RC estaba aniquilando a Clarence, estaba en plena forma, era un acorazado en calzón corto. Tras perder el sexto punto por una dejada de su adversario, Clarence se palmeó la pierna y exclamó riendo: «¿Pero qué me pasa hoy?». En respuesta, RC sirvió una pelota alta y fuerte. Clarence pivotó, perdió el equilibrio, falló en su intento de darle a la bola, y el marcador se situó en 9-1. RC hizo el siguiente servicio lanzando la pelota rasa contra la pared, de modo que Clarence tuvo que levantar los brazos para protegerse la cara. «¡Tiempo! ¡Tiempo!» RC saltó sobre el terreno para mantener el ritmo y observó impasible a su contrincante, que había caído de rodillas.
—Tú ganas —jadeó Clarence.
RC ni siquiera estaba fatigado. Despegó el vel del cro de sus guantes de frontón y estiró los dedos castigados. De las otras canchas llegaban gruñidos y rugidos, patinazos, el errático ¡ponk!, ¡ponk! de las pelotas de squash, de paddle, de frontón. Clarence seguía arrodillado y meneando la cabeza, como si insultarse a sí mismo por haber perdido pudiera convertirlo en ganador. Se levantó con aire resignado.
—Vamos a asearnos.
Cruzaron la puertecita y recorrieron el pasillo en fila india hasta las duchas. Había que pagar si querías toallas limpias. Clarence le cogió dos al hombre de la cabina y le pasó una a RC. Tenía filamentos encarnados en los ojos.
—Has hecho todo un partidazo —dijo. Se volvió al tipo de la cabina—. Mi cuñado ha hecho un partidazo, Corey.
RC hubiera jurado que la mirada que recibió de Corey fue asesina.
Se situó debajo de una alcachofa, mirando como de costumbre a la pared para evitar la vista del acolchado trasero de Clarence y el perfil de su tripa peluda. Cuando salió el agua caliente, parpadeó y fue girando la cabeza, su visión como una película donde el operador bajara la cámara, bamboleándose, solapando imágenes borrosas de azulejos y vapor, pies y codos, un tercer hombre dos duchas más allá. La banda sonora era cortesía de Clarence, que estaba cantando:
Y cruzábamos el canal
cargados de heno, madera y carbón,
poco a poco, daba igual,
desde Albany hasta Buffalo.
Era el cuarto día de febrero, con lo que la de hoy sería la cuarta noche de RC y Annie en su nuevo apartamento de University City. Habían hecho la mudanza el miércoles con uno de los camiones de Clarence, y ya habían vaciado todas las cajas excepto las de los juguetes rotos, o las cosas de verano, los trastos de la barbacoa, las gafas y las aletas de bucear. RC no podía quejarse del edificio en sí. Había una mezcla de gente bastante interesante. Pero los pasos que sonaban sobre su cabeza y las voces que sonaban bajo sus pies eran extrañas y nerviosas, y las habitaciones eran eso y nada más. Se sentía como un actor de televisión sentado a una mesa colocada de cualquier manera, con unos cubiertos sacados de una caja de atrezzo. Sus actos carecían de fluidez, no conseguía hacer que las cosas funcionaran como hacía una semana. La víspera, cuando Annie y él estaban viendo Saturday Night Live en el sofá del salón, él le había quitado las gafas. Al instante, la tele rió y Annie le arrebató las gafas y se las volvió a poner, torcidas. Luego se las ajustó.
—No veo —dijo.
—¿Para qué necesitas ver? —RC se deslizó al suelo duro y puso la cabeza en medio de la pantalla—. Soy yo —dijo—. En directo desde U-City.
Annie se inclinó hacia un lado.
—Sal de en medio, Richie.
—Esta noche tenemos un invitado muy especial…
—Salte de en medio —estaba sentada en la luz grisácea con las piernas encogidas y los brazos cruzados sobre la sudadera. Hacía dos meses que estaba cansada, desde que había aceptado empleo en una de las nuevas empresas del antiguo vecindario. Había aprendido procesamiento de textos. Cosas como: Estoy fatigada, RC. Tiene un peaje psicológico. Ahora somos una familia con dos ingresos… Pero si ella estaba cansada, RC lo estaba todavía más. Había llegado a casa a las diez después de un turno inagotable patrullando y dos horas de oficina.
—Está bien —dijo él—. Está bien.
—Richie, no.
