En 1870 St. Louis era la Cuarta Ciudad de Norteamérica. Era un bullicioso centro ferroviario, el principal puerto interior del país, proveedor de medio continente. Sólo Nueva York, Philadelphia y Brooklyn la superaban en número de habitantes. De acuerdo, algunos periódicos de Chicago, la Quinta Ciudad por muy poco, afirmaban que el censo de 1870 había llegado a contar hasta 90.000 saintlouisianos inexistentes, y, de acuerdo, tenían razón. Pero, en definitiva, toda ciudad es una idea. Las ciudades se crean a sí mismas, y el resto del mundo las toma o las deja según le conviene.
En 1875, mientras los profetas locales le asignaban la capitalidad natural de la nación como Primera Ciudad eventual, St. Louis se propuso eliminar un importante obstáculo de su camino. El obstáculo era el condado de St. Louis, la parte del estado de Missouri a la que nominalmente pertenecía la ciudad. Sin ella, el condado de St. Louis no era nada: un amplio trecho de bosque y tierras de cultivo en el punto de confluencia de dos ríos. Pero durante decenios el condado había dominado los asuntos municipales mediante un arcaico cuerpo administrativo, la llamada Corte del Condado. Los siete «jueces» de dicha corte eran personajes corruptos e insensibles a las necesidades urbanas. Un granjero que quisiera hacer construir una carretera hasta sus terrenos podía conseguir una barata a cambio de dinero o de votos. