Titus Klaxon y sus Steamcats, gente de St. Louis que había triunfado y se había largado a Los Ángeles, tenían un bolo muy especial en el Shea’s Lounge de Vandeventer Avenue, un acontecimiento que uno no se podía perder. RC y Annie dejaron a su hijo Robbie con los chavales de Clarence y Kate y permitieron que Clarence llevara el coche bajo una nevada colosal y aparcara en un sitio libre cuya identidad y propiedad (¿un jardín?, ¿un aparcamiento?, ¿una calle?) quedaban ocultas bajo más de un palmo de nieve. Era la segunda tormenta de invierno en dos días y el cielo aún no se había cansado. Al pasar frente al gorila de turno, RC vio que las gafas de Annie se empañaban impidiéndole ver. Annie se las quitó y sonrió, y él le dio un beso y le apretó los hombros. En el estrado en penumbra alguien estaba tocando un ritmo rápido en el charles, lo que quería decir que el espectáculo no iba a empezar todavía. Ernie Shea, que era amigo de Clarence, los condujo a una mesa bien situada y les llevó personalmente unas jarras de Hammaker. El batería dejó de tocar. RC y Clarence, Kate y Annie estuvieron hablando un rato de todo y de nada, como en los viejos tiempos, una cita doble, sólo que no habían existido tales viejos tiempos. RC tenía diez años y Annie dos cuando Clarence y Kate se habían casado.
Al poco rato Clarence trasladó su silla un par de palmos para un tête-à-tête con RC.
—Bueno, agente White —dijo—. ¿Cómo va la vida?
RC reflexionó. Lo más importante de su vida era que su casero, Sloane, los echaba a Annie y a él del apartamento. Había una normativa nueva para que los alquileres no fueran abusivos, pero Sloane cobraba honorarios, hacía ruidosas reformas en pisos vacíos y ofrecía una cantidad ridicula a todo aquel que estuviera dispuesto a marcharse. Eran muchos los que ya habían aceptado.
Clarence olfateó un cigarro puro y le hincó los dientes.
—¿No es al cien por cien maravillosa? —sus ojos se veían claramente inyectados en sangre pese al humo y las luces anaranjadas—. ¿Qué es lo que anda mal, agente White?
—¿Te interesa, Clarence, o sólo te estás riendo de mí?
—Me interesa, agente White.
—Pues deja de llamarme así —aquellas sesiones de preguntas y respuestas ponían nervioso a RC cuando Annie estaba delante. A Clarence le preocupaba otra cosa, en el fondo, algo como: ¿qué tal trata la vida a mi hermanita?—. Estoy bien —dijo RC—. Lo que pasa es que nos echan del apartamento.
—No me digas —Clarence exhaló humo.
—Sloane estuvo en casa el sábado hablando con Annie. Dijo que seguramente no podía hacer nada para evitarlo.
—Un Sloane siempre será un Sloane —daba la impresión de que a los ojos de Clarence les dolía ver—. Qué otras novedades hay.
No era una pregunta, pero RC la respondió.
—Annie consiguió ese empleo, sabes. Y yo he aprobado la prueba de comunicaciones.
—Ya veo que acabaréis pagando un alquiler de los altos.
RC sorbió de su cerveza. Los músicos que había al fondo del estrado llevaban camisetas y jerseys sin mangas, mientras fuera la ventisca era capaz de matar a cualquier vagabundo. No tenía ninguna gracia, pensó RC, estar al lado de un pesimista que estaba viendo confirmadas sus predicciones, y Clarence no era otra cosa sino un genuino pesimista. Le entraron ganas de disculparse en nombre del mundo, en nombre de todas sus cosas malas. Podía aceptar las dificultades y los gastos de su vida, pero le jorobaba ver que cuadraban con las escasas expectativas de Clarence.
En realidad, RC había llamado a Struthers, de Alderman Rondo, para preguntar si se podía hacer algo respecto a Sloane. Fino, finísimo, Struthers le había dicho que había un proyecto de viviendas en curso, pero RC le preguntó que quién quería vivir en una comunidad de viviendas protegidas si podía evitarlo, aunque fuera una «buena» comunidad para gente «decente» —como lo calificó Struthers, lo cual debía de ser mentira, conociendo a Struthers y sabiendo lo que era una comunidad de viviendas protegidas. Struthers le dijo que con el fondo de renovación tenía para tres meses de alquiler, hasta febrero o marzo, pero que con el recibo le darían un préstamo. Y RC dijo: «Ya. Nos vamos a vivir tres meses a un motel. Y luego ¿qué? ¿Habrá sitios en esta ciudad dentro de tres meses si todos estamos en la misma situación?». Y Struthers dijo: «Está todo calculado, muchacho. A partir de ahora no van a joder a nadie». Struthers, la antítesis de Clarence, hizo pensar a RC que podía ocurrir lo peor. Todo brillaba como los chorros del oro en el mundo de Ronald Struthers, el hombre más rico que RC había conocido jamás.
Annie y Kate estaban mirando unas fotos que Kate había sacado de su bolso.
—El martes demolimos un edificio en Biddle, RC —dijo Clarence, poniendo su cara de contar anécdotas, los ojos entornados, el cigarro en ristre—. Lo desmantelamos a fondo, tuberías, fusibles, puertas, y gran parte de los ladrillos. Unas puertas de buena madera, me temo. En fin, procuramos que no quedara nada que llevarse o dejar allí y empezamos con la bola de demoler, y no te digo que se nos había pasado por alto un pequeño sótano. Un agujero antiquísimo, con piso de tierra, de esos que se usaban para guardar patatas, conservas y carbón hace casi un siglo. O sea, una especie de gatera, y no te digo que veo aparecer una familia de tres.
Clarence le enseñó aquella espantosa sonrisa que exhibía últimamente, sonrisa de no-me-extraña-nada.
—Una señora no mucho mayor que Stanly, con una hija de tres años y un bebé pegado a la teta, mamando mientras nosotros hablábamos —hizo otra pausa para cerciorarse de que RC le seguía—. Estas cosas me afectan, sabes. Sí, todavía me afectan. Hice marcha atrás con la bola y me puse a hablar con la mujer. Había llegado de Mississippi en agosto, de un pueblo llamado Carthage, sólo había estado en St. Louis de visita, pero buscando al padre de sus hijos. Una cosa conduce a la otra, y en pleno diciembre está viviendo en una carbonera alimentándose de sopicaldo, demasiado tonta o demasiado tímida para hacer otra cosa. Viviendo en una carbonera, nada menos. Le dije que lo sentía mucho, pero que teníamos que hacer nuestro trabajo. ¿Adónde pensaban ir? Ella no lo sabía. No lo sabía. Mira, nadie debería vivir en una carbonera. Y yo estaba echando abajo una para que puedan construir oficinas. Es que hay gente así, y se avecina el invierno.
RC conocía bien a Clarence.
—¿La chica ha vuelto a Carthage? —preguntó.
—Lo único que sé es que subió al autobús —de súbito, Clarence se irguió como un pointer—. Mira eso —hizo un gesto de cabeza, y al otro lado de la sala, hablando del diablo, estaba Ronald Struthers. Llevaba jersey de cuello cisne y pantalón de pana, la cadena de oro con el enorme medallón, y estaba charlando con Ernie Shea. Ambos de cara al estrado. Tras el telón se presentía un silencio preliminar. Puntas de luz brillaban sobre el escotillón, sobre pies que sostenían saxos y trompetas sin su embocadura. La sala estaba repleta y nerviosa, y el humo era tan denso que pronto llovería alquitrán.
—Vaya, vaya —dijo Clarence, nada impresionado—. ¿Qué estará haciendo aquí?
—Quizá viene a oír la música —respondió RC con sarcasmo pero no sin cierto nerviosismo, atrapado como estaba en una disputa que él no había provocado. Struthers y Shea fueron hacia el estrado en estricta línea de montaje, parándose en cada mesa para que Struthers pudiera repartir políticos apretones de mano, sonrisitas y halagos. Pasaron tras el telón y se convirtieron en dos bultos con pies. RC volvió a arrimar su silla a la mesa y tocó a Annie en el hombro.
—¿Mmm? —dijo ella, sonriendo a una observación de Kate.
—¿Has visto a Struthers?
—A mí qué me importa Struthers.
RC se llenó el vaso, llenó los de las señoras, alargó la mano y llenó también el de Clarence, e hizo señas a una camarera para que les llevara otra jarra. Pagaría esta consumición a las seis de la mañana cuando tomara el autobús para ir a la academia. Ahora Annie necesitaba el coche. Él estaría seco y tiritando, y los copos de nieve cortantes como limaduras.
