11.

Es la noche antes de Navidad. Por el oeste, en una esquina de cielo lo bastante azul todavía para que copas de árboles y chimeneas aparezcan en silueta, Venus luce una blancura absoluta. Perseo está borroso en el cénit y atravesado por reactores; Orion se yergue sobre los repetidores; la galaxia ejecuta su condensación nocturna. En el centro de la ciudad, mientras cierran las últimas tiendas, los últimos compradores abandonan rápidamente las frías aceras para meterse en sus coches. Suenan campanas en una iglesia vacía. Un vapor que huele a tubería corroída sale a borbotones de la parte trasera de bloques de oficinas, y las ramas del árbol de la luz del Ejército de Salvación se mecen y tiemblan al viento. En las ventanas de las salas de estar de los bloques de apartamentos —Plaza Square, Mansion House, el Teamsters Complex, Darst-Webbe, Cochran, Cochran Gardens— se ven velas eléctricas encendidas, y ristras de luces rodean los bastidores de las ventanas y brillan como plazas de Hollywood. Bajan persianas, se mueven cortinas. Hay una preocupación, un nerviosismo, algo que conseguir. La mayoría de la gente está involucrada, pero no toda. Botones del Sheraton presencian la partida de elegantes forasteros y beben Coca-Cola. Dos veteranos periodistas, Joe Feig y Don Daizy, han entrado en el Missouri Grill para compartir una jarra de Miller y disfrutar de su afinidad con el barman, que está mirando los últimos momentos de la Holiday Bowl en el televisor del establecimiento.

Mississippi abajo, el vapor McDonald’s («RAY KROC, CAPITÁN») está cerrado a cal y canto. De sus permanentes amarres penden carámbanos, y en sus florones de plástico, sus arcos dorados y sus tuberías estriadas anidan montones de nieve. Más allá, se balancean témpanos. El tráfico fluvial es escaso. Qué distante esta noche del calor y el trueno del verano, cuando a media tarde el sol calienta en lo alto y los Cardinals entrenan a batear y los turistas se rascan la nuca al pie del Arch, goteando mostaza de sus perritos calientes, y el aire huele a brea; qué distinto este silencio, estas simas color índigo, estas mesetas enguijarradas. La fábrica de regaliz Switzer ha tirado la toalla. En la barricada de sus puertas hay un rótulo:

DELEGACIÓN CENTRAL DE SWITZER

SE ALQUILA

PARA OFICINAS Y MINORISTAS

La tapa de un vaso de papel patina sobre un cruce de vías, estorbada por su pajita. Adornos de ventana, empalidecidos por las farolas, aparentan decenios de edad. La gente que ha salido y está junto al río es la que no puede ver. Incluso la policía, los agentes Taylor y Onkly, tiene la mirada fija en sus relojes, la mente en la cena. Terminan a las nueve. El único movimiento que verán en tres horas tendrá que ver con borrachos, ya sea vagabundos o conductores. Rodean una manzana y pasean su reflector sobre latas de basura. Las interferencias en la radio son continuas. Antes, desde la centralita, han cantado dos versos de una canción navideña, interrumpida por las risas. Es la estación del hastío, de los sentimientos y del deber, salvo para los niños, y en las calles del centro no hay niños.

Hacia el sur. Pasado el edificio Pet Milk y Ralston Purina, robustas familias bien se solazan en las casas rehabilitadas de LaSalle Park y Soulard y Lafayette Square. Aquí, a salvo tras varias hileras de coches aparcados, Andrew DeMann y su hijo Alex juegan con su ordenador mientras la mujer, Liz, da de comer al bebé. Alex se ha cansado y empieza a fingir que los juegos no tienen normas. Andrew se pone estricto y baja al sótano a por vino. Respira, el corazón le late. Elige una botella.

