3.

El caso es que Luisa se aburría. Se había aburrido mucho desde su regreso de París. También en París se había aburrido. En París, la gente se besaba en los bulevares. Así de aburridos eran. Luisa había participado en el «experimento internacional», con resultados totalmente negativos. Por lo visto la familia que le tocó en suerte, los Giraud, habían pedido un chico, un chico norteamericano. Luisa se sintió como un «error» de madurez por parte de la señora Giraud. Había espiado a la señora Giraud hablando con los vecinos. Los vecinos esperaban un chico.

La señora Giraud vendía suscripciones a revistas a sus vecinos y también a desconocidos, por teléfono. El señor Giraud era subdirector de un concesionario Saab. Tenían dos chicas, Paulette (de diecinueve años) y Gabrielle (de dieciséis). Era por ellas por lo que Luisa estaba en París. Se suponía que la cosa tenía que ser divertida. En su segunda noche en Francia, su divertida tarjeta American Express había llamado la atención de las hermanas. Paulette le había birlado la tarjeta y se la había mostrado a Gabrielle como quien enseña un insecto raro y hermoso. Las chicas se sonrieron entre sí y miraron a Luisa, que puso ojos de pánfila y sonrió a su vez. Trataba de ser amable. Cuando dejaron de mirarla, se dio la vuelta e hizo una mueca al público que siempre creía tener a su espalda.

Al día siguiente fueron las tres de compras, que en francés quería decir que Luisa estuvo entrando y saliendo de los probadores mientras las hermanas le pasaban cosas de los percheros. Sabían vender. Luisa compró ropa por valor de 2.700 francos. De vuelta en casa, la señora Giraud echó un vistazo a las bolsas y sugirió a Luisa que fuera a darse un baño. Cuando llegó arriba, Luisa se olfateó las axilas. ¿Es que los americanos les olemos mal a los franceses? Creía haber cerrado la puerta del cuarto de baño, pero no bien se había desnudado y metido en la bañera cuando la señora Giraud irrumpió allí con una toalla. Luisa se cubrió. Ella ya tenía una toalla. La señora Giraud le dijo que normalmente no llenaban tanto la bañera. Luego le dijo que la ayudaría a devolver las compras al día siguiente. Después le preguntó qué tal había dormido la víspera. ¿Se le había pasado ya el jet lag? Luego quiso saber si a Luisa le gustaba el hígado. Fue como la Inquisición a la francesa: Manges-tu le foie? Cuando se marchó, el agua ya estaba tibia. Luisa se frotó a fondo las axilas. Durante la cena, mientras atacaba gruesas lonchas de hígado, el señor Giraud le preguntó que a qué se dedicaba su padre.

Mon papa —dijo ella satisfecha— il est un constructeur. Un grand constructeur, un…

Je comprends —el señor Giraud frunció los labios de satisfacción—. Un charpentier.

Non, non. Il bâtit ponts et chemins, il bâtit maisons et écoles et monuments

¡Un entrepreneur!

Oui.

Luisa odiaba Francia. Su madre le había instado a ir. Su padre la había instado a mostrarse humilde con el «experimento»: podía dar por bien empleado el dinero. Bueno, ella era una esnob, ¿y qué? Le aburrían los Giraud. Hubiera preferido estar tomando algo con chicos. La señora Giraud no la dejaba salir sola al anochecer. Paulette y Gabrielle tenían la misión de hacer que lo pasara bien, y la llevaron a un bar vacío del Quartier Latin donde ponían música cursi en una máquina de discos. La observaron con ojos de animal disecado. ¿Te diviertes? ¿Lo pasas bien? Los domingos, el señor y la señora Giraud la llevaban a sitios como St. Denis y Versailles. Los fines de semana Luisa ayudaba a la señora Giraud en el jardín y a hacer la compra, más de lo que sus hijas solían hacer nunca. Incluso la ayudó con las suscripciones hasta que el señor Giraud se enteró de ello. Acompañó a la familia a una casa que habían alquilado por dos semanas en Bretaña y engordó un kilo y medio, sobre todo por el queso. Le salieron granos, todo un archipiélago. Añoraba a sus padres, a los de verdad. En Bretaña llovió. En un campo muy cerca del Atlántico, una oveja trató de morderla.

Se aburrió en agosto, se aburrió en septiembre, y ahora, en octubre, se aburría también. Era otra tarde de viernes. Salió del instituto al polvo que levantaban unos chicos que jugaban al fútbol al otro lado de la calle. Hacía buen tiempo porque se acercaba luna llena, pero Stacy Montefusco, su mejor amiga, llevaba una semana en casa con bronquitis. Sara Perkins estaba resfriada y de muy mal humor. Marcy Coughlin se había torcido un tobillo el día anterior en clase de gimnasia. Nadie tenía ganas de ir a ver pájaros. Nadie tenía ganas de hacer nada. Luisa se encaminó a casa.

