A las once de la mañana, Navidad, Luisa se puso el vestido rojo regalo de su madre que había desempaquetado una hora antes, Duane se puso el traje a rayas de segunda mano y una corbata azul iridiscente, y fueron los dos en el Nova a Webster Groves. Cuando Luisa vio las montañitas de regalos que sus padres habían abierto no se puso exactamente triste, pero sí se preguntó qué había querido demostrarles no yendo antes a casa, sobre todo desde que su padre volvía a estar simpático. Se mostró tan sereno con Duane como si hubiera estado en presencia del Papa. Le estrechó la mano y casi brincó por toda la casa, haciendo quién sabe qué, y luego volvió y estuvo sentado con ellos en el salón durante tres minutos, y luego se levantó casi de un brinco y dijo que tenían que marcharse. En casa de los abuelos comieron y bebieron mucho. La abuela miró a Luisa de mala manera antes de pellizcarle la mejilla y desearle felices fiestas. El abuelo le dio un beso de verdad, y ella le agradeció el «presente», pues no podía llamarse de otra manera a un billete de cien dólares. Tía Audrey le dijo dos veces que estaba muy guapa, lo cual fue agradable. Estrechó la mano de sus primos y se dejó elogiar por su tía abuela Lucy y su tío abuelo Ted. Despóticamente instalado en la butaca de bambú junto a la chimenea, el tío Rolf tenía las piernas cruzadas por las rodillas y una copa de brandy acunada en la mano como un orbe real. Enseñó a Luisa muchos dientes y ella respondió con una sonrisa y un gesto de cabeza. Luego apareció su padre. Dificultades técnicas. Permanezcan atentos a la pantalla. Barbara estaba presentando a Duane a tía Audrey. «Sí, claro que he visto tus fotografías.» Luisa se sintió excluida, como siempre. Duane no tenía necesidad de ser tan educado. Pero luego él se la llevó al pasillo y dijo: «Socorro, auxilio». Fueron a ver a la abuela, que estaba en la cocina. La abuela les dijo que todo estaba controlado.
De camino a casa, Duane fue con la madre de Luisa en el asiento de atrás y empezó a contarle lo de la vez que le dieron en la cabeza con un bate de béisbol mientras sus padres estaban en Aruba. Papá, en vez de escuchar, habló en voz baja con Luisa. Dijo que posiblemente el día de su cumpleaños había dicho cosas que no tenía intención de decir; que tanto en el trabajo como en Municipal Growth estaba sometido a una gran tensión; que confiaba sinceramente en que pudieran verlos a los dos más a menudo, a ella y a Duane, que le había caído muy bien.
—Y Peter se había ido a jugar al golf, de modo que allí estaba yo, un chaval de once años, sin sentido, nadie me conocía de nada ni sabían a quién llamar.
Barbara rió:
—¿Y luego…?
—¿Lo has pasado bien hoy? —preguntó el padre.
—Sí, muy bien.
—Desperté en el hospital, y una enfermera vino corriendo y lo primero que dijo fue: «¿Cómo te llamas?». Porque ninguno de los chavales sabía cuál era mi nombre. A alguien le sonaba algo como «Don».
—Sabes, tu abuela no está muy bien.
—¿En serio? Ya me pareció que estaba un poco… —Luisa se encogió de hombros.
—Me equivoqué al darles el número de casa. Estuvieron llamando y llamando, y no contestaba nadie. Al final, a eso de las diez de la noche, decidieron comprobarlo en el listín telefónico. Y naturalmente nuestro número no consta en el listín.
—Oh, vaya.
—Mientras tanto, Peter que pierde los estribos, del susto que lleva encima. Se suponía que debía cuidar de mí, y el pobre no tiene la más remota idea de…
—Y comprenderás que a su edad las cosas se ven de una manera bastante distinta de como tú, o incluso yo, podemos verlas. Quiero decir, no te lo tomes a mal si ella no aprueba tu… tu relación con Duane.
—Tranquilo, me hago cargo.
Los faros y las farolas de la carretera empiezan a iluminar la nevada.
—Pero Peter ya se ha marchado, está en la comisaría de policía.
—Oh, no, santo Dios.
—¿Iréis bien en el coche de Duane?
—Tenemos neumáticos de nieve.
—¿Vas en ese coche al instituto?
—A veces.
—Y por fin a alguien del hospital se le ocurre llamar a la policía…
—¿Y eso? —pregunta el padre volviendo un poco la cabeza.