Más lejos. En lo alto del Hill, la fiesta vespertina en casa del teniente coronel Frank Parisi, comandante en jefe de Área I, se acerca a su pináculo. La jefa Jammu ha telefoneado para saludar. Cincuenta policías y sus respectivas familias se apretujan en cinco pequeñas habitaciones. Luzzi, Waters, Scolatti y Corrigan entonan a voz en cuello un villancico, una armonización a dos voces y media con acompañamiento de piano. Parisi remueve ponche de huevo en la cocina, admirando los remolinos del ron. La mezcla va bastante cargada. Los jóvenes están radiantes. El ruido es perfecto. Hay más de doce coches patrulla aparcados en la parte delantera, sus ventanillas reflejan todas las luces de colores que iluminan la calle feliz, puntos de luz confieren aureolas a la nieve que se acumula en arbustos y cunetas. Coches grandes transitan lentos y suenan gritos. Desde arriba los barrios parecen ríos de plancton luminoso, centelleando a trechos y abarcando oscuras islas de servicio, almacenaje y reposo. Las sinuosas vías de Forest Park son un circuito para coches. Esta noche, exponerse entraña un peligro. Todos quieren estar en alguna parte. Pasado el límite municipal, un abollado Nova rojo con la mitad inferior de un pino asomando del maletero ralentiza al llegar a Delmar para torcer a la izquierda. Aparca. Duane Thompson se apea del coche, abre del todo el maletero y extrae el pino. A esta hora del día se consiguen a dólar el árbol. Andando a saltitos, con resuelta ligereza, sube el pino a su apartamento. Dentro, Luisa sigue al teléfono. Ya estaba allí hacía una hora, cuando él se fue. Luisa saluda agitando los dedos. Duane vuelve al coche a buscar las palomitas y los arándanos.

Inmediatamente al norte y al este, en lo que según imagina el condado es el rincón más oscuro y populoso de la ciudad, Clarence Davis ve terribles espacios y luz. Era uno de los últimos compradores del centro. En su radio suena El Mesías, y la pata de conejo que cuelga de su retrovisor salta a cada bache. De lo alto de unos incólumes postes de aluminio, una luz eléctrica color de escarcha desciende en rayos quebradizos y machaca su parabrisas una y otra vez. Espacios abiertos de casas demolidas en hileras a derecha e izquierda. Manzana tras manzana, la luz continúa sin un matiz de amarillo, sin un matiz de fuego. Domina sobre los semáforos, bravos colores jamaicanos, bajo los cuales un año atrás se reunían, incluso en Navidad, muchachos de semblante malévolo que empuñaban botellas y trataban de cortar la calle. Los grupos han desaparecido. En medio kilómetro, Clarence se ha cruzado con tres coches patrulla. No están vigilando nada. No hay transeúntes, no hay comercios, sólo perros y vehículos desmantelados. Y propiedades. Vallas altas corren paralelas a la calle protegiendo solares allanados y ventanas de contrachapado. ¿Es realmente una tragedia? No tuvo que marcharse mucha gente para hacer de este sitio un desierto; tal vez la ciudad puede absorber a esas personas. Pero Clarence está asustado, asustado de un modo especulativo que nada tiene que ver con el miedo visceral al asesinato que pudo haber sentido aquí una vez. Es el alcance de la transformación: kilómetros cuadrados vallados y tapiados, ni un solo ser humano a la vista, ni una sola familia en los alrededores. La mano que ha limpiado esto no es una mano americana. Ningún norteamericano, ningún supremacista de Idaho, ningún miembro del KKK, podría salir impune de esto. Esta zona es la visión del sentido práctico de una mujer. Esto es su solución. Y está saliendo impune, y ¿cómo va a quejarse Clarence con el asiento de atrás repleto de regalos, que ni siquiera son la mitad del total? ¿Cómo puede nadie quejarse? Sólo los que no tienen voz pueden quejarse de muchas cosas. Y a la luz del día, un día no festivo, estos acres tienen un aspecto diferente. Hombres blancos y hombres negros tocados con casco miran entre las casas con impresos en la mano, clavan estacas, hablan con topógrafos. Clarence ha reconocido varias caras. El hermano Ronald, que tiene problemas con su casco. Cleon Toussaint frotándose las manos. Gente del ayuntamiento señalando futuros parkings, futuras fuentes, futuras urbanizaciones. Peces gordos, miembros de la junta y luminarias, tomando café de obrero sacado de un termo. Oh, sí, aquí hay mucha actividad. A ojos de algunos debe de parecer muy, pero que muy bonito. Clarence entra en un barrio. Ve más policías, pero humanos al fin. Se apresura por su calle y mete el coche en el garaje. Stanly y Jamey todavía están fuera haciendo canastas a la luz de la cocina.