Los Steamcats asomaron al estrado y tomaron posiciones. El batería, un rasta o presunto rasta de pecho desnudo, marcó unos compases de ritmo para darse importancia, ajustó la posición de su banqueta, hizo malabarismos con una baqueta y ejecutó un redoble en la caja. Entonces salió Titus, más gordo que nunca, embutido en una túnica plateada con lentejuelas y un tocado de plumas, indio. Hizo una venia al público, recibió aplausos aislados. Pero entonces, con un guiño de advertencia a los allí presentes, retrocedió para esconderse de nuevo tras las cortinas.
—Qué estilo tiene —dijo Annie.
Clarence, con cara de enfermo, machacaba el puro entre sus dientes.
Avanzando ahora entre los músicos estaban Ernie Shea y Ronald Struthers, éste conducido del codo por el primero, guía en un territorio inexplorado y hostil. Una vez delante del micro observaron a la multitud. Los Steamcats se cruzaron de brazos, encorvaron los hombros y miraron a Struthers como si fuera el presidente de un banco blanco. Las luces del local se fueron extinguiendo. La luz retrocedió hacia el estrado, se fundió en un baño púrpura en el que los Steamcats se movieron furtivos, lamiéndose los labios. Shea dio unos golpecitos al micro.
—Siempre es un enorme placer —dijo— dar la bienvenida a estos caballeros que nos traen, a mí y seguro que a ustedes, tan gratos recuerdos. Bueno, nuestra estrella acaba de echar a perder el clímax con sus prisas por entrar y salir…
Risas generalizadas.
—Pero tenemos toda la noche por delante, así que vamos a intentarlo de nuevo. A ver si esta vez sale bien. Señoras y señores, amigos, romanos, paisanos, les presento al astro de St. Louis… ¡Titus Klaxon!
Salió Titus, menos garboso que antes. Cabizbajo, fue hacia Shea y Struthers y los empequeñeció con su estatura musical. Se situó entre los dos, abrazándolos como a muñecos.
—Gracias —dijo cuando los aplausos menguaron—. Muchas gracias.
Gente muriendo fuera en la tormenta de nieve. Siempre que había ventisca moría gente.
—Quisiera decir unas palabras si me lo permiten —Struthers se apoderó del micro.
Silencio inmediato. La gente desconcertada.
—Sé que vamos a dar a Titus la bienvenida que se merece —dijo—. Lo sé porque conozco a Titus Klaxon, me consta que es un hombre que nunca perderá sus raíces, y sé que lo mismo puede aplicarse a todas las personas presentes en este local…
Alguien rió por lo bajo a la derecha de RC; a su izquierda, Clarence se estaba mordiendo el dedo gordo, no la uña sino el dedo en sí.
—Me acuerdo de cuando estos chicos empezaban en la música…
CRAC. El batería descargó un golpe contra el aro de la caja y Struthers dio un salto. Los Steamcats miraron al techo.
—Bien —carraspeó Struthers—. Parece que todos estamos impacientes por empezar, a todos nos conmueven los recuerdos que sin duda evoca esta noche, de modo que sin más preámbulos…
Pasando un brazo sobre Shea y otro brazo sobre Titus, Struthers enseñó su sonrisa a toda la sala como si estuviera reclamando una foto, y luego, con un destello azul, fue fotografiado. ¿Estaban permitidas las cámaras en el local? RC alargó el cuello buscando el origen del flash. Lo encontró. Pegado a la pared tres mesas más allá había un chaval de pelo rizado, blanco, con una cámara y una chica al lado. Jóvenes, pinta de zona residencial. Típicos.
—Es el chico que le sacó la foto a Benny Brown —dijo Clarence por lo bajo.
Struthers se había esfumado y Shea anadeaba entre las mesas en busca del fotógrafo. Hablaron. La chica parecía preocupada. El chaval sacó una tarjeta y Shea asintió, pero no parecía muy contento.
Mientras los Steamcats ajustaban boquillas y pulsaban cuerdas, Titus cogió el micro.
—Mi buen amigo Ronald Struthers —dijo— me ha pedido que dedicara una canción a una señorita que sin duda muchos de vosotros conocéis, y la primera pieza vale como cualquier otra —Titus tensó el abdomen y tragó una bocanada de aire, como si quisiera impedir que le repitiera la comida—. Se trata de una canción nueva. Hacía tiempo que no veíamos las calles de esta ciudad y es posible (quiero que lo meditéis), es posible que ahora que soy un forastero pueda ver cosas que vosotros no podéis ver. Si es así, no voy a pedir disculpas, porque me alegro mucho, en serio, de estar aquí esta noche. Mi lema es que el blues es la verdad, así pues, chicos, vamos a enseñarles a estos amigos de qué clase de blues estoy hablando —el batería empezó a tocar—. Ésta va por la señorita de azul, y se titula —anunció con voz de bajo profundo—: «Gentrifyin’ Blues».[5]
*
Probst estaba enfermo. Tenía un fuerte resfriado, el peor en años, con todo el repertorio: escalofríos, jaqueca, dolor de garganta, una sensación general de injusticia y agravio. Los medicamentos de costumbre apenas le hacían efecto. Durante el fin de semana había tocado ligeramente la superficie, o la superficie le había tocado a él, y luego Probst se había tocado los ojos o la nariz y los virus habían penetrado. Podía haber sido cualquier superficie. Todo tenía una superficie, y los gérmenes activos estaban a la espera, saltando en el aire, un número indeterminado de ellos; en lápices y cojines, en zapatos y en aceras, calles y suelos, en vasos y toallas y parquímetros. Los teléfonos eran un hervidero de virus. Las monedas que te daban como cambio supuraban enjambres de ellos. Los botones de los ascensores eran pústulas repletas de virulencia adquirida. Rolf Ripley se había limpiado bolitas de viviente viscosidad en las mangas, y Probst las había tocado. Había secreciones de Buzz por toda su oficina. Hutchinson había cogido el abrigo de Probst. El doctor Thompson le había estrechado la mano, a Meisner le moqueaba la nariz, y el general —Sam— le había pasado unos donuts, nada menos. Visto en retrospectiva, no se fiaba de nadie.
Eran las tres de la tarde, 12 de diciembre. Arrebujado en su abrigo, una bufanda debajo del mentón, cruzó las dos puertas de Plaza Frontenac, las galerías donde tanto Barbara como él preferían hacer sus compras. Los que entraban con él llevaban las manos vacías y un paso febril. Los que salían llevaban paquetes en brazos, bolsas de Saks colgando a la altura de la pantorrilla, libros o discos en el pliegue del codo, pequeñas bolsas de papel asomando por los bolsillos del abrigo. Probst se detuvo a fin de orientarse. Estos sitios no estaban hechos para ejecutivos, y Probst se sentía especialmente desplazado en una tarde de día laborable. Normalmente, ningún catarro, por fuerte que fuera, le impedía ir a la oficina. Pero además había contraído un cumpleaños, que era asimismo el peor que había contraído en años. Cumplía cincuenta. Un niño vestido con un loden verde estaba persiguiendo un globo rojo y fue a parar a los pies de Probst, que estornudó encima de sus caracolillos rubios.
—¡Jesús! —dijo la tierna voz infantil.
—¡Vaya! Gracias.
Sus palabras le dejaron un mal sabor de boca. La gente le daba empellones. Se refugió en el escaparate más cercano, detrás del cual unos torsos blancos exhibían lencería negra. ¡Vaya! ¡Vaya! Hablaba igual que su padre. Su padre había recurrido constantemente a la palabra «vaya», no sólo como partícula dilatoria sino también como exclamación que denotaba a la vez sorpresa y beneplácito. Si un cliente de la zapatería Gamm’s donde él trabajaba hacía un comentario elogioso sobre su traje o su corbata (era muy detallista con la ropa), él iniciaba su respuesta con un entusiasta, aunque ligeramente desconcertante, «¡Vaya!». Cuando Ginny o Martin iban a la tienda a pedirle dinero, aquella palabra expresaba su contento al recordar su posesión de una hija tan bonita y despabilada, o de un hijo tan cortés y tan serio. «¡Vaya!» La palabra dejaba a sus clientes en suspenso; estos dos eran sus importantísimos hijos; sus hijos, fíjense bien, no sus nietos. De la tienda se llevaba a casa otras coletillas, coletillas que en su momento no parecieron nada características, pero que, cuarenta años después, salían de la boca de Martin con creciente frecuencia a medida que se aproximaba a la edad que su padre tenía cuando Martin se dio cuenta por primera vez de que su padre era un hombre más débil que él. Últimamente se había sorprendido a sí mismo utilizando la palabra «bien» como adverbio, peor aún, la construcción «Y digo yo», una frase distintiva de un hombre que piensa en voz alta (pensar en voz alta entrañaba arrogancia) en vez de dirigirse a quienes le rodean. Supongamos que Ginny, Martin y su madre habían estado hablando durante la cena de buscar un sustituto para Shannon, el chucho que una noche no había vuelto de su carrera diaria; su padre se quedaba sentado en silencio con su cerveza mientras retiraban los platos y servían melocotón en almíbar, y luego, con un gruñido, decía: «Y digo yo si no sería más sencillo conseguir un animal disecado para Gin y una novia para Martin».
