5.

—¿Barbie?

—Hola. Ahora iba a llamarte.

—¿Estás haciendo algo?

—No. Todavía no he empezado. Iba a hacer una tarta.

—Escucha, ¿te llegó el paquete?

—Sí, el lunes.

—Oye, el recibo está dentro de la caja.

—Seguro que le gusta, Audrey. El otro día vio algo parecido en Famous que le gustó mucho.

—Estupendo. ¿Tienes algún plan para esta noche?

—Lu va a casa de una amiga después de cenar y pasará la noche allí.

—¿Un día laborable?

—Es su cumpleaños. ¿Para qué querría quedarse aquí?

—Nada, pensaba. Tú antes hacías algo especial. Pensaba que… ¿Cómo te sientes?

—Cansada, sabes. Anoche no pude dormir por culpa del catarro. Me di cuenta de que me ponía a roncar…

—¡Roncar!

—Siempre he roncado cuando estaba resfriada. A Martin le ponía de los nervios. Esa infección que tuve, ya no recuerdo cuándo, la que me duró tres meses, él me despertaba en plena noche con aquella cara de loco y decía algo así como SI NO PARAS DE RONCAR, puntos suspensivos.

—¿Y después?

—Se iba a dormir al sofá.

—Eso sí que tiene gracia.

Dejando el teléfono en su estribo y tras despachar a Audrey para un par de días más, Barbara descansó en una silla de la cocina. Era 1 de noviembre, y tenía que hornear una tarta de especias antes de que volviera Luisa. Aunque se marchaba después de cenar, Luisa tenía un acentuado sentido de la responsabilidad en cuando a los rituales de juventud (una disposición a utilizar piscinas de hotel, a comerse los muslos del pollo) y tal vez insistiría en hacer algo tradicional tan pronto Martin llegara a casa, algo como ver películas caseras de cuando era pequeña (no había otras) o incluso (posiblemente) jugar al yahtzee. Como mínimo reclamaría (y recibiría) un cocktail, y Martin bajaría el regalo que Barbara había comprado para que se lo diera él (una máquina de escribir) y añadirlo a los paquetes de familiares y a las más ordinarias (más maternales) contribuciones de Barbara (calcetines, jerseys, papel de carta en colores tropicales, chocolate suizo, una bata de seda, el muy cacareado álbum de grabaciones con cantos de pájaros, una novela de Jane Austen en tapa dura y, sólo porque sí, una de Wallace Stevens en bolsillo) que Luisa, exigiendo otra copa (y recibiéndola), procedería a desenvolver. Luego charlarían los tres de manera muy formal como si Luisa fuera la adulta que aquellos regalos, su carácter fácilmente disfrutable, indicaban que no era todavía. Unos abuelos habrían venido muy bien en una noche así. Pero los padres de Barbara acababan de irse de vacaciones a Australia y Nueva Zelanda, e incluso antes de que muriera la madre de Martin ésta sólo abandonaba Arizona para un funeral. El propio Martin no sería de gran ayuda. Ultimamente se las tenía a menudo con Luisa. El lunes por la noche había vuelto a casa muy pensativo (dijo que por el proyecto de Westhaven) y durante la cena, todavía pensando, todavía ensimismado con sus plazos y sus operarios, había empezado a interrogar a Luisa acerca de las asignaturas que elegiría en la universidad. El interrogatorio duró diez minutos.

—¿Inglés? Si me viene alguien con una licenciatura en Inglés pidiendo empleo, yo le diré que no —cortó un limpio rombo de ternera—. ¿Astronomía? ¿Para qué quieres estudiar eso? —atravesó una alubia. Luisa miraba las velas desesperada.

—Déjala en paz, Martin —dijo Barbara.

Él levantó la vista del plato.

—Sólo pretendía ayudar —se volvió a su hija—. ¿Te estaba molestando?

Luisa lanzó su servilleta a la salsa marsala y se fue corriendo a su cuarto. Este otoño no tenía apetito, y había perdido unos kilos que (en opinión de Barbara) no podía permitirse perder. En el desayuno le había parecido que aparentaba más de dieciocho años. Barbara había despertado de un sueño en el que Luisa era un esqueleto con una bata blanca y sucia, y donde las manos que trataban de consolarla, las manos de la madre, eran huesos blanquecinos.

—¿Te preparo unos waffles?

—¿Puedo tomar más café?

—Sí. ¿Y los waffles?

—Está bien. Por favor.

Daba pena verla meterse los waffles en la boca. Era evidente que no tenía hambre. El catarro le duraba demasiado, y aunque todavía no había querido admitirlo, también parecía haber un nuevo ligue, al que por lo visto había conocido el día en que había ido a buscar a la chica francesa. La chica francesa no se había presentado. El ligue era el autor de la foto que había salido el sábado anterior en el periódico, D. Thompson, rezaba el crédito, y el pie de foto: Veranillo de San Martín. Luisa Probst, de Webster Groves, disfrutando del buen tiempo en Washington State Park. Detrás de ella una bandada de barnaclas canadienses. Martin había comprado veinte ejemplares del diario y Luisa había dicho, si bien tardíamente, que Duane había estado en el campo con ella y con Stacy. A Barbara no le importaba que Luisa no revelara de momento sus sentimientos hacia Duane. También ella, Barbara, se había criado en un ambiente de vigilancia (la vigilancia de su madre y la de la Iglesia Católica) y lo había detestado. Por otra parte, teniendo en cuenta que Luisa seguía pasando mucho tiempo en compañía de Stacy, ¿hasta qué punto podía ser Duane importante?

Estaba nublado. Dos cardenales macho, pájaros de invierno, saltaban de lado a lado en el comedero que había junto a la ventana del cuarto del desayuno. Barbara oyó un rascar lento en el lado sur de la casa, era Mohnwirbel que rastrillaba el suelo. Llevaba puesta su chaqueta roja, su plumaje de invierno, sus colores de cardenal. Vivía en la finca misma, en el pequeño apartamento de encima del garaje, y parecía más oriundo de Sherwood Drive, o al menos no tan cohibido de serlo, que la propia Barbara.

Barbara se tragó una aspirina con un poco de whisky escocés y metió el vaso en el lavavajillas. Llevaba puesta una falda de cuadros escoceses, un suéter granate de seda, botines un poco anticuados (se los había pasado Luisa), una pulsera de plata en la muñeca y unos pendientes de plata. Cada día, enferma o no, gustaba de vestirse bien. En primavera y otoño (estaciones que, retrospectivamente, la hacían meditar sobre cómo habría sido su vida de haberse casado con tal o cual hombre) usaba maquillaje.

Cuando puso la radio, que siempre estaba sintonizada en la KSLX («Radio Información»), Jack Strom estaba presentando al invitado del día en el segmento de dos a tres de su programa de tarde. El invitado era el doctor Mickey McFarland. Médico. Profesor. Discípulo del Amor… Y autor del best-seller Tú y solamente tú. Barbara se puso un delantal.

—Doctor —estaba diciendo Jack Strom—, en su último libro describe usted lo que denomina las Siete Fases del Cinismo, algo así como los peldaños que la persona desciende hasta llegar a la depresión de la mediana edad, y a continuación analiza la manera de dar marcha atrás a ese proceso. Bien, estoy seguro de que muchos de sus lectores habrán caído en la cuenta de que todos los ejemplos que cita implican a hombres de mediana edad. Evidentemente, fue algo intencionado por su parte; ¿podría decirnos cómo cree que encajan las mujeres en este modelo de cinismo, que si no recuerdo mal llamó usted una vez el Reto de los Ochenta?