Cuando entró, la radio de la cocina estaba dando las noticias de las cuatro. Cogió su correo de encima de la mesa y subió a su cuarto. La puerta de la pérgola estaba abierta. Su madre, en la tumbona que había en el rincón, arrojaba una sombra sobre la esterilla de ratán. Luisa cerró la puerta de su cuarto.

Entre la correspondencia había una postal de la Estatua de la Libertad. Era de Paulette Giraud.

LOUISA:

¡ESTOY EN LOS ESTADOS UNIDOS! ¡VOY A VENIR CREO

A ST. LOUIS! NUESTRO GRUPO PASARÁ UNA NOCHE AHÍ.

¿ESTARÁS EN CASA EL 20 DE OCTUBRE?

¡TE LLAMARÉ!

BESOS,

Paulette

¿El 20 de octubre? Era hoy. Dejó la postal a un lado. La señora Giraud le habría dicho a Paulette que la llamara. Luisa no tenía ganas de verla. Puso música, se dejó caer de espaldas en la cama y examinó el resto de las cartas. Había otra de Tufts y un paquete de material de Purdue. Cuando estaba abriendo la carta de Tufts, su madre llamó a la puerta. Luisa extendió los brazos como Jesucristo en la cruz y miró al techo.

—Pasa.

Su madre se había puesto una camisa blanca de su padre, con los faldones delanteros anudados. Tenía el dedo metido entre las páginas de un libro.

—Has vuelto temprano —dijo.

—No tengo nada mejor que hacer.

—¿Y eso?

Luisa levantó la voz:

—Todo el mundo está enfermo.

—¿De quién es la postal?

—No la habrás leído, ¿verdad?

—No iba dirigida a mí —dijo su madre. Sus modales eran asquerosamente buenos.

—Es de Paulette Giraud. Viene hoy a la ciudad.

—¿Hoy?

—Eso es lo que dice.

—Deberíamos invitarla a cenar.

—Pensaba que tú y papá salíais esta noche.

—Teníamos pensado ir al cine, pero no es importante.

—Yo no quiero que venga a cenar.

—De acuerdo —su madre perdió interés por la conversación; pareció suspirar inaudiblemente, sus hombros descendieron—. Como quieras —de una pila que había junto al armario cogió dos blusas sucias—. Voy a cambiarme para jugar al tenis. ¿Estarás aquí hasta la hora de cenar?

—Puede —Luisa lanzó al suelo su libro de cálculo—. ¿Papá tiene más camisas viejas como ésa?

—Al menos tiene cincuenta.

Luisa subió el volumen de la música y esperó a que su madre volviera con una camisa o dos. Diez minutos después oyó que el BMW bajaba por el camino particular. Nada de camisas. ¿Se había olvidado su madre? Fue al dormitorio de sus padres y allí, dobladas sobre la cama, había tres camisas de aquéllas. Se quitó el jersey ceñido y se probó una blanca, anudando los faldones y subiéndose las mangas. Delante del espejo de su madre se desabrochó el segundo y tercer botones y se echó el cuello hacia atrás. Su pecho tenía una piel de aspecto muy saludable. La camisa le sentaba bien. Apoyó las manos en las caderas y agitó la cabeza haciendo volar sus cabellos. Luego se bajó el párpado inferior y puso ojos de húngara, tristones y enrojecidos. Se tiró de los rabillos y puso ojos de china. Sonrió al espejo. Tenía los dientes más bonitos que su madre.

A las siete y media, poco después de que sus padres se despidieran a coro, sonó el teléfono. Una voz, la voz de Paulette, le llegó sobre el bullicio de un bar o un restaurante.

—¿Louisa?

Bonjour, Paulette.

—Sí, sí, soy Paulette. ¿Has recibido mi postal?

Oui, Paulette. Aujourd’hui. À quatre heures. Merci beaucoup.

—Sí, sí. Esto… Estoy en Euclid Avenue, creo.

—Que estás ¿dónde?

—En Euclid Avenue o algo así. ¿Queda cerca?

—Pues no, no mucho. Es que no vivo en la ciudad.

—Estoy en un bar. ¿Sí?

—Puedes hablar en francés —dijo Luisa.

—Este bar se llama Deckstair.

—Ya, ¿no podrías…? ¿Tienes manera de salir de la ciudad?

—No. No. Tendrías que venir tú, al Deckstair. ¿Sí?