En el escaparate, ante los propios ojos de Probst, un torso blanco estaba cobrando vida. Giró con frenesí sobre su ausencia de extremidades; dos manos de dependienta lo habían agarrado por el muñón del cuello y estaban retirando el sostén de sus cónicos pechos de alabastro. La dependienta leyó la etiqueta de la talla. Luego se volvió a una cliente, negó con la cabeza y se encogió de hombros.
A la izquierda de Probst una niña estaba llorando. Su madre se arrodilló para tirarle de los bucles como si la pusiera guapa para una foto. Secó sus lágrimas con el pulgar, sin darse cuenta de que ésa era una excelente manera de introducir virus en la corriente sanguínea de su hija. Probst se alejó.
Había ido a comprar unos regalos para Barbara, confiando en dejar al menos un asunto zanjado. En su lista había libros, productos de baño y pendientes de diamantes. Su plan era dejar que Plaza Frontenac le sugiriera otras y más abstractas ideas. Por fortuna, sólo tenía que comprar regalos para Barbara y para nadie más.
La víspera, cuando intentó enseñarle a su propio cuerpo quién mandaba allí ayudando a Mohnwirbel a despejar los últimos veinte centímetros de nieve del camino particular, Barbara le había llamado desde dentro de la casa. Jack DuChamp estaba al teléfono. Jack no le llamaba desde la noche del incidente en el estadio. Le dijo que Elaine y él —ejem, bueno, desde hacía años— daban una fiesta el día veintitrés. Lamentaba avisar con tan poca antelación, pero estarían encantados de contar con Martin y su mujer.
Bajo la supervisión de Barbara, Probst le dijo a Jack que le parecía que no podrían ir, unos parientes de Barbara habían anunciado su visita a la ciudad y, claro, ya sabía él cómo era eso, pero que harían todo lo posible por…
—Estupendo, estupendo —dijo Jack, mientras Barbara salía de la habitación, aparentemente satisfecha—. Nos haría mucho ilusión verte. Y procura traer también a Luisa, será una cosa muy familiar. A nuestros hijos les haría mucha ilusión verla.
Al salir de nuevo a la nieve, Probst asomó la cabeza en el cuarto lleno de humo. Dijo que parecía que al final no tendrían que ir. ¿Que no tendrían que ir? Demonios, Martin. Claro que no irían.
Por la mañana había hecho un pedido adicional por teléfono a la firma de cítricos de Florida que solía solucionarles sus regalos de fuera de la ciudad. Los DuChamp tendrían pomelos en pleno mes de febrero; el aviso llegaría en torno a la fecha de la fiesta. Probst confiaba en que los cítricos, aquel soborno tan formal, tendrían el efecto deseado.
Que no era otro que conseguir que Jack le dejara en paz.
Esquivando pelotas mortales de necesidad —dos chavales regordetes con cazadora tejana que se precipitaron a una tienda de videojuegos— ganó los ascensores y una vez dentro estornudó en la mano y se agarró al pasamanos de plástico negro, infectándolo. Vio correr el pasamanos como salido de una máquina de extrusión hacia los mecanismos del aparato. Vio extenderse sus gérmenes a lo largo de la tira. Volvió la cabeza. Diez rostros le estaban mirando, algunos de ellos como si le reconocieran de algo. Les había producido asco.
Una tienda que proyectaba ciencia e integridad, un estanco, le llamó la atención. Unos tarros grandes con tapones de cristal biselado se alineaban con sus respectivas etiquetas en estantes, como en un museo de muestras de suelo, unos tabacos tan negros como Iowa, otros tan rojos como Arkansas, otros austeros y rubios, otros de color de arena, otros en fin margosos y jaspeados. La tienda vendía también caramelos y revistas. Era un comercio a la antigua usanza. Probst entró, saludó con un gesto al propietario y negó con la cabeza: sólo estoy mirando. Mientras recorría el expositor de golosinas, sus ojos quedaron prendados de las cajas triangulares de Toblerone. Cogió una y leyó mensajes en alemán, francés e italiano, un idioma en cada cara.
¿Y en inglés no? ¡Vaya! Qué pulcro, qué importado, qué suizo que estas chocolatinas utilizaran los tres idiomas oficiales de Suiza. Así se aclaraba un pequeño misterio: ¿por qué las cajas eran triangulares? Compraría unas cuantas. Venían en colores navideños.
Del expositor de periódicos cogió un ejemplar de House. Quería saber algo de la gente que el viernes fotografiaría su sala de estar, la cocina y el baño. El dueño marcó la compra en la caja. Probst preguntó si había encargado los Toblerone directamente a Suiza.
¿Por qué?
Hombre, como no ponía nada en inglés…
El hombre frunció el entrecejo.
—Sí, aquí está.
Probst miró también. Había algo en inglés. También en alemán e italiano. ¿Cómo podía haber tomado el francés por inglés?
—Sí, en inglés, francés y alemán —dijo el hombre. Probst se encogió de hombros disponiéndose a salir, pero entonces vio que el hombre se restregaba la nariz con dos de los dedos que había empleado para coger un billete de cinco dólares.
—¿Está todo bien?
Mirando hacia atrás, Probst hizo que sí con la cabeza y de pronto chocó con un objeto, al cual se agarró para no perder el equilibrio y a punto estuvo de volcar antes de identificarlo: era el típico indio de madera, casi tan alto como él, y que ahora se balanceaba violentamente. Probst lo sujetó. El dueño de la tienda meneó la cabeza con cara de irritada desaprobación. Probst había subestimado su propio vigor.
Atravesó el atrio y se sentó en un banco de roble bajo un árbol en miniatura con las hojas enceradas. No estaba en condiciones de hacer compras. Pero si no las hacía ahora tendría que volver en otro momento. Barbara le había preguntado cuánto tiempo estaría fuera y él había dicho que al menos una hora. No podría cooperar en los preparativos del cumpleaños. Además, si iba a casa, tendría que meterse en la cama. Odiaba meterse en cama, precisamente el día de su cumpleaños.
Pero, bueno, ¿qué importaba un cumpleaños? Lo único que le venía a la mente, cuando especulaba sobre el hecho de nacer, era su cabeza asomando entre las piernas de su madre. La imagen se volvía muy nítida cuando pensaba en ello, como si lo hubiera visto en la televisión o en un cine y lo estuviera recordando. ¿Qué cámara, al nivel de la cama, había registrado la aparición de su cabeza? Era una vieja película, filmada con una cámara muy vieja. Ninguna otra cosa le parecía más antigua.
Cuando Luisa le hacía preguntas agradables, tiempo atrás, una vez le había preguntado cuál era su primer recuerdo. Seguramente, le respondió él, el accidente de coche cuando no había cumplido aún los tres. Recordaba haber salido despedido y chocar con una barra metálica. Sí. Iba de pie sobre el asiento, y aún no tenía tres años…
Los zapatos y los murmullos de los compradores que pasaban por su lado parecían impacientes, como los movimientos de los transeúntes suelen parecerlo a quien está descansando, y el único consuelo a ese parloteo insoportable es incorporarse a él. Pero Probst resistió. Su garganta era un tubo de dolor. Necesitaba descansar un rato más. Luego haría las compras: aceite de baño, libros y pendientes. Seguramente no estaría con ánimos para buscar gangas, pero los catarros le volvían extravagante. Se encontraba mal, era su cumpleaños, podía hacer lo que le viniera en gana. Recordó que durante años le había acosado el recuerdo de la propulsión, del impacto con la barra, como en una pesadilla que no deja de serlo pese a identificarla como tal, sin saber que era a él mismo a quien le había ocurrido aquello. La gente olvidaba los accidentes, sólo la casualidad había hecho que su madre, años después, hubiera mencionado aquel día en la cola de Grand Avenue «cuando tú, Martin, saliste despedido y tuviste conmoción cerebral».
