las bonitas poblaciones del condado. ¿Dónde estaban? La realidad se había vuelto clandestina.

—¿Cómo es que cae bien a todo el mundo? —preguntó.

—No a todo el mundo.

—A la mayoría. Me refiero al hecho de que actualmente usted es la pieza clave en la política de esta ciudad, y sólo lleva aquí siete meses. ¿Qué ha hecho para que tanto los políticos negros como los Quentin Spiegelmans consientan en trabajar para usted?

—No es que trabajen para mí. Simplemente me necesitan.

—¿Por qué usted?

—Quiere decir ¿qué tengo yo que otros no tengan? —Sí.

—No lo sé. Ambición. Suerte.

—Muchísima gente tiene ambición. ¿Insinúa que está en la posición que está sólo por la suerte?

—No.

—¿Dónde están sus enemigos? ¿Dónde está la gente a la que ha pisoteado?

—Son muchos…

—No. Usted sabe que no. Sólo están los republicanos de derechas y algunas mujeres mayores, y sólo la odian por principio. Y porque tienen celos. Mire, coronel…

—Ess.

—Mire, puedo entender que Ripley y Meisner ahora se llevan bien con usted, dadas las decisiones que han tomado, y entiendo por qué la situación es estable, por qué los únicos que están contra usted son los criminales o los excéntricos, y entiendo por qué la guerra contra el crimen y la guerra contra el deterioro urbano van de la mano, puedo entender incluso qué motivos hay detrás de la unión entre demócratas e industriales. Estamos en el punto B. Es un fait accompli. Tiene sentido. Bien, pero no comprendo cómo ha llegado aquí desde el punto A. No entiendo qué les entró a muchos de mis conocidos para desertar de Municipal Growth. No entiendo cómo sabía usted tantas cosas y dónde encontró la garantía para planear y ejecutar tan absoluto y extravagante trastocamiento en las fortunas de la ciudad. Me niego a creer que una completa desconocida, por muy ambiciosa que sea, por mucha suerte que tenga, pueda venir a una ciudad americana y cambiarle la cara en menos de un año. No sé qué espero que me responda, pero veo una enorme brecha entre la persona que tengo aquí delante y la persona que ha hecho todas las cosas que ha hecho. No sé cómo lo ve usted.

—Lo hice y ya está, no sé qué más decirle.

—Entenderá que me pregunte quién es usted realmente.

—¿Quién cree que soy?

—No lo sé.

Se miraron. El problema se había vuelto impersonal.

—Yo no pregunto —dijo ella—. Sólo actúo. Quería que la ciudad llegara lejos. He hecho todo lo que he podido. ¿Por qué no quiere entenderlo? Usted también ha tenido éxito en su trabajo.

—Yo nací aquí. No fui a la universidad —la voz de Probst tembló con el drama de su vida—. Durante diez años trabajé catorce horas diarias, y no pude cambiar nada. Me apañé con lo que ya había.

—Me da la sensación de que siente un apego especial a lo que ya había aquí. Está un poquito enamorado de los problemas, ¿no es así? ¿No es eso lo que se esconde detrás de todas sus preguntas? Una ciudad en bancarrota, arrasada por la criminalidad, es fundamental para su perspectiva de saintlouisiano de toda la vida, y usted no quiere que cambie.

—Creo que se equivoca.

—No estoy insinuando que sea usted cruel. Simplemente es pesimista. Da dinero a UNICEF pero no cree que eso sirva para que los gobiernos africanos impidan que sus niños mueran de hambre. Construye puentes en St. Louis, pero no porque piense que servirán para que las personas que los crucen en sus coches le sean menos odiosas…

—Lo mismo se podría aplicar usted.

—Dígame: ¿no es eso lo que siente?

—Está diciendo que soy un egoísta.

—Sólo en la medida en que niega la validez de lo que yo he hecho por la ciudad. Si usted aceptara que las cosas han cambiado, sin duda apoyaría el referéndum. Me lo imagino diciendo, sí, he cambiado de parecer, en algún programa de televisión. Esta ciudad puede llegar muy lejos si trabajamos todos unidos. Si todos compartimos la carga, esa carga desaparece.

Se había erguido en su silla, rastreando con la mirada lo bueno, lo valiente, lo verdadero. Probst sintió vergüenza ajena.

—¿Quién es John Nissing? —preguntó a quemarropa.

—John… —ella frunció la frente—. Nissing. El escritor.

—Entonces le conoce.

—Sí. Escribió un artículo para el dominical del Post-Dispatch; él esperaba que el magazine del New York Times lo publicara pero no fue así. No lo he visto, pero imagino que saldrá todo lo que usted necesita, bueno, ya sabe. Esa basura sobre mi madre y las sofocantes calles de Bombay. Le concedí demasiadas entrevistas a primeros de año.

—¿Es natural de India?

—No. Que yo sepa, al menos. No es americano, aunque no creo que sea indio. Pero estuvo en Bombay y me bombardeó a datos y hechos. Un auténtico cosmopolita, con medios independientes. Un esnob y un sabelotodo. No paró de hablar de todos los lugares que conocía, la Antártida, el Ryukyus, Uganda, cosas así —Jammu se mordió la uña del pulgar—. Y cuarenta y seis de los cincuenta estados. ¿Por qué lo pregunta?