Luisa no recordaba que Paulette hablara tan bien el inglés. Claro que apenas lo habían hablado entre ellas.

—¿Sí? —repitió Paulette.

Quizá su madre le había hecho prometer que la llamaría. Pero Paulette podría haber roto esa promesa.

—Bueno, está bien —dijo Luisa. Sabía dónde quedaba Dexter’s—. ¿Estarás ahí dentro de veinte minutos?

—¡Sí! Aquí mismo. En Deckstair —Paulette rió.

Luisa intentó llamar a Marcy Coughlin para ver si quería acompañarla, pero comunicaba. Lo intentó con Edgar Voss y con Nancy Butterfield. También comunicaban. La señal llegaba muy débil, como si el teléfono estuviera estropeado, pero evidentemente no lo estaba. Dejó una nota para sus padres dándoles el nombre del bar.

Eran casi las ocho y media cuando Luisa llegó a Central West End, una zona de bares y restaurantes de moda. Aparcó el BMW en la zona de carga y descarga de Baskin Robbins y cruzó el callejón para ir a Euclid Avenue. Los contenedores de basura bostezaban desagradablemente. Las ventanas de los apartamentos tenían los toldos tan bajados que se combaban.

Era raro que un grupo de turistas europeos quisiera visitar St. Louis. Claro que las personas que Luisa había conocido en Francia no parecían saber hasta qué punto era un sitio aburrido. Incluso los adultos habían pensado que se lo debía de pasar muy bien, escuchando blues cada noche en el río a bordo de un barco. Los europeos estaban convencidos de que St. Louis era una ciudad estupenda.

Había un grupo de gente pegada a la ventana delantera de Dexter’s, gente ruidosa de veintipocos años que —Luisa lo supo por instinto— no eran profesionales ni buenos estudiantes. Estaban bebiendo. Reían mucho, y sus peinados tenían un fulgor rosa fuerte debido al resplandor del neón de la entrada. Luisa miró por la ventana. El bar estaba hasta los topes. Dudó un momento, nerviosa, las manos en los bolsillos.

Un hombre con una camisa blanca como la que ella llevaba se había destacado del grupo. Tenía cara de extranjero, ella supuso que argelino, sólo que su aspecto era demasiado decente. Arqueó una ceja como si la conociera. Luisa le sonrió tímidamente. El hombre habló:

—¿Estás buscando…?

Pero Luisa había tenido un sobresalto y se había metido dentro, dando saltitos para no tropezar en aquel mar de pies y de pantorrillas. Avanzó lateralmente haciendo eses y fintas, esperando oír a alguien hablar en francés. No oyó otra cosa que inglés. Cada palabra seguida de una carcajada. En todo grupo festivo parecía haber siempre una mujer rechoncha, más baja y más sofocada que el resto, que no paraba de hacer bromas, a punto de tirarse la copa por encima. Cerca del extremo curvo de la barra, donde la gente estaba muy apiñada, Luisa tuvo que detenerse. No era lo bastante alta para divisar las mesas y los bancos, y no podía dar un paso. Y, encima, alguien no se había duchado por la mañana. Taponó su nariz por dentro y avanzó unos palmos hacia la barra. Reconoció un perfil, pero no era Paulette, sino un chico del instituto. ¿Cómo se llamaba? ¿Doug, Dave? Duane. Duane Thompson. Había terminado hacía dos años. Duane tenía las manos encima de la barra y una cerveza delante de él. Volvió la cabeza, súbitamente, como si hubiera notado que le miraban. Luisa sonrió con timidez. La sonrisa de él fue aún más tímida.

Luisa hincó el codo en la barriga de un tipo obeso y consiguió abrirse camino hasta las mesas. No vio a Paulette por ninguna parte. Una camarera pasó por su lado.

—Perdón —dijo Luisa agarrándola del brazo—. ¿Hay un grupo de franceses por aquí?

La camarera abrió la boca de pura incredulidad.

Luisa tuvo la clara sensación de que le habían dado esquinazo. Pensó que lo mejor era volver a casa, y lo habría hecho de no ser porque el argelino tenía la nariz pegada a la ventana que daba a la calle. Seguía actuando como si tuviera algo especial que decirle. Para ser un pelmazo, era bastante guapo. Se volvió hacia las mesas, luego hacia la barra. Duane Thompson la estaba mirando. ¡Todos pendientes de ella, por favor! Se abrió paso hasta la barra, esquivó un hombro ajeno y se plantó delante de él.

—¡Hola! —gritó—. Tú eres Duane Thompson.

—Sí —asintió él—. Y tú Luisa Probst.

—Exacto. Estaba buscando a un grupo de franceses. ¿Has visto a algún francés por aquí?

