Detrás del primer tee del campo de golf de Forest Park, de dieciocho hoyos, el starter salió de su cabaña y cantó dos nombres.
—Davis y White.
RC White y su cuñado Clarence Davis se levantaron de un banco y recogieron sus tarjetas.
—Twosome —dijo el starter con aire de reconvención. Fijó la vista en su hombro izquierdo. Le faltaba el brazo de ese lado.
—Jugamos despacio —aseveró RC—. Somos muy pacientes.
—Ajá. Esperen a que los chicos de allá arriba vuelvan a tirar.
—Muchas gracias —dijo Clarence.
Detrás de ellos cinco o seis grupos esperaban a que el tee estuviera libre. Era sábado, el aire humeaba ya aunque el sol no iba a salvar los árboles hasta media hora más tarde. RC abrió una lata de Hammaker, cató el contenido y remetió la lata bajo la correa de su bolsa de palos. Retiró la funda del driver y procedió a hacer un vigoroso precalentamiento.
—Ten cuidado —dijo Clarence, sacudiéndose rocío y hierba del brazo. Llevaba puestos unos chinos negros, una camisa sport de color beige y zapatos de golf blancos con lengüetas. RC iba en vaqueros, deportivas y camiseta. Oteó la calle, de cuyas diversas esquinas los blancos y jóvenes jugadores de un foursome se observaban mutuamente. El primer green flotaba distante e incierto en la distancia de par cuatro, como un retazo de niebla que los jóvenes estuvieran tratando de cazar al acecho.
Clarence meneaba las caderas como un golfista profesional. Era el hermano mayor de la mujer de RC. Dos años atrás le había regalado a RC su viejo juego de palos por Navidad. Ahora RC tenía que jugar con él todos los sábados.
—Adelante, golpea tú —dijo RC.
Clarence apuntó a la pelota y levantó su driver por encima de la cabeza con estudiada parsimonia. Todo según el manual, pensó RC. Clarence era así. Cuando estuvo arriba del todo, descargó el golpe de una vez. El palo silbó. Clarence machacó la pelota y luego asintió con la cabeza, aceptando el golpe como un cumplido personal.
RC colocó tee y pelota, y sin ensayar golpeó con fuerza. Se tambaleó un poco, miró al cielo y dijo:
—Mierda.
—Ha ido muy alto —dijo Clarence—. Tienes mucha elevación, eso desde luego.
—Le he dado por debajo. Eso es lo que pasa.
La bola aterrizó a unos sesenta metros del tee, tan cerca que pudieron oír el impacto amortiguado. Metieron sus drivers en la bolsa y caminaron hacia el hoyo. Resultó que Clarence había pillado un búnker. Bueno con sus hierros, RC llegó al green en tres golpes. Tuvieron que apartar hojas de plátano del camino para tirar al hoyo. RC tenía ya los pies empapados. Cuando empleó el put, su bola se resistió con el siseo de un rodillo húmedo, arrojando gotitas de agua a cada lado.
En el siguiente hoyo adelantaron a los chicos que les precedían e hicieron sendos bogies. Como en el tercer hoyo estaba jugando otro grupo, decidieron sentarse en un banco. El hoyo, un par tres, requería salvar un arroyo y una empinada colina. El foursome lanzaba pelota tras pelota a la buena de Dios. Clarence encendió un cigarrillo y los estuvo observando con una muy elocuente inhibición de la sonrisa. Tenía una mirada lánguida y afable, la piel color de cáscara de nuez, las cejas y las patillas salpicadas de gris. RC admiraba a Clarence —una manera de decir que eran diferentes, un modo de perdonar esa diferencia—. Clarence regentaba un negocio de demolición y tenía muchos contratos. Cantaba en un coro baptista, pertenecía a la Liga Urbana, organizaba fiestas populares. El hermano de su mujer era Ronald Struthers, un concejal que algún día sería alcalde; el parentesco no afectaba negativamente al negocio de Clarence. Su hijo mayor, Stanly, era uno de los mejores zagueros del instituto. Su mujer, Kate, era la mujer más guapa que RC conocía, más que su propia esposa Annie (la hermana pequeña de Clarence) aunque no tan sexy. Annie tenía sólo veintiséis años. En los tres que RC llevaba casado, Clarence había estado «haciendo esfuerzos» por él. A veces, como cuando le había regalado sus palos de golf, su amistad parecía premeditada, demasiado consciente de que RC había perdido a su único hermano de sangre en Vietnam. Pero Annie le decía a RC que no se hiciera ilusiones, porque Kate habría vetado unos palos nuevos si Clarence hubiera tenido aún los antiguos.
—¿Sabes lo de Bryant Hooper? —Clarence daba serenas chupadas a su cigarro puro.
—¿Qué le pasa?
—Le pegaron un tiro en la cabeza —dijo Clarence—. El jueves por la mañana.
—Santo Dios —Hooper era inspector de policía, brigada de estupefacientes—. ¿Muerto?
—No, saldrá de ésta. Perdió un carrillo y varios dientes, la herida era muy fea, pero podría haber sido peor. Ayer noche pasé por el hospital.
—¿Cómo ocurrió?
—Bah, lo de siempre. Un camello armado de pistola. Bueno, ex camello.
—¿Y eso?
—Lo liquidaron —Clarence cerró los ojos—. Y había siete más en el edificio. Más al norte de Columbus Square. Un ex garito.
—¿Sí?
—El propietario solicitó una redada, y cuando hirieron a Hooper, sus compañeros dispararon gases lacrimógenos. Se produjo un incendio que pilló a todos por sorpresa —Clarence miró a RC—. ¿Te preguntas a qué viene todo esto?
RC se encogió de hombros.
—Resulta que el propietario del edificio era Ronald Struthers.
—¿Tenía seguro?
—Por supuesto. Le ha salido perfecto. Algo a cambio de nada.
—Yo diría que fue un accidente —apuntó RC, terminándose la cerveza.
—Claro. Fue un accidente. Pero formaba parte de un plan, estoy seguro.
Los que estaban en el tee hicieron señas a Clarence, que dejó el puro encima del banco, cogió su hierro 7 y les dio las gracias. Tras calentar un poco consiguió efectuar un golpe perfecto hasta el green.