La semana de vacaciones tardó en pasar. Duane dijo que le gustaban sus padres pero que más le gustaba ella. Salieron un día con Sara y Edgar. Fueron a patinar. Fueron en trineo y quedaron uno sobre el otro al chocar. Luego, un día antes de Nochevieja, Duane fue a Webster a ver a dos amigos suyos del instituto y Luisa se quedó en el apartamento pasando a máquina todas sus solicitudes.
En cuanto vio partir a Duane en el coche se puso a andar de un lado a otro por la cocina, la sala de estar y el dormitorio. No había estado nunca sola todo un día en el apartamento, y estaba claro que no iba a hacer el trabajo pendiente. Recordó que cuando sus padres la dejaban sola en casa ella sentía un acceso de aburrimiento y de irresponsabilidad tan pronto salían por la puerta, y antes de que pudiera hacer ninguna de las cosas que se había propuesto, tenía que registrarles los cajones, o beberse el whisky, o llenar la bañera hasta el borde y darse un baño, cosa que según su padre era un desperdicio casi criminal.
Lo primero que hizo fue fumarse un cigarrillo de Duane. Lo siguiente fue ir al dormitorio y buscar su diario. Normalmente, Duane lo dejaba en su mochila con parte del equipo fotográfico, pero hoy la mochila estaba vacía. Miró en todos los libros alineados contra el zócalo —la libreta tenía el lomo gris, como un libro normal— pero allí tampoco estaba. Rebuscó en los cajones de la cómoda, luego entre las copias y el papel fotográfico, y finalmente en la ropa del armario. Registró incluso sus maletas vacías. El diario no estaba por ninguna parte. Por pura inercia, cuando ya pensaba que Duane lo habría guardado en el coche sin que ella lo viera, levantó el colchón del suelo. Y allí estaba el diario.
El hecho de que él hubiera querido esconderlo hizo mucho más horrible e interesante la perspectiva de leerlo.
Se tumbó en el colchón y empezó a buscar el nombre Luisa. La decepción fue instantánea. La última entrada con fecha era del 6 de octubre, dos semanas antes de conocerse. A partir de ahí sólo había frases sueltas, precios y garabatos, ideas para fotos y cosas que había copiado de tablones de anuncios y de libros. Su nombre no se mencionaba una sola vez.
Se alegró de que él no estuviera allí para verle la cara. Estaba muy enfadada. Por motivos diferentes, decidió seguir leyendo. Las primeras anotaciones eran del mes de agosto.
Anoche vimos A Chorus Line en el Muny Opera, rodeados de 5.000 gigantes que agitaban envases de limonada y soplaban pajitas envueltas en papel. Hasta el último de ellos tenía pinta de turista americano.
Escribía tal como hablaba. O quizá era al revés. Había muchos comentarios sobre sus inicios en la universidad, Luisa los leyó muy por encima.
Connie no durmió sola anoche.
¿Connie? ¿Quién era esa Connie? Luisa miró la entrada anterior y vio que Connie estaba en el mismo colegio mayor que Duane.
Lo oí todo, todos los ruiditos que ella hacía. Normalmente habla con la garganta (cuando se digna dirigirme la palabra) pero anoche los ruidos salían de mucho más abajo. (Yo no sé qué ve de malo en mí. Sospecho que le caería bien si mi carnet de identidad dijera que tengo 35 años.) La cosa no terminaba nunca. Eran más de las doce, las bibliotecas estaban cerradas. Fui a casa de Tex. No había nadie.
Había páginas y más páginas sobre sus padres y algún vecino suyo, y luego una entrada muy larga el día 1 de octubre.
… Vi a Tex (en realidad se llama Chris) en un rincón, en compañía de dos chicas con los ojos maquillados de tal manera que parecían avispones. Me di cuenta de que las estaba impresionando con su anécdota de la serpiente, o la del tío que tomaba sosegón en el concierto de Van Halen:
Se durmió hecho un ovillo dentro del bafle.
A eso de las once la música mejoró. Tocaron varias canciones en tonalidad menor, Born Under Punches, Computer Blue, Guns of Brixton, y esa de los Eurythmics que dura diez minutos. Y cuando bailas con música enlatada y el volumen está tan fuerte que tus oídos no perciben nada más, te preguntas: ¿dónde están estas voces que oigo? No están en la garganta de nadie, no están en los altavoces, están dentro de tu cabeza y suenan como las voces de los muertos. Te hacen sentir lástima de ti mismo por estar vivo. Estas canciones entre oído y oído, que podrían cesar pulsando un simple interruptor, te ponen triste. Porque el mundo entero, como la luz, podría irse en cualquier momento. El mundo entero podría morirse como se moría antes una persona. En eso consiste la era nuclear: en la materialización del terror de la subjetividad total. Sabes que te puedes morir cualquier día. Sabes que el mundo puede morir.
