Lunes por la noche, pasado Halloween. Jammu conectó los faros giratorios al incorporarse al carril interior de la Autopista 40. Los postes de defensa lateral se bamboleaban en los destellos de luz azul. Conducía a ciento treinta.
Había empezado el día con una llamada de Nelson A. Nelson, el presidente de la junta de policía. Nelson acababa de enterarse de que desde septiembre Jammu había reclutado a 190 negros por sólo 35 blancos. «¿Y…?», dijo ella. Nelson farfulló unos segundos, antes de soltarle lo que le intrigaba: «¿No le parece que hay una cierta desigualdad?». Sí, claro, dijo ella. Treinta y cinco eran demasiados. Apenas había habido un diez por ciento de solicitudes por parte de blancos. «¿Y por qué —quiso saber Nelson— tan pocos blancos se interesan por ingresar en el cuerpo?». Jammu prometió investigarlo a fondo. Posteriormente recibió llamadas del resto de la junta. Incluso sus partidarios estaban molestos, pese a que en agosto habían respaldado su propuesta de aumentar los efectivos. Ahora que había parido, la trataban como a una tía reticente, una chica traviesa. Mantener la falsedad costaba un verdadero esfuerzo. El miércoles tenía prevista una reunión.
Por la tarde la oficina de Presupuesto y Finanzas alzó sus velos manchados de tinta para revelar, sin sonrojo alguno, un «descuido» de dos millones cuatrocientos mil dólares. La junta había otorgado competencias a Jammu a finales de agosto. Ahora ella comprendía que había cometido un error táctico al asumir responsabilidades financieras antes de haber consolidado suficientemente su control sobre las operaciones. El contable, Chip Osmond, uno de los compinches de Rick Jergensen, había empezado a inquietarse ante el vacío de poder. En julio Rick Jergensen esperaba ser nombrado jefe de policía; el «descuido» sonaba un poco a revancha. El interventor municipal fue a verla en un arranque de sarcasmo, seguido del director de presupuesto Randy Fitch. Osmond le mandó a la oficina una carretilla con todos los libros de contaduría, y allí estuvieron los cuatro, pasada la hora de cenar, discutiendo y negociando. Por último, Jammu dijo basta y declaró, sin ambages, que el alcalde tendría que añadir al presupuesto los dos millones y pico de su propio bolsillo.
El interventor dijo:
—¿Y ésas eran las buenas noticias?
Osmond llamó a su mujer.
Randy Fitch soltó una risita.
El interventor dijo que el alcalde no tragaría. Jammu sabía que sí.
Randy Fitch siguió riendo por lo bajo.
Los hombres estaban cerrando sus carteras cuando Singh irrumpió en el despacho.
—¿Quién es usted? —preguntó el interventor.
—El conserje —respondió Singh, encendiendo un cigarrillo de clavo. Jammu le regañó tan pronto como estuvieron a solas.
—A tu administración le falta arrogancia —fue la respuesta de Singh.
Al llegar a Kingshighway, Jammu salió por el Barnes Hospital. Una ambulancia pasó como un rayo silencioso. Llamó por radio a la central.
—Aquí Coche Uno —dijo—. Estaré en casa hasta mañana.
—Recibido, Coche Uno.
Aparcó el Coche Uno en zona de carga y se subió el cuello de la chaqueta. El cielo, encapotado, tenía un tono naranja urbano; el aire le supo metálico en la lengua. Dos camareros gays de Balaban se chillaban mutuamente en el callejón, detrás de su apartamento.
Una vez arriba, examinó la correspondencia y escuchó el contestador. Sólo la había llamado Gopal, hablando en maratí pero con palabras en clave en inglés. Decía que había visto un remolque lleno de manzanas en un solar vacío cerca de Soulard Market. Que la policía fuera a echar un vistazo. Manzanas quería decir cordita.
Del frigorífico de dos puertas Jammu sacó una botella de vodka y el muslo de pollo que quedaba de la cena de Acción de Gracias con el alcalde. Un cristal flojo de una ventana del dormitorio vibraba con el ruido de los anuncios de televisión en el piso de arriba. Se quitó los zapatos, se tendió en la cama y rasgó el sobre de Federal Express procedente de Burrelle, un servicio de recortes de prensa. El sobre contenía más recortes que la semana anterior. Fortalecida por un trago de vodka, Jammu los hojeó.
ST. LOUIS SEDE DE LA CONVENCIÓN DE MAQUETISTAS DE TRENES.
Bajan los dividendos de SW Bell.
Estreno en el Medio Oeste del musical Snow Bunnies.
Baja en los dividendos de SW Bell.
Botelleros rechazan oferta de contrato.
El museo de St. Louis comprará dos Dégas.
Cambios en Ripleycorp.
PRÓXIMA DIVERSIFICACIÓN EN RIPLEYCORP.
Parker presidirá la Comisión del Queso.
Jammu desdobló un largo artículo del New York Times escrito por Erik Tannenberg, que la había invitado a comer en Anthony’s hacía diez días.
Ese mismo día, la vivienda del señor Hutchinson en Ladue fue atacada con fuego de armas automáticas desde un helicóptero en vuelo. Dos días después, la principal torre de transmisión de la KSLX quedó fuera de servicio durante cinco horas a consecuencia de un tercer ataque, esta vez con granadas de mano…
En medio de una atmósfera de tensión, todos los ojos están puestos en la jefa de policía de St. Louis, S. Jammu, quien a mediados de julio dejó su cargo de comisaria en jefe de la policía de Bombay, India, para dirigir las fuerzas del orden de St. Louis.