Podía retroceder todavía más, a la historia de su padre. Carl Probst tenía una finca y una casa en StillWater, era joven y libre de deudas y poseía acciones en el principal banco de la localidad, cuando los años de vacas flacas llegaron a Oklahoma. Su esposa falleció, y no llovía nunca. Los bancos empezaron a embargar las hipotecas. Probst padre vendió sus acciones en señal de protesta (así lo afirmaría después, aunque también necesitaba el dinero), es más, las vendió en contra de lo que todo el mundo sabía: había petróleo en la zona. Hacia 1940 el banco era uno de los más prósperos del estado. En 1940 Carl Probst estaba en St. Louis tocando pies de desconocidos. Si hubiera conservado sus acciones no habría sido millonario pero tampoco tan pobre como para no sobrevivir a los años de sequía, arrendar sus tierras y salir airoso. Él no salió airoso. Probst le había visto tratar de romper aquella tierra dura y roja en pleno febrero con ayuda de dos caballos y de su hijo único —Carl Jr.— abrir surcos para unas semillas sobre las que no caería lluvia, o apenas, mientras en otros horizontes, en cualquier parcela fuera de la lista negra, medraban las grúas. Le había oído decir a los hijos pequeños de su segunda y joven esposa que él hacía lo Correcto. Y él recordaba, de niño, haberle creído.
Zapatillas de tenis chirriaban sobre el suelo de parquet. La sensación que tenía ahora ya la había tenido siendo más joven sentado en bancos, la sensación de ser un viejo sentado en un banco mirando pasar el mundo. El mundo eran las mujeres de Frontenac con sus botas sucias de sal, fugaces mecanógrafas que consultaban el reloj, hombres de negocios que reían con y hacían reír a sus colegas, niños pequeños que se desenganchaban de sus madres para señalar los elefantes de color lavanda que había en el escaparate delante de Probst, tratando de tocarlos. Pero había mundos paralelos: el mundo de lo invisible, de los virus, del comportamiento latente, de las frases dichas por su padre. El domingo, cuando Wesley le había tirado los tejos y había mencionado el «círculo» y Probst había decidido marcharse inmediatamente, no había habido tal decisión. Se había encontrado en el umbral de la causa y el efecto, a raíz de un acto surgido raudo y franco del alma de lo que él era, cuando escenificó la negativa fundamental de su padre: No quiero tener nada que ver en esto; sea cual sea el precio, no quiero tener nada que ver.
A su lado en el banco había una mujer mayor con botas de goma rojas. Probst le dejó un poco más de sitio y la oyó decir, con toda claridad: «Qué melindroso». Probst puso todo un metro entre ella y él.
Estamos en el meollo de las cosas, Martin.
Probst no había dejado de pensar en la sesión de sauna con el… con Sam. A Sam le parecía importante que Probst hubiera derramado sangre en el estadio. A Probst le parecía extraño que sus heridas no hubieran sido mencionadas en la prensa ni en las ondas. Cuanto más pensaba en ello, más peculiar lo encontraba. Era el presidente de Municipal Growth, había resultado gravemente herido como los otros doce; ¿qué más hacía falta para que a uno lo tuvieran en cuenta? ¿Algún sargento de policía o empleado de hospital había declinado contar un decimotercer herido por la misma razón que los rascacielos no tenían planta decimotercera? Probst no necesitaba ver su nombre en los periódicos, ya aparecía a menudo en otros contextos, pero le intrigaba que el quinto poder hubiera considerado oportuno, por una vez, ignorarle. Si el nombre, la dirección y la pierna rota de Trudy Churchill les eran conocidos, entonces el meñique roto de Probst y la sangre perdida tenían que serles conocidos también. Se trataba sin duda de una supresión.
Conspiración. Coincidencia. No, conspiración.
Jammu controlaba la policía. Hutchinson, que había hablado siniestramente de cortesía profesional, controlaba la KSLX. Los padres de Duane Thompson eran ambos figuras importantes en Barnes, donde Probst había recibido tratamiento. Pete Wesley controlaba la oficina de prensa municipal. Los propietarios del Big Red eran íntimos de toda la gente importante, de Meisner, Norris, Buzz, Ross Billerica, Harvey Ardmore.
Probst no se fiaba de nadie. Desconocía los motivos que impulsaban a cada uno de ellos. ¿Cómo podía ser él decisivo estando tan mal informado? ¿Estaba mal informado porque era decisivo? En ese caso, la conspiración era doble, excluyéndolo de las noticias y a las noticias de él. Estaba enfermo. La gente le rehuía. Los oía gritar, reír y susurrar como colegiales más allá de la ventana de su cuarto interior de enfermo. Estaba enfermo, y le costaba tanto despejar la cabeza como le costaba recuperar su implicación en la vida pública de la ciudad, aunque nominalmente siguiera estando en el meollo. De repente todo eran traiciones, Wesley, Meisner, Ripley, Ardmore, su propia hija, buena parte de Municipal Growth. Querían utilizarlo sin hacerle partícipe del secreto. No contaban con él porque la conspiración no quería que él contara.
Las mil y una voces calladas de Plaza Frontenac podían haber sido visitas de un hospital, afligidos en un mausoleo, refugiados, evacuados, viajeros nocturnos o mirones en la escena de un crimen o un accidente, tal era el implacable desenfado de su voz colectiva. Mientras escuchaba, un gran yermo pareció abrirse en el paisaje sonoro. Capilares preceptuales llenaron todo el espacio interior, superexfoliando, produciendo un dolor sordo, todos ellos translúcidos, y todos ellos de Probst, o ¿se había encogido el centro comercial, con una repugnante sensación de pequeñez, hasta encajar en el oído de Probst y reducir los mil y un sonidos a puntos auditivos, comprimiéndolos, en el caparazón de su cráneo, para darles el blanquísimo ímpetu de un océano inerte? La idea del cumpleaños le fastidiaba. Su concepto mismo se tornó hidrópico y global. ¿Y si él era la ciudad, no algo centralmente ubicado, sino la cosa en sí?
Nacido en el momento crítico de la Depresión, había tenido que luchar a brazo partido para salir del hoyo, demoliendo y allanando y construyendo alto, construyendo el Arch, construyendo urbanizaciones de carácter juvenil y próspero, los años dorados de Martin Probst. Por dentro, empero, estaba enfermo, y la ciudad también estaba enferma por dentro, se atragantaba de motivaciones indigestas, atormentada por las mentiras. La conspiración invadía la corriente sanguínea de la ciudad sin alterar sus superficies, bramaba alrededor y dentro de él mientras él seguía allí no visible, no tenido en cuenta, no involucrado, y era justamente aquí, en la identidad de su vida con la vida de la ciudad, donde percibía su propia desaparición. Cuanto más era una figura, menos era una persona. Cuanto más completa la identidad, más completamente lo excluía. Era como si hubiera dos Probsts, como si así hubiera sido siempre; ¿quién si no había manejado la cámara en la sala de partos, quién si no estaba aquí sentado en este banco, pensando? Pero el Probst personal estaba desapareciendo. Así como su cabeza había asomado al mundo cincuenta años antes, así también estaba desapareciendo él. Era un conspirador, tan responsable de su desaparición como lo eran los demás. Permitía que un amigo de la infancia le fastidiara, que una vieja disputa con Barbara lo dejara agotado, permitía que cualquier cosa le distrajera, y, mientras tanto, caían de las paredes micrófonos ocultos, se venían abajo personalidades en cosa de semanas y por todas partes había indios: poniendo bombas, tentando a ejecutivos, deslumbrando a la prensa, traspasando acciones y deteniendo el tráfico, heraldos y furias a la vez, de nuevo por la senda del viejo Territorio Indio, de donde los Osage Warriors le estaban diciendo que no había escapatoria posible. No sirvo para las camarillas. Era una frase de su padre. El hijo debería haber dicho: No sirvo. Ya nada estaba a salvo de su xenofobia, ni siquiera su propio corazón, ni siquiera el corazón de su ciudad.
Oyó un chapoteo.
Era la mujer de las botas rojas. «¡Marisabidilla!», canturreó. «¡Marisabidilla!» Balanceaba las piernas con el abrigo abierto, y en un charco pálido orinaba entre los listones del banco sobre el piso de parqué, borbotones de orina, como si la hubieran pinchado. Probst se puso de pie. «¡Marisabidilla!» La vieja balanceó las piernas, meando todavía cuando él ya estaba fuera del alcance del oído.
