6.

Singh era todo sonrisas; como un joven inventor, había utilizado la palabra «resultados» una docena de veces en media hora. Parpadeando al sempiterno humo del pitillo de clavo, pulsó el botón de rebobinar, dio una calada, tiró la ceniza a la moqueta de la oficina de Jammu. Con un perezoso dedo del pie convirtió la ceniza en polvo. Acababa de ponerle a Jammu la escena de la llegada de Luisa Probst al apartamento de su amigo Duane Thompson, y luego la grabación de una conversación telefónica entre Thompson y Barbara Probst a poco de llegar Luisa. «Dile que he llamado», había dicho Barbara. «Si no me equivoco, sabe el número de su casa. Y si cambias de opinión respecto a lo de mañana, nosotros estaremos encantados de recibirte.»

Jammu se había arrancado tanta uña a base de mordiscos que daba la impresión de que si la carne no sangraba era sólo gracias a una única capa de células. El dolor, aunque no intenso, era como una comezón que invita a cebarse en ella. Presionó el extremo de la uña sobre la carne al descubierto y notó la presión mucho más lejos, en el ano.

Era la primera vez que oía la voz de Barbara Probst, y la primera que oía la voz de un ciudadano tan consciente de que el teléfono estaba intervenido y tan desdeñoso a ese respecto. Una voz controlada y desapasionada, no melodiosa pero sí pura, como si en la garganta de aquella mujer hubiera un filtro que impidiera el paso de ciertos armónicos, del temblor y de la aspereza, las nasales, la agitación, el miedo. Aquella claridad de voz puso nerviosa a Jammu. En cinco meses no había pensado una sola vez que pudiera haber elementos ocultos de control en la ciudad, que detrás de Martin Probst pudiera haber no una Bunny gangosa o una Biz insípida, sino una mujer con una voz como la de Barbara. Una voz como la suya difícilmente se limitaría a hablar de asuntos domésticos. Imposible. En la conversación grabada, Jammu adivinó una operación clandestina destinada a preservar el orden. La chica no quería ponerse al teléfono, pero la madre aseguraba al chico, empleando frases tranquilizadoras e impersonales, que no pasaba nada. Era evidente que St. Louis contaba con Policía Mental y que Singh, con extravagante despreocupación, había hecho surgir la voz de una agente consumada.

—¿Pudiste dormir anoche? —preguntó Singh.

—No vuelvas a poner esa voz nunca más.

La cinta se soltó de la bobina receptora.

—¿La de Barbara? Si la hubieras oído antes de…

—Nunca más, ¿queda claro?

Era el día de Acción de Gracias. A las tres Jammu tenía que ir a comer a casa del alcalde, un tête-à-tête para el cual había previsto prepararse durante la mañana. Ya veía que no le iba a dar tiempo ni a cepillarse los dientes antes de salir, no digamos a elegir la ropa. Al final acabaría llevando el cárdigan de costumbre y una falda de lana normal y corriente.

Singh carraspeó.

—Como te iba a decir…

—¿Qué es la Hoguera?

—Nada importante —Singh suspiró.

—¿Quién es Stacy?

—De apellido Montefusco. Una amiguita de Luisa. Le ha servido de coartada.

—¿Dónde vive Duane Thompson?

—En University City.

—¿Cómo irá ella a clase si se queda a vivir con él?

—En autobús, supongo.

Jammu asintió.

—Lo supones. El director de Bi-State me debe un favor. Si crees que a Luisa le conviene una línea de autobús para ir al instituto, me lo dices.

—Gracias. Hay buena comunicación. Ha estado tomando un autobús nocturno para acostarse con él. Desde el veintidós de octubre han copulado once veces. En cinco de esas ocasiones ella pudo quedarse a dormir. Una vez al aire libre, de día, las otras cinco por la noche, en el piso de él.

—Gracias por calcular, Singh. Respeto tu meticulosidad. Pero ¿por qué no se lo cuenta a su madre? Si se lo hubiera dicho, no habría tenido que salir a hurtadillas ni fugarse de casa. ¿Cómo lo has hecho para que la cosa salga así?

—¿Que cómo lo he hecho?

—Sí.

—Los engaños empezaron poco a poco —dijo Singh—. Hubo una conversación… el ocho de noviembre. Por la noche. Luisa y Barbara, ésta trató de sonsacarla y exageró un poco el tono. No pude entender la reacción de la chica.

—¿Cuál fue?

—Un profundo suspiro, como si fuera demasiado tarde para dar explicaciones. Los hijos únicos a veces se sienten oprimidos, y suelen ser tramposos. No tienen hermanos con los que rivalizar. Luisa no teme perder el favor de sus padres, y en consecuencia hace lo que le da la gana. Por otra parte está pasando la típica época de rebeldía adolescente.

—Es decir, la familia no es tan feliz como parece —Jammu sonrió lánguidamente—. ¿Quién es Duane Thompson?

—¿No lo sabes?

—No me lo has dicho, he estado ocupada, ¿a mí qué me cuentas?

—Pero habrás visto sus fotografías, ¿no?

—No me trates como a un niña, Singh. He visto sus fotos. Pero ¿quién es él? ¿Hasta qué punto le conoces?

Singh arrimó una silla a la mesa de Jammu, tomó asiento y la miró.

—No le conozco de nada. Thompson no tiene la menor relación con nosotros; no está «contaminado». Luisa le conocía del instituto. Fue como un shock, porque yo llevaba una semana preparando las cosas para conocerla.

—Para seducirla.

—Correcto.

—Bien —a Jammu le gustaba ver que sus empleados trabajaban de acuerdo a sus capacidades. Singh era seductor, y Jammu se alegraba de que supiera explotar esos recursos.

—Conseguí citarla en un bar, y ella se presentó sola, lo cual era gratificante. Lástima que yo estaba en el servicio cuando ella llegó. Al salir me la encontré hablando con Thompson. Estuvieron juntos todo el rato. No tuve ninguna oportunidad. Y cuarenta y ocho horas después estaban…

—Copulando, ya. ¿Por qué entraste en el servicio?

—Fue un error.

Muy interesante. Singh no solía cometer esa clase de errores. Sabía controlar la vejiga.

—Te lo pregunto otra vez —dijo Jammu—. ¿Quién es Thompson?

—Un joven. Nada que ver con nosotros, aparte de que fui yo quien le consiguió el trabajo como fotógrafo.

—¿Cuándo?

—La noche que ellos se conocieron.

—¿Por qué?

—Cuando uno gana un millón de dólares, besa a la primera persona que ve.

—Deduzco que tú no te opusiste a que se liaran.

Singh sonrió.

—No me alegraba especialmente la mecánica. La máxima es tuya, jefa: nada de cosas raras. Era claramente preferible que ligara con un chico de aquí. Por aquello de la verosimilitud. Si me atribuyo el mérito de los resultados es sólo porque conseguí que fuera a ese bar. Y fue allí donde conoció al chico.

—Si tú no le conocías de antes, ¿cómo sabías que quería vender unas fotos al Post?

—Tengo las orejas grandes. Thompson se quejaba de ello. Fui al Post, confirmé que era cierto y… tomé la delantera.

—Piensas asombrosamente rápido. ¿La chica volverá a su casa?

—Juzga por ti misma. Yo diría que tiene planes para quedarse allí una temporada.