—Bueno, Jack —dijo McFarland con voz áspera—. Me alegro de que me haga esa pregunta.

Siempre se alegraban de las preguntas que les hacía Jack.

—Como tal vez recordará, cuando se publicó Un verdadero amigo en el 79 (y recordará también que llegó al primer puesto en la lista de libros más vendidos, algo que yo no olvidaré nunca)… Bien. No sé si alguien ha dicho esto alguna vez, pero el primer libro de éxito es como tu primer hijo, lo quieres sin condiciones, siempre es tu favorito. En fin, como tal vez recordará, en Un verdadero amigo (donde, por cierto, yo abordaba el problema de la depresión femenina) hablaba del papel especial que la mujer ha de jugar en el Reto de los Ochenta.

—¿Cuál era ese papel?

—Jack, ese papel era un papel humanitario.

—Un papel humanitario.

Jack Strom era duro con los autores de bestsellers, empleaba su voz extraordinariamente meliflua para avergonzarlos. Que Barbara recordara, presentaba talk-shows de toda la vida, veinte años o más, y su voz no había cambiado nada. ¿Cambiaba la cara de uno?

—… Me alegro de que me pregunte eso también, Jack, porque se da el caso de que para mí el derecho a la libertad religiosa como consta en la Quinta Enmienda es el recurso más valioso que tiene este país. Lo que vemos en estos cultos es un grito de amor a gran escala. No sé si habrá usted pensado en ello alguna vez, pero en el corazón de todas, y repito, todas, las religiones hay una doctrina del humanitarismo, sea oriental u occidental, eso da lo mismo. Y creo también, estoy convencido, de que hay un término medio que todos nos esforzamos por alcanzar.

Profundo silencio.

—Doctor McFarland, autor de Tú y solamente tú. Pasaremos a las llamadas telefónicas después de este mensaje publicitario.

Mohnwirbel había aparecido en un lado del patio de atrás mientras seguía rastrillando la hiedra. Había hiedra, y finca, suficiente, para que siguiera rastrillando todo el día y el día siguiente. Mohnwirbel había tenido su momento de gloria la semana anterior, cuando unos fotógrafos de la revista Home habían ido a sacar unas fotos del césped y del jardín. Era la primera vez en once años que Barbara había visto nervioso al jardinero. Se había plantado en medio del patio como un perro rodeado de abejas enojadas, con cara de absoluta preocupación, amenazado por ardillas que lanzaban palitos y árboles que arrojaban hojas.

—Hola, estamos en antena.

Barbara midió la mantequilla.

—¿Doctor McFarland?

—Le está escuchando. Adelante.

—Doctor, me llamo Sally.

—… ¿Tiene alguna pregunta o comentario para el doctor?

—La escucho, Sally.

Barbara abrió el tarro del azúcar. Le sorprendió la —¿qué?— del azúcar refinado. Su futilidad. Aplicó la cucharilla metálica.

De promedio leía cuatro libros a la semana. En la biblioteca tenía catalogados cerca de cuatrocientos. Iba una vez a clase de gimnasia, y tres a jugar al tenis. En una semana normal preparaba seis desayunos, envolvía cinco almuerzos y preparaba seis cenas. Hacía cientos de kilómetros en el coche. Miraba desde ventanas cuarenta y cinco minutos. Comía en restaurantes tres veces, una con Audrey y varias fracciones de dos con Jill Montgomery, Bea Meisner, Lorri Wulkowicz (su última buena amiga de la facultad), Bev Wismer, Bunny Hutchinson, Marilyn Weber, Biz DeMann, Jane Replogle, diversas bibliotecarias y muchas ocasionales. Pasaba seis horas de promedio en tiendas al por menor, una hora en la ducha. Dormía cincuenta y una horas. Veía nueve horas la televisión. Hablaba dos veces con Betsy LeMaster por teléfono. Hablaba con Audrey 3,5 veces. Hablaba con otras amigas un total de catorce veces. La radio sonaba todo el día.

—Marque el seis tres tres, cuatro nueve cero cero. Si está llamando desde Illinois marque el ocho cuatro dos, once cero cero. ¿Hola? ¿Su pregunta para el doctor McFarland?

Con la espátula afeitó los costados del cuenco, embadurnados de mantequilla. Llevó huevos y suero de leche de la nevera al mostrador y partió los huevos sobre el más pequeño de los cuencos. Al arrojar las cáscaras al fregadero, pensó en Martin. Él no habría desechado las cáscaras tan deprisa. Habría pasado el dedo índice por el interior para aprovechar los últimos grumos de clara. Ella le había visto hacerlo cuando preparaba huevos revueltos los domingos por la mañana.

De recién casados, Barbara había tirado un periódico leído ya dos veces y él lo había rescatado de la papelera. «Siempre son útiles», había dicho Martin.

Pero nunca los usaba para nada. Cerraba el agua caliente mientras se enjabonaba las manos. Metía ladrillos en el depósito del retrete. La casa vieja de Algonquin Place estaba iluminada mayormente con bombillas de 40 vatios. Empleaba dos veces el carbón de la barbacoa. Si ella tiraba revistas Time atrasadas, ponía mala cara o la reñía. Martin recuperaba cajas de cerillas de los ceniceros de los restaurantes. Cuando regaba la hierba, procuraba que el agua que se escapaba por las juntas de la manguera cayese sobre los arbustos, no sobre hormigón, para que los arbustos echaran un traguito de agua.

Conservaba. Pero su conservadurismo era personal, por no decir perverso. Cuando, veinte años atrás, intentó impedir que sus obreros se sindicaran, la prensa local casi no podía creer que el padre de Barbara hubiera decidido representarle. En aquella época todos los operarios de Martin hacían huelga, y las huelgas empezaban a ser un asunto solidario. Normalmente el padre de Barbara no habría aceptado jamás un caso como aquél (una de sus especialidades eran las indemnizaciones laborales), pero no era fácil decir no a un patrón que se paseaba por sus oficinas en botas militares y pantalón de faena. La incompatibilidad de Martin con los sindicatos no era ideológica, sino personal. Ser la causa de tantos estragos parecía sorprenderle, y cuando ganó el pleito, con ayuda del padre de Barbara, le pareció lógico. Y cuando se presentó en la fiesta que los padres de Barbara daban con motivo del Cuatro de Julio, ella se fijó en él.

Barbara acababa de licenciarse y tenía una beca para estudiar Física en la Universidad de Washington. Sin embargo, antes de que transcurriera un año ya había renunciado a estudiar y se había casado con Martin. No necesitaba la ciencia para sentirse diferente, al menos teniendo al lado a Martin Probst. Le gustaba verle en los intermedios de un concierto charlando con sus antiguas amigas del Mary Institute. («¿Os habéis fijado en los trombones?», preguntaba. «A mí me encantan los trombones.») Le gustaba verle bailar el rock-and-roll con sus amigas de la facultad. En los bailes benéficos buscaba a ingenieros en prácticas y hablaba de vigas tubulares y de revestimientos y de pilotes de hormigón armado mientras por su lado pasaban beldades ataviadas de gasa y seda artificial. A ella le gustaba estar cerca de él.

