16.

Probst estaba contento de haber aterrizado en el centro de la cruzada antifusión, pero no tanto como para tener ganas de ser el director de la asociación Vote No. Dirigir una campaña era una tarea interminable e ingrata. Años atrás John Holmes había dirigido la batalla de la Propuesta Uno, y ya hacia el final invertía más de sesenta horas semanales en ocuparse él solo de las minucias de última hora (se encargaba de poner la voz en off en los espots de televisión, iba personalmente a los Kentucky Fried en busca de voluntarios para una maratón telefónica), porque cuando la cosa estaba en su apogeo ningún director podía delegar responsabilidades, ni encontrar alguien en quien delegarlas. El fracaso de la propuesta le había reportado muchas palmaditas en la espalda, muchas e inocentes muestras de gratitud. («Te mereces un mes de vacaciones en Acapulco, amigo.») Una semana después, su trabajo era ya agua pasada. En el mundo partidista, la dedicación le suponía a uno un sueldo, el éxito una sinecura. En el mundo no partidario, el mundo de Municipal Growth y sus causas, la única recompensa era la oportunidad de presentarse a la siguiente campaña. Y esto fue lo que le ocurrió a John Holmes. Probst le nombró director general de Vote No.

Tampoco así estaba Probst a salvo. Cuando la campaña se pusiera difícil y los voluntarios abandonaran, él seguiría al pie del cañón y probablemente tendría que ocuparse de alguna tarea especialmente odiosa, como reclutar nuevos voluntarios. La cautela dictaba delimitar cuanto antes el ámbito de su papel. Decidió verse a sí mismo como un aplique caro y, en esencia, inamovible. Se veía a sí mismo como un elefante.

Los elefantes no eran muy articulados. Probst no participaba en las sesiones de estrategia de Vote No. Los elefantes no eran rápidos, no recuperaban patos recién cazados; Probst no le haría de chico de los recados a Holmes. Los elefantes, sin embargo, eran pesados, y Probst accedió a pisotear a todos aquellos poderosos que fuese necesario pisotear. Cuando era factible, lo hacía por teléfono, a última hora de la tarde, desde su escritorio en el cuartel general que Vote No tenía en Bonhomme Avenue, en Clayton. Sin embargo, con frecuencia se levantaba majestuoso de su mesa, saludaba con un gesto de cabeza a Holmes (si Holmes preguntaba adónde iba, no le quedaba más remedio que levantarse e ir detrás de él, porque Probst no se detenía) y conducía sin prisas basta el domicilio del alcalde de Richmond Heights, o del rector de la Universidad Washington, o del presidente de Seven-Up.

Desde que en enero Municipal Growth tomara la decisión de pelear, Probst se había convencido cada vez más de que la fusión era un error. La fuerza económica que la impulsaba —a saber, la especulación— le ofendía profundamente. El boom del North Side se basaba en el papeleo, en el estar allí, en comprar barato con la esperanza de, más adelante, vender caro. El espíritu de ese renacimiento era el espíritu de los años ochenta: espacio para oficinas, espacio de lujo, espacio para aparcamientos, todo ello planificado por analistas financieros, no por urbanistas. Probst conocía el paño. Y ahora que Westhaven había fracasado, podía permitirse criticar.

Siempre había hablado bien delante de un micrófono, y sacaba lo mejor de sí cuando estaba enfadado. Fue el único, entre todas las caras que salían por televisión, que se atrevió a mencionar los aspectos sectarios del referéndum. El único que empleó argumentos elementales. Describió con todo detalle el sindicato en el que había decidido no participar. (De mala gana, el día siguiente a estas declaraciones, el alcalde confirmaba la existencia de Urban Hope.) Afirmó que el referéndum había sido preparado con excesivas prisas como para que fuese factible evaluar de manera realista sus consecuencias. ¿A qué venía tanta prisa? ¿Por qué no aplazar el plebiscito hasta que se hubiera hecho un estudio concienzudo? Afirmó que la gente del condado no debía fiarse de la palabra de figuras políticas famosas. ¿Creían que Jammu y Wesley tenían un interés personal en la calidad de vida de la población del condado? Si era así, ¿dónde estaba la prueba? Era la Pregunta Deplorable, el sortilegio que hacía callar a los políticos. Los periodistas no podían hacer otra cosa que cambiar de tema.

Después, en la ducha o comiendo, Probst notaba que el corazón le daba vuelcos: ¡era un anarquista!

John Holmes no impugnó su forma de enfocar el asunto. Los sondeos telefónicos revelaban un giro constante de opinión pública hacia el bando favorable al No, y como era demasiado pronto para que nada salvo las apariciones de Probst hubieran producido algún efecto, demasiado pronto para que hubiera empezado la publicidad masiva y el puerta a puerta, el giro se podía atribuir únicamente a Probst. Con todo, éste no se sentía querido. Era un bicho raro, el elefante que iba por libre. No fraternizaba con los voluntarios como habría podido hacer antaño, nunca salía con ellos. Se sentaba a su mesa favorita y leía Time y Engineering News-Record y los periódicos locales. Los sondeos habían demostrado su valía y Probst estaba aprendiendo —nunca era tarde para aprender— a pedir lo que quería (un escritorio especial y ninguna responsabilidad), a reclamar las recompensas de su posición única y a no sentirse tan culpable por ello.