—¿Hay algún precedente? Sociológicamente hablando, quiero decir.

—Sí y no. No, es poco usual que las chicas, o los chicos, de clase bien se marchen de casa cuando aún van al instituto. Probst, desde luego, lo considera anormal. Por el contrario, Barbara hace todo lo posible por aceptarlo. Su sobrina (la hija de Ripley) se independizó a los quince. Claro que tenía un problema clínico —añadió Singh—, pero hay un precedente en la familia.

—Añorará. Volverá a casa dentro de una semana.

—Reconozco que cuesta imaginarla perdiéndose las «fiestas». Pero podría ser que aguantara hasta entonces. Luisa tiene su orgullo. Ya ha estado fuera una vez, en Francia. Un mes, calculo yo. Treinta días. Eso nos da tiempo.

—¿Tiempo para qué?

—Bueno, suponiendo que el Estado se esté desarrollando…

—No me has dado la menor prueba de que así sea.

—Naturalmente, las señales son pequeñas. Pero yo las considero significativas, teniendo en cuenta que Probst ha perdido a su perro y a su hija. El veinticuatro de octubre (pero no antes, no en las grabaciones de septiembre) pesqué una frase como ésta en la voz de Barbara: «¿Qué pasa? No has oído una palabra de lo que te he dicho».

—De Barbara —repitió Jammu, sombría.

—Y él ha empezado a sermonear a su hija. Parece como si estuviera enfadado: habla de «oportunidad» y «autodisciplina». Obras maestras de la insignificancia. Probst no está en el caso. Los otros hablan de él; incluso lo sitúan en oposición a ti, como si de hecho hubiera ya dos bandos, el tuyo y el suyo. Y yo le escucho cada día, pendiente de notar un darse cuenta de lo que estás haciendo a la ciudad, pendiente de notar una tendencia hacia un bando u otro, cualquier atisbo de conciencia histórica… y no hay nada. Cero. Esto podría ser el año pasado o el anterior. Nunca pronuncia tu nombre, como no sea para decirle a otro que no se preocupe por ti. No es arriesgado decir que estamos obteniendo resultados.

—¿Y cómo piensas conseguir que trabaje para nosotros, si se puede saber? ¿Cuál va a ser tu siguiente paso?

—Deberíamos pasar rápidamente al asesinato —respondió Singh—. Alguien de tu cuadrilla debería abordarle. El alcalde Wesley, por ejemplo. Antes de que Luisa empiece a añorar su casa (durante el mes próximo), Wesley debería ser duro con Probst. De entrada, Probst tiene problemas serios en Westhaven. Wesley podría sacar provecho de eso, si le crees capacitado. Debería abogar por un rejuvenecimiento urbano, las fuerzas que propician un nuevo crecimiento, una nueva solidaridad. Pero tú no te mezcles, y nada de comentarios explícitos sobre la fusión ciudad-condado. Que sea el propio Probst quien saque esa conclusión.

—Básicamente, estás diciendo que Probst forma parte del Estado y que será susceptible a nuestras sugerencias.

—Básicamente, sí. Todo depende de que él entre en la situación. Se ha dormido a bordo de un tren. Si tú le despiertas y le dices que está en Varsovia, él se pondrá a hablar en polaco.

—Suponiendo que conozca el idioma —Jammu giró la cabeza y la espalda para ver el reloj de pared. Eran las doce.

—Prepara un resumen —dijo—. He de ver a Wesley a las tres, así que lo necesito para las dos. Aunque no tengo nada claro que tu plan pueda ser ni siquiera aceptable —a modo de ilustración, arrojó unas notas a la trituradora—. Dices que Probst apenas me conoce de nombre. ¿Qué esperas que haga, felicitarte? Dices que habla a su hija de un modo vago e irrelevante. A mí me parece un padre la mar de normal. Dices que matarle al perro y hacer que su hija se fugara de casa no parece haberle molestado mucho. ¿Y qué? A lo mejor tiene la piel muy dura. Dices que carece de conciencia histórica. Nombra algún habitante de esta ciudad que la tenga. Lo que has pintado, Singh, es el vivo retrato de un hombre con una excelente salud mental.

Singh había adoptado una expresión de digna sordera que recordaba un poco a la de Karam Bhandari. Jammu continuó.

—Dices que Probst no se entiende con Barbara. Puede que sea sólo de puertas afuera. Se diría que ella tiene mucha influencia sobre él. Quizá es ella la que está en el caso. Barbara no parece la persona con la que más podría contar él. Quiero que Probst oiga mi voz, la voz de lo que estoy haciendo. No la de su mujer.

—Ve a verle.

—Ni hablar. Todavía no. Necesitaría una excusa.

—Bien —del bolsillo de su camisa Singh extrajo un cigarrillo extrañamente plano. Después de inspeccionarlo se lo volvió a guardar—. Si resulta que Probst no está todavía en el Estado, se puede hacer algo más. Yo podría infiltrarme y conseguir a Barbara en cualquier momento. El trabajo preliminar ya está hecho. De todos modos preferiría esperar hasta que veamos cómo reacciona Probst ante el alcalde. Te recomiendo que des instrucciones cuanto antes a Wesley, no sea que Probst vaya a verle por cuenta propia. Si no lo ha hecho para el día catorce, puedes pedirle a Wesley que hable con él después de que se reúna Municipal Growth.

—De acuerdo —Jammu se levantó de la silla—. Tráeme un resumen a casa, sobre las dos.

*

Barbara retomó la tarea de estirar tendones con los alicates. Las piernas del pavo tenían unos diminutos ojos blancos en sus extremos. Presionó sobre el tejido rosa que rodeaba uno de ellos, situó los alicates y empezó a tirar. Sonó el teléfono. Los alicates le resbalaron de la mano.

—La madre que te parió.

Agarró de nuevo el tendón y tiró con fuerza mientras el teléfono sonaba por segunda y por tercera vez.

—Como sea Audrey…

De repente el tendón se soltó por completo, de color lavanda y rígido como una erección, arrastrando consigo una pizca de carne parda. Barbara cogió un paño de cocina, uno limpio, y se limpió las manos de grasa. Levantó el auricular.

—Diga.

Hubo un silencio, y supo en seguida de quién se trataba.

—Hola, nena —dijo—. ¿Dónde estás?

—En casa de Duane —la voz sonaba menuda.

—¿Estás bien?

—Sí —el volumen subió de golpe, como si la línea telefónica se hubiera despejado—. SÍ. ¿CÓMO ESTÁIS VOSOTROS?

—Bien. Papá acaba de irse a ver el partido. Yo estoy preparando el pavo. Es de los grandes. ¿Tú y Duane queréis venir a casa?

Después de un silencio, Luisa dijo:

—No —su garganta produjo un ruido seco.

—Está bien. No tenéis por qué venir —dijo Barbara—. Sólo pensaba que… ¿Tan mal me porté contigo?

—Do —voz gangosa. Luisa sorbió por la nariz—. Sí.

—Pues lo lamento. De veras. ¿Me perdonarás alguna vez? —Barbara oyó llorar a su hija—. Oh, nena, ¿qué pasa? ¿Quieres que vaya yo? Puedo ir ahora mismo.

—Do.

—Vale. Tú sabes que me preocupo por ti.