Tex me tocó el hombro y dijo:
—¿Conoces a alguien de toda esta gente?
Negué con la cabeza.
—Entonces yo me abro.
Las dos chicas y yo le seguimos escaleras arriba. Salimos a la lluvia. Se llamaban Jill y Danielle, iban al John Burroughs. Tex las hizo subir al asiento trasero de su Eldorado, yo monté delante. Fuimos a un bar que se llama Dexter’s, donde a Jill le entraron ganas de bailar, o eso pretendía, y Tex le hizo caso. Danielle dijo que le dolían los pies, cosa que yo me creí. Vi un poco de sangre en el borde de uno de sus zapatos de tacón. Estábamos rodeados de gente ruidosa, cerca de la caja. Le expliqué que yo había estado estudiando un año en Alemania. Ella me dijo que tenía un caballo que se llamaba Popsy. ¿Cómo se entiende que yo, sin embargo, no deseara otra cosa que llevármela a la cama? Pero ella se largó a no sé dónde, y entonces Darshan dijo que me invitaba a una copa. Le dije que bueno. Yo nunca había hablado con un indio de la India. Tendría unos treinta años. Cuando le expliqué que era estudiante él me dijo que también. Yo estaba fumando Marlboro, él estaba fumando cigarrillos de clavo y cuando mencioné lo de Phillip Morris él estaba perfectamente al corriente, sacó las mismas conclusiones que yo. Le caí bien. «Ahí está el quid de la cuestión», dijo. «La gente fuma pese a saber que el tabaco es peligroso.»
Cuando cerraron el bar fuimos a su apartamento, que estaba en un barrio malo cerca de Delmar. Bajo la lluvia, las calles eran negras y relucientes. Una vez arriba, al fondo de un largo pasillo de puertas cerradas, había una habitación con alfombras persas en el suelo, otra alfombra en la pared y poca cosa más. Fue a la cocina a preparar té. Yo me tumbé y me acomodé en las alfombras. El radiador crujió al ponerse en marcha la calefacción. Recuerdo que me concentré en el ruido. Yo estaba bastante borracho, pero el té era bueno y, de repente, o quizá media hora o una hora después, me estaba hundiendo en las alfombras y no llevaba ropa encima y el radiador hacía ruido otra vez. Todo estaba a una misma temperatura.
Luisa pasó varias páginas, saltando visualmente de frase en frase. Su corazón latía como si una persona corpulenta pisara fuerte en el piso de arriba.
Cada vez que termino uno, inmediatamente quiero otro. Pero no es exacto. Cuando empiezo uno, es decir, antes de que lo encienda siquiera, ya tengo ganas de otro. Tanto como tengo ganas de verle a él.
Saltó unas cuantas páginas más.
… Salí a las seis en punto. Llovía. Bajé por Delmar, subí dos tramos de escalera y llamé a la puerta. Vi sus ojos chispeantes en el dorso de mi mano como el fantasma de Marley: toc, toc, toc (un eco del tic, tic, tic del radiador), pero no estaba cerrado. Entré. Había seis puertas abiertas y todos los cuartos estaban vacíos, pelados a excepción de rollos de moqueta. Se había marchado. Salí del edificio pero no había andado un gran trecho, apenas una manzana en realidad, cuando me encontré a dos tíos a quienes desde hacía diez años imaginaba robándome la cartera. Pues ni cartera, ni cámara, ni 20 dólares, ni nada. Se rieron con cierta amargura, dieron media vuelta y luego giraron de nuevo y me golpearon dos veces, una en la boca y otra en el ojo, y me dejaron allí tirado a menos de treinta pasos de la parada del autobús de epifánica fama, tan avergonzado que casi deseé que me hubieran pegado un tiro para ahorrarme tener que ponerme de pie. Pero lo hice y estaba pensando en una sola cosa, a saber: Por Dios, he de volver a casa cuanto antes y escribirlo en el diario.
Luisa dejó el cuaderno y fue a mirar la calle por la ventana. Coches con las ventanillas negras estaban aparcados de cualquier manera entre montones de nieve. La sangre se le estaba yendo a los pies. Se imaginó a Duane en los fuertes brazos de un hombre, los brazos morenos de un indio. Podía verlo pero no podía creerlo. Besando a un hombre, revolcándose desnudo por el suelo con un hombre. No cuadraba con el Duane que ella conocía. Pero lo había hecho. Y era por eso por lo que había ido a Dexter’s la noche en que Luisa le había conocido: estaba buscando al indio. No a ella ni a nadie como ella: a él.