Se alegraba de tener dos cosas a las que dedicar todo su tiempo. Los días los pasaba en su oficina, las cenas en Miss Hulling’s o en First National Frank & Crust, a menudo con su vicepresidente Cal Markham, y las noches en el espacio que habían alquilado en Bonhomme Avenue. La casa de Sherwood Drive —ahora pensaba en ella como la casa de Sherwood Drive, como si hubiera perdido la custodia de la misma y sólo fuera allí para dormir— estaba casi siempre vacía. Tenía los días muy ocupados. Barbara había dado en el clavo. Él no la echaba mucho de menos, al menos después de la primera semana. Cuando le preguntaban por ella, les decía que estaba de vacaciones en Nueva York y los dejaba intrigados. Era en su ausencia cuando había aprendido a seguir el ejemplo de Barbara y decir no a lo que no quería y a llevar su cruz con desenvoltura. Podía haberse pasado sin sus llamadas semanales.

ELLA: Estás en casa.

ÉL: ¿??

ELLA: He llamado antes y no contestaba nadie.

ÉL: No estaba en casa.

ELLA: Es lo que te decía. Que no estabas en casa.

ÉL: Ya.

Siseo transcontinental.

ELLA: Todavía estás enfadado, ¿verdad?

ÉL: ¿Enfadado, yo?

ELLA: Entonces, ¿tiene algún sentido que te llame?

ÉL: Lo mismo me pregunto yo. Por aquí todo está muy tranquilo.

ELLA: ¿Ves a Luisa?

ÉL: El jueves cenamos juntos. Tiene buen aspecto. Ha ingresado en Stanford.

ELLA: Ya lo sé. Me hace gracia pensarlo. ¿Has hablado con Audrey?

ÉL: Están incomunicados. Rolf se las apaña para ser el primero en darle las noticias. Es todo muy complicado.

ELLA: ¿Todavía trata de hacerte la puñeta? Bueno, claro, por qué no iba a hacerlo.

ÉL: Es muy complicado.

ELLA: Qué raro, Martin.

ÉL: Sí, muy raro.

ELLA: Quiero decir, hablar así. ¿No te parece raro?

ÉL: Raro es la palabra, ni más ni menos.

Siseo transcontinental

ELLA: ¿Estabas haciendo algo? Tengo la sensación de que interrumpo.

ÉL: No, no. Por aquí todo está tranquilo.

Pero no lo estuvo tanto después de que colgara, cuando pudo hablarse a sí mismo otra vez. Era sábado. Sombras de mediodía abrazaban las plantas de maceta que había en el antepecho de la cocina. Morían de las raíces hacia arriba. Había dado instrucciones a Emerald de que las cuidara y ella parecía haberlas regado más de lo debido.

Comió un gran número par de Fig Newtons y dos plátanos. Luego fue en coche hasta Clayton y se sentó a su mesa, desde la que tenía una vista de Bonhomme Avenue a mano derecha y un tabique de formica detrás, protegiéndolo de las actividades de la tropa. Esta tarde había poco movimiento. Un voluntario estaba sentado en la mesa de una voluntaria, una secretaria de pago esperaba que los teléfonos empezaran a sonar. Probst revisó los mensajes que se habían acumulado desde el jueves.

A las cuatro fue a ver a Eldon Black a su casa de Ladue para implorarle otra subvención. A las cuatro y media Black le extendió un cheque.

Hacia las cinco estaba de vuelta en la casa de Sherwood Drive y vistiéndose. A principios de la semana había conseguido por fin una camisa a rayas negras y rojas en algodón egipcio, como la del general, y mientras esperaba que la dependienta de Neiman le entregara el recibo, unos tejanos negros prelavados le llamaron la atención. Hacían conjunto con la camisa. Le sentaban bien, ciñéndole el trasero y los muslos como no le ocurría desde hacía años. La diferencia era notable. Aparentaba cuarenta años. Incluso treinta y nueve.

Pero no tenía zapatos a juego. Se puso a gatas y empezó a sacar zapatos polvorientos del fondo de su armario. Todo eran mocasines o náuticas o con puntera de goma o con borla.

Fue a mirar en la caja de cartón que había en el sótano y rebuscó entre sesenta variedades de calzado, zapatos, pies de pato, patines, chanclos, descansos, chancletas. Olían a casa clausurada. La piel estaba cubierta de un moho verdoso. Muchas de las suelas tenían agujeros.

Subió tres tramos de escalera hasta uno de los armarios trasteros que había en la planta superior. Tuvo que apartar revistas y regalos de empresa, pero al final encontró lo que necesitaba: la Colección de Calzado Exótico. Había alpargatas blancas de España, chinelas orientales con bordados, zuecos pintados de Holanda, los tres pares de galochas que había comprado en Suecia para la familia, mocasines sioux de una tienda de souvenirs en Dakota del Sur, sandalias de paja mexicanas, zapatos de piel de caimán de alguna escala en el Caribe, zapatillas de ballet que jamás había visto y, justo como él recordaba, unas botas italianas de ante. Perfecto.