—Tú a lo tuyo.
Se puso la chaqueta. Annie siguió mirando la tele mientras jugaban a ver quién tenía la culpa. Ella le preguntó adónde iba, y él se acordó de que ya no vivían en el viejo barrio. Estaban en U-City. No sabía adónde podía ir.
—A caminar —dijo.
Annie le sacó la lengua y él casi se rió, que era la idea; la boca pareció obedecerle, pero lo que salió fue una tos.
—Duerme un rato —dijo—. Te hará bien descansar.
Una vez en la calle apresuró el paso. Tras varias manzanas andando, a medida que los edificios eran más grandes e institucionales, empezó a ver estudiantes. En las pocas ventanas iluminadas se veían tubos de ensayo, pizarras, instrumentos esmaltados en gris, pantallas de ordenador. Chicas en tejanos y abrigos largos se arrimaban entre sí un poco más al cruzarse con él. Se desvió por un camino entre árboles, alejándose de los edificios, y atajó por la nieve del gran césped que bajaba hasta Skinker. En lo alto de la colina, a su derecha, estaban las torres almenadas que podían verse desde el campo de golf cuando caía la hoja. Llegó al sendero que partía el césped en dos y se detuvo apoyándose en un árbol. La ducha lo empapaba, el agua estaba tan caliente que casi parecía fría. Clarence cambió de tonada.
RC tenía dieciocho años cuando por fin dio una paliza a su hermano mayor, Bradley, peleando. Les servía de lona un colchón que habían rescatado de una cama turca rota por ellos dos de tanto usarla como trampolín. Lo tenían en el suelo de la despensa que había junto al garaje, en casa de su madre. Bradley era luchador del equipo universitario y utilizaba el cuarto como sala de entrenamiento. Cuando colgó los estudios para ser subdirector de un Kroger, conservó la sala. Además de la lona, tenía un juego de barras con pesas que había encontrado casi completo en una cuneta, y una prensa de banco que había comprado con la parte del sueldo que no le pasaba a su madre. Las dos ventanas del cuarto, que daban al oscuro garaje, estaban ocupadas por su colección de latas de cerveza. Bajo una tabla floja del piso había una lata de Sterno que nunca quedaba vacía de hierba, y todo el zócalo de la habitación estaba espolvoreado de DDT procedente de un envase de cartón que había estado pudriéndose en un estante del garaje. DD-Tox, era la marca; los bichos dibujados en el envase eran negros con los ojos blancos.
Junio. A Bradley le había dado por dormir en el cuartito y reunirse allí con sus amigos. En el transistor, sintonizado como siempre en la KATZ, sonaba un Otis Redding postumo el domingo por la tarde que RC cruzó el patio de atrás, dejó atrás los berros que su madre intentaba cultivar todos los veranos, las cuerdas de tender con calzoncillos y toallas como para cinco chavales, el aro de canasta sin red y el Dodge de Brad, y llamó a la pared con los nudillos. Necesitaba un sitio para la noche.
—¿Por qué? —preguntó Brad.
—Fiona.
—A mamá no le va a gustar.
—Mamá no sabrá nada.
Bradley tenía una perversa veneración por ciertas normas. Sonrió.
—Coge las llaves de mi coche.
—Quiero una habitación —RC era un chico muy resuelto. Tenía planes, imágenes de escenas, se hacía su película.
—Tendrás que ganarme.
—Pero ¿a ti qué más te da, Brad? Es sólo por una noche.
—Tendrás que ganarme.
Apartaron las revistas de encima de la lona y se quedaron en ropa interior. RC consiguió tumbarlo una vez, pero no llevaban cuenta de los puntos. Sus dedos buscaban asidero en los redondeados músculos de su hermano, algún surco, tendón o ligamento donde agarrarse. Atenazó con el pliegue del brazo el pliegue de la rodilla de Bradley y empujó con todas sus fuerzas, el cuello medio doblado y la cara pegada a las costillas de su hermano, aspirando aquel olor fuerte y como a ostra que había llegado a creer característico de Bradley, el olor de las sábanas en la litera de arriba, hasta que cumplió los doce y empezó a oler también de la misma manera. Bradley nunca fue bien recibido en las reuniones de lucha libre. Su estilo era defensivo, la táctica de la tortuga: barriga a ras de suelo y espalda inexpugnable. No parecía un modo varonil de luchar; los seguidores del otro equipo murmuraban y le abucheaban hasta que, cuando su contrincante cambiaba de presa, Bradley explotaba, levantando al otro de la lona y lanzándolo de espaldas para inmovilizarlo inmediatamente. Así pues, RC no las tenía todas consigo. Consiguió poner a Bradley de costado y hacerlo girar sobre sí mismo. Los botones del colchón le arañaron la piel. Pensó que los resoplidos de Bradley eran carcajadas disimuladas, pensó que Bradley no estaba empleándose a fondo, y, de repente, por primera vez en su vida, tenía los dos hombros de su hermano sobre la lona y las palabras estaban saliendo ya de su boca: cuatro, cinco, seis, ¡siete!, triunfales y sorprendidas, como si hubiera ganado la habitación de pura casualidad, y se dio cuenta de que Bradley sí había peleado.