El pavo, que estaba apoyado en el grifo, cayó al fregadero con un ruido húmedo.

—¿Duane te ha preparado una cena especial?

—Sí. Pollo. Lo está rellenando —Luisa tragó saliva—. En la cocina.

—Anoche tuvimos una charla muy agradable…

—Es lo que él me ha dicho.

—Duane estuvo muy simpático. Me gustaría conocerle algún día. Yo…

—Te volveré a llamar, ¿de acuerdo?

La línea enmudeció.

Barbara miró en derredor como si despertara, como si fuera por la mañana. Situó de nuevo el pavo sobre sus correosas alas y buscó otro tendón. Sonó el teléfono.

—¿Puedo ir mañana a buscar un poco de ropa?

Puesto que aparcar prometía ser complicado, Probst fue andando al partido de fútbol. De las chimeneas de las casas de Baker Avenue, el humo se elevaba y se encorvaba hacia abajo, al enfriarse, para formar charcos azulados por encima de los jardines. No había luz dentro de las pequeñas tiendas de Big Ben Boulevard —la droguería Porter, la farmacia Kaegel, la librería de ciencia ficción— que compitieran con el sol que daba en sus ventanas, pero Schnuks, el supermercado, todavía estaba abierto. Probst paró a comprar la nata que Barbara le había pedido. Luego se sumó al torrente de aficionados que salía de las entrañas de Webster Groves.

Había una multitud en la entrada de Moss Field. Los bancos de los visitantes estaban atestados de hinchas de los Pioneers, vestidos de rojo, y las gradas de los locales, mucho más grandes, estaban casi igual de llenas. Bajo la caseta de la prensa esperaban los Marching Statesmen de Webster Groves, con sus instrumentos brillando al sol. Probst encontró un buen asiento cerca del extremo sur de la tribuna, a tres filas de la parte superior. A su derecha, un grupo de chicas en tejanos destrozados fumaba cigarrillos, y a la izquierda había una pareja de cuarentones de rosadas mejillas, vestidos de naranja. Se sintió seguro en su anonimato.

—¿Va a favor de Webster? —preguntó la mujer que estaba a su izquierda. La señora Naranja.

—Sí —Probst sonrió cortésmente.

—Nosotros también.

Él asintió dando a entender que no había venido al partido para hablar con desconocidos, y deslizó la bolsa con la nata entre sus rodillas sobre el hormigón en que descansaba el banco. En las puertas que daban a los vestuarios de la piscina, donde los equipos se estaban preparando, había un enjambre de estudiantes, como si dentro estuvieran ofreciendo gratis alguna cosa de calidad. Junto al terreno de juego las cheerleaders de los Statesmen, una docena de chicas ataviadas con faldas y maillots de color marfil, empezaron a cantar:

Los Pioneers

se creen muy altos.

Pero cuanto más grandotes sean

más dura será su caída.

Probst buscó a Luisa con la mirada, pero estaba seguro de que no había ido al campo. Se preguntó si estaría en el partido de Washington U., acompañada de Duane Thompson. Barbara daba mucha importancia al hecho de que Duane estudiara en Washington U.; le gustaba realzar la valía del chico con el que Luisa estuviera saliendo en aquel momento. A Probst no le engañaban. Para él, que una chica saltara por la ventana del cuarto de baño evidenciaba que tenía una visión de su futuro radicalmente distinta de la que él había tenido a esa edad. A su juicio, Thompson podía ser un colgado.

Un estruendo recibió a los Pioneers cuando descendieron, al estilo de los marines, por la escalera que daba al terreno de juego. El estruendo fue aún mayor cuando aparecieron los Statesmen a renglón seguido. El señor y la señora Naranja se pusieron de pie, agitando los puños. «¡Bien!», chillaron. Todo el mundo se levantó. Probst hizo lo mismo.

La moneda favoreció a Kirkwood, y un receptor de los Pioneers, un negro larguirucho, hizo el saque inicial en la línea de diez yardas. En la de 35 uno de los Statesmen le puso la zancadilla por detrás, y el visitante dio una vuelta de campana para aterrizar, grotescamente, de cabeza. El balón se le escapó de las manos.

—¡Muy bien! ¡Muy bien! —chillaron los Naranja. Las gradas de Kirkwood guardaron escrupuloso silencio. Los entrenadores corrieron a ver al jugador caído, que se retorcía en el suelo.

—¡Muy bien! —rugieron los Naranja. Probst les dedicó una mirada crítica. Sus cabellos rubios y bastos hacían pensar en sendas pelucas, y los jerseys de Webster que llevaban puestos realzaban la impresión de falsedad. La mujer tenía las mejillas moradas, los labios azules y replegados. La cabeza del marido iba de delante atrás a medida que las cheerleaders iniciaban un nuevo cántico:

Qué más da.

Es igual.

Os vamos a ganar

al final.

… un mensaje incoherente, puesto que los Pioneers acababan de perder a uno de sus mejores jugadores. Los preparadores se lo estaban llevando en una camilla hacia la banda.

Después de dos pérdidas y una acción incompleta, Kirkwood iba a hacer un chut de alejamiento. Los Statesmen tenían que avanzar hasta su línea de 20 yardas, y Probst se alegró de poder centrarse en el juego, contar mentalmente los touchdowns y ver fluctuar la línea de melé. Se alegraba de no estar en casa. La víspera, en casa, Barbara le había dado la clara impresión de que esperaba que él tomara alguna clase de medida respecto a Luisa. Era un empresario dinámico, ¿no? ¡Muéstrate firme con ella! ¡Deja que te afecte! ¡Ve a buscarla! O, al menos, consuela a tu mujer… Pero no había ninguna medida que tomar. Luisa le había hecho enfadar, no como hija, sino como mujer. Mientras trataba de conciliar el sueño, una idea no dejó de atosigarle: yo tengo la capacidad de no ser egoísta ni mentiroso, mientras que ella, por lo visto, no. Y estaba claro que Barbara, tumbada a su lado en la cama, no quería oír hablar de esto. «Sólo conoce a Duane desde hace un mes», había dicho ella. «Pero yo creo que es un buen chico. No puedo culparle. Ya conoces a Luisa. Ella no estaría allí si no quisiera… Oh, Martin, esto me parte el corazón.»

Probst no conocía a Luisa. Empezó a acariciar el pelo de Barbara.

Los Naranja se pusieron en pie de un salto.

—¡Muy bien! ¡Eso es!

Un árbitro alzó los brazos y los Marching Statesmen atacaron el himno del instituto. Un touchdown. Estupendo.

Deduciendo que él la amaba, o pasándole por alto su descaro de desearla si no era así, Barbara había alargado su mano de fríos y fuertes dedos para ajustar la dirección de su pene y hacerlo entrar. «Mañana llamaré a Lu», mintió él en susurros. Ella apartó la cabeza. Su boca empezó a abrirse. Probst aumentó la presión y entonces, al verle los dientes, se acordó de una tarde de septiembre. Era viernes. Una furgoneta con el silenciador estropeado, bajando por Sherwood Drive. Dozer, su retriever de tres años, persiguiendo el vehículo. Dozer nunca hacía esas cosas. Un golpe y un aullido. El conductor no se detuvo, seguramente no se había dado cuenta siquiera del impacto. Probst se arrodilló en la calle. Dozer estaba muerto, y sus dientes, los incisivos y los caninos y los molares, mostraban una risa amarga; su cuerpo estaba caliente y pesaba, cuando Probst lo levantó, las costillas le sobresalían partidas. Fue un abrazo terrible. Probst se apresuró hacia la casa, de prisa, de prisa, pero era demasiado tarde: Dozer se había vuelto malo, mirando en un ángulo inverosímil al suelo, que subió mecánicamente al encuentro de sus pies. Probst lo depositó en la hierba. Finalmente Barbara no pudo más, lo apartó de cualquier manera y se tumbó de costado.