Un domingo por la tarde apenas tres días después de la boda, Martin llevó a Barbara a ver el Arch, que todavía no estaba abierto al público. Abrió dos verjas, una puerta metálica, otra verja, otra puerta, y se detuvo frente a una caja reguladora de hierro galvanizado. Andaba pavoneándose de una forma que para Barbara era nueva, y lanzaba a la obra miradas desdeñosas. Empezó a tocar docenas de interruptores. Encima de sus cabezas, en un espacio triangular cada vez más pequeño, se fueron iluminando escaleras, cables, las vigas en T invertidas que apuntalaban a los muros las vías del tranvía interior. Martin no la miró. Podía haber sido un caballero sureño de antes de la guerra que perdiera su amabilidad al pasar revista a sus esclavos. Tirando con fuerza de un pasamanos, como si lo estuviera retando a desprenderse, Martin empezó a subir la escalera. Ella le siguió, odiándole en parte. Olía a grasa fría, a soldadura fría, a hormigón sediento. Los delgados peldaños de hierro producían un eco prolongado, zumbante. Cuando la escalera la acercó a las paredes, Barbara pasó la mano por el duro acero al carbono, por tiras de hormigón fraguado, por números de código grabados a mano, y pudo ver un lustre azul metálico entre las rebabas. La escalera torcía bruscamente hacia el otro lado de las vías, y viceversa, adaptándose a tremendas alteraciones de la vertical.

—¿Tú me recoges si me caigo?

—No te caigas —respondió él, lacónico. Era una orden, pero ella se alegró de obedecer.

Formas diagonales —las durmientes y armaduras para las vías, los vientos y puntales para la escalera— se repetían en un nivel y luego daban paso, elemento a elemento, a formas más apretadas y retorcidas. Mirando hacia abajo (involuntariamente) Barbara pudo ver algunos de los tramos que habían subido, pero en absoluto todos. Zigzagueaban como el rastro de una rectilinearidad enloquecida por la lógica catenaria. Los colores eran primitivos: naranja el anticorrosivo, azul cielo los cableados, rojas y amarillas las tuercas, verdes los tubos aisladores. Más arriba, a medida que el grado de la curva aumentaba, Barbara ascendió por largas escaleras de caracol conectadas, de arriba abajo, mediante angostas pasarelas provistas de varas endebles a modo de pasamanos. Podría haber caído si hubiera dejado de pensar. Siguió a Martin. El metal lo dominaba todo, su origen de fundición manifiesto en el recinto metálico y cerrado, en el frío literal: pudo ver el sometimiento del acero a la forma. Atornillado, se enganchaba a sí mismo en un abrazo mortal, indefinidamente. Cartabones de ensamble como brazos de cortesanos congelados sostenían las riostras, y las riostras sostenían las pasarelas, y las pasarelas a Martin. Antes, su poder había sido el reflejo de una reputación; ahora, más de cerca, desde una mayor lejanía (la verdad siempre nos sorprende), Barbara le amó con locura.

Apareció la luz del día, azul. Entraron en la sala de observación. Y después de que ella contemplara la vista al este y el oeste, después de que seleccionara un coche que pasaba frente a los antiguos tribunales, una ranchera de color rojo, y siguiera su avance a través de las desiertas calles del centro, lo viera asomar y esconderse entre los edificios, y creyera divisarlo en Olive Street para salir después a Grand Avenue; después de que ella saltara sobre el suelo para confirmar su solidez; después de que se sentara en el antepecho de la ventana, de espaldas al sol y con los muslos en el metal caliente, después de que se quitara los zapatos y Martin se hubiera situado entre sus piernas y la hubiera besado: después de que ella protestara que la gente podía verlos y él le hubiera asegurado que no, él le desabrochó los tejanos y se los bajó. Luego le hizo el amor en el suelo. Había salientes y entrantes curvos en las planchas de acero. Él la aplastó y la movió de acá para allá mientras ella pugnaba por incorporarse. Sus hombros, en espasmos, se resistían a tocar el suelo. ¿Conocía a aquel hombre? Estaba casi extática. Lo mejor de todo fue que él no sonrió ni una sola vez.

—Mickey McFarland, autor de Tú y solamente tú. Doctor, es un placer haberle tenido hoy aquí, estoy seguro de que tendrá usted una agenda muy apretada…

—Oh, bueno, esta emisora siempre ha tenido un lugar especial en mi corazón.

—Muy agradecidos por su presencia. Les habla Jack Strom. De tres a cuatro de la tarde tendremos al doctor Ernest Quitschak, sismólogo, que nos hablará de tres de los mayores terremotos en la historia de América y del próximo terremoto, que podría tener lugar en cualquier momento, sí, aquí mismo en Missouri. KSLX-Radio, Saint Louis, son las… tres de la tarde.

Bong.

Barbara introdujo las tres fuentes en la parte superior del horno, puso el reloj en marcha y se sentó en una silla. Estaba agotada. Le zumbaban los oídos. Mohnwirbel se había ido a alguna parte, dejando el rastrillo en la hierba, con los dientes hacia abajo.

En Nueva Delhi, el primer ministro indio Rajiv Gandhi ha sido uno más de los cientos de miles de…

Al conocer el lunes la noticia de la muerte de la señora Gandhi, Barbara había pensado inmediatamente en Jammu. Era evidente que el perentorio hechizo de la jefa de policía estaba inspirado en el de la señora Gandhi, y Barbara había esperado que el asesinato la dejaría traspuesta. Pero cuando Jammu apareció en las noticias de KSLX-TV para comentar las ramificaciones del atentado, habló con su pose habitual. «Es asombroso que haya sobrevivido tanto tiempo. Enemigos no le faltaban.» La sonrisa fría que dedicó al entrevistador había molestado a Barbara.

—No puedes juzgarla por esto —dijo Martin—. A saber lo que piensa en privado.

En efecto, nadie podía saberlo. Barbara concedía incluso la posibilidad de que Martin, en privado, ahora que estaba empezando a echar canas, tuviera miedo de la muerte. Pero no lo sabría nunca. El principio rector de la personalidad de su marido, la suma de su existencia interior, era el deseo de que le dejaran tranquilo. Si todos aquellos años había buscado la atención, la novedad incluso, y si todavía le seducía todo eso, entonces era porque captar la atención le hacía aparecer diferente, y la soledad empieza por la diferencia.

Se acordó de la fiesta que habían dado en su casa de Algonquin Place la noche de las elecciones, la noche en que perdió Humphrey. Los Animáis berreando en la sala de estar, los estudiantes bailando en el vestíbulo. Barbara estaba arriba con Luisa. Al pie de la escalera había visto a Martin hablando con el joven cuñado de Biz DeMann, Andrew, un rollizo estudiante de Derecho que usaba blazer y gafas de concha.

—Harvard —estaba diciendo Martin—… Harvard. Yo pensaba que era un restaurante.

El joven DeMann:

—Es imposible que no hayas oído hablar de Harvard.

—Mira, Andrew —Martin le rodeó los hombros con el brazo y lo atrajo hacia sí—. Hay una cosa que siempre me ha intrigado. Quizá puedas ayudarme. ¿Qué significa eso de alma máter?

—Exactamente no lo sé. Algo como Nuestra Madre.

Martin frunció el entrecejo:

—¿La madre de quién? —se hacía el tonto, uno de sus números.

—Metafóricamente. Como decir: Harvard es mi alma máter.

—Ya. Es tu Nuestra Madre.

—Sí. Por qué no —Andrew sonrió indulgente.

—¿Por qué no? —Martin le agarró del cuello de la camisa y lo lanzó contra la puerta principal—. ¡Porque significa «madre nutriente», gilipollas!

Barbara se puso blanca y se llevó a Martin al comedor.

—Martin, Martin, Martin…

—Le he preguntado dónde había cursado sus estudios —le dijo él en susurros cáusticos—. Estaba seguro de que había ido a Harvard, sólo pretendía ser educado. Y va y me dice: «Oh, pues a una escuela pequeña, cerca de Boston» —se zafó de Barbara—. Deja que le machaque los sesos.