—Simple curiosidad. Nissing fotografió mi casa para una revista de arquitectura —un esnob y un sabelotodo: el tipo ideal de Barbara—. Parecía indio —añadió Probst imprudentemente.

—Yo más bien diría árabe.

*

Aquella misma noche Probst la miró quitarse la ropa. El pelo le caía sobre la cara en mechones de ébano mientras ella supervisaba sus dedos, sus manos cortas y cuadradas, que forcejeaban con la presilla de su sostén fruncido. Las persianas estaban subidas. Fuera nevaba. Probst no podía creer que estuviera a punto de verlo todo. Ella era más delgada aún de lo que parecía vestida, y cuando se bajó las bragas, la tela tensa entre sus dedos como una media, se quedó boquiabierto como si la mandíbula le hubiera caído hasta la cintura. No tenía pelo entre las piernas. Había únicamente un cráter con los bordes hinchados, un segundo ombligo. Era virgen. Ella le miró.

—Esto es lo que hay —dijo. Donde entró la bala.

Probst era la bala.

La luna iluminaba la habitación. Había estado soñando boca arriba, medio incorporado sobre las dos almohadas, la de él y la de Barbara. Había luna llena. No recordaba que su luz hubiera llenado nunca de aquella forma la habitación. Entraba a raudales por las ventanas orientadas al oeste, dando al dormitorio una sensación de pequeñez, de portabilidad. La cama se extendía casi hasta las paredes. Probst cerró los ojos e intentó volver adonde estaba antes, al sueño, a Jammu, y desflorarla.

Los volvió a abrir. Tenía algo encima del regazo, bajo la sábana y la colcha. Retiró la ropa y notó una uña, muy pequeña, y el peso de algo tibio sobre el pijama a la altura de la cadera.

Era un garito. Había un gatito en su cama. Suplicante y peluda, su pequeña pata intentó tocarle la cara.

Esta vez despertó del todo. Estaba tumbado boca abajo, los ojos protegidos por las almohadas. Había eyaculado en sueños. Apartando una almohada con el codo vio el claro de luna en la ventana del este, no la del oeste, colándose por debajo de la gruesa cortina, que no había bajado del todo antes de acostarse. Era diferente de la luna que había soñado. Era una luz dura y modesta, un simple resplandor azulado en la ventana.

*

Cuando fue a trabajar a Vote No, ya no le pareció divertido. Como de costumbre, los voluntarios que estaban preparando café le ofrecieron una taza de la primera cafetera.

Mientras esperaba, saboreó su suave resaca, vestigio de la larga velada que, ahora, parecía haber sangrado el inicuo placer de hacerse el elefante. Holmes y los demás le habían hecho depositario de la pureza de la causa, y él los despreciaba por ello. Cuando llegó el café lo desechó con un gesto de la mano.

Tenues jirones de humo de tabaco perforaban el aire. En el rascacielos del Holiday Inn, en la acera opuesta, las puertas giratorias se movían como ventrículos, admitiendo gordinflones viajeros con equipaje, expulsando a otros recién duchados y aseados y con equipaje menos cuidado. Un espectáculo algo decadente. Los usufructuarios de los venales placeres de la estancia en un hotel, con servicio de habitaciones y máquina de cubitos de hielo y piscina en el tejado, eran intercambiables. Las puertas giraron.

Volar en un reactor era una cosa agradable. (Millones de personas lo creían así.) Pasar unos días en un hotel también era agradable. Cenar fuera de casa era agradable. (No muchos ciudadanos indios cenaban fuera.) Vote No había asignado a Probst la misión de moldear los sentimientos para ganar el voto de la clase media, la que volaba mucho en avión, se alojaba en hoteles e iba a restaurantes. Votar no era una cosa agradable. Votar sí también. ¿Importaba realmente? Ambas posturas corrían como peonzas. (Tener un Buick era una cosa agradable.) Esto era la decadencia.

A veces, Probst pensaba que había que tomar medidas urgentes para librar al mundo de las armas nucleares antes de que un accidente hiciera estallar la guerra. En otros momentos pensaba que el único camino de salvación consistía en fabricar más armas, un poderoso efecto disuasorio para que ninguno de los bandos se atreviera a provocar ese accidente. Él sólo sabía que estaba asustado. Podía argumentar ambas cosas. No quería argumentar nada. Le parecía ridículo e irritante que el Post-Dispatch y quizá miles de personas tuvieran interés en saber lo que él pensaba. Esas personas adoraban a Jammu, y él había estado con ella. Los habían visto juntos en el Palm Beach Café. Jammu irradiaba una luz plateada. Mentalmente, se la imaginaba como una cadena de plata que él no podía dejar de pasarse de una mano a otra. Barbara tenía un amante cosmopolita y una nueva y liberada versión de sí misma. Luisa tenía a su maleable artista joven. También Probst iba a tener algo.

Los voluntarios estaban saliendo muy excitados del despacho principal camino de la sala de conferencias. Holmes iba a pasar una serie de espots de dos minutos de duración, recién salidos de producción, que se emitirían en prime time durante las siguientes tres semanas. Tina le dio unos toquecitos en el hombro. «Al cine, Mart.» Probst la miró sin la menor expresión. Ella giró sobre sus talones. (Joder era una cosa agradable.) En menudo estado se encontraba.