Los Statesmen se disponían a hacer otro kickoff. La señora Naranja agarró el brazo de su marido y miró agresivamente a Probst y a los que estaban detrás de él, como si no merecieran vivir en Webster si no eran capaces de levantarse para un kickoff.

Kirkwood recibió el touchback y empezó en la línea de 20 yardas. Ya en la primera jugada las gradas explotaron de serpentinas y confeti. Un safety de los Statesmen había recogido un pase y había corrido hasta conseguir un touchdown. La señora Naranja parecía recorrida de convulsiones.

—¡Muy bien! ¡Muy bien! ¡Muy bien! ¡Muy bien!

Probst decidió que ya tenía bastante. Se levantó con determinación. «¡Muy bien!» Apartó rodillas y codos, ahora tenía prisa. «¡Muy bien!» El grito sonaba más débil. Llegó al final de la fila y bajó a la pista de ceniza. Una vez allí se dio cuenta, por la liviandad de sus manos, de que había olvidado la nata debajo del banco.

—¡Eh, Martin!

Era Norm Hoelzer, que estaba en la segunda fila. Hoelzer era un modesto empresario. Cocinas y cuartos de baño.

—Ah, hola —dijo Probst.

—Menudo partidazo, ¿eh?

—Oh. Es… —no supo qué más decir.

—¿Has venido con Barbara?

¿Cómo se atrevía Hoelzer a saber el nombre de pila de su mujer?

Negó con la cabeza; no, no había venido con Barbara. La esposa de Hoelzer se llamaba Bonnie. Cultivaba rosas. Probst se abrió paso entre un grupo de chicos con chaquetas de cuero.

—¡Eh, Martin! —una mano le saludó desde las gradas. Joe Farrell. Al parecer acompañado de su hija y su yerno.

—Ah, hola —dijo Probst. (Desde aquella distancia, Farrell sin duda no pudo oírle.) Siguió andando. No era tarea fácil, con las cheerleaders ocupando la mitad de la pista y los aficionados, casi todos chavales, abarrotando la barrera entre las animadoras y el banquillo de los Statesmen.

—¡Eh, Martin! —llamó otra voz desde las gradas. Probst (¡ah, hola!) hizo caso omiso—. ¡Martin!

El ruido, al fin y al cabo, era ensordecedor. Sonaban vítores a oleadas, como los arrolladores cantos de las chicharras. En aquel momento la mayoría de las cheerleaders estaban ociosas, pero había unas pocas que practicaban entusiastas malabarismos. Qué bien hechas estaban aquellas chicas. Probst siguió despacio a un hombre que llevaba una chaqueta de lana, satisfecho por primera vez de avanzar al ritmo que marcaba la multitud.

—¡Martin! —una mano grande le cogió del brazo. El hombre de la chaqueta de lana había vuelto la cabeza, y cuando Probst vio quién era su corazón se vino abajo. Era Jack DuChamp, su viejo amigo del instituto. No se veían desde hacía más de diez años.

—¡Me intrigaba saber quién me estaba pisando los talones! —Jack agarró el otro brazo de Probst y le miró radiante.

—¡Vaya! —dijo Probst, sin más recursos.

—Claro, tú no podías perderte un partido así —dijo Jack.

—En realidad, me lo he perdido estos dos últimos años.

Jack asintió, sin oírle.

—Iba a buscar una Coca-Cola, pero había demasiada gente. ¿Te vienes a sentar conmigo?

La invitación fue para Probst como pisar una trampa para osos. Sentarse en las gradas con DuChamp —recordar su juventud en el South Side, comparar sus trayectorias totalmente divergentes— era la última cosa que le apetecía hacer.

—¡Vaya! —volvió a decir.

—¿O has venido acompañado?

—No, sí, yo… —la mirada suplicante de Jack pudo con Probst. Había compartido demasiados años de su vida con él como para poder mentirle fácilmente—. No —dijo—, he venido solo. ¿Dónde estabas sentado?

Jack señaló hacia el extremo norte del campo y rió.

—¡En los asientos de tres dólares!

Probst se oyó sofocar una risa.

—Caramba, Martin, cuánto tiempo, ¿verdad? —Jack no le soltaba el brazo. Estaban subiendo las gradas.

—Unos diez años —al instante, Probst lamentó haber mencionado la cifra.

Del campo les llegó el silencioso trajín del encuentro, los gruñidos accidentales, los vítores y los desgarrones de tela. Jack DuChamp se había mudado con su familia a Webster Groves casi al mismo tiempo que lo habían hecho Probst y Barbara. Por desgracia, la casa que Jack había comprado fue sacrificada a la Interestatal 44, y las únicas casas en venta que quedaban entonces en Webster estaban muy lejos de su presupuesto. Tuvieron que mudarse a Crestwood, una ciudad nueva, un nuevo distrito escolar, y Probst, cuya empresa se hizo con los contratos de demolición y fue la encargada de arrasar los edificios, se sentía responsable. A fuer de sincero, se sentía culpable.

—¿Verdad? —Jack se había detenido a medio subir la escalera y estaba mirando a la gente que tenía a su derecha.

—¿Perdón? —dijo Probst.

—Digo que estás igual que siempre.

—No.

—Siempre tuviste la cabeza en las nubes.

—¿Qué?

—Disculpe —dijo Jack. Una familia vestida de cuadros escoceses se levantó para dejarle paso. Probst procuraba fijar la vista en sus pies, pero el espacio oscuro entre banco y banco le recordó la nata que había olvidado. Se preguntó cuántos minutos podría aguantar con Jack antes de despedirse. ¿Bastarían cinco? ¿Cinco minutos a cambio de una década de silencio?

Jack se detuvo.

—Martin, te presento a Billy, un amigo mío. Billy, éste es Martin Probst, un amigo de toda la vida. Él, pues…

—¡Hombre! —un individuo corpulento con los dientes salidos se puso de pie—. ¡Encantado! ¡Es un honor! —agarró la mano de Probst y la sacudió vigorosamente.

—No me he quedado con su nombre —dijo Probst.

—Windell, Bill Windell. Es un placer conocerle.

Probst le miró los dientes.

—¿Nos haces sitio? —preguntó Jack. Windell tiró de Probst y le dejó un espacio estrecho en el banco. Jack se sentó melindrosamente a su derecha con aire de haber cumplido una misión.

Windell empujó contra el pecho de Probst un frasco de bolsillo en su estuche de piel.

—¡Ni tocarlo! Ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja! —exclamó, propinándole un codazo en el bíceps izquierdo.

—Bill es mi jefe —explicó Jack.

—Nadie lo diría si nos viera en el trabajo —dijo Windell.