—Es un invitado, Martin.

Consiguió llevárselo al patio de atrás y hacer que se sentara. Vio que no estaba borracho en absoluto.

—Toda esa gente —dijo Martin—. Toda esa gente, tan preocupada por los pobres. No tienen la menor idea de lo que es ser pobre… Todos esos estudiantes. Me hacen sentir incómodo. Lo encuentro tan… tan mezquino. ¿Cómo se justifican, vamos a ver? Toda esa gente. En su puñetera vida han tenido que trabajar en algo que no les gustara.

Toda esa gente era la gente de Barbara, sus amistades.

Si ella dejaba de intentarlo, no volverían a verlos más.

Y lo dejó. Cesaron las fiestas. Ella se quedaba en casa, tuvo una sinusitis. Los hombres llegaban a la luna, y ella allí sentada, descansando en la cocina, deseando recuperar el gusto. Fue la peor infección de toda su vida. En la ducha lamía el jabón que resbalaba sobre sus labios y lo encontraba dulce, como uno de esos venenos agradables. La cocina era un laboratorio químico. La carne de ternera calentada se volvía gris, la de pollo blanca. El pan tenía una baja resistencia a la tracción. Podía extraerse líquido de una naranja, era volumen dentro de un vaso, eran 150 mililitros.

La infección se prolongó todo febrero y hasta marzo, pero la primavera no fue más que un cambio de luz, un humedecerse el frío. Visitó a un médico, que le dijo que sólo eran virus, que necesitaba dormir mucho y dejar que todo siguiera su curso. Finalmente ya podía respirar bien, pero seguía privada de gusto. Empezó a fumar otra vez. El humo le sabía helado y casi masticable, y el dolor que sentía en la garganta —privada de otra sensibilidad— tenía un algo de eléctrico, como una fuga de corriente. ¿Era posible que la gente saboreara lo que hablaba? Sí, era posible. Las palabras habitaban el cerebro como cabezas de martillo, cayendo acá y allá sobre sus rígidas orejas. Martin la culpaba. «¿Pero qué te pasa?» Vete al cuerno, estoy resfriada. «Deberías tratar de dormir.» Vete al cuerno. Un filete se podía doblar. Un rábano, no. Cada mañana lamía la pastilla de jabón, sin perder la esperanza, y entonces, en abril, algo cambió y Barbara se dio cuenta de que el armario olía a antipolilla. Tal como ella lo recordaba. Pero ahora, cada sabor que volvía a descubrir iba acompañado de un sentido de propiedad privada. Sabores y olores no eran ya como abastos comunitarios de los que cada cual cogía su parte según sus necesidades. Los sentía como cosa propia. Estaba leyendo a Sartre, y fue como el impacto de una tonelada de ladrillos. Se sentía desbordante. Ella tenía entrañas, y en aquel entonces no eran lugares solitarios. Martin daría una versión muy diferente de aquellos años. La de ella era muy simple; había empezado a vivir por sí misma, no por los dos. Había comprendido que tenía una hija.

—¿Y en qué se diferencia de la falla de San Andrés?

—San Andrés se encuentra al borde de la placa continental; las placas, claro está, son las partes rígidas de la corteza terrestre que forman los continentes y el lecho de los océanos…

El horno estaba calentando la cocina, pero Barbara no olía la tarta sino sólo el calor de sus senos nasales. Los platos parecían ser creación del fregadero, que los pasaba al mostrador, extraños platillos, cucharas de madera. En diciembre iban a venir otra vez los de la revista House (incluido un periodista llamado John Nissing a quien ella sólo conocía por teléfono) para fotografiar el interior de la casa. Deberían haber venido hoy, pensó, y registrar la casa tal como es, a Barbara en su silla, presa de la confusión y mirándose las muñecas espolvoreadas de harina. En su sueño de la víspera era Luisa la que tenía aquellas manos, esos anillos, estas arrugas.

Cuando Mara, la hija pequeña de Audrey, tenía la edad de Luisa ya se había escapado de casa tres veces. La habían expulsado del Mary Institute y había sido arrestada por hurto y posesión de drogas. Los familiares preocupados, a saber Barbara y el padre de ella, convinieron en que el hogar de los Ripley no estaba haciendo mucho bien (por decirlo suavemente) a Mara, y Barbara hizo caso omiso de las objeciones de Martin y se brindó a acoger a la chica hasta que se calmara un poco o se sacara el graduado. Para desconcierto de Barbara, Mara siempre la había admirado, como si fuera el tipo de persona adulta que ella podía soportar. La chica aceptó la invitación, Barbara trató de mostrarse comprensiva y ser una buena madrastra, restañar ciertas heridas. Pero al cabo de dos meses, un domingo de marzo, volviendo con Martin de un almuerzo se encontraron a Luisa, que entonces tenía diez años, sentada en la cocina con cara de enfado. Su discurso fue realmente tortuoso.

—A veces —dijo— pienso en las habitaciones que nunca utilizamos, ¿no?

Le sabía mal que hubiera sitios no utilizados. Todas las cosas que había dentro, ¿no? Como en el sótano. O en el tercer piso, ¿no? Qué curioso que ella nunca subiera, ¿no? ¿Mamá subía alguna vez al tercer piso? Había por allí una máquina de coser a pedal, ¿no?, y montones de cosas de papá, y hasta un sofá viejo o algo así, ¿no?

Barbara le peló una manzana y envió a Martin a la tercera planta de la casa, donde Mara (en teoría había salido «por ahí») y un chico de su edad se estaban vistiendo a toda prisa. Martin dijo que Mara tenía que irse, y Barbara lo aceptó. La escarmentó descubrir que sólo le preocupaba Luisa y nadie más, que un simple rasguño en la psique de su hija era mucho más importante que un boquete enorme en la de Mara. ¿Sabía Luisa que las maletas que había en el vestíbulo eran consecuencia directa de su velado testimonio? ¿Había asociado Luisa practicar el sexo y que te echaran de casa? ¿Sabía que lo hacían por su bien? Barbara sintió nacer en su interior un tipo especial de desconfianza: ¿cuánto le estamos ocultando?, ¿mucho o sólo un poco? Deseó haber nacido con una mente menos capaz de percibir tan claramente la matemática del crecimiento de Luisa, o con un cuerpo que le hubiera permitido tener más de una hija, cualquier cosa que la aliviara de la terrible especificidad de su conciencia. Ojalá no hubiera importado tanto en qué se convertiría Luisa, qué sería de ella, cómo acontecería, merced a qué defectos y qué virtudes de Barbara. Ojalá hubiera sido como Audrey, a quien las cosas le sucedían misteriosamente. O como Martin, a quien no parecía importarle.

Oyó pasos en el piso de arriba. Libros cayendo al suelo. Luisa había entrado en casa y había subido directamente a su cuarto.

*

Pasaron tres semanas. Era la víspera del día de Acción de Gracias y en el instituto reinaba la confusión. Después de la quinta hora las masas de animadores, los organizadores y los combatientes, se adueñaron de los pasillos. Llevaban prendas naranjas y negras, lanzaban serpentinas naranjas y negras, pegaban papelitos naranjas y negros a las losetas del techo. Era el Martes de la Juerga, la víspera del encuentro entre los Statesmen y los Pioneers de Kirkwood. A las tres tendría lugar la Manifestación, y a las ocho la Hoguera, cuando quinientos fieles se congregarían en Moss Field para presenciar la quema, en efigie, de Kirk E. Wood. Este pionero auténtico ardería entre contoneos de danza macabra, mientras el humo y los vítores llevaban el espíritu académico a dolorosas alturas para el día siguiente. Que era el Día del Pavo. El día siguiente era mañana.