Su hermano sonrió de un modo espantosamente escueto, dio una palmada sobre la lona y le señaló con el dedo:
—¡Me has ganado, hermanito! —sus ojos eran rajas inundadas de sudor—. Me has ganado limpiamente.
Aquella noche, mientras su madre y sus hermanas dormían, RC peleó con Fiona como un hombre de verdad en una cama de verdad. Con sitio de sobra para revolcarse, olores y líquidos y extremidades podían mezclarse a placer. A lametazos recorrió el vientre de Fiona, su sabor a sal, a vinagre, a levadura (al cabo de quince años sería una mujer obesa, cajera en un supermercado que RC evitaría), paseando la lengua sin encontrar fricción, alojándola finalmente en su ombligo. Ella se incorporó, empezó a hacer ruidos. Él le cubrió la boca con la mano y la obligó a tumbarse de espaldas. El sexo está en la mente, RC. Más tarde la vio quedarse dormida. La atmósfera era sofocante, y, observando la grupa y los hombros y el cuello de Fiona, RC comprendió que las chicas guapas, sin cambiar, podían dejar de ser guapas. Con sólo estar allí tumbadas. Fue horrible: que aquellas curvas siguieran siendo curvas pero vacías de significado; que Annie pudiera ser una putilla con gafas, demasiado aburrida incluso para retozar con ella. Se puso los calzoncillos y salió a caminar por las callejuelas, entre ambrosías y roedores. Las plantas de sus pies descalzos eran lo bastante gruesas para no notar los añicos de cristal.
Ladró un perro.
Era julio, y ahora el cuarto del garaje era suyo porque Bradley se había ido a la guerra. RC se fumó el contenido de la lata de Sterno en compañía de chicas nuevas y tuvo que aguantar las broncas de los activistas por no involucrarse. Pasó septiembre, octubre, noviembre, y Bradley, sin haber entrado en combate, se convirtió en un número. Ahogado en tres metros de agua, a resultas de una emboscada.
Y llegó el número de RC, el veintidós. En febrero oyó casualmente una conversación entre dos tenientes de Fort Leonard Wood:
—Es un chaval inteligente. Su hermano volvió a casa hace dos meses metido en un féretro.
Lo transfirieron a enfermería, como mecanógrafo, el único soldado negro del equipo. Él lo tomó casi por algo hecho. Era un chaval inteligente.
Dos haces de luz precedieron a un coche, que se le acercaba por la nieve. El parachoques se detuvo a un metro de sus rodillas. Se apearon dos tipos de uniforme blanco, miembros de la seguridad del campus.
—¿Podemos ayudarte en algo? —preguntó uno.
—Estoy bien —dijo RC—. ¿Y vosotros?
—¿Has venido aquí por algún motivo?
—Sólo daba un paseo, gracias.
—¿Quieres subir al coche?
—He dicho que estoy bien, gracias.
—Te llevaremos a dar una vuelta.
—Gracias pero no, gracias.
—Subamos al coche.
—Oye, tío, estoy dando una vuelta. Soy poli de St. Louis.
Habló el otro hombre:
—Sube al coche y calla.
—Te vas a quedar como una ciruela pasa, RC —Clarence, colorado y chorreando, se ajustó la billetera en la muñeca. El agua de la ducha de RC salpicaba solitaria en el silencio reinante. Cerró el grifo y fueron a vestirse.
—¿Qué te ronda por la cabeza? —dijo Clarence.
—Nada. Cosas. La mudanza y eso. Es como si fuéramos refugiados.
—¿Es que el agente White no está contento?