La ciudad respira hacia el norte. Ristras de luces centelleantes se tornan reactores al descender sobre pistas aradas. La multitud en el aeropuerto Lambert mengua con rapidez. Se suceden abrazos, abriéndose como flores repentinas, en explanadas, en puertas y controles, un brotar de sentimientos. Azafatas arrastran equipajes de ruedas con gesto hosco. Los taxis parten sin pasajeros. Desde su habitación la adicta contempla el tráfico aéreo con la mirada no crítica de quien observa una escena de la naturaleza, vacas paciendo, árboles perdiendo la hoja, reactores que despegan, que descienden, que se ladean. Enciende un cigarrillo y ve el último todavía encendido en el cenicero. De un relicario en caja de zapatos saca una larga carta fechada el 24 de diciembre de 1962, y la lee por vigésima vez mientras espera a Rolf, que quizá, piensa ella, llegará de un momento a otro.

Rolf está durmiendo la mona de un par de copas en su butaca favorita. Sueña con cloacas. Interminables, amplias cloacas. Arriba, Audrey ha envuelto el jersey que le regalará a Barbie mañana en casa de sus padres. Le encanta la Navidad. Con una hoja de tijera forma un rizo en cada una de las cintas y, tarareando un poco, revisa su obra.

Casi todo el mundo vive en un radio de tres kilómetros de los Ripley. Sam Norris, su casona repleta de hijos y nietos, va de grupo en grupo tocándolos con las manos, colocándolos, irradiando satisfacción mientras Betty dora la carne. Tres calles más allá, Binky Doolittle está en la bañera hablando por teléfono. Harvey Ardmore cruza su césped cargado con un enorme tronco navideño, Chet Murphy sirve champagne rosado, los Hutchinson miran las noticias de la CBS en habitaciones separadas. Ross Billerica lanza dardos con su cuñado. La casa de Chuck Meisner, sin embargo, está a oscuras. Chuck se encuentra en St. Luke’s West con una úlcera péptica sangrante. Ha estado durmiendo como un bebé desde que lo ingresaron hace tres días.

*

El viernes, Probst trabajó hasta las ocho de la noche, y al llegar a casa se encontró a Barbara acalorada, vestida con ropa ligera pese a que en la casa no hacía calor. Barbara le sirvió la cena. Mientras él comía y leía las postales navideñas, ella salió de la cocina y volvió. Recorrió las encimeras y volvió a salir. Así varias veces.

—¿Qué estás buscando? —preguntó él al fin.

—¿Cómo? —parecía sorprendida de que hubiera reparado en ella.

Distraída y encogida, Barbara estuvo circulando el resto de la noche, parándose a descansar sólo después de que él hubiera apagado la luz de su mesita de noche, cuando ella regresó de su exilio en el cuarto de invitados en camisón de franela clara, infantilmente grande para su talla, y se tumbó en la cama sin dar la menor explicación. Por la mañana le preparó torrijas y zumo de naranjas sanguinas que había comprado en una tienda nueva de Kirkwood. La espuma era rosada, el café fuerte. Barbara le sonreía todo el tiempo.

—¿Qué hay? —dijo él finalmente.

—El lunes es Navidad —dijo ella.

—No me lo digas. Luisa viene a casa.

—No. No va a venir.

—Entonces ¿qué?

—¿Es que no puedo sonreír?

Él se encogió de hombros. Si quería, que lo hiciera.

Por la tarde jugaron juntos al tenis. A Probst se le estaba curando el dedo, casi no lo notaba. Barbara se dio un tute de correr por la pista, rió a carcajada limpia cuando fallaba un golpe. No falló muchos. Estaban a un mismo nivel, y Probst sintió una punzada al pensar en lo mucho que esto había significado para él a lo largo de los años. Pero ella no tuvo ganas de hacer el amor cuando volvieron a casa. Quería comer fuera e ir al cine.

—De acuerdo —dijo él.

A media cena en el Sevens ella empezó a echarle un rapapolvo. Tenía la coherencia de un mensaje ensayado, y Barbara lo dirigió mayormente a su pescado a la parrilla. Luisa, dijo, tenía ya dieciocho años. Después de todo. Y como algunos otros miembros de la familia, Luisa era testaruda. Si esas otras personas fueran un poquito más caritativas, ella lo sería también, aunque tal vez insistiera en seguir viviendo con Duane. Luisa era una buena chica. Había escrito unos trabajos excelentes para su solicitud de ingreso en la universidad. Seguramente podría elegir. Sólo tenía dieciocho años, por el amor de Dios.