—He llegado hace muy poco.

—Ah —gritó ella. Miró inútilmente hacia la neblina. Cuando ella iba a primero, Duane Thompson estaba en último año. Entonces salía con una tal Holly, una de aquellas chicas supuestamente sofisticadas que llevaban blusas de brocado sin sostén debajo y que no almorzaban en el bar del instituto. Duane era rubio, flaco, desaliñado. Ahora llevaba el pelo mucho más corto. Vestía una cazadora tejana, unos Levi’s negros con botones en la bragueta y unas zapatillas blancas. Luisa se fijó también en los restos amarillentos de un ojo a la funerala, cosa que la inquietó. Si no veías a alguien cada día en el bar o en el pasillo, no podías saber qué tipo de vida llevaba ni qué problemas tenía.

—¿Hay otro sitio? —gritó.

Duane giró en redondo, sorprendido:

—Todavía estás aquí.

—¿Hay otra sala abajo, o algo?

—Que yo sepa, no.

—¿Puedo quedarme aquí un rato?

Él la miró desde su altura, sonriendo con el entrecejo fruncido.

—¿Para qué? —dijo.

Injuriada e incapaz de contestar, Luisa retrocedió un poco hacia la salida. El argelino estaba allí mismo, observándola desde el exterior. Luisa le miró con saña, dio un paso atrás e hincó un codo en la barra. El barman, que llevaba una camisa reluciente, se paró frente a ella.

—No puedo servirte —dijo.

—Y a él ¿qué? —dijo ella señalando a Duane con la cabeza.

—Él es un amigo.

—No tienes veintiún años, ¿verdad? —preguntó Duane.

—No exactamente.

El barman se alejó. Luisa tenía que marcharse, pero no le apetecía volver a casa.

—¿Estás esperando a alguien? —le preguntó a Duane.

—La verdad es que no.

—¿Quieres acompañarme hasta el coche?

Él puso cara de serio.

—Claro, con gusto.

Una vez fuera, después de todo el humo, el aire parecía puro oxígeno. El argelino no estaba por allí, se habría escondido en el asiento trasero del coche de Luisa. Duane y ella caminaron en silencio por Euclid Avenue. Luisa se preguntó si él tendría algún ligue.

—Oye —dijo—, y tú, ¿vives por aquí?

—Tengo un piso cerca de Wash U. Acabo de mudarme de un colegio mayor.

—¿Estudias allí?

—Estudiaba, pero he colgado los libros.

No tenía pinta de eso, pero ella se mostró lo bastante fría para decir solamente:

—¿Hace poco?

—El martes hará una semana.

—¿En serio has colgado los estudios?

—Apenas si me matriculé —había aflojado el paso, como si se preguntara cuál de todos los coches aparcados era el de Luisa.

—¿No te encanta esa palabra? —dijo ella.

—Oh, sí —respondió él, nada convencido—. Me pusieron directamente en segundo por el año que pasé en Munich; estuve en Munich el año pasado.

—Yo he vuelto hace poco de París.

—¿Fue divertido?

—Oh, sí, ni te lo imaginas —Luisa hizo un gesto indicando hacia el callejón.

—¿Es tu coche?

—Pues no. Es el de mi madre —Luisa hundió las manos en sus bolsillos de atrás y le miró a los ojos. Hubo una pausa significativa, pero duró demasiado. Duane era muy guapo, con unos ojos hundidos y ahora casi negros en la penumbra. Luisa se acordó del ojo magullado—. ¿Qué te hiciste en el ojo?

Duane se lo tocó y apartó la cara.

—Quizá no debería preguntar.

—Me di contra una puerta.

Lo dijo como si se tratara de una broma. Luisa no la captó.

—Bueno, gracias por acompañarme.

—Bah, de nada.

Luisa le vio alejarse por el callejón. Qué individuo más obtuso. Ella se habría lanzado de cabeza si se le hubiera presentado la oportunidad de meterse en un coche con alguien como ella. Abrió la puerta, se sentó al volante, dio el contacto, aceleró. Estaba enfadada. Ahora tenía que volver a casa y ponerse a mirar la tele y aburrirse como una ostra. Para empezar, no había explicado siquiera qué estaba haciendo allí. Duane debía de pensar que había ido a divertirse un poco y se volvía de vacío a casa. Salió del callejón, torció por Euclid y condujo hacia el bar.

Duane estaba en la acera, fumando un cigarrillo. Luisa pulsó el elevalunas del lado del acompañante.

—¿Quieres que te lleve a algún lado? —gritó.

Él reaccionó con tal sorpresa que el pitillo se le escurrió de la mano y chocó con la fachada del edificio, despidiendo chispas anaranjadas.

