En los primeros días del año nuevo, un frente cruelmente frío había descendido sobre St. Louis, consolidándose con una secuencia de temperaturas bajas que superaban todas las marcas. La máxima del 3 de enero fue de cero grados. El 4 la máxima fue de dos. Al día siguiente el cielo se encapotó y la temperatura subió a más de diez para que pudiera caer medio palmo más de nieve, y luego, la noche del día 6, el mercurio bajó a diecinueve bajo cero. Durante el resto de la semana, los camiones de sal se alternaron en las calles con las máquinas quitanieves, como la ansiedad con el pesimismo. Llegada la semana del día 13, casi un metro de nieve cubría los jardines del extrarradio, los solares en construcción y los riberos que daban a un Mississippi tapizado de hielo. Cuanto más duraba el mal tiempo, más impulsivamente excluía asesinatos y política de las noticias locales, de los titulares de prensa, de los programas de radio. Explotaba la ventaja del clima: su constante disponibilidad al comentario.
Al principio, Barbara había seguido el progreso de la ola de frío con el ánimo de quien va al circo, pero finalmente basta ella sucumbió a los portentos y empezó a pensar que todos los partes apuntaban de algún modo hacia dentro, igual que una concentración de bichos raros y deformidades podría apuntar bajo tierra, a un depósito de residuos tóxicos. Grados-días, efecto enfriador del viento, centímetros cúbicos de precipitación, antiguos partes meteorológicos, días consecutivos bajo x grados, bajo y grados, enteros positivos y negativos: las cifras contagiaban la mente. Había cañerías rotas en los sistemas de riego por aspersión. Fallos en el suministro de gas, fuertes protestas. Fiambres congelados en East St. Louis. Lanchones bloqueados por el hielo. Ataques al corazón de la gente que quitaba nieve a paletadas. Coches atascados y abandonados en las autovías. Y siempre la búsqueda de precedentes, el placer de no hallar ninguno, la sensación de ser especiales, la creciente convicción de que asistir a un invierno como aquél certificaba el derecho a atribuirse una fortaleza insólita. La ciudad, en los telediarios, en los boletines, se conducía como un testigo presencial. Dominaba un estado de ánimo. El tiempo se orientaba según las polares de las tendencias políticas de los seis meses previos. Todas las tendencias juntas. Un desvelo peculiar había descendido sobre St. Louis en las primeras semanas del nuevo año.
El día 16, sin embargo, trajo consigo un poco de alivio en forma de temperaturas apenas por debajo de los cero grados y una brisa del sur, procedente del Golfo, muy atenuada. Era martes. Pese a ser normal para el mes de enero, el tiempo tenía algo de primaveral, y Barbara estaba limpiando. En su vestidor aplicó la Regla de los Dos Años, tirando sobre la cama toda prenda que no se hubiera puesto desde la navidad de hacía dos años. No hizo ninguna excepción, ni siquiera con cosas que le había regalado Martin, ni siquiera con su más lujoso vestido de noche. Si le gustaba algo, la regla dictaba que lo llevara al menos una vez en veinticuatro meses. En su vestidor no había sitio para ropa sin usar o no ponible, y ella poseía menos prendas de ropa que Luisa o que Martin, menos ropa, sin duda, que todas las personas que ella conocía.
Las perchas vacías quedaron quietas en la barra. Las faldas y blusas utilizables las corrió impacientemente hacia la izquierda. Estaba buscando víctimas y encontró una en una tontería de traje de chaqueta que se había comprado hacía cuatro meses. No se lo había puesto nunca.
Allá fue el traje, agitando sus pliegues mientras volaba hacia la cama. Le siguió una falda de lino que le venía grande de cintura, un vestido marrón que no le gustaba y unos zapatos de ochenta dólares, accesorios de un crimen impulsivo.
Pasó a la cómoda y se puso de rodillas. Echó un último vistazo al regalo de Navidad de Audrey, el jersey. Se lo había puesto una vez, para ir a comer la semana anterior. Una vez era suficiente. Pobre Audrey. A la cama.
Gracias a las obras de caridad de la Congregational Church, todas estas prendas terminarían en el barrio viejo de la ciudad o en el Missouri Bootheel. Barbara se imaginó que iba a algún pueblo al sureste de Sikeston y que veía todas las modas del decenio, todos los errores cometidos, los de ella y los de Audrey y los de Martin, lucidos en las calles polvorientas por negras pobres. Pero por ella como si los tiraban a un vertedero. Depositó sobre la cama un cargamento de regalos y de ropa interior muy manchada.
La casa estaba en silencio. Mohnwirbel se había ido después de almorzar y no había vuelto. Era muy diligente. Martin había renunciado a demandarlo, y la caja de fotos obscenas había acabado en una de las madrigueras de Martin, donde probablemente permanecería hasta enmohecer. Barbara tuvo ganas de ampliar su redada al estudio y los armarios de él, arrasar el tercer piso y el sótano y asolar aquellos pozos ocultos de cachivaches. Se imaginó una vida sin la tiranía de los objetos, una vida en la que Martin y ella fueran libres de irse cuando quisieran y demostraran, por tanto, al quedarse que su elección era libre. En realidad, esperaba que la muerte misma pudiera ser llevadera si todo cuanto ella quería poseer todavía cuando llegara la hora le cupiera en dos maletas; porque a veces te perdían las maletas en un aeropuerto, y cuando te dabas cuenta ya habías llegado a tu destino.
Añadió un fajo de recibos al montón de papel que revisaría en su mesa cuando volviera a bajar. Un sol pequeño brillaba en la moqueta. En las ventanas de la segunda planta nutaban ramas, buscando brechas en la suave ofensiva del viento del sur, senderos para recuperar su posición natural. Las ardillas descansaban. La casa estaba muy callada.
Al abrir el estuche de sus alhajas diarias se fijó en unos pendientes, los que le había regalado John. Ni siquiera había pensado en devolvérselos. Con una sensación de inquietud se miró al espejo. Los ojos que la miraron no eran los suyos.
Dio un respingo. John estaba en el umbral del cuarto de baño. Barbara pateó el suelo, en un intento de sacudirse de encima el temor.
—¿Cómo has entrado en casa?
—¡La puerta no está cerrada! —respondió él.
—Te lo dije. Vete. Te avisé.
—Sí, sí —entró en la habitación y se sentó en la cama—. Ya sé lo que me dijiste —se cruzó de piernas y la miró con gesto simpático—. Insistes en tratarme como a una sustancia que sale de un grifo que puedes cerrar con tu sonrisa gentil o con tu firmeza y tu madurez; no, no, John, por favor. Eres muy dulce, John, pero… y sin embargo te encuentro aquí con mi regalo.
—Yo puedo hacerte lo mismo —dijo Barbara. Acalorada. Ya no le costaba ningún esfuerzo sentir aversión por él—. Puedo hacerte exactamente lo mismo. Puedo decir que eres un capullo y un rufián. Sí, te expresas con claridad, pero no consigues hacer que me sienta a gusto contigo. Puedes irte al infierno, entiendes. Lárgate de mi casa. Llévate tus malditos pendientes. No deberías colarte en las casas ajenas. Tus modales son infames. ¿Quién te has creído que eres?
Él suspiró y metió las manos en los bolsillos de su abrigo.
—No vas del todo desencaminada —dijo—. Pero existe una línea entre el descaro y la simple insistencia.
—Fuera —Barbara cogió los pendientes y alargó la mano para metérselos a él en el bolsillo. Luego retrocedió. Le rugían los oídos. Él llevaba un arma en el bolsillo. Dio unos pasos cautelosos hacia el cuarto de baño.
—Para.
Barbara se dio la vuelta y vio el arma apuntándole a la cara. Él era un perfecto desconocido.
—Baja una maleta —dijo él.