Probst quedó estupefacto ante el crudo optimismo de Barbara.

El domingo, después de desayunar, adornaron el árbol. Ella se ocupó de las luces y él, que tenía apego a algunos viejos adornos de la colección de su madre, hizo el resto. Para almorzar hubo cerveza, arenques, pan Wasa, queso y excelentes manzanas del estado de Washington. Barbara jugueteó con las envolturas de papel. Los arenques arengaban a sus huestes marinas. Las manzanas de lujo eran perlas de ostra gigante. Tomar el rábano por las hojas era una forma de tergiversar su realidad. Barbara apuró su vaso y miró a Probst.

—¿Qué? —dijo él.

—El viernes me acosté con ese fotógrafo.

Probst vio que a ella empezaban a temblarle las manos.

—¿Haces estas cosas a menudo?

—Tú sabes que no, Martin.

La salsa de rábanos picantes estaba ribeteada de aceite amarillo. La noticia era cierta pero él no la había asimilado; eran momentos de caída libre durante los cuales sus palabras escapaban a su control así como al control de un sentimiento coordinador, como los celos o la ira, que habrían conectado su lengua con su voluntad, su cerebro con su sangre.

—¿Fue divertido? —estaba diciendo.

—Sí.

—¿Se va a convertir en un hábito?

—No —ella podría haber dicho: Y si lo fuera ¿qué? Él deseó que lo hubiera hecho—. ¿Estamos en paz? —dijo ella.

—Me has estado mintiendo todo el fin de semana. Has estado fingiendo.

—No es verdad. Quiero que esto termine de una vez. Estoy harta de pelear contigo. Tú has estado más raro que yo. Y sé que no has salido de ahí. Quiero que salgas.

—Ya veremos —Probst se puso de pie.

—¿Adónde vas?

—A dar un paseo.

—¿Puedo ir contigo?

—Prefiero ir solo.

—No quiero que vayas solo. Quiero estar contigo.

Te qu…

—No puedes decir eso. Yo tampoco.

—Te quiero.

Se lo repitió de habitación en habitación, a su codo, a su garganta. Y cuanto más lo decía, más lástima le tenía él. Pero ella no le dejaba en paz. Cuando se puso el abrigo, ella se lo puso también. Se quedó a un palmo de él y, finalmente, mientras iban camino arriba momentos después de haber ido camino abajo, él sucumbió.

—Está bien —dijo, mirando por encima de su hombro. George LeMaster estaba cambiando una bombilla de colores en su valla delantera. Probst llevó a Barbara adentro y cerró la puerta—. Está bien. Yo también te quiero.

Ella le besó la mano, pero él la retiró. Empezaba a sentirse traicionado. Barbara había desertado del mundo en general, de sus optimismos, de sus suaves mecanismos de amor y remordimiento, y como todo el mundo ahora quería tener a Probst de su lado.

—Tú habrías hecho lo mismo en mi lugar. Te conozco, te conozco mejor que nadie. Sé que lo habrías hecho.

—Eso lo dices tú —replicó él.

—Mírame y dime que crees en la fidelidad perfecta. Atrévete.

Lo que hizo Probst fixe subir y cambiarse de ropa, bajar, encender fuego y abrir la puerta delantera. Eran las tres y media. Empezaron a llegar invitados, sus mejores amigos, como respondiendo a una palmada de Barbara. Ella había calculado muy bien el momento. Probst no tuvo más elección que parecer él mismo cuando abrió a los Montgomery. Jill y Bob irradiaban felicidad. La mesa del comedor estaba repleta de bizcochos, frutas y verduras, diminutos emparedados de gruyère y rosbif. Barbara apareció de pronto cargada de botellas de licor. Bob hizo un chiste, miró a Probst y empezó con una anécdota acerca de un neumático que se le había pinchado hacía dos noches en la autopista.

