El mismo jueves por la noche, más temprano, Luisa y Duane habían pasado un rato en la lavandería. Luisa estaba miserablemente mal equipada de ropa interior y calcetines; podía lavarlos una vez en el fregadero, pero de dos veces no pasaba. Y para sábanas y toallas hacía falta un lavado a máquina. Hacia las nueve, los últimos estudiantes y solteros habían salido ya, cediendo a Luisa y Duane toda una batería de secadoras libres. Duane estaba leyendo mensajes en el tablón junto a la puerta. Luisa, con su libreta francesa abierta sobre el regazo, contemplaba Delmar Boulevard por la ventana empañada, cerrando un ojo y luego el otro. Aquel otoño, su vista había pasado de no ser perfecta a necesitar corrección. El padre de Duane le había recomendado un oftalmólogo, y la víspera, al salir de clase, Luisa había ido a verle y había dejado que le dilataran las pupilas, sintiéndose abrumada de responsabilidad cuando el doctor Leake empezó a cambiar lentes y a preguntar: «¿Mejor así…, o así? ¿Ahora…, o ahora?». Finalmente ella le pidió que definiera qué quería decir con «mejor». Él se rió y le dijo que hiciera lo que pudiese. Luisa dijo a la secretaria que enviara la factura a sus padres. Para pagar las gafas emplearía la American Express. Duane le dio la paliza con lo de la tarjeta, diciendo que era antiséptica, pero ella no veía el menor problema en utilizarla.
Pasó un autobús a toda velocidad. Duane, sin sus dos jerseys, estaba copiando algo del tablón de anuncios en su diario. Cuando le veía con el diario, Luisa se sentía sola. Una vez, justo después de empezar a vivir juntos, le había pedido leerlo. Él había dicho que no; si sabía que ella lo iba a leer le daría vergüenza escribir ciertas cosas. A ella le dolió, pero no había vuelto a mencionarlo.
En la segunda secadora, una de las sábanas verdes que utilizaban había caído contra la ventanita redonda y parecía, invertebrada y todo, esforzarse entre calcetines y toallas por recuperar el centro del tambor. Sólo tenían un juego de sábanas. Verde manzana era el primer color que Luisa veía al sonar el despertador a las seis y media. Ella le decía que no tenía por qué, pero él siempre se levantaba para desayunar con Luisa.
Duane se sentó en la silla contigua y guardó el diario en el bolsillo exterior de su mochila.
—¿Cómo va tu trabajo de poesía?
—Aún no he empezado —dijo ella.
—¿Quieres un empleo? Hay un anuncio ahí. Una viuda que necesita que le hagan la limpieza de la casa una vez a la semana.
—Yo no sé limpiar casas —Luisa cerró su libreta con la frase a medio terminar—. ¿Cómo sabes que es viuda?
—Lo dice el papel. Hay otro anuncio de un coronel retirado que vende un Nova. Modelo 350.
Luisa apoyó las manos en el hombro de Duane y le sujetó el brazo desnudo con ambas manos, frotando su cuello con la mejilla y aspirando su olor. De cerca, la oreja de Duane era curiosa. Le pasó el brazo por el cuello, levantó una pierna y la apoyó sobre las rodillas de él, y miró las secadoras.
Un aire fresco penetró en la lavandería. El recién llegado era un negro flaco con unos pantalones brillantes de color amarillo y una cazadora roja de piel. Arrojó una bolsa de lona a la hilera más próxima de lavadoras y miró en derredor con gesto teatral, consciente de que le estaban observando. Llevaba un rubí en la oreja.
—Buenas tardes —dijo, con una venia dirigida a Duane. Hizo lo mismo a Luisa y lo dijo de nuevo—: Buenas tardes.
Ella también inclinó un poco la cabeza. Sólo había algo peor que ser objeto de burla, y era ser objeto de burla por parte de alguien que te daba miedo. Se apartó de Duane.
El hombre abrió su bolsa y extrajo unos calzoncillos morados y una sudadera morada. Los metió en la lavadora y pasó a la siguiente. ¿Eso era todo? Introdujo otros calzoncillos y otra sudadera, ambos de color naranja, y continuó sacando de la bolsa ropa de colores parejos, verde, rojo, negro y azul con gestos de prestidigitador, hasta que hubo repartido doce prendas entre seis lavadoras distintas. Con dedos de araña desenroscó un tarro de detergente azul y puso un poco en cada máquina, como un chef con la sal. Luego introdujo monedas en las máquinas y las puso todas en marcha. Chorros de agua sonaron al unísono mientras él guardaba el tarro vacío en su bolsa, se la echaba al hombro e iba hacia la puerta. Se detuvo. Dio tres pasos rápidos hacia su derecha y chasqueó los dedos, explosivamente, bajo las narices de Luisa.
Ella dio un chillido. Le ardían las orejas. El hombre ya se había ido.
Duane hundió la cara en un libro, una novela de Simenon, dejando la palma de la mano en el lomo y cuatro dedos sobre la parte superior para mantener las páginas abiertas. Con la otra mano acarició el pelo de Luisa y le frotó el cuello.
Una de las secadoras se paró. Luisa fue a ver.
—Duane, esto está empapado.
—¿En qué punto está? —dijo él, pasando página.
—Argh —Luisa giró el selector a «normal» y añadió dinero. Estarían toda la noche. Empezó a dar vueltas y vueltas a las lavadoras, tropezándose con los pies—. Este sitio no me gusta —dijo al pasar.
—Busca una lavandería que acepte American Express.
—Vete a tomar por el culo —le espetó ella.
Duane levantó los ojos del libro, despacio.
—¿Cómo has dicho?
—Digo que este sitio es horrible.
—Entonces ¿por qué no vas a buscar más ropa a tu casa?