La coronel Jammu, una mujer de 35 años que ha conservado su nacionalidad estadounidense, saltó a la palestra en 1975 como artífice del «experimento de libre empresa», una iniciativa de la policía de Bombay contra el corrupto sector privado de la ciudad.
Inicialmente, las fuerzas vivas se mostraron escépticas respecto a que Jammu, por ser mujer y no estar familiarizada con la práctica policial en nuestro país, supiera adaptarse a su nuevo papel. Pero con una astucia que ha acallado casi todas las críticas, Jammu ha conseguido revitalizar el Departamento de Policía y transformar el cargo de jefe del cuerpo en una plataforma política.
Máxima visibilidad
La coronel Jammu, que realizó un posgrado de economía en la Universidad de Chicago, ha hecho de la visibilidad personal su marca de fábrica. Jammu ha aparecido regularmente en toda la ciudad y hablado de temas tan diversos como la planificación familiar y la legislación de armas de pequeño calibre.
A mediados de septiembre los agentes de policía empezaron a ostentar botones azul cielo en sus gorras, una referencia a los «St. Louis Blues», el sobrenombre de la policía local inspirado en la popular serie de televisión Hill Street Blues. El apodo aparecía también en pegatinas donadas por comerciantes locales para los coches patrulla…
Ya antes de que empezaran los atentados, la coronel Jammu había solicitado aumentar los efectivos del cuerpo de policía en un treinta por ciento, aumento que le fue concedido. Los líderes ciudadanos se sorprendieron ante la magnitud del incremento previsto, pero parece ser que, al menos por el momento, la coronel Jammu ha ganado la batalla.
Las cifras del tercer cuatrimestre muestran que la tasa de arrestos se ha incrementado en un veinticuatro por ciento global, un treinta y ocho por ciento sólo en delitos con violencia.
Los tribunales y la oficina del fiscal han ofrecido su cooperación, comprometiéndose a modernizar el sistema judicial y a «reducir sustancialmente» el periodo de espera entre arresto y proceso para finales de este año. Esto ha hecho que el Sindicato por las Libertades Civiles de América haya puesto una demanda popular ante el tribunal de Apelaciones número Ocho solicitando un requerimiento judicial que congelaría el periodo de espera en su índice actual hasta que el fiscal del distrito pueda demostrar que el derecho a un juicio rápido no está siendo violado.
«Estamos asustados»
Charles Grady, portavoz de la sección local del SLCA, declaró que «nuestra organización no da abasto con todo lo que ha sucedido desde que Jammu tomó posesión como jefa de la policía de St. Louis. Estamos abrumados de trabajo. Estamos asustados».
En su alocución a un congreso de estudiantes en la Universidad Washington la semana pasada, Grady reiteró su llamamiento para que Jammu sea destituida del cargo, insistiendo en la importancia de «la justicia india para los indios, la justicia americana para los americanos».
Jammu dejó los recortes. Tiró a la papelera el muslo a medio comer y bebió más vodka. Dos semanas atrás esta lectura todavía le divertía y la aleccionaba; ahora le daba ganas de vomitar. Los periodistas sabían demasiado. En el tono de Tannenberg había traicioneras corrientes subterráneas de conocimiento, así como en la indolencia con que soltaba palabras como «visibilidad» y «astucia». Tannenberg la había calado. En Nueva York Jammu no sería nada del otro mundo. El tratamiento superficial de Tannenberg era un modo de mantenerlos a distancia, a ella y a la ciudad, dejando entrever que Jammu podía engañar a aquella gente del Medio Oeste (para formar una nación hacen falta toda clase de ciudades) pero asegurando a los lectores de Nueva York que todo iba bien, que la nación en su conjunto funcionaba con arreglo a las normas…
Un coche estaba parado en la calle con el motor en marcha. Había sonado un portazo. Jammu fue a la sala de estar y abrió un resquicio en la persiana. Estaba nevando, los copos parecían ascender en su caída a la luz de las farolas y los haces parejos de los faros de un taxi. El limpiaparabrisas del taxi ensuciaba la nieve. Sonó el timbre de la puerta.
¿Laksmi? ¿Devi? ¿Kamala?
Abrió. Era Devi Madan. Llevaba los cabellos remetidos bajo el cuello de un abrigo de piel de zorro largo hasta los pies.
—Tengo un taxi esperando —dijo Devi.
—Dile que se vaya. En este barrio hay muchos.
—No.
—Ve a despedirlo.
Devi cerró de un portazo. Jammu guardó el vodka, meneando la cabeza, y encendió el gas bajo el hervidor de agua. Devi Madan había cometido un error crucial en su vida, cuando sin el conocimiento de sus padres había contestado a un anuncio de The Bombayite («El Periódico Divertido»):
¡CHICAS!
¿Eres guapa de verdad? ¿Eres responsable y estás liberada? Gánate una buena suma de dinero haciendo de modelo de pasarela; prendas de USA/Francia/Japón, firmas de referencia.
Devi estaba sacudiendo el picaporte. Jammu cruzó la cocina y fue a abrir.
—Déjame el abrigo —dijo.
Devi encorvó los hombros.