—Oye…
—Esa de piel, la mediana, irá de maravilla. Coge el vestido de seda negro, el verde con lentejuelas y otro de invierno. Unos tejanos y los de pana gris. Varias camisetas. Necesitarás camisetas. Seis mudas, un traje de baño, un camisón y la bata. ¿Voy a tener que hacerlo yo?
—John.
—Coge tres jerseys, tres camisas y un par de zapatos corrientes. Esos que llevas puestos irán bien. Y unos de lona, si te queda espacio. Tengo la impresión de que ni siquiera estás escuchando.
Ella giró de nuevo tratando de escapar, y sólo oyó una pisada antes de que él la pegara en la cara. Luego en el abdomen. Cayó de rodillas. Recibió una patada en la clavícula que la tumbó de espaldas. Sintió la presión de un zapato en la garganta. Era gratuito. John se estaba desquitando.
—Me dará mucho gusto dispararte a las rodillas si tratas de huir —dijo él—. Y en la espina dorsal si armas alboroto cuando salgamos. Ya sabes que lo digo en serio.
El talón dejó de pisar. Barbara le oyó retirar la maleta de su estante en el armario, le oyó guardar las cosas. Oyó tintineo de frascos de colonia, el clic de un pestillo.
*
Lo que quedaba de Municipal Growth apenas llenaba la sala de conferencias de Probst & Company. Diecisiete de los treinta y dos miembros activos habían abandonado el barco sin dar la menor explicación a Probst. Quentin Spiegelman, el guardián financiero de St. Louis, alguien cuyo nombre aparecía en las líneas de puntos de un millar de testamentos, había asegurado por dos veces a Probst que no se saltaría ninguna reunión, y por dos veces se había saltado una. Sus embustes eran tan infantiles que sólo se explicaban por un odio implícito. Probst no se tenía por enemigo de Quentin, pero ahora estaba dispuesto a creerlo así. Él era el presidente y se sentía personalmente traicionado.
Eran las siete en punto. Al otro extremo de la mesa oval, Rick DeMann y Rick Crawford miraron sobre sus gafas de media luna, listos para empezar.
—Vamos a darle unos minutos más a Buzz —propuso Probst.
Había convocado la reunión en sus oficinas para crear una impresión de quorum y asegurarse una atmósfera profesional. Las paredes estaban cubiertas de fotografías de los principales proyectos en los que había trabajado, ejemplos enmarcados de crecimiento municipal: el puente de Poplar Street, el de la Calle Dieciocho, el complejo Loretto-Hilton, West Port, el centro de convenciones. El aire olía ligeramente a electricidad y a aceite de máquina de escribir.
P. R. Nilson y Eldon Black, superconservadores aliados del general Norris, estaban hablando con Lee Royce y Jerry Pontoon, gente del ramo inmobiliario. El único banquero que quedaba en el grupo, John Holmes, estaba tratando de llamar la atención del supervisor del condado, Ross Billerica. Jim Hutchinson, todavía bronceado después de sus vacaciones, estaba retrepado en su silla entre Bud Replogle y Neil Smith, buena gente, hombres del ferrocarril. Un movimiento extraño hizo volver a Probst la cabeza hacia la derecha. El general se estaba sacando del bolsillo un detector de micrófonos. Luz verde. Lo volvió a guardar.
—¿Empezamos? —le dijo a Probst.
—Podemos esperar unos minutos.
—A la orden —la cabeza del general se le aproximó—. Ahora no mire, Martin —dijo con su voz de treinta hercios—, pero parece que en la otra acera hay unas parabólicas muy interesantes. He dicho que no mire —Probst había hecho ademán de mirar por la ventana—. Es muy posible que tengan medios de escuchar. ¿Qué le parece si corre la cortina como si tal cosa?
Probst frunció el entrecejo.
—Haga lo que le digo, Martin —la voz era de barro, barro cocido por un sol implacable y agrietado en baldosas—. Lo primero es la seguridad.
Siempre había habido antenas de comunicación en el tejado de la comisaría. Eran antenas, no micros. Probst pasó las cortinas y una corriente de aire las pegó a los cristales: se había abierto la puerta de la sala. Carmen estaba dando paso a Buzz Wismer, que venía resoplando. Probst le hizo una seña a la secretaria. Ya se podía retirar. Buzz se sacudió el abrigo y lo colgó en el perchero del gabinete. Tomó el último asiento libre, a la izquierda de Probst.
—Me alegro de que hayas podido venir —dijo Probst, y dio una palmada a la huesuda rodilla de su amigo. Buzz asintió, mirando al suelo.
Hacía una semana, Barbara había almorzado con Bev Wismer y regresado a casa con la noticia de que Buzz tenía un lío con la señora de Hammaker. Probst desechó rápidamente esa contingencia. Estaba harto de todo el asunto de la infidelidad, de la doble moral y de la forma en que hablaba la gente. Quería que lo dejaran tranquilo.
—Martin —gruñó la voz calcinada.
—Sí, sí.
—Adelante.
Probst alzó la cabeza y vio cejas grises, mejillas con manchas de la edad o moradas de frío, lentes de gafas convirtiendo los satinados paneles del techo en arcos y barras. Vio corbatas de colores prudentes, cabellos peinados y calvas incipientes, manos de ejecutivo sobre la mesa con plumas en ristre. Municipal Growth, a la espera. En medio de la tensión, unas pocas sonrisas habían surgido como líneas de falla.
—Imagino que todos conocemos la gran noticia —empezó Probst—. ¿Hay alguien que no haya leído hoy el periódico?
El día anterior, la cámara baja de la Asamblea General de Missouri había empezado a estudiar un proyecto de ley que, en caso de ser aprobado, autorizaría un referéndum vinculante para decidir si había que cambiar los límites territoriales del condado de St. Louis a fin de incluir en ellos nuevamente la ciudad.
—Hay mucho que hablar sobre esto —continuó—. Pero de momento me gustaría centrarme en la agenda que les hice llegar ayer. No podemos pasarnos toda la noche peleando como la última vez. Hay que poner manos a la obra.
Esto provocó respuestas gestuales de todos menos de Buzz.
Rick Crawford presentó el primer informe. La ciudad de St. Louis, dijo, vivía precariamente pero salía adelante. El consistorio había cuadrado sus cuentas de diciembre y enero desviando cantidades que normalmente se invertían en pagar la deuda de la ciudad. Esto había sido posible gracias a utilizar las acciones de Hammaker, junto con la fuerte subida de la cotización de los terrenos propiedad de la ciudad, como garantía para una renegociación de bonos. Lo cual había servido esencialmente para obtener una segunda hipoteca sobre las mejoras municipales del pasado. Esta maniobra, que no había requerido la aprobación de los votos ni una modificación de la carta municipal, era mayormente obra de Chuck Meisner. Él y sus amigos de los círculos bancarios habían conseguido garantizar que los bonos renovados tuvieran compradores. Todo había sido muy rápido. Previamente al «anuncio navideño» de la solvencia municipal había habido una reunión maratoniana de setenta y dos horas con la asistencia del alcalde, el jefe de contaduría, Meisner, el director de presupuesto, Quentin Spiegelman, Asha Hammaker, Frank Jordan, de Boatmen’s, y S. Jammu.
—Creo que esto deja clara la postura de Chuck con respecto a nosotros —dijo Probst.
—También deja claro por qué estuvo en el hospital —dijo Crawford—. Las condiciones de la refinanciación ocupan más de doscientas páginas, y lo hicieron todo en sólo tres días.
Probst se imaginó al grupo en pleno trabajo. La presencia de mujeres le hizo sentir especialmente excluido. Era un vestigio de su época de instituto, de los sábados por la noche que había pasado tirando piedras al río en compañía de nadie aparte de Jack DuChamp.
El alcalde, dijo Crawford, había hecho muchas promesas a muchos distritos electorales, y la única promesa barata era financiar buenas viviendas para familias desplazadas.