—Digo si quieres que te lleve —repitió ella, estirándose con dificultad para abrir la puerta sin soltar el pie del freno.

Duane dudó un poco y luego montó en el coche.

—Me has asustado —dijo.

Ella pisó el acelerador.

—¿Es que tienes paranoia o algo así?

—Pues sí. Paranoia —se retrepó en el asiento, sacó el brazo por la ventanilla y ajustó el retrovisor lateral—. Mi vida se ha complicado un poco últimamente —empujó el espejo hacia ambos lados—. ¿Conoces a Thomas Pynchon?

—No —dijo Luisa—. ¿Conoces tú a Stacy Montefusco?

—¿Quién?

—¿A Edgar Voss?

—Sólo de nombre.

—¿A Sara Perkins?

—No.

—Pero sabías quién era yo…

Duane dejó de jugar con el espejo.

—Te conocía de nombre.

Algo es algo. Luisa contuvo el aliento.

—Yo me acuerdo de ti, y de esa como se llame.

—¿Holly Cleland? Han pasado muchos años.

—Ya. Oye, ¿adónde vamos?

—Tuerce a la izquierda por Lindell. Vivo al lado de Delmar, en U-City.

O sea que le llevaba a su casa. Eso ya se vería.

—No he pagado la cerveza —dijo Duane.

Ella decidió no tomarle la palabra. Torció por Lindell conduciendo solemne, la reina del asfalto. El silencio reptaba bajo los pies de ambos. Transcurrió un minuto.

—¿Todavía estás paranoico? —dijo ella.

—Sólo con las puertas.

—¿Qué?

—Las puertas.

—Ah —Luisa no le estaba siguiendo.

Duane carraspeó antes de hablar:

—¿Qué cosas estás dando?

—¿Dando? —preguntó ella. Ahora estaban en University City, pasando una serie de semáforos en verde.

Él carraspeó con más fuerza.

—En el insti.

—¿Te molestan las ventanillas abiertas?

—No.

—Podemos cerrarlas.

—No.

—La semana pasada me puse furiosa por culpa de la escarcha —lo lanzó así, de golpe—. Se cargó la mayoría de los bichos que puedes atrapar con red. Yo, básicamente, soy de las de red. Quiero decir, cuando colecciono insectos. El año pasado tuve entomología, y si se te da bien la red puedes prosperar mucho. Pero el señor Benton me adjudicó el papel de enchufada o algo así. Un día, en abril, me preguntó si quería acompañarle a recoger fases larvales. No veas. Yo casi no hablaba con él desde el primer trimestre. Benton me lo proponía como una especie de regalo especial. Me invitaba a mí a buscar fases larvales debido a mi gran interés por los bichos.

Duane alargó el cuello. Ella supuso que estaban cerca de su casa.

—A las seis de la mañana llegamos a ese estanque que hay cerca de Fenton, y lo primero que pensé fue, jo, este tío quiere violarme y tirarme después al agua. De entrada tiene una pinta de lo más tétrica. Yo ya me imaginaba los titulares: LA SODOMIZA Y LA ARROJA AL ESTANQUE, algo así.

Eso se le había ocurrido en abril. Duane rió.

—Pero lo que hizo fue pasarme unas botas de goma especiales, como cuarenta tallas más grandes que la mía, y empezamos a pisar aquel lodazal armados con el artilugio de recoger larvas. El tipo va y se mete en el agua, no veas el chipichape, es lógico que allá haya tantos bichos. Total, el tío tiene el agua casi por las rodillas y lo primero que saca es un repugnante organismo, qué sé yo, una menudencia, una larva rara de tábano, luego me lo tira a la cara y dice: «¿Lo quieres?». Como quien invita a chuches, ¿te das cuenta? Un poco más y vomito. «¿Esa cosa?», le digo. Supongo que le ofendí profundamente, y me da igual porque así no me invitará nunca más a ir con él. Yo, de larvas, no quiero saber nada. Lo primero que me dijo fue: «Creo que esto será muy interesante para ti. Para dedicarse a la entomología hay que recoger todas las fases, todas». No tuve valor para decirle que era precisamente por eso por lo que nunca me dedicaré a la entomología.

—¿Y las orugas?

—Son larvales. Un asco.

El brillo frío de un rótulo de Hammaker Beer centelleó a su derecha, en una tienda de bebidas alcohólicas. Luisa arrimó el coche y frenó bruscamente junto a una boca de incendios.

—¿Compramos un poco de vino? —dijo.

Duane la miró:

—¿De cuál?

Blanc, s’il vous plaît. Que tenga tapón de rosca.