—No le hagas caso —Jack alargó la mano hacia Probst y desenroscó el tapón del frasco—. Ha hecho uno cuarenta él solito.

—Ya será menos —dijo Windell, haciéndole un guiño ensayado a Probst, el cual, sin pararse a pensar de qué demonios estaban hablando aquellos dos, tuvo la absoluta certeza de que Windell era jefe de boy-scouts. Sus ojos, azules, tenían un tono lechoso que era típico en hombres encargados de inculcar valores morales. Y, encima, llevaba un corte de pelo militar—. Vaya, vaya: Martin Probst —Windell se sorbió los dientes y asintió con gesto filosófico.

Probst no sabía dónde apoyar los codos. Se llevó el frasco a los labios por no rechazar la invitación. Se atragantó. Era licor de albaricoque. Con los codos pegados casi a su regazo, le pasó el frasco a Jack, que declinó.

—No, gracias. Demasiado temprano para mí.

Trató de devolvérselo a Windell, pero Windell dijo:

—No, no, continúe.

Probst dio un trago largo, se secó la boca y miró a Jack buscando el tapón. Jack, por lo visto, no lo tenía. Probst vio que él mismo lo tenía entre los pies y se agachó para recogerlo, pero las piernas se le estiraron al doblarse y el tapón salió propulsado hacia delante, cayendo a la grada inferior. Se puso en cuclillas y trató de alcanzarlo.

—Quieto. Espera… No —dijo Jack—. Yo lo cogeré.

—No, no. Deja —Probst se estiró hasta que sus dedos tocaron el suelo, y luego, inesperadamente, cayó hacia atrás aterrizando de culo a la sombra de los aficionados, que estaban saltando en respuesta a algún lance del juego. Notó frío a través de los pantalones, pero allí abajo estaba más cómodo. Su mano avanzó en busca del codiciado tapón. Regresó con un zapato y volvió a reptar por el hormigón basto y húmedo; chocó con una cosa blanda… un corazón de manzana. Sonaron gritos, había irritación en el ambiente. En su reducido espacio, Probst no podía ver lo que estaba haciendo. Tanteó un poco más allá, notando la exploradora mirada de Windell. Probst y Jack habían ido juntos a los Boy Scouts, compartiendo muchas veces la tienda, hasta que les nombraron águilas.

¡Hombre! El tapón. Había encontrado el tapón. Cerró la mano en torno a él. Se levantó con esfuerzo.

—Creo que me voy a ir —dijo.

Un sonido de congoja escapó de labios de Jack.

—Quédese al menos hasta que termine este tiempo —dijo Windell.

Probst recordó entonces aquella peculiar facultad de Jack, el torbellino de culpa al que podía arrojar a su más exitoso amigo.

—¿Cuánto falta para que termine? —dijo Probst.

—Cuatro minutos —repuso Jack con tono de reproche.

Una complicada carrera expiró ante sus ojos. El marcador estaba todavía en 13-0. Probst miró a Windell y le preguntó:

—Bien, Bill, y tú ¿dónde vives? —ya sabía, más o menos, a qué se dedicaba Windell, siendo el jefe de Jack y siendo Jack un mando intermedio de la cadena Sears.

—Hace ya seis años que estamos en West County —Windell soltó una carcajada.

¿Dónde estaba la gracia?

—Ya. ¿En qué parte?

—En Ballwin, Cedar Hill Drive. No lejos de esa cosa, como se llame. West…

—Haven. Westhaven.

—Eso. Estamos como un kilómetro y medio al este de allí. Siempre paso en coche por delante. Veo su nombre muy a menudo.

—Sí, claro —suspiró Probst.

—Parece un conjunto residencial o algo…

—Los cimientos sólo ocupan ya veinticinco acres.

—Ah —Windell miró al campo, donde habían aparecido pañuelos amarillos de penalización. Jack estaba sentado encima de sus manos, contento de que la presencia de Probst hablara por sí sola. Tenía la nariz colorada. Pequeñas matas de pelo gris protegían sus orejas.

—Debe de tardar mucho entre su casa y el trabajo —dijo Probst.

—¿Mmm? Bah, no hay para tanto. Al final te acostumbras.

—Bueno, si seguimos construyendo como ahora en West County, van a salir ganando. Quién sabe, a lo mejor Sears traslada allí su central…

—¿Sears?

—Bueno —dijo Probst—, yo pensaba que trabajaba en Sears.

—No, qué va. Estoy en Penney, uf, desde que tenía veinte años. El que había trabajado en Sears es Jack. Está con nosotros desde hace cinco años.

Jack sorbió por la nariz y tragó saliva. No parecía estar escuchando, pero unos segundos después, sin mirarlos, dijo «Es verdad», con voz clara y profunda.

—Es que… —Probst tuvo la sensación de que iba a explotar como un globo si tenía que continuar allí un minuto más—. Apenas hemos tenido contacto desde que Jack se fue de Webster…

—¡Oh! ¡Hurra! —gritó Windell, interrumpiéndolo.

—Qué partidazo —convino Jack.

Era el momento que Probst había estado esperando. Se levantó rápidamente.

—He de irme —dijo—. Bill, ha sido un placer conocerte. Cualquier día que pase por Westhaven, uno de mis hombres le puede enseñar las obras. Y Jack, tú y yo… —la huida estaba tan próxima que casi la podía saborear. Jack había levantado la barbilla, sentado aún, pero no le miraba a los ojos—. Tendríamos que quedar algún día —dio una palmadita a Jack en el hombro y empezó a andar.

—¡Martin! —gritó súbitamente Jack—. Creo que tengo una entrada extra para el partido de los Big Red el domingo que viene. Bill tiene una salida con sus boy-scouts, y yo…

Probst sintió que la cara se le encendía.

—¿Es usted jefe de exploradores?

—Es lo menos que un viejo pecador puede hacer por sus semejantes —dijo Bill, que no era viejo ni parecía un pecador.

—… los Redskins —estaba diciendo Jack—. Podríamos ponernos mutuamente al día, tomar algo antes de…

—Pues claro, hombre, estupendo —dijo Probst, mirando todavía a Bill.

*

A Rolf Ripley le gustaban las chicas con coraje, y Devi, su última adquisición, lo tenía. La víspera, en la suite que ella ocupaba en el Marriott del aeropuerto, Devi le había dicho que tenía la nariz más colorada que un borrachín.

—¿Un borrachín, mi vida? Ven acá, deja que Rolf te dé una buena zurra.

—Y empezarás a toser —dijo ella.

—De eso nada, cariño. Yo no tengo tos.

—¿Ah no?

—No —dijo Rolf—. Años de experimentación me han servido para aprender a dormir con la cabeza plana sobre el colchón. Así, la cosa esa, el mucus, se queda donde tiene que estar. Adiós a la tos.

Devi rió.

—¿Qué te hace gracia?

—El catarro no se propaga por el moco, sino por la sangre.

—¿Y tú cómo lo sabes?

—Lo oí un día por la radio.

—Entonces, dime, por favor, ¿por qué no me dan ataques de tos?

—¡Porque tu cuerpo es tan lerdo como tu cerebro!

Devi era una joya, una joya. Y cuando él quería cambiar de tema, simplemente pulsaba una tecla:

—Retíralo.

—Lo retiro.