—No he de recordar a nadie que ha sido una transacción absolutamente bien orquestada. Ella, es decir, bueno, sí, ella lo consiguió en la votación de noviembre y lo hizo aprobar cuando apenas quedaba un mes. Imagínense la oposición si lo hubiera propuesto ahora. En cuanto a cumplir el resto de las promesas, podemos esperar una transformación en la estructura generadora de ingresos para la ciudad, empezando por la eliminación del impuesto sobre la venta y del impuesto de sociedades.
—Qué cerdos —dijo Norris. Moviendo los hombros, se despojó de su chaqueta. Debajo llevaba unos tirantes negros y una de esas camisas ceñidas de Christian Dior que Probst creía que no solían sentar bien. Desde luego, no era el caso de Norris. Su formidable caja torácica la moldeaba. Probst se preguntó si él también podría llevar tirantes.
—… Así como continuar renunciando al impuesto municipal sobre la renta para los residentes en la ciudad. Esto podría no ser tan suicida como parece. Los ingresos por impuestos sobre la propiedad para el año fiscal subirán al menos un cuarenta por ciento sólo con el boom del North Side. Por supuesto, en cuanto las urbanizaciones estén avanzadas, los ingresos caerán de nuevo porque la ciudad va a toda máquina con su programa de disminución de impuestos. La salida parece ser doble. En primer lugar, una emisión de bonos…
—¿Para aumentar los ingresos generales? —interrumpió Billerica. Las palabras salieron de su boca como expulsadas por mala conducta—. Eso requeriría una enmienda constitucional, digo yo.
—No —dijo Crawford—. Todavía tienen suficientes ingresos fiscales para gastos de operación. Es forzar un poco la ley, pero incluso el mantenimiento de rutina, si se aplaza el tiempo suficiente, puede incluirse en una mejora de los bonos. Los votantes lo aprobarán y la ciudad debería encontrar compradores de sobra para esos bonos. Pero lo que cuenta es la noticia de hoy. Si la fusión progresa, entonces el condado tendrá que asumir buena parte del coste de los servicios, a un precio comparativamente pequeño para la ciudad.
Crawford concluyó su informe con una conjetura. Dijo que la historia del área metropolitana de St. Louis parecía una sierra entre la ciudad y el condado, como si la zona en la confluencia de los ríos no hubiera sido ni sería jamás productiva para que ambas mitades fueran simultáneamente viables. La ascensión de la ciudad y la caída del condado eran una misma cosa, y se estaba dando ahora por dos sencillas razones: las posturas inversoras modificadas de un puñado de empresarios y la drástica disminución en el índice de criminalidad de la ciudad.
Todos empezaron a hablar a la vez, pero Probst los cortó e hizo un gesto de cabeza hacia John Holmes. Holmes tenía un enorme parecido facial con Franklin D. Roosevelt, pero llevaba unas gafas modernas. Su banco se había sumado a Probst y a Boatmen’s y a otra docena de acreedores en un pleito contra Harvey Ardmore.
—¿Quieres darnos la mala noticia ahora, John?
La mala noticia eran las finanzas del condado. Seis meses atrás, dijo Holmes, sólo una de las cinco grandes corporaciones de la zona tenía su sede en la dudad: Hammaker. Dentro de seis meses, tres de las cinco grandes estarían allí: Hammaker, Ripley y Allied Foods. Solamente Wismer y General Syn quedarían en el condado, y sólo éstas seguirían estando a distancia de transporte corto de la mayoría de las nuevas urbanizaciones del condado para gente de ingresos altos y medios.
Todos miraron a Probst, que estaba emparedado entre aquellos dos gigantes. El general miraba al techo, sus labios prietos e hinchados. Buzz no se había movido al oír mencionar su apellido. Sobre el asiento de la silla, sus muslos parecían neumáticos pinchados. A Probst le chocó el contraste entre la modestia corporal de Buzz y el poder que tenía. Controlaba directamente más de un millar de vidas y cientos de millones de dólares. Tenía caspa en las gafas.
Desde octubre, prosiguió Holmes, otras diecinueve empresas se habían trasladado a la ciudad o tomado medidas en ese sentido. Ocho de ellas empleaban a más de doscientas personas. Eran Data-Rad, Syntech, Utility Software, Blanders Electric, Newpoint Systems, Hedley-Carlton, Heartland Control y —la mayor de ellas— Kelly Richardson’s Compunow. En otras palabras, las industrias de alta tecnología, las empresas nuevas, las que tenían sueldos más elevados. Llevaban la iniciativa y parecían estar congregándose en torno a la nueva división de investigación de Ripley, que operaba ya con carácter provisional en el North Side.
—Esto se podía esperar de Ripley —dijo Holmes—. En treinta años operando en St. Louis jamás ha dado un paso en falso.
En noviembre y diciembre la tasa de construcción de viviendas en el condado, reajustada estacionalmente, había disminuido por vez primera desde la última recesión, y lo había hecho casi en un veinte por ciento. Se había producido asimismo una ostensible racha de quiebras, la principal de todas la de Westhaven. Los valores de la propiedad estaban en franco declive, con West County como la región más afectada; esto era especialmente cruel dado que la recalificación a escala estatal, recién completada en agosto, había dejado los valores catastrales en su índice más alto. En los numerosos bloques de oficinas al oeste de la I-270, la ocupación estaba menguando.
—De un índice de desocupación del siete por ciento hace un año, estamos ya en un dieciséis y la cosa va en aumento. Supongo que las cifras de marzo nos darán por encima del veinticinco por ciento, y eso significa, caballeros, que vamos mal, sensiblemente mal.
Era cierto que en muchos sentidos el condado no había cambiado respecto a un año atrás, las empresas de servicios y los minoristas no se habían visto muy afectados. Viendo Webster Groves o Ladue o Brentwood nadie adivinaría que está ocurriendo algo. Pero la mala actuación de los indicadores económicos estaba originando profecías supuestamente satisfactorias. Un artículo en portada del Wall Street Journal describía fervorosamente los esfuerzos de la ciudad por atraer nuevos inversores, esbozaba oscuramente los problemas subsiguientes del condado y predecía, más o menos, lo mismo.
—Hemos podido contar hasta cinco firmas de tamaño mediano de fuera del estado que planeaban instalarse en el condado, o al menos lo estaban estudiando seriamente, pero que ahora buscan un emplazamiento en la ciudad. Y están construyendo, no alquilando, en St. Louis. Puede que la ciudad reviente antes o después, pero ha amañado las cosas de forma que esas compañías apenas pueden permitirse dejar pasar las inherentes ventajas fiscales de construir. En cuanto a por qué el condado no ha proporcionado nunca incentivos similares, la respuesta es porque hasta este año no había tenido la menor competencia.
Probst observaba la reacción del supervisor del condado al informe. Ross Billerica era unos años más joven que él. Tenía el pelo de un negro mediterráneo y lo llevaba en una especie de corte militar largo, un tupé corto, con las puntas de los cabellos buscando cobijo todas a la vez, uniformemente, relucientes. Abogado de profesión y millonario por haber heredado la cadena de tiendas de bebidas alcohólicas de su familia, tenía una (Ja!) belicosidad que hacía que muchos le creyeran altamente competente. Pero si tan maravilloso era, había que preguntarse por qué era también (Ja! ¡Toma ya!) tan sumamente antipático, y por qué después de veinte años de sonar como posible senador o incluso presidente, seguía siendo sólo supervisor del condado y tenía que luchar a brazo partido en cada elección.
—¡¡Alto ahí, John!! —Billerica, como si no pudiera soportar más inexactitudes, estaba corrigiendo a Holmes—. Para tu información, todavía tenemos superávit. Quizá olvidas que ni los tipos contributivos ni los valores catastrales han cambiado.