—Corta el rollo.
—No me lo puedo creer.
Hacía tres meses que Clarence le machacaba con lo mismo, diciendo que no veía el día en que el «chaval inteligente» se quejara de algo.
—¿De verdad sientes que yo sea policía? —dijo RC.
—¿Sentirlo, yo? —Clarence fue a un espejo y se desenredó el pelo—. ¿Yo, sentirlo? —con un dedo se frotó ligeramente detrás de la oreja y luego la mandíbula—. Lo sentiré si te has dejado engañar por toda la fanfarria.
Al sentarse en el banco, RC descubrió lo cansado que estaba.
—De fanfarria, nada —replicó—. No entiendo qué problema tienes con Jammu.
—Exacto. No lo entiendes. Ronald tampoco, y por eso estoy tan cabreado con él.
—¿Y conmigo, estás cabreado?
Clarence suspiró.
—Tú no cuentas. Es Ronald el que aspira a ser alcalde. Cree que tiene futuro sólo porque lo dice Jammu. Mira, casi me da pena. Ronald ha subestimado a esa mujer, justo lo contrario que tú.
—No sé si te entiendo.
—Quiero decir que es lo mismo. A Jammu no le importas tú, ni le importa Ronald. Es como una bomba. Está explotando, y somos nosotros los que recibimos la onda expansiva, porque resulta que vivimos aquí. Fíjate en lo del hospital. Hemos estado luchando veinte años por el Homer G. y ahora nos llueven promesas de todas partes, y esta vez no es sólo que prometan hacer un estudio, como pasó con Schoemehl. Realmente van a salvar ese hospital, y ahora todo son hurras y vivas. ¡Votaremos a favor de la fusión! ¡Votaremos por Jammu, Wesley y Ronald! Mierda, RC, es que no se enteran de nada. Ese hospital ya no será para nosotros, será un hospital para blancos con mucha pasta, porque estará en un barrio de blancos con mucha pasta. Todo St. Louis será para ciudadanos de primera, pero ¿de quién será la ciudad? Tú ya vives en U-City. Ya te has marchado. ¿Crees que podrás volver algún día? Ahora perteneces al condado. ¿Crees que una fusión te va a servir de algo? Qué va. Pero sigues siendo un policía municipal, y te apuesto, óyeme bien, te apuesto a que has pensado que sería buena idea votar sí en abril, porque lo dice Jammu y su palabra es ley. ¿Me equivoco?
RC se puso los pantalones.
—Ni siquiera estoy inscrito en el censo, Clarence, ya lo sabes.
Cada vez que parecía que iban a hablar de RC, Clarence llevaba las cosas al terreno de la política. Igual que los Panteras Negras hacía quince años, igual que todo el mundo, siempre. Todas las cosas que le habían pasado, flotando hacia su presente desde lo que había sido el futuro, todas las muertes y las mudanzas, los empleos y los cambios buenos y malos, los giros de su vida, todo tenía que ser parte de algo más importante. No podías tener una vida propia a menos que pertenecieras a la mayoría. No era justo. Lo había sabido desde siempre y había tratado de no hacer caso a esa injusticia, de ser un hombre independiente. Y sólo ahora se daba cuenta de lo que Clarence y los demás se proponían.
Sube al coche, chaval.
Y se preguntó: ¿Por qué yo?
*
El mes benjamín, febrero, medio terminado antes de empezar, presenció el inicio de una batalla por ganarse a la opinión pública de St. Louis. Todos los ingredientes estaban a mano. Había dos bandos dispuestos a pelear. Tenían el personal. Tenían los materiales. Eran bandos opuestos. Pero pocas veces en la historia de la guerra se había librado una batalla por un pedazo de tierra más dudoso.