El timbre de la puerta no dejaba de sonar. Cal Markhan con una chica nueva llamada Nancy, Lorri Wulkowicz, amiga de Barbara de cuando la universidad. Los padres de Barbara, ambos muy bronceados. Sally y Fred Anderson, la secretaria de Probst, Carmen, y su marido Eddie, que sonrió y tartamudeó. Peter Callahan, el ingeniero jefe, viudo él, y su hija Dana, de dieciséis años. Más ingenieros, los Hoffinger, los Fox, los Walton, los Jones. Dos compañeras de trabajo de Barbara, con sus respectivos maridos. La gente se congregaba en torno a la lumbre, en torno a Barbara que reía y a Probst que sonreía. Pequeños paquetes se iban acumulando en la repisa de la chimenea. Las ventanas perdieron luz. Cal se ofreció para ir a buscar más leña, y Nancy se unió a Probst, Dana y Lorri Wulkowicz en las sillas junto al piano. Lorri estuvo especialmente simpática con Probst. Todavía usaba las pequeñas gafas redondas de montura metálica que usaba en los años sesenta. Se comió cinco emparedados de gruyère entre tragos de Heineken. Recientemente la habían nombrado presidenta de su Departamento de Inglés. Hacía mucho que no pisaba aquella casa.

Adiós y felices fiestas. Probst recogía abrigos y acompañaba invitados a la puerta. A cada momento volvía con Lorri, que le había hecho hablar de la situación política en la ciudad. Sonó el teléfono. Barbara fue a contestar y no volvió.

Ahora, cerca de las seis, sólo queda Lorri. Probst oye que Barbara está hablando por teléfono en la cocina. Lorri está sentada al estilo indio en el suelo, liando su primer cigarrillo de la tarde.

—Carisma pero sin atractivo —dice Lorri—. A mí me sigue pareciendo totalmente tercermundista. Las trivialidades más estúpidas significan algo, sabes, son verdades vitales en su país de origen. Tiene la impronta de la lucha. Y las ambigüedades. Por un lado está su socialismo ingenuo; por otro seguramente es una mafiosa de salón, como su prima Indira.

—¿Su prima?

—O lo que sea; su sobrina quinta, o quizá octava. Tú y yo somos sobrinos duodécimos.

—La gente se hace una idea romántica de ella —dice Probst—. Yo también. Pero estabas hablando de su… carisma. Hace una semana hasta yo estaba convencido de eso —menea la cabeza.

—No, sigue.

—Pensaba que significaba algo el hecho de que fuese india, que tenía que ver con los indios americanos…

—Los presuntos terroristas.

—Pero también en lo supersticioso —explica él.

Lorri le dice que es simple comportamiento culto.

—Mira, puedes hacer trucos de numerología, asignar un número a cada letra de tu nombre. Lugar de nacimiento, fecha de nacimiento, signo. Siempre estoy racionalizando la atracción.

—Cuáaaanto lo siento —dice Barbara, regresando al fin.

Lorri se pone el abrigo, que ha dejado en el suelo, detrás de una silla, reparte besos a Probst y Barbara y parte con una invitación a cenar con ellos pasada la Nochevieja.

—Me gusta —dice Probst.

—Y tú a ella. Siempre le gustaste.

El silencio ha caído sobre los vasos usados y los platos salpicados de azúcar. Por primera vez en dieciocho Nochebuenas los Probst pueden hacer lo que quieran. La actividad tradicional a esta hora es que Luisa abra los regalos que le envían a Probst sus proveedores.

—Quizá deberíamos abrir algunas cajas —dice.

Las cajas están apiladas contra la pared meridional del estudio. Probst pone el televisor y espera a Barbara. La noticia del día en el telediario local de la KSLX es una visita a un comedor para pobres del North Side.

Barbara entra secándose las manos.

—Luisa y Duane van a ir a casa de mis padres mañana.

—Y has tardado todo este tiempo en convencerles.

—Sí —se sienta—. No te importa, supongo.

—¿Por qué debería importarme?

—Minnie Sanders tiene sesenta y tres años. Leroy, su hijo único…

—Los padres de Duane están en St. Croix.

Probst sorbe un poco por la nariz.

—¿Me lo imagino yo, o son un poco raros?

Ella no responde. Él la mira. Barbara está llorando.

—No es el fin del mundo —dice él—. La veremos mañana.

Ella hace que no con la cabeza.

—¿Quieres que la llame?

Barbara mira la tele, las manos sobre el regazo, la cara arrugada y húmeda. Qué pocas lágrimas habrá derramado, piensa Probst, desde que se hizo mayor hasta el día en que muera. Una taza llena. A lo lejos, la caldera se pone en marcha.