Holmes le miró con paciencia.
—Lo que estoy diciendo, Ross, es que si la rentabilidad de la propiedad inmobiliaria está cayendo en picado (sobre todo en las áreas no incorporadas al condado, que siempre han sido vuestra principal fuente de ingresos) no veo cómo podréis evitar bajar los impuestos. Hablas de mantener los actuales niveles de ingresos. Yo te garantizo que mandarás a varias empresas a la quiebra o a la ciudad. Si pretendes mantener bajo el índice de insolvencia (y espero que sea así), y si pretendes seguir teniendo empresas en el condado, creo que tú y la mayoría de municipios vais a tener que hacer importantes recortes en los servicios dentro de uno o dos años. En el caso del condado, yo lo recomendaría ya.
Billerica sonrió como si admitiera un detalle técnico.
Bud Replogle informó sobre hospitales. De repente, dijo, la jefa de policía se había convertido en la principal partidaria de mejorar los dos hospitales de la ciudad. Bud hizo hincapié en la palabra «dos» y obtuvo sonrisas generalizadas, porque durante veinte años la renovación del Hospital Número Dos, bautizado posteriormente Homer G. Phillips, había sido origen de gran controversia entre la comunidad negra de la ciudad. Durante veinte años los candidatos a la alcaldía y las concejalías habían prometido medidas al respecto, y en todo ese tiempo el hospital se había deteriorado cada vez más, perdiendo primero su acreditación y luego sus vínculos con las facultades de Medicina. Un estudio de Municipal Growth había concluido que Homer Phillips era insalvable. Pero ahora Jammu estaba utilizando ese mismo estudio como base para sus propias y más ambiciosas propuestas. La principal de ellas, preservar y revitalizar el hospital Homer Phillips.
—¿Se puede saber —dijo Eldon Black— qué pinta la jefa de policía en la planificación hospitalaria?
—Te lo diré —respondió Replogle—: Está liquidando nuestro activo. Está alardeando en público de lo que nosotros hemos hecho durante años en privado.
El informe de Lee Royce sobre política negra siguió derroteros parecidos:
—Durante veinte años hemos estado cultivando una relación con los negros de la zona urbana, y entonces llega ella, que no les tiene un cariño especial, y procede a darles dinero para que se larguen. Ellos se han dejado comprar, por un nuevo Homer Phillips, por concesiones fiscales y un centenar de favores a propietarios negros. Por una apuesta política. Es una relación puramente mercantil. Cuando trataban con nosotros, era en términos de igualdad.
—Dejemos los sentimientos aparte, Lee… —le espetó Probst.
—Basábamos nuestra relación en el hecho de que puesto que la ciudad tiene una numerosa población negra, por no decir mayoría, deberían recibir nuestro apoyo en cualquier intento responsable de mejorar la calidad de vida. Ellos estaban contentos así. Es su ciudad, no lo olvidemos, al margen del color del alcalde.
—Amarillento, según he podido ver hace poco —le dijo a Probst la voz calcinada—. Con una franja roja, muy roja.
—Jammu ha conseguido ponerlos en la tesitura de votar a favor de la fusión, creo yo, y si logra crear un gobierno más orientado hacia la región, son los negros los que acabarán perdiendo presencia política. Pero ella les está contando otra historia.
Rick DeMann aportó su informe sobre las escuelas. La prosperidad del distrito escolar de St. Louis estaba ligada a los valores de la propiedad, dijo, y lógicamente estaba destinado a ser uno de los principales beneficiarios del boom.
—Lo que me irrita, sin embargo, lo que realmente me fastidia es la actitud de Jammu. Se necesita dinero, dice ella, y mucho, para mejorar los centros escolares. Sólo si hay dinero vendrán profesores jóvenes, se reducirá el número de alumnos por clase, se mejorará la disciplina. Es como decir: «Pero mira que sois papanatas. ¿No veis que hace falta dinero?». Pues claro que lo vemos. Pero hasta este año nunca hubo dinero que gastar.
Una fusión del extrarradio y la ciudad, añadió Rick, volvería discutibles las espinosas cuestiones legales suscitadas por la integración regional, con la posibilidad de graves implicaciones demográficas.
—Una de las razones de que la clase media blanca se mudara al condado es, como todos sabemos, su deseo de tener buenas escuelas y, más concretamente, su temor a los barrios negros. Si la ciudad se integra en el condado, no habrá sitio adónde escapar.
—Salvo a otras ciudades —dijo Eldon Black.
Probst intervino alzando la voz, en un intento apresurado de inventar un nuevo tema de debate:
—Me gustaría volver sobre algunas de estas cuestiones. Bien, yo creo que, bueno, que deberíamos analizar la situación con realismo —sí. Con realismo. Carraspeó—. Con realismo. Nosotros, en tanto que grupo, nunca nos hemos opuesto realmente a la fusión de ciudad y condado, ¿no es cierto? El trazado actual está lleno de desigualdades. Si alguien hubiera propuesto una fusión hace un año, habríamos hecho todo cuanto hubiera estado en nuestra mano para que la votación fuera favorable. Porque la cosa tiene su lógica. Nosotros apoyamos la sensatez. En cuanto a los supuestos perjuicios para la economía del condado…
—Perjuicios reales —dijo John Holmes.
—… No estamos aquí para tomar partido, sino para determinar qué es lo mejor que se puede hacer. Lo que está bien para la ciudad y el condado, en conjunto. Lo que es sensato.
—Martin…
—Martin…
—Martin —dijo Holmes—, me da la impresión de que nos estás diciendo que sigamos sin hacer nada.
—No estoy de acuerdo. Sólo intento eliminar el rencor de esta discusión, y destacar la parte positiva de nuestra postura pro-condado.
—Tontear mientras la ciudad está en llamas —dijo la voz calcinada.
Probst no hizo caso.
—Jim —dijo—, ¿querías decir algo?
Jim Hutchinson estaba mirando la maqueta a escala de noventa centímetros de alto del Gateway Arch que había en el antepecho de una ventana.
—Sí —se encaró a la mesa—. Hemos estado siguiendo…
—¿Hemos…? ¿Quiénes? —inquirió de inmediato P. R.
Nilson.
Hutchinson bajó la cabeza un par de centímetros, como para dejar que la pregunta le pasara por encima, por encima del Arch, y saliera por la ventana.
—La KSLX —dijo— ha estado siguiendo el desarrollo de un grupo denominado Urban Hope[7] desde su creación el mes pasado. Parece que se trata de una agencia de reurbanización muy vinculada al alcalde y a los concejales. El alcalde ha reconocido en privado la existencia de dicho grupo, y aunque nadie ha podido establecer ni siquiera aproximadamente quiénes lo forman, yo me inclino a pensar que está constituido por los miembros de Municipal Growth que no están aquí esta noche. Es decir, los ex miembros. Bien, creo que podría ser interesante hacer una votación extraoficial para ver cuántos de nosotros han recibido ofertas para vincularse a cierto sindicato.
—Interesante ¿para quién? —dijo Norris, a pleno pulmón.
—Muy agradecido, general. De interés para todos nosotros. Puesto que el tema parece ser si tomar o no partido, yo pensaba que…
—Está bien —dijo Probst—. El alcalde me sondeó el mes pasado y me ofreció cierto papel en la planificación y construcción de algunos proyectos en el North Side. Lo mandé al cuerno. Entonces, por supuesto, pensé que no todo el mundo estaba recibiendo ofertas de privilegios especiales. De lo contrario, bueno, pues no hubieran sido tan especiales. ¿Alguien más…?
Todos menos dos levantaron la mano.
—Es decir, todos menos Hutch y yo —dijo Norris—. ¿Qué conclusión hay que sacar?
Probst quedó decepcionado. No había sido el único.