Ella no tenía respuesta. Rompió a llorar. Luego paró. Estaban en una lavandería. No podía hacer otra cosa que ir a Webster Groves y vaciar su cómoda. Estar con Duane no era tan divertido como ella había pensado —muchas veces no lo era en absoluto— pero después de lo que había pasado en el cumpleaños de su padre no concebía la idea de volver a casa.
*
La puerta se abrió de golpe en la mano de Barbara. Se precipitó en la brisa entrante hacia un hombre dispuesto a, lo vio claro en seguida, agarrarla. El día era cálido, muestra de la debilidad del invierno, de su disposición a volverse primavera. Barbara se tambaleó un poco.
—¿La señora Probst?
Dos ojos castaños claro evaluaron su figura sin asomo de vergüenza. Barbara estaba demasiado sorprendida para hacer otra cosa que mirar también.
—Me llamo John Nissing.
Por supuesto. Barbara le estrechó la mano. Él señaló con la cabeza hacia el furgón aparcado en el camino, donde los dos fotógrafos que habían estado en la casa en octubre descargaban cajas de aluminio. El hombre le soltó la mano.
—Hemos de entrar mucho material.
Se volvió por el camino de entrada, envuelto en la ondeante capa de su abrigo, su pantalón de tweed ceñido a los músculos de sus pantorrillas y muslos. Barbara acababa de tomar un café. Tenía mal aspecto, pero no había esperado que eso importara. Ella siempre estaba a la altura. No tenía nada que demostrar, y nadie a quien demostrarlo, o a quien asesinar. Era demasiado cruel, después de una semana de peleas constantes con Martin, conocer a John Nissing. Su rencor la calmó. Inspiró el aire, dulzón y deshonesto.
Con una caja en cada mano, Nissing se acercó por el camino a paso rápido. Ella se fijó en su manera de limpiarse los zapatos en el felpudo.
—Creo que nos ocupará unas cuantas horas —dijo, dejando el equipo en el suelo—. Supongo que no interrumpimos nada —tenía un ligero acento que cuadraba con sus rasgos árabes.
—No.
—Espléndido.
—¿No es usted americano? —dijo ella con curiosidad.
—¡Claro que sí! —giró la cabeza y arqueó las cejas. Ella retrocedió un poco—. ¡Naturalmente! ¡Soy rojo, blanco y azul! —dijo el hombre sin rastro de acento. Su expresión se relajó de nuevo. Con sendos gestos de los hombros, se despojó del abrigo—. Pero no he nacido aquí.
Barbara se quedó con el abrigo en la mano.
—Ya conoce a Vince y a Joshua —le recordó Nissing mientras aquellos dos entraban cargados de cajas—. ¿No vas a saludar, Vince?
—Hola —dijo Vince, el latino.
—Encantado de verla otra vez, señora Probst —dijo el juvenil Joshua.
Nissing estaba radiante.
—Me ha dicho Vince que el sol da en la cocina por la tarde.
—Si se mantiene despejado, sí —dijo Barbara.
—Y si se nubla, tampoco importará demasiado. Perfecto. Ideal. Empezaremos por la sala de estar —se inclinó hacia la sala pero sin entrar. Frunció el entrecejo—. ¡Qué oscuro!
—Sí, no es una habitación luminosa —dijo Barbara.
—¡Oscuro! —agarró a Vince, que estaba saliendo—. Cambia las bombillas. Vino tinto, rosas rojas. Han encendido fuego. Tendrás que avivarlo —Vince partió, y Nissing le dijo a Barbara—: ¿Le han fotografiado la casa anteriormente?
—Sólo para el seguro.
—Hemos de cambiar la hora del día. Yo no sabía que la sala era oscura —podía haber estado hablando de discapacidades humanas. No me había fijado en que la chica era coja—. Si está usted ocupada… —dijo.
Ella encogió los hombros y se balanceó sobre los talones.
—Bueno, no… —hizo un gesto vacío con las manos, cediendo al impulso de disimular su sensación de inferioridad física con una muestra de juventud, actuando como la chica fácilmente turbable que nunca había sido—. Esto me interesa. Me gusta mirar.
—¿Puedo ver la cocina? —preguntó él.
—Claro. Puede ver toda la casa.
—Me encantaría.
En el comedor, donde Martin y ella habían tenido la cena de cumpleaños en dos turnos, Nissing mencionó los espléndidos moldeados de nogal, y ella explicó en tono de disculpa que los mejores acabados de madera estaban en los aposentos de Mohnwirbel, encima del garaje. En la cocina, donde la radio estaba en silencio, las encimeras despobladas y las ventanas cristalinas, Nissing habló de una mousse que había preparado el día anterior, lo cual hizo que ella le encasillara en la zona más moderna del espectro sexista. En el cuarto del desayuno vieron a Mohnwirbel amolar las hojas de unas tijeras de jardín en una muela de carborundo en el camino de entrada; Barbara señaló los arcos estilo Tudor de sus habitaciones. Pasando frente al baño de la parte de atrás, por cuya ventana había saltado Luisa, llegaron al cuarto de trabajo y cortaron blancos rayos de sol matinal, arrojaron sombras sobre las cubiertas aparentemente descoloridas de sus libros. Nissing explicó que su familia provenía de Irán. En la pérgola, depósito de la mayoría de los regalos navideños, envueltos o no, Barbara le miró con detenimiento y decidió que aquel hombre era sensiblemente más joven que ella, le calculó treinta años. Volvieron atravesando la sala de estar. Joshua estaba de rodillas, soplando a una lumbre recalcitrante, y Vince estaba subido a una escalera, aumentando la potencia de la iluminación. La gira con Nissing parecía haber tenido un efecto limpiador, como si le hubiera quitado a Barbara la casa de las manos. Subieron arriba.