—No —quiso echarse el pelo hacia atrás, pero el pelo no se movió, inmovilizado por el cuello del abrigo. Sus manos enguantadas temblaron un poco y buscaron alivio tocándose la cara, aquella cara exquisita, y no hallaron ninguno.
—¿Cómo estás? —preguntó Jammu.
Devi se dejó caer en el sofá y hundió los talones húmedos en los cojines. Se quitó los guantes e hizo con ellos una pelota.
—Ya lo sabes.
—Llegas muy temprano —Jammu no obtuvo respuesta—. Espera aquí.
La caja fuerte estaba en la cocina, debajo de la encimera. La caja de repuesto y la heroína sin cortar que había traído de Bombay estaban enterradas en Illinois. La heroína que tenía en casa estaba cortada a un seis por ciento. Marcó la combinación, retiró el pestillo y extrajo la gaveta. Los fogones eran visibles a través de la rejilla en que descansaban la droga y los pasaportes, listos para arder si alguien trataba de forzar la caja fuerte. Harta de las frecuentes visitas de Devi, Jammu no se molestó en medir la cantidad habitual y volvió con una bolsita de cincuenta gramos.
El salón estaba asfixiantemente perfumado. Devi le arrebató la bolsa y se encerró en el cuarto de baño.
Mientras se calentaba el agua, Jammu retiró las cortinas de la pequeña ventana de la cocina y levantó la persiana. La nieve se había acumulado en el alféizar. En el callejón se oyó un ruido de cristales rotos. Un empleado del Balaban había tirado unas botellas al contenedor. Poniéndose de puntillas, metió la mano dentro. Sacudió un hombro. Algo se hizo pedazos, tintineó, se hizo pedazos. El tipo estaba rompiendo las botellas unas contra otras.
Devi salió del baño con el abrigo sobre el brazo y el bolso en las manos.
—Quiero pasar aquí la noche —dijo.
Jammu se sentó en el sofá y sirvió el té.
—Me levanto a las cinco y media —dijo.
—Puedo dormir en el diván. ¿Tienes un cigarrillo?
Jammu señaló hacia la cocina.
—Encima de la nevera.
—¿Quieres uno?
—No.
Se notaba que Devi era joven. Tenía veintidós años. En Bombay, Jammu había sido muy frugal con su fuerza de trabajo, haciendo de madre a las chicas en vez de limitarse a utilizarlas hasta que se agotaban. Había reglamentado los hábitos de Devi, le había dado dinero, una paga, y le había costeado chequeos médicos mensuales. Ahora, en St. Louis, estaba intentando quitársela de encima.
Devi volvió fumando a la francesa con un meneo de caderas.
—Están rancios.
Jammu rió.
—¿Y los tuyos?
—Lo dejé ayer. Soy sagitario —tiró la ceniza a la alfombra—. ¿Tú qué eres?
—Leo, me parece.
—¿Cuándo cumples años?
—El 19 de agosto.
—Eres Leo por los pelos. Yo los cumplo la semana próxima. El martes —vio el té y torció el gesto—. ¿No tienes nada más?
Jammu señaló de nuevo hacia la cocina y contempló sombríamente la taza y el platillo que tenía sobre el regazo. Le apetecía dormir. Una botella exhaló gas en la cocina. Devi regresó con una Amstel Light y un cigarrillo en una mano, un tarro de aceitunas en la otra. Bebió de la botella, y Jammu dio un respingo al ver qué cerca del ojo estaba la brasa del cigarrillo.
—Son noventa y cinco calorías, pero es todo carbohidratos. Hasta esto yo andaba casi en las mil —trató de quitarse una bota empleando el otro pie, saltó para conservar el equilibrio y, finalmente, consiguió quitársela haciendo cuña con el talón en una pata del sofá. Sonrió a Jammu pestañeando—. Prefiero treinta aceitunas a un martini. Tienen la misma cantidad de calorías. El otro día me enteré de cómo saben las calorías que tiene cada alimento. Lo calculan con un calorímetro. La empresa de Rolf fabrica calorímetros.
Hizo una pausa. No le digas nada, pensó Jammu.
—Queman los alimentos, sabes. Los queman y luego miden cuánto calor extra despiden —Devi apoyó peligrosamente la botella en el asiento de la mecedora y se quitó la otra bota—. Y yo le dije: ¿Cómo se quema la leche?, creyendo que le había pillado. Me dijo que la calientan hasta que hierve y luego la hierven hasta que se quema. Me imaginé a unos científicos en bata blanca mirando arder la leche, y no sé qué me pasó, total, que empecé a reírme y él me riñó —el cigarrillo se había consumido en su mano y Devi lo miró con ceño.
—Dile que se acabó.
Sonriendo, Devi dijo algo sin emitir sonido.
—¿Qué?
—Voy a matar a su mujer.
Jammu cerró los ojos.
—No, es broma.
—No tiene gracia.
—He dicho que era broma.
Oyó a Devi abrir el frigorífico. Miró y la vio meter una cucharilla en el envase del yogurt.
—¡Entre ceja y ceja, Audreykins!
—No comas eso —dijo Jammu.
Sobresaltada, Devi se volvió con unos ojos como platos.
—¿Por qué?
—Porque lo digo yo.
Devi se quedó sin saber qué hacer, la cucharilla cargada, a unos dedos del envase. Jammu dejó su té. Cerró la nevera, le cogió la cucharilla a Devi y devolvió el yogurt a su envase con un golpecito.