El señor Sonnenfeld cerró la puerta. Contempló a sus alumnos con aquellos ojillos suyos. Adelantó el labio inferior y sopló hacia los finos cabellos de su frente.

—Faltan cuarenta y cinco minutos —dijo—. Se alegrarán cuando todo haya acabado.

La clase no le miró. Oyeron sus palabras con callado hastío, como un humillante dictamen sobre ellos. Sí, señor, como usted diga. La luz de los fluorescentes empañaba sus cansados cabellos, sus cansados pantalones vaqueros, sus cansadas bolsas. Formaban un grupo tan gris como las frías nubes del exterior. Iban a clase porque Sonnenfeld no suspendía a nadie que acudiera regularmente a su aula. El chico que estaba junto a Luisa en la fila de atrás estaba tan hundido en su asiento que las rodillas le topaban con la parte inferior de la mesa. Se llamaba Archie. Era negro. Estaba dibujando en su mesa con un lápiz, convirtiendo un puntito gris en otro punto más grande.

Luisa se frotó la nariz con el dorso de la mano. Cuando lo hacía notaba el olor de Duane. Lavarse disfrazaba ese olor, pero no por mucho tiempo. Duane le salía de dentro. Cada vez más, su ahumado olor humano se le alojaba en las fosas nasales; incluso en el cerebro.

Su madre le había dicho:

—¿Por qué siempre haces eso?

—¿El qué? —Luisa había bajado la mano, metiéndosela entre las piernas. Sabía que la gente desarrollaba a veces costumbres repugnantes.

—Olerte así la mano.

—Yo no huelo nada.

El señor Sonnenfeld se humedeció la yema de los dedos y recorrió el aula distribuyendo fotocopias de poemas.

—He seleccionado cuatro poemas para introduciros a la obra de William Carlos Williams —dijo.

Luisa cogió sus papeles pero se cuidó mucho de mostrar por ellos un interés inmediato. Sólo estaba allí porque el curso encajaba en el alocado horario de este cuatrimestre. Se sentía desplazada. Una fila más adelante, en la esquina, una chica llamada Janice Jones la estaba observando. Janice llevaba tejanos holgados sin cinturón, cazadora de motorista y una camisa india con bordados cuyos cuatro botones superiores estaban desabrochados. Tenía unos ojos muy pequeños, de mirada pétrea. Su nombre aparecía en taquillas y paredes de todo el instituto. JANIS JONES LA MAMA BIEN. JJ = CHUPADAS. Miraba a Luisa todos los días sin motivo aparente; no había malicia cuando sus miradas se encontraban, tampoco sonrisa, ni siquiera contacto.

—… Creo que cuando lean estos poemas encontrarán muchas similitudes con la obra de Ezra Pound y los otros imaginistas que ya hemos estudiado —el cuello de la chaqueta de Sonnenfeld se hundió en su papada al inclinarse sobre dos mesas vacías para pasarle las fotocopias a Janice Jones. Casi perdió el equilibrio. Archie arrugó la nariz. Parecía haberlo notado sin levantar la vista.

—Bien, en primer lugar, ¿alguien ha leído algo de Williams? —Sonnenfeld retrocedió hasta el estrado. Se tiró de las perneras del pantalón para evitar dobleces.

Los alumnos examinaron las hojas. Ninguno dijo nada. Era la única clase en que Luisa no conocía apenas a nadie. Sus compañeros sí habrían dicho algo.

—¿Sabe alguien qué hacía Williams para ganarse la vida?

—Es un maricón —murmuró Archie.

—¿Archie…?

Sin dejar de dibujar, Archie se limitó a sonreír. Sonnenfeld y él venían teniendo dificultades desde el inicio del cuatrimestre hacía dos semanas, y hoy no estaba el horno para bollos. Archie solía estar muy callado en clase. No así en los pasillos, donde todos los chavales negros perdían su timidez. A Luisa le daban miedo. No les caía simpática, y tenía la sensación de que nunca llegaría a relajarse como para manifestar neutralidad, para darles al menos un indicio de que no le caían necesariamente mal.

Sonnenfeld se puso las manos en las caderas y adoptó un tono decepcionado.

—William Carlos Williams era médico. Vivió toda su vida en Paterson (Nueva Jersey). Como veremos, es corriente que los poetas norteamericanos tengan otros oficios. Muchos han sido maestros. Wallace Stevens, posiblemente nuestro mejor poeta de este siglo, un poeta difícil, trabajaba en una compañía de seguros. Cuando murió era el vicepresidente. Sylvia Plath, de la que a buen seguro habrán oído hablar, era madre de familia y ama de casa.

Luisa notó un vago aleteo de culpa en el estómago. El libro de Wallace Stevens que su madre le había regalado.

—¿Archie?

Archie negó pacientemente con la cabeza. Luisa le miró los dedos, largos y angulosos. Pensó en las manos de Duane. Ella lo llevaba escrito en la palma de su mano izquierda, en bolígrafo negro. Lo había hecho en clase de cálculo, medio dormida. La noche anterior apenas había pegado ojo. Por tercera vez en un mes se había escapado para estar con Duane. Había pasado a la pérgola desde la ventana de su cuarto, y de la pérgola se había descolgado —un crujir de rodillas, un temblor de pies— hasta el patio delantero, aprovechando los peldaños que formaban los ángulos de la fachada. Fue asombrosamente fácil, como tener delante una caja registradora abierta y nadie alrededor. Sus padres nunca iban al cuarto de ella después de las once. El último autobús a U-City pasaba por Lockwood Avenue a las 12.05. Podía ver a Duane todas las noches que quisiera, y ella prefería por la noche, porque podía verse a sí misma medio reflejada en la ventanilla del autobús mirando su propia cara y ajena a las farolas y los neones que flotaban a través de ella. Duane la esperaba en la parada del autobús, la bufanda bajo el mentón, una greña entre las cejas. Duane meneaba la cabeza. No acababa de creérselo cuando la veía en el autobús.

—… Amy Lowell y Ezra Pound, que influyeron profundamente en la poesía de Williams.

—Toma, toma y toma —dijo Archie, dando zarpazos en el aire a un bicho imaginario.

—¿Decía usted, Archie? —Sonnenfeld empezaba a enfadarse. El tono de su voz había subido.

Janice Jones estaba durmiendo.

Luisa miró las fotocopias que tenía sobre la mesa. THE RED WHEELBARROW. So much depends upon a red wheelbarrow glazed with water beside the white chickens[3]. Era bastante fácil. Le gustaban los poemas cortos. Continuó con el siguiente y, viendo que era igual de fácil, siguió adelante. No se detuvo hasta que percibió una pregunta sin responder flotando en el aire. Sonnenfeld les había preguntado algo. Repasó rápidamente los instantes anteriores en su memoria y oyó, de lejos: «¿Qué era el imaginismo?».

Sin levantar la mano, dijo en voz alta:

—Verso libre, imágenes fuertes que estimulan directamente los sentimientos.

—¿Qué es lo que ha dicho?

Alzó los ojos, sobresaltada. Sonnenfeld había bajado del estrado. No le hablaba a ella. Se dirigía a Archie. Ni siquiera había oído la respuesta de Luisa. Archie estaba agrandando el punto gris, sonreía.

—¿Qué ha dicho?

—Maricón —dijo Archie.

