8.

En tiempos remotos, la región había sido cazadero del pueblo cahokia, nativos americanos con un estilo de vida tan poco afín a la subsiguiente experiencia caucásica de las praderas orientales, que pareció que se habían llevado la tierra consigo al otro mundo cuando desaparecieron. La historia vive o perece en los edificios, y los cahokia no construían con piedra. En la otra orilla del río, en Illinois, y corriente abajo, ya en Missouri, sí edificaron enormes montículos fúnebres hechos de tierra que se cernían sobre las tribus sucesivas como los picos romos de una Atlántida hundida; pero aquí en las colinas apenas quedaban vestigios de los cahokia, y sólo puntas de flecha señalaban el paso de los últimos iowas, sauks y foxes, aquellos norteamericanos lo bastante modernos para que los llamaran equivocadamente indios.

Fue el hombre blanco el que fijó la tierra en una cuadrícula. Los blancos la habían recorrido a lo largo y a lo ancho durante el siglo XIX, acarreando madera ocho kilómetros al este hasta el Mississippi y embarcándola aguas abajo hasta St. Louis, donde era cortada para construir barcos o casas. Habían intentado también cultivar la tierra, pero aquel terreno pedregoso e irregular no favorecía una buena cosecha. Llegado el cambio de siglo había caído en manos de acreedores, que la dejaron granar, como es propio de acreedores, las tierras bajas convertidas en un inmenso pantano, mientras en el terreno elevado se iban borrando las cicatrices de los pioneros.

Buzz Wismer había comprado mil trescientos acres en 1939 por pura fe en los bienes raíces, que difícilmente podían desintegrarse como sí podía hacerlo su incipiente negocio aeronáutico. Diez años más tarde, después de que la guerra le convirtiera en un hombre rico de por vida, la tierra le ofreció un tipo de seguridad que él no había previsto. Wismer hizo excavar un amplio refugio antiatómico en la cara norte de la sierra más alta de la región, refugio invernal para los meses en que los vientos predominantes soplaban del norte. Su refugio de verano estaba en los Ozarks, idealmente situado para evitar la lluvia radiactiva de los silos y de los centros urbanos. A menos, claro está, que el viento le jugara una mala pasada.

Era una región hermosa. Matorral de segunda formación, el roble enano y el álamo, el plátano y el sasafrás, el espino y el zumaque, habían salido del abrigo de los torrentes para dar un salto anual, invadiendo cada vez los viejos maizales, convergiendo y creciendo. Las coníferas consolidaban unas ganancias tempranas, zarzamoras y espadañas reafirmaban los pantanos, el viejo pomar se dejaba crecer el pelo, enloquecía entre la dulce podredumbre de sus frutos caídos, y ningún hombre podía tocar una sola rama de nada de esto sin autorización de Buzz. Había hecho poner una cerca de dos metros y medio rematada con alambre de espino, y unos rótulos de grandes letras en los pocos sitios donde había un espacio para que entraran y salieran los venados. Dentro del recinto dejaba crecer el monte. Ni siquiera hacía caminos, prefiriendo abrir atajos allí por donde pasaba, abatiendo arbustos con su machete, sus botas y sus guantes. Algo más arriba, en los taludes pedregosos, era más sencillo avanzar.

A los dieciséis años, Buzz era el niño prodigio del vuelo acrobático. No sólo había recorrido el condado de Warren, la ciudad de St. Louis y la campiña circundante haciendo exhibiciones, sino que había volado en el Medio Oeste, Alberta, Toronto y Quebec. Había caminado por alas de aeroplano sobrevolando Nueva Inglaterra, había rozado techumbres en Aurora, y con el bolsillo lleno y su apodo en el fuselaje, había regresado a casa. En St. Charles, durante una exhibición, había caído en picado desde seiscientos pies y se había roto las dos piernas. Buzz reestructuró sus prioridades, se casó con una enfermera de nombre Nancy George y se metió en negocios. Su negocio prosperó, pero su Nancy —que había entrado en su vida por una trayectoria casi vertical, como los VTOL que él construiría más adelante— no tardó en alzar el vuelo. Ahora estaba casada con un petrolero, un sujeto que respondía al nombre de Howard Green.

Bev, con quien Buzz estaba casado ahora, era su tercera mujer. A la gente no le gustaba Bev, y aunque a Buzz ya tampoco, la lenta revelación de la falta de caridad del género humano le había horrorizado. A fin de tener algún tipo de vida social diurna que no fixera almorzar de vez en cuando con Barbara Probst, Bev estaba limitada a organizar partidas de bridge con las esposas de los ingenieros menos importantes de su marido, esposas que se sentían honradas de que la mujer de Buzz Wismer se interesara por ellas. A falta de alguna invitación a cenar, Bev hacía que Buzz la llevara al St. Louis Club, cosa que Wismer había llevado mal durante muchos años y hecho todo lo posible por rehuir. Sin embargo, últimamente las veladas en el St. Louis Club eran mucho más agradables porque la princesa Asha solía cenar allí con su marido, Sidney Hammaker.

Buzz estaba entusiasmado con esta india. A Jammu podías tomarla o dejarla; Asha Hammaker tenía mucha hondura. Bev y él habían compartido un televisor con los Hammaker en la fiesta de las elecciones que se celebró en el Club. Habían compartido mesa los cuatro en el banquete de boda de la chica de los Murphy. Y después, en el bar del Club el primer sábado de diciembre, Buzz había tenido ocasión de pasar varios minutos a solas con la princesa —«Llámeme Asha»— mientras Bev se acicalaba y Sidney hablaba con Desmond, el maître. Asha se apartó el pelo de la frente, de su punto con un gracioso gesto de barrido, y se lo anudó atrás con ambas manos.

—Me han contado un secreto de usted —dijo la princesa, acercándose más a Buzz—. Dicen que ha comprado terrenos en la ciudad.

—¿Sí? Pues es cierto.

—Me alegro —le tocó la muñeca con la suave punta de dos dedos—. ¿Tiene previsto edificar?

—¿En la propiedad?

—Sí.

—Oh. Quizá.

—Quizá —Asha trazó una larga y pausada línea en la mano de Buzz, desde la muñeca hasta la palma para acabar en la barrera de su sortija de boda—. Me gustaría hablarlo con usted alguna vez. Pero… —se levantó bruscamente de su asiento—. En privado.

Buzz volvió la cabeza y vio que el general Norris, whisky en mano, cigarro en boca, le estaba mirando. Buzz sonrió. Asha puso tierra por medio. El general se acercó y le propuso ir de cacería.

Con misteriosa frecuencia, el general Norris había estado irrumpiendo todo el otoño en la vida de Buzz, invitándole a beber, hablando de las agonías y los éxtasis de ser presidente de una empresa, ofreciéndole vegueros y recreándose interminablemente en su teoría de una conspiración india. Buzz no acababa de entender qué motivo podía tener Norris para querer gozar de su compañía. El general contaba con todo un ejército de compinches y aduladores, pero siempre parecía meter las narices en los asuntos de Buzz. No se les podía llamar amigos.

Y no obstante helos aquí en el predio de Buzz un martes a las once de la mañana, preparándose para una cacería. Estaban los dos sentados en sendos taburetes de safari en la galería del chalet, un centenar de metros más abajo del refugio. La tierra estaba tan callada como una capilla en día hábil, el cielo de un blanco azulado.

El general descorrió la cremallera del estuche y enseñó su arma de fuego.

—Un hombre grande necesita una escopeta grande —declaró. Llevaba una cazadora roja y negra de leñador, pantalones verdes y formidables botas de agua. Acarició con un pulgar gigante la culata de nogal—. Me la hice hacer a medida, del cañón a la caja. ¿Sabe cuánto me costó?

Buzz estaba cargando la recámara de su Sako.

—Tres de los grandes —dijo Norris.

—Es mucho dinero —dijo Buzz.

—Esta preciosidad vale eso y más. ¿Le he enseñado ya la mira telescópica? Eche un vistazo.

Con esfuerzo —el rifle pesaba una tonelada— Buzz arrimó el ojo a la mira. El campo de la imagen era muy brillante, extragrande, con corrección de paralaje y un retículo fino. Pero un teleobjetivo era un teleobjetivo.

—No está mal —le devolvió el arma a Norris.

—Se adapta a mi ojo, Buzz. Se adapta perfectamente —hizo una pausa—. ¿Tiene algún retrete por aquí?

—¿Un retrete? —lo que tenía era mil trescientos acres de tierra.

—Arriba en el refugio.

—Pararemos allí un momento.

El general bajó delicadamente de la galería. Buzz le fue detrás no sin antes meterse un puñado de cartuchos en el bolsillo de la chaqueta. Al llegar al refugio abrió tres cerrojos y dos puertas y mandó a Norris al servicio, que en veinte años no se habría usado más de dos veces. Buzz deseaba terminar cuanto antes la cacería y así volver a la ciudad con tiempo para picar alguna cosa y trabajar ocho horas. Dos jóvenes de Investigación y Desarrollo le habían ayudado a escribir un juego de programas para simular tensores de corriente de aire. Trabajaba en la predicción del tiempo desde una perspectiva relativista, basando su modelo en las variaciones de las coordenadas de un sistema isobárico individual, un nuevo artilugio, y la cosa tenía posibilidades, al menos en ámbitos meteorológicos «sencillos» como las Grandes Llanuras. A eso de las siete se haría subir un bocadillo, patatas fritas, encurtidos y una botella de Guinness.

En lo alto de la sierra los árboles conservaban su paz. Sus copas peladas estaban repletas de nidos de ardillas, y arrendajos azules parloteaban entre los polvorientos rayos de sol. Hoy habría sido un día perfecto para andar y nada más. A excepción de dos dedos de nieve de la semana anterior que no tardaron en fundirse, no había habido precipitaciones desde antes de Acción de Gracias. La tierra estaba seca. Las hojas suspiraban y palpitaban cuando uno las pisaba, y la arcilla roja despedía un rielante calor.

Norris cerró la puerta al salir y se enjugó la frente y las cejas de un rubio entrecano con un pañuelo grande como una toalla de hotel.

—Vamos a cazar algunas piezas. ¿Tiene una cuerda?

—Vaya. La he olvidado en el chalet.

—Nos apañaremos sin ella. Quiero irme de una vez.

Al llegar a la cresta torcieron hacia el oeste, el general a grandes zancadas y de un humor visiblemente mejor que antes y Buzz afanándose por no rezagarse. Su machete le iba machacando el muslo, y sus botas, que no estaban hechas para marchas forzadas, empezaban a levantarle ampollas en los tobillos. El suelo tenía un tono ambarino. Para Buzz, una cacería consistía en sentarse en una paranza mientras salía el sol, tomar café, charlar con Eric, su yerno, y luego, quizá, dispararle a algún ciervo. El general se detuvo. Buzz llegó a su altura a tiempo de oír lo que preguntaba.

—¿Esto es territorio osage?

—Bueno, en realidad no.

El general reanudó la marcha.

—Tengo entendido que existió esa tribu.

—Sí, sí, desde luego. De hecho eran dos tribus, y luego… los Missouri. Que eran parientes —Buzz tragó una bocanada de aire—. Ellos estaban en la parte baja del valle cuando llegaron los franceses. Los Missouri y los pequeños osages permanecieron junto al río. Fueron diezmados por la viruela, y también por las tribus de los Grandes Lagos…

—Y por el whisky —dijo Norris, mirando al frente.

—Claro, el whisky. Pero los grandes osages consiguieron aguantar hasta el siglo veinte. En la zona de los Ozarks. Luego en Oklahoma. Se hicieron ricos. Ricos gracias al petróleo. ¿Podemos parar un momento?

Norris hizo un alto.

—En un momento dado fueron la tribu india más rica del mundo. Aunque puede que la nueva generación…

Norris torció el gesto.

—¿Cómo sabe todo esto?

—¿Usted no lee el Post-Dispatch?

—Salvajes.

—Ya. No lo eran tanto como se imagina.

—Yo no he visto pruebas de lo contrario —dijo Norris—. Eran salvajes y punto.

—Sí, ciertamente. Pero ésa es una manera crítica de ver las cosas.

—Salvajes desnudos y sedientos de sangre.

—Sí, en efecto, lo eran, aunque…

—Hubo doce heridos en el estadio, Buzz. Doce heridos graves. ¿Y qué decía el Post-Dispatch? Que es una suerte que esos Guerreros sean perros que ladran pero no muerden. Apuesto a que las doce personas que están en el hospital…

—Trece, en realidad. Martin Probst estaba allí…

—Probst —el general lanzó un escupitajo y dio un puntapié a un liquidámbar.

—Sí. No tuvo suerte. Se rompió un dedo y recibió un tajo en el cuello. Dice que perdió casi medio litro sangre, y Barbara tuvo que …

—¿Llevaba algo encima con que medirlo?

—En serio. Probst estuvo en el meollo.

—Ya, ligando con las espectadoras…

—No, general. Tuvieron que hospitalizarlo. No entiendo por qué se mete tanto con él.

—Es demasiado presumido para mi gusto.

—Creí que eran ustedes amigos.

—Se equivocaba.

—Vamos, no me diga que se han peleado por esa pequeña discusión que tuvieron en Municipal Growth. Estoy seguro de que él lo ha olvidado. No hay ninguna…

—Un poquito afeminado.

—Eh, un momento, general. No sea usted así. Yo estoy de su lado, no lo olvide, y le aseguro que está usted tomándose esto de los indios demasiado a pecho. Disculpe, pero Martin Probst es uno de los hombres más patrióticos, generosos y viriles que conozco. Estuvo el domingo en el estadio, salió bastante mal parado, tuvieron que darle doce puntos…

—Pare el carro. ¿Es que… sangró?

—Eso acabo de decir.

—Bien, pues si sangró… —Norris se puso ceñudo—. Quizá yo no… Mmm.

Buzz les debía mucho a Martin y Barbara, aunque sólo fuera por haber sido buenos con Bev cuando muchos de sus amigos, los de él, empezaban a borrarlos de sus listas de invitados.

—Yo creo —insistió— que no tiene sentido desdeñar a un aliado como Martin.

Norris toqueteó pensativo la boca del cañón de su rifle.

—Sangró por la causa…

—Si quiere verlo así.

—Por la causa.

—Dele otra oportunidad, general. ¿Qué me dice?

