Estaba limpia otra vez, inodora, una esposa espiritual. En el espejo del cuarto de baño, embutida en un albornoz que se desabrochaba y caía, más y más, a medida que levantaba las manos, ella se afilaba los bordes. «Ay, mierda», dijo, porque dolía. Claro que mantener las apariencias siempre era doloroso. «Ay, mierda.» Se permitía un taco por cada pelo que arrancaba. Según Rolf, ella era valiente. En el estante inferior del armarito de las medicinas, en un lecho de mugre compuesto de polvo y talco para bebé y restos de pomada y los copos blancos que salían del tubo de Colgate, había Q-Tips, un termómetro, jeringuillas en sus fundas asépticas, terapias diversas. «Ay, mierda.» Ella, por supuesto, no estaba lo que se dice sana, pero Rolf, sin saberlo, le había enseñado que tres martinis podían aliviar casi todos los síntomas vespertinos de la gripe, y aunque la gripe todavía le fastidiaba un poco, los tirones demostraban que era una mujer respetable. Tras sólo diez semanas ahorrando (Mamaji solía decir que los hombres no sabían ahorrar porque estaban hechos a semejanza de los dioses derrochadores), ya se había tragado más de una onza de prevención para el futuro. «Ay, mierda.» Tenía fe en un divino televisor por circuito cerrado que registraba todos sus movimientos, todos sus impulsos ahorradores y respetables, y que algún día Mamaji encontraría tiempo para ver. Era testigo del maya pero conservaba la fe. Jammu no le reconocía dignidad, pero ella no era ninguna adicta, no era un ángel caído, por más que en determinados momentos hubiera podido dar esa impresión. «Ay, mierda.» Jammu la tenía oprimida, no la quería pero sí le daba una libra de remedio cada semana, de la que ella utilizaba sólo la mitad, porque el sino de la mujer era duro. Todas las mujeres hacían cosas en el baño de las que nadie sabía nada. Todas. Y era especialmente fácil engañar a Jammu porque siempre estaba ocupada y porque pensaba lo peor de Devi, creyendo que Devi dependía de ella. Pero su otro yo se vengaría, sólo que no sería exactamente una venganza sino algo para que Rolf (y quizá un día Mamaji) lo viera. «Ay, mierda.» Practicaba su acento para el día en que la verdad saliera a la luz y ella pudiera aparecer públicamente como la pareja de Rolf. Sólo le restaba demostrarle que era capaz de llevar una casa, que podía hacerlo con medios independientes y ahorrar.
Listo. Comprobó su obra y alivió la piel escocida con una torunda de algodón empapada en Isopropil que enrojecía, y limpió el lavabo de pelos pequeños. Le estaba entrando la gripe de la tarde. Un escalofrío repentino la hizo temblar, y el estuche de sombra de ojos cayó al lavabo y se mojó y la tapa de plástico se desprendió de la caja. Los dedos le quedaron pegajosos y grises. Se sentó en la tapa del váter para reponerse, pensando que era horrible que la bata se le abriera todo el tiempo. Aunque se la anudara, los nudos de seda se aflojaban inoportunamente a menos que fueran llanos, y los nudos llanos te hacían polvo las uñas. Le gustaba ir aseada. El botón de la puerta del cuarto de baño era un ombligo, cerrado. Apriétame. Una buena manera de demostrar que era capaz de llevar una casa, estar sentada en el baño con los dedos manchados de gris y minúsculos alfilerazos de sangre encima de los ojos, y temblando de pies a cabeza. Rolf nunca se lo decía pero, en ocasiones, y cada vez más, se negaba a ver que ella era dos personas. Devi quería explicárselo. ¡Este alquiler es muy caro!, y ¡Mi trabajo no consiste en limpiar, se supone que he de llevar la casa! Lo único que hacía era llevar la gripe de un lado a otro de la suite. Pero las buenas amas de casa no buscaban coartadas. Tenía que esforzarse mucho por ser buena un poquito más, incluso ponerse a limpiar, hasta que consiguiera dos onzas, a ser posible, de prevención. Después podría costearse sus gastos. ¡Costearse sus gastos! Pero le dolía, porque escatimar era casi peor que morirse de hambre, y no quería oler a martini cada vez que viniera Rolf.