Nunca había tenido una chica igual. Los bombones de su pasado, las Tricias y Maudes y Amandas, los cardos calientes y las esnobs de Dallas y las quinceañeras cachondas, las fulanas que no decían nada, esposas de colegas y dependientas en busca de dinero, chicas de alterne y secretarias cínicas y furcias a domicilio: todas palidecían delante de su Devi. Incluso las que había tenido, pocas, en Londres y Nueva York no eran auténticas sino artículos importados, campesinas en el fondo, que pecaban venial, no mortalmente. Los hombres de las grandes ciudades no gustaban de compartir su mejor ganado, y aunque Rolf los superaba en todos los sentidos, el cruel destino lo tenía confinado en St. Louis. ¡Ah, las chicas de St. Louis! Bien sabía Dios que Rolf había cumplido con tenacidad su papel de Pigmalión; ellas, sin embargo, seguían siendo porcinas y babeantes. No le llegaban a Devi ni a la suela del zapato. Ella era su mejor logro estético, alguien a quien enseñar y de quien aprender, tan deslumbrante como la esplendorosa Bombay y, debido a su docilidad, más antigua que el Viejo Mundo, un objeto con el que refocilarse y un angelito al que se mira y no se toca. De hecho casi la quería, y, de no haber sido ella india, habría podido ir más lejos y convertirse en su bufón. Pero se había propuesto tener cuidado. Y es que no sólo estaba Devi confabulada con S. Jammu y la princesa Asha Hammaker, sino que era el colmo de la indiscreción. Entre las cosas que se le habían escapado estaba el hecho de que Jammu estuviera tirándole los tejos al alcalde; que Asha, poseedora ya de una fortuna, le fuera detrás a Buzz Wismer; y que aquel par de beldades asiáticas tenían la intención de organizar un auténtico pánico inmobiliario en el gueto. Muy interesante.

En cuanto a coches, a Rolf le gustaban pequeños y veloces. Su Lotus le llevó volando a casa desde el Marriott para un prolongado letargo invernal, y en Acción de Gracias su Ferrari lo llevaba volando a él y Audreykins hasta el Club para unas civilizadas copas de mediodía y una breve demostración de decoro festivo. A fin de cuentas, era un hombre casero. No podía llevar a Devi al Club. Había demasiados accionistas en la barra, y, últimamente, Rolf se había vuelto un poquito fanático respecto a sus accionistas. Por primera vez en mucho años, sus finanzas eran dudosas. Si uno de los miembros del club que se zampaban un ponche tras otro perdía la confianza en la sensatez de Rolf, también podía hacerlo el siguiente miembro, y el otro, y el otro, y al cabo la bolsa de Nueva York, y Rolf podía encontrarse no produciendo hornos ni sistemas de guiado inercial, no teniendo sus oficinas centrales en el condado ni en la ciudad, y viviendo permanentemente en Barbados o en Lincolnshire, pero no en Ladue. Era mejor no llevar consigo a Devi. A aquellos sujetos les gustaba Audreykins. Bueno, ¿por qué no?

Chester (3,7%) Murphy se le acercó y le confesó que Audreykins estaba hoy muy guapa, como así solía ser, pese al hecho de que el Armani que llevaba estaba hecho para una mujer con un tercer hombro en las cercanías de su quinta vértebra. Rolf abandonó la sala para dejar que ella y Chester conversaran sobre la paz, la esperanza y la caridad, e hizo una amorosa llamada a la suite de Devi en el Marriott. Acabó cubriendo de besos el auricular, que ya estaba caliente del aliento del último que había hablado por él. A su vuelta vio a Audreykins asimilando las sabias palabras de la Estrella del Béisbol, que llevaba puesto un blazer verde ligeramente más claro que el que Rolf mismo llevaba, y teniendo en cuenta que la Estrella era compinche de Julian (5,5%) Woolman y de Chuck (principal acreedor) Meisner, le pareció conveniente ir al bar y tomarse otra copa. Olvidar la fiebre, olvidar el resfriado. Tuvo la desagradable sensación de haber ingerido agua. El único remedio seguro era repetir las dosis de Glenlivet. Los músculos le dolían menos cuando estaban regados de alcohol, aunque le seguía acosando la sensación de culpa. Este resfriado era por culpa de Audreykins. Dos semanas atrás ella estaba en plena producción de mocos, sobre todo en el turno de noche, y no había dejado de sorber por la nariz, casi como si estuviera lloriqueando. Por lo visto se lo había contagiado Barbie. Rolf observó que el tercer hombro de Armani había migrado hacia la región de la axila derecha. Pobrecilla. El Club era un hervidero de murmullos al sol de la tarde.

—¿Cómo estás? —le preguntó Audreykins una hora después, mientras cruzaban a toda velocidad el espantoso distrito comercial de Webster Groves.

—Borracho, gracias —dijo él.

—Qué pena —dijo ella, sin bondad.

—Oh, no es por el resfriado —mintió Rolf—. Es por la perspectiva de otra comida con Martin y Barbie y la mocosa —al poner la cuarta para dar la gran curva de Lockwood Avenue, le satisfizo ver el pie de ella pisando un freno imaginario—. Supongo —prosiguió— que debería dar gracias al cielo de que tu familia esté en Pago Pago.

—No veo a santo de qué sacas este tema. Podríamos haber ido al Club.

—Sólo que Martin habría dicho: «¿Y si fuéramos al Saint Louis Club? Allí dan, bueno, comida tradicional. Pato, pavo y todo eso. ¿Hace?» —según Martin, el nuevo Saint Louis Club era el local más elegante de la ciudad. Rolf tenía muy mala impresión de Martin.

—Además, es Nueva Zelanda, no Pago Pago.

—Mea culpa —Rolf miró a su izquierda y divisó Sherwood Drive, perdiéndose en la distancia—. Al cuerno todo eso, ¿por qué no dijiste algo?

—¿Mmm?

Rolf frunció el entrecejo. Naturalmente que no había dicho nada. Ella no le ayudaba en lo más mínimo. «Entonces tendremos que dar media vuelta, ¿no?» Treinta metros más allá del puente del ferrocarril se subió al bordillo de la izquierda con un impacto bien absorbido. Dio gas, metió la segunda y salvó la mediana. Los neumáticos del Ferrari se aferraron a la calzada. El coche cruzó de nuevo bajo el puente y enfiló Sherwood Drive mientras Audreykins temblaba como una hoja.

Ella corrió casi por el sendero de ladrillo hasta la puerta de los Probst. Rolf consultó su Tourneau. Las cuatro menos veinte. No había sido su intención llegar tan puntual. Audreykins llamó varias veces tímidamente a la puerta principal («¡Somos nosotros!»), y Martin debía de haberlos visto llegar porque la puerta se abrió de inmediato. Les indicó que entraran, dio la mano a Audreykins y, sonriendo admirativamente, le plantó un beso en la mejilla. Se dio la vuelta. «Hola Rolf.» Llevaba un jersey rojo claro y un pantalón oscuro de cuadros escoceses.

—Me alegro de verte, Martin —y era verdad. Martin tenía muy mala cara, los ojos acuosos y el pelo lleno de nudos. Rolf empezó a sentirse mejor.