—Oye —dijo—. Seguramente estás muy cansada. Voy a llamar a un taxi y te vas a casa y duermes hasta que te hartes. Ah, otra cosa: veré si puedo mandarte en avión a Bombay para tu cumpleaños.
Devi negó rápidamente con la cabeza.
—Rolf es mi único amigo —dijo.
—Es un cerdo y un grosero.
El bofetón pilló a Jammu con la guardia baja. Giró hacia el fregadero; el dolor surgió de su carrillo como la respuesta de otra mano. Miró a Devi con los ojos entrecerrados. Devi se había postrado de rodillas.
—Está enamorado de Barbie.
Algo andaba mal. Normalmente, Devi era un corderito después de pincharse.
—¿Te has metido el pico o no?
—Por favor, deja que me quede aquí.
—No —Jammu la levantó tirándole del pelo. Una lágrima solitaria había dejado un rastro negro en su mejilla. Jammu llamó a un taxi y después se limpió el rímel con un paño de cocina.
Devi frunció el entrecejo.
—¿Qué hora es?
—Ponte las botas —Jammu la siguió a la sala de estar—. ¿Dices que Rolf está enamorado de… otra mujer?
Devi asintió, calzándose las botas con submarina indolencia.
—De Barbie.
—¿Barbie qué más?
—Ya sabes. La hermana.
Jammu sintió más náuseas que nunca. Le costó un esfuerzo sobrehumano no correr a la nevera y sacar el vodka.
—¿Barbara Probst? —dijo.
—Jugábamos a Martin y Barbie —Devi se había bajado la cremallera de su pantalón de pana y estaba tirándose de la tela negra de sus bragas—. Para ver si…
—Abróchate los pantalones —dijo Jammu.
Un coche hizo sonar la bocina. Devi permitió que Jammu le pusiera el abrigo encima, y luego el bolso en las manos.
—No pierdas esto.
Devi hizo que no con la cabeza.
—No te preocupes. Todo irá bien.
*
La culpa era del subcontratista. El hormigón parecía papilla de cereales. La culpa era del subcontratista. Probst estaba recorriendo los recién vertidos cimientos de Westhaven. Seguía un rastro de pisadas, tratando de alcanzar a quien las había hecho. (¿Era el subcontratista?) Una película de agua cubría el hormigón, reflejando el cielo azul, pero ahora el cielo no era azul; era del color del hormigón. Un pájaro púrpura cruzó por encima, lanzando improperios con su espinosa lengua. Probst llegó a la cresta de un montículo de hormigón que miraba a un valle de hormigón. Las huellas, grabadas en la pendiente, conducían a una silueta allá abajo en la hondonada. Era Jack DuChamp. El pájaro púrpura describía círculos en el cielo color de escoria. ¡Martin! El grito vino de Jack, pero sonó como un pájaro. Las pisadas hicieron descender a Probst. Mientras se aproximaba vio que Jack se había hundido en el hormigón hasta la cintura, y que sus ojos tenían como una costra de sangre. Eran dos cuencas agrietadas, hinchadas. Los globos oculares le habían sido arrancados. Probst se detuvo, y Jack dijo, «¿Martin?», con la voz aterida de miedo. Probst no podía hablar. Agarró a Jack de los sobacos para izarlo, pero al levantarlo vio que Jack no tenía piernas. Lo soltó y Jack preguntó gimiendo: «¿Me voy a morir?». Probst no podía hablar. Puso sus manos sobre la frente de Jack e, inadvertidamente, rozó los ojos encostrados. Eran blandos como pechos, y Probst empezó a acariciarlos. Unos pezones cobraron vida bajo la palma de sus manos.
—Eh, aquí no se puede aparcar. Está prohibido aparcar sin pegatina.
Probst estaba tratando de dejar el coche en el estacionamiento de la KSLX. Durante quince años había disfrutado del privilegio de aparcar allí en fin de semana. El propio Jim Hutchinson le había animado a hacerlo. El lugar solía estar vacío, y si alguna vez el encargado le preguntaba quién era, él sólo tenía que mencionar a Hutchinson para que le dejaran en paz. Tiró del freno.
—¿Cree que llevo una bomba en el maletero?
—Usted lo ha dicho, no yo —el encargado tenía la cara granujienta y tenebrosa, cara de falsificador de poca monta o de camello obsceno. Se hurgó la nariz e hizo pelotillas con el resultado.
—A ver —dijo un policía negro que acababa de llegar—, ¿qué pasa aquí?
—Este payaso, que dice que puede aparcar aquí —informó el encargado.
—Oiga… —empezó a decir Probst.
—Vaya, conque ésas tenemos, ¿eh?
—Hace bromitas sobre bombas…
—¿De veras? Vaya, vaya —el agente apartó al encargado y se inclinó de tal manera que Probst pudo olerle aliento a café—. ¿Quién es usted?
—Martin Probst. Soy amigo del señor Hutch…
—Afton Taylor, del primer distrito —babeó el agente, la boca pegajosamente húmeda—. Encantado de conocerle, señor Boabst. Bien, si me hace usted el favor de sacar su vehículo de aquí… El aparcamiento está restringido por orden de la jefe de policía. Le supongo al corriente de las circunstancias.
Probst cerró los ojos.