Giró para situarse en dirección contraria y esperó que él volviera. En una bolsa, sobre el asiento de atrás, había vasos de papel. Luisa sirvió un poco de vino en dos de ellos y le pasó uno a Duane. Él preguntó adónde iban.

—Elige tú —dijo ella. De friera les llegaban los besos constantes del caucho con el asfalto.

—Se me ha estropeado el aparato de decidir.

—Hablas muy raro.

—Estoy nervioso.

Ella no quiso saber nada.

—¿Qué pasa?, ¿te has dado con otra puerta?

—No estoy acostumbrado a estar con gente como tú.

—¿Qué clase de gente soy yo?

—De la que va a bailes.

Luisa pestañeó, sin saber si era o no un cumplido, y puso el coche en marcha. Irían al solar en construcción.

—¿A qué universidades has mandado solicitud? —Duane se aclaró la voz como si la pregunta le hubiera dejado residuos desagradables.

—A Stanford, Yale, Princeton, Harvard, Amherst y… ah, sí, Swarthmore. Y a Carlton también, por si las moscas.

—¿Ya sabes lo que vas a estudiar?

—Puede que Biología. Creo que no me importaría hacer un doctorado.

—Mis padres son doctores, los dos —dijo Duane—. Y mi hermano estudia en la facultad de Medicina.

—Mi padre construyó el Arch.

Glups.

—Ya lo sé —dijo Duane.

—¿La gente hablaba de eso en Webster?

—No —respondió él, con una sonrisa amable.

—Pero tú lo sabías.

—Leo el periódico.

—¿Por eso te acordaste de mí?

—Eres insistente, ¿eh?

Luisa tardó un segundo en respirar. Torció a la derecha por Skinker Boulevard sintiéndose agradablemente humillada, como cuando la criticaba su madre.

Sonó un encendedor.

—No deberías fumar —dijo ella.

—Tienes razón —Duane lanzó unas chispas por la ventanilla—. No hace mucho que fumo. Un mes y medio, creo. Volví de Alemania y me fastidió lo vanidosa que se ha vuelto la gente con esto de la salud. En especial, mi familia. Supongo que en cuanto haya sacado de mi organismo todo Webster Groves, dejaré de fumar. Mientras tanto, me ayuda a pasar el rato. Cuando estoy solo.

—Entonces, ¿por qué fumas ahora?

Duane lo tiró por la ventanilla. Luisa giró detrás de un camión Exxon al llegar a Manchester Road. A su derecha, ambiguos rótulos ambarinos relucían junto a las vías de un paso elevado. Cuatro manzanas más al este Luisa se desvió. La gravilla saltaba, chocando contra el chasis del vehículo. Hizo marcha atrás entre dos cobertizos metálicos.

—¿Dónde estamos? —preguntó Duane.

—Es un solar en construcción.

—Oh.

Luisa apagó las luces. El lugar se iluminó de repente con un frío claro de luna. En unos remolques negros más allá de la cerca de cadena, unas grandes letras rojas rezaban: PROBST. Duane sacó del bolsillo de su cazadora una pequeña bolsa para cámara fotográfica. Luisa siguió bebiendo vino.

—¿Para qué es la cámara?

—Es que soy fotógrafo.

—¿Desde cuándo?

—Pues no sé. Desde hace unas semanas. He probado a vender algunas cosas al Post-Dispatch.

—¿Has tenido suerte?

—No.

La cadena de la verja estaba lo bastante suelta para que pudieran pasar. Bajaron un tramo de escalones de madera hasta el almacén, que medía unos noventa metros de largo por otros tantos de ancho. Cada seis metros aproximadamente había barras verticales de acero, y aquí y allá se elevaba inútil una escalera prefabricada hasta las vigas superiores. Ristras de bombillas colgaban de unos postes encima de los cimientos.

—Aquí no puedes sacar fotos.

—¿Por qué?

—Se supone que no hemos venido.

Los rodeaban por todas partes apresuradas pilas de contrachapado y atados de varillas de armadura, nudosas y alabeadas. Los zapatos de Duane produjeron suaves chasquidos sobre el metal reseco mientras subía una escalera. Luisa pensó en sus padres. Habían ido a ver Harold y Mande. Se imaginó a su madre riendo y a su padre mirando la película con gesto avinagrado.

Encima de ella, por entre los paralelogramos de hierro, distinguió la W de Casiopea. Al sur, dos ringleras verticales de luces de una torre de televisión competían en la noche como las emisoras a las que pertenecían. Pasaban camiones por Manchester Road, y Luisa se contoneó en la oscuridad, bebiendo vino, sin dejar de mirar a Duane.