Norris echó a andar y Buzz, una vez más, tuvo que corretear para no perderle. El monte era cada vez más intrincado, el terreno cuesta abajo. Habían cubierto unos ochocientos metros. Al poco rato divisaron el talud de barro donde empezaba la pradera occidental, y Norris descendió con agilidad anclando lateralmente los pies en el terreno. Buzz le seguía como podía. El barro seco, un laberinto de grietas, despedía penachos de humo a su paso. La tierra estaba sedienta de lluvia. Buzz percibió olor a humo, seguramente de la granja que había junto al extremo noroeste de su finca. Una pareja joven había adquirido recientemente los terrenos y se dedicaba a cultivos de subsistencia. El humo le resultó refrescante.

—¡Ssst! —el general le hizo señas.

Buzz se reunió con él en un saliente arenisco y contempló el pastizal que se extendía a sus pies. Había ciervos en la maleza. Cuatro, seis, ocho ciervos. El más grande de los dos machos tenía unas astas de campeonato.

El general se escabulló talud arriba y se perdió de vista. Buzz miró los ciervos. Estaban saliendo del prado, dirigiéndose sin prisa hacia el bosque de la margen occidental. El venado grande se rezagó un poco. Si Buzz disparaba estando de pie difícilmente podía alcanzarlo. Pero si se sentaba no podía verle. Se apoyó en el tronco de un arce y separó las piernas, ancló el arma en el hueco del hombro y siguió al ciervo por la mira. El hilo del retículo vagó libremente. Los hombros del ciervo desaparecieron entre la maleza. Buzz soltó el seguro, hizo puntería y disparó.

La culata le maltrató el hombro. El ciervo, ileso, estaba saltando hacia la espesura. Tras esquivar unas ramas bajas, saltó de nuevo y luego cayó de costado con un ruido sordo.

El disparo había salido de la izquierda de Buzz. Una chaqueta roja brilló más arriba. El general estaba bajando a todo correr, mientras Buzz iba en cabeza.

El ciervo yacía de costado en un lecho de hojas de roble y agujas de pino. Salía sangre de un agujero que tenía en el cuello, justo encima del omoplato. Resollaba. Buzz no había oído nunca respirar a un ciervo. El animal permaneció quieto, luego removió las hojas con sus patas delanteras, horizontales. Tenía las traseras visiblemente paralizadas. Las astas se movían de atrás a delante. La sangre goteaba sobre su manto y brillaba en las hojas caídas. El olor a humo, a humo de leña, humo caliente, penetró con fuerza en las narices de Buzz.

Norris recobraba el aliento respirando entre dientes.

—Buen disparo —dijo Buzz.

—Este rifle es muy bueno. ¿Quiere hacer los honores?

Buzz sintió un vahído.

—No. Usted mismo.

Norris alargó la mano al estilo de un cirujano. Buzz desajustó la correa y puso su machete en la mano que le ofrecía el general. Cuando éste se arrodilló, Buzz cerró los ojos. Oyó desgarrarse la carne y el tejido conectivo. Abrió un ojo. La sangre brotaba a chorros rápidos y grumosos de la yugular del ciervo. Norris le sonrió.

—Acérquese.

Buzz negó con la cabeza.

La sonrisa se agrandó.

—Acérquese, hombre.

Buzz tuvo que apartar la vista. Le ardían los ojos. El aire parecía nublarse de humo. Oyó otro desgarrón de carne. El general había abierto la tripa del ciervo. Se puso de pie y rodeó los hombros de Buzz con el brazo.

—El trofeo también es suyo —dijo, y le llevó hacia el cadáver, haciéndole hincar las rodillas. La sangre humeaba, férrica, acre. Los pobres muslos de Buzz no aguantaron más. Cayó sobre sus talones.

El ciervo tenía motas de polvo en los ojos abiertos.

—Toque el corazón —dijo el general.

—¿Qué?

—Tóquelo. Está más caliente que cualquier zorra india.

Buzz miró la ola de sangre que salía del vientre hendido.

—¿De qué está hablando?

—Usted lo sabe. Tóquelo.

—Oiga, espere un poco.

—Tóquelo, Buzz —el general le agarró de la muñeca y le empujó la mano hacia el interior del animal, bajo el costillar y atravesando el peritoneo perforado. Estaba caliente. Buzz palpó. Localizó el corazón, que ya no latía. Estaba caliente, y todo su cuerpo enfermó con la transformación, el calor le subió por el pecho hasta el cerebro, el humo en sus pulmones y en su cara, latiendo en los pasadizos, arrasando la piel. El animal había defecado. Todo humeaba, y Buzz, trastornado por el calor, metió también la otra mano. ESTABA CALIENTE.

—Muy bien —el general estaba en pie a su lado, fumando un maldito puro. Buzz se apartó de las visceras. Tenía las mangas encarnadas y pegajosas hasta más arriba de los codos. Los dedos empezaron a ponérsele tiesos con el frío.

—Aprobado, muchacho —dijo el general—. Cuelgue a este hijoputa en el estudio y acuérdese de esto la próxima vez que ella le arañe la mano.

Buzz le miró con culpa que era casi amor. Había pasado la prueba. El general, imponente a su lado, chupó con fuerza del cigarro y exhaló el humo. Pero el humo era invisible. El aire estaba blanco. Buzz miró a un lado y a otro.

—Dios mío —graznó.

Una gigantesca columna, gris como los nimbos, se elevaba por el este en el centro de sus tierras. Su propiedad estaba ardiendo.

El general volvió la cabeza.

—Santo cielo.

Buzz intentó levantarse, cayó hacia atrás, apoyó los brazos en el suelo y se puso de pie trastabillando.

El general había empezado a correr. Buzz le siguió dejándolo todo atrás, rifle, machete, trofeo. El general portaba su arma encima de la cabeza, como una lanza. Su rapidez era inverosímil para un empresario de sesenta años. Buzz quedó rezagado en el polvo.

—¡Espere, general!

La chaqueta roja iba dando brincos colina arriba, al fondo del pastizal.

—¡Espere! —era inútil. Buzz paró y tosió y vomitó. Nubes grandes sobrevolaban veloces la pradera. El sol era una brumosa estrella beis.

Llamar al jefe de bomberos del condado. Un teléfono: ¿dónde?

Los chavales de la granja. Buzz había visto hilos de teléfono.

Corrió hacia una esquina de su propiedad y cayó como doce veces en doscientos metros, aterrizando en unas zarzas. Rasguños rosados se abrieron en la piel de sus manos manchadas. Ganó la cerca, buscó la entrada de ciervos y se precipitó por la vieja carretera cubierta de maleza que llevaba a la granja.

De unas cuerdas pandeadas, en la parte de atrás de la casa, colgaban descoloridas prendas de faena y amarillenta ropa interior. Llamó con los nudillos y miró por encima del hombro. La columna de humo era cada vez más grande y se escoraba al sur a merced de un viento suave. En un día así cualquier incendio se extendía más de prisa de lo que un hombre era capaz de andar. Buzz llamó de nuevo, probó el tirador y vio que la puerta no estaba cerrada. Entró. En la cocina olía a algo desagradable que parecía proceder del fregadero, donde los restos de un estofado a la naranja flotaban en un puchero. Buzz vio libros de cocina en el antepecho de la ventana. Tesoros integrales. Cocina con laurel. Comida típica india. Guía para cocinar con hierbas. En la pared del hornillo había un teléfono. Marcó el cero y preguntó por el jefe de bomberos.

El jefe le dijo que estaban al corriente. Los departamentos locales habían sido notificados del incendio y un hombre estaba en camino para pulverizar.

—¿Una avioneta? —preguntó Buzz.

—Sí, señor. ¿Cómo estamos de agua?

—No muy bien. Los cauces están muy bajos.

—¿Cortafuegos?

—Me temo que no.

—Haremos lo que podamos.

La línea enmudeció. Buzz salió corriendo de la casa y desando el camino por el pastizal hasta la carretera. Al llegar al prado se detuvo. El humo era ahora más espeso, viajaba a capas, moviéndose, posándose, asfixiante. Gente, vecinos: necesitaba ayuda para extinguir el incendio, pero no conocía a sus vecinos. Había demasiado monte, poco campo, y en las únicas vías de acceso crecían manzanos. Se necesitaba una avioneta…

La oyó. Acercándose por detrás, el aparato apareció sobre los árboles, todavía alto pero trabajando. Cortinas de anaranjado producto ignífugo caían de sus tubos. Contempló reverente cómo el avión pasaba sobre su cabeza y hundía el morro hacia el incendio. El motor calló, y cuando las alas penetraban en la parte de la columna a favor del viento, Buzz oyó un disparo. Luego dos más, a intervalos de dos segundos. Cayó de rodillas y se agarró de los pelos.

Otro tiro.

—¡Basta, general! —chilló.

Otro.

Con el motor rugiendo de nuevo, la avioneta se ladeó alejándose del humo sin soltar su carga. Viró hacia el sur en un ángulo peligroso. Buzz lo perdió entre los árboles, y el general, con la recámara vacía, cesó el fuego.

*

—¿Martin? Aquí Norris.

—Ah —los ojos de Probst se cerraron otra vez—. Buenos días —sábado por la mañana, las ocho. Gotas de lluvia resbalaban a cámara lenta por la ventana, los canalones rechinaban, y en el cuarto de baño se oía el chapoteo de Barbara, que se estaba duchando—. ¿En qué puedo ayudarle, general?

—¿Está usted ocupado?

—Estaba durmiendo.

—El motivo de que le llame tan temprano… ¿Le importa mirar por la ventana?

—Mejor dígame usted qué es lo que voy a ver —dijo Probst.

—Mi coche. Estoy hablando desde el coche. Dígame, ¿está ocupado?

—A las once tengo partido de tenis.

—Estaríamos de vuelta hacia las tres o las cuatro.

—Entiendo —Probst trasladó una pierna al territorio fresco de la cama, en el lado de Barbara—. ¿Adónde iremos?

—A México.

—A México. Ya.

—Se lo explicaré —dijo el general—. No se preocupe por el desayuno. Eso lo tengo controlado.

—¿De veras piensa que voy a ir a México con usted?

—Salga, hombre. Se lo explicaré.

—Mire, general. No puedo pasarme todo el día de parranda.

—Le hubiera llamado ayer, Martin, pero piense en el elemento sorpresa.

—Estoy sorprendido, no se lo niego.

—No me refiero a usted, sino a ellos. Sólo serán unas horas. Es importante, Martin.

—Si se trata de Jammu otra vez…

El general colgó. Probst apartó la sábana de mala gana y saltó de la cama. Le dolía la cabeza. La víspera habían tomado szechuan caliente y mucha cerveza con Bob y Jill Montgomery. Fue rápidamente al cuarto de baño y giró el pomo.

Cerrado. ¿Cerrado…?

—¡Un momento! —canturreó Barbara.

Pero ¿qué demonios? ¿Desde cuándo cerraba la puerta?

Volvió sobre sus pasos, dobló la esquina, atravesó el vestíbulo e irrumpió en el baño por su flanco no cerrado con llave. El vapor saturado de sales le dejó sin respiración. Barbara asomó la cabeza tras la cortina de ducha y le dedicó un ceño de risueña perplejidad.

—¿Qué?

—He de afeitarme.

Ella frunció todavía más el entrecejo.

—Pues hazlo.

—¿No llevas ahí mucho tiempo?

La cabeza desapareció. El agua dejó de sonar. Barbara jamás tenía en cuenta si gastaba mucha o poca.

—Pásame una toalla.

Probst agarró una de las de Barbara y retiró la cortina. Ella saltó, tiritando, para hacerle sentir como un bruto.

—Lo siento —dijo Probst—. El general Norris me espera en su coche y está delante de casa.

Ella se envolvió en la toalla y salió del baño dando un portazo. Él abrió la puerta y le gritó:

—¡Lo siento!

—¿Por qué lo sientes?

Desde la partida de Luisa las cosas no iban bien.

Se humedeció la barba con un ineficaz movimiento de una sola mano. El agua abrió un reguero en su pecho hasta la cintura del pijama y Probst intentó detener su curso pegando la cadera al lavabo, pero ya se le había colado por la cara interior del muslo, como si le estuviera bajando la bragueta. Se echó un grumo de crema de afeitar en la muñeca izquierda, más arriba de la tablilla de aluminio, y se enjabonó la cara con la mano derecha. Siempre había empleado la izquierda para enjabonarse. Su cara le resultó extraña, llena de inaccesibles recovecos.

Después de ponerse la ropa que había llevado la noche anterior (olía a restaurante), bajó a la cocina y pidió a Barbara que le abrochara los cordones de los zapatos. Ella lo hizo. Doble nudo. El general hizo sonar largamente la bocina de su Rolls.

Probst estaba ya a medio camino de entrada cuando Barbara pronunció su nombre. Él se volvió.

—¿Me llamarás? —dijo ella.

La bocina mugió otra vez. Probst sonrió a Barbara y asintió con la cabeza. La puerta se cerró y Barbara penetró en la penumbra verde de la sala de estar. Vio el coche, aquel féretro negro, tragarse a su marido. A solas, paseó la mirada a todo lo largo de la sala de estar, primero a un lado y luego al otro. Deseó que Luisa pudiera aparecer en cualquier momento y decir algo, cualquier cosa, como: «El cuenco grande estaba muy caliente, el de en medio muy frío, pero el pequeño estaba riquííííísimo»: Luisa, Rizos de Oro eventual que había venido a robar el porridge y romper la silla y marcharse de nuevo para vivir feliz en otra casa, en el país de los seres humanos… Mamá Oso atravesó el bosque encantado y fue a la cocina a servirse un poco de café. Se sentó a la mesa, se secó los ojos, sorbió por la nariz. Escribía otra carta a Rizos de Oro. Aunque hablaban las dos cada día por teléfono, no era suficiente. Escribió la fecha en la primera hoja de su bloc de papel de carta —9 de diciembre— y fumó un Winston, volviendo a su adicción, esta vez conscientemente, analizando el cómo. Nunca le pedía a Rizos de Oro que volviera. Rizos de Oro no era un objeto, no era un electrodoméstico. Era una persona. Ahora actuaba de determinada manera, pero algún día, tal vez pronto, actuaría de otra. De momento, Mamá Oso se contentaba con ver desestabilizado a Papá Oso. Ella no pensaba solucionarle la vida; pero tampoco pensaba callarse, no señor. Dentro de una hora llamaría. De momento: «Querida Luisa. He hecho algunas compras navideñas».

El humo estaba molestando a Probst.

—¿Puedo abrir la ventanilla?