*
Con el control directo sobre el cuarenta y uno por ciento de su empresa, Buzz Wismer era, sobre el papel, uno de los veinte hombres más ricos del país. Pero Wismer nunca había diversificado en el sentido clásico de la palabra, puesto que el espacio aéreo estaba ya suficientemente diversificado para adaptarse a un mercado cambiante, y el activo disponible de la compañía, aunque holgado, era relativamente pequeño. Una gran proporción de sus otros activos tomaba la forma de cuentas a cobrar, principalmente de las líneas aéreas. Así, la riqueza de Buzz no era la del especulador ni la del magnate del petróleo, pendientes de una ola de pánico financiero. Era una riqueza restringida a la empresa, y sus gustos eran consecuencia de ello. Le gustaba la buena compañía, la tierra virgen, la paz y la tranquilidad. Comidas saladas, bebidas frías. Venía de una extensa familia del interior del Missouri rural. Una de las pegas de su vida era el no haber llegado a ser cabeza de una familia así. Sus tres matrimonios le habían dado dos hijas, una de las cuales seguramente tendría que hacer terapia hasta el fin de sus días. A diferencia de Martin Probst, Buzz había tenido demasiado trabajo y demasiadas pegas constitucionales para disfrutar los placeres de la familia. Cuanto más mayor era, más aguda sentía esa carencia. Después del incendio en sus tierras se había lanzado compulsivamente a trabajar en el ordenador. Como un escarabajo agarrado a un gran globo de riqueza e importancia, Buzz trataba de no perder pie. Pero el globo había empezado a rodar.
*
—¿Deviiiii? —los goznes chirriaron un poco. Tío Rolf asomó la cabeza por la jamba y sacó la llave de la cerradura—. ¿Deviiiii? —entró de puntillas.
Algo hizo ruido tras la puerta del cuarto de baño, pero los sonidos posteriores fueron tragados por el estruendoso despegue de un avión. Fue ensordecedor; vio que Devi se había dejado una ventana abierta. La habitación parecía y olía como un andén de estación. Al ir hacia la ventana más próxima, Rolf vio una cara en la tele. Era la cara de Martin, frente a un rebaño de micrófonos. El estruendo se extinguió en el tiempo que Rolf tardaba en llegar al televisor.
«… No digo que lo hayamos descartado, pero es indicativo de cómo enfocan ellos el asunto. Los debates nunca han resuelto nada. Se convierten en concursos de personalidad, y ése es justamente el tipo de confusión respecto al referéndum que a mí me interesa eliminar.»
—Conque sí, ¿eh? —Rolf plantó la palma de la mano en la cara de Martin. La pantalla estaba caliente—. ¡Pelagatos de mierda!
«Tendremos una respuesta definitiva el próximo jueves.»
—Estoy impaciente, cabeza de chorlito.
Nunca le había caído muy bien Martin Probst, pero hasta ese invierno no había sabido hasta qué punto sentía aversión por él. Con una risita, lo borró de la pantalla a golpe de mando a distancia.
Al inclinarse para cerrar la ventana, el batiente se le escapó de la mano impulsado por una ráfaga de viento. Se afianzó en el alféizar y alargó el brazo. Más arriba, en una repisa practicada en la pared exterior encima de la ventana, advirtió una caja pequeña envuelta en plástico. Cerró la ventana y pasó el pestillo. Se acarició el bigote. Una caja pequeña. Vaya. Envuelta en plástico. Abrió de nuevo la ventana y se asomó al exterior…, pero mejor no preguntar, ¿eh? Tener una querida sólo valía la pena si no inspeccionabas más de la cuenta. Cerró la ventana cuando ella estaba saliendo del cuarto de baño.
—Hola, Rolf —dijo con coqueta insipidez.
—Buenas noches, amor.
Devi llevaba unas gafas nuevas al estilo de las que Barbie usaba para leer, pantuflas negras para parecer más baja, Levi’s azules y una camisa blanca muy holgada. Rolf no veía el artículo genuino desde hacía más de dos meses, desde las vacaciones, y su presión sanguínea aumentó de repente. Tras cinco meses de relación Devi podía reducirlo todavía a un mozuelo patizambo. Ella acercó sus manos. Él se quedó allí de pie, fascinado, mientras se iban acercando, le separaban las solapas de la chaqueta, acariciaban su jersey por debajo de los brazos. Luego el resto de ella lo abrazó como a cámara lenta. Él vivía para eso. Tosió.