La imagen del afable concejal Ronald Struthers vestido con un temo desbarató la concentración de RC. Cerrando los ojos al abatir el hierro, ejecutó un drive perfecto. Pero la bola salvó el obstáculo y fue dando botes pendiente arriba. Clarence hizo un birdie. RC falló el primer put por un kilómetro. También falló el segundo. Y el tercero. Clarence estaba allí con la banderola sujeta contra el pecho, y una expresión tan triste y abstraída como si hubiera estado viendo a un hombre ahogar cachorros. Los otros jugadores empezaron a carraspear. RC se sintió muy violento. El sol le daba en los ojos, y la cerveza mañanera le hacía sentir los brazos como si fueran larguísimos. Falló el cuarto put. Una vez en el lado malo del par, metido ya en terreno fangoso, empezó a apresurarse, a sofocarse, y cada vez le importaba menos. Clarence, cuando le salía algo mal, se aplicaba más. RC decía simplemente: aquí me planto.
Su pelota continuaba a medio metro del hoyo cuando Clarence dijo:
—Te regalo un golpe.
RC propinó un puntapié a su bola. Había al menos ocho golfistas alrededor del cuarto tee. Clarence se llevó a RC hasta unos árboles.
—Pero hombre —le dijo—. Estás cerrando los ojos.
RC cerró los ojos:
—Ya lo sé.
—La cabeza gacha, la vista en la pelota. Es el método clásico.
—Lo sé —RC escupió—. Sólo tengo que aplicarme un poco. Espera y verás —con un tee, retiró de los surcos de su driver la pulpa de hierba endurecida que se había acumulado. Un driver debía estar siempre limpio de hierba.
—La cabeza baja. Así te ahorras veinte intentos.
—¿Qué hay de Struthers? —preguntó RC.
Clarence volvió a encender su cigarro y lo inspeccionó con gesto profesional. Sus patillas relucían de diminutas gotas de sudor.
—Ronald está muy cambiado —dijo.
—Ése no cambiará nunca.
—Te equivocas —dijo Clarence—. Ahora depende de nuestra nueva jefa de policía.
—¿De dónde has sacado eso?
—De su forma de hablar y de comportarse. Parece un robot, RC. Ronald es un hombre vacío por dentro. Tiene dinero de alguna parte. Su pequeño despacho ya es historia. Ha alquilado toda una planta en el edificio que hay cerca de los adventistas. Desde primeros de octubre ha empleado a nueve personas más, y no se lo esconde a nadie. Y yo le dije: «Hombre, Ronald, ¿qué pasa, te ha tocado la lotería?». Y él se puso muy tieso y me dijo: «Comisiones, Clarence, no creas que estoy infringiendo la ley».
RC asintió con la cabeza.
—Sí —dijo Clarence—. Como si yo le estuviera acusando de algo. Bueno, no pasa nada. Tengo la piel bastante dura. Pero luego le hice la típica pregunta educada, ya sabes: ¿Quién compra qué propiedad? ¿Vale? Y el tipo me miró de mala manera —Clarence, haciendo una demostración, entornó los ojos como un malo de película—. Y va y me dice, «Ciertas personas». Como si yo fuera de Hacienda, y no un miembro de la familia. Entonces le digo, «Bueno, Ronald, ya nos veremos», pero él va y me dice, «Espera un poco» (y éste no es el Ronald Struthers que está intentando salvar el Homer Phillips Hospital), y añade: «El mes que viene van a demoler cantidad de edificios». Y yo: «¿Ah, sí?». Y él: «Sí». Y yo: «¿Quiénes?». Y él: «Gente a la que no le gustan las preguntas». Y yo: «Pues a mí no me gusta trabajar para tipos así». Y él: «Te acabarán gustando antes de que termine el año».
—Mándalo al carajo.
Clarence cerró los ojos y se humedeció los labios.
—Me lo estoy pensando, hermano, me lo estoy pensando. Tengo cuatro hijos. Ah, no me has preguntado por Jammu.
—Jammu —RC ya estaba harto del asunto. Quería hacer otro intento de meter la bola en el hoyo.
—Exacto. Jammu. Esa redada del jueves en la que Hooper salió herido; no habrían hecho nada igual con Bill O’Connell al mando. Era demasiado peligroso, y ¿qué sentido tenía? Ahora están peinando el vecindario casa por casa, echando a los yonquis y los vagabundos, y hasta a algunas familias, y los dejan en la calle. Están vallando toda la zona. La semana pasada por poco me cargo a dos familias que había detrás de una cerca de tres metros. ¡De tres metros! Y no me hizo falta ser un genio para ver que es ahí donde los nuevos clientes de Ronald están comprando terrenos. Lo mismo pasa en esos viejos bloques que hay al este de Rumbold. Jammu está luchando palmo a palmo, y alguien, no sé quién, está comprando los solares a medida que ella avanza. Podría jurar que Ronald está metido en todo esto. Y alguien más, un tal Cleon.
Cleon, pensó RC, no podía ser otro que el cínico de Cleon Toussaint, un cacique de los barrios bajos, viejo enemigo de Ronald Struthers. Se paseaba en una silla de ruedas pero nadie le tenía lástima.
—¿Quién lo dice? —preguntó RC, agarrando el driver.
—El juez municipal. El señor Toussaint es ahora propietario nada menos que de dos kilómetros de fachada al sur de Easton que no eran suyas hace cuatro semanas. Un barrio entero, RC. Hasta ha comprado el vertedero de Easton. Y todo eso desde primeros de octubre, y le importa un pimiento que la gente se entere.
—¿De dónde habrá sacado el dinero?
—Esperaba que me lo preguntaras. Nadie sabe de dónde lo ha sacado, yo tampoco. Pero lo que sí sé es cómo se gana la vida su hermano.
RC se estremeció pese al sudor. John Toussaint, hermano del odioso Cleon, era el jefe del séptimo distrito policial, sólo que ya no lo era; Jammu lo había ascendido al distrito centro en octubre.
—Y no te cuento cómo habla Ronald de esa Jammu. Es casi como si hablara de un Dios…
La cabeza de un golfista asomó detrás de los arbustos.
—¿Queréis adelantarnos?
