14.

—Pero mi querida coronel —dijo Rolf Ripley—. Estoy seguro de que conocerá usted la historia del huevo y la gallina.

—¿El huevo y la gallina?

—Sí, qué fue primero.

—Ya.

—¿Y bien? ¿Capta mi idea?

—No me haga perder el tiempo —dijo Jammu, la vista fija en el reloj de pared. Sonidos de una multitud impaciente chocaban contra la puerta de su oficina—. Usted no se trasladaría a la ciudad sin todo lo que yo he hecho al respecto. Yo no apoyaría la fusión si usted y Murphy no se estuvieran trasladando. Eso está claro. Pero el hecho es que los negros ya estaban aquí antes que usted o que yo. Me parece un poco infantil intentar olvidarse de esta realidad. En cualquier caso, no veo qué es lo que yo puedo hacer por usted.

Ripley levantó una mano para interrumpirla y miró al techo con una suerte de afectuosidad, como si le hubiera venido a la cabeza su canción favorita. Sus grandes caderas llenaban todo el asiento de la butaca.

—He hecho un descubrimiento desconcertante, coronel —dijo.

Sonó el intercomunicador de Jammu.

—Un momento —dijo ella.

—Mi Departamento de Compras había advertido que ciertas piezas clave de los terrenos de la ciudad estaban en manos de especuladores de color. A mí esto me parecía normal e incluso conveniente hasta que descubrí que habían adquirido la mayor parte de estos terrenos muy recientemente. Y todavía me sorprendió más saber a quién se los habían comprado. Parece ser que la señora Hammaker ha invertido entre veinte y treinta millones de dólares en bienes raíces desde el pasado octubre.

—¿Sí?

—Por Dios, querida coronel. Yo no tenía ni idea de que ella fuera tan rica.

—Pertenece a una familia real, señor Ripley.

—Treinta millones de dólares y, usted me perdonará, ella no es hija única, y, usted me perdonará, nadie pone todos sus huevos en una sola cesta, y, usted me perdonará, no creo que su fortuna sea ni de lejos tan grande como para que treinta millones sean apenas una fracción de la misma.

—Naturalmente, yo no tengo una idea clara al respecto.

—Mmm. Naturalmente.

—Aunque me aventuraría a decir que el capital pertenece mayormente a la familia Hammaker —dijo Jammu.

—Los hechos parecen indicar lo contrario. Pero ella ha borrado muy bien sus huellas. Me atrevería a decir que nunca llegaremos a saber la verdad.

—Es lógico, puesto que esto no es asunto nuestro, señor Ripley.

—Se equivoca, coronel. Mire, sé que esto le sorprenderá (casi todo lo que digo le sorprende) pero yo y el Ripley Group y Urban Hope estamos siendo chantajeados con esos mismos terrenos de los que hablo. No hay apenas una sola manzana en toda la zona donde Cleon Toussaint, Carver-Boyd o Struthers Realty no hayan comprado un par de solares estratégicamente situados.

—Creo que Pete Wesley podría persuadir a la ciudad de que condenara esos solares cuando a usted le convenga.

—El alcalde está más que dispuesto a hacerlo. Pero, lógicamente, usted no es consciente de que cualquier proyecto condenado por la municipalidad se convierte en un proyecto con absurdas cuotas raciales para cualquier brigada de construcción.

—No creo que la composición racial de las brigadas de obreros haya de preocuparle mientras la obra se haga a un precio justo.

—Naturalmente que no. Usted no cree que a un grupo de empresarios pueda preocuparle si toda la adjudicación de obras sobre sus propios proyectos no estuviera ya en sus manos.

—¿Y por qué no compra los solares que necesita?

Ripley la fulminó con la mirada.

—Sabe muy bien qué es lo que piden. Quieren una mayoría negra en Urban Hope. Quieren compromisos por escrito para una representación proporcional en nuestras plantillas respectivas; si la ciudad tiene un sesenta por ciento de población de color, dentro de cinco años deberíamos emplear a un sesenta por ciento de obreros de color. E insisten en que se garantice un porcentaje enorme de familias de color en urbanizaciones patrocinadas por Urban Hope.