¿Qué pasaría si condado y ciudad se fusionaban? Las pocas respuestas claras —los republicanos lo pasarían mal, West County quedaría frenado y descompuesto, Jammu se comería a los demócratas de Missouri para desayunar, a cuatro mil empleados del condado para almorzar y los doscientos millones de dólares del presupuesto del condado para cenar— no podían sacarse a colación en un debate público. Eso requería adornar las frases, disfrazarlas, y era aquí donde la máquina de guerra empezaba a plantarse. El Globe-Democrat avisaba de que la fusión («esta tontería») podía desequilibrar la economía regional con consecuencias catastróficas. Martin Probst avisó de que una fusión («una idea poco realista») no servía de nada, ni siquiera para justificar el coste de un referéndum. Por su parte la jefa Jammu sostenía que la fusión («un verdadero regalo del cielo») racionalizaría el gobierno local a expensas de ciertas desigualdades. Ronald Struthers, más cauto, admitía que podían subsistir ciertas desigualdades, pero prometía a sus electores que por una vez no tendrían que bailar con la más fea. El alcalde Wesley desdeñaba igualmente los temores de la población del condado; dijo que una fusión liberaría a la ciudad de la carga de muchos servicios básicos y le permitiría recuperar la ascendencia que le correspondía por derecho propio. Ross Billerica se mostró burlón en ambos sentidos, incapaz de creer que los residentes de la ciudad y los del condado quisieran arriesgarse a pagar más impuestos por votar una fusión. La KSLX-TV y la KSLX-Radio discrepaban del razonamiento de Billerica y anunciaban los muchos e interesantes resultados de sus encuestas telefónicas semanales.
Las salvas cayeron en terreno cenagoso, desaparecieron. La Opinión Pública, sus sinuosos canales, no podía conquistarse mediante un ataque frontal. Y sin embargo la batalla la afectó. Tras la lluvia de proyectiles, los rumores salieron a la superficie. Sutiles fuerzas de saneamiento habían puesto manos a la obra, invisibles, y por la noche se percibían parpadeos y destellos en el aire que parecían espectros.
Después de un mes de inactividad los Osage Warriors habían vuelto a escena, esta vez en las afueras del condado, donde los espacios abiertos eran proporcionales al cuadrado de su distancia respecto al centro urbano. A las tres y cuarto de la mañana del 22 de enero, una serie de detonaciones reventó los pilares de un paso elevado de seis carriles en la U.S. 40 al norte de Queeny Park. Los daños humanos fueron relativamente pequeños. Dieciséis automovilistas resultaron heridos cuando un autobús de la compañía Trailways que se dirigía a California volcó al frenar para esquivar el precipicio que de repente se abrió en la calzada, y un motorista se fracturó la espina dorsal al salir despedido antes de que la policía pudiera cortar la carretera. La explosión reventó ventanas en un radio de ochocientos metros, hiriendo a otras tres personas.
Los quebraderos de cabeza reales empezaron a la mañana siguiente, cuando millares de oficinistas de la periferia anegaron las estrechas carreteras del condado en busca de rutas alternativas. La copiosa nevada que cayó la noche del veintidós acabó de empeorar las cosas. Se iniciaron obras en un paso elevado provisional, pero las semanas se convirtieron en meses hasta que el tráfico recuperó visos de normalidad. Los propietarios de viviendas de West County, a quienes ya se les venía encima un aumento de los impuestos y la remota amenaza de un embargo de hipotecas, exigieron saber cómo era que los terroristas podían actuar con impunidad en un distrito que se suponía más que civilizado.
En la segunda semana de febrero, una serie de ataques con ametralladora aterrorizó a subdivisiones aisladas por toda la zona limítrofe del condado, en Twin Oaks, Ellisville, Fenton, St. Charles y Bellefontain. Como de costumbre los Warriors mostraron un respeto curiosamente elevado por la vida humana, disparando a ventanas oscuras y cobertizos, y como de costumbre reivindicaron rápidamente la autoría de los atentados. La policía estatal y del condado respondió con frecuentes bloqueos de carreteras, pero apenas si disponían de descripciones físicas de los terroristas, no tenían constancia de sus efectivos y sólo podían cubrir una pequeña parte de la enorme red de carreteras del condado. Los bloqueos, eso sí, agravaron los atascos.
West County se estaba introduciendo, poco a poco, en la opinión pública.
Mientras tanto, la estatura de la jefa Jammu no dejaba de crecer. Aunque hacía meses que salía en las noticias, no se podía hablar de ella como un fenómeno. Como otros tantos efímeros personajes de la cultura popular americana, desde cantantes pop a genios del monopatín, su popularidad sólo empezó a madurar tras hundir sus raíces en la comunidad negra de los barrios pobres. Fue en el gueto donde empezaron a venderse las primeras camisetas con la efigie de la jefa de policía. Fue en las tiendas de accesorios de Delmar donde se vendieron los primeros pósters de Jammu (totalmente vestida), en las peluquerías unisex sin ventanas de Jefferson Avenue donde se estiraron rizos y se eliminaron flequillos para crear el austero y cómodo «estilo Jammuji», y en los estudios de la KATZ-Radio donde el irreverente «Gentrifyin’ Blues» de Titus Klaxon empezó a escalar puestos en las listas locales.