El general bajó la de su propio lado y lanzó el cigarro a la lluvia. Aterrizó en la cuneta opuesta, como un excremento de perro. El semáforo se puso en verde. Por las lunas tintadas de verde se veía casi blanco. El motor zumbó cuando el general irrumpió acelerando en la carretera de circunvalación por una rampa húmeda y desierta. Probst miró de nuevo la nota que Norris le había dado al subir al coche.

No diga nada. Hay micrófonos

en el coche. México es una estratagema.

Estaremos por aquí. Ahora le explico.

Probst se palmeó el muslo:

—Hace siglos que no voy a México.

Norris le miró con severidad, pero le pasó otro donut.

—Bueno, ¿cómo está Betty? —preguntó Probst, masticando.

—Bien. La han nombrado presidenta de la junta de educación.

—Supongo que tendrá muchas reuniones…

—No si puede evitarlas.

La extensión norte del cinturón interior pasaba entre complejos de apartamentos nuevos e instalaciones comerciales sin ventanas y zonas ajardinadas de tono pardo. En St. John, bajo la lluvia, Probst divisó a un hombre alto colgando una corona de flores de la barandilla de su balcón.

—¿Le importa que use el teléfono? —dijo.

Adelante.

Marcó el número de Ripley. Se puso Audrey. No pudo evitar decírselo:

—Estoy llamando desde un coche.

—¿De veras? —la voz sonó apagada.

—¿Puedes decirle a Rolf que esta mañana no puedo ir a jugar?

Colgó con un agradable sentido de irresponsabilidad. Se volvió al general, que llevaba puesto un impermeable negro y, debajo, una bonita camisa de algodón a grandes franjas verticales, marrones y negras.

—¿Dónde ha comprado esta camisa?

—En Neiman.

El general conducía por un polígono industrial al este del aeropuerto. Al final del polígono había una cerca alta con tablillas de plástico verde entre la malla y una verja voladiza en un extremo. Bajó su ventanilla, consultó una tarjeta y picoteó una serie de números en unas teclas de teléfono. La verja subió y entraron a un solar donde había ocho o nueve coches aparcados. Detrás de los coches había un edificio parecido a un hangar y provisto de abombadas claraboyas de plexiglás. La calzada daba directamente a la ringlera inferior de sus paredes de cemento armado sin siquiera un zócalo simbólico, como si el edificio, al igual que los coches, descansara simplemente sobre la superficie y pudiera ser movido a placer.

Al salir del coche, Probst se pilló la mano mala en la puerta. La rodilla le dio una sacudida y mandó la puerta contra el coche vecino, haciéndole un arañazo considerable. El coche era un LeSabre verde con rayas de barro detrás de las ruedas. Pensó que lo correcto era dejar una nota, pero en lugar de hacerlo siguió a Norris. El coche tampoco era gran cosa.

Al llegar a la entrada Norris marcó más números, el último de los cuales hizo zumbar la cerradura. Todo estaba enmoquetado y en penumbra en el interior. Formas cercanas a una rampa de poca pendiente empezaron a definirse, paso a paso, como un escritorio de patas cromadas y un hombre de gafas grises. El hombre estaba sentado con los pies asomando por el lado derecho de la mesa.

—¿Nombre? —dijo. Tenía un portátil.

—Bacroft —dijo Norris—. Y un amigo. Tengo reservada la suite número 6. Quisiera cambiarla por otra.

—Suite número 12 —el hombre empujó unas llaves sobre la mesa. Giró en su silla y encaró la pared que tenía detrás—. Dos a la izquierda, sigan las escaleras, y otra vez a la izquierda.

Las paredes eran un bloque de color ceniza sin pintar, los techos indeterminadamente altos. La moqueta olía a nuevo. A mitad del segundo pasillo se toparon con una chica oriental que sólo llevaba una camiseta, tan negra como el triángulo de su vello púbico. Iba en dirección contraria, rozando la pared con la yema de los dedos. Levantó la vista y Probst trató de evitar sus ojos. Ella le miró sin ver.

—¿Es ciega? —susurró él.

—Todos son ciegos.

—Es terrible.

—Este sitio es sórdido de cojones. Pero muy privado.

—¿Qué es, en realidad?

—Un club de fitness.

Entre el pasillo y la suite había dos puertas equipadas con cerrojos de seguridad que daban a un pequeño vestíbulo. La suite era espaciosa. Probst examinó su interior. Había una pequeña cocina, un aparato para ejercitar los músculos, una cama extragrande, una bicicleta estática, un jacuzzi, una cama de rayos UVA y varias máquinas como de tortura que Probst no pudo identificar. Cerca de la puerta había una caja de esmalte blanco, que recordaba un ataúd, algo más grande que un congelador. Dio unos golpecitos en ella.

—¿Qué es esto?

—Privación sensorial.

Probst se apartó. Detrás de él, por una abertura de calefacción, salía aire caliente. Olía raro. Como a especias.

—Sórdido de cojones —repitió el general.

Probst se acercó a la cama y se despojó de la chaqueta. Miró al techo. Había un espejo. Se le veía enano.

—De modo que ha descubierto…

El general le tapó la boca con una mano perfumada.

—Ni le digo lo que cuesta ser socio de esto —dijo en voz alta—. Le pedí prestado el carnet a Pavel Nilson —de su impermeable extrajo dos cajitas negras con una pátina suntuosa. Pulsó un botón. Una luz roja parpadeó dando paso a una luz verde constante. Pulsó un botón de la otra cajita—. De este modo no nos oirán.

—¿No habría sido más fácil vernos en el bosque?

—Tengo sesenta años. Me gusta estar cómodo, lo reconozco. ¿Y a usted?

—Claro, a quién no.

El general se sentó y procedió a quitarse los zapatos. Probst reprimió una curiosa sensación adúltera.

—El martes estuvo usted en el bosque, creo.

—No hablemos de eso —dijo el general. Dejó su camisa sobre la cama y Probst no pudo menos que seguir admirándola—. Pienso tomar una sauna. Venga conmigo.

—Desde luego. Hace tiempo que no lo pruebo.

—Deje que le dé algunas respuestas antes que nada. Sí, yo disparé contra la avioneta. Sí, fue un error. No, no me arrepiento. No, no creo que ese incendio fuera accidental. Sí, Buzz Wismer se negó a acompañarme a la ciudad. Sí, me importaba un pepino. El motivo de que esté usted aquí es que no tiene sentido conversar con Buzz Wismer.

—¿No nota un olor? —dijo Probst.

Norris olfateó.

—Es incienso.

—Huele a tarta de especias a punto de quemarse.

—Aquí he olido cosas peores. Tienen una calefacción promiscua —Norris, ya en calzón corto, encendió un habano.

—Ha descubierto una chicharra —Probst empezó a desnudarse. Norris volvió a buscar en el impermeable y le pasó una pequeña bolsa transparente. Probst tuvo una revelación: a las chicharras se las llamaba así porque parecían eso: chicharras. Ésta era minúscula, del diámetro de una moneda de cinco centavos y menos de la mitad de gruesa. Por uno de sus lados sobresalían ocho pequeñas patas.

—Esto es alta tecnología, Martin. Alta tecnología de verdad.

—¿Dónde la ha encontrado?

—En mi despacho.

—¿Cómo?

Norris señaló las cajitas con un gesto de cabeza.

—Contratecnología. Cuando quiera, se las presto.

Aquello era demasiado extraño para Probst. Fue un alivio ver que Norris sacaba de su impermeable una cosa más humana, una botella de whisky, importado de Irlanda.

—Y ha encontrado un micrófono en su coche —dijo.

—Sí. Pero no quiero que ellos lo sepan. Este de aquí lo encontró el guardián de casualidad.

—¿Y en su casa?

Norris negó con la cabeza, yendo hacia la cocina.

—A ellos no les sirve mi casa.

—«Ellos» quiere decir sus competidores industriales.

—No sea tonto, Martin. Ya sabe quiénes son ellos —cogió un vasito de los armarios y se sirvió un poco de whisky—. ¿Quiere tomar algo?

—Sí, lo que sea —dijo Probst.

Recibió una dosis ínfima. Era la primera vez que estaba en privado con Norris, y le parecía mucho menos estúpido que el general que todos conocían, más refinado. En la sauna se sentaron en bancos opuestos, relajando el cuerpo en espera de la avalancha de calor. El vapor se insinuaba ya por las tablas del suelo, y lentamente consiguió separar la toalla de Norris y dejar a la vista la fofa abundancia de su entrepierna, rosa y peluda. Sus partes pudendas. Había nacido con ellas.

—En otro tiempo —dijo el general— podía telefonear a la policía y enterarme de cosas. Ahora no quieren hablar conmigo. Y Jammu tampoco se trata mucho con el FBI. Tiene lo del estadio atado y muy bien atado. Se diría que no quiere compartir la gloria cuando atrape a esos terroristas. O bien que está tratando de protegerlos. Yo apuesto por lo segundo. De todos modos, aún se pueden averiguar cosas en esta ciudad. Había tres toneladas de cordita en el estadio, en dos lotes, y un tanque de nitrógeno en cada uno. Había ocho cargas más pequeñas en la estructura, lo justo para echar la tribuna abajo. Había además cloro industrial, presurizado, suficiente para cargarse un batallón y dejar ciega a una división entera. Los temporizadores eran independientes, no de control remoto. Nada de receptores. Y actuaban de manera coordinada y secuencial, no simultánea, con el gas al final, a fin de maximizar la letalidad. Debían ponerse en marcha a las 2.25 p.m., hora central. La explosión que se produjo, la que hizo volar la estatua de baseball…

—Cosa que no me ha importado —dijo Probst.

—Una mina antitanques. Al parecer, soviética. El FBI no está seguro.

Probst se inclinó hacia la pared de madera y cerró los ojos: le ardían.

—Conclusiones —dijo el general—: Primero, los guardias nocturnos del estadio dejan mucho que desear. Pero eso ya lo sabíamos. Es como una plaga. Segundo, esos Warriors tenían contactos internacionales. La mina soviética…

—Si es que es soviética —apuntó Probst.

—Y lo más significativo, el tanque de nitrógeno. Eso es de los árabes. Muy popular en Oriente Medio. Tercero, y lo peor de todo. Martin, ¿me sigue?

—Le sigo.

—Tercero: se tomaron todas las medidas para matar a unos diez mil civiles nada menos y herir a otros treinta mil. Le pido que se imagine una matanza así en el centro de St. Louis.

Probst no pudo imaginarlo.

—Entre tanto, la policía recibió un aviso a la 1.17 p.m., hora central, sesenta y ocho minutos antes del momento en que debían detonar las bombas. Pues bien, la policía necesitó cuatro minutos para personarse en el estadio, y otros cincuenta y siete para localizar y desactivar las cargas. No se dejaron ni una, no se produjeron accidentes. Así pues, sólo faltaban siete minutos. ¿No le huele un poco a coreografía? A mí sí. Pero hay otra cosa: no he visto una sola mención de este asunto, los medios de comunicación no han dicho nada al respecto; ¿para qué gastarse una fortuna en material supersofisticado, correr riesgos importantes para instalarlo y luego dar un aviso? ¿Para qué poner una bomba en un coche sin ocupante? ¿Para qué disparar con una ametralladora a la única ventana oscura de una casa? ¿Para qué volar una torre de transmisiones sin nadie dentro? Sí, de acuerdo, ha habido un poco de sangre, y casi le envidio el privilegio de haberla derramado, Martin…

—Gracias.

—Pero, usted me perdonará, eso no basta. Incluyendo ese pequeño ataque a la torre, ha habido otros cuatro atentados y ni un solo desperfecto por causa de las balas. Yo creo que esto es obra de alguien muy remilgado. Me huele a cosa de mujeres. Me huele a cosa de Jammu.

—A mí no me parece que sea remilgada, precisamente.

—Ya, pero eso es de puertas afuera.

—Vamos, general. O una cosa o la otra. Si los terroristas son remilgados, si sólo están tratando de crear un clima de violencia, con amenazas creíbles, entonces estamos de acuerdo. Pero si van en serio, y a mí lo de los tanques de nitrógeno me parece serio, entonces Jammu ha hecho un buen trabajo y esos tipos han salido corriendo.

—Se equivoca de medio a medio, maldita sea —el general hizo una pelota con su toalla, la lanzó al vapor, se puso de pie y empezó a pasearse en un espacio reducido—. No es simple anarquía. Demasiado dinero metido en esto, demasiado equipo extranjero, demasiada pericia. Pero tampoco es que sea grave. Es Jammu, Martin, seguro. Un truco de manual. Crear una ilusión de terror y luego atribuirse el mérito de aplastarlo; consigues fondos, consigues poder. Y es eso lo que está pasando. A Jammu le van bien las cosas. Fíjese en Jim Hutchinson. Nadie entiende por qué esos Warriors fueron a por él y su emisora. Y nadie pregunta cómo es que todavía vive. Pero es tan evidente que me dan ganas de llorar. Resulta que Hutchinson respalda a Jammu. Hace dos meses no. Ahora es su mejor partidario y no hay forma de hablar con él. Por eso no le han matado. La KSLX no para de producir editoriales a favor de la policía, a favor del aumento de fondos, a favor de Jammu, y usted sabe tan bien como yo que hasta el más tonto considera la KSLX la voz de St. Louis. Pero no lo es, es la voz de Jim Hutchinson, ¡y ya ve usted lo que ha pasado!

—Mire —dijo Probst. El sudor le corría ahora como un millar de gusanos superficiales—, yo creo que no ha cambiado gran cosa. Hutchinson siempre ha sido progresista. Jammu lo es, al menos en parte, según la prensa. Ahora Hutch la apoya. No por eso deja de ser progresista. Usted ya pensaba en conspiraciones hace tres meses. Todavía piensa en ello. Lo sabía antes de que todo empezara. Usted no ha cambiado. Yo sólo veo coincidencias. Indios y más indios. Una princesa, una mujer policía, ambas de Bombay. El primer partido de los Big Red al que voy en años resulta ser fatídico. Coincidencia, nada más. Yo podría sacar alguna conclusión de eso, pero para qué. «Dios es Rojo.» Seguro que usted ve comunistas detrás de eso.

—En efecto.