Nissing se detuvo para admirar el cuarto de invitados, donde Barbara dormía desde el martes (no se notaba), y rápidamente preguntó si habían tenido invitados recientemente.
—No.
—Curioso. Normalmente noto por el olor si se ha utilizado una habitación.
Barbara le enseñó el cuarto absolutamente pulcro de Luisa, y se alegró de que él no entrara. Sí lo hizo en el estudio de Martin, andando a pasos cortos, como en una galería de arte. Preguntó a qué se dedicaba ella durante el día. Barbara mencionó su trabajo en la biblioteca y añadió, con un sentido de defensa propia que el tiempo había convertido en insincera elocuencia:
—Leo mucho. Veo a mis amistades. Me ocupo de la familia.
Él la estaba mirando.
—Eso está muy bien.
—Tiene sus desventajas —dijo ella.
Nissing tenía las cejas levantadas y la cara iluminada como esperando que ella dijese algo más, o que ella captara una gracia que había quedado en suspenso.
—¿Ocurre algo? —dijo Barbara, deseando, demasiado tarde, no haber hecho caso.
—¡No! —de repente, su cara estaba muy cerca de ella—. ¡Nada! —Nissing retrocedió, y de nuevo pareció desprenderse de aquel aire extravagante—. Es que he oído hablar mucho de usted —salió al pasillo y se apoyó en el pasamanos de la escalera. Tenía la piel dorada, no morena, el color nativo se revelaba en la rojez de sus grandes nudillos. Pelos negros crecían uniformes en el dorso de sus manos y sus dedos.
Vince gritó en la planta baja.
—Éste es el dormitorio principal —dijo Barbara, indicándole con un gesto que podía entrar. Martin no había hecho muy bien la cama. Nissing se sentó en ella.
—Una cama colosal —dijo, presionando el colchón. Barbara se convenció de que él sabía dónde habían dormido ella y Martin.
—¿Cómo es que ha oído hablar de mí? —dijo.
—Creo que hemos elegido las habitaciones perfectas para las fotos, ¿cómo es que he oído hablar de usted? Pues gracias a una mujer llamada Binky Doolittle y a otra llamada Bunny Hutchinson —las estaba contando con los dedos— y otra llamada Bea Meisner y… ¡oiga! Usted se llama Barbara. Muchas Bes, ¿verdad? ¿Se había fijado usted? ¿Es el resultado de algún plan?
—No. En realidad, no. ¿Dónde ha conocido a todas estas mujeres?
—En sus casas, por supuesto. Las casas que sacaremos en el número de mayo. Las casas de los superricos de St. Louis. Casas como la de usted. Siempre tengo los oídos bien abiertos. Estas mujeres, y otras, mencionaron muchas veces esta casa.
—No me diga.
—Le digo. Puede usted creerme. El apellido Probst estaba en la punta de la lengua de todo el mundo, al menos en octubre.
—No sabía que nuestra casa…
—Bueno, la casa no. O no fue ésa mi impresión. No sólo la casa, en todo caso. El hogar, por así decirlo. Me dijeron que si iba a St. Louis tenía que ver por fuerza el hogar de los Probst —la miró fijamente desde la cama—. De modo que les añadí a la lista.
—¿Se acuesta usted con muchos de sus temas? —dijo ella.
—Mis temas son arquitectónicos, en general.
—Pero ¿y Binky? ¿Y Bunny? Apuesto a que las encandila.
—Puede. Pero he de ganarme la vida.
De nuevo en la planta baja, Barbara observó a los tres hacer ajustes en la habitación principal. Le pidieron que no fumara. En una libreta Nissing anotó datos de la habitación para los títulos y pies de foto. En cuanto empezaron a disparar, el tiempo pasó muy rápido, y Barbara se sorprendió de que fuera ya mediodía. Vince y Joshua empezaron a meter trípodes y cables en la cocina. Nissing siguió con Barbara en la sala de estar. Sobre la mesa de pícea había un jarro con rosas, una botella abierta de Beaujolais y dos copas. El jarrón y las rosas eran de ella, el vino de él. Nissing sirvió generosamente.
—En realidad no soy fotógrafo —dijo—. Me asocié con Vince para un trabajo de free-lance, y una cosa ha llevado a la otra. Se gana bastante dinero. Supongo que debería ser más ambicioso, pero así he podido tener más tiempo para dedicarlo a mi hijo.
—¿Su hijo?
Nissing abrió una cartera y le pasó una fotografía. Se le veía a él con camisa blanca y jersey azul de cuello de pico, rodeando con el brazo a un chico flaco de grandes ojos oscuros. Ambos sonreían, pero no a la cámara. Se veía parte de un sofá blanco y un suelo de madera clara. Serían imaginaciones de Barbara, pero la iluminación sugería un típico apartamento de Manhattan, donde el alto nivel de vida, por la proximidad de un millón de apartamentos similares, era más natural y autosuficiente que en cualquier otra parte. Barbara sabía que él era de Nueva York.
—¿Quién es la afortunada madre? —dijo.
Nissing guardó la foto.
—Mi mujer murió hace cuatro años.
—Lo siento —Barbara vio que cogía un cigarrillo de los de ella—. ¿Cómo se llama su hijo?
—Terry.
—No tiene pinta de llamarse Terry —sonrió amablemente, esperando que pasara la sombra de la muerte de la esposa.
—Es un buen nombre americano —dijo él—. Somos buenos norteamericanos. Yo nací en Teherán y pasé mis primeros seis años allí, pero ya no me he movido de aquí. Estudié en Choate & Williams. Di forma inglesa a mi nombre. ¿No tengo los requisitos para ser americano?
—Me confunde su acento.
—Eso es porque no se me da muy bien la pronunciación. Como puede ver, mi inglés es perfecto…
—Salvo las haches.