En el coche, su elegante atavío le hizo sentir ligeramente cubierto de conciencia de sí mismo, como un colchón de aire que redujese a la vez la fricción y la precisión de sus movimientos. Las botas insistían en pisar el acelerador más fuerte de lo necesario. En seguida llegó a la Arena, y los penachos de vapor que la coronaban, blancos contra el crepúsculo avanzado, estaban ensuciando una extensión aún mayor de cielo. Aparcó. El vapor procedía de una larga columna de parrillas frente a la entrada de la Arena. Se trataba de barriles de quince litros partidos en dos y montados sobre caballetes de aserrar. Leyó las letras de plástico de la marquesina: PRIMERA BARBACOA ANUAL DE CARNE Y PESCADO DEL LIONS CLUB.

Elefante, se dijo a sí mismo.

Estameñas tricolor pendían de las vigas de la Arena y de las barandillas en la base de los asientos. Un retrato de un león había sustituido al marcador, y debajo del mismo había una gran pancarta que rezaba L I O N S, cada letra una mayúscula con una cola en caja baja: ibertad, nteligencia, alvaguarda, e, uestra, ación.[8] En la cancha, donde últimamente habían patinado los Blues, hijos y padres comían en mesas de aluminio con manteles blancos de papel. En delantal sucio, hombres bien peinados, bien afeitados, bien alimentados entraban y salían como culíes de las puertas de atrás, los entrantes acarreando cubetas hasta arriba de comida marrón, los salientes con cubetas vacías sostenidas contra la cadera o el muslo. LIMONADA, aseguraba una pancarta en las mesas de servir. REFRESCOS. ENSALADA DE COL. Al pie del podio situado bajo el enorme león una multitud de un millar de piernas se agitaba entre empellones. Probst vio vasos de papel naranjas y amarillos y un paisaje de gorras ceremoniales. El ruido era extrañamente suave.

Dejó el abrigo en guardarropía, dio un billete de veinte a la encargada de la taquilla y se alejó sin esperar que le devolvieran el cambio. Le extrañaba que los Lions no hubieran actuado separadamente en sus respectivas poblaciones. Difícilmente habría muchos habitantes de Chesterfield dispuestos a hacer un viaje tan largo, sobre todo con la Route 40 cortada. No tenía sentido.

Sí lo tenía. Estaba pasando entre los que esperaban de pie cuando comprendió la razón: allí estaba Jammu. Sentada en medio de una media luna de sillas plegables ocupadas por Ronald Struthers, Rick Jergensen, Quentin Spiegelman, varios hombres de uniforme y algunos Lions con sombrero. Probst reconoció a Norm Hoelzer, presidente del cabildo de Webster Groves.

Decidió alejarse y buscar entre los que le rodeaban una cara amiga, y encontró a Tina Moriarty, la secretaria de prensa de Vote No. Probst sintió las manos húmedas. Tina estaba de pie abrazada a una tablilla y estirando el cuello. No había cumplido aún los treinta, era guapa, morena, un poco proclive, quizá, a una facundia de locutora, pero humanizada por sus esfuerzos remunerados en bien de Vote No (el supuesto perdedor) y por sus rodillas. No se le notaba al andar o cuando llevaba pantalones, pero cuando llevaba falda y se quedaba quieta de pie, sus rótulas se tornaban cavidades y asomaba la parte de atrás. Se acercó a Probst de lado y empezó a hablar sin mirarle.

—Ah, estás aquí —dijo—. Por un momento he pensado que iba a ser la única. Ya ves que Jammu se nos ha adelantado. Eso va a complicar las cosas. No la conoces, ¿verdad? Me la acaban de presentar. Nunca volveré a lavarme esta mano. John tenía que llegar a las cinco pero no le he visto. En serio, pensaba que iba a ser la única. Estos actos están obsoletos, Mart. Apuesto lo que sea a que no influyen para nada. Esto no es la prensa. Esto no es el público. Esto son los Lions y nada más. Para que veas lo poco que sé, yo creía que los Lions eran una especie de feria. Los Ringling Brothers, o algo así, en serio. Comprenderás mi confusión. Los circos, cuando vienen circos, lo hacen aquí, en la Arena, que antes se llamó el Checkerdome, y antes de eso la Arena. Creo que una vez vi uno en el estadio, los Shriners, se llamaban. En Wash U. Oye, qué camisa más bonita.

—¿Qué vamos a hacer? —dijo Probst. Después de haber criticado a Jammu por la tele, tenía menos ganas que nunca de conocerla.