Meditó sobre esto durante un rato. Luego volvió a meter el diario bajo el colchón y fue a fumar otro cigarrillo a la cocina.
Sonó el teléfono. Luisa volcó la silla en que estaba sentada, pero sólo era su madre. Si ella y Duane querían ir a almorzar fuera con ellos mañana.
—Vale —dijo Luisa—. Ahora no está, pero… Pero yo sí. O sea que iremos.
Tres horas más tarde tenía la mesa de la cocina cubierta de papeles. No creía que los directores de cine organizaran tan bien las escenas como la que ella le estaba preparando a Duane para cuando llegara a las cinco a casa. No podía ocultar el hecho de que las solicitudes no estaban terminadas, pero sabía lo que diría que había visto en la tele si él le preguntaba qué había estado haciendo todo el día.
Duane no preguntó. Se llevó una sorpresa al ver todo lo que ella había escrito a máquina.
Durante diez minutos más Luisa actuó como si todas sus expresiones y gestos requirieran tirar de unos cables específicos, cables con mucha parte floja; sus risas eran chillidos o gruñidos, sus pasos los de un buró trasladado de un rincón a otro; pero para Duane ella era la misma de siempre, ni más ni menos, y al rato ya no tuvo sentido fingir. Ella volvía a ser la de siempre, y él también.
Y llegó la Nochevieja. Stacy había organizado una fiesta, pero Luisa estaba enfadada con ella porque no la había llamado durante las vacaciones hasta ese mismo día, y, de todas formas, ella y Duane ya tenían planes. Habían salido de casa de los padres de ella con comida decente, más ropa de Luisa y una semana de cartas. El apartamento les pareció muy pequeño viniendo de Sherwood Drive. Los arándanos de su arbolito se habían marchitado y las ramas soltaron una lluvia de agujas cuando ella cruzó la habitación para sacar la correspondencia del bolso. Vestía un pantalón tejano y una camiseta blanca.
Duane llevaba puesta la camisa hawaiana que le habían regalado. Estaba tratando de cortar un poco del salami de los Probst con su navaja del ejército suizo.
—Nunca utilizo la hoja pequeña —dijo— porque quiero que esté muy bien afilada para ese trabajito especial. Pero es demasiado corta. Utilizo el cuchillo de sierra de cortar tomates.
—Prueba con unas tijeras —dijo ella, abriendo un sobre.
—Precisamente —dijo él—, éstas son las únicas fiestas que mis padres saben cómo celebrar. Mi padre solía comprar petardos…
—¡Brown no ha recibido mi solicitud! ¡No la ha recibido! Pensarán que no me interesa.
Un sobre por avión resbaló de un envío promocional de la Universidad de Baylor. Los sellos eran de Francia. Era una felicitación navideña de los Giraud. Luisa la abrió.
—Qué detalle —dijo—. Nada menos que una suscripción a Elle —la señora Giraud había escrito una larga nota al dorso—. Pero Duane…
—¡Ay, ay, ay, ay! —Duane bailó y se chupó el dedo.
—Duane…
—Esta navaja no vale una mierda.
—Dice su madre que Paulette Giraud ha pasado el otoño en Inglaterra.
Él la miró, con el dedo en la boca.
—Escucha. Étudié depuis septembre jusqu’à décembre en Angleterre!
—Qué curioso.
—Pero si ella me telefoneó —Luisa volvió a leer la nota. ¿Podía haber estado Paulette en Estados Unidos sin que su madre lo supiera? Imposible, Paulette era demasiado tonta para hacer una locura así. Pero si no había estado en St. Louis, ¿quién la había llamado por teléfono? ¿Por qué quería nadie hacerse pasar por Paulette?
—Quizá fue una broma de Stacy —dijo Duane.
Luisa hizo ademán de encogerse de hombros, pero luego meneó la cabeza.
—Me lo habría dicho tarde o temprano. Cualquiera de mis amigas me lo hubiera dicho, porque ahí fue donde te conocí. Querrían atribuirse el mérito.
—Ya. Es verdad.
—Esto es muy raro —dijo ella.
Duane empezó a despejar la mesa.
—Esto es muy raro.