—Desde luego, salvo las haches a principio de palabra. Pero para los Doolittle del mundo, tengo que hacer de Omar Sharif.
A Barbara le chocó la autenticidad de su afirmación, la conciencia de que en un ambicioso no americano el deseo de adaptarse y el deseo de deslumbrar estaban claramente en conflicto. Comprendió que el dominio de los códigos sociales podía rezagarse respecto al control del idioma. La exagerada familiaridad que él había estado exhibiendo era probablemente fortuita. En sus cartas desde París, Luisa se había quejado de que por lo visto siempre estaba ofendiendo al señor y la señora Giraud, y a Barbara le había sido fácil imaginar que su sarcasmo, moneda corriente aquí en casa, podía haber resultado presuntuoso en el extranjero. De modo que concedió a Nissing el beneficio de la duda. Se quitó los zapatos.
—Su marido construyó el Arch.
—En efecto.
—No había caído en la cuenta —la miró—. ¡Hay que ver!
—Son esas cosas que una se cansa de oír al cabo de veinte años.
—Pero es un edificio increíble —dijo él—. La gente que no lo ha visto en persona no se imagina…
—A eso iba —prosiguió Barbara—. Mi marido es contratista. Él no diseñó el Arch. No tuvo nada que ver con el diseño. Se valió de dos innovaciones en materia de ingeniería, cosas que no había inventado él, y levantó el monumento. Pero si hubiera de creer a la gente, pensaría que mi marido es Saarinen.
Nissing se echó hacia atrás, por así decir, y dejó que las palabras aterrizaran entre ambos y redundaran en descrédito de ella.
—Es cierto que su nombre se relaciona a menudo con ese edificio —dijo ella.
—Por algún motivo será.
—Bueno, en su momento, lo hubo.
Nissing volvió la cabeza, miró hacia el patio de atrás y luego miró nuevamente a Barbara.
—Me gusta St. Louis —dijo—. Es una vieja ciudad. Los edificios están bien asentados. Casi demasiado, no sé si me entiende. La ciudad es una ramificación física (los ladrillos, las colinas, los espacios abiertos, los árboles), hasta tal punto que la arquitectura y el paisaje lo dominan todo. No digo que no haya personas, pero por alguna razón parece que se pierden en medio de las vistas. Quizá se trata de una opinión de forastero. Procuro tomar contacto con el genio de los lugares que visito, en el viejo sentido de la palabra, la unidad de lugar y personalidad. La ventaja de este trabajo es que si me gusta una casa puedo entrar a mirarla. A propósito, quiero ver esas habitaciones…
El teléfono estaba sonando. Barbara se disculpó. Una súbita punzada menstrual la obligó a caminar despacio al salir. A Nissing debió de parecerle que se le habían dormido las piernas. El cartero llegó por el camino particular con un puñado de postales navideñas. En la cocina, Joshua estaba pasando un paño al bote del azúcar. Vince colocó un trípode.
—¿Barbie?
—Hola, Audrey —caminó hasta el frigorífico—. ¿Es algo urgente? —sacó leche, pero sus píldoras, incluido el Motrin, habían desaparecido de la pequeña repisa. Por lo visto, en House no querían saber nada de espasmos abdominales.
—Te llamaré luego —estaba diciendo Audrey—. Los fotógrafos deben de estar ahí.
—Están.
—¿Te encuentras bien?
—Sí.
Después de colgar, preguntó a Vince dónde había puesto sus píldoras.
—En la mesa del comedor —dijo él, ocupado con el trípode—. Le agradeceríamos que no fumara tampoco en la otra habitación.
Barbara se detuvo:
—No he sido yo.
Vince no dijo nada.
Nissing se estaba calentando la espalda en la lumbre semiapagada.
—No haga caso de Vince —dijo—. Vamos a ver esas habitaciones. El Tudor me chifla.
*
Probst recibió un susto de Barbara antes haberse quitado siquiera el abrigo. Con el sobresalto, se sacó una manga del revés.
—Escucha, Martin —dijo ella, retorciéndose las manos—. Tenemos un problema. No sé qué hacer. Se trata de Mohnwirbel —siguió a Probst hasta el vestidor—. Es algo tan… Resulta que… Mira. Mohnwirbel tiene fotografías donde salgo yo, ampliaciones grandes, las tiene en las paredes de su vivienda.
—¿Cómo? —Probst dejó su abrigo en una percha. El vestidor repleto le incomodaba, máxime porque todas las chaquetas eran suyas.
—En su apartamento. Tuve que acompañar allí a uno de los fotógrafos, quería ver… Bueno, las molduras de madera, ya sabes. Y Mohnwirbel, no sé dónde se había metido. Esta mañana estaba aquí, y ahora también, pero a mediodía no estaba en su casa. Tuve que ir a por nuestra llave. Estaba segura de que a él no le importaría si entrábamos un momento. Y entonces abrí la puerta y estaba tratando de sacar la llave de la cerradura (¿la habíamos usado alguna vez?), y le dije a Nissing, al fotógrafo, que pasara. Al final conseguí sacar la llave y él estaba allí mirando. Dios mío, qué humillación, Martin. Ese jardinero es un pervertido o algo así. Tenemos a un pervertido viviendo encima del garaje.
—¿Qué clase de fotos son? —preguntó Probst.
—Ya te imaginarás que no me quedé a verlo en presencia de un extraño…
—Vestida, supongo —dijo él, tratando de hacer que comprendiera.
—Sí.
—Bueno, menos mal.
—No le veo la diferencia. Está despedido.
—Creí que te caía bien —observó Probst. ¿Por qué no podía Barbara haber esperado unos minutos?
—Igual que a ti. No nos caía mal. ¿Qué significa eso? Pero probablemente tiene cadáveres escondidos…
—Esto no es propio de ti.
Barbara se echó atrás.