Devi torció el gesto. Rolf la apartó de mala manera y lanzó otro esputo, con los oídos que le reventaban.
—Lo siento —Devi se dejó caer en el sofá.
Él se fijó en la tirita que tenía en el antebrazo, el maquillaje seco. No le importaba lo que pudiera hacer cuando estaba sola, pero si perdía el control delante de él…
—¿Por qué me has llamado? —dijo Rolf.
Ella alzó los ojos e hizo que la amara otra vez con su perfecta sonrisa medio irónica.
—Rolf —dijo—. Dependo absolutamente de ti. No puedo pasar un solo día sin oír tu voz. Después de todos estos años, cada día cuenta, cada minuto cuenta. Hemos esperado mucho tiempo el uno al otro, ¿no lo comprendes?
Él abocinó la mano y tosió allí un poco.
—No te enfades conmigo, Rolf. Soy una mujer débil, pero las cosas cambiarán pronto, todo será como tú quieres que sea. He dejado a Martin. Todo el mundo lo sabe. Oh, ¡la de años que he malgastado con él! Por esperar. Me estaba perdiendo algo, sabía que me estaba perdiendo lo que otras mujeres tienen, y, mira, he terminado con él. Y después de cómo me chilló yo ya no podría volver… Y tú te quejas cuando te llamo a la oficina.
Frunció los labios. El parecido era misterioso. Rolf se puso de rodillas y apoyó la mejilla en el pecho de ella, mordió con los labios, como un bebé sin dientes. El sudor cubrió sus ojos.
—Lo que pensaría Martin —dijo ella— si pudiera ver lo que estás haciendo.
*
Empezó a rodar por Nochebuena cuando Buzz estaba trabajando en su despacho y el guardia le llamó para informarle de que una tal señora de Sidney Hammaker deseaba verle. «Que suba», dijo Buzz. Mientras esperaba, se hizo un chequeo de sistemas y encontró luces de alerta roja en todos los sectores: su procesador moral vomitaba mensajes de error en la pantalla —DIVISIÓN POR CERO EN COMA FLOTANTE A 14000822057G—, ventiladores estropeados en el regulador de potencia, una tarjeta defectuosa en la unidad de vocalización, y todo su programa CANCELADO POR UN PROCESO SUPERIOR, ERROR AOS GRAVE, ¿DESEA VOLCAR LA MEMORIA? Desconectó el teléfono y comprobó su peinado en la pantalla trazadora, cuya convexidad dobló la escala de su nariz de dos cañones y su boca ovalada y dio a su cabeza una forma escandalosamente redonda. Era un monstruo de rostro verde.
Asha llamó a la puerta, que estaba abierta. Esperaba no interrumpirle. Él dijo, no, por Dios, es Nochebuena, de todos modos no tendría que estar trabajando. Ella se sentó en la mesa, junto a su consola. El punto que lucía en la frente parecía suspendido bajo la superficie de su piel tersa y fresca, como el punto de los decimales en una pantalla de cristal líquido.
En los minutos y horas que siguieron, su falda pareció ir subiendo dotada de vida propia, a un ritmo independiente de la conversación. Cada vez dejaba ver más cantidad de pierna, subiendo sin tregua la línea en que las sombras intensificaban el tono de sus medias de nylon, del gris al negro. La falda detenía su trayecto vertical y acampaba durante media hora, tres cuartos, como si tuviera la intención de no subir más. Entonces Buzz miraba y veía aparecer otros dos dedos de muslo.