Era un treinta y cinco por ciento, la cifra que Jammu había sugerido.

—Familias de ingresos bajos —dijo ella.

—Supuestamente bajos.

—Vaya, ¿no hay blancos pobres en la ciudad? Le repito, señor Ripley, que no puede esperar que interceda entre usted y los dirigentes negros de la ciudad. Mi papel es limitado. Yo pertenezco a los agentes de la ley.

—Pero sus recursos son muy grandes. Seguro que hay alguna manera. Porque si todo lo que recibo a cambio es que la gente de color me fastidie, no pienso contribuir a esa cruzada en pro de la fusión, y el apoyo por parte del resto de Urban Hope será muy tibio. Y sin una fusión, muchos de nosotros podemos pensar que no merece la pena quedarse en la ciudad. Así podrá ver qué fue primero, si el…

—Naturalmente —dijo Jammu, mientras las voces de fuera de la oficina seguían subiendo de volumen—, agradecería la ayuda de Urban Hope en una campaña por el bien común de toda la gente de St. Louis, ciudad y condado. Por charlas informales con algunos de sus colegas he sacado la impresión de que la fusión se contempla con muy buenos ojos. Sí, los negros quieren ser mayoría en Urban Hope. Actualmente la minoría es de cero. Sí, quieren el compromiso de una igualdad de oportunidades en la contratación. Actualmente su plantilla, señor Ripley, es de un once por ciento de negros. Dos por ciento de negros con ingresos superiores a la media. Vivimos en la década de los ochenta, y su empresa tiene ahora su sede en una ciudad con casi dos terceras partes de negros. Y, sí, quieren un treinta y cinco por ciento de viviendas para gente con ingresos bajos en proyectos de Urban Hope. Los planes que yo he visto hasta ahora exigen niveles entre el cero y el diez por ciento. Mientras tanto los bloques de oficinas y las viviendas de lujo que su grupo patrocina están desplazando a familias negras a un ritmo de ocho diarias. Su negativa a tomar en serio al señor Struthers no me parece justa. Puede que yo no haya sintonizado del todo con el estilo de vida americano, pero a mí esto me parece una oportunidad de oro para que los empresarios de St. Louis hagan algo sustancialmente bueno por la comunidad negra local.

Ripley asintió y sonrió ante el sermón.

—Si yo lo creyera —dijo— su ingenuidad me dejaría estupefacto. Pero confío en haber dejado bien clara mi postura —se puso de pie—. Ciao —abrió la puerta y se perdió en medio de una oleada de rostros ansiosos.

—Esperen —ladró Jammu—. Cinco minutos. Háganme el favor.

Randy Fitch, el rostro que iba en cabeza, dijo:

—Es que…

—Cinco minutos, por el amor de Dios. Y cierre la puerta.

La puerta retrocedió vacilante. Alguien la volvió a empujar, pero había quedado cerrada.

Jammu marcó un número.

—Escucha —dijo—. En cuanto pueda te lo pasaré por escrito, pero quería que estuvieras preparado por si ves a Rolf hoy. Ha estado aquí profiriendo amenazas. Dile que me las he tomado muy en serio. Dile que me ha asustado. Pero he de seguir fingiendo que ayudo a Struthers. Les exigen tres cosas a Urban Hope. Rolf debería conceder las dos primeras. Él sabrá por qué no he podido decírselo personalmente. La mayoría negra de Urban Hope…

—Sí —dijo Devi.

—Rolf debería dar su visto bueno. Al fin y al cabo es un grupo de transición, y cuando nos haga falta podemos sustituirlo por una directiva más reducida.

—¿Y la contratación proporcional?

—Ésa es la segunda cosa a conceder. Rolf ha de dejar que Struthers le marque la cuota que a él le interese, el mismo porcentaje de negros que en la población de la ciudad. Struthers no se ha dado cuenta de que dentro de diez años esto será una ciudad sólo de blancos.