—Estoy molesta. ¿Tú no?
—Por supuesto —pero él lo había dicho en serio. Barbara parecía otra. Incluso cuando le había dado la noticia de la partida de Luisa, el mes anterior, había sabido completar las frases y explicar los hechos de manera cronológica.
—Ve a mirar —dijo ella—. Ve a hablar con él.
—Tú no lo has hecho.
—¿Yo? ¡Por Dios! Claro que no.
—Veo que aún me toleras cuando me necesitas.
Ella meneó la cabeza con gesto siniestro.
—Qué más quisieras tú —y fue a encerrarse en su cuarto de trabajo.
Olía a beicon.
La escalera que llevaba a los aposentos de Mohnwirbel estaba en la parte de atrás del garaje. Probst encendió la luz y empezó a subir. El aire era fresco y olía a madera podrida y al moho que se acumulaba entre el polvo endurecido. Retazos de linóleo viejo se pegaban a los peldaños renegridos. Hacía años que no subía aquellas escaleras. Mohnwirbel practicaba la autonomía. Le pagaban por correo.
Pasado el primer descansillo el aire se volvió más caliente. El rellano superior estaba iluminado por la luz que se colaba bajo la puerta del apartamento y por los visillos del ventanuco de la puerta. El corazón de Probst latía como si hubiera subido veinte tramos. Llamó, oyó pasos. La puerta se abrió lo que daba de sí la cadena.
—Heinrich, qué tal —dijo Probst—. ¿Puedo hablar con usted?
—¿Qué es lo que quiere?
—Quiero pasar.
Le llegó un suspiro con algo de voz en él, y Mohnwirbel dijo:
—Conque quiere pasar.
—Quiero ver las fotos de mi esposa.
Los ojillos negros desaparecieron y reaparecieron en un juego de párpados.
—Está bien.
Había muchas fotografías, pero por un momento Probst sólo registró su existencia, no su contenido. Recorrió las paredes de la exposición. Era verdad: aquéllas eran las mejores habitaciones de toda la finca. Los techos altos, las molduras extravagantes, la pequeña cocina anticuada pero ideal. Por la ventana que daba al este podían verse las ventanas iluminadas del número 236, y Probst experimentó una suerte de epifanía al abrirse paso, gracias a aquella perspectiva, en una vida ajena. Nunca veía su propia casa desde ese ángulo. Mohnwirbel llevaba décadas viviendo allí.
Se le ocurrió otra cosa. Si se desembarazaban de Mohnwirbel, podían alquilar estas habitaciones por cuatrocientos dólares al mes.
Junto a la puerta del baño vio un desnudo de perfil, una foto de Barbara en el baño tomada con un teleobjetivo. Las cámaras culpables colgaban junto al vestidor donde Mohnwirbel, inexpresivo, le observaba.
Barbara estaba vestida en la otra docena de fotografías, su pelo mostraba los diversos estilos de peinado que había ensayado en los tres o cuatro últimos años. Había dos fotos en la cocina, una en la pérgola, y el resto fuera de la casa. Salvo las fotos en la cocina, todas las instantáneas compartían la perspectiva que Probst tenía ahora, y, todas ellas, recordaban a las fotos que publicaba el National Enquirer de Jackie Onassis o de Brigitte Bardot en sus playas, barcos o propiedades. El grano, la espontaneidad, la escasa profundidad de campo del teleobjetivo le daban a Barbara un encanto especial.
—Bueno, Heinrich, ¿qué significa todo esto?
—Ya las ha visto, ahora váyase —Mohnwirbel llevaba una chaqueta a cuadros de leñador y unos pantalones raros. Eran pantalones de frac, negros y muy gastados.
—Este lugar es mío —dijo Probst.
—Según la ley, no. Yo no estoy de alquiler. Tengo mi residencia aquí.
Esto, comprendió Probst, podía ser verdad.
—Está despedido —declaró.
—Renuncio.
—¿Cuánto me va a costar echarle de aquí?
—No pienso irme. No tengo adónde ir —Mohnwirbel lo expuso como un hecho, no como un sentimiento—. Yo podría hablar con la señora de la casa.
Probst no cejó.
—La señora de la casa no desea hablar con usted —arrancó el desnudo de la pared y lo hizo pedazos—. Esto es asqueroso, propio de un pervertido, ¿se entera?
—Es su esposa —dijo Mohnwirbel.
Probst arrancó otra fotografía, mandando chinchetas sobre las marchitas alfombras orientales. Fue a arrancar una tercera, pero Mohnwirbel, tomándolo del codo, lo arrinconó contra la pared.
—Si toca otra lo lanzo escaleras abajo, Martin Probst —su aliento tenía un fuerte hedor etílico—. Quiero que sepa que es usted el hombre más arrogante que he conocido jamás. Usted entiende de categorías, normal y perverso, bueno y malo. Como si las tetas de la señora no le calentaran cuando ella va a por la toalla. Para usted todo eso es repugnante, usted no tiene dios. ¿Cree que ella no mira nunca a otro hombre? ¿Qué soy yo, entonces? Vamos, Martin Probst. No me llame pervertido.
—Sea como sea, caballero, usted se larga de aquí. Le voy a enviar a la policía, le voy a enviar al fiscal del distrito…
—Qué sentimental. Usted a lo suyo, y yo a lo mío. Esto es una morada de placer —un brazo a cuadros incluyó el espacio con un gesto amplio—. ¿Qué placer obtiene usted, Martin Probst? No tiene la casa, no tiene la mujer, no tiene la hierba del jardín —Mohnwirbel miró de soslayo, como si se hubiera distraído—. No me gusta su hija —observó.
—Dudo que a ella le guste usted —Probst recuperó el codo y dio unos pasos hacia las ventanas. Miró desde allí el camino particular.