Audreykins estaba hablando en voz baja a Barbie, y cuando Rolf las vio una al lado de la otra su ánimo cayó en picado otra vez. Su mujer palidecía cuando estaba al lado de su hermana. La apartó para recibir un beso de Barbie. «Querida Barbara.» Le dio un breve apretón estratégico a los cuartos traseros.

—¡Dios!

—¿Perdón? —dijo Rolf, enderezándose.

—Permíteme tu chaqueta, Rolf —Martin estaba detrás de él, y Rolf se despojó de la chaqueta. Barbie sí tenía coraje. Se había equivocado de hermana.

Las mujeres se batieron en cómoda retirada hacia la cocina. Martin estaba teniendo más dificultades de la cuenta para dejar las chaquetas en el armario, en cuyo interior Rolf distinguió prendas que provenían de los años sesenta. Le llamó especialmente la atención un anorak de color amarillo brillante. El Look Marciano. Martin el Marciano.

—Esas prendas viejas se comen mucho espacio, ¿eh? —dijo con malicia.

Martin se rindió —la chaqueta y la bufanda de Rolf quedaron de cualquier manera sobre las otras prendas— y cerró rápidamente la puerta del armario.

Regresaron a la sala de estar y se detuvieron junto a la chimenea, donde la leña menuda crepitaba bajo unos troncos empapados. Rolf notó una corriente de aire en las rodillas. Martin y Barbara habían cambiado la decoración desde la última vez que Rolf había estado allí, en agosto, y que no la hubieran enmoquetado era algo que escapaba a su comprensión. Martin hurgó la lumbre con un atizador. El sol, teñido de verde por la invasión de hiedra, hacía resaltar rayas y salpicaduras en la hilera de ventanas emplomadas de la larga pared oeste. Debajo había un asiento junto a la ventana con cojines de color amarillo verdoso, y a la derecha de Rolf estaba el piano, que Barbara sabía tocar con menos precisión y más sentimiento que Audreykins. Estaba claro que Barbie había tenido el control absoluto de la reforma. En la pared del sofá, donde Martin habría colgado posters de faisanes y setters, ella había colocado una sucesión de desmesurados bodegones, todos del mismo autor. Los cuadros dominaban el aposento. El primero era de una piña partida en dos; la corteza era de gabardina, la pulpa de un tul amarillo. En el segundo había plátanos, gordos y portentosos en un mar de grises y blancos; y en el tercero un… ¿un qué? Un kiwi. Partido en cuartos y esmeralda, con manchitas oscuras, parecía un pez abisal. Rolf examinó sombríamente las tres pinturas. Se sintió mal.

Martin se sacudió polvo y ceniza de las manos y Rolf cerró los ojos. El tipo iba a preguntarle cómo le iban las cosas. El muy imbécil siempre acababa preguntando lo mismo. Esperó. La pregunta no llegaba. Abrió los ojos y vio a Martin ceñudo.

—¿Qué tal el día? —preguntó Rolf, seguro de que le habría ido mal.

—Poca cosa. Estuve en el partido Webster-Kirkwood.

—¿Te acompañó Luisa?

Martin tosió y su rostro adoptó una expresión más avinagrada todavía.

—No. Está pasando el fin de semana fuera.

—¿No vendrá esta noche? Vaya, qué pena.

—¿Qué quieres tomar, Rolf?

—Whisky si tienes, Martin —como si pudiera no tenerlo.

Martin partió de inmediato y volvió al poco rato con refrescos. Levantó su vaso.

—Feliz Día de Acción de Gracias.

—Sí señor —Rolf miró hacia la triste lumbre. Un leño gruñó—. Bonita lumbre.

—La ha encendido Barbara —dijo Martin, absolutamente impasible.

—¿Y las chicas?

—Están en la cocina.

—¿Y Luisa?

—Pasando el fin de semana con su novio.

Rolf levantó la vista. Martin tenía la mirada vidriosa.

—Confieso que me sorprende, Martin.

—Vamos a ver algo de fútbol.

—Me sorprende, y mucho.

Salieron de la sala de estar y vieron fútbol. Martin no quiso acusar recibo de que Rolf se encontraba mal. No porque Rolf necesitara compasión, pero en la sala familiar, mientras jugadores homínidos se enzarzaban entre sí, empezó a tener la sensación de que debería haber estado en cama con la botella de agua caliente, una botella de algo y la tele en el más explícito de todos los canales. El fútbol no le entusiasmaba. Al fondo del pasillo, en la cocina, las chicas parloteaban hasta la náusea, y el sol poniente arrojaba una luz larguirucha y claustrofóbica por las ventanas. De repente la luz se extinguió. Era de noche, aunque en cierta manera el sol estaba brillando todavía sobre Chicago, las nubes rosadas y violetas. ¿Tenía el partido grabado en vídeo? Rolf se fue hundiendo cada vez más en la butaca tapizada de pana. Una horrible picazón se estaba desarrollando en su pecho. Tosió.

—¿Estás resfriado? —Martin le observaba severamente.

Rolf trató de sonreír pero vio que sólo le pedían que se tapara la boca.

—Sí —proyectó una contundente expectoración hacia donde estaba Martin.

Audreykins apareció en la puerta —el tercer hombro se había convertido en un pecho extra— y anunció que la cena estaba lista. Rolf supuso que debían de ser las ocho. Miró su reloj. ¡Las cinco y media! Aquella casa era un infierno.

Barbie, sin embargo, había preparado un buen ágape. El pavo descansaba en una fuente delante de la silla de Martin, y sobre el mantel blanco había cuencos y bandejas de plata provistos de batatas, guisantes y maíz molido, relleno de champiñones, salsa humeante, una cosa blanca e inidentificable y un puré de patata algo reseco. Cerca de allí una botella de Muscadet. Rolf apartó una silla para su mujer, procurando no tocarla, y tomó asiento delante de ella. Se frotó las manos.

—¡Estupendo!

—Barbara te ha preparado budín de ostras —dijo Audreykins.

—¿Para mí? —Rolf torció el gesto. La cara de Audreykins se perdía entre la luz de las velas. ¿Acaso no sabía que él odiaba las ostras? Seguro que sí—. Debe de haber un error —dijo—. ¿No será… budín de ciruelas? —a él le encantaba.

—¿No te gustan las ostras? —dijo Barbie, poniendo ojos de ostra.

—Pues no me dicen nada…

—¡Rolf! —gritaron las velas—. Sé educado, por favor. Lo ha hecho especialmente para ti.

—Sírvete —rogó Barbie haciendo un puchero—. Todo lo que quieras.

Mientras Martin se concentraba en no cercenarse un dedo con el cuchillo de trinchar, Rolf se sirvió sumiso una ración de budín y la dejó caer en el plato. Sería arenoso. Las ostras siempre eran arenosas.

Fueron pasando los otros cuencos y Martin cargó los platos de lonchas serradas. Rolf se encontró frente a frente con varias libras de tradición culinaria. Tosió encima, su manera de bendecir. Educadamente, por Barbie, hundió el tenedor en el budín y lo probó.

Uf.

Una ostra gorda, y encima arenosa.

Nadie más estaba comiendo. Levantó la vista. Audreykins carraspeó. ¡Santo cielo! Iba a dar las gracias.

—Podríamos tomarnos de la mano —dijo ella.