Clarence volvió la cabeza, estupefacto:
—Oh, muchas gracias —y en susurros le dijo a RC—: Hablaremos después.
El otro grupo estaba guardando impaciente los palos en sus bolsas, lamentando tal vez su ofrecimiento. Clarence colocó el tee, se escupió en las manos, hurgó un poco en la tierra y lanzó un globo sobre Art Hill, el primer golpe de aquel par cinco. El estanque que había al pie de la loma estaba tan quieto como una gelatina. Unas hojas, inmóviles, lo salpicaban aquí y allá. En lo alto de la colina el primer sol ocupaba la sillería del museo. Con la cabeza gacha y la vista fija en la pelota, RC dio el primer golpe limpio de la mañana. Su pelota botó cerca de la de Clarence y ascendió por la siguiente loma.
—Consérvala —le aconsejó Clarence.
Después de que Clarence metiera su segundo golpe entre unos álamos cerca del estanque, RC lanzó la bola sobre la segunda loma de un golpe seco y la perdió de vista. Se dirigió hacia la cresta esperando, contra todo pronóstico, ver su pelota en las cercanías de la banderola. Lo que vio fue una multitud de hojas de plátano. Cubrían el green y la zona de aproximación; lustrosas y blancuzcas, todas ellas parecían bolas de golf.
Empezó a registrar el green. El tercer lanzamiento de Clarence pasó por encima de su cabeza y se estrelló en el tronco de un plátano, rebotando favorablemente.
—La has perdido, ¿eh? —Clarence estaba alegre mientras cruzaba el green; las cabezas de sus palos entrechocaban dentro de la bolsa—. ¿Has visto la mía?
RC caminó en círculos, pateando hojas y cada vez más mareado; el green empezó a inclinarse. Miró hacia el cielo y vio las imágenes negativas de un trillón de hojas. Finalmente hubo de poner una pelota nueva en el búnker, aceptar la penalización y jugar a partir de allí.
Clarence falló su chip, pero consiguió escaparse en un bogey. Cuando levantó la banderola para recuperar la pelota, se quedó petrificado.
—Oye, RC —dijo, dirigiéndose a algo que había en el hoyo—. Dime la verdad. ¿Qué bola estás jugando?
RC lo pensó:
—Una Wilson, de las buenas.
—La has metido en dos —Clarence seguía doblado sobre el hoyo—. Doble eagle. Qué suerte tienes, cabrón.
*
Seis meses después de terminar el instituto, RC había sido quintado y enviado a Fort Leonard Wood, donde los sargentos le enseñaron todo lo que necesitaba saber para convertirse en buena carne de cañón de insurgentes de ojos achinados. Pero cuando el resto de su unidad estaba desembarcando, el alto mando le había trasladado al personal de enfermería, ahorrándole así un largo viaje de vuelta. Agradecido, y siendo por naturaleza un hombre que no se metía con nadie, RC volvió a alistarse dos veces. Su experiencia bélica consistió únicamente en hacer de mecanógrafo. Pero de regreso a St. Louis tuvo grandes dificultades para adaptarse. Se supone que el ejército convierte a los chicos en hombres, pero a menudo convertía a los hombres en niños pequeños, porque, a diferencia de un monasterio, una universidad o una organización lucrativa, el ejército carecía de ética. Cuando cesaba la presión, te volvías un gandul; era automático. RC no solía beber, pero cuando lo hacía se emborrachaba. La palabra «coño» estaba en boca de todos. RC se reía por nada, vomitaba y dormía siempre que le era posible. Un panorama desolador. En St. Louis sus antiguos amigos se alejaban de él. Los nuevos en potencia se mostraban escépticos. Le preguntaban cómo se llamaba y él se encogía de hombros y decía, «Richard, me parece». ¿Te lo parece? Probaron con Ricky, Rick, Rich, Richie, Dickie, Dick, Blanco y Tío Blanco. Probaron Ice, porque estaba trabajando en la fábrica de hielo de North Grand. No tenía un pelo de tonto; sólo era indeciso. Finalmente se decidió por RC, abreviatura de Richard Craig, sus dos primeros nombres. En la fábrica de hielo llegó a jefe de taller. Cuando tenía treinta años conoció a una joven conductora de carretillas elevadoras, Annie Davis. Cuatro años después Annie y él tenían un bonito apartamento y un hijo de tres años, y luego, en julio, justo el mes que uno menos esperaba, Cold Ice quebró. Clarence le brindó un puesto de trabajo a RC, que éste rechazó con la misma presteza con que se lo habían ofrecido; Clarence habría tenido que despedir a alguien que no tenía ninguna culpa para dejarle el puesto a él, o bien habría tenido que pagar a RC de los beneficios, por caridad.
Así, hacía ya tres meses que RC trabajaba como encargado en el aparcamiento de las oficinas que KSLX-TV y KSLX-Radio tenían en el centro de la ciudad. Era un empleo de chiste, pero no estaba mal para salir del paso, y no estaba exento de ciertos exasperantes desafíos. KSLX había ampliado su pantilla en casi una tercera parte durante la última década sin añadir espacio a su estacionamiento. RC tenía que hacer juegos de manos con los vehículos, y hacerlo rápido, sobre todo durante las dos horas punta. Cuando aparcabas coches de cuatro en fondo, sacar uno de la fila de atrás era como hacer uno de esos rompecabezas que consistían en ordenar los ocho cuadraditos entre nueve pequeños espacios en diversos órdenes, pero con una importante salvedad: los coches no podían moverse lateralmente como sí podían hacer los cuadraditos. Tenías que saber exactamente quién necesitaba exactamente qué coche y exactamente a qué hora. Y tenías que ser flexible. En agosto, el señor Hutchinson, director general de la emisora y el hombre más importante de la cadena en todo el Medio Oeste, había pedido su Lincoln cuatro horas después de haber dicho que se iba a Nueva York en avión para estar allí tres días, y RC sacó el Lincoln en menos de (lo comprobó) cincuenta segundos metiendo tres verdaderos yates de cuatro puertas en espacios que en otro momento habría creído demasiado angostos para un camión.