—Veremos si puede hacer que me metan en la cárcel, Martin Probst.
Entre las ramas de un cornejo divisó a Barbara, hablando por teléfono desde la cocina con ambas manos en el auricular.
*
Era Luisa. Quería llevarse más cosas. Barbara le preguntó si estaba segura. Sí, estaba muy segura. No hacerlo sería jugar sucio con Duane.
La última frase provocó en Barbara una hiperventilación, pero permaneció al teléfono. Imploró. Suplicó. Ofreció a Luisa libertad absoluta de movimientos si volvía a casa; le ofreció un coche; le ofreció pararle los pies a Martin. Las respuestas de Luisa fueron cada vez más monótonas. Finalmente expuso su trato: Barbara podía ir a verla siempre que quisiera, pero ella estaba enamorada de Duane y quería vivir un tiempo con él, si no les parecía mal.
Y añadió:
—De todos, me habría marchado pronto de casa.
*
Pasó el fin de semana. Deprimida, con síntomas más clínicos que nunca, Barbara despertó a las tres de la mañana en el cuarto de invitados. El viento del norte batía la pared de ese lado. Apoyó los dedos como para mantenerla quieta. Una luna llena se consumía en la escarcha de las ventanas del lado oeste. Imaginó aquella habitación en la esquina de la casa como si se hubiera desprendido, desgajado de su mortero, y estuviera a punto de caer —con ese ruido de lo defectuoso— a los arbustos.
Se había recuperado de la primera conmoción tras el hallazgo de Nissing. El sábado por la mañana había hablado con Mohnwirbel, que se había mostrado cortés. El jardinero se disculpó y, más tarde, mientras Martin miraba un partido de fútbol, se presentó en la puerta de la cocina con negativos y copias, docenas y docenas, dentro de una caja de camisas. Ella le pidió, por favor, que no le sacara más fotos.
Él no podía prometer nada. «No está usted bien valorada», dijo, una muestra de perspicacia si no de cordura. Pero Martin seguía con la idea de ponerle una demanda.
Todo el fin de semana se había sentido como si tuviera cáncer, como si estuviera ordenando su vida para una muerte programada. La caja con las fotos —que no podía tocar, abrir ni tirar a la basura— podía haber contenido los fatales rayos X. Los objetos domésticos eludían el contacto con ella, supersticiosamente. Le habría gustado tener allí a Dozer para que rompiera el maleficio, verlo ir de habitación en habitación olisqueando, bostezando, esparciendo sus sonidos. Pero Dozer estaba muerto.
Y, sin embargo, hoy lunes, se encontraba mejor. La lluvia golpeó el techo y el parabrisas del coche mientras avanzaba a paso de tortuga por Euclid Avenue. Encontró una plaza bien situada donde aparcar, cosa que, en un barrio como aquél, era todo un presagio. Se encasquetó la capucha del impermeable, se deslizó sobre el asiento, abrió el paraguas y se apeó, justo en un torrente de agua helada. Tenía los pies empapados, ¿y qué? Introdujo monedas en el parquímetro, cruzó la calle, chapoteando, y entró en Balaban.
John Nissing estaba recogiendo su abrigo.
—¡Estupendo! —le quitó la capucha y la sujetó por los hombros—. ¡Has venido! —la besó en la boca como impulsado por la mera alegría de verla otra vez. Les dieron una mesa con razonable intimidad.
—Hoy me siento especialmente bien —dijo él mientras el Pouilly-Fuissé chispeaba en sus copas—. Un paquete que ha estado en el correo desde 1979 y que yo daba por perdido me estaba esperando en Nueva York el viernes por la noche.
Sonrió complacido y esperó. Ella esperó también. De pronto él se inclinó al frente.
—¡Joyas! Y es más, joyas sin ningún valor sentimental —metió la mano en el bolsillo—. Esto es para ti —le pasó un estuche de terciopelo—. Y el resto para Christie’s.
Barbara abrió el estuche. Contenía dos pendientes: diamantes, medio quilate cada uno, en monturas de oro blanco. Ella quería unos pendientes de diamantes para Navidad.
—Puedes quedártelos —dijo él—. Y no te preocupes. No son antiguos.
—Tengo muchas preguntas al respecto —dijo ella.
El camarero les sirvió sendos cuencos de puré de espárragos.
—¿Sí? ¿Cuál es la primera?
—¿Dónde esperas que los luzca?
—¡En las orejas! —se levantó a medias e hizo lo que ella no pensaba que hacían los hombres, que fue quitar unos pendientes de las orejas de una mujer. Barbara levantó las manos a la defensiva, pero las dejó caer de nuevo sobre la servilleta. Él guardó sus aros en el estuche y, asomando la lengua de pura concentración, le colocó los diamantes—. Puedes decirle a tu marido que te los regalé por lo mucho que me gusta el Arch.
Se sentó y miró el cuenco de Barbara. Si ella hubiera tenido algo en el estómago tal vez lo habría vomitado. Barbara levantó su cuchara.
—¿Y la número dos? —él también sumergió la cuchara y probó el puré, la vista desenfocada como un buen connaisseur—. La número dos —respondió él mismo— es qué espero yo a cambio.
Barbara lo confirmó con su mirada.
—Será suficiente con un simple «gracias».
—Gracias.
Por teléfono, él había sugerido un par de restaurantes en Clayton, pero ella le había pedido que se vieran en Balaban, sabiendo que se sentiría más anónima en el West End. Pero, bien pensado, no veía ningún motivo para haber evitado ir a Clayton. Nadie pensaría nada malo al verla con Nissing, y si lo pensaban, ¿qué más le daba a ella?
—¿La número tres?
Olvídalo. Negó con la cabeza. Pero luego lo pensó mejor:
—¿Por qué yo?
—No te lo sabría decir. Lo vi claro desde el primer momento.