—Les invito a que analicen los hechos —dijo Hutchinson—. La ciudad se encuentra en estos momentos en la misma situación que Clayton a principios de los sesenta. El condado se encuentra en la situación que estaba la ciudad en 1900. Sí, de acuerdo, el condado no está muerto. Pero en el plazo de seis meses un recién llegado a St. Louis ha dado la vuelta (no sólo modificado) al equilibrio de poder en el área metropolitana. Los informes de esta noche y las manos alzadas son nuevas pruebas a favor del argumento del general: Jammu está en el fondo de todo esto, y es consciente de nuestra existencia. Dado que controla todo lo demás, me parece muy improbable que no sea ella la fuerza instigadora de este sindicato llamado Urban Hope.
—Urban Warriors, Osage Hope —dijo Norris.
—Efectivamente, entre nosotros hay quien infiere también una implicación con el grupo terrorista. Pero cuando todas sus otras actividades, me refiero a Jammu (y, caballeros, no me privaré de recordarles que esta mujer lleva aquí sólo cinco meses), cuando todas sus otras actividades son legales y de una eficacia extraordinaria, ¿para qué demonios tendría que mezclarse con los Osage Warriors? Ahora bien, al hecho de que nos hayamos quedado sin la mitad de nuestros miembros, que parece haberse unido a un sindicato cuasi comercial, y al hecho de que las fuerzas económicas sean las únicas que están acelerando el rejuvenecimiento de la ciudad, añadimos hoy la noticia de que la Asamblea General se dispone a autorizar el referéndum sobre la fusión.
—Se dispone a estudiar esa autorización, Jim.
Hutchinson miró a Probst.
—No, se dispone a autorizarlo. Tenemos una cámara mayoritariamente demócrata, un gobernador demócrata y casi una mayoría demócrata en el senado. Si no has notado el fuerte sabor partidario de lo que está pasando, es que no has meditado lo suficiente.
Probst entornó los ojos.
—Porque los líderes del partido sólo se han opuesto muy tangencialmente a la idea de una fusión, y Jammu sabe cómo contrarrestar las pocas objeciones que han puesto. Ellos lo ven, y es lógico, como una oportunidad para echar a los republicanos del poder en este condado. Y las cifras respaldan esa posibilidad. Pensemos, además, que el alcalde ha estado más en el candelero durante este otoño e invierno que todos los otros destacados demócratas de Missouri juntos. Pensemos también que en un noventa y cinco por ciento lo ha estado por razones positivas. Pensemos que es lo mejor que le ha pasado al partido demócrata desde Harry Truman. Pensemos que el alcalde puede hacer que la votación sea vital para su continuidad. Y pensemos que el alcalde debe enteramente su éxito a una sola persona. La cosa empezó con las estadísticas de criminalidad. Ella estuvo presente cuando el anuncio navideño. Y lo está ahora, y quiere esta fusión; tengamos en cuenta, cuando menos, su habilidad como testigo en los juicios orales del mes pasado. Creo que deberíamos aceptar que en abril vamos a tener unas elecciones muy especiales.
Se produjo un largo silencio.
—Y a usted eso le encanta, ¿verdad? —dijo el general.
Probst carraspeó explosivamente:
—El senado lo frenará.
—Vamos, Martin —dijo Holmes—, pero si Clark Stallhamer va a ser el copatrocinador…
—Sí —dijo Probst, un tanto inseguro—. ¿Y qué?
—Stallhamer es de la misma cuerda que Chuck Meisner —respondió cansinamente Lee Royce—. Nunca ha permitido que los electores se metan en su camino. El hermano de su mujer es Quentin Spiegelman. Posee un montón de acciones de Ripley…
—Lo ves, Martin —dijo Hutchinson (ahora que la reunión consistía en A Ver Si Lo Entiende Martin)—, es por eso por lo que los republicanos del condado están en apuros. El cambio a la ciudad de las instalaciones de Ripley y de Murphy es simple pensamiento corporativo. Urban Hope no es un grupo extremista, aunque me imagino que a Ross no le agrada considerar el hecho de que Meisner sea demócrata de carnet. ¿Comprenden a qué nos enfrentamos?
—A un doble mal de ojo —dijo Probst.
—Bingo. Alguien ha estudiado la dinámica política de la zona este de Missouri y ha visto la oportunidad de formar una coalición. Ese alguien es Jammu. En la historia de St. Louis no ha habido, ni de lejos, un fenómeno como ella. Jammu es magistral.
Se produjo otro silencio —Hutchinson tenía un estilo de periodista para el dramatismo—, que Probst dejó alargar antes de hablar de nuevo.
—Lo que ahora me gustaría —dijo— es escuchar otras opiniones sobre si merece la pena bloquear cualquier medida en la legislatura o si, como Jim parece implicar, deberíamos concentrarnos en ese inevitable referéndum. Yo, por mi parte…
—¿No creen que…?
La voz menuda le hizo callar. Era Buzz.
—¿No creen que —preguntó a la mesa en conjunto— antes deberíamos determinar si una fusión sería algo tan malo? —echó la cabeza atrás, tosió un poco.
—Buena idea —dijo Probst. Sin poder evitarlo, miró a Hutchinson en busca de más información—. Yo diría que depende de…
—Depende —tronó el general— de que los términos y el efecto de ese referéndum, como cualquier otra medida desde el mes de julio, aumenten los objetivos y el poder de un grupo concreto, el grupo que dirigen la Reina de los Negros, el Rey de la Cerveza y la Princesa de las Tinieblas (y me consta que es una furcia, Buzz, todos lo sabemos).
El general se puso de pie y colgó los pulgares de sus tirantes.
—Este grupo me pone muy impaciente —les confió—, así que no pienso quedarme cruzado de manos un segundo más —chasqueó los tirantes con gesto majestuoso—. Durante dos horas hemos olvidado el hecho principal, y el hecho principal son los motivos. Es muy bonito hablar de lo que está pasando, y de cómo está pasando, y por mediación de quién, o de quiénes, y a saber qué más puede estar pasando ahora, pero lo que cuenta, damas y caballeros, es el porqué.
Empezó a pasearse alrededor del círculo de cabezas, cada una de las cuales avanzó al frente al notar su proximidad, como una margarita bajo la lluvia.
—Veo aquí a un grupo de seres humanos que se niega a entender el hecho de que en St. Louis tenemos una conspiración en marcha, una conspiración dedicada a la anarquía y a propuestas socialistas y al derrocamiento del gobierno y de los valores que todos nosotros apreciamos. Desafío a cualquiera de ustedes a demostrar lo contrario. El hecho mismo de que Jammu patrocine esta mariconada de referéndum es para mí prueba suficiente de que esto apesta.
Se había detenido junto a la ventana del fondo, apoyado sus manos en la maqueta del Arch y levantado la misma del antepecho. Giró con ella y la sostuvo con los brazos extendidos como quien aleja a un vampiro con una cruz. Uno de los arbolitos en la base de la maqueta se desprendió, rodó sobre el río de yeso y cayó al enmoquetado. La maqueta era vieja y frágil. Probst respiró hondo cuando el general volvió a sentarse.
—Por lo visto algunos de ustedes necesitan razones para oponerse a esta fusión, y para su tranquilidad de ánimo enumeraré las muchas razones y desafiaré a cualquiera de los aquí presentes a refutar una sola de ellas —guiñó un ojo a Probst. Probst hizo lo propio sin querer—. De entrada, esto no es más que una lucha por el poder. Ya hemos visto con la municipalización de Hammaker que Jammu no siente el menor respeto por la santidad de la estructura empresarial. A ella no le preocupa en absoluto nuestro estilo de vida ni el de los trabajadores. Lo único que le interesa es conseguir los votos de la gente. Por descontado, tal como ella lo expone, puede parecer que la fusión tiene sentido, pero eso no significa que sea lo correcto. No dejo de pensar en Adolf Hitler. Tal como él lo planteaba, la guerra total tenía sentido. Bien, segundo, esta medida viola el espíritu de St. Louis. Creo que ya saben a qué me estoy refiriendo. Déjeme preguntarle una cosa, Martin. ¿Cuántas veces cree que le han mentido, y quiero decir mentido de verdad, en los últimos cuatro meses?