Pero el lunes siguiente, después de haber humillado a Clarence con aquel doble eagle, la mañana del día siguiente a Halloween, un pez gordo le pidió lo imposible. Este personaje, un extranjero de piel oscura, había jurado y vuelto a jurar que no necesitaría su Skylark hasta las dos de la tarde; tenía asuntos pendientes con la cúpula administrativa de la emisora. De modo que RC lo había puesto en uno de los espacios para estancias prolongadas de la parte delantera, dejando que Cliff Quinlan aparcara su Alfa Romeo delante del Skylark. Quinlan, el periodista más brillante de la emisora, había mencionado una cita a las diez y se había llevado las llaves consigo. A RC no le importó, ya que de las diez a las dos de la tarde mediaban cuatro horas.
A las nueve y media apareció el personaje y requirió su coche. Reprimiendo un primer impulso, que fue gritar, RC le rogó paciencia durante media hora.
—¡Ni hablar! —el personaje señaló su Skylark como quien le señala un palo a un perro—. Sáqueme el coche inmediatamente.
RC se frotó los pelos cortos de su nuca. Siendo de cejas grandes, largas orejas y complicada nariz, le parecía adecuado llevar el pelo muy corto.
—Hay un problema —dijo— que no puedo resolver.
La mañana era plomiza en St. Louis. Gente que pasaba por Olive Street había aflojado el paso para inspeccionar el Skylark de marras. El personaje esperó a que pasaran de largo, luego se enderezó la corbata, una de color plateado con un nudo que era una auténtica patata, y dijo:
—Sepa que yo soy de All-India Radio. Estoy en visita de cortesía, y cortesía es lo que espero de ustedes —la palma de una mano apareció horizontalmente cerca de RC: encima había un billete de cincuenta dólares.
—No me ha entendido bien, hombre. No se trata de economía, sino de física.
La palma no fluctuó ni se movió de sitio.
—Bien —rezongó RC, aceptando el billete—. No estoy diciendo que vaya a ser fácil —pasó como pudo junto al Alfa Romeo de Quinlan y montó en el Skylark, frotándose las manos. ¡Cincuenta pavos! Aquel tipo no debía de saber a cómo estaba el cambio. RC se concentró. Si conseguía hacer mover aquella maravilla adelante y atrás y desplazarlo medio metro a la izquierda, podría acelerar y subir las ruedas al tope, frenar de golpe y hacer marcha atrás por la acera hasta donde esperaba el personaje.
Arrancó, giró bruscamente las ruedas hacia la izquierda y avanzó hasta tocar el pretil metálico. Tranquilo, tranquilo. Giró el volante totalmente a la derecha (la columna de dirección gimió en señal de protesta), y retrocedió a un milímetro del Alfa Romeo, antes de girar de nuevo el volante y repetir el proceso. Hizo esto seis veces, atrás y adelante. Ahora venía lo peor. Tenía que dar gas y, empleando el freno, saltar el tope de hormigón y parar inmediatamente. Y lo que estaba en juego era el guardabarro de Quinlan, no el parachoques. RC retrocedió a pequeñas sacudidas, dos dedos más, un dedo. Estaba muy cerca del guardabarro, pero retrocedió una pizca más. Entonces oyó el golpe.
El impacto fue catastrófico.
El suelo tembló, el coche tembló, el edificio repiqueteó en su cráneo. Retrocedió presa del pánico antes de pisar el freno. Una dolorosa sordera empezaba a menguar. Oyó chocar grandes fragmentos de cristal y metal contra los coches.
Al fondo del estacionamiento había un verdadero infierno de humo negro y llamas naranjas. RC abrió la puerta, arañándola con el tope, y corrió hacia el personaje. El personaje estaba tendido cuan largo era en el suelo, con las manos en la cabeza. Estaba justo encima de un charco de grasa. Las llamas crepitaban, algunas solamente visibles como un desvarío del aire. RC vio que el infierno no era otra cosa que el Lincoln del señor Hutchinson. Faltaban del mismo las dos terceras partes frontales. El Regal del señor Strom yacía sobre un costado. Los vehículos de alrededor habían perdido parabrisas y ventanillas.
Las sirenas se aproximaban ya. RC miró en derredor. Angustiado por la impotencia, empezó a dar saltos.
El personaje se movió. RC se puso de rodillas.
—¿Se encuentra bien?
El personaje asintió como pudo. Tenía los ojos muy abiertos.
—Dios, Dios, Dios —dijo RC—. ¿Qué ha pasado?
—Nada…
—¿Cómo que nada?
—Yo no he visto nada. Explotó y ya está.
—Jesús —RC se paró a pensar en la probable religión del hombre supino y añadió—: No se lo tome a mal.
El propio aire parecía haber generado interferencias de emisora de policía. Llegó un camión de bomberos. Los hombres empezaron a rociar el desastre de cualquier manera —como si regaran un césped gigante con gigantescas mangueras— antes incluso de apearse del vehículo. Un coche patrulla llegó de Olive Street y a punto estuvo de arrollar a RC y al personaje. El frenazo fue perentorio. Se abrieron puertas.
—¿Es usted el encargado?
RC levantó la vista. La persona que había hablado era Jammu.
—Yo aparco coches —dijo.
—¿Está herido este hombre?
—Que yo sepa, no.
RC siguió a Jammu con la mirada mientras ella se inclinaba sobre el personaje. Qué mujer tan menuda era. Más menuda de lo que parecía en las fotos. Llevaba puesta una trinchera gris claro. Llevaba el pelo suelto y recogido detrás de las orejas. Aunque él mismo era sólo un peso ligero, se la quedó mirando. Qué mujer tan pequeña.
El personaje consiguió ponerse de rodillas. La pechera del traje que llevaba lucía una enorme mancha de grasa.
Jammu se volvió a RC.
—¿De quién era ese coche?
—Del señor Hutchinson. Es el…
—Ya sé quién es. ¿Cómo ha ocurrido?
—No tengo ni idea.
—¿Cómo que no tiene ni idea?
RC se echó a sudar.
—Yo intentaba sacar el Skylark de este señor, que estaba, bueno, encajonado. Y momentos después…
Le contó todo lo que había visto. No había visto nada. Pero ella no le quitaba los ojos de encima. RC sintió como si le hicieran una radiografía. Cuando le dictó su nombre y dirección, ella le dio las gracias y, al partir, le rozó la muñeca con las yemas de los dedos. Jammu se acercó al coche accidentado, que estaba siendo acordonado por los policías. RC volvió a mirar impotente en derredor, sin saber qué hacer todavía. Advirtió que el personaje y el coche patrulla habían desaparecido.