Resultó que Asha conocía bien el análisis tensorial. Escuchó atentamente la exposición que Buzz hizo de su método iterativo, y mientras el sol de diciembre se ponía sobre los campos nevados de North County, ella percibió una redundancia en su tensorial, una simetría oculta, y le sugirió que lo colapsara y añadiera nuevas variables. Estaba intentando, afirmó, poner a Hammaker a tono con los tiempos que corrían. Sólo las empresas de refrescos de cola podían rivalizar con el éxito de Hammaker y la originalidad de su márketing, pero incluso Hammaker no había afrontado hasta ahora el misterio más importante: ¿funcionaba la publicidad? Las ventas demostraban poco. Las pruebas de mercado —grupos de televidentes bebedores seleccionados al azar y supervisados en salas a prueba de ruidos— eran puro chamanismo. Asha se estremeció ante la espantosa desmesura implícita en la publicidad masiva, el vergonzoso despilfarro de recursos. Ansiaba alcanzar perspectiva divina desde la cual poder ver rápidamente la fórmula que hiciera de Hammaker la cerveza preferida de todos, no de un treinta y siete o un cuarenta y tres o un sesenta y cinco por ciento, sino de todo el mundo. La fórmula tendría que consistir, por supuesto, en más que una táctica o un simple eslogan, porque los dos principales rivales de Hammaker de seguro los iban a copiar. Sería una serie infinita que tomara en cuenta dialéctica cualquier posible contraataque y lo superara automáticamente. Era ahí donde Buzz entraba en juego. Asha había leído sus trabajos sobre estimulación tensorial n-variable de la meteoro-dinámica. Quería aplicar su método a la venta de cerveza.
—En vez de contemplar pasivamente este sistema isobárico en su aparato trazador —Asha se lamió los labios—, imagínese un simulacro de guerra. Imagine el sistema en manos no de pautas climáticas globales dictadas por el azar sino en sus propias manos, y que su misión es crear condiciones templadas y de baja humedad en St. Louis 365 días al año, con un solo chubasco importante digamos que cada seis días entre las seis y las ocho de la tarde.
Y Buzz dijo:
—Lo que usted describe es un monopolio.
Y la princesa dijo:
—Nueve degustadores de cada diez no nos distinguen de nuestros competidores. La competencia sólo fomenta la saturación del mercado, lo cual hace que cada pack de Hammaker cueste un dólar más.
Y Buzz dijo:
—Las leyes de la psicología no son absolutas, usted lo sabe.
Y ella:
—Se sorprendería. Pueden ser mucho más absolutas de lo que usted cree.
El despacho estaba oscuro, los sombreados toroides del monitor tan verdes y brillantes que parecían bailar, y mientras ella se inclinaba, con el codo apoyado en la mesa, para encender una lámpara, Buzz vislumbró puntillas blancas debajo de su falda.
*
Audreykins estaba jugando a las cartas en el buró de anticuario de su tocador. Llevaba una bata rosa de cordoncillo. Antes de hablar, Rolf se detuvo un instante y la miró con indulgencia. Ella sostenía en la mano el siete de tréboles como si estuviera tratando de enseñar su tarjeta Platino a un vendedor despistado. Puso el trébol encima del ocho de corazones, pero luego lo levantó. Miró por encima de su hombro, inexpresiva, un payaso hembra con la cara cubierta de crema.
—¿Todavía estás levantada? —dijo Rolf.
Audreykins absorbió la pregunta y continuó jugando. Dejó el trébol con firmeza encima del corazón, sacó otra carta, la reina de diamantes, y cambió una serie de naipes con movimientos rápidos e intrincados.
—¿Te han ido bien las cosas?
De nuevo, el mínimo acuse de recibo. La oyó moverse en busca de posibles jugadas. Rolf mascó las puntas de su bigote. Especialmente tierno después del coito de la tarde, lo intentó otra vez.
—No podías dormir, ¿eh?
—Diez de picas —murmuró ella.
Unos cuantos momentos como ésos bastaron para que Rolf considerara con más seriedad los planes de Devi sobre una reorganización de los vínculos legales. Casi de inmediato, sin embargo, recordó la vieja lógica —fideicomiso conjunto, la mitad de las acciones, las dos casas, la mitad de los bonos, los terrenos en Arizona, Oregón, St. Thomas, santo cielo, al menos veinte millones de dólares— que por supuesto no era lógica ni era nada. No te cases nunca con la hija de un abogado.
—Debes de estar muy preocupada por Barbie, ¿no? En cuanto tu cabecita toca la almohada se te ocurre pensar en que se abre de piernas a un apuesto desconocido.
Audreykins tomó una carta del montón.