Pero el jammusianismo se extendía. Lo hizo entre los jóvenes, los chavales de instituto. La jefa siempre se las apañaba para tener tiempo de actuar ante una nueva multitud de jóvenes. Hablaba en conciertos y campeonatos de baloncesto, en ferias de las ciencias y exposiciones de Boy Scouts, en muestras de arte estudiantil y debates universitarios. Sus mensajes dependían del contexto. La ciencia es importante, parecía decir. Los deportes son importantes. Los Boy Scouts son importantes. El ajedrez es importante. Los derechos civiles son importantes… Dondequiera que iba había cámaras y periodistas, y eran éstos quienes transmitían su mensaje a los jóvenes: Yo soy importante.
El resto de la ciudad, los dos tercios superiores de la pirámide demográfica, respetaba y admiraba a sus juveniles apuntalamientos. La juventud salía. La juventud estaba al tanto. La juventud era bella, y la belleza joven. Eso era todo lo que los saintlouisianos maduros necesitaban saber antes de sumarse al desfile. Jammu se convirtió en la estrella de una ciudad hasta entonces carente de glamour. Anteriormente, las «estrellas» de la ciudad habían sido hombres mayores o mujeres casadas dedicadas a la política; seguir sus movimientos nocturnos no entusiasmaba a nadie. Pero Jammu era una supernova, una personalidad de oro macizo, tan brillante (a los ojos de St. Louis) como una Katharine Hepburn, una Peggy Fleming, una Jackie o una Lady Di. No era guapa, pero siempre estaba donde estaba la acción. Al típico hombre de mediana edad residente en el extrarradio le era muy difícil no quererla.
Y este hombre era Jack DuChamp.
La idea de Jack, proclamada mayormente durante la pausa para el café, era que Jammu ganaría la nominación por el partido demócrata para el senado de la nación tan pronto pudiera ser elegida, y que derrotaría de calle a cualquier candidato republicano. Según él, la cosa tenía sentido. Jammu era buena policía, pero evidentemente era más que eso. Jack decía que, si llegaba el caso, no estaba muy seguro de si votaría por ella. Pero, maldita sea. Quizá sí.
Si lo hacía, iba a ser un voto millonario. Jack DuChamp tenía una aptitud innata para las elecciones. Si uno comprobaba los resultados de todos los comicios a escala estatal, local y nacional de los treinta años en que Jack había ejercido el voto, y si uno leía las historias electorales de todos los residentes en el condado de St. Louis, y si uno se esforzaba por encontrar una correlación, la respuesta era Jack. Obedeciendo a su instinto, había dado un empujoncito a Kennedy en 1960. Tras una reflexión de última hora consigo mismo se había vuelto republicano en las apretadas elecciones al senado del 84. Emisiones de bonos, propuestas especiales, referendums, elecciones municipales en Crestwood: su papeleta de voto estaba siempre en la lista de ganadores.
Jack sabía que su marca era buena y se vanagloriaba de ello, a veces apostaba incluso pequeñas cantidades de dinero. Pero no era consciente de hasta qué punto su marca era perfecta, esto es, perfecta en todas aquellas ocasiones en que se había tomado la molestia de votar. Y la frecuencia con que había votado (bastante menos de la mitad de las veces) guardaba un sospechoso parecido con la afluencia normal en una votación cualquiera.
Sobre el tema de la fusión, Jack no se había decidido. Contaba con que le quedaban unos meses para sopesar las alternativas. Si el plebiscito se hubiera celebrado por San Valentín él suponía que habría votado a favor, aunque ahora que Martin Probst salía por la tele oponiéndose a la fusión quizá era cosa de pensárselo mejor. Como al votante medio, esta perspectiva le causaba muy poco placer.
*
Sam Norris no tenía paciencia con la opinión pública. Todo proceso constitucional estaba muy bien cuando lo único que estaba en juego era la política. Pero al fuego había que combatirlo con el fuego.
Había tres rangos de actualización.
El control del tráfico, en el peldaño inferior, se le confiaba a la policía. Era el terreno de la racionalidad modular, del bien y el mal, admitidos los requisitos indispensables de la «luz ámbar» y demás tonterías en los límites superiores, allí donde la ley y una autoridad más enrarecida empiezan a perfilarse.