Lo malo era que había abollado el guardabarro de Cliff Quinlan. Lo supo sin necesidad de ir a ver. Como empleo, la broma empezaba a estar trillada, y RC no tenía un pelo de tonto. En la Academia de policía estaban reclutando gente.
*
La una y cuarto de la tarde. Jammu estaba junto a la ventana de una habitación de la vigesimasegunda planta del hotel Clarion. Bostezó hacia las instalaciones del Peabody Coal & Continental Grain, en la otra orilla del Mississippi. En la orilla de acá, miembros de la convención tocados con canotiers de papel caminaban por los senderos en dirección al Gateway Arch. Jammu contempló el reflejo de su invitado en la ventana. Karam Bhandari estaba sentado en el extremo de la cama de matrimonio retirando el papel de la botella de Mumm’s que tenía entre las piernas. Bhandari era el abogado particular y a veces consejero espiritual de la madre de Jammu. Aunque provenía de una familia de jains, era un tipo carnívoro de párpados caídos, y su piel tenía facetas de saurio. A Jammu no le caía simpático, pero se sentía en la obligación de hacer que se lo pasara bien en St. Louis. Aquella mañana le había dejado detonar una bomba.
El corcho hizo pop. Bhandari fue a la ventana con dos burbujeantes copas de plástico. Se había cambiado la camisa manchada de grasa pero no la camiseta, y la grasa se filtraba hasta la tela de puntitos. Alzó su copa y enseñó unos dientes pequeños y afilados.
—Por tu empeño —dijo.
Jammu devolvió el brindis con las cejas y apuró su copa. Bhandari tenía un interés personal en ese empeño. Si ella estaba soñolienta (y lo estaba) era como resultado de la reunión que habían tenido la víspera en el despacho de Jammu. Bhandari era un especialista en silencios intratables y suspiros malhumorados. Maman le había enviado para que inspeccionara la marcha de sus inversiones, para que hablara con Jammu y con Asha Hammaker y, según sus propias palabras, «para hacerme una idea de la situación». Maman tenía todo el derecho a enviarlo, puesto que estaba invirtiendo catorce millones y medio en el mercado inmobiliario de St. Louis y gastando otros quinientos mil en sobornos. Pero Bhandari era el invitado de Jammu, precisamente la persona cuya actuación había venido él a confirmar o censurar. Lo cual creaba tensiones.
—Es casi imposible —había dicho Bhandari en un momento dado—. Necesitas un contable a jornada completa.
—Ya te lo he dicho. Tengo a Singh, tengo al…
—Entiendo. ¿Puedo preguntar por qué este…, por qué el señor Singh no se encuentra aquí?
—Balwan Singh, de Karam. Ya conoces a Balwan. Esta noche se encuentra en Illinois.
—Ah. Te refieres a ese Singh. No es de fiar, Essie. Seguro que hay alguien más…
—El contable y los abogados de Asha, pero por desgracia a ella no le pareció adecuado que te los presentara. Singh es muy competente. Y, al margen de lo que Maman haya podido decirte, es totalmente de fiar.
Bhandari había puesto cara larga, de asno aburrido.
—Seguro que hay alguien más —repitió.
Al volver ahora con la botella de Mumm’s, alargó el brazo para llenar de nuevo la copa de Jammu; sus cabezas quedaron muy cerca una de la otra. Hoy estaba de mejor humor, desde que ella le había dejado detonar la bomba. Jammu palmeó con gesto filial la mejilla de Bhandari.
—Gracias, Karam —bebió un poco—. ¿Tienes el transmisor?
Bhandari retrocedió un paso y buscó en el bolsillo de su chaqueta, extrajo el transmisor y lo dejó sobre el alféizar.
—Aquí lo tienes.
Una pausa. El cielo se oscureció un poco.
—¿El transmisor lo has hecho tú?
—Sólo el diseño.
—Y aún te queda tiempo para ser jefa de policía.
—Es un diseño antiguo —dijo Jammu sonriendo—. Muy clásico.
—¿Y el automóvil?
—Era de un tal Hutchinson, el director general de la emisora.
—Y tú intentas extorsionar a…, bueno, ¿debo entender que se trata de extorsión?
—No. No exigimos nada.
Un velo de lluvia apareció por el oeste, cubriendo el Arch.
—No exigís nada —dijo él.
—En efecto. Es estúpido.
—Pero quisiste que me asegurara de que no habría heridos.
—Todavía no estamos en esa fase. Sólo queremos asustarlos. En este caso, a Hutchinson. Pero llegaremos hasta donde haga falta.
—Confieso que no le veo el sentido.
La víspera, Bhandari no había visto el sentido a su estrategia con las propiedades del North Side. Era muy sencillo, le había dicho Jammu. Ya que ni siquiera Maman tenía dinero suficiente para organizar un pánico legítimo, los hombres de Asha estaban comprando pequeños solares por toda la zona, desde el río hasta el límite occidental, para crear la impresión de que grupos distintos actuaban con información privilegiada. Es más, compraban únicamente terrenos que eran propiedad de bancos locales. Esto dejaba el mayor número de terrenos en manos de los empresarios negros de la localidad —un detalle vital, políticamente hablando— mientras que los bancos tendían a creer que la suma de estas inversiones era mucho más grande que los catorce millones de dólares reales. Porque ¿quién podía sospechar que alguien tuviera un interés especial en comprar exclusivamente a los bancos?
Los dedos de Bhandari flotaron sobre las manchas del bolsillo de su camisa. El verdadero problema era su incapacidad innata para asimilar ideas que vinieran de una mujer; se escondía en un armario mental que parecía asfixiarlo en proporción directa al rato que Jammu hablaba. Ella decidió torturarlo un poco más.