—Estás engañando a Struthers.

—Se puede decir que sí. Las concesiones no tienen por qué ser totales. Urban Hope puede rebajar las cifras. Le dije a Struthers que las pusiera altas y que esperara un compromiso. Digamos un cuarenta por ciento de Urban Hope y cuotas completas en diez años, no en cinco. Rolf seguirá teniendo poder de negociación para la demanda de viviendas. Es la clave para una ciudad blanca. Yo creo que Struthers se echará atrás si Ripley le dice que los proyectos no van a atraer financiación con más de un quince por ciento de viviendas para gente de ingresos bajos.

Devi lo repitió todo.

—Estupendo —dijo Jammu—. La verdad es que no me tomo muy en serio sus amenazas. Empezó invirtiendo en la ciudad como refugio fiscal, y si se retira ahora, la plusvalía acabará con él. No es probable que haga nada, creo yo. Por otro lado, todavía no se ha pronunciado claramente sobre el Ripley Center…

—¿Ah, no?

—No. En cuanto lo haga, no podrá echarse atrás. Sobre este tema, lo que has de hacer es dejarle en paz, ni siquiera se lo menciones. Que piense que yo creo que está comprometido.

—Descuida.

—La otra cosa es el Estado. Yo creo que la vena Probst de Rolf es uno de los motivos de que ocupe una posición central en Urban Hope. Hemos de fomentarlo. ¿Tú sigues dentro?

—Desde luego —fue la respuesta.

—Bien. Nos hace falta, ya que la cosa funcionará siempre y cuando Probst esté al mando de la resistencia. ¿Entendido? Hay que fomentar esa situación.

—Comprendido.

Jammu giró la llave de su escritorio, se puso el abrigo y abrió la puerta.

—Lo siento, Joe Feig —dijo—. Seguro que me odias pero tendremos que dejarlo para las cuatro. Pásate, y te daré lo que necesitas. Randy, habla con Suzie. No tengo tiempo para mirarlo ahora, Suzie, pero Randy lo necesita y yo aceptaré lo que digas. Ve a conseguir las firmas. Rollie, dile a Farr que tiene que venir a verme hoy mismo. Digamos a las ocho, y si no estoy aquí, es problema suyo. Anette, ¿es cuestión de vida o muerte?

—Más o menos. Strachey ha salido en primera plana esta mañana…

—Escribe un memorándum. Empléate a fondo; yo lo revisaré esta noche y se lo haré firmar a Pete. Ningún empleado del ayuntamiento va a perder su empleo por una fusión. Ni uno solo. Como mucho podrían ser trasladados a otros puestos. Si puedes colar algo sutil sobre mecenazgo, mucho mejor. Y, los demás, apartaos de mi camino, volveré a las dos y media y estaré libre hasta las cuatro. Mis disculpas a todos, os estoy eternamente agradecida.

El Corvette estaba esperando frente a una boca de incendios en Tucker Boulevard. Jammu montó disculpándose brevemente a Asha, que se quitó las gafas de leer y pisó el acelerador. Llevaba marta y esmeraldas. Esquivó un furgón de correos y enfiló la vía de entrada a la Autopista 40. Este compromiso era, virtualmente, el menos importante del día para Jammu, pero como cada vez veía menos a Singh esperaba ansiosa su almuerzo semanal con Asha Hammaker.

Los coches a los que adelantaban parecían estar inmóviles, saltando sobre el terreno en la calzada manchada de invierno. Más allá, los edificios parecían moverse hacia atrás entre una bruma fría. Asha levantó las manos del volante para arreglarse el pelo, y el Corvette viró hacia el carril interior. La velocidad era su elemento, estaba enamorada de la velocidad. Tenía licencia para pilotar aviones, montaba a caballo, apostaba muy fuerte. Era una de las personas peligrosas que surcaban el lago Dal, en Cachemira, en lancha rápida. Ahora corría mucho, y cuando rebasó el límite municipal y entró en la jurisdicción de otro cuerpo policial menos benévolo con ella, Jammu la obligó a reducir la marcha.