—Pues yo no veo que ellos tengan ningún motivo para insinuar algo parecido. Más bien al contrario. No veo motivo alguno para que Jammu empiece a poner bombas cuando le va bien tal como está. Ni siquiera la creo capaz de algo así. Yo no creo que la gente auténtica actúe de esa manera. No creo que una persona por sí sola (recuerde que es nueva en el cuerpo) tenga tiempo siquiera para hacer mucho más que su trabajo. Evidentemente yo tampoco he cambiado. Digo lo mismo que decía hace tres meses.

Se produjo una pausa. En el vapor se abrían brechas y se cerraban. Luego el general dijo:

—Veo que no me ha escuchado atentamente, Probst.

La observación le dolió. Por vaga.

—¿Lee los periódicos?

Le distrajo una punzada de dolor en el dedo meñique. El sudor y la condensación habían empapado la esponja verde de la tablilla.

—Ay —apretó los dientes para concentrarse—. Normalmente sí.

—¿Sabe algo de la situación inmobiliaria en North Side?

—Pues… Creo que marcha bien, ¿no?

—Será mejor que lo averigüe. ¿Sabe algo de la Hammaker Corporation?

—¿Como qué?

—Como el anuncio que harán el próximo martes… —el martes era el cumpleaños de Probst— de que el municipio de St. Louis poseerá el veintiuno por ciento de sus acciones ordinarias; en otras palabras, un tercio de las acciones que ahora están en manos de la familia Hammaker.

—Es escandaloso —dijo Probst—. ¿De qué está usted hablando?

—De hechos. Conforme, es un pacto especial, sin privilegios de voto. Conforme, es alto secreto. Pero es un regalo para la ciudad. Que, por cierto, va directa a una crisis financiera.

—No pueden hacer eso. La carta municipal no lo contempla.

—Sí pueden —los dientes del general brillaron entre el vapor—. Existen precedentes. Pueden detentar total o parcialmente cualquier empresa (y cito), que esté claramente considerada una institución cívica. Y no hay duda de que Hammaker está considerada como tal.

—Es escandaloso —repitió Probst.

—Me limito a los hechos. Al fin y al cabo, ¿quién dirige realmente Hammaker? Esa tía, la princesa. La misma que le busca las cosquillas a Buzz Wismer.

—Coincidencias.

—Conspiración. Mire, no quiero parecerle rudo, pero se lo diré igualmente. Usted es el presidente de Municipal Growth; se supone que debería estar atento.

—Y lo estoy, general. He estado atento a los hospitales. He estado atento a la segregación. A la renegociación de bonos.

—Frivolidades mientras la ciudad arde. Mientras los rojos contratan a un noventa por ciento de negros para la policía de St. Louis. Mientras un par de zorras nacionalizan una industria privada. Mientras su cuñado traiciona a Municipal Growth. Mientras alguien pervierte a su propia hija.

La sauna empezó a dar vueltas, con Norris ocupándola centrífugamente, en tangentes, una esvástica hecha carne. Había una pierna delante de Probst, un brazo en un rincón, otro en la pared opuesta, torso, cuello, cabeza saltando sobre él, y bailando en el centro de su visión un sombrío escroto canoso.

—Ya he tenido bastante sauna —dijo.

—Yo no.

—Mi vida privada no es de su incumbencia.

—Martin, eso ya lo sé. Pero la gente habla. La gente oye cosas. Debería usted saber lo que dice la gente.

—Prefiero no saberlo.

—Santo Dios. Nunca he visto tantos avestruces —la voz tembló de emoción—. ¿No le ha pasado alguna vez que conoce a alguien que le da grima y todo el mundo piensa que es la persona más interesante del mundo? Y uno sabe que tiene razón, uno se da cuenta de lo que pasa. Qué sensación tan rara, ¿verdad? Todo el mundo animando a sus equipos, y ella va y arriesga la vida de cincuenta mil inocentes. ¿Usted cree que es divertido quedarse sin piernas en una explosión? La gente no piensa. ¿Y Buzz Wismer? Bueno, sí, se ha vuelto un poco blandengue, pero todavía consigue mantener su empresa en números negros, año sí, año no. Y entonces veo a esa princesa india arrimándose a él, y Buzz con cara de que le gusta. Yo intento hacer algo, ¿no? Veo que mi ciudad está en apuros e intento hacer algo. Mire, usted y yo no somos amigos. Normalmente nuestros caminos no se cruzan. Pero cuando me enteré de lo suyo, me lo imaginé cubierto de sangre, y eso volvió a darme esperanzas. Usted y yo estamos en el meollo.

Probst se tranquilizó. El peligro había pasado. De abstracciones entendía bastante. Levantó su vaso, pero sólo una gota mojó su lengua, acuosamente dulce.

—No es por los negros —dijo Norris—. Ni siquiera es por los rojos. Es por todos esos asiáticos que tenemos aquí, los industriosos nipones y los indios. No saben lo que es la ética, son el colmo del individualismo. Sólo quieren ganar, ser los primeros. ¿Sabía que en Japón ni siquiera van al cine?

—Es curioso que diga esto —Probst sonrió—. Porque es lo que los británicos debieron pensar de los americanos hace cincuenta años. Gente sin cultura, que sólo piensa en el negocio. Nada de juego limpio. Es duro cuando uno no está ya en la cresta de la ola. No podemos competir con la industria japonesa. Ni con… ni con los atletas comunistas. De modo que pasamos a otras cosas. El cine. La ética.

—Según usted, es pura envidia.

—Claro —no lo decía en serio. Probst era optimista. Trató de pensar en algo optimista que decir—. Jammu no… ¿Ha traído la botella?

—No.

—Jammu no elude los problemas. Al margen de la investigación sobre los atentados, su trabajo está siendo excelente. Nadie lo creía posible. Y lo está haciendo. La delincuencia ha disminuido. Hablaremos de cifras en la próxima reunión de Municipal Growth. Yo creo que le tiene usted celos. Creo que estamos todos un poco celosos.

—No le niego que Jammu es implacable como policía —dijo Norris—. Pero usted tampoco me negará que antes de que ella llegara a St. Louis aquí no había terroristas. No veo accidentes.

—Yo sí. Entonces ¿qué?

—Concédame esa posibilidad. No se ponga en contra mía, no difame. Yo lamenté que Jammu fuera elegida en julio pero no es nada personal. Yo entonces no sabía nada. Hágame un favor, Martin. Coja mi detector de señales y peine su casa, su oficina y su coche. Hoy mismo, antes de que ellos sepan que tiene usted el aparato. Luego convoque una reunión de urgencia en Municipal Growth. Hable con Hutchinson, Hammaker, Meisner, Wesley, y, por el amor de Dios, hable con Ripley. Despierte. Entérese. Le necesitamos.

—Me alegro de que lo piense así, general.

—Sam, por favor.

—De acuerdo. Sam.

Pocos hombres tenían el privilegio de llamar a Norris por su nombre de pila; se suponía un honor.

Más tarde, cuando salieron del club, todo estaba cambiado. Habían caído siete centímetros de nieve y seguía nevando, auténticos valles aerotransportados, picos blancos, bosques azules y campos grises. Eran las diez y media. El coche que Probst había abollado al llegar debía de haber partido momentos antes. En el pavimento había un rectángulo negro sin nieve, una mancha de tubo de escape hacia atrás, huellas recientes de neumático, pisadas. Probst observó las pisadas bajo la nieve. No las pudo identificar.

*

—Te pido una dispensa, amigo. Lo siento pero no. Quizá en enero —Rolf metió las patas en los pantalones y se subió la bragueta. Contempló su reloj con fingido desconsuelo—. Caramba. Pues sí que se me ha hecho tarde.

—Es culpa tuya —dijo Martin entre dientes—. Has sido tú el que ha pedido otro set.

—Pura competencia varonil, me dejo llevar por el entusiasmo —rió Rolf, poniéndose el abrigo.

—Déjate de historias —dijo Martin. Todavía en calzón corto, avanzó con aire agresivo—. Hace media hora no tenías tanta prisa.

—Claro que sí, hombre. Pero no he querido que se me notara. Pura y simple urbanidad.

—No me vengas con ésas —Martin avanzó otro paso, y Rolf se vio obligado a toser para defenderse, una tos con denominación de origen. Martin reculó—. Tápate la boca, ¿no?

—No he tenido tiempo.

—Una hora, Rolf.

—Me quedaría pero no puedo.

La mano de Martin le agarró el brazo. Rolf se la sacudió, tosiendo, dio un garboso tirón a su bufanda y se dispuso a partir.

—Mira, Rolf. No sé qué mentiras has estado divulgando…

—La ignorancia es una bendición, muchacho. Me voy corriendo. El trabajo me llama. ¡Ciao!

Y se alejó por los cálidos y pandados pasillos del Club. Sólo al llegar a la puerta se acordó de la nieve. Seguía cayendo de un cielo deslustrado. Se lanzó a ella. Le costó andar a pasos oblicuos y pesados hasta el garaje. Cuánta nieve. La nieve le gustaba menos aún que las mascotas.

¿Mentiras? ¿Qué habría querido decir Martin? No podía ser la pequeña anécdota sobre la mocosa, no. Él sólo había adornado un poco los datos que le había dado Audreykins. Si el problema era sólo ése, no tenía por qué haberse escabullido de esta manera. Seguramente había algo más. Martin estaba rarísimo. Primero le llamaba para cancelar la cita. Luego, a mediodía, le volvía a llamar insistiendo en que jugaran el partido. Su manera de jugar también había sido rara. Normalmente lo hacía como un robot —¡Ugh! ¡Agh! ¡Tuya! ¡Punto!— pero hoy, tal vez porque el dedo roto arruinaba su volea, no había dejado de subir a la red. Y luego, en el vestuario, había cargado contra Rolf como un perrito enfurruñado. «Quiero hablar contigo.» Como si hubiera olfateado algo. Je, je. Vaya usted a saber. Je, je.

Rolf puso la cuarta y recorrió alegremente los toboganes de Warson Road, encorvados los hombros, la nariz pegada al parabrisas. No iba a su casa; Martin podía localizarlo allí. ¡Zas!

Un objeto había golpeado la ventanilla trasera. ¿Una bola de nieve?

¡Zas! ¡Zas! Dos de ellas alcanzaron un costado del coche. Procedían del instituto de Ladue. ¡Zas! Estaba perdiendo el control. ¡Zas! Cuánto odiaba la nieve. Pasó una intersección, sin frenar. Más bolas aterrizaron a su izquierda en la nieve sucia.

Pero llegó al Marriott sin más apuros. Tenía una llave de la suite y entró con sigilo. Ella estaba en ropa interior, una colección de ángulos redondeados encima de un sillón, leyendo una revista. Alzó la vista.

—¿Quién es?

—Rolf —le guiñó el ojo.

Mientras ella se cambiaba, Rolf reparó en el desorden, la ropa sucia y las cartas de Tarot esparcidas por el suelo, las latas de Tab y los ceniceros. Un aroma a curry. Muy poco típico de ella. Tendría que reñirla más tarde.

Apareció embutida en un traje chaqueta verde y zapatos de tacón bajo.

—¿Qué es lo que te trae por aquí, un…? —ella frunció un poco el entrecejo.

—¿Un día tan espantoso?

—Eso.

—Pasaba por delante —dijo él— y se me ha ocurrido parar. Martin no está aquí, ¿verdad?

—No, ha ido a un partido de fútbol. Pásame el abrigo —de un capirotazo hizo saltar unos copos de nieve que había en el cuello. Él le pellizcó el culo—. ¡Eh, capullo! —susurró a la oreja de Rolf, mientras iba hacia el armario. Él le agarró la mano. Ella le clavó la uña del pulgar en la palma y se zafó—. ¿Cómo te atreves?

De repente Rolf se puso a toser, haciendo que no con la cabeza para dar a entender que negaba toda validez a la interrupción.

—Pulmonía —dijo ella.

—¿Tenemos que empezar otra vez? —suspiró él.

—Perdona —ella pestañeó—. Es que hace un día horrible.

—No hay para tanto. Debes de sentirte muy sola aquí.

Ella se dio la vuelta y alargó el brazo para colgar el abrigo, momento en que Rolf, de un solo tirón, le bajó la falda.

Ella chilló de manera muy convincente.

—¡Rolf Ripley! —retrocedió hacia las perchas vacías, se hizo un lío de pies y falda y cayó contra el fondo del armario ropero.

Él se arrodilló.

—Por fin —dijo.

—Oh, Rolf, Rolf. ¿Aquí?

Él se preparó:

—Aquí.

Ella se llevó la mano de él a la boca y le mordisqueó los dedos.

—Pero ¿y si Martin…?

—Está en el partido. Y acaba de empezar.

Ella se relajó. Una percha cayó tardíamente, después de balancearse un rato, y rebotó en el hombro de Rolf, que se cernió majestuoso con su Siempre A Punto. Ella ahuecó la mano alrededor del glande e inició una lenta y tentadora caricia con la parte interior de su dedo índice.

—Oh —dijo—. Tenía ganas de ti.

*

Al día siguiente Probst se levantó muy de mañana y a las siete y cuarto ya estaba preparándose el desayuno. En la KSLX cantaban mormones. Barbara aún dormía. Probst se había hecho nudos llanos en los zapatos usando los dientes.

Llamó a varias personas, concertó citas, huecos en el día que tenía por delante. Se había puesto un traje negro con solapas estrechas, una corbata roja y una camisa blanca con finas listas grises. En el espejo del cuarto de baño parecía un diplomático, alguien importante. Sus cabellos, definitivamente, se estaban volviendo grises y su rostro se veía más enjuto de lo normal, más una prominencia que un plano. Su calor no se arredró al salir al aire glacial por la puerta de atrás. El motor del coche prendió en seguida con un rugido.

Esta mañana, conducir era como ir en barca, con todas las superficies igualmente navegables. Las calles estaban desiertas. Bajo la nevada, la ciudad parecía cosa del siglo diecinueve.

Probst todavía trataba de procesar la información que el general —Sam— le había dado la víspera. Le costaba más cuando tenía que hacerlo solo, sin la ayuda de Barbara. Había llegado a casa saliendo del club de fitness con una necesidad casi física de divulgar y hablar, pero la necesidad feneció al verla a ella, aquel brillo de resentimiento en su mirada, el fuego oscuro. Ni siquiera le aportó la menor alegría barrer la casa (tampoco descubrió ningún micrófono oculto) cuando ella no estaba mirando. Barbara se quedó sentada y fumando hasta que el cuarto empezó a oler a beicon.

Entrez-vous —dijo Chuck Meisner, sujetando la puerta. Probst entró zapateando, remetiendo nieve en la alfombra.