—Más de las que me atrevo a contar.
—¿Y antes? Elija un año cualquiera. 1979. ¿Cuántas veces a lo largo de ese año le mintió alguno de los hombres en quienes confiaba?
Probst estaba convencido de que en 1979 no le había mentido nadie en absoluto.
—Bien. ¿Qué le dice eso acerca del espíritu de estos acontecimientos? ¿Qué le dice acerca de la calidad de la nueva jefatura de la ciudad, de esta Urban Hope, cuando todos ellos son demasiado cobardes para dar la cara esta noche? Si tuvieran un motivo limpio para la fusión, estarían defendiéndolo aquí ahora mismo. Pero no están. Y luego hay un aspecto práctico, el punto número tres —Norris estaba completando su circuito, leyendo sobre los hombros ajenos. Se detuvo junto a la silla de Billerica y lo cubrió de conmiseración y desprecio. Billerica sonrió gallardamente, una exhibición dental, cosa que pareció desconcertar a Norris. Miró una foto que había en la pared, de Probst y el ex senador Symington dándose la mano en Washington—. Tercero —repitió—. Se supone que para el condado sería una ventaja asumir la carga de la ciudad, porque supuestamente la ciudad va a ganar más dinero y el condado supuestamente menos, y ésta es supuestamente la última oportunidad del condado para reclamar lo que le pertenece. Muy bien. Olvidémonos de todo esto, no es más que un esfuerzo inútil. Olvidemos que el motivo de que la fusión parezca una buena idea es que aquí se está hablando de hipótesis. Si las empresas siguen trasladándose a la ciudad; si los bienes raíces siguen cayendo en el condado. Olvidemos que estos índices de cambio se basan en un único juego de manos, a saber lo de Ripley y lo de Murphy. Olvidemos que si esa tendencia se corta en marzo (y así va a ser, muchachos, así va a ser) el condado se verá forzado a una fusión y solamente Jammu sacará provecho de ello. Olvidémonos de todo esto y déjenme que les pregunte una cosa: ¿qué más le va a dar a West County si nos fusionamos? ¿Tan mezquinos son los poderes económicos y tan endebles e incrédulos nuestros corazones, que sólo una mitad de la región puede dominar a un tiempo? Miren a Martin, ahí sentado sonriendo como la Mona Lisa. ¿No es la imagen del hombre corriente, del hombre medio? ¿Nuestro prójimo? Martin es el hombre a imitar, de modo que ahora le pregunto a usted, Martin, en calidad de prójimo: si no se produce ninguna fusión, ¿se mudará de, perdón, de…?
—Webster Groves.
—¿De Webster Groves? ¿Va a empezar a angustiarse por conseguir contratos? ¿Qué significaría realmente un recorte en los servicios del condado?
—Será el hombre corriente —intervino Billerica—, pero Webster Groves no es Valley Park. Esa parte del extrarradio no es el problema.
—Tampoco las zonas más apartadas —dijo Norris—. Quiero decir, sí que lo son. Pero fusionarse no les va a servir de mucho más que no fusionarse. Los únicos que lo pasarán mal son los especuladores y la mala gente de las inmobiliarias, lo siento, Lee y Jerry, no me refiero a ustedes. ¿Se hace cargo, Ross? Lo que está mal es la fusión. El statu quo es bueno.
—Es justo lo que yo opino, general. Justo lo que yo estaba diciendo.
Probst-Prójimo estaba pensando en la visita que había hecho a Wesley en diciembre, y en la osadía del alcalde al tomarle por un hombre de recursos éticos corrientes, de escrúpulos normales, al sugerirle incluso que se sumara al sindicato. Probst-Prójimo necesitaba esta parábola, este planteamiento de lo bueno y lo malo, para afianzar su dictamen: había que discrepar de la fusión. Era el paso correcto. Se lo debía a los hombres que le eran leales.
—¿Cómo podemos frenarla? —preguntó.
Hutchinson trató de darle una respuesta. Dijo que no compartía la aversión de la mesa por la fusión ciudad-condado. Su punto de vista era que lo que era bueno una vez, era bueno siempre. Pero que estaba dispuesto a asesorarlos mientras fuera bien recibido por el grupo. Presumiendo que era mejor descartar una acción legislativa como conclusión inevitable, Hutchinson sugería dar también por perdidos a los votantes de la ciudad. El plan de consolidación de 1962 había fracasado en la ciudad, desde luego, pero por un margen mucho más estrecho que en el condado, y las circunstancias eran bastante distintas; ni siquiera el alcalde había apoyado el plan en 1962. Él consideraba mucho más interesante centrar todos los recursos en frustrar el referéndum en el condado, y eso (si querían saber la opinión de Hutchinson) era factible, por no decir sencillo.
—Esta noche la KSLX efectuará un sondeo telefónico —anunció— y creo que se demostrará que el condado se opone en un cincuenta por ciento. Pero eso cambiará tan pronto el asunto se haga público y tan pronto los peces gordos (Jammu, Wesley, Stallhamer, los Hammaker) se impliquen en la operación. En el caso de Jammu y de la familia Hammaker, la popularidad trasciende la escisión ciudad-condado. Jammu es popular, se mire como se mire. Si se quiere frustrar el referéndum, hará falta algo más que los millones de sus empresas respectivas y del partido republicano. La causa necesitará un portavoz que sea muy conocido y absolutamente fiable, alguien que pueda exponer ante el público la opinión del grupo y darle cierto peso. La oposición necesita una voz.
Todos miraron a Probst. El Prójimo.
*
Al llegar a casa y torcer para enfilar el camino de entrada, le sorprendió un poco ver que todas las ventanas estaban a oscuras. Normalmente, Barbara dejaba encendida al menos la luz de la cocina. Aparcó el Lincoln junto al BMW de ella y activó la puerta del garaje, agachando anticipadamente la cabeza. El viento, en el rato que había tardado en volver a casa, se había vuelto feroz. Tenía la brutalidad de ciertas hemorragias, no el chorro de una arteria cercenada sino el frío rezumar constante de un miembro destrozado. Arrasaba los aleros y gabletes de los vecinos, entraba a la fuerza por las chimeneas, traía sirenas y un latir de vías al norte. Como el viento en Chicago, Boston o cualquier ciudad frente a una gran extensión de agua, la sensación en las mejillas era más de dolor que de escozor. Entró rápidamente en casa.
En la cocina hacía demasiado calor.
Lo notó de inmediato. El ambiente era sofocante para la hora. Ella siempre bajaba la calefacción antes de irse a la cama. ¿Es que no estaba en casa? ¿Estaría enferma? ¿Se habría lastimado? ¿Habría salido? ¿Alguien estaba herido, muerto? ¿Se habría caído en la bañera? ¿Se habría asfixiado?, ¿electrocutado?, ¿dormido en un cuarto distinto del habitual? ¿Estaba muerta? Todas las preguntas latentes se fundían. Las desechó, pero hacía demasiado calor. Volvieron las preguntas.
Se detuvo en el salón para bajar el termostato y subió la escalera. ¿Estaba Barbara en casa? No se oía nada, no olía a jabón ni a pasta de dientes como solía ocurrir por la noche en el pasillo, cerca del cuarto de baño. Pero esperaba entrar en el dormitorio y encontrarla allí —la cama desordenada y su cuerpo levantando la sábana—, aceptar su presencia por completo y al instante.