—Hay estacionamientos públicos, señor Boabst. Plazas de sobra para todos. ¿Dónde cree usted que aparca el resto de la gente? —el agente Taylor se hizo atrás y señaló con su porra hacia la calle. El encargado hizo adiós con un gesto afeminado de los dedos. Ninguno de los dos había identificado a Probst, ni les sonaba su apellido.
Todo había ido muy despacio desde la mañana. Había tenido que esperar una eternidad en la gasolinera (la cola de los otros surtidores iba mucho más ligera) después de entretenerse demasiado en casa. Barbara había fingido perplejidad.
—¿Vas a verte con Jack DuChamp?
—Sí.
Ella hizo una mueca.
—¿Jack DuChamp?
—Sí. Mira, creo que hasta puede ser agradable.
—Si a mí no me importa —dijo ella—. Pero pensaba que Jack se había caído en el camino.
—Bien… —nunca sabía qué decir cuando ella ponía pegas a un sentimiento generoso por parte de él—. Ya veremos —no le habló del sueño. De haberlo hecho, ella probablemente habría deducido lo mismo que él, a saber, que se sentía culpable respecto a Jack. Y así era, en efecto. Sin embargo, lo que no se le iba de la cabeza era el recuerdo de los pechos.
En Market Street aparcó delante de una boca de incendios, calculando que podría pagar la multa. Siendo domingo no se lo llevaría la grúa.
El cielo escupió unas gotas de lluvia mientras se aproximaba al estadio. Jack estaba junto a la estatua de la Estrella del Béisbol, tal como habían quedado, con su chaqueta de lana y su bufanda beige. Se mecía sobre los talones sonriendo afable al mundo indiferente que le rodeaba. Al ver a Probst su expresión no cambió en lo más mínimo.
—Siento llegar tarde —dijo Probst.
—Tranquiiilo, hombre. Tranquiiilo —rió Jack adoptando su tono de agente comercial—. ¿Qué crees, que empezarán sin nosotros? —entregó una entrada a Probst y fueron hacia las puertas, Jack pisándole literalmente los talones. El brazo de un torniquete presionó la ingle de Probst—. Arriba del todo —dijo Jack.
A pesar de la altura, las localidades no estaban mal. Detrás de ellos el viento se colaba por el perímetro del estadio, por las arcadas ornamentales hechas a imagen del Gateway Arch, la parte superior del cual asomaba por el otro extremo del campo, gris oscura y a mano. Con sus patas oscurecidas, parecía erguirse, no a seis manzanas de distancia sino en la plaza junto al estadio, como si quisiera mirar hacia el azulado césped donde Cardinals y Redskins estaban en plena melé.
—Nos hemos perdido el kickoff —dijo Jack—. Van por el segundo touchdown.
Probst cruzó los brazos y se inclinó hacia el frente. Los Big Red tenían la pelota en su propia línea de 17. Un comienzo prometedor. Los Redskins, de calzón rojo y jersey blanco, pateaban el césped con despreocupada confianza. Ya se habían asegurado el título de la División Oriental, mientras que los Big Red —«Pero dásela a Ottis, hombre, que no te enteras», murmuró Jack—, los Big Red, por segundo año consecutivo defendían valientemente el cuarto puesto.
—Búmero buarerca y bres, Bardkdy Brarkerbark, bugando para los Brarkinals —vomitaron guturales los altavoces. Acústicamente, estas localidades eran inferiores.
—¡Hurra! —bramó Jack, meneando la cabeza mientras el chutador de los Cardinals lanzaba la pelota fuera del terreno de juego, a la altura de la línea de 40 de los Redskins. Luego miró a Probst, esperó a que sus miradas se encontraran y sonrió—. ¿Cómo está Barbara? ¿Ha bajado contigo?
La ficción era que Probst no había podido bajar en coche con Jack porque después del partido iba a salir con Barbara. Tenía la respuesta preparada.
—No —dijo—. Ha preferido quedarse. Iré a buscarla después a Clayton…
—¿A qué se dedica últimamente?
Barbara no era persona que se «dedicara» a nada en especial.
—Sale por ahí —dijo Probst—. ¿Y cómo está…?
—Estupendamente —cortó Jack—. ¿Te conté que volvió a la universidad y se sacó la licenciatura?
—No me digas —(Elaine, por supuesto. Elaine).
—Le gustó tanto que no ha dejado de ir. En junio se sacará el doctorado.
—Enkrando a placar, búmero breita, Bork McRukkuk…
—Economía. Sólo Dios sabe lo que va a hacer con ese título. ¿Recuerdas que habíamos quedado en que ella reanudaría sus estudios en cuanto los chicos fueran al instituto? Yo, la verdad, ya me había olvidado, pero ella se lanzó de cabeza a estudiar. Hacía deberes. Yo he tenido que plancharme algunas camisas desde que ella empezó. Ha sido una buena cosa para los dos, de veras que sí, Martin. Hoy en día las mujeres necesitan esa… esa… esa, bueno, no sé, esa autoestima o como se llame. Eh, ahora sí que están jugando bien, ya era hora —la multitud rugió por primera vez—. ¿Has visto cómo avanzaba el linebacker derecho?
Probst hizo un sí-no circular con la cabeza.
Jack cubrió su mentón cuadrado con la mano y estudió el terreno de juego. ¿Resultado? Cero a cero. Probst le miró de soslayo varias veces. La siguiente pregunta de Jack había empezado a formarse como un chubasco, sus ojos mirando de un lado al otro, los hombros inquietos, los dedos entrelazados, hasta que descargó:
—Luisa estará a punto de entrar en la universidad.