Decidió entrar en Crabtree & Evelyn, una tienda que parecía una caja de bombones envuelta en colores apagados y bañada de aromas que se mezclaban en un popurrí casi cáustico. A diferencia de Barbara, Probst raramente perdía el sentido del olfato. Vio brochas y esponjas. Pastillas de jabón. Cristales rosas. Estaba temblando de pies a cabeza.
—¿En qué puedo servirle?
—Oh, quisiera comprar un aceite de baño.
Una mujer con un reflejo verdoso en el pelo le sonreía, tratando de ayudar. Parecía sencilla y buena.
—¿Tenía alguna idea en concreto?
Probst dejó que le mostrara varios artículos. Normalmente no era tan humilde con las dependientas, pero quería dejarse llevar. Respondió preguntas sobre las preferencias de Barbara. Cogió cuatro frascos distintos, una cosa exagerada, pero eran todos de aromas que él había visto alguna vez en la repisa junto a la bañera. Cuantos más frascos cogía, más servicial se mostraba la mujer. Comprando, Probst se sosegaba.
—Con esto será suficiente —dijo.
—Mire, quería enseñarle…
—Gracias. Con los cuatro está bien.
La acompañó a la caja. Pagar era un asunto agradable. Utilizó la American Express. La mujer habló de la nieve. Mucha, concedió él. Pero no tardaría en fundirse. Mientras ella le pasaba el papel para firmar, sonó el teléfono. La mujer se disculpó.
Miró lo que había escrito. Como siempre, había formado cada letra por separado. Eran doce en total, seis letras en cada nombre. La fecha era 12 del 12. Luisa había nacido el 1 del 11 y Barbara el 8 del 4. «Luisa» tenía cinco letras y «Barbara» siete. Martin, nacido el 12 del 12, era a la vez el promedio y la suma, y estaba desapareciendo en una imprevista racha de asuntos turbios. Unos asuntos no sólo turbios sino perfectos, que no dejaban vestigio alguno, que no le dejaban a él otra opción que morir, su vida explicada.
—Aquí tiene, señor —la mujer del reflejo verdoso le estaba mimando—. Que tenga un buen día.
Probst guardó la tarjeta dentro de su cartera y la cartera en su pantalón mientras entraba en el atrio principal. Tenía que salir de allí. Pero le había asegurado a Barbara que no interferiría. Paró delante de la pequeña tienda de Johnston & Murphy, donde el vendedor parecía un pingüino con relucientes zapatos negros. ¿Neiman o Saks? Ésa era la cuestión. Saks era más grande, pero para llegar allí tenía que pasar delante de la mujer de las botas rojas. Bueno, entonces Neiman. Se acordó de la camisa a rayas de Sam Norris.
Te quiero, Barbara. Te quiero, Barbara.
Era difícil, pero en el fondo lo conseguía porque en el fondo podía creer que ella era finita, podía verla tendida en una camilla y creer que estaba muerta.
Pero ¿yo soy Martin Probst? ¿Yo soy Martin Probst?
Existían límites —la velocidad de la luz, el momento de nacer— y pronunciar su nombre para sí mismo, decirlo con convicción, era traspasar el límite, partirse en dos, verse nacer. Desaparecía en la multitud que veía a su alrededor. A su derecha tenía un bombón con los labios rojos, pantalón de chándal y zapatillas de deporte rosa y un abrigo largo de visón. A su izquierda dos aristocráticas viudas con blusas abotonadas hasta arriba miraban con altanero desdén las tiendas donde compraban sus regalos. Al pasar, los pendulantes brazos de un negro obeso le produjeron en la boca glotales afirmativas. Qué sencillo le sería a un periodista itinerante —un Don Daizy o un Cliff Quinlan— parar a esas personas de una en una y decirles: «Mire, no quiero que me dé su nombre, quiero que se diga a sí mismo quién es usted», y que las cámaras capturaran el rostro en cuestión cuando la persona lo hiciera, con independencia de la sorpresa o el desaliento que pudieran cruzar por ese rostro al enfrentarse a un mundo que no era una envolvente pantalla esférica en la que se proyectaban imágenes, sino una colección de objetos a los que la persona en cuestión tenía que supeditarse. Era un panorama aterrador: dentro y fuera de las galerías, una infinidad de portadores de consciencia latente. La infestación de la tierra por seres humanos dotados de vista.
Probst había llegado ya a Neiman-Marcus y se había sumido en el silencio enmoquetado propio de las compras serias. Tomó un ascensor, esta vez sin tocar nada. Veía a la gente con otros ojos: como co-conspiradores. Norris tenía razón. Su visión, no obstante, era demasiado primaria; él sólo podía pensar en términos literales, en aparatos de escucha y subterfugios de docudrama. Probst no tenía micrófonos ocultos en su casa.
Había camisas en cantidad. Una línea en colores rústicos y tela gruesa, de Ralph Lauren. Colores pastel, de Calvin Klein. Estrafalarias, de Alexander Julian. Probst se topó con la mirada de un hombre muy bronceado que llevaba unas gafas sin montura. Los ojos se ensancharon un poco. Entre ambos hubo recelo, sospecha. Sospecha de reconocimiento. Probst buscó su talla, que era la M en ropa informal.
No había micros ocultos. Pero había cosas peores, pautas demasiado internas y personales como para deducir de ellas un complot humano, demasiado cohesivas para ser accidentales. Era cuestión de simple aritmética que Luisa cumpliera dieciocho años el mismo año que Probst cumplía cincuenta. Pero ¿por qué había tenido que ser el mismo año en que Jack DuChamp volvía a entrar en su vida? ¿Por qué no el anterior, o el siguiente, o ninguno? ¿Por qué Barbara había empezado a fumar otra vez después de diez años de buena salud? ¿Por qué había muerto Dozer? ¿Por qué Rolf Ripley se convertía de pronto en la malevolencia personificada, y la ciudad entera en una cosa de extraños y de amenazas?
Había una respuesta. Camisas de seda a cuadros, seis u ocho variaciones sobre un tema rojo y amarillo. Le dieron ganas de tenerlas todas, de ponérselas todas juntas, de hacer justicia al espectro de la imaginación del diseñador. Miró a los ojos a una chica de la edad de Luisa. La chica devolvió a su sitio la camisa que había estado palpando y le miró también. Podía haber sido una Hatfield, y él un McCoy… Feas camisas de Christian Dior que estaban pensadas para hombres con pechos de maniquí y cintura de avispa.
Había una respuesta: si uno buscaba pautas, las encontraba. Si no, no las había. Al fin y al cabo, Probst no había nacido ayer. Sabía que no había Dios, que no había conspiración ni significado; no había nada de nada. Salvo camisas. Había encontrado las que quería, como si algo le hubiera atraído hacia ellas. Las había de tres colores, la marrón y negra, una verde y negra y una amarilla y negra. Las dos últimas eran un poco de payaso, y otro comprador había puesto la mano encima. El hombre llevaba bigote. Era nada menos que Harvey Ardmore.
Se trabaron. Miradas enconadas, murmullos de sorpresa y consternación. Retrocedieron.
No era Harvey Ardmore. Probst giró sobre sus talones y salió de Plaza Frontenac.
Una muralla de nieve bordeaba el estacionamiento. Por el oeste se ponía el sol, mientras que en el sur las ventanas del Shriner’s Hospital para niños tullidos empezaban a iluminarse.
Después de guardar los paquetes en su estudio, Probst volvió a la cocina.
—Me parece que tendría que ir a ver a Jammu —dijo.
—¿Jammu? —Barbara comparó lados opuestos del pastel que estaba glaseando—. ¿Para qué?
Probst hinchó de nuevo los saquillos de sus pulmones e intentó, sin éxito, formar palabras con el aire que expulsaba. El calor de la cocina, el perseverante calor de Barbara hoy le impedían reconstruir las pautas que había visto en Plaza Frontenac. En su casa no podía pensar.
—¿Quieres rebañar el cuenco? —preguntó Barbara.
—Luego.
—¿Llevabas la radio puesta en el coche?
—No.
—Por si te habías enterado del atentado.
—Pues no.
—Creo que ha sido en Chesterfield, a las tres o algo así. Los indios. Puedes poner la radio si quieres. Yo me he cansado de oír todo el rato lo mismo —giró la tarta, como dándola por terminada—. Ha habido heridos pero ningún muerto. Fue en unas instalaciones de la compañía telefónica. Con cohetes. Cohetes… portátiles. Supongo que no estaba muy atenta a la radio.