Aun en domingo y tan temprano, daba la impresión de que acababan de quitar el polvo y pasar el aspirador a la sala de estar. Chuck iba vestido con prendas holgadas, de pana y lana.

—¿Quieres tomar algo? ¿Café, un bloody mary?

—Nada, gracias, Chuck —se encontraba de maravilla. No necesitaba nada.

—¿Se trata de algo que… querrías hablar en privado?

—Sí. Buena idea.

Probst y Barbara habían visto bastante a menudo a los Meisner aquel otoño. Chuck era presidente del First National Bank y gerente de First Union & Centerre. Si, por alguna razón, la gente le había estado ocultando hechos a Probst, Chuck era uno de los primeros candidatos. En privado, naturalmente, Chuck había sido tan discreto acerca de asuntos profesionales como el dueño de una funeraria. Y Probst era cliente de Boatmen’s, el banco de Hammaker, que, no obstante el respeto que le merecía Chuck, en su opinión era el más fiable de St. Louis. Probst no solía hacer amistad con banqueros. El dinero puro, como el puro sexo, era un estorbo para la amistad. Había otros contratistas que tenían incestuosas relaciones bancarias con hermanos o cuñados y muchas veces conseguían créditos flexibles, cosa que era legal pero poco ética; Probst no recurría a eso. Le gustaba ver a Chuck porque Chuck era demócrata y a Probst le gustaban los bichos raros, la gente que iba un poco contra corriente. Un banquero democrático: era una sensación suave como una papaya fresca.

Chuck se plantó detrás del imponente escritorio de anticuario que presidía su estudio y le indicó la silla correcta a Probst. Fuera, una nube de copos de nieve llevados por el viento, maravillosamente pequeños, una multitud celestial, revoloteaba a la luz del sol. Las paredes crujían con el viento. Probst confió en que Chuck supusiera que estaba allí para buscar consejo personal sobre alguna inversión, o un refugio fiscal. No quería engañar a un amigo, pero su enfrentamiento con Rolf el día anterior le había vuelto precavido sobre mostrar las cartas de buenas a primeras. Empezó por echar un buen vistazo a su amigo, y no pudo ir más allá.

Chuck tenía una pinta horrible.

Él también lo sabía. Miraba a Probst con ojos expectantes, con la culpa, el triste candor del que pillan deleitándose en un vicio. Chuck tenía los párpados hinchados, el blanco de los ojos de un rosa intenso. Su labio inferior mostraba una grieta amoratada. Su pelo carecía de vida.

—No tengo muy buen aspecto, ¿eh?

—¿Has estado enfermo?

—Hace más de dos meses que no duermo bien.

Probst notó la furia que el otro se esforzaba por contener. Más de dos meses. Una frase de cruel autopropaganda, una queja pronunciada en silencio una vez y otra, un estímulo interior (Sabes, ese cuarto huele mucho a beicon) hasta que la queja cobraba tanto significado, tanta fuerza, que expresarla en voz alta solamente podía reducirla, y tenerla era una derrota.

—No te recordaba con esta cara de fatiga —dijo Probst.

—A veces estoy bien —Chuck cerró los ojos—. Te parece que vas saliendo a flote, y entonces otra noche mala —meneó la cabeza.

—¿Te ha visto un médico?

—Sí. Tomo pastillas. Y aminoácidos. La semana pasada fui a ver a un hipnotizador. Bea me ha hecho empezar con un psicoanalista. Ya ves, anoche dormí unos veinte minutos en total. El martes fueron seis horas. La noche siguiente, cero —Chuck parecía hacer un esfuerzo sobrehumano para hablar, aunque fueran pocas palabras.

—¿Te han dicho cuál puede ser la causa? —preguntó Probst.

—He procurado dejar la bebida y el café. También dejé de comer carne unas semanas. Me dediqué a la proteína pura. Cambié de cama, lo cual funcionó, pero sólo una noche. Salí bien de la conferencia de ABA en San Francisco, pero sólo fueron tres días. Cuando volví, zas, vuelta a empezar. Probé la meditación. El yoga, el footing, los baños turcos. Leche caliente, picar algo en la cama, tomar valium a docenas. Estoy completamente alelado, vivo en un sopor constante, pero la parte del sueño, Martin… —levantó las manos y, con los dedos, formó una jaula de lo que estaba describiendo—. La parte del sueño la tengo totalmente despierta.

—¿A qué crees tú que se debe?

—Ésa es la cuestión. Todo me parece que podría ser importante. El lado de la cama en el que duermo. El trabajar demasiado. El no trabajar suficiente. ¿Debería ponerme furioso? ¿Debería mantener la calma? Fin de semana contra día laborable, vino tinto contra vino blanco. Es que tiene que haber una razón, sabes, y cualquier cosa que hago cada día… Mira, son muchas las variables, las combinaciones. No consigo señalar las importantes por un mero proceso de eliminación. ¿Y si el motivo de que no pueda dormir es comer azúcar, o acostarme temprano, o ver deportes los fines de semana? No consigo identificar la razón, pero me paso horas y horas en vela dándole vueltas a lo mismo. Ya no recuerdo si alguna vez he dormido bien. Como si toda la vida me hubiera pasado lo mismo.

Probst estaba pasmado. No era momento para una confrontación, por muy amistosa que fuera. Carraspeó y se acordó de la cajita que tenía en el bolsillo. La sacó y se la puso encima de la rodilla.

—¿Qué es eso? —preguntó Chuck.

—Un juguete que compré ayer —Probst pulsó el botón «test». Luz roja. ¡La luz roja! ¿Lo habría estropeado sin querer?

—¿Qué pasa?

Probst se levantó y rodeó la silla en que había estado sentado. Al pasar junto a la ventana, la caja empezó a chillar como un despertador de cuarzo. Se apartó de la ventana y el chillido disminuyó.

—Creo que hay micrófonos ocultos —dijo. Examinó la pared de la izquierda, jugando a frío o caliente con los chillidos para localizar el centro de la irritación electrónica. Al nivel de la cintura encontró un punto donde la pintura era un poquito más clara que en el resto de la pared. Dio unos golpes. Estaba hueco. Apretó con el dedo. Era tela metálica pegada con cola sobre un agujero pequeño y pintada del mismo tono que la pared. La arrancó con el dedo. El agujero tenía dos centímetros de diámetro y uno de hondo. En el centro, con las patas empotradas en yeso, había una chicharra. Probst sacó su cortaplumas y desarmó el micro. Un cable de unos veinticinco centímetros de largo, fino como un cabello, se desprendió de la pintura fresca. Lo dejó caer en la mesa de Chuck.

—¿Sabías que había esto? —dijo Chuck.

—Claro que no. Pero creo que deberías saber que Sam Norris encontró uno idéntico en su despacho.

—¿De veras? —el sonsonete de la respuesta sorprendió a Probst—. ¿Estás seguro de que encontró un micrófono oculto?

—¿A qué viene eso?

—¿No será que se lo pidió a un amigo y dijo que lo había encontrado? —los graznidos de Chuck eran repulsivos—. Sam Norris, como tú le llamas, ha estado cortejando a Bobby Caputo y Oscar Thorpe del FBI. Mi primera reacción a esta cosa —Chuck barrió la mesa con la mano y mandó el micro a la alfombra persa— es el apellido Hoover. Norris ya no confía en mí. Mi comportamiento la parece sospechoso. ¿Y desde cuándo hacéis tan buenas migas tú y él? Creía que ni siquiera os hablabais.

—Bueno…

—Te sorprende lo del FBI, ¿verdad? Entonces no debes de saber que Norris envió a Bombay a un detective privado para que le sacara los trapos sucios a Jammu. O que sólo está a dos firmas y un apretón de manos de comprar el Globe-Democraty porque ya nadie le saca en la prensa —Chuck suspiró e hizo como que se mecía en la silla inmóvil. Agitó lánguidamente los brazos—. Bueno, así que me han puesto micrófonos. No creo que sea la primera vez. Pero lo que Norris ignora, lo que el FBI ignora, es que no todos son tan arteros como ellos. Yo no tengo nada que ocultar.

Salvo a mí y a Barbara, pensó Probst. Nos has ocultado tu extenuación.

—Entonces dime qué está pasando en North St. Louis.

—Nada que no esté saliendo cada noche en los periódicos —Chuck alzó un poco la voz, como si muchos estúpidos le hubieran estado haciendo esa misma pregunta—. Nada más que lo normal. El público, Martin, invierte en nosotros algo más que su dinero. Invierte confianza, y eso es muy importante. Tenemos la responsabilidad de usar ese dinero de los inversores (esa confianza) de la manera más productiva posible. Lo contrario sería pura negligencia. Que yo sepa, en el North Side no ha habido un exceso de especulación. Los valores de la propiedad han subido, y las diversas instituciones a las que sirvo han creído oportuno proteger su futuro y el futuro del depositante (el hombre de a pie, Martin) haciendo algunas adquisiciones escogidas y yo diría que inteligentes en esa zona. Para engrosar lo que ya teníamos. Y, por supuesto, para sustituir lo que habíamos vendido antes de valorar adecuadamente la fuerza del mercado. En esa zona hay terrenos muy interesantes, y ya va siendo hora de que la ciudad les saque provecho. Nosotros fomentamos la urbanización. Forma parte de la confianza que el público deposita en nosotros. Yo creo que ha llegado la hora. Estamos bastante satisfechos con la actual situación en lo que respecta a la delincuencia.

Probst, con un hipotético gesto de sus dedos:

—¿Y esto no tiene un efecto desfavorable sobre el conjunto de la economía de la región?

—¿Cómo podría tenerlo un aumento de las inversiones? —Chuck sonrió como una maestra de jardín de infancia.

—Por ejemplo. En West County.

—Oh. Pero si esa zona es más que rica, Martin. Riquísima. Por ahí no tienes nada que temer. ¿Es eso lo que te preocupa? ¡Por el amor de Dios! No tienes absolutamente nada de que preocuparte, respecto a West County.

*

La siguiente parada de Probst fue de nuevo en Webster Groves, concretamente en Webster Park, detrás de la biblioteca. Recorrió el camino, todavía lleno de nieve, y llamó al timbre. Esperó. No lo había oído sonar. ¿Estaría estropeado? Llamó con los nudillos. Al poco rato acudió a abrir un hombre sin afeitar, de la edad de Probst, vestido con unos tejanos y una bata de cirujano, verde y sin cuello.

—¿Martin Probst? Qué tal —el hombre alargó la mano e hizo entrar a Probst—. Soy Rodney Thompson.

En montones mezclados a lo largo de los rodapiés de la sala de estar había cientos de revistas, en su mayoría de las que tienen texto en la cubierta pero no fotos. El aire olía a tortitas rancias. Las plantas de las ventanas habían cubierto de mantillo las tablas del suelo, y alguien había derramado café en la alfombra de lana al lado del televisor. La taza estaba todavía en el suelo.

—No usamos mucho esta habitación —dijo Thompson. Hundió las manos en los bolsillos del pantalón y regresó a la cocina. Probst le siguió.

—Así que es usted el padre de Luisa.

—Sí.

—Creo que nuestras respectivas esposas han hablado —Thompson se sentó, tomó un sorbo de un vaso largo con zumo de naranja y, después de tragar, ofreció a Probst por gestos si quería uno, a lo que éste negó con la cabeza—. Y usted es el que construyó el Arch.

—Bueno, no con mis propias manos —era la respuesta acostumbrada.

—Claro, claro. Pero es una gran obra. Estoy impresionado. Y también lo estoy con Luisa. Me cae muy bien.

Probst buscó la manera de preguntar, en el contexto de aquella primera visita de contacto, cuánto tiempo habían pasado los Thompson con su hija.

—Habla mucho de usted, y positivamente, aunque tengo entendido que ahora mismo no están en muy buenas relaciones, por los motivos que sea.

—¿La ve usted a menudo? —preguntó Probst.

—Los hemos llevado a cenar fuera un par de veces. Procuramos esforzarnos por mantener el contacto. Son años difíciles para los chavales. Sé que Duane está dándole vueltas a varias cosas, sondeando alternativas, tratando de organizarse un poco. Estamos en contacto. Claro que Pat y yo tampoco tenemos mucho tiempo últimamente. Por cierto, ella está trabajando, lástima que no hayan podido conocerse. Tendríamos que vernos algún día, los seis juntos.

Thompson entornó los ojos para mirar un calendario.

—Pero esta semana no, me refiero a la semana próxima. Creo que mejor pasadas las fiestas, en enero. Oh. Quizá en febrero. Pueden venir a casa, será una fiesta. A los chicos les encanta la paella que hace Pat. ¿Una fractura?

—Sí —Probst exhibió su dedo más ostensiblemente y luego, por enésima vez relató lo ocurrido en el estadio. Las diez últimas veces lo había contado exactamente igual, sin cambiar una palabra.

Thompson fue asintiendo a cada frase. Todo un repertorio de cabeceos, calados, horizontales y en sucesión, rotatorios para indicar aquiescencia y entendimiento, cabeceos extraños en planos oblicuos, otros a modo de vaivén de limpiaparabrisas. Cuando Probst terminó su exposición, dijo:

—Respecto a Lu y Duane, es difícil decir hasta qué punto van en serio, pero creo que bastante. Ella parece muy decidida a afirmar su independencia —Thompson alisó la primera plana del Post dominical y leyó unas líneas—. Si uno lo piensa bien, se trata de una cuestión de valores. La vieja historia, ¿no? Poco puedo añadir, personalmente, aparte del hecho de que Pat y yo queremos a Lu. Es más, la respetamos —consultó su reloj.

*

Hacía dos semanas que Buzz Wismer no se veía con Martin Probst. Muchas cosas habían cambiado. Martin no. Su aspecto era despierto y lozano cuando llegó, aquel domingo por la tarde, al despacho de Buzz. Hasta la tablilla de aluminio contribuía a ello. Parecía un apuesto soldado de permiso.

—Pensaba —dijo— que tal vez podrías informarme sobre lo que está haciendo Rolf Ripley últimamente. Estoy casado con su cuñada, pero estoy a dos velas.

—Bien —dijo Buzz—. Hubo mucho alboroto con su nueva división de defensa electrónica. Pero, por lo que he podido saber, eso ha estado en proyecto desde hace tiempo.

—Para un poco —dijo Martin sin alterarse—. ¿Cómo sabes que estaba en proyecto?