—No me convences. Me temo que no cuela.
La mesa de detrás de ella estaba vacía, pero él bajó la voz hasta hacerla casi inaudible.
—Veo —dijo— que a mí se me exige que explique mis motivos, cosa que a ti no, porque tú vives en un castillo y te explicas por ti misma, mientras que yo no y me paso el día volando en avión. Yo ejecuto mi número y ¿la dama aplaude un poquito?, ¿se enternece, quizá?, ¿no se enternece? Tienes una superioridad cansina, Barbara, y no te sienta bien. Si yo hiciera suposiciones acerca de ti como tú las hecho acerca de mí, me atrevería a decir que no has tenido una aventura desde que te casaste. ¿Es un dato positivo? ¿Con cuarenta y tres años? ¿Acaso te da derecho a exigir explicaciones? —desvió un momento la vista y luego la volvió a mirar a los ojos—. Sabes que no hablas como los demás. La gente que te rodea está objetivada. Eso lo sabes bien. Tú hablas otro idioma. Tú ostentas tu tristeza. Sabes muy bien que te gustaría enamorarte de alguien como tú. ¿Me explico con claridad?
—Desde luego —dijo ella—. Pero deberíamos hablar de otra cosa, o no voy a poder comer.
Nissing acababa de pagar la cuenta, una hora más tarde, cuando mencionó que debía tomar un avión a las 3.45. Barbara se sintió un poco dolida, pero en seguida se alegró. Estaba agotada.
Fuera, bajo la llovizna, ella se despidió sin un beso, sólo una sonrisa y un gesto de la mano. No creía todo lo que él le había dicho, pero sí creía tenerle en un puño.
En el primer semáforo se quitó los pendientes. Tenía que ir a casa a buscar los regalos de Luisa, el grueso de los cuales pensar entregar aquella misma tarde. La tarea le parecía más sencilla después del almuerzo con Nissing, pero era una lástima tener que ir hasta Webster Groves para volver otra vez; el piso de Duane estaba sólo a un kilómetro de donde ella había aparcado.
*
Singh se levantó antes del amanecer, ejecutó una versión abreviada de sus ejercicios gimnásticos, tomó una ducha helada y se afeitó. El miércoles se había hecho cortar el pelo radicalmente, casi al cero en la parte de atrás y los costados. Cambiar de apariencia era exagerar el paso del tiempo, eludir antiguas reclamaciones de propiedad, reconocerse a sí mismo. Eligió la ropa con un fin similar. Barbara le había visto en elegantes prendas de lana, así que hoy se pondría tejanos negros y cambiaría la camisa de vestir por una color azul marino sin cuello. Comió un bollo con mantequilla y se limpió los dientes.
La opacidad de las claraboyas adoptó un azul translúcido al despuntar el día. En la nevera casi no había nada. Singh lo tiró todo a la basura. Tenía un plato extra y dos tenedores de más. Los tiró. Tiró también calcetines sobrantes y una camisa que le sentaba mal. Leyó el informe sobre Probst y destrozó el noventa por ciento del mismo. Sabía lo esencial como no lo había sabido dos meses antes: estaba estrechando el cerco. En la página superior de las notas que estaba rompiendo se fijó en algunas frases utilizadas: «superioridad cansina», «enamorarse de alguien como ella». Llevó la basura al ascensor y luego al callejón y subió de nuevo con el aspirador del edificio. Aspiró el polvo que quedaba en la moqueta verde, las migas de la zona de cocina, los pelos del cuarto de baño. Telefoneó a Barbara y luego, por segunda vez, escuchó las conversaciones mantenidas por ella los últimos cuatro días, incluida la noche anterior. Su compostura era perfecta, pero eso lo decía todo; una semana antes no habría estado tan segura de sí misma.
AR: ¿Dónde has estado todo el día?
BP: Oh, fui a llevarle unos regalos a Luisa.
AR: Te he estado llamando…
BP: Oí el teléfono un par de veces. Estaba intentando dormir. No duermo muy bien.
AR: Pensaba que estarías trabajando.
BP: No, trabajo mañana, todo el día.
Singh borró la cinta. Llegaron las palomas. Intercambió cuatro palabras con Jammu por teléfono. Recientemente Jammu había tenido un leve acceso de escrúpulos, una reacción alérgica a meterse en vidas ajenas, pero se había recobrado y, dentro de muy pocas horas, Singh iba a tener el placer de tumbar sobre un colchón a la mujer de Martin Probst.
Condujo el recién alquilado Pontiac Reliant hasta su refugio en Brentwood y entró a recoger su portafolios. Las fotos del 236 de Sherwood Drive eran prudentes y extrañamente lóbregas, como la propia casa, pero al parecer eran del gusto del redactor jefe. Singh había pagado a Vince y a Joshua y los había mandado de vuelta a Chicago. Sus días de House habían terminado. Encendió un cigarrillo de clavo pero se lo pensó mejor. Lo arrojó al inodoro, tiró la cadena y salió del apartamento.
El servicial jardinero de los Probst estaba quitando el hielo del camino principal cuando Singh llegó. Mohnwirbel devolvió el saludo con una mirada y un silencio penetrantes. Singh llamó al timbre y Barbara le fue a abrir. Él la observó para ver qué efecto le producía su nuevo aspecto, y advirtió que ella también había cambiado el suyo. Se había sujetado el pelo con un pasador y se había puesto una camiseta ceñida y unos pantalones ceñidos, cambiando el énfasis de un cuerpo acechante a un cuerpo maduro. Le divirtió que hubieran empleado estrategias similares. Por un momento olvidó la frase ensayada. Luego la recordó:
—Te traigo unas fotos.
—No, gracias —dijo ella, alargando unos brazos ingrávidos y besándole. Él no se lo esperaba. Se le notó la sorpresa. Ella se apartó—. Voy acostándome, ¿verdad?