—No deberías hacer trampas, Audrey, en serio, así no es nada divertido. Para no hablar del mandamiento número ochocientos: no harás trampas en el solitario. Estoy seguro de que al padre Warner le molestaría mucho enterarse.
Buscó unas tijeras en forma de pico de ave y se dio unos toques en las comisuras de la boca. Por el espejo vio que ella no le estaba mirando. La calefacción empezó a hacer ruido en el radiador de encima de su cama.
—Se está muy bien aquí, por cierto. A ver, recordemos a Martin un momento. ¿Habrá que inclinar la cabeza? Pensemos en él, pobre, solito en esa casa tan grande, con ese fascinante mobiliario, sin nadie con quien hablar.
Rolf se imaginó al alegre Martin dado puntapiés a los muebles con rabia de cornudo, o jugando al solitario en medio de la cama. ¡Porque la mocosa también le había abandonado! El señor Todo-Lo-Hago-Bien había sido pillado con los pantalones caídos, perdiendo a sus virtuosas chicas y poniéndose en evidencia haciendo campaña en contra de un referéndum inevitable.
Audreykins se había dado la vuelta. Su expresión era franca pero cordial.
—¿Mmm? —sonrió él.
—Estás loco, Rolf —dijo ella—. Has perdido el juicio.
*
Su trabajo empezaba a resentirse y Buzz analizó la situación. Nadie podía esperar de él que a su edad produjera ideas originales, así que lo poco que conseguía hacer, aunque fuera menos de lo que hacía meses atrás, era puro relleno exento de impuestos. El trabajo, además, le proporcionaba una excusa. Cada día daba instrucciones a su secretaria dé que no le molestara por ningún motivo. Por la noche interponía un contestador entre el mundo y su sancta sanctorum. Su investigación, le explicó a Bev, había entrado en una fase que exigía la máxima concentración. Ella no le creyó. Él tampoco lo esperaba.
Dejando el sancta sanctorum deshabitado, viajó hasta la planta baja en el amplio montacargas. Mientras los empleados de la parte trasera de sus oficinas centrales levantaban cajas o empujaban escobas, él pasaba brevemente las horas diurnas y siempre mencionaba que era crucial que nadie supiera de sus idas y venidas; dejaba caer oscuros indicios de negocios supersecretos y al más alto nivel. Empujaba con el hombro la pesada puerta posterior y salía al muelle de carga. Asha estaba esperando en su Corvette, por la tarde o por la noche, normalmente lo último.
Era ella quien hacía apuestas en Cahokia Downs, comía chiles en el 70-40 Truckstop y tomaba café en los restaurantes baratos. Buzz simplemente la acompañaba. Le sorprendía que todos los locales rústicos en los que le hacía entrar, el desfile de camareras decrépitas y apostadores cursis y tartas y pasteles que giraban en pedazos, hubieran sobrevivido los cuarenta años transcurridos desde que él era joven y un poco rústico también. Hasta las carreteras lo tenían asombrado. Asha conducía kilómetros y kilómetros hacia el norte por rutas estatales que él jamás había visto pese a que había vivido toda su vida en el este de Missouri. En días laborables, pasada la medianoche, el tráfico huía de las carreteras dejando un vacío fantasmagórico, como si hubiera caído una bomba de neutrones. Asha superaba los ciento cincuenta kilómetros por hora en llano.
Pero el personal de vigilancia no podía guardar un secreto. Bev le decía a Buzz que sus numerosísimas amigas creían que Asha y él estaban manteniendo realmente negociaciones supersecretas. Las esposas, incluida Bev, creían que sus negociaciones eran de otra índole.
Buzz era más o menos inocente de ambas suposiciones. Respetaba demasiado a Asha y dependía demasiado de su compañerismo para arriesgarse a una relación física. Y, aparentemente, a ella no se le había ocurrido en ningún momento esa posibilidad. Eran simples amigos que de vez en cuando charlaban de negocios, cosa que Buzz se habría alegrado de evitar por completo. Cuando Asha trataba de animarlo a ampliar sus propiedades en el North Side, él se quedaba desconcertado. La responsabilidad de administrar Wismer Aeronautics recaía personalmente en él. Pero Buzz, personalmente, ya no se imaginaba la vida sin Asha Hammaker. En la palabra «personalmente» dos curvas hostiles saltaban una asíntota. El resultado era el caos.