—Ya —con una cuchara Probst rebañó el perímetro interior del cuenco. Barbara estaba retirando tiras de papel de aluminio de la parte inferior del pastel. Ella no pensaba mucho en Jammu. A veces parecía que no pensaba mucho en nadie—. Estoy preparando la agenda de febrero para Municipal Growth —dijo Probst—. Pensaba que tendría que invitar a Jammu. Me sorprende lo bien que lo ha hecho.
—¿Por qué te sorprende? —Barbara se chupó un dedo—. ¿Porque es mujer?
—En cierto modo, sí. Está muy capacitada.
Otra palabra heredada, y Barbara le miró. Si se había vuelto un poco tímido, era en gran parte por culpa de ella.
—Bueno, entonces ve a ver a Jammu —Barbara le palmeó la mejilla y le apartó el pelo de la frente—. ¿Qué tal te encuentras?
—Sí, creo que lo haré. He oído decir que es extraordinariamente comunicativa.
Barbara esperó unos segundos.
—¿Todavía te duele la garganta?
—No me extrañaría que llegara lejos en esta ciudad —prosiguió él—. La verdad es que nos da cien vueltas a todos.
—Querrás ducharte y cambiarte de ropa, supongo —dijo Barbara—. Quizá tengamos visitas.
—Imagino que viene de un sitio donde las mujeres hacen este tipo de cosas.
—Quiero fregar unos cuantos platos, y luego iré yo también a asearme.
—Cuesta creer que sólo tenga treinta y cinco años.
—Martin —le pellizcó las mejillas con el índice y el pulgar e hizo que la mirara—. Cállate de una vez, ¿quieres?
Probst se soltó.
—Mira, ve a darte una ducha o lo que te apetezca.
Probst dio unos golpecitos al canto de una encimera, disponiéndose a salir de la cocina, satisfecho de dejar pasar el peligro. Pero demasiado tarde. Barbara se paseaba hecha una fiera, agarrando platos y lanzándolos a la pila, desatándose el delantal y haciendo una pelota con él. ¿Qué diablos le pasaba? (Se preguntaba ella.) Se estaba convirtiendo en un monstruo. (Afirmaba.) Podía tolerar que fuera un cabezón, podía tolerar sus silencios, pero no se dejaría insultar de esta manera; lamentaba portarse así el día de su cumpleaños, pero llegaba un momento en que no lo podía evitar. (Explicaba.) ¿Por qué se quedaba allí de pie? ¿Por qué no iba a cambiarse? (Preguntaba.) Lárgate de una vez.
Probst frunció el entrecejo.
—¿Qué he dicho? No me acuerdo de lo que he dicho.
—¿No te acuerdas? —Barbara se le acercó—. ¿No recuerdas lo que has dicho? ¿Es posible que no te acuerdes?
Vamos. Probst la oía por primera vez. Sonrió un poco, y percibió que esto iba en su propio detrimento. Barbara cambió su estilo de pasearse. Empezó a dar vueltas por la cocina con las manos a la espalda, las cejas unidas, los hombros encorvados. Se detuvo y le miró.
—¿Por qué me tratas tan mal?
—Yo sólo he dicho que quizá sería buena idea ir a ver a Jammu. No veo qué hay de malo en ello. Es una mera cuestión de responsabilidad cívica.
—Vaya por Dios —Barbara se dejó caer en una silla.
—Y ahora ¿qué? No lo entiendo.
—Ve a ducharte. Vamos, vamos, vamos.
Él no era una persona insensible. Si lo pensaba un poco, como estaba haciendo ahora, podía ubicar los sólidos apuntalamientos lógicos de sus actos. Al elogiar a Jammu no lo había hecho de manera agradable. Simplemente no quería que lo trataran como a un niño, que le hicieran carantoñas. Barbara era «amable» con él, de modo que cuando la cosa explotara él sería quien cargara con la culpa. Él no era tan amable como ella, pero tampoco era un picaro.
—Yo nunca te he pedido que te pases el día en la cocina —dijo.
Al oír esto, las manos de ella surcaron el aire, cerrándose sobre objetos invisibles. Finalmente agarró alguna cosa, y sus puños cayeron sobre sus rodillas.
—Mi vida está en orden, Martin —hizo una pausa—. A veces hago cosas para que la gente sea feliz. Yo no les pido que sean felices, sólo quiero que se me atribuya una pequeña parte del mérito, como cualquier ciudadano de primera clase.
—La verdad, todavía no entiendo qué es lo que pasa.
—Llevo dos meses diciendo que no me gusta esa mujer, y tú llegas a casa (tú siempre llegas a casa, ¿lo habías notado?), vienes a casa y haces como si acabaras de descubrirla. Como si el mundo hubiera sido creado el lunes y tú fueras el primero en notarlo. Jammu actúa como si fuera la primera, también. Ella…, bah, olvídalo. Es inútil —Barbara paseó la mirada por la mesa de la cocina, el movimiento de sus ojos reflejado ligeramente por la cabeza mientras seguía escurridizas cosas invisibles. Fuera, un perro empezó a ladrar—. Pero ¿sabes una cosa, Martin? —levantó la vista con una sonrisa perpleja, los ojos húmedos y brillantes—. Yo me gusto a mí misma —era otra mujer la que hablaba ahora, una Barbara mucho más joven. Se alisó la falda, remetiendo la parte suelta bajo los muslos. Luego sollozó—. Yo me quiero a mí misma.
Probst ya no se sentía nada enfermo. Cuando ella sollozaba, él tenía una erección.
—Yo también —dijo.
—¡No! ¡Tú no! —Barbara se puso en pie de un salto y lanzó la silla de una patada contra el armarito que había detrás—. ¿Cómo te atreves a compararme con esa mujer? ¿Cómo te atreves a comparar a Luisa?
Asustado, Probst apoyó la espalda en el frigorífico. Barbara se le acercó con el índice levantado y la cabeza echada a un lado, como si él fuera un incendio o un viento desapacible.
—Será mejor que no vuelvas a intentarlo —dijo ella—. Ándate con cuidado. Será mejor que empieces a valorar a esa chica, porque si no lo haces me largaré de aquí y me la llevaré conmigo. También te quiero a ti, pero… —se retiró un poco—, pero no tanto.
—Me alegro de que hables claro.
—Ya, me lo vas a echar en cara, ¿eh? Te lo noto. Eso te lo vas a guardar para otra ocasión.
—Y si lo hago, ¿qué? —el volumen de su voz le sorprendió—. Sabes que estoy resfriado. No he venido a casa para reñir contigo. No pienso reñir. Juegas tan sucio como dices que hago yo. Me dices que me vaya. Qué pasa, ¿tan grande es el dolor? Eres como tu hermana, sabes. Todo es fingido. No pienso adivinar qué es lo que pretendes con esto. No pienso jugar a ese juego. Me desafiás a que suba arriba. Si lo hago, mal; si no lo hago, también. Esto es culpa tuya. Tú misma lo estabas pidiendo.
—Oh, vaya, ¡ha hablado el oráculo! ¡La esfinge ha hablado!
—Que te jodan.
—¿Te parece bonito?
Probst dio una patada al suelo.
—Que te jodan.
Algo duro, una moneda o una bellota, golpeó la ventana a la altura del fregadero, y Barbara lanzó un grito. Le agarró del brazo y le empujó, o tiró de él, hacia la puerta.
—Vete arriba, vamos, vete ya.
Él se resistió.
—¿Es que interrumpo algo?
Otro objeto chocó con la ventana.
—Sube arriba, vuelve a bajar y pórtate como Dios manda, o… —Barbara se miró las manos—. O te clavo el primer cuchillo que encuentre.
—Si antes no te mato yo.
Se miraron.
—¡Vete!
Probst se fue. La oyó abrir la puerta de atrás e imaginó que era Luisa, persuadida de volver a casa para el cumpleaños, quizá acompañada de Duane. Subió la escalera de dos en dos y de tres en tres.
Sosegado tras la ducha, Probst se tomó tiempo para vestirse. Los radiadores despedían calor en el cuarto de baño y un ligero olor a infancia, a veladas de invierno cuando a él lo mandaban arriba antes de que llegaran invitados para jugar al pinacle. Se sintió escarmentado y joven. Se abrochó los zapatos. El suelo vibraba con el sonido del telediario en el piso de abajo; debería estar viéndolo, para mantenerse informado.