Cliff Quinlan tiene la cara gris. La luz del exterior convierte en altorrelieves sus hoyuelos como tajos. «Me encuentro en el límite meridional de St. Louis, detrás de mí el río des Peres y, más allá, un tranquilo barrio residencial en lo que es Bella Villa. Mi primer reportaje analizaba los dilemas a que se enfrentan las fuerzas del orden de la región ante problemas como el de los “Osage Warriors”. Fue muy cerca de donde me encuentro ahora que dicho grupo cruzó el río y se desbandó por el condado. Todavía andan sueltos.» Quinlan consulta su texto. «En mi segundo reportaje vimos que este tipo de fronteras facilita la entrada y salida de malhechores de los barrios de la periferia con relativa impunidad, y lo difícil que resulta seguirles la pista en un condado que actualmente cuenta con más de cincuenta cuerpos policiales independientes. El índice de robos en el condado de St. Louis es siempre muy alto. No obstante, en los últimos cuatro meses ese mismo índice en la ciudad ha ido bajando regularmente. Esta noche: perspectivas de cambio.»

Probst apaga el televisor. Barbara llora. Él sabe lo que tiene en la cabeza, el recuerdo y la pauta de todas las navidades con Luisa a los ocho, diez, doce, dieciséis años. Una niña capaz de cualquier reacción, de cualquier estado de ánimo. Él se pondrá sentimental y sentirá lástima de sí mismo. En el suelo, entre ellos dos, hay una caja de imágenes significativas: la manera en que ella fingió con lo de John Nissing. El lenguaje vulgar de éste, su risa insinuante. Quién tocó a quién y cuándo. Si Nissing era mejor que él. Hasta qué punto.

Seleccionando cajas al azar (para Luisa, abrir estos regalos era toda una ciencia; para él, una tarea pesada) se sienta y rasga cinta adhesiva con un cortaplumas. Blancas cucarachas de porespán salen de la primera caja junto con un sobre. Felicitaciones de Ickbey & Twoll, Fabricantes. Las cucarachas se le pegan al jersey. Se las sacude, pero se le pegan a los dedos, lo evitan, se escurren hacia su mano entablillada, le suben por la muñeca. Tiene que arrancárselas de una en una.

Dentro de la caja hay un radiodespertador. Probst escribe «radiodespertador» en la tarjeta, pensando en Carmen, que es quien mandará un mensaje de agradecimiento.

Felicitaciones de Thuringer Brothers: una lata de anacardos. Felicitaciones de Joe Katz, representante de Variatech: un juego de llaves inglesas. Felices Fiestas de Morton Seagrave: The Soul of the Big Band Era, volumen XII. Paz en la Tierra de Fulton Electric: un taladro de dos velocidades. Feliz Navidad de Zakspeks: tarta de frutas. Felicitaciones de Pulasky Maintenance: tarta de frutas. Feliz Navidad de Dick Feinberg, representante de Caterpillar: un termo y una manta, ambos en cuadros escoceses. Felicitaciones de Camp & Weston: tarta de frutas.

—Está bien, Martin.

—Creo que Luisa se divertía más que yo con esto.

Su piel huele a humedad de lágrimas y a alcohol cuando él se arrodilla a sus pies y se inclina hacia ella. Ella se baja del sofá y aplica su boca a la de él y empuja, acaricia, muerde. Él cierra los ojos. Es el año pasado. No es ningún año. Él le toca las costillas y los omoplatos, se siente a la vez aliviado y alarmado por la facilidad con que puede controlar su propia conducta, por la arbitrariedad de la postura. Cuando no tienen de qué pelear, contra qué luchar, la necesidad se impone. ¿Qué importa lo que hayan hecho? ¿Qué importa lo que hacen? La noche es libre.

Una hora después oyen un villancico fuera de la casa, que transmite la trepidación de unos pasos desde el camino hasta el dormitorio. Suena el timbre de la puerta. Probst besa el cabello de Barbara y se demora para besarle la nariz, los ojos, las yemas de los dedos.

Abajo todas las luces brillan sobre los restos de una fiesta ajena. El estribillo de Veni te adoremus se desvanece, perdiendo la esperanza, pero cuando abre la puerta los cantantes cobran ánimo. No reconoce ninguna de las caras, jóvenes o viejas, que le sonríen. Cuando se arrancan con Santa Claus Is Coming to Town, Barbara se le acerca en bata. Hasta los niños saben lo que han estado haciendo los Probst.