—Darnos un baño de multitudes —dijo Tina—. Espera, espera —le sujetó de la manga—. No te vayas todavía. No quiero perderte de vista. Oscar corre por aquí, pero le he perdido. Ha traído su equipo, al menos podremos tener algunas fotos del espectáculo. El organizador es Butch Abernathy, ya sabes, el presidente del cabildo de Hazelwood. Estaba sentado con Jammu pero ya no. A propósito, te prevengo de la comida. Está todo muy salado. Es un milagro que estas mujeres no estén gordas como globos si comen así todo el día. Deja que anote tu nombre, para eso me pagan. Probst. Me encantan los monosílabos. Esto es un encuentro entre Oriente y Occidente. Al menos vas mejor vestido que ella. Pero, lo que es mi mano, te juro que no me la lavo nunca más. Lo curioso es que yo no les veo nada malo. Se habla de dobles articulaciones, pero eso no tiene ningún sentido. Lo he preguntado, no quiere decir literalmente nada. Está en el límite de lo normal. Lo que ves son ciento noventa grados, la mayoría son ciento setenta. Es una variación natural.

Una mano grande agarró el deltoides izquierdo de Probst y le volvió la cabeza hacia la de Tina. Ross Billerica asomó la cara entre los dos y la besó a ella en la mejilla. Tras escrutar la muchedumbre inclinó la cabeza con aire confidencial.

—Nos han chafado el plan, muchachos.

—Hola, Ross.

—Ross, por un momento he pensado que Mart y yo íbamos a ser los únicos.

—Yo dije a las cinco —dijo Billerica.

—Son las seis —dijo Probst.

—Más vale tarde que nunca. Tina, he reservado sitio en la mesa de Abernathy para ti y para mí con otros presidentes de cabildo: Hoelzer, Herbert, Manning, DeNutto, Kresch, etcétera, etcétera. Martin, sugiero que te des una vueltecita y te hagas fotografiar un poco.

—No me parece mal, pero creo que debería llevarme a Tina conmigo.

—Tú a lo tuyo —dijo Billerica.

—Nos falta John, nos falta Rick, nos falta Larry. Esto es de lo más arcaico. Esto es la decadencia, en serio, os lo juro. No sé a quién se le ocurrió la idea.

—Abernathy se está sentando —Billerica se llevó a Tina de la muñeca, serpenteando entre la gente camino de los canapés. Tina iba de un lado a otro como un trineo tirado por una cuerda.

Probst se miró las botas camperas. Se mordió los carrillos.

¡Martin! Dave, claro, Dave Hepner. Estás estupendo. Tú también. Quiero que conozcas a Edna Hamilton, éste es Martin Probst. Pensaba, no te lo tomes a mal, pensaba que habías muerto. (Por una ventana entre chaquetas sport y pantalones de traje, Probst divisó a Jammu en medio de un corro de caras risueñas, las mejillas arreboladas de placer tras algún chiste afortunado.) El Arch me está gustando cada vez más. Oh, a mí también. Dave Nance, de Shrewsbury. Gente súper de verdad… Lo siento, yo… Martin, perdona un momento, lo siento Dave, Martin, quería que saludaras a mi hijo y a su ardilla; Dave, éste es Martin Probst. Naturalmente. La Patrulla del Bisonte…

El rumor había menguado parcialmente. Probst volvió la cabeza. Jammu le estaba tendiendo una mano, que él automáticamente tomó y estrechó. Llevaba de la otra a una niña que no tendría aún cinco años. La niña sorbía una pajita con la máxima atención, apurando el hielo de un vaso.

—¡Vaya! —exclamó Probst.

—Soy S. Jammu, me alegro de que por fin nos conozcamos, señor Probst.

—Lo mismo digo —le soltó la mano a Jammu—. ¿Quién es esta niña?

—Se llama Lisa. Es la nieta de Quentin Spiegelman. Lisa, ¿quieres decirle hola al señor Probst?

Las mejillas de la niña se aflojaron; su mirada fue iracunda.

—Bonita fiesta —dijo Probst.

—Re-arc-sio-nario —dijo Lisa.

—Chiquillos —Jammu sonrió antes de arrebatarle a la niña el vaso y la pajita. Vestía un sencillo vestido beige, medias de color lavanda y zapatos de tacón negros. Probst se sintió mal vestido. Un poco peligroso. Jammu tenía lo mejor de dos culturas, el viejo truco político de besar crios y el viejo truco femenino de ocuparse de un niño mientras el hombre esperaba. Probst carraspeó:

—Vaya.

—Atento, Mart —dijo una voz, la de Tina, en su oído—. Ahí llega Oscar.

Jammu alzó la vista y Probst rodeó a Tina con el brazo. Era su turno. Arrimó la nariz al pelo de Tina y susurró:

—Estoy a punto de arrojar la toalla.

—¿Usted es Barbara? —le preguntó Jammu a Tina.

—Christina Moriarty. Nos hemos conocido hace un rato.

—Oiga —dijo Probst—. ¿Dónde está Quentin? Me gustaría hablar con él.

—Creo que está en la cola —dijo Jammu.

—Re-arc-sio-nario.

—Lo mismo digo —Probst no tenía ganas de enfrentarse a Spiegelman. Hizo dar la vuelta a Tina cogiéndola de la tablilla y se la llevó hacia el gentío. Sólo tenía un deseo, y era primario.

—¿Qué, Mart?

—Oye, me llamo Martin, ¿está claro? —el deseo tenía que salir—. ¿Has traído chaqueta? —preguntó, reclamando su abrigo.