—Mira, es lógico. Somos competencia, a la hora de buscar ingenieros. Mi gente de personal me contó que en marzo Ripley estaba contratando gente en otras áreas. Más informática, más nucleares…

—Vale. De acuerdo. ¿Qué más?

—¿Quieres decir, últimamente? Bien. Hay rumores de que está trasladando a la ciudad algunas de sus instalaciones.

—Pero los periódicos publican cosas así a diario.

—Es verdad. De todos modos, yo me lo tomé más en serio porque mi nombre también salía a relucir. Muchos accionistas vieron ese rumor, creo que hasta el New York Times recogía la historia, y yo he recibido llamadas incluso de Boston. Me pareció que había que preguntar al Post por sus fuentes de información, lo cual es como sacar muelas. Para abreviar, parece que un importante funcionario de Ripleycorp hizo correr los rumores de traslado, y dijo que nosotros también estábamos pensando en algo parecido.

—Entonces ¿la cosa no salió de ti?

—No y sí —Buzz explicó que si bien él no había originado el rumor, éste fue la causa de que encargara al Departamento de Finanzas un estudio sobre la viabilidad de un cambio de sede. El Departamento le había desaconsejado un traslado pero saliéndose por la tangente al sugerir que no estaría mal comprar algunas propiedades en la ciudad antes de que los precios subieran todavía más. Buzz había autorizado la compra. Cosa de rutina. Pero, de hecho, mientras se lo contaba a Martin, notó que se le encendía la cara como si le estuviera revelando un oscuro secreto, algo primitivo, porque la compra tenía que ver con Asha.

Martin sonrió apesadumbrado.

—Gracias por decírmelo, Buzz. Como comprenderás, necesito saber qué va a pasar y, en cierto modo, los últimos meses he estado un poco fuera de juego. Sí, también es un fallo de dirección por mi parte. Este año, más que presidente de MG, parezco el portero. Al mismo tiempo, no creo que sea exactamente culpa mía. ¿Acaso las tendencias no han sido siempre visibles en esta ciudad con años de anticipación? Como Clayton, las autopistas, las dársenas, West County. Antes había franqueza, ahora no. Por eso quiero saber cómo ves tú las cosas.

No era lo que Martin decía, pensó Buzz, ni siquiera la manera de decirlo, sino aquella honradez subyacente, su torpeza. Aquel hombre era íntegro. El mal lo desconcertaba. No había cambiado nada.

—Cómo veo yo… las cosas. Mira, yo creo que todo va bien, en serio —Buzz pestañeó—. He tenido una semana bastante inquietante, a decir verdad. Y suelo perder un poco de vista la…

—¿Qué opinas de Asha Hammaker? —preguntó Martin a bocajarro.

Por un momento, Buzz tuvo la clara sospecha de que ésta era la única pregunta que Martin había venido a hacerle.

—No me refiero como persona —añadió Martin—. Sino como mujer de negocios.

—Como mujer de negocios, ni idea.

—¿Has oído algo de un traspaso de acciones a la ciudad?

—Pero en caso de que hayas oído rumores —continuó Buzz, no queriendo dejar pasar la oportunidad de confesar—, yo añadiría que es cierto que la señora Hammaker me ha hecho varias…, ejem, varias insinuaciones de carácter físico, a mí y quizá a otros, en público, de modo que no me extraña que hayas oído rumores al respecto.

Martin sonrió y meneó la cabeza retóricamente divertido.

—¿Por qué será que a mí no me pasan esas cosas?

Se miraron. Buzz sintió que le salía de dentro una carcajada como si fuera una astilla.

*

Fue después de que Probst abandonara el complejo de Wismer y torciera de nuevo al sur, fue justo en mitad de aquel día que él mismo se había programado, cuando su desayuno se había gastado durante la mañana y quedaba apenas en forma de metabólicos efectos secundarios y un leve amargor de zumo en su paladar; fue entonces cuando el peso de los hechos y las conjeturas acumulados el fin de semana, las posibilidades y la conciencia de las cosas, le superaron por completo.

Experimentó una especie de aturdimiento. Ante él, el sol bajo del invierno tenía una blancura cegadora, un brillo inverosímil, y las calles mojadas y nevadas eran un catálogo de tonterías. Pedazos de toda forma y magnitud borraban las sencillas líneas de la calzada. Con el brillo, en los semáforos, no podía ver cuál de las tres luces estaba encendida, la roja, la ámbar o la verde. Aflojaba la marcha cada vez, y pasaba los cruces a paso de tortuga.

Y fue entonces, mientras sus ojos buscaban alivio en el retrovisor, en las escenas más oscuras y más frescas que tenía detrás, cuando empezó a sospechar que le seguían. El coche era un Chevrolet viejo de color blanco. Creyó recordar que lo había visto antes, en Webster Park, y ahora estaba unos treinta metros detrás de él, en Hanley Road. El parabrisas era una barra mellada de refracción solar.

El Chevrolet lo siguió hasta Clayton, y cuando Probst torció a la derecha por Maryland Avenue el coche torció también. Aparcó en el estacionamiento de Straub’s para comprar algo de fruta, y el coche pasó de largo, sus ocupantes protegidos siempre por el resplandor.

*

En la sala de estar de Jim Hutchinson repitió su sigilosa búsqueda de micrófonos ocultos y obtuvo luz verde. Jim regresó de su estudio, donde acababa de atender una llamada.

—Soy consciente —dijo— de que el general encuentra sospechoso que los Warriors no me hayan cazado todavía. Por lo demás, sus balas eran de verdad. ¿Alguna vez te han disparado? No es una experiencia que tenga ganas de repetir, sabes. Para tu información, el helicóptero reventó esas ventanas que tienes a tu izquierda, porque generalmente cenamos en la habitación de delante. Contrariamente a lo que te habrán dicho, estas ventanas no tenían las cortinas corridas. Las del cuarto del desayuno sí lo estaban, y además están protegidas por árboles y por la casa que hay detrás. En cuanto a la bomba en el coche, no sé qué decir. Hay indicios de que explotó inesperadamente, una hora antes de lo previsto. Aquella mañana yo salía a las once. La granada contra nuestro transmisor dio en el objetivo que buscaba, y no iba dirigida a blancos blandos. Desde entonces, tomo muchas precauciones. La policía ha colaborado bastante. Por lo visto, los Guerreros han cambiado de táctica. Por mí, mejor. Prefiero que no me acribillen en plena calle por mucho que eso pueda consolar al general. También es cierto que he cambiado de opinión respecto a Jammu. No se demuestra nada siendo obstinado. Me he entrevistado personalmente con ella varias veces, y te aseguro que no es ninguna terrorista.

—¿Cómo lo sabes?

—¿No eras tú el que lo negaba este mismo otoño? Además, tengo un sexto sentido. Fui periodista durante veinte años. Jammu no es absolutamente franca conmigo (no tiene por qué serlo) pero tampoco es tan deshonesta. Al menos, no tanto como Norris, por poner un ejemplo.

—¿Es cierto que va a comprar el Globe?

—Le gustaría. Falta que le dejen, no lo sé.

—Si está intentando comprarlo, ¿cómo es que nadie informa de ello?

Jim lo pensó un rato.

—Sin comentarios. Digamos que es por cortesía profesional. En esta fase, no ha de extrañarte. Bueno, seguro que el Post saca un artículo a finales de esta semana.

—¿Y lo de las acciones de Hammaker?

—Ah, eso. Oirás algo en las noticias, y a escala nacional, yo diría. Es un buen ejemplo de los manejos de Jammu. Asha Hammaker, de soltera Parvati Asha Umeshwari Nandaksachandra, no es una simple chica asiática con encanto. De entrada, tiene cuarenta y un años.

—Caramba —Probst agitó la cabeza. Él le habría puesto veinticinco.

—Tiene tres licenciaturas, Berkeley, la London School y algún sitio de su país, trabajó cinco años para los Tata, llegó a algo así como vicepresidenta; y luego, en 1975, experimentó una conversión política y quizá religiosa, absolutamente inexplicable, pasó dos años en la cárcel, fue agitadora marxista durante tres años en Bombay y, por último, sorpréndete, inició una carrera más, esta vez como actriz profesional, trabajo en el que volvió a destacar. Puede que no sepas a qué edad la conoció Hammaker.

—Creí que no lo sabía nadie.

—Ella estaba rodando en México, creo que era su primer papel importante. Hammaker estaba pasando allí sus vacaciones. Sería el mes de febrero o marzo; como mucho, abril —Jim hizo una pausa, como si esperara que Probst se diera cuenta de algo. Al final, así fue.

—Jammu no fue convocada aquí hasta el mes de julio. En abril ella no sabía que iba a venir a St. Louis.

—No podía saberlo —le corrigió Jim—. Bill O’Connell podía haber seguido siendo jefe de policía otros catorce meses, o bien le sustituía Jergensen. Jammu no tenía forma de saber que iba a venir aquí.

—A menos que Asha tuviera algo que ver en…

—¿En la jubilación y en la lucha por conseguir el puesto? Imposible. Ella ni siquiera se había mudado a la ciudad, y todavía no llevaba el apellido Hammaker.

—Jim, ¿por qué no le cuentas algo de esto al general?

—No tendría sentido. Ya sabes que no piensa con lógica. Y hay ciertas coincidencias que él de seguro querría explotar. Es evidente que Jammu y Asha se conocían bien ya en Bombay. ¿Cómo lo sé? Se lo pregunté a Jammu. Si yo se lo contara al general, los hechos demostrarían no sólo que dos extraordinarias mujeres de Bombay aparecieron en nuestra insulsa ciudad con pocos meses de diferencia, sino que además son amigas. Está claro que Jammu se interesó por el puesto que le ofrecían al saber que Asha tenía previsto trasladarse aquí, y en cualquier movimiento migratorio se da el hecho de que los grupos tienden a aglutinarse en una sola ciudad. Jammu no es ninguna excepción. Pero la coincidencia existe, y si puedo evitarlo procuraré no alimentar las ilusiones del general.

—Bueno, ¿y lo de las acciones?

—Yo creo que eso lo han orquestado Jammu y Asha. Por lo que respecta a la primera, es un problema de poder. Acudes al rescate financiero de una ciudad y, a cambio, te ganas el derecho a pedir ciertos favores. Será interesante ver en los próximos meses qué clase de favores son los que pide Jammu. Por otra parte, tiene a su cargo un contingente muy numeroso y no está dispuesta a perder los efectivos que ha añadido al cuerpo en los tres últimos meses. En cuanto a los Hammaker, no creo que eso los lleve a la quiebra. Imagino que Asha lo ve así: ella y Sidney son los únicos herederos de todo ese capital, no hay hijos en perspectiva (aunque si él ignora la edad de Asha, puede que no sea consciente de ello), ¿qué sentido tiene aferrarse a unos activos que no influyen para nada en su actual tren de vida? Lo que hacen es entregarlo a la ciudad, atribuirse todo el mérito cara al público y, encima, tienen algo valioso que añadir a su ya portentoso arsenal mercantil: Hammaker es hasta tal punto una institución, que incluso es propiedad de la ciudad donde se fabrica. Ellos no pierden un ápice del control de la empresa, y si Asha es la mitad de lista de lo que aparenta, apuesto a que pueden recuperar esas acciones cuando les venga en gana. Una jugada perfecta. Por el momento, la ciudad va a presentar todo el paquete como garantía subsidiaria para pedir un préstamo que les ha concedido…

—Chuck Meisner —dijo Probst.

—El Felix Rohatyn de St. Louis. Es lo que él quiere ser. No, pero Chuck me cae bien. Opino que se exige demasiado a sí mismo, pero eso en parte es porque a la ciudad se le exige demasiado. Deduzco que le has visto hace poco…

—Esta mañana. Ni siquiera se me ha ocurrido preguntarle por lo de Hammaker. Se encuentra mal, sabes.

—Tiene insomnio.

—Lo sabes todo, Jim.

—No creas.

—Bien, sabes más que yo, eso sí. Deberías publicar una hoja informativa. Yo pagaría lo que fuera por estar suscrito.

Jim sonrió.

—No creo que mi posición sea tan privilegiada. Si alguien quiere saber lo que yo sé, sólo tiene que pedirlo. Con Jammu pasa lo mismo. Ojalá hombres como tú fueran a verla personalmente, en vez de hacer conjeturas.

—Necesitaría un pretexto —dijo Probst, preguntándose cómo no se le había ocurrido a él—. Pero dime lo que sabes acerca de Rolf Ripley.

—Menos de lo que sabes tú. Imagino que habrá hablado contigo sobre ese proyecto que…

—¿Proyecto? —Probst estaba boquiabierto.

—Sólo sé las líneas generales; en el North Side, doce manzanas. Oficinas, espacio hábil para alquiler, su ala de investigación y quizá también, a la larga, algo de manufacturas, y naturalmente los apartamentos de rigor. Nada de rascacielos. Un máximo de ocho o nueve plantas…

—En realidad todavía no lo hemos hablado —dijo Probst.

—Bien —Jim le miró astutamente por encima de sus gafas—. En cuanto hayas aclarado las cosas con Harvey Ardmore…

—¿Ardmore?

—Oye, Martin —la voz de Jim fue apenas un susurro—. Tú sabes, verdad, que va directo a la bancarrota.

A estas alturas tenía que estar claro lo poco que sabía Probst.

—Espero que no tenga deudas contigo —añadió Jim.

Ardmore, el promotor de Westhaven, debía a Probst un cuarto de la factura total. Probst había pagado al subcontratista por adelantado, pero Ardmore no tenía que cobrar hasta aquella misma semana.

—¿Bancarrota? —repitió Probst.

—Casi seguro. Ha hecho la ronda habitual, pero parece ser que nadie le ha prestado oídos. Los bancos del extrarradio están bastante atrapados. Este boom está desfondando a los especuladores de West County. Tiene trazas de ser con mucho la mayor operación urbanística en la historia de la zona. Bueno, no en lo que respecta a número de hectáreas, pero yo creo que dará pie a que la ciudad vuelva a fusionarse con el condado, y en las condiciones que estipule la ciudad, no el condado. Espera y verás. Recuerda lo que te he dicho.

*

Probst recibió una llamada de Buzz poco después de llegar al despacho del alcalde. Fue con el teléfono hasta la ventana y contempló la nieve sucia acumulada a ambos lados de Tucker Boulevard, y, más allá del centro comercial, el Arch ahora dorado al sol endeble.

—Qué hay, Buzz.