—No le oigo.

Luisa se clavó las uñas en la palma de la mano y fijó la vista en su mesa, como estaban haciendo todos. Trató de reprimir el rubor que le calentaba las mejillas. Pero qué idiota era. Los pasillos habían quedado momentáneamente en silencio. Sonnenfeld avanzaba por entre las mesas. Luisa oyó el lápiz de Archie, rascando sin prisa. Luego un forcejeo, el raspar de unas patas metálicas sobre el linóleo, el clic de un lápiz. Levantó brevemente la vista. Sonnenfeld había agarrado a Archie del cuello de la camisa y se lo llevaba hacia la puerta. Lo sacó a empujones y salió detrás de él. Toda la clase oyó las voces en el pasillo:

—¿Qué me ha llamado?

Hubo un murmullo de Archie.

—¿Qué?

—Maricón.

—¿Qué, negro de mierda?

—Maricón.

—¡Negro de mierda!

¡MARICÓN!

¡NEGRO DE MIERDA!

Silencio. A la fuerza. Sonnenfeld estaba arrastrando a Archie hacia el despacho del subdirector. Notando todavía que alguien estaba pendiente de ella, Luisa apoyó la mejilla en la mesa y cerró los ojos. Afuera, un desfile de animadores se aproximaba a los marciales sones de «Old Wisconsin». El trompetista tuvo que comerse unas notas para no perder a los cantantes. Al pasar el grupo frente a la puerta, Luisa oyó pisadas. Parte de la clase estaba saliendo del aula. Oyó raspar una cerilla y levantó la cabeza. Janice Jones estaba encendiendo un cigarrillo.

Se supone que Luisa tenía que ir por la noche a la Hoguera y luego quedarse a dormir en casa de Stacy. En realidad iba a cenar con Duane y a pasar la noche con él. En las tres semanas anteriores había habido un amplio repertorio de suposiciones. El día de su cumpleaños había sido bastante complicado. Stacy había llamado incluso a la madre de Luisa para que le sugiriese un desayuno y unos regalos especiales. Stacy tenía una madre como la de Duane, el tipo de progenitor normal que trabajaba ocho horas diarias y que creía que había habido una fiesta en su casa aunque no había habido ninguna. Luisa no tenía mucho miedo de que la pillaran pero sí de que un día de aquéllos, fruto del cansancio, olvidara de qué parte de la ventana estaba e hiciera alguna tontería en su casa, como besar a su madre a la francesa o llamar «monada» a su padre. Se sentía inquieta por dentro. ¿Por qué la gente que se gusta no se está besando todo el día? ¿Por qué tiene que mentir la gente? Ella se sentía más honesta y actuaba con menos honestidad. Una combinación peligrosa, como gasolina y vino, como fiebre y escalofríos. No se le había pasado aún el catarro, parecía una cosa permanente, tenía la sensación de que las cosas que antes importaban habían dejado de importar. Podía hacer lo que le diera la gana. Podía decir: «Dame un cigarrillo».

Janice Jones la miró sorprendida.

—Son mentolados.

Luisa se encogió de hombros. Cuando el fósforo prendió, ella inhaló con cuidado para no toser. Para su consuelo el humo era suave, como un hálito de bolas de naftalina. Janice recogió sus poemas y los metió en su bolsa de cualquier manera. Miró a Luisa.

—Adiós —dijo. Jamás había tenido un gesto tan amable.

—Nos vemos —dijo Luisa.

El acto de fumar la hizo sentirse casi tan enrollada como Janice. Por desgracia los dos únicos alumnos que quedaban en el aula eran Alice Bunyan, que se pasaba la clase dibujando caballos, y Jenny Brown, que tenía grandes ojos tristones y ceceaba, llevaba peto y nunca sabía nada. Ninguna de las dos quería a Luisa. Cerró los ojos. Notó una pequeña brisa, un impacto como de plumas en el abdomen; la ceniza que había caído. Abrió los ojos.

Sonnenfeld.

Estaba apoyado con ambas manos en la mesa de la fila de delante. Estaba mirando a Luisa.

—¿Puedo preguntar qué está haciendo?

Ella no dijo nada. Tiró el cigarrillo y lo aplastó con el tacón del zapato. Sonnenfeld le dejó un papelito verde encima de la mesa. Fumar en clase.

—Qué pena —dijo—. Esperaba más de usted.

Luisa recogió sus libros y se echó la bolsa al hombro. Su cuerpo parecía no creer que estaba saliendo del aula. El subdirector podía expulsarla tres días por fumar, y, salvo eso, era prácticamente seguro que llamaría a sus padres. Se detuvo en la puerta y miró hacia el pasillo. Había naranjas partidas en el suelo, e ilustraciones sobre papel de color en las puertas de las taquillas pertenecientes a los miembros del equipo de fútbol. El club de animadores había dibujado caricaturas de cada uno de ellos, añadiendo un eslogan. 65 WILLY FISHER, «DOCTOR MALA LECHE». Las taquillas parecían tumbas. Luisa se volvió, indecisa.

Sonnenfeld estaba sentado a su mesa con un libro en la mano. Se lamió un dedo, pasó página y dirigió la palabra a los dos alumnos que todavía le quedaban:

So much… depends.

—Deje esos espacios en blanco, White.

—Vale. ¿Qué ponemos? ¿Gateway Arch? —los dedos de RC pasearon por las teclas. Gateway Arch—. ¿Dirección?

—Olvídese de la dirección.

—Un tiro en la pata, ¿no?

—Muy gracioso. Pata sur, cara este, alcanzado por fuego automático.

fuego automático.

—¿Arma? —dijo RC.

—Rifle automático de gran potencia y balas de acero.

balas de acero.

—Objeto del ataque: desconocido. Característica: impactos formando el dibujo de las letras O y W. Resto de esa columna en blanco.

letras O y W.

—Eh, yo conozco a los sospechosos —dijo RC.

—Cierre el pico, White. Estoy dictando, ¿entiende? Nombre desconocido, sexo varón, estatura entre metro setenta y cinco y metro ochenta y cinco, todo lo demás desconocido.

Desconocido. Desconocido. Desconocido.

—Escriba al pie. Tres dieciséis a.m., noviembre etcétera, Donald R. Colfax de Gateway Security Systems, 1360 DeBaliviere, teléfono tres tres seis, uno uno siete uno; informó de haber oído disparos cerca del lado meridional del Arch. Punto y aparte. Tres dieciocho a.m., agentes Dominick Luzzi y Robert Driscoll (dos zetas antes de la i, White) enviados por radio a la escena del crimen. Punto y aparte. Tres veinte a.m., Colfax declara que al oír los disparos se dirige rápidamente hacia allí desde su puesto en el vestíbulo subterráneo del Arch.

Rápidamente —dijo RC—, ¿para ir al encuentro de una ametralladora?

—Al llegar al lugar de los hechos, avistó…

subterráneo del Arch.

—… al arriba mencionado sospechoso huyendo entre los árboles hacia el sur del Arch. Colfax declaró que el sospechoso llevaba…

—¡Luzzi, teléfono! —ladró McClintoch, el sargento de servicio.

—Descanse un poco, White. Valore las circunstancias. Mi mujer está embarazada de diez meses. Relájese, tómese un respiro.

Eso hizo RC. Miró en el interior de la bolsa que Annie le había preparado. Ensalada de huevo sobre pan de centeno, brownies y una manzana. Estaba hambriento, pero quería comer tarde porque de seis a ocho tenía clase de Procedimientos Legales en la academia. Mañana libraba. Mañana era Acción de Gracias. En la comisaría el ambiente era un poco frenético, se vivía ya la fiesta.