—¿No deberíamos volver? He dejado a Ross con mi plato en la mano cuando he visto a Oscar…

Probst frunció el entrecejo.

—Necesitas el abrigo porque nos marchamos —dijo—. Vamos a ir a cenar juntos.

—No sé si te entiendo —Tina sacó del bolso el ticket de guardarropía, se lo entregó como si no supiera qué hacer con él. No opuso mayor resistencia.

Era, por supuesto, la hora punta de la semana para los restaurantes. El Old Spaghetti Factory estaba abarrotado. Probst y Tina se terminaron sendos daiquiris de fresa en una de las catacumbas del local antes de que los altavoces anunciaran: «Moriarty, mesa para dos, Moriarty». Les dieron una cerca de un grupo que festejaba el cumpleaños de un niño. Probst protestó, pero Tina no se dejó arredrar. Luego, cuando llegó la tarta de cumpleaños, obligó a Probst a cantar.

Una vez fuera, sobre el adoquinado de Laclede’s Landing, Probst se detuvo para estudiar el siguiente paso en su campaña. Tina apoyó pacientemente la espalda en una farola, como si fuera un cuadro en una subasta.

—¿Adónde vamos? —preguntó.

Probst lo pensó. Sabía que no era capaz de pronunciar las palabras —ninguna de ellas— que podían seducirla. Un elefante no hablaba. Pero si iban en coche hasta Sherwood Drive, ella tendría que acompañarle.

—Vamos a buscar el coche —dijo.

En las calles estrechas se cruzaron con parejas jóvenes que reían, las caras tiznadas por la bebida. Corrientes tibias de aire primaveral se mezclaban con los humos de hamburguesa de los bares.

—He descubierto —dijo Tina— que lo único que puedo tomar después de una cena como ésta es un Pernod con hielo. Lo malo es… —se tambaleó un poco, y Probst decidió no rodearla con el brazo—. Lo malo es que me hace divagar, y de qué manera. Te sugiero que me lleves a un bar y me invites a un Pernod con hielo y luego me cortes. Que me cojas de los hombros y me digas, No, Tina, no. Billerica tiene problemas con la bebida. Puedes archivar esa información en tu silenciosa cabecita. Por cierto, la diferencia entre tú y ella es que Jammu todavía está en la Arena. Ella aguantará, largará sus discursos. Creo que estoy enamorada de esa mujer. Y quién no. Mira, hazme callar cuando te hartes. Hago ver que no sé que lo estoy haciendo pero lo sé. Me han dicho, literalmente a la cara, que me calle. Así que no eres el primero, para que lo sepas.

—Puedes callarte, si quieres —dijo Probst, parándose al llegar al Lincoln.

—No, si yo ya lo intento. Pero luego pienso en todas las cosas que no he dicho. Por otra parte, nunca hablo conmigo misma cuando estoy sola. ¿Debo entender que vamos a mantener una relación?

Probst cerró los ojos y los abrió:

—¿A ti te parece bien?

Los labios de Tina rodaron uno bajo el otro, sus ojos negros centellearon. Una luna lánguida en forma de pelota de rugby empezaba a salir sobre Illinois. Su luz frotó la tela del abrigo de Tina y se perdió en su interior, allí donde se abría la prenda. Probst contuvo el aliento. Barbara le había dejado del todo. Era libre del todo para hacer lo que quisiera.

—A decir verdad, Mart…

Probst se lo vio venir.

—Lo cierto es que no tengo muchas ganas.

*

La habitación era evasiva. Barbara había despertado la primera mañana, tras dormir el sueño de la droga que él le había administrado en el coche, viendo que estaba sobre un colchón corriente y una sábana bajera ajustable, que olía a camada de mininos como suele pasar con la ropa de cama recién comprada; le dolía la cara del golpe que le había dado él, y el tobillo amarrado. Esto era Nueva York.

O así lo suponía ella. Podía haber sido cualquier parte. La claraboya difuminaba una luz que parecía caer, no brillar, pulverulenta y pura, luz libre, no reflejada por ningún paisaje. Tenía el tobillo metido dentro de un grillete, un aro de hierro sujeto por un cable de dos centímetros de grueso a un formidable perno de ojo anclado en la pared. Al pie de la cama había un inodoro de cámping, que Barbara utilizó y en el que después intentó vomitar, sin sacar nada.

Al despertar por segunda vez le pareció que la luz había cambiado, pero sólo porque eso (cambiar) era propio de la luz, como lo era del cerebro esperar ese cambio. La moqueta tenía el color y la textura del musgo sobre el que hace tiempo que no llueve. Su maleta estaba al otro lado de la habitación, junto a la única puerta, en mitad de la cual había una mirilla. En una pared contigua a la suya había un marco pequeño con una foto del fallecido Sha de Persia. La cuarta pared estaba desnuda. Ése era el inventario de su habitación rectangular, la suma de su contenido. De haber habido algo más, se podría haber dicho que tenía personalidad; de haber tenido algo menos, habría estado desnuda, y también la desnudez era una clase de personalidad. Sólo se le ocurría pensar que Nissing estaba loco.