Esta autoridad hacía la guerra, en el segundo rango, a su contrapartida —llámese política, llámese interés propio, llámense nubes, lo que sea— y flotaba en la atmósfera. La opinión pública tenía su sitio en este primer palco.
En el rango superior quedaban subsumidas y rebasadas la ley planetaria y una festiva contienda aérea. Llámese poder, llámese plasma, llámese circuitería criogénica. En cualquier caso, las agencias no obedecían ya a lúgubres dictados constitucionales ni a la inercia de la dinámica política, sino que fluían sin la menor resistencia, siendo la energía de la razón apenas un corolario del profundo numen mecánico-cuántico capaz de retroceder en el tiempo. Bastaba pulsar un determinado botón y veinte millones de muertos se desquemaban, se ponían de pie, paraban, y seguían viviendo.
En resumidas cuentas, Sam Norris se lo olía. La conspiración. Desde el Día D se había olido que algo pasaba. Pero nadie más era capaz de notarlo. Incluso Black y Nilson se mostraban apáticos, y los demás eran todavía más obtusos. Gente de buen corazón, confiaban en los soviéticos, confiaban en los sandinistas… y confiaban en Jammu. Querían creer en las cosas bonitas. El mejor ejemplo era Martin Probst, y no es que Norris no sintiera afecto por el muchacho. Era un típico hombre-mujer, un adalid del hogar y por tanto de todos esos maravillosos efectos secundarios a los que Norris regresaba tras un largo día en el centro del universo. Pero qué sitio más triste sería el universo si todo fueran Martin Probsts. El universo quedaría paralizado. Oler flores. Contemplar un atardecer. Leer un libro.
Existía una conspiración, pero era difícil. Eso consolaba a Norris. Toda gran idea era difícil. Toda gran idea era también sencilla, como lo era esta conspiración: Jammu tenía a St. Louis por las pelotas y no lo iba a soltar. Este hecho era una verdad como un templo. Y sin embargo era difícil.
1. Jammu no se hacía la comunista. (Una prueba más de la insuficiencia filosófica de la vida pública.) Asha Hammaker tampoco se hacía la comunista. La primera era una poli de las duras y una demócrata moderada, la segunda tenía un perfil claramente no-socialista, aun teniendo en cuenta su traspaso de acciones al municipio.
2. El compromiso de Asha con Hammaker era anterior a la llegada de Jammu, y el matrimonio no tenía la menor conexión con la subida de Jammu al poder. (Una prueba de la insuficiencia de la fórmula causa-efecto.)
3. El episodio de la bomba en el estadio, el gasto que entrañó, no tenía el menor sentido. (Prueba de la insuficiencia de la lógica humana corriente.)
4. El FBI no abriría una investigación. Según ellos no había evidencia de fechoría ni de subversión, y tampoco tenían órdenes de la policía ni de Washington. (Prueba de la insuficiencia del primer palco.)
5. St. Louis carecía de valor estratégico internacional que pudiera convertirla en blanco del imperio del mal. En octubre, Norris, obedeciendo a una corazonada, había hecho uso de su influencia para convencer al Departamento de Defensa para que verificara la protección de secretos de defensa en Ripleycorp y Wismer, y la auditoría había dado notas altas a ambas compañías. El ayudante del subsecretario, Borges, había dicho que ojalá todos protegieran tan bien los secretos de la seguridad nacional como las empresas de St. Louis. Era posible que Jammu confiara en controlar esas mismas empresas y abrir con sus propias manos los sobres con el membrete Top Secret, pero Norris conocía el funcionamiento del espionaje. Si Jammu tenía gente buscando secretos, esta gente esperaría a cobrar un poco antes de seguir financiando la operación. No había la menor evidencia de espionaje. El misterio seguía en pie: ¿por qué precisamente St. Louis? (Prueba de la irrelevancia del concepto newtoniano del espacio-tiempo.)
6. Era inaudito que Ripley, Meisner, Murphy y los demás traidores al Progreso Cívico hubieran hecho lo que habían hecho, sin entrar en que fueran unos cabrones. Seguían siendo empresarios. ¿Podía el dinero (ese gas noble) estar sujeto a la biológica de estos tiempos?