*

Eran las siete de la mañana cuando despertó. Su padre se marchaba al trabajo y luego al tenis, como cada sábado. Le oyó silbar en el cuarto de baño. La canción era conocida: el tema de I Love Lucy.

Encontró a su madre en la cocina leyendo las páginas de economía del Post, con la taza de café vacía. Se estaba mordiendo las uñas como venía haciendo en los últimos nueve años para no fumar.

—Te has levantado temprano —dijo.

Luisa se dejó caer en una silla.

—Estoy enferma.

—¿Tienes catarro?

—¿Qué si no? —Luisa alcanzó el vaso de zumo de naranja que esperaba en la mesa y tosió de mala manera.

—Anoche volviste tarde.

—Estaba con un chico del instituto —explicó, en fragmentos de frase, lo que había pasado en el bar. Apoyó la cara en la palma de la mano, acodada en el mantel a cuadros.

—¿Estuviste bebiendo?

—No tengo resaca, mamá. Esto es serio.

—Quizá deberías volver a la cama.

Luisa no quería. La cama estaba ardiendo.

—¿Quieres que te prepare el desayuno?

—Sí, por favor.

Estaba en su cuarto viendo Bullwinkle cuando su padre volvió de las pistas. Todavía silbaba el tema de I Love Lucy. Su cara, sonrosada de jugar al tenis, asomó a la puerta.

—Me ha dicho tu madre que te encuentras mal.

Luisa se volvió en la cama y trató de ser amable.

—Estoy un poco mejor.

—Levantarse es lo peor de todo —papá era aficionado a los aforismos.

—Ya. ¿Has ganado?

—Tu tío juega muy bien —dijo él, sonriendo. Su mirada era distante, su sonrisa falsa. Tío Rolf siempre le ganaba.

—¿Qué tal era la película? —preguntó ella.

—Oh, muy divertida. A tu madre le encantó.

—¿Y a ti?

—Me gustó el personaje de Maud. Estaba muy bien pensado —hizo una pausa—. Voy a darme una ducha. ¿Comerás con nosotros?

Harta de discos y de tele, Luisa estuvo un buen rato arrodillada junto a la ventana, el mentón sobre las manos entrelazadas. Los árboles se movían, y unas nubes de algodón surcaban el cielo. El señor LeMaster, el vecino de enfrente, hacía lo posible por rastrillar hojas. Un hombre a bordo de una furgoneta azul lanzó al sendero el Post-Dispatch del fin de semana. Luisa bajó a buscarlo.

Su padre estaba en el estudio hablando por teléfono, encargando dieciocho entrecots para una reunión de negocios. Su madre estaba preparando algo en la cocina. Luisa oyó el ruidito del rodillo de cocina y la sintonía de las noticias de las tres.

Fuera el aire era caliente y frío a la vez, como fiebre con escalofríos. El señor LeMaster, que la tenía por una mimada, no le dijo hola.

Rasgó la envoltura del Post y lo dejó todo al pie de la escalera salvo las historietas grandes y la sección Cada Día, que traía las historietas pequeñas. Volvió a su cuarto con las historietas y se tumbó. Empezó a mirar las pequeñas, pero una foto en primera página se lo impidió. Era una imagen de un negro haciendo un gesto ofensivo al fotógrafo. Los créditos decían: D. Thompson/Post-Dispatch.

Luisa se estremeció. ¿Cómo podían publicar una foto así? Y con tanta rapidez… Duane le había dicho que el periódico no le había comprado nada.

SÁBADO EN FOREST PARK, rezaba el titular. En otras fotos se veía a juerguistas anónimos, y en la de Duane, de fondo, unos chicos jugaban al fútbol en el campo del Planetarium. Los labios del hombre en primer plano estaban abiertos en un gesto de burla. El dedo ofensivo apuntaba al fotógrafo invisible. «Benjamin Brown, en primer plano, está en el paro desde noviembre pasado. El hombre de la derecha no pudo ser identificado.»

El hombre de la derecha era un asiático de nariz ganchuda y turbante en la cabeza, un transeúnte. Forzaba tanto la mirada hacia un lado que sus ojos eran todo blanco. Parecía ciego.

*

Ocho horas después Duane y ella estaban dándose el lote bajo la lluvia en Blackburn Park. Cuando la lluvia arreció continuaron dándose el lote en el Audi gris de la madre de él, que Duane había pedido prestado para aquella noche. Las ventanas estaban totalmente empañadas. La gente que pasaba por Glendale Road no podía ver nada en el interior del coche.