Pero cuando él abrió la puerta y dijo: «¡Desayuno de astronautas!», ella se quedó intrigada. Nissing le pasó una bandeja con Pop-Tarts de frambuesa y un vaso alto de Tang. Llevaba la pistola remetida en la cintura de sus tejanos, medio escondida bajo la camisa. La puerta, que había quedado entornada, le permitió ver que una cortina negra tapaba por completo el marco exterior. Barbara preguntó dónde estaba. Cautiva, le dijo él. ¿Qué iba a hacer con ella? Ya lo verían.

Le llevaba tres comidas al día, el desayuno siempre Pop-Tarts y Tang con dos y tres repeticiones si ella lo pedía; el almuerzo, sopa caliente y galletas salads; la cena, una cena de televisión. Él la miraba comer, cosa que a Barbara no le molestaba. En Sherwood Drive, en el dormitorio, él había tenido que agarrarla del pelo para que se levantara. Pero cuando la había drogado, una vez dentro del coche, sus instintos de lucha y de resistencia se habían adormilado, y ya no habían vuelto a despertar. El dolor que había sentido en el dormitorio había sido horrible. El dominio físico de Nissing fue completo, monolítico. Ella se contentó con pensar que si se resistía sólo alimentaría el sadismo de aquel hombre, y no quería volver a sentir tanto dolor.

Durante unos días vivió de luz natural y de tiempo natural. Cuando se hacía oscuro se sentaba o se tumbaba o hacía ejercicios a oscuras. Pidió una lámpara y un reloj. Él se negó. Pero cuando le pidió libros y le llevó algunos, novedades Penguin de bolsillo, también trajo una lámpara de lectura. Ella pidió revistas, un periódico. Él dijo que no. Ella pidió darse un baño o una ducha, y la tercera noche, pocas horas después de anochecer, él entró, le soltó el grillete y le puso una capucha en la cabeza. La condujo por dos habitaciones que ella notó vacías por el modo en que la voz de él resonaba en los rincones. Le quitó la capucha en un cuarto de baño recién decorado y se sentó en el inodoro, pistola en mano, mientras ella se desnudaba, se duchaba y se ponía ropa limpia. Luego la llevó de nuevo a su cuarto y le ajustó el grillete. Barbara pudo repetir la operación cada tres días. Cada dos, después de que ella se quejara del olor del cagadero portátil, Nissing se lo llevaba y lo devolvía limpio. Finalmente, ella se dio cuenta de que no era que estuviese limpio, sino que cada vez era uno nuevo.

—Estamos en Sardi’s, un «capricho tuyo», un sitio para turistas. Esos guisantes que te estás comiendo son caracoles a la mantequilla de ajo. Yo estoy tomando paté con biscotes. Tres mesas más allá puedes ver a Wallace Shawn, agitando el tenedor sobre su plato de spaghetti y hablando con la boca llena. Es el día de San Valentín. Has pasado la tarde en el MOMA, sentada en un banco delante de un Mondrian. Sobre el regazo tenías un bloc de espiral, y en la mano un rotulador negro de punta fina. Todo el mundo quiere ser artista. La idea te vino a la cabeza y te dejó paralizada, el problema de la originalidad, de la individualidad como mercancía. Habías pensado que podías empezar por poco, con algo concreto, describir un cuadro de un museo. Estabas pensando en las raíces de la escritura moderna, tanto la literatura como la otra cosa, la mía. Hombres y mujeres liberados enfrentándose al nuevo arte y aprendiendo nuevas maneras de mirar. Pero lo único que pudiste escribir fue la letra E. Una E mayúscula. Al principio de la página. No te atreviste a tacharla, pero ¿qué iba a seguir? ¿El? ¿Este? ¿Ellos? ¿En? Comprendías la dificultad. Estabas pensando en mí y en mi manera de escribir, mi cómodo mecanografiar en el estudio, en tu butaca favorita. El problema era yo. Yo te había liberado. No había sido cosa tuya. Pasó una hora. Contemplabas aletargada las posturas y andares de los visitantes. Un guardia de seguridad te contó una cosa poco sabida sobre ese Mondrian y luego pasó de largo. Ahora que alguien te había dirigido la palabra, ya no podías quedarte allí.

—Muy hábil, John, pero estoy tratando de comer.

—¿Es culpa mía que tu historia no sea nueva? Ese trozo de pollo frito es tu chuleta de primera. La última vez que comiste chuletas de primera debió de ser el cuatro de enero, en el Port of St. Louis.

Todo lo que decía acerca de ella era verdad. Desde los momentos iniciales de su nueva relación, cuando él le había entregado una carta escrita a máquina para Martin, para que la copiara en su papel de carta, Nissing había desplegado —se había jactado de— una familiaridad criminal con la vida privada de Barbara. Sabía exactamente lo que había ocurrido en el cumpleaños de Martin, tres días antes de que ella le conociera. Barbara le preguntó cómo sabía todo aquello. Él le recordó que puesto que se habían visto casi a diario a primeros de enero, ella había podido extenderse a placer explicándole su vida. Ella le preguntó de nuevo: ¿cómo sabía lo que había pasado en el cumpleaños de Martin? Él le recordó que se habían conocido en octubre, cuando había ido a fotografiar el jardín; le recordó que se habían besuqueado como colegiales, escondidos detrás del garaje.