—¿Ripley? —dijo Asha.

—Sí.

—¿Podías imaginar en julio que iba a ser un elemento tan importante?

—No del todo. Era un futurible. Todos lo eran.

Jammu recordó el mes de julio, los días de intimidad y aire acondicionado. Pasaba las mañanas reunida con la junta; después de almorzar iba a la biblioteca municipal y veía cómo su pedido de libros y revistas era succionado por tubos neumáticos que enlazaban con las estanterías; a media tarde se la encontraba en uno de los húmedos túneles de la planta baja de la biblioteca, metiendo monedas en fotocopiadoras; las noches en movimiento con Asha por el condado, con Asha en el centro de la ciudad entre tacitas de salsa holandesa, con Asha y bourbon en el balcón de su hotel; por las noches leía las fotocopias del día. ¿Hubiera sido previsible? En todos y cada uno de los debates sobre toma de decisiones aparecían estas dos palabras: Municipal Growth. En cada lista de personas influyentes en la ciudad aparecían los apellidos Meisner, Hutchinson, Ripley, Wismer, Probst, Murphy, Norris, Spiegelman, Hammaker… Y Asha sonsacó a Sidney, le pasó más nombres a Jammu. Todos futuribles, pero en conjunto no había duda. En pocas ciudades norteamericanas viene determinada la política por un grupo tan pequeño y compacto de independientes. En pocas ciudades norteamericanas el sistema de toma de decisiones ha permanecido inalterable desde el siglo XIX hasta el presente. Aunque los nombres han cambiado, la pauta de gobierno por parte de un puñado de familias establecidas con una visión romántica del avance hacia el oeste se ha venido reproduciendo con toda exactitud… Ciencia política, palabras elocuentes, pensamientos de verano, preñados de posibilidades. La señorita Jammu, hemos decidido, Asha, han decidido, Maman, he decidido. Ah, una ciudad para cautivar, en julio.

Asha se bajó el abrigo de los hombros.

—¿Cómo está Devi?

—Lo está haciendo muy bien. Pero el hecho de que ahora sea tan importante porque Ripley lo es indica las flaquezas de nuestro enfoque.

—¿Algo va mal?

—Nada que yo vea claro. Quiero decir, no es que vaya exactamente mal. Devi es tan brillante como la que más y también depende demasiado de mí, en cuanto a sustancias y a todo, para ponerse en marcha. Pero preferiría tener a otra agente en su lugar. Supongo que me gustaría que te encargaras tú.

—Ojalá pudiera.

—Fue bastante fácil quitar a Baxti de Probst en octubre. Pero ahora mismo no podemos pedir a Ripley que cambie de pareja sexual.

—Hablas como si pasara algo.

—No sé. Ripley es muy exigente. Me huelo que estamos perdiendo contacto. Con Devi. Con… Mira, tú eres casi la única que no ha perdido el rumbo.

Asha estaba habituada a escuchar las inquietudes de Jammu. Fijó la vista en la calzada. Brentwood se ensanchaba para dejarse atravesar por la autopista, las paredes de sus edificios bajos y cuadrados tan sucias como si las hubiera salpicado la sal de la carretera. Jammu no vio nada nuevo.

—¿No es ésa la salida? —dijo.

Salió despedida hacia delante cuando Asha cruzó en diagonal cuatro carriles y enfiló la rampa. Los brazaletes de oro bailaron en sus muñecas.

—¿Norris? —dijo.

—Caliente, pero sin quemar. No ha conseguido amigos nuevos ni más conversos.

—Buzz dice que él y Probst parece que congenian.

—Probst carece de la ética del perdedor que se requiere para creer en conspiraciones. Encontró un micro oculto en casa de Meisner y no sacó conclusiones. Su hija encontró otro en el piso de su amigo y el amigo se lo dio a la casera.