*

Aunque las calles de Webster Groves enlazan con los barrios vecinos y, aparte de Deer Creek en el norte, la ciudad no tiene lindes naturales, sus residentes lo viven como un recinto cerrado, una zona en la que la Navidad puede desarrollarse a salvo de todo. Algunas personas abandonan Webster Groves en vacaciones pero son muchas más las que acuden, en avión, en coche o en tren. Y el paisaje resume la personalidad. No hay campos abiertos, no hay rascacielos ni parques de remolques y ni siquiera galerías comerciales, no hay zonas de potencial negativo que el espíritu navideño pueda purgar. Todas las casas están iluminadas, y ninguna aislada. Todas las calles se entrecruzan. Webster Acres, Webster Forest, Webster Ridge, Webster Hills, Webster Gardens, Webster Downs, Webster Woods, Webster Park, Webster Knolls, Webster Terrace, Webster Court. El aire va cargado de humo de leña, pero el cielo está despejado. Los residentes se creen afortunados. Esto es un hogar y parece un hogar.

Incluso en casa de los Thompson, los padres de Duane, pululan criaturas. Son ladrones. Vacían cómodas en el suelo, arrancan colchones de las camas, pasean linternas por armarios y vestidores. Han localizado la vajilla de plata. Han descubierto un vídeo. Una buena colección de monedas ha salido a la luz.

Watson Road, antes la U.S. 66, no está poblada ni vacía. Oldsmobiles y otras formas vetustas pasan por ella a intervalos discretos. Detenidos en el cruce de Sappington Road, junto a una Crestwood Plaza cerrada hasta pasado mañana, conductores con corbata sonríen a otros conductores con corbata, o no, según. A decir verdad, Jack DuChamp no sonríe. Está rumiando. Elaine va a su lado en el asiento delantero, y Laurie, Mark y Janet en el de atrás. Van a cenar a casa de los padres de Elaine. A medianoche irán a la iglesia; Laurie canta en el coro. Jack piensa en que de Sappington Road a Webster hay muy poco trecho. Piensa que sería una gran idea, entre una cosa y otra, hacer una visita sorpresa a los Probst, aunque Martin le ha dicho que tienen familia de visita. La casa debe de estar llena de parientes. Con todo, una visita rápida… Los cinco DuChamp podrían hacer el papel de borrachínes, cantar una canción frente a la puerta: una pequeña broma. Quizá los inviten a entrar. ¿O es que Martin y Barbara (Dios la bendiga) abren sus regalos en Nochebuena y no el día de Navidad? Jack no lo recuerda. Se muestra muy reacio a estorbar cuando alguien está abriendo regalos.

—Verde, papá.

Jack pisa el acelerador.

En ese momento más de la mitad de los seres humanos de St. Louis tiene alcohol en su corriente sanguínea. La temperatura corporal media de la ciudad/condado es de 37,2 °C. Tres bebés han nacido en la última hora (dos de ellos se llamarán Noel) y cinco adultos han fallecido, tres de muerte natural.

En un bar del West End llamado Dexter’s, Singh ha tomado dos copas nerviosas con un joven alemán fornido procedente de Lübeck camino de Santa Barbara. Stefan lleva un jersey de pescador y pantalones con manchas de leopardo, una bufanda morada y un sombrero de cowboy. Tiene el pelo dorado, largo como Jesús. Singh y él charlan en alemán, francés, inglés, alemán; les gusta cambiar rápido de uno a otro. Pero Singh no acaba de concentrarse en un local donde es demasiado conocido. Le sugiere a Stefan un cambio de escenario, y el alemán se ajusta el sombrero y dice que de acuerdo. Les dan unos bocadillos calientes de pastrami en la tienda de la esquina que no cierra en todo el día, y Singh lleva a Stefan a su tercer apartamento, donde al poco rato lo tiene alimentado y desnudo. Descuelga el teléfono. Se quita la ropa. Una moneda cae del bolsillo de su pantalón. La lanza al aire, y mientras centellea en la luz humosa antes de caer a la alfombra, dice «¿Cara o culo?», y Stefan se ríe.

*

Cerca de allí, Jammu está estudiando unos mapas de la zona norte de St. Louis. Se encuentra mal, pero tiene una idea. Las calles de St. Louis son amplias, y fuera del centro las manzanas son pequeñas. En una zona de viviendas de seis por uno las cinco travesías comprendidas pueden abarcar hasta un veinte por ciento de la superficie total. En la medida en que dan acceso a casas individuales, hay que mantenerlas en perfecto estado, con los gastos que esto genera. Pero como las casas particulares, urbanizaciones como el complejo Ripley, los Allied Laboratories y las casas de vecindad de Northway están siendo sustituidas por urbanizaciones grandes, en ciertos casos las calles se han convertido en verdaderas molestias. La ciudad puede venderlas. Eso podría dar millones.