—Después de que el camarero se lleva los platos, yo alargo la mano y te paso un estuche de terciopelo. Te acuerdas de tu primer almuerzo conmigo, de mi primer regalo. Yo digo Feliz San Valentín. Esta vez eres amable. Abres el estuche. Esta vez es un reloj, un Cartier, con una cadena de plata.

Le tiró a la falda un reloj de plata. Las manecillas marcaban las diez y diez, la hora mágica del relojero. Barbara se lo puso en la muñeca.

—Esta vez eres amable, y estás preparada. Tú me regalas una corbata negra de seda que compraste de segunda mano en la Calle Ocho este. Pedimos champagne. Somos el parangón del romance figurado. Pero somos despiadados, temblamos casi de cinismo mientras progresamos en el proceso de una aventura extramatrimonial, eso que todo hombre y mujer moderno ansia. Estilo propio. Individualidad. La juventud que no lo ha visto o leído ya todo. La extinción de los fuegos de la duda a base de cubos y cubos de dólares. Nos une el dolor…

—Este reloj no va.

—¿Parado? ¿Muerto? ¿Seco?

Nissing se puso en pie de un salto e hizo fuego. Barbara vio todo negro, olió a humo, sintió una quemadura en el cuello y el sonido volvió; oyó el bang. Nissing había disparado a la pared. Ella tocó el agujero en el yeso. Estaba caliente.

—Llegamos al apartamento y hacemos el amor como bestias.

Él no la engañaba. Se dio cuenta de que todas las piruetas, todos los gritos, las hamletianas asociaciones libres, eran simples pasos hacia la locura y en absoluto la cosa en sí. Ella también había dado esa clase de pasos siendo joven, cuando trataba de ser «enrollada» e impresionar a sus amigas con su complejidad y los riesgos que corría. Él daba los mismos pasos, sólo que un poco más largos. Por supuesto, nadie podía formular una definición compacta de cordura, pero Nissing se ajustaba a todo lo que ella intuía. Entonces ¿por qué la había espiado?, ¿por qué la había secuestrado? La pregunta quizá no habría surgido nunca si él hubiera mantenido la boca cerrada. Pero la había abierto, y ella oía hablar a un espíritu afín. La pregunta quedó en pie. Sin dejar de alimentarla, ella trató de mantener la mente despejada. Era el momento ideal, le dijo en broma, para leer The Faerie Queene y Moby Dick. Entonces entraba John y le daba de comer y le contaba lo que habían hecho ese día en Nueva York. Si ella se aburría, empezaba a hacer abdominales y flexiones de piernas antes de que él terminara.

Le resultaba imposible pensar en Martin. Él estaba encerrado en su pasado común, aferrado a los barrotes de unas circunstancias que ya nunca se actualizaban, paseándose entre muros de actividades y situaciones que envejecían como materia inorgánica, desvaneciéndose en vez de cambiar. Así lo confirmaban los diálogos que mantenían semanalmente. Era la conclusión a que llegaban algunos estudiosos de lo sobrenatural: podías hablar a los muertos, pero éstos no tenían nada que decir.

Al principio pensó que la cautividad no la alteraría si era capaz de desarrollar una rutina y mantener la mente ocupada. Pero sí la alteraba. Hacia el final de la primera semana se dio cuenta de que había empezado a retorcerse las manos en la oscuridad. Eso le chocó. Y cada vez caía con mayor frecuencia en un estado de gran confusión, a la luz tenue de su lámpara, en las horas diurnas. ¿Era de buena mañana o última hora de la tarde? No podía recordarlo. Pero ¿cómo podías no recordar lo que habías hecho una hora antes? Y luego estaba la desorientación espacial. Nissing sólo le soltaba el tobillo las noches en que la dejaba ducharse. El cable, como de un metro ochenta de longitud, le permitía cierta libertad de movimientos pero no lo suficiente para alejarse mucho del colchón o darse la vuelta en el mismo. Por consiguiente, dormía, leía y comía siempre con la cabeza cerca de la pared con el retrato del Sha. Asociaba esa pared con el este. De pronto, le parecía el oeste, cuando lo único que había hecho era pasar una página. Lo aterrador era que le importaba saber dónde estaba el este. Tratando de activar su brújula interna, se pellizcaba, pestañeaba, se daba de cabeza contra la pared, agitaba frenéticamente las piernas.

—Domingo por la mañana —dijo Nissing, entrando con el teléfono y unas sillas plegables—. He salido a dar mi paseo matutino por el parque. Tú hace tiempo que no hablas con Luisa.

—Y esta mañana no tengo ganas. Acabo de escribirle una carta.

—Me temo que esa carta se ha extraviado.

Barbara dejó el libro.

—¿Qué tenía de malo esa carta, si se puede saber?

Nissing parpadeó:

—¡Nada!

—Entonces ¿por qué se ha extraviado?

Él desplegó las sillas.