—Formalismos —dijo—. Verás. La especulación inmobiliaria es un formalismo, Karam. Algo esencialmente ahistórico. Una vez empieza (una vez lo ponemos en marcha) funciona por sí sola y arrastra consigo la política y la economía. Lo mismo ocurre con el terror. Queremos a Hutchinson en el Estado. Queremos privar a su mundo de dos dimensiones, forzar una situación que supere todas las represiones que le hacen pensar de la manera que el mundo considera normal. ¿Me oyes, Karam? ¿Oyes lo que te estoy diciendo?
Bhandari le rellenó la copa.
—Bebe, bebe —dijo. Él mismo se llevó su copa a los labios, como si en lugar de sorber vertiera el líquido. Después, como una ocurrencia tardía, levantó la copa.
—Por tu empeño.
Jammu tendría que hablar con Maman. Estaba segura de que si Maman hubiera sabido cómo se comportaría Bhandari habría enviado a un espía más competente. O habría venido ella en persona. Jammu se subió un poco la manga del jersey. Eran las dos. El día tocaba a su fin. Inspiró hondo y, mientras soltaba el aire, Bhandari, que estaba detrás de ella, le pasó las manos por debajo de los brazos y las colocó sobre sus pechos. Ella se apartó de un salto.
Bhandari se enderezó, otra vez el abogado, el íntegro asesor de la familia.
—Supongo —dijo— que se habrán tomado las oportunas medidas de seguridad respecto de nuestros enlaces en la comunidad negra.
Jammu miró hacia el río con una sonrisa.
—Sí. Boyd y Toussaint no han sido ningún problema. Ya tenían mucho que ocultar. Pero Struthers, como te dije, nos ha salido caro. Era la opción más obvia: comisionista y además político, concejal muy popular, incluso tiene algo de cruzado. Pero al final conseguimos desenterrar un sucio secreto, una amante que conserva desde hace casi diez años. Era evidente que Struthers había acumulado numerosas violaciones en relación con conflictos de intereses a beneficio de la familia de esa mujer, que por lo demás vive bien. De modo que yo contaba con cierta ventaja cuando le abordé, la suficiente para sentirme protegida si él no estaba interesado en mi oferta. Y no lo estaba, hasta que hablamos de dinero. Por cierto, Maman aprobó personalmente los sobornos. No economizamos cuando es mi pescuezo el que está en juego.
Jammu notó en el cuello el aliento de Bhandari. Su cara estaba hurgándole el pelo, buscando piel. Ella giró en sus brazos y permitió que le besara la garganta. Por encima del pelo engominado de él vio la colcha «de lujo» de la habitación, su grabado «contemporáneo», el «elegante» techo enfoscado. Bhandari le desabrochó la blusa entre bufidos intermitentes. La obsesión, sexual era, con toda probabilidad, la mejor metáfora del Estado. Un absorbente mundo paralelo, un principio organizador clandestino. Los hombres movían montañas a cambio de unas cuantas contracciones musculares en la oscuridad.
Sonó el teléfono.
Bhandari no hizo el menor gesto brusco. No se había percatado de que sonara. Jammu detuvo la mano que forcejeaba con su sostén y se zafó. Un momento antes de descolgar el teléfono, lo pensó mejor.
—Contesta tú —dijo.
Él estiró cauteloso los músculos del cuello y se sentó en la cama.
—¿Diga? —escuchó—. ¡Pues claro!
Por el tono condescendiente, Jammu adivinó que era la princesa Asha. ¿Otro aplazamiento? Se abotonó la blusa y se arregló el pelo. En la oficina la estarían echando de menos.
—¿Un ataúd abierto, dices? —preguntó Bhandari disimulando la risa. Llevaba haciendo lo mismo veinticuatro horas. La noche anterior habían acabado hablando de JK Exports, el negocio textil de Maman y su principal conducto de dinero entre Bombay y Zúrich. Bhandari había comentado un incidente reciente. «La semana pasada unos sijs se metieron en uno de los almacenes de tu madre.» Había pronunciado la palabra «sijs» como quien habla de polillas.
Cubrió el auricular del teléfono y le dijo a Jammu:
—Asha no podrá venir hasta esta tarde. ¿Quedamos a alguna hora?
—Esta noche estoy ocupada. Dile que a partir de las doce. Pongamos a la una.
*
El director general de la KSLX, Jim Hutchinson, volvió aquella noche a casa con su mujer Bunny, que, casualmente, estaba en el centro cuando la bomba hizo explosión. Bunny le sirvió de consuelo. Cuando se presentó en la oficina de su marido, una hora después del estallido, no se puso nerviosa como un flan como le habría pasado a otra. Estaba sombría, casi furiosa. Arrugaba la nariz. Se paseaba de un lado al otro. No le dio un beso.
—Menos mal que no estabas dentro del coche —observó.
—Y que lo digas, Bunny.
Tras haber comprobado que su esposo estaba ileso, se marchó otra vez de compras y sólo volvió a las cinco y media para llevarle a casa. Él la dejó conducir. Recién metidos en el tráfico intenso de la Autopista 40, Bunny dijo:
—¿Saben quién lo ha hecho? —conectó el limpiaparabrisas. Llovía de un cielo prematuramente oscuro.
—No —dijo él.
—Menos mal que tenemos un cuerpo de policía en el que se puede confiar.
—¿Te refieres a Jammu?
Bunny se encogió de hombros.
—Jammu es una buena jefa —dijo él.
—¿Sí? —una franja de semáforos rojos, un río de lava, brillaba ante ellos. Bunny pisó el freno.
—Se le pondrán peros a su nacionalidad —dijo Hutchinson, recordando, mientras lo decía, que Jammu era norteamericana—, pero ha metido en esto a toda la brigada de bombas e incendios.
—¿No es lo que haría cualquiera?
—Pues no, mi querida esposa.
—¿Y qué han encontrado?
—Poca cosa. Alguien dio el soplo a la policía a las seis de esta mañana, pero no había mucho donde agarrarse.
—¿Mmm?
—¿Me escuchas o no?
—Alguien dio el soplo a la policía a las seis de la mañana pero…
—La policía no supo qué hacer con la información. Un tipo llamó y dijo: «Cuando ocurra, seremos nosotros». El de la centralita tuvo la suficiente presencia de ánimo para no colgar. Preguntó quién era el que llamaba, y el tipo dijo: «¡Ow!». El operador preguntó otra vez. El tipo dijo: «¡Ow!». Y eso fue todo.