—Cuarerta y bruatro, Dwight Eigenrarkman…
—Ha hecho varias solicitudes —Probst confió en no tener que dar nombres.
—Sería estupendo verla hecha una mujer. Mira, la última vez que la vi debía de tener cuatro o cinco años. Parece ayer, ¿verdad? Tú te la llevabas de paseo, ¿recuerdas?, y una vez yo le pregunté si le gustaba ir de paseo con su papá. «Va muy despacio», dijo. Con aquella vocecita. No se me olvidará nunca. «Va muy despacio» —Jack le propinó una palmada en la rodilla—. Pero ahora tiene un montón de admiradores, ¿eh? —Jack sonrió mirando al campo—. Sí señor —de repente se puso serio—. ¿Tiene novio?
—Pues…
—¡A docenas! ¿No es cierto? Uno diferente cada semana. Seguro que… ¡Pero Johnson! ¿Qué puñetas está haciendo? Si todo el juego va por la izquierda, ¿se ha vuelto tonto, o qué?
Probst se quitó la chaqueta y la dobló sobre el regazo, ofreciendo sus hombros al viento. «Bueno, sí», dijo. A su derecha, una pareja de sesentones se servía café de un termo en vasos de plástico, la mujer con la vista fija en los vasos como si hubiera en ellos algo más preciado que el café, los ojos orlados de una preocupación pura y afable. Hacía tiempo que Probst no veía una mujer mayor tan bonita.
Volaban pañuelos amarillos, sonaban silbatos. El público refunfuñó de desilusión.
—Sebroras y sebrores, el deparkramento de policiark ha imbrarktido…
Se hizo el silencio en las gradas.
—Laurie todavía sale con el mismo…
Probst asió el brazo de Jack:
—¡Sssh!
—… los embreados del estadio. Bo hay ninbún…
—Sigue saliendo con…
—¡Calla!
Todo el estadio contenía el aliento, los jugadores esparcidos por el campo, convertido éste en un agitado tablero de ajedrez.
—¿Qué pasa? —preguntó Jack en voz baja.
—Sebruridad. Breketimos. Que. No. Cundaelpánico. Busquenlasalida más brórxima.
Era el fin. Tieso como un muerto, Probst sintió que el cuerpo se le separaba del alma y se elevaba hacia el cielo, dejando el alma cual fría masa informe sobre el cojín de plástico rosa en espera de la tormenta de fuego que él ya preveía. Una mujer gimió a su espalda. El estadio entero empezó a murmullar. Cuchicheos. Voces tensas, subiendo de volumen. Aullaban sirenas en la calle, eco que se alimentaba del eco. La gente estaba poniéndose de pie.
—Vamos —dijo Jack.
La huida era inútil. No había adónde ir.
—Vamos, hombre —Jack se levantó.
—Es una trampa —rezongó un hombre—. Una maldita trampa.
Probst se volvió hacia Jack:
—¿El qué?
—Amenaza de bomba —Jack señaló el pasillo con un gesto de cabeza—. Larguémonos.
¿Una amenaza de bomba? Probst cerró la boca, avergonzado. Él pensaba que era algo peor.
—Bamasybaballeros, reketimos que el deparpamenko de policía ha brercibido un aviso sobre un bosible aterktado y labertamos la intebrurción del brartido de hoy entre los Washingborn Rorskins y los Brarkinals de St. Louis … Dirígranse a la salida bras cercana y sigan blas isbrurciones de los embreados del estadio.
Según el reloj oficial faltaban 7.12 minutos para finalizar el primer cuarto, 7.11, 7.10, 7.09. Se habían olvidado de pararlo. El marcador principal ostentaba un mensaje intermitente:
MANTENGAN LA CALMA. QUE NO CUNDA EL PÁNICO.
ACABAN DE COMUNICARNOS UNA AMENAZA DE BOMBA.
NO SE APRESUREN. HAY TIEMPO DE SOBRA.
Varios aficionados, arriba y abajo de donde estaba Probst, se reían. Otros imitaban la onda expansiva de una bomba con los brazos y añadían guturales efectos sonoros.
6.54, 6.53, 6.52…
¿Y si la bomba tenía que estallar a una hora determinada del partido?
Tonterías.
En el terreno de juego unos Redskins se tiraban la pelota, hacían placajes, señalaban tumultos en las gradas. Secciones enteras se habían vuelto rosas, el color de los asientos, a medida que los aficionados desfilaban hacia las salidas. Los Cardinals se habían marchado hacía rato.
Por una entrada que había detrás del lado del visitante estaban irrumpiendo en el campo coches patrulla; seis, ocho, diez, una docena, silenciosos pero con las luces a todo trapo. Agentes de a pie formaban la retaguardia. Hicieron parar a los que placaban imaginarios contrincantes. Los Redskins se dirigieron a las bandas, pasándose lateralmente la pelota.
6.25, 6.24, 6.23…
Pendiente del reloj, Probst tropezó con la mujer que había estado sentada a su lado.
—Disculpe —dijo.
La mujer se volvió.
—No se preocupe —tenía unos dientes perfectos, nacarados, pequeños—. Trudy Churchill —dijo.
—Vamos, vamos, vamos —le dijo Jack al oído.