El hombre de la mesa de al lado se afanaba ceñudo con la máquina. RC, que había transcrito millones de palabras estando en el ejército, era un consumado mecanógrafo. En el ejército había aprendido también el funcionamiento de una ametralladora. «Apunte, no dispare al tuntún. Elija un blanco, cinco tiros, otro blanco, cinco tiros más. Así se hace.» Pero las ametralladoras no eran instrumentos de precisión; harían falta unos brazos muy fuertes para escribir algo con una, aunque fueran las iniciales de tu grupo terrorista. Si tuviera que enfrentarse a un duelo al amanecer, RC elegiría por arma una máquina de escribir. Rat-a-tat, rat-a-tat. El alfabeto a diez pasos de distancia.

Volvió a echar un vistazo a su almuerzo. Diez minutos más, se dijo a sí mismo, hurgando en el roto que tenía el cojín de plástico de su silla. En la pared verde, dos mesas a su derecha, había una foto ampliada a 30 x 40 de la jefa Jammu con el sargento Luzzi, tomada en agosto en la entrada de la comisaría. RC sólo había hablado con la jefa aquella única vez cuando la explosión, antes de ingresar en el cuerpo, y en persona la había vuelto a ver una sola vez, cuando Jammu dio una charla a los novatos al término de su primera semana. RC no recordaba nada de lo que había dicho, pero el discurso fue bueno. Y no tenía la menor queja de cómo le habían tratado, exceptuando cierta altanería por parte de los agentes blancos más jóvenes. Formaban un gran equipo, en aquel Departamento, y era mucho más electrizante que la fábrica de hielo, mucho menos estúpido que el ejército. Cuando al ingresar en el cuerpo le habían hecho una prueba con armas, que había superado, le dijeron que dejara de ir al campo de tiro y le asignaron más horas de trabajo de oficina. En total hacía treinta horas a la semana, la idea era de la jefa. Entre esto y las clases, estaba muy ocupado. Pero en febrero se graduaría y las cosas serían un poco más llevaderas.

Luzzi continuaba de palique por teléfono. Por lo visto, su mujer no paría ni a la de tres. Luzzi habría tardado casi una hora (aparte del tiempo que pasara al teléfono) para mecanografiar un informe que RC podía completar en diez minutos. Que él supiera, RC era el número cuatro en mecanografía de todo el primer distrito. Había oído comentar a los agentes: «¿Te corre prisa? Llévaselo a White, si le aguantas las insolencias».

El único que le chinchaba de verdad era Clarence. «Te juro —le decía— que nunca pensé que lamentaría tu ascenso. Pero el hielo vence al fuego. Me disgusta ver que bailas al son que ellos tocan». Ellos quería decir la jefa Jammu. Últimamente Clarence no daba pie con bola. Estaba enemistado con el concejal Struthers, y su negocio se resentía. No demasiado (en esta ciudad siempre había algo que demoler), pero sí un poco. RC no conseguía hacerle ver que todo aquello no tenía nada que ver con la jefa.

—¿Lo ha repasado, White?

Luzzi acababa de regresar, y RC volvió a la máquina.

—Colfax —leyó— afirma que el sospechoso llevaba…

—Un arma —dijo Luzzi—. Un arma.

—Vaya sorpresa —soltó RC, y esperó a que le mandaran cerrar la boca.

En la sede central de su empresa en South St. Louis, Probst vio entrar en su despacho y tomar asiento a Bob Montgomery y Cal Markham, sus dos vicepresidentes. Estaba allí para hablar de la estrategia a tomar respecto a Westhaven.

—En un día como éste —dijo Cal— la cosa cambia. Se diría que va a nevar.

El cielo estaba casi negro, una paloma extendió sus alas y desaceleró, como un periódico abriéndose en el aire. Siempre se las veía volar alrededor de la comisaría, en la acera de enfrente.

—No está nevando en Ballwin, ¿verdad?

—No —dijo Cal.

Bob le cortó con la mirada.

—Ráfagas —dijo.

—¿Cómo nos hemos metido en este lío? —preguntó Probst.

—No sabíamos que la cosa era tan grande. Bueno, lo sabíamos y no lo sabíamos.

—Ni qué lejos estaba —añadió Bob—. Esos últimos cinco kilómetros.

—Os diré lo que pasa. Lo que pasa es que no creíamos que nos saldría este contrato.

—Pensemos un poco —dijo Probst.

—Yo hace un mes que pienso —dijo Cal.

—Pensemos.

El problema era el hormigón: cómo mezclar y transportar a Westhaven 23.000 metros cúbicos de hormigón en el plazo de cuatro semanas. Para Navidad o Año Nuevo la nieve y el hielo impedirían verter más hormigón en los cimientos, y sin cimientos la obra no podía continuar. Pero había que continuar. El contrato estipulaba tener unidades modelo listas para el mes de abril, todo el complejo para octubre siguiente. Y Cal estaba en lo cierto. Ya lo sabían, pero no lo sabían. Sabían que era una enorme cantidad de terreno, sabían que estaba perdido en el campo (y los últimos cinco kilómetros eran de locura), sabían que el tiempo se les echaría encima, pero ninguno de esos factores parecía prohibitivo. Habían apostado alto, hinchando todas las cifras salvo las relativas a los plazos. Habían ganado el concurso, y ahora estaban en apuros. La solución obvia…

—Perdone la interrupción, señor Probst —dijo Carmen, su secretaria, por el interfono—, pero su esposa está al teléfono.

La solución obvia era subcontratar. Pero Probst odiaba hacerlo, detestaba gastar el dinero, odiaba ceder el menor control sobre la calidad de la obra, detestaba poner en peligro su reputación de hacer las cosas bien. Había, además, un problema de fondos. El urbanizador, Harvey Ardmore, no iba a pagar el segundo veinticinco por ciento del contrato hasta que los cimientos estuvieran puestos, y se sabía que Ardmore nunca aceptaba una renegociación. Probst no quería pagar a un subcontratista de su propio bolsillo. Y, lo que era peor, sería difícil encontrar a alguien dispuesto a enfrentarse a los sindicatos. Sólo Probst podía hacerlo impunemente, y ni siquiera él, en realidad, porque la otra solución al problema del hormigón era contratar turnos extra durante un mes y hacer él mismo el trabajo. Necesitaría conductores. Los conductores eran sindicalistas. Aunque accedieran a trabajar para él…

—Lo siento, señor Probst —insistió Carmen por el interfono—, pero dice que…

Probst agarró el teléfono.

—¿Es algo urgente? —dijo.

—No del todo —respondió Barbara—. Pero…

—Te llamaré yo más tarde. Perdona —y colgó. Barbara sabía muy bien que Martin odiaba que le interrumpieran cuando estaba pensando, y precisamente esta mañana le había dicho lo tenso que estaba…

Los camioneros. Si realmente accedían a trabajar para él —nunca antes había tenido que pedirlo, y ellos seguramente declinarían sólo para fastidiarle— no le iban a poner las cosas nada fáciles. Podían exigir su derecho a sondear de nuevo a los trabajadores de Probst. En cualquier caso, seguro que se lo tomaban con mucha calma. Si Probst no hacía una subcontratación, la única manera aceptable de no perder el trabajo sería utilizar todo el personal con que contaba en aquellos momentos, emplear las ocho semanas que costaría terminar el trabajo y arriesgarse a que el mal tiempo se lo pusiera muy duro. Cal, el temerario, estuvo de acuerdo con esto. Bob prefería subcontratar. En ambos casos sacrificaban algo, ya fuera la reputación, ya la seguridad. El problema radicaba en el concepto mismo de Westhaven, en la grandeza de la idea. Era un proyecto demasiado ambicioso, demasiado lejos de la civilización, y en una zona donde el mercado era demasiado implacable. Harvey Ardmore estipulaba unos plazos (no se le podía culpar, no hacía otra cosa que pensar en la competencia y en los acreedores) que Probst no podía cumplir sin comprometerse.