—Pues vaya soplo…
—No será porque yo tenga enemigos. Les dije a los inspectores que tenía que tratarse de una cosa fortuita, salvo que…
—Salvo que en esa zona siempre hay montones de coches aparcados.
—Sí. ¿Por qué el nuestro?
Bunny se metió en el carril de la derecha, que parecía estar un poquito más despejado. Hutchinson siguió hablando:
—No hubo ningún testigo, y prácticamente no quedó nada de la bomba. Pero se imaginan cómo lo han hecho. El inspector con el que he hablado después de comer dijo que era un radiocassette de esos que llevan los chavales negros por la calle. Un caja bomba —ahora ella se meterá con los negros, pensó. No fue así. Continuó hablando—. Han encontrado restos de un radiocassette esparcidos por el aparcamiento. Parece ser que vaciaron el aparato y lo cargaron de explosivos, luego lo metieron debajo del coche y lo hicieron detonar desde lejos. Pero no era dinamita.
—¿Mmm?
—Era plástico. Lo cual es extraño. Eso no es propio de aficionados.
—Ah, ya. ¿Podrás hablar de ello en la emisora?
—Claro, es una noticia, ¿no? Podemos hacer lo que queramos.
—¿Cliff Quinlan, quizá?
—¿Y sacar a la luz los trapos sucios de Jammu? ¿Es ésa la idea?
—Es la primera vez que le ponen una bomba a un coche en St. Louis, no digo nada más.
Media hora más tarde salían de la Autopista 40 por Clayton Road. Seguía lloviendo. Gigantescas calabazas de plástico asomaban a las ventanas de las tiendas antiguas de Clayton.
Al llegar a casa la hija menor de los Hutchinson, Lee, estaba charlando en la cocina con Queenie, su sirvienta y cocinera. Dos calabazas del tamaño de un televisor esperaban ser masacradas junto a la puerta. Lee jugaba con una más pequeña y verrugosa de una cesta de objetos otoñales. Bunny y su marido se lavaron las manos y fueron a sentarse al comedor, pero la mesa no estaba puesta todavía. Por lo visto, Queenie no había terminado de darle cera. Había puesto la mesa en el cuarto del desayuno. Cortó el asado y regó cada plato con salsa bearnesa. Había calabacines humeantes y una ensalada de lechuga roja, cebolletas y palmitos.
Tras bendecir la mesa, cosa que hizo Lee, Hutchinson se lanzó a la carne y empezó a contarle a su hija lo de la bomba, aunque Lee ya había visto las noticias. Bunny miraba sus calabacines con aire desanimado. Fuera se oía un helicóptero. Tal vez era el traficóptero de la KSLX. Sonaba muy cerca, aunque podía ser que la lluvia o el viento trajeran el sonido del aparato.
—¿Qué estará pasando? —dijo Bunny.
Mientras Hutchinson se encogía de hombros, empezaron los disparos. Primero fueron las ventanas de la sala de estar. Temblaron casi silenciosamente bajo el chillido de las partes metálicas del helicóptero. Sonaron balas contra la puerta principal. Golpearon el metal y chirriaron.
Como si siguiera un guión, Hutchinson arrastró a Lee al suelo y se acurrucó con ella bajo la mesa. Bunny cayó de hinojos y se reunió con ellos. Estaba jadeando, pero dejó de hacerlo tan pronto vomitó. El chop suey que había comido en la cama con Cliff Quinlan quedó frente a ella en el suelo. Bunny cerró los ojos. Queenie chillaba en la despensa.
Las ventanas del comedor reventaron. Las balas se incrustaron en la pared. La vajilla de porcelana que había en el aparador de anticuario cayó al suelo con un ruido suave. El pino que había cerca de la puerta de la cocina saltó de su trípode. Hutchinson abrazó la cabeza de Lee.
Pocos segundos después de iniciado el ataque, el primer coche patrulla procedente de Ladue aparcaba frente a la casa. La calle estaba ya abarrotada de vecinos histéricos, los Fussel, los Miller, los Cox, los Randall, los Jaeger, y todos sus criados respectivos. Luces rojas hendían la oscuridad. Llegaron dos coches de bomberos, pero nada se quemaba. Una ambulancia dio un decepcionado giro de ciento ochenta grados y se alejó. No había ningún herido.
La policía encontró el patio de los Hutchinson salpicado de octavillas fotocopiadas en papel lustre. El jefe Andrews cogió una del suelo y leyó el texto, escrito con letra infantil:
Andrews encargó a dos agentes la tarea de recoger todos los papeles y les recordó que no dejaran huellas. Luego llamó por radio a la policía de St. Louis. Se enteró entonces de que la jefa Jammu iba ya de camino.
Residentes de otras seis comunidades dentro y alrededor de St. Louis —Rock Hill, Glendale, Webster Graves, Affton, Carondelet y Lemay— informaron de haber oído un helicóptero volando a baja altura minutos después del ataque. Se alertó a la patrulla de caminos de Illinois, pero ya era tarde. El helicóptero se había esfumado en la lluvia que seguía cayendo al este del río.
*
—El FBI no me preocupa especialmente. Tardaron años en cazar a aquellos portorriqueños en Chicago, y encima fue una chapuza. Esto es cosa de dos, Gopal y Suresh, no tienen identidad, sus acciones no siguen una pauta, y ya habían robado todas las existencias hace seis semanas. La única persona que ha pillado a Gopal con las manos en la masa soy yo. El FBI está fuera de su elemento. Lo estarían más si fuera algo como lo que yo hago en la ciudad, pero, aunque investiguen, que no lo harán, no creo que encuentren gran cosa, quizá unos transmisores. Pero no hay modo de seguir el destino de sus señales. Lo mismo con las emisoras, y sólo un profesional podría saber de qué se trata. Los profesionales no están buscando nada. A veces me dan ganas de clausurar toda la electrónica, pero los cables sirven más para impedir que nos descubran que para facilitar eso mismo. La gente que tenemos trabajando (Singh, Baxti, Sarada, Usha, Kamala, Devi, Savidri, Sohan, Kashi) necesita la información por su propia seguridad y para su trabajo. Buena idea, pero no te molestes.