—Dios está de nuestra parte, Ess.

Jammu miró los neumáticos, muy rebajados, de un enorme camión volquete. De repente el Corvette pareció un objeto aplastable. El camión era negro. Escritas en rojo en la puerta del conductor estaban las palabras PROBST & CO. El camionero, un negro con gorra de béisbol, miró primero la capota del Corvette y luego a Jammu. Le guiñó el ojo. Asha lo adelantó.

—Los Warriors se cargarán un puente este domingo —dijo Jammu.

—Qué divertido.

—Háblame de Buzz.

—Es guapo —dijo Asha—. Un verdadero encanto.

—Siempre dices lo mismo. ¿Eso es buena noticia, o mala?

—Indiferente. Sigue siendo un futurible más. Tiene que ver con tus variaciones aleatorias sobre la solidez moral. Parece que Buzz va sobrado de eso. Sobre el papel, aunque no visceralmente, siente lealtad hacia lo que queda de Municipal Growth, la vieja administración. Respecto al asunto ciudad-condado, es de miras muy estrechas. O por decirlo de otra manera…

—El Estado. Pero objetivadas las facetas que no nos interesan.

—Como quieras llamarlo. No se trata de algo político, y sólo es formalmente económico. En realidad, es talismánico. De pronto Buzz venera a Martin Probst. Lo encuentro frustrante. Cuanto más tiempo paso con él, más interesante le parece Probst. No lo veo justo.

—Ya.

—Y por otra parte, es algo personal y cada vez más. Si logras que Probst te apoye, Buzz también lo hará.

—Estás muy segura.

—Si yo estoy de tu parte y Probst también, tendrás a Buzz.

—Estás completamente segura de que trasladará sus instalaciones a la ciudad.

Asha movió los hombros.

—No lo sé, Ess. Eso es pedirle mucho. Algo hará. Ahora mismo estaría trabajando para la fusión si no fuera por Probst.

—Le quiero en la ciudad.

—¿Para afianzar la fusión?

—Para tenerlo en la ciudad, sin más. La gente ve la fusión como algo apocalíptico y no hay para tanto. Bueno, sí, yo necesito esa fusión. Pero si falla, yo al menos quiero la ciudad y la élite. No pierdas de vista lo que más cuenta.

—Hacer que Buzz se traslade.

—Sí.

—¿Qué piensas hacer cuando consigas lo que quieres?

Jammu sonrió.

—Más de lo mismo.

Asha bajó su ventanilla y cogió un ticket del dispensador electrónico del aparcamiento de West Roads. Le pasó el ticket a Jammu. La hora estaba impresa en color púrpura, 1.17 p.m. Tendrían una hora para comer.

—Sabes —dijo Asha mientras ascendían por la rampa—, me ha impresionado la forma en que Singh entendió a Buzz en septiembre. No le hizo falta intervenir, sólo escuchar, y dio totalmente en la diana, incluso con el papel que juegan los Probst.

—Tengo hambre —dijo Jammu.

Las cien luces del comedor de la Junior League se reflejaban idénticas en las ventanas empañadas e iluminaban las flores frescas de cada mesa y el maquillaje seco como el polen en la cara de cada mujer. Se oía chocar de copas, carcajadas. El comedor olía vagamente a agua mineral. Una chica con falda blanca de lana, chaqueta de color glauco, blusa rosa de algodón y una bufanda de cuadros escoceses saltó de una mesa y gritó:

—¡Asha!

De repente Jammu estaba mirando a sus espaldas.

—¡Creía que tenías el teléfono estropeado!

—¡Me encantan!

—¡Si a Joey no le importa!

Asha condujo a Jammu del codo hasta una mesa. Se sentaron.

—Es la pequeña de los Jaeger —explicó—. Mañana nos vamos a bailar.

—Esto no interfiere entre tú y Buzz.

—No.