—¿Has sondeado a los camioneros, Bob?

—Sí.

—¿Y?

Bob sonrió.

—Antes trabajarían para el diablo.

Desde los árboles casi negros de Swon Avenue los copos de nieve se arremolinaban como diminutos enamorados, juntándose y separándose, cayendo, derritiéndose. Luisa tiritó respirando a placer en el frío del exterior. Había ido directamente del aula de Sonnenfeld al despacho del subdirector, pero al llegar allí vio que el subdirector había salido ya para supervisar la Manifestación. La secretaria la envió a su tutor, y el tutor aceptó sus disculpas ridiculamente sinceras y le dijo: «Por esta vez, pase». Luisa se sintió rescatada; le habían dado un trato especial; todo iba bien.

Se detuvo en la zona conocida como Santuario de la Fauna y se puso a buscar pájaros sin excesivo interés. Divisó un cardenal hembra y un pájaro carpintero, pero casi todo eran cuervos y estorninos. Desde que había conocido a Duane, no había salido una sola vez a observar pájaros en serio.

Vio pasar una ráfaga de copos. Aquel pequeño parque había sido el destino de muchos de los paseos que daba con su padre cuando ella era pequeña. Recordó que siempre le sorprendía cuando él le cogía la mano y le preguntaba: «¿Quieres ir a dar un paseo conmigo?». Claro, pensaba ella, pero nunca vamos a dar paseos. Aparentemente, sí los daban. Pero había en ellos algo de falso. Su padre parecía tener en mente a una hija distinta.

Tomó por Jefferson Avenue. Con Duane se había mostrado crítica hacia sus padres. Tenía que darle razones sobre por qué él no podía llamarla a casa o conocer a sus viejos, y no había ninguna que fuera obvia. Así, hablaba de cómo los había tratado su padre a ella y a Alan, su fingido respeto. Al objeto de burlarse de ella, su padre había actuado como si ella y Alan hubieran de casarse. A todo le daba un aire ridículo. Como si no soportara la idea de que Luisa olvidara que sus amigos no eran tan importantes como él, que nadie salvo él había construido algo como el Arch.

Su madre era todo lo contrario. Desde el principio se había sentido obligada a encontrar a Alan más interesante incluso de lo que lo encontraba la propia Luisa. Qué guapo y divertido y simpático era Alan, ¿verdad? Y de lo más inteligente, ¿no? Luisa se sentía incómoda. Su madre estaba sola.

Notando que le dolía la garganta atravesó Rock Hill Road, tan desierta que los copos salpicaban la calzada de forma uniforme, sin que los neumáticos alteraran su disposición. Las razones que inventaba para tener a Duane para ella sola no parecían lo bastante buenas para justificar que saliera por la ventana de su cuarto y dejara de dormir tantas horas. El quid de la cuestión era que no había tenido ganas de compartir a Duane con nadie. Pero ahora dudaba. Quizá cuando llegara a casa permitiría que su madre supiera alguna cosa de él. No decirle que se habían acostado, sólo que había visto a Duane un par de veces en casa de Stacy y que le gustaba mucho. El dolor desapareció de su garganta. En cambio, se puso muy nerviosa. No estaba segura de tener el valor suficiente para decirle nada a su madre en cuanto pusiera el pie en casa.

Un triángulo de cielo azul se había abierto en las nubes negras. El señor Mohnwirbel estaba cavando en el margen de ladrillo que bordeaba el sendero de la parte delantera de la casa.

—¡Hola, señor Mohnwirbel!

El jardinero levantó la cabeza.

—Hola —dijo con su bronca voz alemana.

—¿Va a ir mañana al partido? —preguntó ella.

Mohnwirbel negó con la cabeza.

—¿Va a cenar pavo? —dijo ella, más alto que antes.

Mohnwirbel negó con la cabeza.

—¿Se tomará el día libre?

—Tengo vacaciones.

—¿Va a hacer vacaciones? Qué bien. ¿Adónde irá?

—A Illinois.

—Oh —Luisa se balanceó sobre los pies—. Seguro que se lo pasará muy bien.

Él asintió con la cabeza y levantó otro ladrillo.

Los nervios le tenían atenazado el estómago. Rodeó la casa hasta la puerta de atrás, aunando fuerzas, y entró a toda prisa.

La cocina estaba a oscuras y olía. Su madre había estado fumando. Olía a tarde en la escuela primaria, cuando ella fumaba un cigarrillo tras otro. Estaba sentada a la mesa y tenía mala cara, descolorida y macilenta. No era un buen momento para decirle nada.

—Hola —dijo Luisa.

Su madre le dedicó una mirada siniestra y sacudió un poco de ceniza que había en la mesa. ¿Acaso el tutor le habría contado lo del cigarrillo en clase?

—¿Qué te pasa? —dijo Luisa.

Su madre la volvió a mirar.

—No sé a qué te refieres.

—¿Cómo? —quizá no era por eso. Quizá… La sangre se le fue a los pies.

Su madre miró hacia el fregadero.

—Iba a recoger el pavo en Straub’s —dijo, hablando a una persona inexistente—. Estaba haciendo cola para pagar. La mujer que estaba delante de mí me miraba. Me sonó un poco. Tú eres Barbara Probst, ¿verdad?, me dijo. Y yo, En efecto. Luego dijo, Creo que nuestras hijas son buenas amigas. Y yo…

Basta. Luisa fue hacia el pasillo y se encerró en el cuarto de baño. Al verse en el espejo se sorprendió oliéndose la mano. Giró en redondo.

—¡Luisa! —la voz de su madre sonó muy áspera—. ¿Pero qué clase de treta es ésta?

—Necesito ir al baño —creyó que el tono ahuyentaría a su madre. No tenía sentido ponerse a discutir. Todo lo que dijera la humillaría.

Se subió los pantalones y tiró de la cadena. A cubierto del ruido del agua, retiró los jarrones que su madre ponía en el alféizar y separó los visillos. Volvía a nevar. Desde el baño a oscuras el cielo parecía claro e ilimitado.

El inodoro calló.

—Luisa, esta vez no pienso ser comprensiva. Lo siento, porque, para empezar, no lo entiendo, y por otra parte, no creo que tú quieras que lo entienda. Pero si aspiras a que te trate como una adulta será mejor que salgas y empieces a actuar como tal. ¿Qué estás haciendo ahí dentro?

Luisa apenas la oyó. Era patético que le diera la paliza de aquella manera. Quería estar con Duane. Se alegró de haber mentido. Lamentaba que la hubieran pillado al fin.

—Imagina cómo me siento —estaba diciendo su madre—. Yo allí en la cola, tratando de sonreír y aguantando el tipo mientras esa mujer, que ni siquiera sé cómo se llama, me está diciendo…

Tiró de la cadena por segunda vez, para hacer ruido, y descorrió el pestillo. Por suerte la ventana no se atascó. Levantó el montante. La taza del váter gorgoteó al vaciarse. Luisa apoyó un pie en las baldosas del alféizar, se coló por la ventana y saltó a los tejos que había fuera. Su madre le seguía hablando.