»Si alguien descubre la pauta de las compras que Asha está haciendo en el North Side encontrará el nombre de Hammaker. El dinero es de Maman, pero los cheques son de Hammaker. En esta ciudad, eso es una pista falsa. Y yo caigo bien a los medios de comunicación. Lo mismo que a los fiscales, todos los jóvenes letrados del fiscal del distrito están buscando cabelleras que cortar. La tasa de arrestos va en aumento, y las condenas significan ascensos. Y, además, no hay motivo para sospechar de mí. Lo peor que la policía puede hacer es pegar y engañar. Nosotros no pegamos a nadie, no aceptamos sobornos, al menos en nuestras oficinas. ¿Mi madre chilla?
»Sí, el palmo va muy caro en el centro, la ciudad está apretujada y no puede anexionar más tierras, pero lo que más asusta a los ricos del condado es el crimen. Un miedo reforzado por el racismo. La división ciudad-condado es una forma de discriminación. ¡Ese codo! Lo sorprendente es que la ciudad desea tan poco la reunificación como el propio condado. Los negros tienen miedo de quedar en minoría en un gobierno de tipo regional, sobre todo cuando todavía no poseen el control de la ciudad. Es increíble, pero St. Louis nunca ha tenido un alcalde negro. Pero eso es sólo cuestión de tiempo, un par de elecciones más, y luego ya nadie conseguirá unir de nuevo la ciudad y el condado.
»Las industrias se han establecido en el condado, así que ¿para qué trasladarse? Oh, sí. La avaricia. Tenemos cintas donde se oye a consejeros delegados informar a sus amigos de que los terrenos urbanos se han convertido en una mercancía de primer orden. No lo hacen por cortesía. Los bancos tienen un interés personal en los precios del terreno, en la prosperidad de la ciudad. Ellos poseen el grueso de los títulos de renta. Por lo tanto, los bancos están de nuestra parte.
»Maman puede liquidar en abril por no menos de treinta millones. Nos quedaremos una cuarta parte en concepto de impuestos, pero ella seguirá teniendo el cincuenta por ciento. ¡Ese codo! Una ley denominada Missouri 353 permite a la ciudad ofrecer reducciones de impuestos a largo plazo a todo aquel que urbanice un área desertizada. Desertizada significa cualquier cosa; hace diez años declararon todo el centro zona desertizada, así que imagínate. Y nuestro nuevo plan de impuestos endulzará el trato. ¿Me estás escuchando?
»Naturalmente, un jefe de policía no debe meter las narices en la política fiscal de la ciudad. Pero yo ¿qué voy a saber? Soy nueva en la ciudad. ¡Y el castigo por mis actividades políticas es publicidad en los medios y popularidad personal! Más contradictorio, imposible. La razón de que pueda tomarme libertades en mi cargo es la misma razón por la que nadie me tiene miedo: soy una mujer, soy extranjera, soy insignificante. Sabes, el Kama Sutra prescribe retardar.
Bhandari se apartó. La sábana se le pegó a la espalda húmeda y le fue detrás, dejando al aire el hombro y el brazo derecho de ella. Jammu se dejó la mano entre las piernas. Por el momento volvía a ser la adolescente refractaria, a gusto con el autoerotismo. Miró al techo, donde la lámpara de noche arrojaba una sección cónica de luz perforada por extraños radios de sombra, proyecciones de los travesaños de la pantalla.
Agitándose en sueños, Bhandari le rozó el costado. Jammu tenía la desagradable certeza de que en casa de Maman, cuando le llamaban para que fuera, Bhandari hacía el amor de un modo locuaz y encantador.
Pero mañana Jammu volvería a ser libre, y las partículas de su pasado, inflamadas por Bhandari, se enfriarían a medida que ella regresara a la oscuridad, a su plan, a la distancia de St. Louis. Él no notó que se estremecía.
Asha llegaría a la una de la noche. Jammu consultó su reloj, la única prenda que llevaba encima. Eran las doce y veinte. Arrastró una mano por el suelo, encontró la ropa interior y descolgó las piernas de la cama.
Alguien estaba llamando a la puerta.
Se puso de pie y le arrancó la sábana a Bhandari, que quedó tendido como una ballena varada, las aletas semienterradas en arena de percal. Jammu le tocó la cabeza.
—Vamos, levanta —dijo—. Ya está ahí.
Él se incorporó de mala gana y le miró el pecho.
Llamaron de nuevo a la puerta, con más ahínco, el tirador vibró. No parecía que fuera Asha. Jammu se apresuró a volver su blusa del revés. Se subió la cremallera de la falda. Bhandari trataba de anudarse el cinturón de la bata.
—Ve a abrir la maldita puerta —susurró ella, metiéndose en el cuarto de baño. Un momento después le oyó arrastrar los pies y descorrer el cerrojo. Hubo un grito, de él.
—¿Qué diablos haces tú aquí?
Jammu se apartó del lavabo. Singh estaba de pie en el umbral del cuarto de baño. Se la quedó mirando con inexpresiva inquietud, y a ella le gustó ver que todavía había un hombre al que podía ofender con toda franqueza. Movió los hombros, ostentando sus cabellos despeinados.
—Indira ha muerto —dijo Singh—. Asesinada.
—¿Qué?
—Le han pegado un tiro.
—¡Los sijs! —exclamó Bhandari. Estaba detrás de Singh, y con furia antisij descargó el puño sobre el otro. Casi delicadamente, Singh lo lanzó contra la pared y lo inmovilizó con un brazo. Luego le soltó, y Bhandari miró vagamente a su alrededor antes de correr al teléfono que había junto a la cama.
—Operadora. Operadora.
—Pensaba que querrías saberlo —le dijo Singh a Jammu.
—Romesh —a Bhandari le temblaba la voz—. ¿Romesh? ¿Eres tú? Escúchame bien. Todos los archivos, absolutamente todos, me escuchas, todos los que estén marcados C, sí con C de Calcuta, todos los marcados con C. Atiende. Todos los archivos…
Algo no andaba mecánicamente bien en la boca de Jammu. Una combinación de lengua y paladar la mantenía abierta impidiendo que el aire saliera o llegara a sus pulmones. Notaba una bala en la columna vertebral y no podía respirar.