Luisa tenía fiebre, probablemente treinta y ocho, pero no se encontraba mal en absoluto. Era Duane el que no paraba de preguntarle si tenía que volver a casa. Y cuando por fin lo hizo, la casa estaba a oscuras; se alegró de llegar sólo una hora tarde. Pero no bien hubo cerrado la puerta principal, su padre la acorraló. Primero le dio un susto y luego se puso hecho una furia. Ella no podía comprender por qué la gente se cabreaba por una horita de nada. Antes de dormirse decidió no revelar nada acerca de Duane durante un tiempo, aunque tuviera que mentir.

Cuando despertó, el sol ya estaba alto y el aire junto a las ventanas de su cuarto era mucho más cálido que la víspera. Después de desayunar le dijo a su madre que se iba a mirar pájaros con Stacy. A su padre le dijo que le venía demasiado corto el pantalón. Luego fue en coche a University City y recogió a Duane, telefoneó a Stacy desde una gasolinera y le pidió que le hiciera de coartada.

Una vez en Washington State Park, extendió una manta y se tumbó. A medio kilómetro de allí, en el valle mismo del Big River, fogatas moribundas despedían columnas de humo. Los campistas arrojaban agua sobre las ascuas, guardaban las tiendas en los vehículos. Para ellos era la hora de la desolación, de los sacos de dormir húmedos, pensaban ya en los aspectos prácticos de mañana mientras Luisa se refocilaba al sol. Su nuevo amigo tenía los ojos brillantes. Dijo que había dormido bien. Había llevado consigo una cámara, esta vez grande, una Canon.

—Psh-psh-psh-psh-psh-psh-psh-psh.

—¿Qué es eso?

—A los pájaros les gusta —dijo ella—. Psh-psh-psh-psh-psh-psh. Psh-psh-psh-psh-psh-psh-psh.

—¿Qué pájaros?

—Todos. Sienten curiosidad. Les intriga el sonido. ¡Mira! —señaló hacia un fogonazo rojo y blanco entre los sauces.

—¿Qué?

—Un chouí. Es uno de mis favoritos.

—¿Cuántas…?

—¡Sh! Sh-shh-shh-shh-shh-shh-shh.

—¿Cuántas especies conoces? —susurró Duane.

—Este año he visto un centenar. Pero mi lista llega a los ciento cincuenta. Lo cual tampoco es mucho, en realidad.

—A mí sí me lo parece.

—¿De veras? —se inclinó hacia él y le hizo caer—. ¿De veras? ¿De veras? —la enfermedad y los medicamentos la hacían sentir como desparramada, una manta caliente—. ¿De veras? —extendió brazos y piernas del mismo modo que él. Notó la erección de Duane en la cadera. Permanecieron quietos un buen rato. Luisa podía verse a sí misma, la postura en que estaba, desde una perspectiva que no habría sido posible si sus padres hubieran sabido quién la acompañaba. En aquel mismo instante, en Webster Groves, su madre estaba preparando la cena y su padre viendo fútbol. No la esperaban tarde.

—¡Escucha eso! —Duane se movió debajo de ella.

Graznaban gansos. Ella se dio la vuelta y vio una formación de barnaclas dirigiéndose al sur. El sol y la lanilla la hicieron estornudar.

—Levántate un momento —dijo Duane. Estaba enroscando un objetivo más corto a la cámara.

—Quieres decir ¡salud!

Duane se puso boca abajo y disparó una docena de veces.

—¿Qué clase de gansos son?

Luisa giró la cabeza para verificarlo.

—No, no mires. Sonríe. Quítate ese bigote de la cara.

Ella sonrió, los gansos se alejaron.

—¿Voy a salir en el periódico?

—Que sonrías. Estupendo. Sonríeme a mí.

—¿Y por qué a ti? —Luisa dejó de sonreír y le miró.

—Para que nadie piense que están mirando otra cosa que una fotografía. Quiero dar a entender que delante hay un fotógrafo.

—Veo que lo tienes todo estudiado —dijo ella.

—Supongo que sí.

—¿Es lo que les dijiste a los del Post-Dispatch?

—Yo no les dije nada. Fui al periódico con unas cuantas copias y ellos me hicieron falsas promesas. Y luego, ayer por la mañana, pareció que iban a ponerme en nómina. Creí que me dirían que habían perdido mis fotos.

—Tienes mucha suerte.

—Ya. Tú me das suerte. Ahora puedo pagar el alquiler.

¿El alquiler? Qué idea tan estrafalaria. Pagar el alquiler. Y qué aburrida.

—¿Te gusto? —dijo ella.

—¿Tú qué crees?

—¿Por qué te gusto?

—Porque eres lista y eres guapa y llegaste en el momento oportuno.

—¿Quieres que volvamos a tu piso?

—Más tarde, quizá.

—Mejor ahora. He de estar en casa a las seis.