Cuando por fin bajó se encontró a Luisa sentada en el estudio viendo The $10,000 Pyramid. Desde el pasillo, mientras la televisión mantenía ocupados los ojos y oídos de su hija, tuvo un momento para observar sin ser observado. Luisa estaba inclinada sobre el lado izquierdo del sofá, medio repantigada, con la pierna derecha parcialmente cruzada sobre la izquierda, sostenida por la fricción de sus pantalones negros de algodón, y el brazo izquierdo doblado entre sus costillas y el cojín. Parecía haber quedado flotando en una caída sobre la pantalla. De haberla sorprendido, ella habría adoptado una postura más cómoda. Luisa era pura fauna, no una hija; era como ver en carne y hueso, en un hábitat natural, a un antílope exótico que hasta entonces sólo conocía por las fotos de National Geographic. El público del programa gimió. Luisa meneó una sola vez la cabeza, como si se sacudiera agua del oído. Bajo la presión de su ignorancia, Probst carraspeó un poco y vio, al volver ella la cabeza, la falsedad que se esperaba de él. Se suponía que debía actuar como el papá de una serie de televisión, dejar que su rostro mostrara seriedad cuando dijera —el gesto trascendente—: «¿Te importa si veo la tele contigo?». Se puso tenso.
—¡Vaya! —dijo.
—Feliz cumpleaños —dijo ella sin la menor inflexión.
—Gracias —se sentó en la butaca de enfrente—. ¿Te importa si miro también?
—Iba a apagarla.
—Ya. Es un programa muy tonto. Ya está —apagó el televisor. Barbara estaba mezclando algo en la cocina.
—Bueno, ¿qué? —dijo Luisa—. ¿Estás sorprendido?
—Oh, sí. Mucho —sonrió—. Una agradable sorpresa. Esto, ¿Duane va a venir?
—Está trabajando.
—¿Te traigo algo de beber?
—La St. Louis Magazine le ha encargado copias de unas fotos. Son para el número de enero y tiene que entregarlas mañana. Estará toda la noche en el laboratorio.
—No me digas. ¿Quieres una cerveza o algo?
La cara y el semblante de Luisa experimentaron una muerte suave, una pérdida de vitalidad característica de su madre.
—Ahora mismo no, gracias —de un momento a otro, ella saldría de la habitación, y con un aire de reproche que la abarcaría a ella misma, porque de hecho no quería irse.
—Bien —dijo papá—, así que está trabajando. Eso es buena noticia.
Ella asintió.
—Pero todavía no gana mucho dinero —¿Dinero? Barbara le daba dinero, y Luisa tenía su propia tarjeta de crédito—. Creo que como demasiado.
—Bueno, todavía estás en edad de crecer.
Por la sonrisa de ella, Probst supo que iba por el buen camino, aunque no habría sabido decir por qué. Le hizo algunas preguntas fáciles sobre sus notas, el cálculo, el transporte, preguntas para engatusar a un antílope, para acostumbrarla a un hábitat más doméstico. Luisa le dedicó otra sonrisa, y él se sintió cada vez más como Marlin Perkins[6] cuando la voz de Barbara llegó en un grito desde la cocina:
—Lu, ¿puedes venir a echarme una mano?
Salió disparada.
Pero no tanto. Durante dieciocho años, en batallas más encarnizadas que la de aquella noche, Barbara había conseguido evitar decir eso, y ahora, innecesariamente, lo había dicho. Una afinidad casi deportiva le hacía remiso a maldecirla por aquella metedura de pata. Pero ella haría otro tanto por él.
Luisa reapareció.
—Mamá dice que vayamos a la sala de estar.
Probst la siguió pasillo abajo. Cuando ella giró al este, él torció al norte hacia la cocina. Barbara estaba sirviendo daiquiris. Dejó la jarra a un lado y sin mirarle a los ojos le besó con fuerza, arañándole el cuello con las uñas. Luego le dijo al oído:
—Quiero hacer el amor después de cenar.
Él también. Siempre tenía ganas. Pero no se esperaba aquello, esperaba instrucciones, o una disculpa. Era como una amenaza. Era el gran notición, un intento de Barbara por salvar la velada. Un cebo muy atractivo, sin duda.
—No quisiera contagiarte —dijo él.
—Oh, estoy segura de que es lo mismo que tuve yo —fue a donde estaban los daiquiris—. ¿Quieres llevar el brie, por favor?
Había muchos regalos en la sala de estar junto al fuego que ella había encendido. El que estaba encima del todo, pulcramente envuelto en papel de periódico, contenía evidentemente libros. Probst cogió el último daiquiri de la bandeja y se sentó. Luisa se quedó de espaldas a la lumbre, su vaso medio vacío ya. Barbara se sentó en el sofá en la pose vigilante que solía adoptar cuando jugaban a acertijos en las fiestas. El silencio fue posible gracias a Luisa, que se había graduado en timidez y los imitaba; en otro tiempo habría hablado por los codos. Sorbió su combinado tropical. Focos montados en guías arrojaban manchas sobre los bodegones. En Sherwood Drive los Probst estaban en la selva, y llamas y sombras saltaban por las paredes y les daban una profundidad mística. Nunca antes se había producido un momento igual. La familia había cambiado, y esto podía significar dos cosas. O bien el último de los viejos encuentros, la última reunión, o bien el primero de los nuevos, el primero de muchos. A Probst le pareció que el aposento pendía de un hilo y giraba lentamente con el ir y venir de las llamas. Sintió un mareo.
—Bueno. ¡Feliz cumpleaños! —dijo Luisa, alzando su vaso.
—Sí, Martin —Barbara cargando de presagios sus palabras. Probst se sentía objeto de su voluntad, sintió las riendas del deseo y la amenaza. Barbara tenía los pies en el suelo, las piernas ligeramente separadas.
—Gracias. ¿Tengo que abrir esto?
Le indicaron que lo hiciera. Sacó una caja de camisas y rompió la cinta. Una camisa. Dio las gracias. Luisa fue a buscar la jarra de los daiquiris, que Barbara aseguró haber preparado porque pensaba que le iría bien a la garganta de Martin.
—Así es —dijo él. Colocó sobre su regazo los libros envueltos en papel de periódico—. Son unos zapatos. No, una tartera —sonrió y leyó la etiqueta. «Para papá, de Luisa y Duane.» Mucho tacto, desde luego. Él ni siquiera conocía a Duane. Pensó en el doctor Thompson; ¿por qué no constaba también su nombre? Y el de su mujer, para el caso. Para papi, de parte de Pat. Percibió olor a carne asada.
—¿No piensas abrirlo? —dijo Luisa.
Probst lo había devuelto a la pila.
—Me lo guardo para el final.
—¿Por qué no lo abres, Martin?
Volvió a coger el paquete. Era agradable aceptar órdenes de ella. A menudo pensaba en cómo podía haber organizado su vida de otra manera, ser más sumiso en casa, dejarse llevar por ella.
—¡Vaya! Muchas gracias.
—¿Qué es? —preguntó Barbara, de repente fumando un cigarrillo.
Probst le pasó los libros y rasgó un sobre que venía de Nueva York. Era una postal de felicitación en blanco y negro, de Ginny y Hal, y también Sara, Becky y Jonathan. Todos la habían firmado, lo cual era un bonito detalle. Ginny solía hacer las cosas bien.
—¿Los has leído? —le preguntó Barbara a Luisa.
—Sí.
Probst meneó los dedos pidiendo los libros:
—¿Puedo verlos otra vez?
Barbara se los pasó y dijo:
—¿Para el instituto?
Paterson, de William Carlos Williams. Cuento de invierno, de Shakespeare.
—Más o menos. Estoy escribiendo un trabajo de poesía sobre Paterson —Luisa miró a Probst—. Me los recomendó Duane.
Del Shakespeare cayó un recibo. Paul’s Books, $3,95 más $5,95, más impuestos: $10,50. El dinero malgastado le dio dolor de garganta. Arrojó el papel de periódico a la lumbre.
—Pensé que a papá le gustarían —Luisa volvió la cabeza—. Pensamos que te gustarían.
—Seguro que me van a gustar.
—Esa caja grande es de Audrey —dijo Barbara.
—Cuyo marido trata de arruinarme.
—¿Qué? —dijo Luisa, mientras Barbara meneaba la cabeza tratando de hacerse notar.
—Es verdad —dijo él—. Tu tío Rolf está haciendo lo posible por dejarme en el paro.
—¿Por qué?
—Eso tendrías que preguntárselo a tu madre —el corazón le latía con fuerza. Mientras agarraba el siguiente regalo, trató de hacer una lista de motivos para dominarse. Lo único que se le ocurrió, literalmente, fue el ofrecimiento de Barbara. Su meretricia proposición.
—Bueno —le preguntó a Luisa—, ¿estás de visita o vas a quedarte unos días?