7. La conspiración había despegado demasiado deprisa. Estaba en el aire el día en que Jammu tomó posesión del cargo. Norris había hecho una investigación exhaustiva de la junta de comisarios —o más bien de aquellos miembros que no le debían fidelidad— y no había hallado pruebas de juego sucio. La elección de Jammu no había sido amañada desde fuera. A ella, como mínimo, debió de sorprenderle un poco. Pero la conspiración cobró vida tan pronto ella aterrizó en la ciudad. Por consiguiente, ya estaba en marcha antes de eso. Lo cual confirmaba uno de los axiomas alquímicos de Norris: los individuos eran vectores, no orígenes. Pero quedaba una pregunta por responder: ¿quién había plantado la semilla? ¿Ripley? ¿Wesley?
Aquello no tenía lógica. La conspiración era un inestable territorio de acrimonia, que le volvía loco. No tenía flancos ni prometedores puntos de entrada, su conquista nada prometía. Pero si Norris había ganado sus estrellas de plata en la guerra era gracias al instinto, y el instinto le dictaba ahora cómo desarrollar su hipótesis.
Exprimiendo al máximo sus conexiones federales, consiguió hacerse con una lista elaborada por la USIA de las personas de nacionalidad o ascendencia india que habían obtenido visados de entrada en Estados Unidos desde el 1 de junio. Le llegó en un disquete y de manos de un mensajero.
Su detective particular, Herb Pokorny, era especialista en telecomunicaciones. Pokorny ceceaba como un ornitorrinco (si éstos pudieran hablar) y se había topado con toda clase de obstáculos legales y lingüísticos mientras espiaba en Bombay, pero cuando trabajaba en St. Louis era un buen tipo. Husmeó en archivos de líneas aéreas, en reservas de hotel, alquileres de coche, cuentas de crédito y de teléfono. Lo que obtuvo fue una lista de 3.700 indios, residentes en el área metropolitana de St. Louis desde hacía menos de ocho meses. Incluso después de eliminar los hijos menores de dieciocho años, la lista ascendía a 1.400 personas. Pero Pokorny no desesperó. Los inmigrantes normales dejaban una firma en los registros totalmente diferente de la firma de los espías, y aunque se le podían colar algunos individuos conspiradores, la mayoría no. A mediados de febrero constaban en lista menos de un centenar de nombres.
Los agentes de Pokorny iniciaron un programa de vigilancia sistemática. Objetivos prioritarios eran Jammu, Ripley, Wesley, Hammaker y Meisner. Prestaron especial atención al despacho y el apartamento de Jammu. (Descubrieron que dicho apartamento tenía un sistema anti intrusos, la combinación de la tarjeta magnética del cual Jammu parecía cambiar diariamente. La buena noticia era que tenía algo que ocultar. La mala, que sabía ocultarlo.) Todos los individuos que visitaban a los vigilados fueron debidamente catalogados.
Empezaba a vislumbrarse una amplia red de conexiones. La bestia que Norris había olisqueado durante meses iba tomando forma.
El trabajo de campo de Pokorny consiguió localizar el origen de la cordita empleada en la bomba del estadio. El robo había tenido lugar el 7 de agosto en una fábrica de explosivos con sede en Eureka (Missouri). Todo apuntaba, para variar, a la jefa de policía de St. Louis.
El 15 de febrero Pokorny resolvió el misterio del compromiso matrimonial de Asha Hammaker. Hablando por teléfono con su hermano Albert, que dirigía una agencia de detectives en Nueva Orleans, Pokorny se enteró casualmente de que en abril Asha ya estaba prometida. Albert rió y dijo: menuda pécora; ese mismo mes de abril ella estaba prometida a Potter Rutherford, sultán de los valores mobiliarios en Nueva Orleans. Inmediatamente, Pokorny contactó con todos sus sobrinos, primos y tíos en sus respectivas agencias distribuidas por todo el país. A media tarde, cinco de ellos le habían telefoneado corroborando los datos.
Pokorny llamó a Norris, ceceando a placer:
—Ezto eztá lizto, zeñor Norriz. Asha eztaba prometida en matrimonio con el hijo de puta máz codiciado dezde Bozton a Zeattle.
Norris apretó los puños en un gesto de victoria. ¡Entonces era eso! Pero el puño se aflojó, y su cósmico triunfo dio paso a un orgullo local herido: si Jammu había estado dispuesta a ir a cualquier parte, entonces sólo la casualidad la había traído a St. Louis.