—Bien —dijo Buzz—. Ed Smetana, tú ya le conoces, ha pasado por aquí hace un rato y hemos echado un vistazo a tu juguete. La batería y el circuito son americanos; es más, fabricados a un paso de aquí: una General Syn Power Sedd y un chip de Ripleycorp, no pensado precisamente para esta función pero casi. Yo diría que esas cosas las fabrica para la CIA. En cuanto al micro y la carcasa, que de hecho son lo mejor del equipo, no puedo decirte nada. No tengo ni idea. Habría que llevarlo a un laboratorio forense. Hay otra cosa: el transmisor tiene un alcance máximo de apenas trescientos metros, es decir, que cerca de donde encontraste eso tiene que haber un receptor.

—Bien. Te lo agradezco mucho, Buzz. Te llamaré pronto.

—Eso espero, Martin.

Probst fue hacia la silla, pero algo que había avistado subliminalmente abajo en la calle le hizo volver a la ventana. Había un Chevrolet blanco aparcado allá enfrente, con el motor en marcha. El conductor quedaba protegido por la capota del coche, y a la sombra del ayuntamiento.

—¿Pasa algo ahí abajo? —preguntó Pete Wesley.

—Nieva —repuso Probst. La llamada telefónica había interrumpido un turbio monólogo de Wesley (para Probst, un mensaje optimista), en el más puro estilo cámara de comercio. A Probst no le caía bien Wesley. A su juicio los alcaldes norteamericanos se dividían en dos especies físicas bien definidas: endomorfos desgarbados con personalidad fuerte y que podían arrasar con cualquier tipo de oposición, y personas blandas de complexión menuda y enjuta capaces de esquivar las dificultades. Pete Wesley era de los primeros. Su rostro recordaba al del homo sapiens de las enciclopedias.

—Como iba diciendo, Martin, es muy gratificante tenerle aquí.

Probst cerró los ojos. Descortesía. Los volvió a abrir.

—Porque para un hombre nacido y criado en la ciudad, y que vive aquí (no crea que desconozco su dirección profesional), permítame decirle que últimamente no le hemos visto mucho el pelo —Wesley hizo una pausa—. Déjeme que le haga un par de preguntas. Estas semanas he pensado bastante en su situación, he tratado de ponerme en su piel. No olvide que yo también he sido empresario, sé cuáles son las cuestiones prioritarias. Por ejemplo: ¿qué límites de crecimiento tiene una empresa como la suya? ¿Ha dedicado tiempo a la teoría? Yo sí, y córteme si cree que me paso de la raya. Para usted, Martin Probst, los límites al crecimiento son en primer lugar la incertidumbre del mercado, segundo, la imposibilidad de seguir reuniendo capital indefinidamente, y, tercero, las consideraciones de tipo interno tales como la necesidad de un control estricto y centralizado de las operaciones. ¿Voy bien?

Tratándose de algo abstracto, Probst se implicó en la pregunta. Cambió la posición de las piernas:

—Bueno, a esos límites yo añadiría que el mercado es finito además de incierto, y que un crecimiento ilimitado importa muchísimo menos que la calidad del producto, la situación laboral de mis empleados y, en concreto, que mis ejecutivos no vayan sobrecargados de trabajo.

Wesley asentía todo el rato.

—Cierto. Por supuesto. El mercado es finito, ¡pero también lo es el universo! Eso no impide que siga siendo muy grande ¿verdad? Vamos a ver, imagínese lo siguiente: supongamos que de pronto hay una gran demanda de nuevos bloques de oficinas y que para construir uno necesita una grúa muy grande. No sé cuántas grúas grandes tiene usted, pero digamos que dos.

—En realidad, sólo una. Si está hablando de la torre de…

—Una. Estupendo. Mejor aún. Así que si se le presentan seis proyectos grandes a la vez, sólo puede optar a uno. De hecho podría aceptar más pero calculando los costes del alquiler o la compra de más grúas, lo cual podría mermar su competitividad. ¿Correcto?

—Más o menos.

—Pero ahora supongamos que mañana sucede algo que hará mucho más fácil financiar una grúa. Cualquier cosa, ¿de acuerdo? Y vamos a suponer también que como espera hacer bastantes proyectos similares, todos en la misma zona, no a kilómetros de distancia sino digamos a doscientos metros uno de otro, eso le permitirá despachar contratos suficientes como para seguir siendo competitivo a pesar de los costes de financiación. ¿No sería posible amarrar esos seis contratos y quintuplicar los beneficios que podría esperar de uno solo?

—Eso dependería de las condiciones de financiación —dijo Probst con calma. En la exposición de Wesley, en su fingida ingenuidad, presintió que iba a proponerle algo ilegal, y siempre se le había dado bien hacer que los demás se incriminaran a sí mismos.

—Supongamos que las condiciones son buenas —replicó Wesley—. Supongamos que ciertos ciudadanos muy influyentes tienen un interés especial en que lo haga usted, por su categoría profesional, por su currículum, que quisieran implicarle en el rejuvenecimiento de la ciudad, en una serie de proyectos que redundarían en beneficio de la gente de St. Louis, de todos sus ciudadanos, usted el primero.

—Se refiere al North Side…

—North Side, South Side, West End, eso no importa. Lo pregunto hipotéticamente.

—No me interesan las hipótesis —dijo Probst con un deje de fría criminalidad—. Me gustan los hechos.

—De acuerdo. Pues el hecho es que yo sé de un grupo de gente, personas cabales, personas que usted conoce de toda la vida, que concuerdan con la suposición que le acabo de plantear.

—¿Por qué no me lo plantean ellos mismos?

—En cierto modo lo hacen. Digamos que yo soy su representante.

Vaya: una confesión.

—¿Rolf Ripley es otro representante? —dijo Probst—. Porque si lo es, estoy seguro de que se equivoca usted respecto a que les interese implicarme en el proyecto.

—Martin, ¿alguna vez se ha parado a pensar cómo sería su vida si se dedicara a otros negocios aparte del suyo?, ¿a negocios más especulativos? Si lo ha pensado, entonces no me cabe duda de que se imagina cuán poco dispuestos estamos a ampliar nuestro círculo prematuramente.

Círculo. Banda. Camarilla. Algo hizo clic dentro de Probst y le instó a levantarse.

—No tengo más preguntas —dijo.

Wesley le miró como si desconfiara un poco de haber convencido a Probst sin resistencia por su parte.

—Supongo que querrá saber más detalles.

Probst se puso la chaqueta, y ahora que estaba de pie se dio cuenta de que las bobinas del dictáfono del alcalde estaban girando.

—No, gracias —se envolvió el cuello en la bufanda y se la anudó con firmeza—. Las camarillas no me van.

—Siéntese, Martin —el tono de Wesley era amable—. Por favor. Siéntese. Veo que ha sacado una impresión equivocada. Esto no es una camarilla, por Dios, odio esa palabra. Se trata de algo que interesa a toda la comunidad.

Probst comprobó si tenía los guantes.

—Mire —dijo—. Creo que esperaré a tener noticias como todo el mundo.

Wesley meneó la cabeza viendo que Probst no lo entendía.

—La gente no mostrará interés si a usted no le interesa.

—Oh, estoy convencido de que encontrará a quien le interese. Hay gente para todo. Porque si lo que dice es cierto, Pete, lo único que tiene que hacer es plantearlo en la próxima reunión de Municipal Growth. El jueves a las siete de la tarde.

—Mis obligaciones de alcalde me lo impiden.

—Pues Hammaker. O Ripley.

—Martin, sabe perfectamente que es a usted a quien escucharán. Algunas de estas personas ni siquiera van ya a las reuniones.

—Sí, lo he notado. He hablado con ellos.

—Pues debería saber que no descartan dimitir si el grupo no empieza a mostrar un poco más de interés respecto a lo que les preocupa.

—Una tercera ausencia a las reuniones implica la expulsión —dijo Probst—. Bien, alcalde, tengo que irme. Pero antes, si no le importa, quizá podría responder a una sola pregunta: ¿para qué negociar? Me necesita o no me necesita, eso es todo.

—Me cae bien, Martin. No hay nadie que no…

—Bla, bla, bla.

—Espere un poco. Le cuento todo esto por su propio bien. Le estoy haciendo un favor, ¿entiende? A veces pienso si no es usted un poco esnob. La reurbanización seguirá adelante, con o sin usted. No puede hacer nada por impedirlo. Pero somos amigos suyos. Queremos que se suba al tren. Le queremos en el equipo. Usted tiene espíritu de equipo, le echaríamos a faltar. La comunidad empresarial ha estado unida bajo la misma jefatura desde hace más de veinte años…

—La comunidad empresarial blanca —Probst se preguntó de dónde venía la frase.

—La comunidad que cuenta, la gente que tiene auténtico interés por St. Louis. Nos mantenemos unidos, cuidamos de nosotros mismos, y vamos a seguir así. De modo que no nos haga un feo.

Probst se acercó a las ventanas. El Chevrolet blanco se había marchado. El Arch estaba negro.

—¿Y mi poder de negociación? —dijo.

—Muy sencillo. No tiene ninguno a menos que participe en el juego. Pero si lo hace, puede tener prácticamente todo lo que quiera. Sería presidente…

—Presidente ¿de qué?

—De lo que fuera. Tendría acceso automático y constante a toda la información. Tendría más trabajo que nunca, y podría hacerlo de la manera más eficiente.

—¿Y si decido no jugar?

—No espere muchas ofertas.

—Menudos amigos.

—Oiga, yo no… —tartamudeó Wesley.

—Ya lo sé —Probst giró sobre sus talones—. No se haga una idea equivocada, alcalde. No he creído ni un diez por ciento de lo que me ha contado. Pero incluso hipotéticamente, lo que me plantea es un privilegio injusto. Sí, imagino que me dirá que todo es legal, toda mi vida he oído basura parecida. Legal. Lo pinte como lo pinte, está hablando de un privilegio injusto para alguien, sea yo o sea otra persona. Y no es ésa la idea que yo tengo de los negocios, de la vida. Bueno, alcalde —Probst notó que estaba al borde de las lágrimas—. Yo todavía tengo voz en cómo se gobierna esta ciudad, y le aseguro que voy a hacer todo lo que esté en mi mano para que la comunidad no caiga en poder de ninguna mafia, independientemente de que esté dirigida por gente estupenda, por muy buenos amigos míos que sean. En cuanto a lo demás, ya hablaremos más tarde, el jueves a las siete, y si no se presenta, considérese expulsado, se acabó (yo cuento con los votos, Pete), y podemos hablar de esto en presencia de algo más que ese dictáfono.

—Oh, mierda —Jammu se quitó los auriculares y los arrojó al escritorio—. ¿Cómo se le ocurre poner en marcha el dictáfono?

Singh se quitó los otros auriculares y los dejó sobre la mesa al lado de los de ella.

—¿Sabe que estamos escuchando?

—No —Jammu se retrepó pesadamente y adoptó un aire de irritación que a Singh le era familiar pero no veía desde hacía algún tiempo—. Pero sí sabe que yo no necesito una transcripción. Bastaría con un resumen.

—Está jugando a conspiradores. Es contagioso —dijo Singh.

Jammu pateó el suelo, cerró un cajón de mala manera, pateó otra vez.

—El dictáfono no ha tenido nada que ver —prosiguió Singh con tono experto y tranquilizador—. Probst tenía la mosca detrás de la oreja.

—Gilipollas. Ese Wesley es un gilipollas integral.

—Eh, cálmate un poco. Debes de tener hambre —Singh colocó en lugar destacado un bollo de arándanos a medio comer, el segundo de los que le había llevado a ella.

Jammu lo aplastó con el puño y mandó los trocitos al suelo.

—Lárgate, Singh. Me pones de los nervios. Ese teléfono va a sonar de…

—… un momento a otro —terminó Singh—. Y tú te largarás y no podremos tener nuestra «conferencia» particular. Estaré perdido, sin saber qué hacer. Se perderán unas horas valiosas —fue a las ventanas que daban al este, acariciando la alfombra con sus pasos—. Cálmate, quieres. Wesley ha equivocado la táctica. Y qué. A mí no me extraña.

—Wesley lo ha hecho bien —dijo ella entre dientes—. Ha sido tu Probst el que…

—Mmm, ya. Lo que yo decía. No es el dictáfono. Sino «mi» Probst. Y si hubiéramos tenido unos minutos antes de que mi Probst llegara, yo te habría dicho por qué no me extraña en absoluto.

—Porque has desperdiciado tres meses enteros.

Singh contempló el Arch silueteado a través de la ventana. El sol se había puesto pero todavía había luz.

—Es posible —dijo—. Aunque tú sabes que he hecho todo lo que se podía hacer. Y eso vale para Wesley. Mis cumplidos. Especialmente que haya sabido eludir la mención de tu nombre. Se nota que está entregado. Es un auténtico reservista político. Yo, en cambio, te habría echado las culpas de todo al primer signo de resistencia por parte de Probst.

—No aguanto a ese cabrón.

—Claro, jefa. Es lógico.

—Es nefasto.

—Exageras —Singh preparó un cigarrillo de clavo, lo encendió, dio una calada y escuchó su poderosa exhalación—. En el aspecto informativo la cosa no ha ido tan mal. Tuve tiempo más que suficiente de silenciar su casa. Eso sí, admito que me sorprendió cuando descubrió el micro en el estudio de Meisner. Pero de algo nos sirve. Ahora está convencido de que sus aparatos funcionan. Pondré cables nuevos a los dos aparatos dentro de unos días, y seguiremos a la escucha. Sólo «luz verde». Tú misma lo has dicho: cualquier filtración es independiente. Además, la pérdida de datos ha sido mínima. La única conversación importante que me perdí fue la hora que estuvo con Wismer. No es un precio alto. ¿Y en dónde más ha estado hoy? Presiento que vas a hacerme esta pregunta.

Abajo, en Tucker, Martin Probst estaba abriendo la puerta de su coche como si quisiera arrancarla de cuajo, tan enfadado como lo había parecido con el alcalde. Deberías tratar mejor esas puertas, pensó Singh.

—Fue a ver al padre de Duane Thompson, una conversación breve e insulsa, luego a Wismer y después a Hutchinson. Cuando me fue posible, me tomé la libertad de escuchar con un micro direccional. El sonido dejaba mucho que desear, pero capté lo más esencial. Por cierto, podrías decirle a Gopal que han pillado a Bunny Hutchinson en faenas adúlteras.