Dio media vuelta, subió tres peldaños y se detuvo, sin mirarle.
Él dejó el portafolio apoyado en la cómoda de roble del pasillo. Pensó en ir a sentarse al salón y esperar acontecimientos, ver el tiempo que ella tardaría en volver. Por qué no. Sus aires de grandeza le aburrían. Se hundió en el sofá y cogió algo de la mesita baja, un libro de fotos del Arch por Joel Meyerowitz. La última vez no estaba. Pasó las páginas. Él llevaba ventaja. Además de las muchas razones que Barbara tenía para ser «infiel» a Martin, su corazón de burguesa estaba ansioso por complacer. Mujeres menos virtuosas habrían dudado al telefonearla él el lunes; mujeres menos inteligentes habrían coqueteado con más talento. Barbara, privada de sentido del humor, sólo había dicho sí y propuesto un restaurante.
Apareció junto al sofá.
—Has venido para acostarte conmigo, ¿no?
Singh filtró paciencia en su suspiro.
—He tenido un vuelo de ordago —dijo—. ¿Por qué no te sientas un rato conmigo?
Barbara se aposentó en el borde del sofá.
—Relájate, quieres —él se hundió todavía más—. ¿Qué te pasa?
—Todo esto es una cursilada. Deja de decirme lo que debo hacer.
—No gracias —dijo él—. He tomado algo en el avión.
Barbara apretó las rodillas, con las manos juntas en medio.
—Eres muy amable, John, mucho —dijo ella—. Pero no quiero sentarme a hablar contigo como si estuviéramos ligando. Eres muy gracioso, pero ahora no quiero oír nada. Dijiste que me querías. Que me conocías. Así que, por favor.
Entonces, se lo había tragado.
—Vamos arriba —insistió ella.
—Con lo bonito que es este sofá.
—No quiero. Él puede vernos.
—Oh —Singh miró a las ventanas de la parte de atrás—. Claro.
Barbara había corrido las cortinas del cuarto de invitados. Singh retiró la colcha y dejó que ella le desnudara. Miró hacia abajo. Todo iba bien. No era que lo hubiera dudado. Ella se quitó la blusa y se quedó allí en tejanos y zapatos, las manos en las caderas, evaluándolo. Él sintió un tirón. Ella le montó a horcajadas y lo tumbó de espaldas, besándolo alrededor de la boca. El tirón aumentó. Él ya lo había anticipado, pero el salto estaba por dar. Se incorporó en la cama y ella con él. Éste era el punto crítico, fuera del ámbito de su propio atractivo, el punto más allá del cual era demasiado peligroso falsear las cosas. La agarró de las muñecas y fijó la vista en la carne que sobresalía apenas de la cintura de sus pantalones. Todo pasó en un segundo. La amó un poco, su pecho moreno contra el rosado de ella, costillas contra costillas, estómago con estómago. Su censor de reserva dejaría que pasara cualquier cosa: ella era blanda. La mejor hembra del mundo. Alargó la mano y le bajó la bragueta, otro tirón, deslizando los dedos entre sus húmedos rizos. Ella se quitó los pantalones y, con una exclamación que pareció salir de todo su torso, se abrió para que la penetrara. Él la tumbó de espaldas, subieron hacia las almohadas. Ella no emitía sonido alguno. Le espoleaba a hundirse más arañándole la espalda. Para él fue fácil, y aunque a ella pareció costarle una eternidad, finalmente dejó de mover las caderas y se puso rígida. Sus costillas botaron contra las de él. Boqueó y sonrió con unos labios forzados ya a la asimetría.
El teléfono sonó a lo lejos, dos llamadas.
El tiempo había cambiado. Solía pasar.
Estaba empezando a despertarse cuando ella le confesó que estaba un poco dolorida. Él propuso un procedimiento alternativo. Ella negó con la cabeza. Él se olvidó del asunto y retomó la postura tradicional, empezando con delicadeza pero con la intención de inmovilizarla como había planeado previamente. Ella le dijo que la estaba vaciando. Ésa era la idea. Pero no quería hacerle daño. Dejó que rodara con él lateralmente, y mientras lo hacían, completamente enlazados, él empezó a experimentar dificultades perceptuales. No era inmune a ellas. Las aceptaba como un fenómeno. La dificultad consistía ahora en una imagen fantasma, un negativo, una mujer de piel oscura y pelo oscuro y labios pálidos que se ocultaba en Barbara y la emparejaba cuando se movía sin timidez, pero que surgía a la vista cuando ella erraba, corrigiendo sus movimientos. Las formas estaban unidas en el ritmo del acto mismo y en el punto espumoso donde se fundían con Singh, que era un fulcro arquimédico.
¿Quién puso la mira a Cachemira?
¿Quién le puso el mu a Jammu?
Canción de sus años de estudiante. Estaba perdiendo la objetividad, y pasó algunos minutos en ningún sitio en particular. Su retorno se debió por entero a los afanes de Barbara. Cuando volvió a mirar, la imagen negativa había desaparecido, y entonces supo que su éxito había sido completo, los resultados impresionantes. La poseía y ya no la iba a soltar. Le pasó los brazos a la espalda, que ardía, hundió los dedos en su grupa, los hundió en su trasero, los dientes contra su lengua, las piernas mutuamente entablilladas, y el resto de un buen número de centímetros dentro de ella, explorando cavidades y coronando crestas, y se corrió otra vez, en un vacío recién hallado, y le parecieron litros.
Pararon.
Una expresión de pura y lúcida malicia asomó al rostro de Barbara, como muñeco a una caja de sorpresas.
—Adiós —dijo—. Me alegro de que hayas venido.
—Hasta pronto —respondió él, siguiéndole la corriente.