Probst se quedó mirando aquellos ojos chispeantes:
—Martin Probst.
La señora Churchill continuó sonriendo.
—Ya lo sé —dijo.
Él le agarró el brazo con las yemas de los dedos, vio que tenía una musculatura firme.
—La cola avanza —dijo.
—¡Oh! —la mujer volvió entonces la cabeza.
Algo explotó.
Fue un estallido breve. La mujer estaba en brazos de Probst, la cara sepultada en su jersey. Probst notó la explosión en la cavidad pectoral. Todo él se estremeció. Un resplandor había encendido las arcadas que bordeaban el estadio. Hubo ruidos y gritos distantes. Una columna de humo negro se elevó de un punto exterior al estadio.
—¡Aprisa, maldita sea! —chilló un hombre.
Probst acarició torpemente el cabello de la señora Churchill, los ojos fijos en el marido, que, en ese momento, se volvió y le dedicó una mirada ausente.
—Aprisa —ahora no gritaba.
No había adónde ir. Una barbilla puntiaguda, la de Jack, se clavó en la nuca de Probst, que sujetó con fuerza a la señora Churchill.
—Cincuenta mil jodidas personas —dijo Jack al oído de Probst, con voz de denme-una-oportunidad—. Y nosotros seremos los últimos en salir.
Tres helicópteros descendieron como libélulas sobre el estadio, borrosas las aspas contra las nubes bajas.
—¡Mierda! ¡Mierda!
Los que estaban más arriba gritaban. Probst giró la cabeza y perdió a la señora Churchill…
5.40.
—Ay, mi cuello…
Una oleada de cuerpos se precipitó encima de él, una masa sin equilibrio, rodeándolos a él y a la mujer y a Jack y a todos los demás, y…
Aaaaah.
Cayeron de cabeza a los asientos de más abajo. Una pierna gruesa atenazó el cuello de Probst. Los ojos le salían de las órbitas, y los asientos rosa se precipitaron rápidamente hacia él, clavándosele en las costillas. El meñique izquierdo se le enganchó en un reposabrazos, salió disparado hacia atrás y se partió. Los cuerpos resoplaban, gruñían, jadeaban. El gordo, pataleando de mala manera, dio una voltereta y aterrizó en la siguiente hilera de asientos. Entre un río de lágrimas, Probst vio el cielo encima de él, jirones de humo rabioso y pájaros.
Jack estaba sentado, muy erguido él, tragando aire a bocanadas. En este pasillo no había caído mucha gente. La señora Churchill estaba tendida al lado de Probst sobre el hormigón salpicado de Coca-Cola. Él empezó a incorporarse pero el dolor que sentía en la mano le obligó a renunciar. Se inclinó hacia la mujer. Tenía un rasguño en la mandíbula y sangraba. Probst tocó el rasguño con el dedo.
—¿Se ha roto algo? —preguntó.
—Sí —respondió ella con la voz rota—. Creo que la pierna.
Probst miró la pierna embutida en un pantalón de cuadros escoceses. El ángulo que formaba con la cadera era antinatural, y el tobillo estaba atorado en el asiento sobre el que se encontraba Jack. Detrás de ella, el marido se levantó con esfuerzo y se sacudió con manos manchadas por la edad.
3.47, 3.46, 3.45…
Otras cabezas de aturdidos aficionados empezaron a surgir de la masa. El grupo más numeroso de cuerpos estaba tres filas más arriba, donde un par de policías vadeaban entre extremidades magulladas, ayudando a la gente a levantarse e instándola a ir hacia la salida. El atasco en la salida había disminuido.
—Los que puedan —gritó uno de los policías— que sigan avanzando hacia las puertas. No dejen de caminar. Por favor. Nosotros nos ocuparemos de los heridos, sigan avanzando.
—¿Qué hacemos? —dijo Jack.
—Esta mujer se ha lastimado —Probst la cubrió con su chaqueta. El marido le estaba limpiando la sangre de la mandíbula con una servilleta.
—Trudy —dijo—. ¿Puedes andar?
La mujer consiguió levantarse. El marido, muy pálido, sus cabellos blancos disparados en todas direcciones, miró a Probst y a Jack.
—Dejémosla descansar un momento. Voy a necesitar ayuda —empezó a sacar el pie del asiento.
Se aproximaba un helicóptero. A Probst le sorprendió ver el logotipo de la KAKA-TV, la emisora rival de KSLX, en un lado del aparato. Había supuesto que era de la policía. Del portal izquierdo asomaba el objetivo de una cámara de vídeo.
Jack gritó algo. Estaba señalando al marcador principal.
ATENCIÓN CERDOS GENOCIDAS
DIOS ES EL GRAN ROJO LOS
¡OW! SOMOS REDSKINS[4]
LIBERAMOS LA TIERRA DE LOS
IMPERIALISTAS NAZIS ESTADOS UNIDOS
MUERTE A LOS PAGANOS
Los policías que estaban en el campo también lo habían visto. Un enjambre de hombres de azul estaba mirando hacia el marcador, y varios de ellos corrieron a sus coches patrulla. Más de veinte vehículos ocupaban ahora el campo, la mitad de ellos recorriendo el perímetro del mismo. La mayor parte del estadio era rosa.
2.36… 2.36. El reloj se había parado.
Probst se quedó mirando aquella cifra. Luminosa. Era su dirección. 236 Sherwood Drive.