Pero la cama estaba lisa. Lo esperaba tanto como esperaba encontrarla a ella. Era imposible que se hubiera acostado con la calefacción tan fuerte. Dobló la espalda y sus dedos encontraron el interruptor de la lámpara de noche. La luz dejó ver un sobre encima de la almohada.
Barbara había ordenado la habitación. Las huellas de sus zapatillas de gimnasia salpicaban la moqueta recién aspirada en ángulos metódicos. Junto a la pared del televisor había cuatro bolsas de papel, de Schnuck’s, de Straub’s, llenas de ropa. Una de ellas tenía pegada una nota. Cruzó la habitación y la leyó. IGLESIA CONGREGACIONISTA, decía.
¿Habría puesto la nota para recordárselo a sí misma? Claro que no. Todo traslucía un momento de pánico. Llevaba en casa sólo sesenta segundos y ya era consciente de que aquélla era una experiencia que apenas podía engullir de una vez sin atragantarse. Estaba casi al límite. Veía el tiempo como algo corpóreo. Era un hombre tubo con una sección transversal en forma de hombre, el apretujón unidimensional desde la cocina hasta este punto, donde se detuvo todavía con el abrigo puesto, pasando calor, y luego se sentó en la cama. Cogió el sobre con un gesto deportivo de la muñeca, como habría hecho con un sobre que pudiera contener buenas noticias: podía haber un cheque dentro, cuidado. Lo sopesó, jugueteó con su centro de gravedad, se encogió de hombros y le dio la vuelta. Sellado. Había un rastro de lápiz de labios. Barbara había sellado el sobre. Lo rasgó con el dedo, separando el BARBARA PROBST del resto de la dirección del remitente.
Querido Martin:
Esto te parecerá tan repentino que apenas sé cómo empezar a explicarlo, ni si debería intentarlo siquiera. He visto a John a menudo, prácticamente cada día. En eso estaba el sábado por la tarde. Y la mayoría de los días, aunque tú no podías saberlo. Ya sé que te dije que esto no iba a ser una cosa habitual, pero al final así ha sido. Lo cual no significa que tú y yo no podamos seguir renqueando juntos el resto de nuestras vidas, pero cada vez que me quedo quieta te oigo decirme que me calle y me oigo decirte que en realidad no te quiero, y creo que esto no tiene sentido. Nunca fue mi intención llevar una vida estúpida. Me marcho a Nueva York esta tarde. Si pensara que esto puede matarte, si pensara que puede afectar siquiera a tu vida, probablemente no lo estaría haciendo. Pero no creo que lo vayas a pasar mal sin mí. Eso es casi motivo suficiente para abandonarte. Estoy cansada de cuidar de ti cuando tú ni siquiera me necesitas. No quiero esconderme como hace el resto de la ciudad. Tú apenas parecías notar que Lu se fue de casa. Tampoco notarás mi ausencia. Tienes un trabajo que te absorbe. Te llamaré pronto. Yo te respeto, Martin. Tú mereces algo mejor que una esposa que se ve a escondidas con su amante. Mereces la verdad, y aquí la tienes. No esperes que vuelva.
Barbara
Probst se levantó. Su cuerpo se inclinó hacia la cómoda y sus piernas le siguieron. Arrojó la cartera y las llaves a la mesita.
—Pues muy bien —dijo.
Metió las manos en los bolsillos del abrigo y se lo ciñó a la cintura. El pecho le subía y le bajaba. «De acuerdo.»
Tras unos instantes de calentamiento el televisor vomitó carcajadas, los sonidos de estudio del Tonight Show. Probst lo apagó cuando la imagen aparecía sesgada en la pantalla. Encendió la luz de la mesita de Barbara. Encendió la luz del techo. La lámpara de pie junto a la mecedora pareció desairarlo. Probst se acercó para encenderla. «Maldita…»
Su boca formó palabras, pero pocas tenían sonido. En alguien que había estado hablando todo el día, esto era ilógico.
Fue al estudio y encendió más luces. Su deambular tenía un aire vacilante. Se dirigía hacia un sitio y luego paraba, giraba sobre las puntas de los pies, se detenía para pensar otra cosa. En cada lámpara, asimismo, paraba y volvía la cabeza hacia un lado, como si accionara un gatillo interior. Luego encendía la luz. «¿Yo te respeto?» Cogió la foto de Barbara que tenía sobre el escritorio y la estampó contra la pared. ¿Que tú me respetas…?
En la sala de estar encendió los tres reflectores dirigidos a los tres bodegones. Recorrió la habitación y el techo se fue iluminando. Cada nuevo punto de luz revelaba restos de telaraña o vestigios de una grieta. El polvo de bombillas raramente utilizadas dio al aire un matiz quemado. Cuando todas las luces estuvieron encendidas —las lámparas de las mesas del fondo, las luces empotradas de la repisa, el fluorescente del rincón, la lámpara de anticuario con su pantalla de cristal verde, los ojos de buey sobre los asientos de las ventanas, las bombillas pequeñas dentro de la librería— salió del salón.
Se dejó caer en el sofá del cuarto de trabajo de Barbara y clavó los talones de sus zapatos en un cojín bordado, pero eso no pareció complacerle. Pasó las piernas a la mesita baja. Una revista resbaló de su montón. Luego otra. Mandó el resto al suelo de un puntapié. «Maldita…» El tono de su voz apenas fue más grave que el de una mujer. Claro que la voz de hombre raramente lo es. Apretó las mandíbulas. Apretujados por sus vecinos, los dos dientes inferiores de en medio se solapaban un poco. Su piel, que durante muchos años había conservado una tensa uniformidad, tenía manchas y defectos y estaba cubierta de pelillos como arena oscura, salobre arena marina que uno podía sacudirse. Los ojos, en sí mismos, eran grises y amables. Los ojos casi no envejecen; son el espejo del alma. Pero la cara cerró la ventana con una fea convulsión, y Probst se lo agradeció mucho a su mujer. La voz alcanzó registros más graves. «Maldita furcia asquerosa», dijo. Miró el escritorio que había al otro lado del aposento, miró las casillas organizadas para almacenamiento, miró el cenicero que ella había lavado y secado. Miraba, con el abrigo puesto y apesarado, como un vagabundo.
Fue a hacer café. «Sí, yo también te respeto», dijo mientras llenaba el depósito de agua. Luego retiró la tapa de la lata del café y empezó a abrir cajones, cerrándolos después de muy mala manera.
—¿Dónde demonios mete los filtros? —susurró.
¿Dónde?
¿Dónde?
¿Dónde?
Fue de cuarto en cuarto, lleno de ira y apaciguándose después en el arquetípico ciclo de tempestad y calma, con pausas para beber whisky, café pastoso, galletas de chocolate, hasta que despuntó el día por el este. Él era un hombre que no había estado solo en su casa, realmente solo, durante más de veinte años. Sus movimientos se debían a algo más elemental que la ira o la congoja, por el desencadenamiento, tal vez, del propio yo. En algunos momentos parecía que lo estaba pasando bien; lo que hacía solo sólo él podía saberlo. Aunque la temperatura no bajó en toda la noche, Probst siguió con el abrigo puesto y abrochado hasta el cuello. Era como si aceras, viento y aire libre hubieran podido penetrar en la casa.
Por la mañana fue a trabajar y pasó cinco horas sentado a su mesa, principalmente ladrando al teléfono. El tiempo estaba empeorando a marchas forzadas. Soplaba un viento recio del este, extendiendo sobre la ciudad una aceitosa capa de agua que al instante se congelaba. Los viandantes se agarraban la cabeza, y los coches patrulla que salían de la comisaría en dirección oeste eran adelantados por sus propios gases de escape como mujeres cuyas faldas se arremolinaran bajo sus axilas.