Rolf prefirió bendecir la mesa que tragar la ostra. Alcanzó su servilleta, pero todos esperaban para el rito tontísimo de darse las manos. Extendió los brazos y dio un respingo cuando su mano izquierda tocó la derecha de Martin, que estaba peligrosamente tensa. Pero la de Barbie era menuda y musculosa y caliente.

—Dios nuestro Señor —dijo Audreykins vibrante—. Bendice estos alimentos que vamos a tomar…

Rolf metió los dedos entre las sudorosas membranas de Barbie y presionó con fuerza.

—Te damos gracias por una nueva cosecha. Por tu bondad y tu generosidad, y por los dones que nos rodean, nuestra familia y nuestros hogares…

Ella le apretó también la mano, clavándole el anillo de diamantes en el hueso. Barbara era una joya. Rolf no quiso aflojar el apretón. Ella aflojó el suyo.

—Recordamos también a los Peregrinos, y el primer día de Acción de Gracias, y a Miles Standish y a los indios, y tu ayuda en tiempos de penuria…

Era el más puro estilo de alumna de tercer grado. Masticó la ostra una vez más, rechinando los dientes. Acarició la palma de Barbara con el pulgar. Ella retiró la mano.

—… con mamá y papá que están en Nueva Zelanda, y con Luisa, y con Bill y Ellen, y en Nueva York, en Nueva York… —cómo no, ya estaba lloriqueando—. Y oramos.

Sus dedos rodearon la salsera en busca de los de Barbara. Luego, sin encomendarse a nada, tosió.

—Venga a nosotros tu reino…

Rezó para que los otros tuvieran los ojos cerrados. Rezó para que la ostra cayera al plato. En cualquier caso, quería deshacerse de ella.

—Mas líbranos de todo mal, amén.

—¡Amén! —ladró Martin, batiendo palmas—. Rolf, ¿por qué no haces los honores con el vino?

Nadie dijo una palabra mientras llenaba los vasos. La ostra había aterrizado sobre sus patatas. Audreykins sorbió por la nariz y mantuvo un silencioso diálogo con Dios, que parecía estar en su servilleta. La velada prometía ser memorable por espantosa. Con la cría ausente, las cosas se ponían un poco más hostiles.

—Lástima que Luisa no pueda estar con nosotros —dijo—. Delicioso vino, por cierto. Me habría encantado conocer a ese novio suyo.

—Deja de hablar así —susurraron las velas.

Barbara le dedicó una macabra no sonrisa.

—Luisa ha dicho que lamentaba no poder veros.

—¿De verdad? Pero qué amable de su parte —Rolf despellejó su rebanada de pan y depositó la corteza encima del budín—. Es un encanto de chica.

—Sí —dijo Martin—. ¿Tienes salsa suficiente?

—A mares, gracias.

Tras hacer descarrilar cualquier otro intento de conversación, Rolf se concentró en su cena, llenándose el estómago mientras Martin llenaba los minutos con uno de sus fatuos monólogos técnicos. Había escogido por tema aquella obscenidad de Westhaven. Rolf indicó repetidamente su aquiescencia apuntándole con el tenedor. Sí, era una fabulosa cantidad de superficie útil. Sí, representaba una importante inversión por parte de los bancos del extrarradio. Sí, bastaría por sí solo para alterar la estructura económica de la zona. Sí, pasarían cien años antes de que la degradación llegara tan lejos. Sí, sí, sí —Martin estaba a dos velas de los planes de la camarilla Hammaker—. Él seguía pensando que el desarrollo del condado hacia el oeste no terminaría nunca. Tío Rolf, informado del inminente giro radical del valor de los inmuebles en el condado, había puesto bajo vigilancia los doce bloques que tenía en North Saint Louis mientras la apuesta era buena, y estaba saboreando la perorata de aquel imbécil sobre el futuro económico de la región. Sin embargo, tan pronto Barbara hizo ademán de recoger la mesa, sus impulsos románticos volvieron a la superficie.

—¿Puedo usar el teléfono, Martin?

—Cómo no, adelante —Martin señaló hacia la cocina.

—El del estudio. He de llamar a mi especialista en contratación.

—¿El día de Acción de Gracias?

—Mañana abren los mercados.

—No paras nunca, ¿eh, Rolf? La luz está en el rellano.

En el estudio había más libros de los que Martin Probst podía leer en cinco vidas. Había butacas de enorme asiento, una alfombra verde y amarilla, una foto de Barbara de joven en su marco cromado encima del escritorio. El aire fresco del piso del arriba serenó a Rolf. Girando en la silla de Martin, ensayando su llamada, revolvió los papeles amontonados sobre la mesa y en el suelo, junto a la estantería de libros. Westhaven, Westhaven, Westhaven. Cogió el teléfono y marcó. Mientras sonaba, giró la llave del cajón inferior y tiró hacia fuera.

Cartas. Las miró por encima. En el fondo, encontró tres paquetitos atados con cintas grises. ¿Cartas de amor?

Le decepcionó reconocer la letra de Barbara, le decepcionó que las cartas no fueran de otra persona. Pero cogió una de las más gruesas del paquete y se la guardó en el bolsillo de la pechera. Tal vez le podía servir.

El teléfono de Devi continuaba sonando. ¿Dónde demonios podía estar? Cerró el cajón y husmeó en los papeles de la mesa. Encontró un montón de recortes del Post, más de una docena, con la cara de la mocosa en cada una de ellas. ¿Qué payaso podía tener guardados tantos ejemplares? La chica tenía la misma nariz que su madre. Tosió de mala gana.

Devi respondió al vigésimo toque.

Se excusó diciendo que estaba en el cuarto de baño. ¿Tanto rato? Dijo que quizá había pillado la gripe. Rolf frunció el entrecejo. Pero ya se sentía un poco mejor, dijo, sólo de oír su voz, y que por qué no pasaba a verla. Rolf le aseguró que no deseaba otra cosa. Y que a lo mejor le llevaría unos regalitos…

Devi hizo ruido de beso y colgó. Sin duda alguna, estaba en onda.

Antes de bajar se detuvo en el rellano. Vio un ligero resplandor en la habitación principal y se preguntó si la mocosa no estaría allí escondida. Retrocedió sigilosamente. El dormitorio estaba vacío. Una lámpara ardía dentro del tocador de Barbara.

Del comedor le llegó un ligero murmullo, como la dicha del agua en una fuente. Oyó claramente la voz de Audrey. El murmullo se repitió. Estaban riendo.

Cogió del tocador uno de los peines pero lo volvió a dejar, temeroso de echarse a llorar si lo olía. Tocó uno por uno los frascos de perfume. Reparó en los distintos niveles de líquido en su interior, testigo de un sinfín de compras y aplicaciones, de una selección y modificación de fragancia únicas de esa mujer, únicas en el mundo. Entre frascos de lociones y tarros de crema había un tríptico con fotos recientes de la mocosa. Rolf se estremeció, y Luisa le devolvió la mirada, rubia y franca, como una chica del ganado de reserva, esa chica a la que uno no podía tocar. De tamaño más que natural, como el kiwi en el bodegón de la sala de estar.

Pero qué tontería. Con un estremecimiento más vigoroso que el anterior, Rolf volvió en sí y abrió el cajón inferior del tocador. Había en él un gran surtido de lencería. Escogió unas medias negras y se las llevó a la cara, inhalando. ¿Le servirían a Devi? Seguro que sí.