—Yo no controlo el correo, querida. Eso es cosa del jefe de la estafeta. Estoy seguro de que si le preguntas te dirá que una parte de la correspondencia, una parte pequeña, por supuesto, suele extraviarse inevitablemente. Puede que alguna máquina rasgara la dirección. Puede que la carta cayera a una alcantarilla cuando el empleado de correos estaba vaciando el buzón de la Quinta Avenida donde tú la tiraste.

—Nunca te cansas de ti mismo, ¿verdad?

—¡Nuestra primera pelea!

—¡Que te den por el culo, cabrón!

—Va a ser ineludible que telefonees a Luisa. ¿Después de una pelea como ésta? Te cansas de mi inalterable manera de hablar, de mi inalterable seguridad en mí mismo, y luego reñimos. Pierdo un poco la calma. Sí, así es. A veces grito. ¿Por qué no vuelves con tu marido, con alguien a quien puedas dominar? Y luego cierro de un portazo y salgo a correr un rato. Tú piensas en mí y en mi preocupación por la perfección corporal, en la jubilosa mueca de mi rostro cuando empiezo el sexto kilómetro de carrera. Respiras agitadamente. Domingo por la mañana. Dieciocho de febrero.

—Te he hecho una pregunta —se levantó y se retorció las manos—. He preguntado qué pasaba con esa carta.

—No intentes razonar con un loco, encanto.

—Tú no eres ningún loco.

—¡Claro que lo soy! —la empujó contra la pared—. ¡Claro que lo soy! ¡Estoy más loco que una cabra! —su mano libre voló hasta cerrarse bajo la mandíbula de ella y apretar con fuerza. Sus dedos olían a cigarrillo de clavo. Le atenazaron la garganta. Barbara no podía tragar, y él apretaba cada vez más fuerte—. Eres un pedazo de carne. Te mataría ahora mismo y me encantaría, pero no tanto como me encantará cuando estés a punto y te dé una paliza de muerte y tú, de rodillas, me pidas más.

Aunque su certidumbre flaqueaba, Barbara decidió aferrarse a la afirmación que tenía en la cabeza.

—No lo harás —chilló—. Porque no estás loco.

Él la soltó. Ella cayó de rodillas, tosiendo.

—Porque estas cosas tienes que prepararlas —dijo—. Tienes que hacer pruebas. Tienes que encontrar el impulso porque no está en tu interior. Te conozco. No puedes estar loco. Créeme, tengo cierto sentido de…, de la personalidad humana.

—Oh, claro. ¿Piensas que necesito ponerme a discutir contigo?

—Sí —tosió—. Lo creo. Lo estás haciendo, ¿no?

—Vomita de una vez y habla normal.

Ella levantó la vista.

—No puedes demostrar…

—Porque cuando estés muerta, cariño, cuando seas un montón de basura, no estarás aquí para hacer ninguna comprobación. Tú no sabes lo que pasa detrás de esa puerta, lo que pasa dentro de mí. Puede que pienses lo contrario, porque soy agradable, hasta cierto punto, cuando estoy aquí dentro, puede que me hayas calado un poco, que tengas la «sensación visceral» de que estoy cuerdo, pero sólo ves lo que yo te ofrezco cuando estoy a este lado de la puerta.

Sus ojos eran negros y castaños, su piel parecía más morena, como si el bronceado le saliera de dentro. Parecía un ligón de playa, latino y culto. Si lograba demostrar que Nissing actuaba con lógica, podría empezar a adivinar por qué hacía lo que hacía. Se acordó de Dostoievski, del recio desvarío de los estudiantes. Pensó en los estudiantes iraníes. Pero ¿John era iraní? El retrato del Sha le parecía cada vez más una broma. John era nihilista, no monárquico. ¿Podía haberla raptado por iniciativa propia?, ¿como un experimento de maldad?, ¿algo revolucionario? ¡Oh! Esto era lo más doloroso, que el mundo se moviera según motivaciones que ella no alcanzaba a entender. Aun cuando esta cautividad fuera una cosa claramente política, ella seguiría sin entender que un diablo político o incluso que el pragmatismo más corriente pudiera empujar a alguien a correr tantos riesgos. Y la política simbolizaba todas las otras motivaciones que ella era incapaz de entender.

—¿Por qué me escogiste a mí? —preguntó.

—¿De todas las mujeres que conozco? Supongo que es normal que pienses que eres la primera.

Y el pequeño misterio —era grande para ella pero pequeño considerando la situación en su conjunto— representaba simplemente el misterio grande, la ignorancia sin condiciones: ¿por qué había nacido?

—Es hora de llamar por teléfono.

—No.

—Vamos, encanto. ¿Me prometes que lo harás más tarde?

Trataba de aparentar un asfixiante patetismo. Pero no conseguía que su rostro estuviera a la altura de sus palabras, lo cual no era una demostración de demencia, porque cualquiera podía aprender a hablar así. Y ¿qué más le daba, si ella le creía loco? La pregunta conducía a unos espinos.

—Sé amable conmigo, John —dijo.

—Yo no he hecho nada, es el servicio de correos. Esto se va a convertir en el lema de nuestro hogar. Hacemos las paces y hacemos el amor, como bestias.

—Sé bueno conmigo.