El tráfico en la I-44, generalmente fluido a eso de las seis, era penoso. Probst había ido al centro a firmar un contrato y había empleado casi una hora para llegar a los tanques negros de metano que había en el límite municipal. Una vez allí descifró la causa del atasco. Un camión que iba hacia el este había embestido la doble barrera y tras media vuelta de campana había acabado, hecho pedazos, en los carriles sentido oeste, donde al menos seis coches y otro camión habían chocado con él.
Había habido muertos, era fácil de suponer. Cuando Probst pasó por el único carril libre fijó la vista en el coche que le precedía, pero el coche frenó. Una camilla apareció ante sus ojos mostrándole, a menos de dos metros, un cuerpo inerte cubierto totalmente por una sábana. Las luces de freno estaban reforzadas con espinas y vértebras de plástico. Finalmente se apagaron. Unos sanitarios trataban de forzar puertas de ambulancia contra el empuje del viento. Probst se precipitó hacia los desembotellados, oscuros carriles.
Estaba en el segundo carril cuando vio su salida, Berry Road. Sus manos empezaron a girar el volante, pero un peligro, una parálisis, el hielo en la calzada o el ácido láctico en sus músculos, parecían impedirle cambiar de carril a tiempo. Pasó de largo. Se sentó más erguido y vio hacia dónde iba. Hacia el oeste. Meneó la cabeza y se pasó la salida de Big Bend, y después la de Lindbergh. El siguiente cruce de trébol mandó el Lincoln a la I-270.
«Veremos a ver», estaba diciendo media hora más tarde. Había dejado el coche en la nieve en lo que había sido la entrada de camiones a Westhaven, donde las hormigoneras habían dejado profundos surcos en diciembre cuando iban a descargar el hormigón. El viento hacía bailar el Lincoln sobre sus amortiguadores. Copos de nieve, secos, patinaban por el parabrisas.
Sujeto con alambre encima del macizo candado había un rótulo metálico que decía: PROPIEDAD DE LA CORTE DE ACREEDORES DE MISSOURI, DISTRITO ESTE. PROHIBIDO EL PASO POR LAS LEYES FEDERALES.
Probst avanzó a duras penas por la nieve, rompiéndola con las rodillas, hasta llegar a la alcantarilla que pasaba bajo el cercado. Pasó él también bajo la cerca, violando las leyes federales, y regresó hacia la carretera. Ante él tenía los cimientos de Westhaven. Era un proyecto formidable y abandonado, y ahora, en invierno, sepultado. Dejaba un gran negativo blanco en el bosque, una imagen de catástrofe contemporánea, como una ciudad arrasada por las bombas o una dehesa condenada al ostracismo por contener dioxinas. El área había sido despejada y terraplenada, los cimientos vertidos, construidos muros de contención para separar los niveles. Ahora la nieve se pegaba a esos muros en trechos, en manchas ovaladas, en plumosas formaciones de helechos acanalados, en líneas verticales siguiendo las juntas selladas con alquitrán, en todos los dibujos del descuido. Era como un puticlub en medio de la pradera, así de desolado. Una clara decepción para su época. Nadie empezaba un proyecto pensando en su fracaso; el espíritu era ansioso; pero la carne era proverbial.
Andando con dificultad pero resueltamente, Probst siguió un ramal de carretera que torcía hacia el centro de una excavación en lo que habría sido —y a saber si no lo sería al fin— la entrada a un aparcamiento subterráneo. Cuando no pudo avanzar más, dio media vuelta y levantó la cara. Era como una manchita en un cuenco. Desde donde se encontraba podía ver únicamente el cielo gris y, moviéndose coléricos, una horda de copos negros que parecían radiactivos pero que, al fundirse al contacto con sus mejillas, notó que eran de nieve.
*
Todavía era de noche. Ai desnudarse, mandó los calzoncillos al aire de una patada y los cazó al vuelo. Se quedó helado. Una expresión de ansiedad cruzó su rostro. Los calzoncillos cayeron al suelo.
Se metió en la cama. «¿Cómo estáis, manos mías?», dijo a sus manos, e hizo una mueca. Su mirada escrutó la habitación. Como si se escondiera de algo, se inclinó para coger una revista. Oyó el coche de Mohnwirbel en el camino, el crujir de neumáticos en el hielo al dirigirse hacia su aparcamiento detrás del garaje. La puerta se cerró de golpe. Mentalmente, Probst oyó una voz germana diciendo: Martin Probst. En la portada del Times había un dibujo de misiles, un ajedrez, misiles negros rusos, misiles blancos americanos, la cara del Presidente en el misil-rey blanco, la cara del Primer Ministro soviético en el misil-rey negro, y encima de ellos la palabra ¿TABLAS?
Probst apagó la luz de un gesto brusco y se tapó la cabeza con la almohada.
En todos los años de su matrimonio había habido noches en que Barbara le había despertado para decirle que tenía miedo y no podía dormir. Su voz, entonces, era grave y densa. «Necesito saber cuándo va a venir. Es preciso. No puedo soportarlo.» Entonces él la abrazaba, abrazaba a su temerosa mujer. La había amado, porque a través de la piel y los huesos de su espalda él podía notar los latidos de su corazón, y le daba pena. Yo te respeto, Martin. Ahí estaba el quid. Él también la respetaba. Barbara era la mujer con la que dormía y con quien afrontaba la muerte. Él pensaba que en eso estaban de acuerdo. Que eran modernos sólo hasta el punto de no ser vitalistas, de encarar el futuro y confiar en que, si el amor era orgánico, podía ser sintetizado en función del respeto, del recuerdo de estar enamorados, de la piedad, de la familiaridad y la atracción física y del vínculo de la hija que ambos amaban como padres. Que no se abandonarían el uno al otro. Que el proyecto era importante. Él pensaba que tenían un pacto.
Pero ¿cómo podía haberle abandonado? Lanzó la pregunta al espacio en mil direcciones distintas y la pregunta llegó a todas partes menos a ella. Un escudo mágico la protegía, algo que él no había experimentado antes: una obstinada incredulidad. No lo ha hecho. Es imposible.
—A la mierda este país —dijo.
La resonancia viajó desde su cráneo hasta sus orejas. Se oyó a sí mismo desde dentro. Oyó la respuesta del país, los estampidos amortiguados, estallidos a miles. Entérate, Martin Probst. ¿Crees que ella nunca miró a otro hombre? Siempre estoy racionalizando la atracción. Porque hay aparcamiento púbico de sobra, caballero. Hoy en día las mujeres necesitan ese extra… no sé qué. Aventuras de, bueno, de carácter físico. ¿Estamos en paz? Esa región es muy saludable, Martin. Te gané, amigo. No se trata de lo bueno y lo malo, papá.
Vio en el despertador que sólo eran las doce y media. Estaba otra vez despierto. Tumbado de espaldas. El brazo derecho doblado sobre las costillas, la curva de sus dedos encajaba en la curva de su pecho, cubriendo el corazón. Su mano izquierda descansaba plana entre las piernas, apoyada en el pene y el muslo. ¿Había yacido siempre con las manos en esta postura? ¿O era sólo ahora, que estaba solo? Le invadió una sensación de paz. Las yemas de sus dedos palparon el vello del pecho y la curiosa labor de su corazón. Se palpó las costillas. Las manos enviaban mensajes al cerebro a través de los nervios. Palpó los pelos entre sus piernas, la piel flexible de sus genitales. Se adormecía, estaba cayendo en un estado confuso y primitivo, porque ahora sabía qué era lo que cubrían sus manos mientras dormía y el mundo no, y era vulnerable.
Si estaba despierto cuando cayeran los misiles, existía una posibilidad de que pudiera escapar. Buscaría refugio, protegería la cabeza de los objetos que cayeran. Pero cuando estaba dormido, su cabeza no podía saber de su importancia. Dormido, protegía otra cosa. Dormido, era un animal. Este conocimiento le amparó durante varios días de vigilia, mientras trabajaba para frustrar el referéndum ciudad-condado.