Mientras febrero daba paso a marzo, su mente empezó a concentrarse en Martin Probst, el otro amigo en el que creía. Martin estabilizaba las curvas, restableciendo las condiciones de contorno límite. Lealtad a Martin significaba lealtad a la reputación de Buzz, al hombre honrado y amable que el mundo le había considerado siempre. Buzz le telefoneó varias veces.
—Oye —le dijo—, lo que puedas haber oído sobre la señora Hammaker y yo (sé que hay rumores) no es lo que parece. No hay más que una relación social. Sidney también podía estar, o Bev, si hubiera accedido a venir alguna vez. No hay nada raro, ni fiscal, ni físico…
Martin dijo que lo entendía.
—Y créeme que yo estoy de tu lado en lo del referéndum. Sé que no he dedicado tiempo suficiente para colaborar con algo más que mi dinero, pero estoy firmemente comprometido con la situación actual. Por mí, nada de fusiones, no señor. Desde el punto de vista de los beneficios, no tiene sentido trasladar mis oficinas (como ves, en realidad no sé qué clase de rumores son ésos). No te negaré que he notado, bueno, cierta presión para trasladar solamente las oficinas centrales (como te dije, tenemos los terrenos, ya los teníamos) pero entiendo que es muy importante tener la administración de la empresa cerca del centro técnico, y eso sí que no podría trasladarlo…
—Mira, Buzz. No te molestes. Ya me contaste cuáles eran tus planes. Confío en ti.
—¡No! Quiero que creas lo que te estoy diciendo, en concreto.
—De acuerdo. A mí me parece lógico. Por eso estoy metido en esta campaña. Entiendo perfectamente lo del centro técnico. Te creo, Buzz.
*
Rolf se demoró frente al espejo, arreglándose el pelo con un peine de plata. Loco de verdad. El vello de su pecho, limpio y esponjoso, lucía una cadena de oro que subía y bajaba sobre las matas individuales como exquisitas vías de montaña rusa, desapareciendo tras el cuello de su bata rojo rubí. Escabrosa, áspera, su cara era muy distinta de todas las jetas Charlie Brown del resto de la gente de St. Louis. Meneó su Capitán Caterpillar, el nombre que Mara le había puesto de jovencita a su bigote. El recuerdo de aquella invención la anclaba a sus años de inocencia.
Fue a la puerta y la abrió. Una luz color de miel inundaba el pasillo colándose por las tablas de la puerta de Audreykins. Peinándose las trenzas. Cada vez que miraba de noche hacia el pasillo, por más tarde que fuera, veía luz, y la frase le venía a la cabeza. La imaginación era algo maravilloso. Peinándose las trenzas.
Arrancó los últimos teletipos de la impresora que había junto al cesto de la ropa, se sirvió un trago de Glenlivet y se metió en la cama. La hora —la una y media— se perdió casi en el dorado laberinto de su reloj Gübelin.
Por la mañana remoloneaba un poco en la cama, iba en coche hasta Lambert y tomaba un avión a San Antonio para hablar con el presidente de Gelatron, una fábrica de plásticos que estaba a punto de comprar. Revisó con el dedo las cifras que su agente de bolsa le había enviado.
Gelatrn 7 2061 81/4 65/8 81/4 +l5/8
El secreto había dejado de serlo, y la respuesta era favorable, un sólido voto de confianza en Ripleycorp. Dentro de unos meses San Antone perdería algunos puestos de trabajo mientras Gelatron se trasladaba al lado norte de St. Louis. Filial en propiedad absoluta. Las palabras, combinadas con el whisky, añadieron calor al entusiasmo subsiguiente a la adquisición. Rolf alcanzó el inalámbrico para charlar con su filial favorita, pero se detuvo a tiempo. La telefoneaba demasiado a menudo. Su indiscreta y pequeña filial de propiedad absoluta…
Hizo un último viaje al orinal. La quietud que observó en el lado de Audreykins le pareció un tributo a sí mismo. Estaba en la cresta de la ola. Ya nunca tendría que temer a uno de los Probst, ni soportar otra velada con ellos, como tampoco Audreykins hallaría refugio en la cocina de Barbie. Por un momento, mientras empezaba a sonar el ruidito de goteo, se sorprendió a sí mismo creyendo, sin tener por qué, que Barbie estaba muerta. Eso no le turbó. Tenía a Devi, y Martin no tenía a nadie. Había ganado el mejor. Se ruborizó. En la ventana un cristal vibró al zumbido de un pequeño avión nocturno.