—Gopal lo sabe —dijo Jammu—. Fue él quien organizó la detección. ¿Tú podrías…?

—Por supuesto. Gopal está muy ocupado. Qué poca delicadeza por mi parte. ¿Yo podría…? Vale. De acuerdo. Ahora se puede afirmar sin margen de error que Probst ya no está en estado de animación suspendida, por así decir.

—O sea en el Estado. Dijiste que eso era el Estado, hace tres semanas dijiste que él estaba dentro. Ya no.

—Al contrario. Claro que lo está. Mira, es una dialéctica de manual. Libertad absoluta, terror absoluto, la Revolución Francesa à la Hegel. Es la demostración, no la refutación.

—Ve al grano, ¿quieres? Tengo sólo dos o tres minutos.

—Y estarás ocupada toda la noche.

—Esto es una lección práctica de primer orden.

—Bien —dijo Singh—. Yo creo que no ha cambiado nada. Esperábamos que Probst despertara tarde o temprano y así ha sido, por mediación de Norris. Pero despertar no es lo mismo que ser consciente. ¿Has leído mi resumen de la conversación que mantuvo ayer con Norris?

—No.

—Pues deberías. Es uno de mis mejores trabajos. Norris (y ahora Probst) sabe más sobre lo que pasó en el estadio que yo mismo. Pero hasta Norris, que no deja de pensar en ello, es incapaz de entender el sentido de la advertencia de los Guerreros.

—Era de esperar.

—No lo entiende ni lo entenderá, pese a que estuvo implícito a lo largo de toda la conversación. Otro tanto pasa con Hutchinson; parece ser que sabe bastantes cosas sobre Asha…

—Yo le ayudé un poco en sus pesquisas —dijo Jammu—. Quería que supiera cuándo se habían conocido exactamente ella y Hammaker.

—Ya lo sabe. Y dudo mucho que llegue a adivinar cómo…

—Por supuesto. Nadie lo sabe excepto Asha.

—Aunque si tienes un momento…

—No —dijo Jammu—. Pero ¿qué?

—El detective de Norris.

—Sí, se apellida Pokorny. Bhise le puso una multa por violar la legislación sobre alcohol, lo metió con los acusados de crímenes sexuales. Tres días, y cuando el cónsul lo sacó de allí, Birjinder orquestó un accidente de coche.

—¿Mortal?

—No, pero fue en taxi del hospital al aeropuerto.

—Pokorny. ¿De dónde es eso…, de Hungría?

—Al grano, Singh. Tengo cinco segundos.

—Cuatro, tres, dos, uno. Estoy esperando. Bien. Al grano, sí. Nadie sabe, ni siquiera yo, qué efecto van a tener en Probst estas revelaciones. Pero ahora conoce los hechos. Hutchinson le habló de Harvey Ardmore y de Westhaven. Cuando se haya calmado, es posible que lamente algunas de las cosas que ha dicho hoy.

—Lo dudo.

—Esperemos a ver qué pasa el jueves. Hay reunión de Municipal Growth.

—Pero son cuatro días. ¿Y si su hija vuelve a casa?

—Descuida. En cualquier caso, necesito tiempo.

—¿Para?

—Barbara.

—Ponlo en marcha mañana mismo, Singh. Siempre puedes volverte atrás.

—Es lo que tenía previsto. Pero ¿tengo tu permiso?

—¿Para tirarte a Barbara?

Singh asintió.

—Sí, si no te complicas la vida; sí, si crees que puede servir de algo.

—Servirá, servirá.

Sonó el teléfono. Singh se inclinó para mirar a la calle. El coche de Probst ya no estaba. Había dejado un hueco junto al bordillo, la vivida ausencia que queda cuando un objeto se esfuma entre dos vistazos, visto y no visto: historia viva, la partida que precede al acoplamiento.

El teléfono volvió a sonar. Singh se dio la vuelta. Jammu ya no estaba, la puerta de la antecámara se cerraba en aquel momento. Su butaca estaba vacía.

*

Un sedán blanco apareció en el retrovisor de Probst cuando estaba cruzando los apartaderos a la altura de la Calle Dieciocho. El coche le siguió perezoso, a ras de suelo, pegado a la nieve que se amontonaba en el bordillo. ¿Era el mismo que había estado viendo todo el día? Matones, pero ¿de quién?, ¿de Wesley?, ¿de Norris? Levantó el pie del acelerador, confiando en que el semáforo cambiase a ámbar. Quería que el Chevrolet se parara justo detrás de él. Ahora la visibilidad era buena. Pero el semáforo no cambió de tono. Probst pasó el cruce muy despacio, sin apenas mirar la calle vacía. El Chevrolet serpenteaba dentro de su carril. Una semana antes, dos días antes, Probst no hubiera creído que le seguían a él, pero su credulidad había aumentado. Le estaban siguiendo, alguien a quien le interesaban sus movimientos. Creían que podían hacer lo que les diera la gana. Aprovecharían el momento en que no estuviera alerta, para conspirar, para no trabajar, escurrirían el bulto para no hacer lo que había que hacer, para eludir la prueba del verdadero mérito, tratando de hacerse fuertes a fin de proteger su estupidez y alimentar su hedionda codicia…

En Chouteau Avenue un semáforo le hizo el favor que esperaba. Probst frenó en seco, bastante antes de la línea, y sorprendió al Chevrolet, que apareció de golpe llenando el retrovisor. Sus neumáticos rechinaron. Probst abrió la puerta y se apeó, e inmediatamente supo que había cometido un error.

En el coche iban cinco jóvenes, dos delante y tres detrás. Las cuatro puertas se abrieron. Los jóvenes tenían pómulos prominentes que parecían obligarles a entornar los ojos, su tez era cobriza y sus cortes de pelo militares, sus brazos poderosos. Empuñaban latas de Hammaker.

—Eh, tú, hijo de puta —dijo el conductor, cerrando de un portazo y avanzando hacia Probst.

Probst dio un paso atrás. El quinto de ellos, un chico flaco con unas gafas gruesas, se apeó del Chevrolet. Probst los miró de uno en uno. Nadie decía nada. No pasaba un solo coche. Domingo a última hora en una zona despoblada, cerca de la I-44: el quinto infierno.

—Capullo —dijo el conductor. Los otros cuatro se situaron a su espalda. Llevaban cazadoras tejanas, chaquetas del ejército. Probst vio un tatuaje de barras y estrellas. El conductor gargajeó y lanzó un escupitajo al Lincoln. No podían saber quién era Probst. Imposible.

El conductor le pegó en la oreja.

Probst trastabilló hacia el Lincoln.

—Ten cuidado —dijo con voz ronca.

—¡Ten cuidado! —en falsete.

—Gilipollas.

—Marica.

—¡Ten cuidado!

El flaco se puso a mear contra el maletero. Los otros lanzaron vítores. El conductor agarró a Probst y le hizo dar media vuelta. Probst, por fin lúcido, dijo:

—Ahí viene la policía.

Mientras todos se volvían, él se zafó y montó rápidamente en el Lincoln, cerrando la puerta. Los jóvenes empezaron a aporrear el techo y las ventanillas. El parabrisas se cubrió de salivazos, y Probst aceleró para pasar en rojo. Notó un golpe en la capota y una lata de Hammaker resbaló por su lado izquierdo. A su espalda vio cerrarse la última de las cuatro puertas. De las ventanillas del Chevrolet salieron brazos, cuatro brazos, todos ellos enseñando a Probst el dedo medio levantado.

Poco después se encontraba en el carril más próximo al arcén de la I-44, con el Chevrolet a escasa distancia. Probst se los imaginó incrustándose contra su coche. El limpiaparabrisas convirtió en arcos opacos las manchas de saliva. Conducía a ciento treinta. A ese ritmo estaría en su casa al cabo de diez minutos. Pero ellos también. Le zumbaba el oído. No podía llevarlos hasta su casa. La emprenderían a pedradas. ¿Dónde estaba la policía? Por una vez deseó que estuvieran acechando con sus radares. Pensó en su oficina, su ciudadela, y en la comisaría que había al otro lado de la calle.

Dejó rápidamente la autopista. Cruzó un semáforo en ámbar pero el Chevy le fue detrás. Pegado a sus ruedas traseras, se precipitó en la autovía por la rampa de entrada opuesta. Cuatro manos continuaban enseñándole el dedo. Era terrible. ¿Dónde diablos estaba la policía?

Los gamberros le siguieron por el paso a desnivel de la Calle Doce y por la I-55. En las tinieblas que le rodeaban, en las grises calles estrechas, luces azules pasaban a toda velocidad como ventanillas de un tren de pasajeros, y el silencio era absoluto, un silencio de muerte, como si Probst estuviera agonizando igual que agonizaba la ciudad y sólo pudiera controlar el sentido de la vista y el del equilibrio. Ahí estaba la enorme y humeante fábrica de cerveza, a la sombra de la cual había perdido a Helen Scott, ahí los haces rojos de sus chimeneas, ahí Broadway, todas las calles secundarias que estaban ya medio muertas cuando las había abandonado treinta años antes, ahí Chippewa, ahí Gravois, las funerarias y el Boatmen’s Bank, ahí el solar donde había estado la tienda de Katie Flynn hasta que su hijo retrasado se puso a jugar con cerillas, ahí un garito de gitanos en lo que había sido una tienda de comestibles de unos polacos…

Y ahí estaba la policía.

Media docena de coches patrulla había parado a lo ancho en mitad de Gravois. Probst se detuvo. Por el retrovisor vio que el Chevrolet había sido detenido algo más atrás; estaba dando media vuelta. Luces azules colisionaban con luces blancas, el cielo se hizo luminosos añicos. Sirenas y radios, faros, nieve. Un agente señalaba a Probst y le decía algo: media vuelta. Probst salió del coche. Estaba a salvo.

—Dé media vuelta —dijo el agente.

—¿Adónde puedo ir?

—La carretera está cerrada —más allá, otros agentes corrían hacia un cordón policial con rifles y metralletas.

—¿Qué ocurre?

—Dé media vuelta.

Más coches patrulla pararon detrás de Probst, cortándole la salida. Un poco más atrás el tráfico estaba siendo desviado hacia Morganford. En lo alto, un helicóptero.

—Unidad Seis Unidad Seis —graznaron las radios—. Velocidad alta en Kingshighway South. Unidad Siete Holly Hills.

Probst volvió al coche. Estaba realmente bloqueado. A su izquierda vio otro automovilista encallado como él, con las ruedas traseras sobre la mediana.

Una furgoneta con una parabólica encima avanzaba por el lado incorrecto de los vacíos carriles de Gravois, rumbo al norte. Apenas se había detenido cuando la puerta trasera y las dos laterales se abrieron, partiendo en dos el logotipo de la KSLX. Un cámara se apeó de un salto, seguido de un reportero al que Probst conocía. Era Don Daizy. Las luces de la cámara le condujeron hacia la hilera de coches patrulla, y ahora, por primera vez, Probst distinguió el centro de toda aquella actividad: embutida en su trinchera, apoyada en uno de los coches, un megáfono colgando de una mano y un micrófono de radiorreceptor en la otra, estaba Jammu.

Don Daizy se le acercó con su séquito cargado de cables. Un agente fue a su encuentro, pistola en mano, y le hizo dar media vuelta. Hablaron un momento. Un segundo agente agarró al cámara y se lo llevó hacia el furgón. Daizy se encasquetó unos auriculares y escuchó, pestañeando y asintiendo con la cabeza. Golpeó ligeramente un micrófono grande.

Probst conectó la radio de su coche y observó a Jammu. Era de noche. Los numerosos reflectores arrojaban una luz que era casi estable, igual que las chicharras se funden en una sola voz. Jack Strom estaba hablando por la KSLX. Jammu llevaba unas botas de nieve. Estaba inmóvil al lado del coche, mirando hacia lo que sucedía más allá del cordón policial. Dos agentes que estaban a su lado miraban en la misma dirección.

—… a raíz de un ataque abortado contra una instalación de Bell Telephone en el suroeste de la ciudad. Se aconseja a los residentes de la zona limitada por Chippewa, Gravois y el río des Peres que permanezcan dentro de sus casas. Repito, en la zona limitada por Chippewa, Gravois Avenue y el límite municipal, los residentes…

Probst recordaría esa primera visión de Jammu. Al describir su aventura en semanas posteriores, comentaría sobre la manera en que ella parecía controlar la situación, sobre cómo, diciendo algunas palabras de vez en cuando por la radio, manteniéndose casi totalmente quieta mientras la crisis se desarrollaba, daba Jammu la impresión de controlar los movimientos de los hombres que la rodeaban y de los que estaban más lejos, en la zona de oscuridad. Recordaría su manera de vestir, las botas de nieve y la trinchera, su espontánea confianza, lo recordaría incluso cuando ella utilizó sus fríos y crueles argumentos para sacarle todo el jugo político a aquella hora: domingo, 10 de diciembre, de 4.00 a 5.00 de la tarde.

—Armados y peligrosos. Conectamos ahora con Don Daizy, que se encuentra en el bloqueo de Gravois. ¿Don…?

… Porque los cordones policiales no serían de ninguna utilidad. Los Osage Warriors, atrapados al fin, abandonarían su vehículo, cruzarían el río seco, esquivarían a la desorganizada y escasa policía local al sur del río y escaparían sin dificultad. Jammu declararía tristemente en Jefferson City: «Estábamos esperando esto, teníamos la trampa preparada hasta el último detalle, y no ha servido de nada por culpa de unos efectivos que no estaban bajo mi control». Probst oiría esas palabras, captaría la manipulación de los hechos y la perdonaría porque la había visto actuar, la había visto en persona, y sabía distinguir a un profesional cuando lo tenía delante.

—Las arterias principales ya no están bloqueadas, y veo coches patrulla desplegándose ya por las calles al sur y el oeste…

Daizy estaba hablando por su micrófono.

—La jefa Jammu se encuentra diez metros a mi izquierda y está dirigiendo la operación conjuntamente con agentes del helicóptero de la policía…

La voz de Daizy sonó en la radio de Probst.

—Por lo que he podido deducir, la policía recibió datos sobre el paradero de los terroristas hace varias horas, y en los últimos veinte minutos han podido seguir sus movimientos con extraodinaria precisión…

Daizy gesticulaba mientras se dirigía a su invisible público, moviendo los labios en la luz arlequinada mientras sus palabras, perfectamente sincronizadas con sus labios, golpeaban como lluvia las ventanillas del coche de Probst.