Un agujero negro se abrió al otro lado de la sala. Era la boca de Barbara.
—La verdad es que no lo había pensado —dijo Luisa, aparentemente sincera.
—Claro que no —dijo Barbara.
—¿Claro que no? Puede que tampoco hayas pensado en dónde has estado durmiendo las últimas tres semanas.
—Sí lo he pensado, papá. Y tú lo sabes.
—Es verdad, Martin.
—No te metas en esto —dijo él. La orden, con Luisa allí mirando, fue como un calcetín en la boca de Barbara, y ésta reculó—. ¿No se te ha ocurrido pedirnos disculpas? —dijo él—. ¿Dar una explicación? ¿Prometer que esto no se repetirá?
—No he cometido ningún pecado, papá. Yo hago lo que hago y nada más, ¿de acuerdo?
—No. No sé qué pretendes decir con eso.
—A ti sólo te preocupan las apariencias. Quieres que todo sea de una determinada manera. No me has llamado ningún día. Hemos estado… yo he estado esperando. También tú deberías pedir disculpas. ¿Cómo voy a saber que algo está mal si tú no me lo dices?
—Ya deberías saberlo, sin que yo te lo diga. Estoy muy, pero que muy decepcionado.
—¿Y por qué crees que he venido hoy a casa?
—No tengo ni idea.
—Porque mamá me dijo que tú lo deseabas. Dijo que me querías y que me echabas de menos. Yo te quiero y te echo de menos. Ya está.
¿Por qué no lloraba Luisa?
—Si quieres, me marcho —dijo—. ¿Quieres que me vaya?
Habló Barbara:
—No te vayas. Es tu padre el que debería hacerlo.
—Te he dicho que te calles.
Sin respuesta.
Él sí quería irse. Se estaba levantando, pero Luisa le tomó la delantera. Ya estaba en el pasillo, pero al cabo volvió y, para alivio y satisfacción de Probst, estaba chillando a Barbara, cerrados los puños y doblado el cuerpo, mientras su madre permanecía allí sentada.
—¿Por qué no le dices tú que se calle? ¿Por qué? Permites que te digas esas cosas. ¡Pero mamá! Permites que te trate como… —dio una patada al tobillo de Barbara y se encogió, cubriéndose la cara—. Oh —dijo. Subió corriendo las escaleras y la puerta de su cuarto se cerró con estrépito.
Las puertas se podían identificar según la resonancia del portazo; también los pestillos tenían sus frecuencias particulares.
Hubo un chillido, Luisa, probablemente unas palabras muy amplificadas. La puerta de su cuarto se abrió y, tras una pausa, una pila de revistas aterrizó al pie de la escalera, patinando unas sobre otras, rodando hasta la puerta principal. (En su ausencia, Probst había guardado algunas cosas en la habitación de Luisa.) La puerta se cerró otra vez.
Barbara meneó la cabeza.
—No he debido decir que te callaras —dijo Probst—. Pero te estabas poniendo en mi contra.
Ella siguió meneando la cabeza.
Probst estaba sereno y cansado. Fue arriba para disculparse. Habló Barbara:
—Es culpa mía, ¿no?
Él subió y llamó a la puerta. Dos veces.
—¿Quién es?
Probst carraspeó.
—No quiero hablar contigo —dijo Luisa.
Accionó el tirador, pero el pestillo estaba pasado. Su boca no paraba: Lo siento. Eres mi hija. Te quiero. Perdona. Para él, las palabras contaban. Pero no querían salir, no sin un poco de ayuda, y no estando a solas en el pasillo, a la escucha.
*
Singh le había dicho a Jammu que Probst tenía intención de visitarla. Sin embargo, en vista de que el jueves por la noche la visita no se había producido aún, quedó claro que Probst tenía menos prisa por verla que ella por tomar una decisión sobre su destino, y que ella tendría que decidir sin haberlo inspeccionado personalmente. Jammu estaba enojada, era como si le hubieran dado calabazas.
Las últimas puertas y lavabos de su edificio habían quedado en silencio. Era viernes desde hacía dos horas. En su célula, la única que no dormía, Jammu estaba archivando los informes de Singh sobre los Probst —documentos satisfactoriamente malignos— y sus propias notas sobre el alcalde. Cerró un cajón y se puso una chaqueta de plumón roja, un gorro de lana y botas de nieve. Su aspecto en el espejo se veía muy americano. No era su intención. Su intención era ir caliente y preservar su salud, aunque dada la última actuación de sus senos nasales, su salud era una causa perdida. Las pocas veces que se había acostado aquella semana, había tenido que levantarse al poco rato para ponerse gotas.
Una vez fuera respiró por la boca el aire helado, escupiendo repetidas veces. En noviembre le habían dicho que los diciembres de St. Louis eran suaves. Pero este año, no; diciembre no estaba siendo suave. Una luna roñosa se posaba tras los árboles de Forest Park, arrojando una luz del color de la leche descremada que Jammu había estado tomando a litros. La mayor parte de las ventanas del Chase-Park Plaza compartían la cosa lechosa, pero en algunas de las habitaciones aún se veía luz. La discernibilidad de la ocupación humana en la ciudad en un mundo nocturno compartimentado, donde los planos se adivinan en las fachadas de los edificios, aquí el dormitorio, allí la cocina, allá el baño, esta correspondencia de ventanas con viviendas y de viviendas con moradores, de estructura y humanidad: esto, para Jammu, era hoy una carga.
Al cruzar Kingshighway vio que un tractor arrancaba del cruce con Lindell. Se afanaba interminablemente en primera, interminablemente en segunda, arrastrándose de un modo que parecía derrotar al impulso, en vez de generarlo. Jammu saltó un terraplén de nieve sucia y empezó a correr por el parque con sus pesadísimas botas. Este diciembre no era suave. A las dos y cuarto de la mañana invernal, cuando los árboles desnudos aspiraban viento como bronquios fosilizados, la oscilación del continente era perfectamente visible para Jammu. Después de todo, se había producido resistencia a sus planes, una contrarreacción lógica y predecible por parte de la comunidad, y precisamente aquí y ahora ella había perdido un poco la sensación de sí misma. Estaba exhausta, lejos de los odios que la motivaban, más lejos todavía de los deseos que la estimulaban. Tenía a Martin Probst en el pensamiento. Probst había reaccionado con insensata hostilidad a la propuesta de Wesley. En la reunión de hacía seis horas en Municipal Growth había exigido hechos y asignado a cada uno de los miembros restantes la tarea de investigar una faceta de la agenda de Jammu. Y no había ido a verla esta semana.
Sin Martin Probst, la resistencia habría tenido un núcleo muy endeble, el formado por Sam Norris, el supervisor del condado Ross Billerica y unos cuantos extremistas. Pero, con Probst a bordo, ya no parecían estar en minoría. Si la vida pública de St. Louis era la corte de un magnate, entonces Probst era los elefantes. Jammu tenía que apropiarse de él. Pero en la pérdida de sí misma perdía asimismo la capacidad de ver a los otros como meros personajes. Algunos, al menos, eran personas, y el hecho de saberlo la agobiaba. No conseguía decidirse a dar a Singh el visto bueno para perseverar en su asalto a los Probst. No era miedo lo que la detenía, era más un temor reverencial, el que siente involuntariamente el saboteador que, en una cámara acorazada, se topa con un instrumento cuya complejidad o delicadeza mismas actúa como sortilegio contra el estrago. En este contexto, cualquier tipo de manipulación, por muy sofisticada que sea, deviene un acto violento.
Jammu corría esquivando el hielo. Su carrera la tenía confundida, esta actividad de su niñez, este correr a la desbandada por una calle. No era digno de una jefa de policía. Pisó hielo; hielo negro.
Salió volando por los aires. Se retorció y fue a chocar con el hombro en la nieve limpia más allá de la calzada. Había casi dos palmos de nieve. Se dio cuenta de que estaba caliente.
Movió los brazos. Los agitó, aplanando la nieve y formando alas. Veinticinco años antes, en Cachemira, su madre la había llevado a esquiar donde muy pocos indios iban. Habían visto niños americanos de espaldas en la nieve, y Maman, experta en todo lo que viniera de América, informó a Jammu de que estaban haciendo mariposas; pero a Jammu le parecieron más bien ángeles, ángeles cristianos, con falditas y alas y halos, ángeles caídos del cielo.
La imagen le gustó. Se sintió un poco restablecida, otra vez indómita. A eso de las tres llamó por teléfono a Singh para decirle que se levantara y pusiera manos a la obra.
—Gracias, jefa —dijo él—. Será pan comido. Ya lo verás.