Se pusieron a hablar en hindi. Rodeadas por el ruido de las mujeres que allí consumían, el mascar de la frase comunal, divino qué guapo, interesantes paseos en coche al Frontenac Billblass Powell Hall, fantástica partida de bridge, merienda con divorciadas (Hilary Fontbonne, Ashley Chesterfield), pero mira el miércoles (toca madera), rebajas en Eric, London Saks, cáncer, visillos, Vail, un kilo y medio.

mere sir mem dard bai.

Cada vez que Jammu dejaba de mirar a su amiga tenía que rechazar invasiones de las mesas cercanas. Postres «pecadores» en los platos, miradas cáusticas. Las mujeres eran atractivas y dinámicas. Atacó la ensalada con el tenedor y dijo, en su fuerte acento hindi:

—Singh ha raptado a Barbara Probst.

Una cabeza se volvió. Los oídos habían reconocido, quizá, el nombre.

—Ya lo hablaremos más tarde, Ess.

—No, ahora —dijo Jammu—. Lo haremos sin dar nombres. Come. Vamos. Come. No vendremos más a este sitio. Pero dispongo de poco tiempo. La secuestró el martes pasado.

—¿Dónde la tiene escondida?

—En su piso del otro lado del río.

—No me gusta esto —Asha se tocó los labios con la servilleta—. No me gusta nada. Hammaker es el dueño de ese edificio.

—A mí no me gusta la idea en general. Pero ella no sabe dónde está. Singh tiene un montaje en Nueva York. Encontró a una mujer que se le parece bastante, la paseó por su apartamento, se la enseñó al portero y a los vecinos. Lo hará de vez en cuando.

—Pero secuestrada… —dijo Asha—. No lo comprendo.

—Me alegro de que estemos de acuerdo.

—¿Tú no le diste la orden?

—Le di mi aprobación. Singh lo tenía todo previsto. P. cree que ella le ha abandonado. No había otra manera de seguir adelante con esto salvo recurrir al secuestro. El Estado tiene sus propias exigencias. Y B. es la P. que más me critica. Con Estado o sin él, nos conviene tenerla apartada de P.

—Entonces ¿qué? ¿La tiene drogada?

—Ojalá. Yo le aconsejé que lo hiciera. Se lo dije bien claro. Él dice que eso no influirá en nada. Se hace pasar por un psicópata iraní. Necesita una coartada porque, naturalmente, al final tendrá que dejarla en libertad.

—Después de las elecciones. Después de que P. haya jugado su papel.

—Seguramente.

—Pero entonces esto significa… ¿Qué hará él en cuanto la haya soltado?

Jammu dejó una anchoa en un lado del plato.

—¿Lo mandarás a casa? —preguntó Asha.

—Sí.

—¿Y tú cómo lo ves?

Jammu, masticando, dijo:

—Podré soportarlo —tragó—. Estos días está diferente. Le veo muy ensimismado, y se pasa el día machacándome. Está demasiado metido en la operación P. Yo le dije que contratara a un profesional para raptar a B. No quiso. Y todo por hacer bien el trabajo. Como si confiar en una cadena y unos cuantos cerrojos para retener a B. fuera hacer las cosas bien.

—¿Qué es lo que te amarga, Ess?

Jammu encogió los hombros. Singh se volvía a India. Secuestrando personalmente a Barbara había quemado sus puentes. Esto es América, jefa. Muy pronto vas a tener que largarte con todo el material clandestino o te van a cazar. Cuando pares, ya no me necesitarás. No me gusta estar en este país. Me siento incómodo. Si pensara que no ibas a sobrevivir sin mí, no la secuestraría. Incluso si pensara que ibas a echarme un poco de menos. Toda llegada es una partida, jefa. Si me necesitas, estaré en Bombay.