Duane sacó zanahorias y pepino. Sacó pan de centeno, pan blanco, queso cheddar, pepinillos, doritos, salsa. Puso dos vasos y sacó el champagne de la nevera. Lo envolvió en una toalla, retiró el papel y después el alambre, descorchó.
El corcho fue a dar al techo.
—¡Eh!
Ambos miraron al techo.
—Lo ha atravesado.
—Será de papel o algo así.
Después de servir los vasos, Duane se subió a una silla y hurgó en el agujero que había hecho el corcho. Le vino yeso a la cara, y luego algo cayó del agujero, no el corcho sino algo metálico. Luisa lo recogió. Era una especie de babosa pesada y reluciente, con alfilerazos en un lado, como un micrófono, y un cable colgando.
—¿Qué es esto?
Duane se lo cogió.
—Parece una chicharra.
—¿Una qué?
—Una chicharra, un micro, ¿no crees? Como los del FBI. Aquí siempre han vivido estudiantes. A lo mejor antes había extremistas o algo.
Luisa se subió a la silla. El corcho se desprendió y le dio en la nariz.
—La pintura es reciente —dijo.
—No sé quién viviría aquí antes de llegar yo.
—Ahora vivimos nosotros.
—Sí, ya lo sé. Pero nosotros no somos elementos subversivos.
Luisa le miró desde la silla, el chico hogareño que ahora sacudía el mantel de los pedacitos de yeso que habían caído y sacaba escamas de pintura de la salsa. Luisa se apeó y tomó asiento en la silla. Acababa de recordar otra cosa. Aquella primera noche en Dexter’s, la noche en que había conocido a Duane, la había abordado alguien que ella había tomado por argelino. Pero también podía haber sido indio de la India, y a decir verdad era bastante guapo. Recordó que había querido hablar con ella pero que no entró en el bar. ¿Cuántos indios podía haber por allí que fueran habituales de Dexter’s?
Duane encendió las velas y apagó la luz.
—Reconozco que es muy extraño —dijo—, pero es evidente que no tiene nada que ver conmigo.
—¿Y conmigo?
—Ni contigo tampoco —dejó la chicharra encima de la nevera—. Después de cenar podemos probar a desmontarlo.
En la puerta de la nevera había fotografías en blanco y negro de Luisa que Duane había pegado allí antes de que ella se mudara al piso. Luisa desvió la mirada. Alguien había falseado una llamada y una postal. Esto no se lo inventaba: la postal existía. Quizá había sido el amigo de Duane. Quizá había querido que ella y Duane ligaran porque entendía que Duane necesitaba una chica, no un hombre. Pero entonces ¿por qué estaba merodeando fuera del bar? Y ¿para qué era el micrófono oculto? ¿Se calentaba el tipo oyéndolos comer a los dos? Estaba muy confusa.
—¿Qué pasa? —dijo Duane.
Ella le miró. Duane no tenía la menor idea de lo que sabía acerca de él, de las asociaciones que estaba haciendo mentalmente. De pronto su ignorancia le pareció terriblemente patética.
—Nada —lo dijo con intención, antes de arrimar su silla a la mesa—. ¿No vamos a brindar?
—Claro. ¿Por qué quieres brindar?
—Por las chips, sabor mexicano.
Duane levantó su vaso.
—Por las chips —dijo.
No bien ella hubo levantado también su vaso, dejó de pensar. Fue fácil. Duane le había explicado una vez que un reactor podía perder energía de dos de sus motores y seguir volando como si nada. Tras las cortinas de la cabina todo era angustia, pilotos tocando mil botones, accionando palancas, pero los pasajeros estaban terminando de cenar como si nada hubiera ocurrido. Comieron salami y compararon a sus respectivos padres. Todo era ordinario tan pronto uno dejaba de pensar. No había misterio alguno en la forma en que se habían conocido, ninguna magia en las velas sobre la vajilla y ninguna diferencia abismal entre el fregadero de la cocina de casa de Duane y la de casa de sus padres. Lo que había sobre la mesa era la clase de cosas que la gente comía en todas partes, y Duane la quería porque ella era lista y bonita y había aparecido en el momento adecuado, y ella no era más que una chica que había mentido a sus padres y mentido a su novio y que lo volvería a hacer si era necesario, igual que podía seguir durmiendo en sábanas manchadas de sangre porque no tenían un centavo. Y luego, por supuesto, el avión aterrizaba sin novedad y los pasajeros se sumaban a la multitud de la terminal y tomaban el coche y se iban a sus casas ordinarias, y no se paraban a pensar que apenas una hora antes habían estado sentados a once kilómetros del suelo.