Por desgracia, la vista de Jammu no está funcionando como debiera. Las calles torcidas aparecen a sus ojos como paralelas, las diversas densidades como algo uniforme. Es algo que le suele pasar cuando se dedica a algo mucho tiempo, cuando la mente pone orden a las pautas fortuitas de la realidad. Pero ahora, por más que pestañee o gire la cabeza, por mucho que acerque los ojos al mapa, lo único que ve son cuadrículas perfectas de crucigrama.

Es el frío. Son las anfetaminas. Es el cansancio. Es el tiempo seco, los hirientes dardos que lanzan sus senos nasales. Cuando inhala, los pulmones se le arrugan y graznan como cajas de leche de papel parafinado.

Cierra los ojos y apoya la espalda en la pared, estirando las piernas hasta que los pies quedan sepultados en las almohadas. Mañana tiene otra cena con el alcalde, y después una entrevista con Singh. Mientras tanto tiene que dormir un poco, para limpiar su mente de los centenares de caras que ve cada semana, rostros enjutos, rollizos, avariciosos, lascivos, humildes, fríos, los quinientos americanos que consiguen colarse en cualquiera de sus semanas y le exigen un millar de respuestas, remedios y favores. Pero cuando esta tarde había conseguido dormirse, inmediatamente soñó que el teléfono estaba sonando. Abrió los ojos y contestó.

—Malas noticias, jefa. Al menos en apariencia.

—Di.

—Barbara Probst ha reaccionado negativamente.

—Quizá es algo provisional.

—No. He probado varios sistemas, y no quiere verme otra vez.

Singh pidió a Jammu que lo comprobara por sí misma, y aunque ella estaba cansada y había jurado no someterse nunca más a la voz de Barbara Probst, conectó con el módem del centro de grabaciones y escuchó segmentos editados desde las tres de la tarde. Singh no se equivocaba. La cosa pintaba mal. Los Probst estaban teniendo unas pútridas, rancias y lacrimosas vacaciones, Dios y la pecadora reconciliados, y Barbara Probst metida más que nunca en su papel de agente de la Policía Mental, apelando a su esposo con trémolos ensayados, venciendo su resistencia con una sinceridad de autoayuda y haciendo que se durmiera con la idea de que todo iba bien. El instrumento de la represión: «el amor».

Jammu llamó a Singh.

—Sí que la has hecho buena. Son más felices que nunca.

—Superficialmente, sí. Pero lo he estado meditando y…

—Probst no está ni de lejos en el Estado, y dentro de unos días ya es enero.

—Como te iba diciendo, lo he meditado y creo que vamos por buen camino, porque a partir de ahora Probst no confiará en ella. Barbara ha forzado su suerte, ella misma me lo dijo. Todavía está en el bote.

Quizá. Pero después de invertir tanto talento, tanto dinero, tanta técnica y tanta teoría en un puñado de saintlouisianos, Jammu cree razonable exigir victorias sonadas. Tiene las cabelleras de Meisner, Struthers, Hammaker, Murphy, Wesley, Hutchinson, y tiene más o menos controlados a todos los demás… salvo a Probst.

Singh le dijo que se animara, le leyó una referencia de un poema publicado en The New Yorker.

Para Gary Carter, Frank Perdue,

Bono Vox y S. Jammu.

Luego colgó.

Dejando el mapa a un lado, Jammu va al baño y micciona unas gotas. La orina le quema al abandonar su cuerpo. Sobre el grifo de la izquierda de la bañera una cucaracha simula parálisis, impasible al ritmo funky que baja por las cañerías.

Tira de la cadena y se está lavando las manos, mirando al frente en el espejo, cuando de pronto toda la difusa maldad del mundo se ha concentrado en una sola boca y está soplando hacia ella desde el espejo. La cara que la está mirando es blanca, una cara blanca maquillada de india. Un rostro americano aparece tras la máscara y choca contra la pared cuando ella abre el armarito. Sus dedos se cierran alrededor del termómetro. Está ardiendo.