*

—Sábado por la mañana. De madrugada hemos hecho el amor como bestias, y yo me he ido a pasar el fin de semana al Medio Oeste por asuntos de trabajo. Te levantas tarde, te duchas para quitarte mi olor y vas a dar un paseo. Recoges la ropa que has hecho lavar en seco. Te compras un pomelo, un par de roscos de pan y una libra de café colombiano recién molido. Mmm. Huele. Vuelves y desayunas. Fumas un cigarrillo y «te sosiegas». Está un poco nublado, no hace demasiado frío. Recuerda que estamos en una duodécima planta, y el tráfico queda muy abajo. Piensas en lo que le ha pasado a tu vida. Lo mucho que ha cambiado en cinco días, lo que traerán los próximos meses. Te preguntas qué vas a hacer mientras yo estoy fuera. ¿Buscar trabajo? ¿Escribir un libro? ¿Ser periodista como yo? ¿Hacer una prueba de pantalla? Estás un poco sola, pero es excitante. Es un nuevo tipo de soledad. Piensas en Luisa. Habrá pasado mañanas de sábado como éstas en casa de Duane, todavía hoy. Todo debe de parecerle muy nuevo. Haces acopio de valor porque quieres llamarla. Piensas en la fiesta de cumpleaños de Martin, en la escena que tuvisteis delante de Luisa. Crees que podría ser la mejor manera de explicarle a ella por qué le has abandonado. Quieres explicar que tú, precisamente tú, no tienes por qué aceptar lo que te da tu marido. Que ciertas cosas son simplemente inaceptables. No quieres que Luisa se quede con la idea de que le has dejado por egoísmo. Naturalmente, estás nerviosa, porque tienes mucho que explicarle y porque si dices alguna de las cosas que yo te he advertido que no digas, o si yo creo que estás hablando en clave, te voy a matar y ella lo va a oír. Pero coges el teléfono.

Nissing dio un golpecito al teléfono con el cañón de su pistola. Luego se retrepó en la silla plegable y Barbara, en la suya propia, mirando hacia él, levantó el auricular. El tono de marcar la asustó un poco. Siguió con la mirada el cable del teléfono por el piso enmoquetado de su celda hasta la puerta cerrada con llave. El procedimiento era el mismo que el primer día, cuando Barbara había llamado a la supervisora de la biblioteca. Oyó respirar a Nissing, oyó en la claraboya un arrullar de palomas.

—Y tú marcas, por supuesto. Tres uno cuatro…

Barbara marcó el código de zona y esperó, escuchando el rumor de la larga distancia.

—Sencillamente no podías seguir viviendo con él.

Marcó el resto del número de Duane.

—Te acomodas en mi butaca de piel. Ya la sientes como tuya.

Contestó Duane.

—Hola, soy la señora de Probst.

Nissing levantó las cejas al oír el desliz. Con el dedo índice de la mano izquierda sostenía en la oreja un pequeño auricular. En la otra mano sostenía una pistola. La muesca del seguro, una placa metálica, no estaba puesta. En cinco días ella había aprendido a saber cuándo estaba puesto y cuándo no.

—Acaba de salir —dijo Duane—. ¿Puede llamar dentro de una hora?

Nissing asintió con la cabeza.

—Por supuesto. Llamaré más tarde. ¿Cómo va todo?

Nissing sonrió en señal de aprobación.

—Bien —dijo Duane—. Pocos cambios. Todo marcha sobre ruedas. Esto…, ¿llama desde Nueva York?

—Sí. Imagino que Luisa habrá hablado con su padre. Yo… —el arma agitaba ahora la punta de su cañón—. Bueno, llamaré dentro de una hora. Puedes decirle que he telefoneado.

—De acuerdo. Luisa se alegrará.

—Gracias, Duane.

Nissing le arrebató el auricular.

—Estás decepcionada —dijo—. Tú ya te habías mentalizado. Tu mano permanece en el teléfono, pensativa, y aprovechando la subida de adrenalina decides hacer esa llamada a Martin que tanto pánico te da. Si sale bien, llamarás también a Audrey. Te sabe mal por Martin, que no tenga tu dirección. Querrá saber adónde no ha de enviarte cartas.