—Intentemos moverla —gritó el señor Churchill.
Probst intentó flexionar el dedo partido. No pudo. Jack y el señor Churchill pasaron los brazos bajo los hombros de la señora Churchill y la situaron en posición de transportarla. La mujer no emitió sonido alguno. La chaqueta de Probst colgaba precariamente de la cintura de ella. Se sintió inútil, pero el meñique le estaba matando.
En la cavernosa zona de venta había locutores de radio. Los habían instalado allí para que los aficionados que iban a comprar refrescos pudieran oír la retransmisión en directo de la KSLX, pero Jack Strom estaba hablando desde los estudios. Su tono de voz era comedido y grave.
—… Un ochenta o noventa por ciento de los aficionados ha abandonado ya el estadio, aunque todavía quedan bastantes en las inmediaciones. Las calles circundantes, en especial Broadway y Walnut, son verdaderos ríos de gente pues la policía ha dado instrucciones de que la multitud siga alejándose todo lo posible de la zona amenazada. El tráfico ha sido cortado salvo en Spruce Street, que la policía y los bomberos están empleando como vía de acceso al estadio. Para aquellos que acaban de sintonizarnos, ha habido una amenaza de bomba en el estadio de fútbol en el centro de St. Louis, donde se estaba jugando un partido. Una pequeña explosión ha tenido lugar en la plaza próxima al recinto. La policía, parece ser, estaba al corriente de que podía producirse un atentado. El estallido ha podido oírse en todo el centro de la ciudad, y no ha habido heridos graves. Les repetiré que no se han producido heridos graves en ninguna parte, y la evacuación del estadio debería estar lista en el plazo de cinco o diez minutos. Hemos… Un momento… Acabamos de recibir confirmación de que los responsables del atentado son el grupo conocido como Osage Warriors. Vamos a conectar ahora con Don Daizy, que se encuentra frente al puesto de mando en el cuartel general de la policía. ¿Don?
—Bueno, Jack, parece que la situación está bajo control. He hablado hace unos instantes con la jefa Jammu, que se encuentra aquí, en el puesto de mando. Las cargas han sido localizadas, y parece ser que estamos ante suficiente cantidad de explosivos como para cumplir la amenaza, que no era otra que matar a todos los aficionados presentes en el partido. Bien, no es nada seguro que las cargas sean verdaderamente auténticas, la brigada de bombas se está ocupando de desactivar las cargas, aunque, según me ha dicho la jefa Jammu, la amenaza es real. Se han producido serios disturbios en las gradas, y los aficionados van hacia las salidas, pero como tú has dicho la policía tiene más o menos despejada Spruce Street, de manera que las ambulancias puedan llegar en número suficiente para hacer frente al… problema. La policía ha podido desplegarse con mucha rapidez, hasta ahora han hecho un trabajo excelente, la evacuación se ha desarrollado de la mejor manera posible, y…
Probst notó que las rodillas le fallaban en medio del cálido aliento humano. Se agarró a los tubos de una fuente y cayó al suelo, inconsciente de todo salvo de una profunda infelicidad.
INFORMACIÓN
Las palabras se agrupan en fila india, individuos pasando de uno en uno por una única puerta. La presión es constante, la huida interminable. Hay tiempo de sobra. Nacidas en movimiento, llevadas por la sintaxis, matrimonio entre desconocidos, se precipitan al vacío…
Probst volvió en sí. La muchedumbre que tenía delante se empezaba a despejar, los aficionados apresurándose de puntillas, apoyados los dedos en los hombros de quienes les precedían. Levantó la vista hacia la herrumbrosa porcelana de la parte inferior de la fuente. En las juntas de las cañerías se habían formado quistes minerales.
Al sentarse vio que las cabezas de la gente revelaban, eclipsaban y revelaban de nuevo un mundo resplandeciente. La palabra era INFORMACIÓN. Al otro lado del pasillo había un punto de información.
—Vamos a hacer una pausa para las noticias de las dos, y en seguida volvemos con la última hora de lo que ocurre en el estadio. Les habla Jack Strom, Radio Información, KSLX, St. Louis; son las dos en punto.
—¡Eh! Hijo de tu madre —Jack levantó una pierna para mantener el equilibrio y tomó un sorbo de agua.
—Creo que me he desmayado —dijo Probst, apartándose de la frente una gota de agua.
—Caray, Martin, ese corte es feo de verdad.
Jack estaba mirando la nuca de Probst, el cual alargó la mano y se palpó bajo el cuello de la camisa. La mano salió mojada. Notó que la sangre se le encharcaba en la cintura de los pantalones, pero no pudo palpar la herida.
—¿Dónde están los Churchill?
—Los he metido en un ascensor. Pero deja que te mire. ¿Por qué no has dicho nada?
Probst permitió que le tocara la nuca.
—¡Oh! —exclamó Jack—. Uf —Probst seguía sin notar nada. El dedo le dolía horrores, le escocía. Los zapatos de Jack rechinaron sobre el hormigón—. Uf. Ooooh. Martin. Uf. —¿Qué?
—Uf.
—Será mejor que nos vayamos.
—Jo. ¿Tienes un pañuelo?
Probst se dio cuenta de que el pañuelo estaba donde la chaqueta, lo mismo que las llaves del coche. Barbara tendría que conducir con el otro juego de llaves. De todos modos tendría que venir a buscarle. Su marido estaba sangrando.