*
—¿No crees que deberíamos establecer contacto por radio?
Pasado Ladue, Asha desaceleró y condujo el Cherokee hacia un suave picado, enderezándose a 550 metros sobre University City.
—A esta hora creo que no será necesario —dijo ella—. La visibilidad es perfecta. De vez en cuando me gusta volar sin un plan de vuelo. Es un poco como hacer submarinismo.
Estaba yendo rumbo al este, hacia la ciudad. En Nueva York o Chicago habrían estado arañando edificios de muchas plantas, pero St. Louis se veía bajo y desolado, las intersecciones meros cruces de color de hueso, sin carriles. Coches solitarios empujaban pálidos charcos de luz delante de ellos. Si esto hubiera sido una misión de bombardeo… El vuelo nocturno sacaba a relucir una propensión especial en las ciudades norteamericanas, o así se lo parecía a Buzz, que estaba pensando que América, St. Louis, nunca había sido bombardeada y ya no podría ser bombardeada por otra cosa que por cabezas nucleares. La falta de una experiencia intermedia agudizó su idea de la fragilidad del continente, cuya población no tenía memoria cultural de plagas ni de incursiones aéreas. Una espléndida ilusión, la Norteamérica actual, daba origen al más patético horror, el horror de un hombre que, al igual que Buzz, no había pasado una sola noche en un hospital, pero que, a diferencia de él, se enfrentaba ahora a una muerte segura y espeluznante.
—Vas directa al centro, ¿eh?
—Pensaba que estaría bien echar un vistazo —dijo Asha.
—Se ve todo muy misterioso a esta hora. Me empieza a gustar.
—Ya lo sé. Para mí también es excitante. Las formas me resultan todavía extrañas. El hecho de que una ciudad tenga este aspecto. Que haya encontrado motivos para tener este aspecto.
Perdiendo altitud, siguieron la autopista Daniel Boone rumbo al este. Como todas las carreteras principales, ésta conducía a la zona ribereña, al Arch. Era el Arch lo que daba su apariencia chata a la ciudad. Buzz lo contempló con ingenua fascinación, un irreflexivo placer en su improbable tamaño, su extensa tridimensionalidad, su firme curvatura a lo largo del horizonte de Illinois. Se erguía casi a la altura que ellos volaban, transformaba la zona del centro en un espacio interior, y a Buzz y Asha en pájaros que lo sobrevolaban. ¡Martin! Estar encima de la ciudad pero también dentro de ella: Buzz experimentó una repentina afinidad con su otro amigo, en cuyo discurso, estatura y porte hallaba expresión toda la plasticidad del St. Louis real. Entonces oyó que el motor enmudecía. Vio a Asha tirar de la columna de control y comprendió lo que estaba a punto de ocurrir.
—Asha, no —dijo.
Una ordenanza municipal prohibía volar a través del Arch. Asha se concentró. El vistoso estadio se abrió a sus pies, blanco y negro.
Ya estaba sucediendo. Sin peligro alguno, con una velocidad proporcional a la de ellos, el Arch abrió las piernas para dejarlos pasar. Wharf Street era un arroyo al que estaban cayendo. Por un momento Buzz casi pudo haber rozado el ángulo interior de acero. Ya habían pasado. Asha puso el aparato en vertical.
Yo no podía, se dijo Buzz. Estoy firmemente comprometido con la situación actual. Nada de fusiones, no señor. No tiene sentido trasladar las oficinas entiendo que es muy importante cerca del centro técnico y eso sí…
—¿Estás rezando? —preguntó Asha.
—¿Lo parecía…?
—Casi no te oigo.
A sus pies el Mississippi retrocedía a la par que East St. Louis, donde Buzz observó el fulgor amarillo de unos incendios diminutos.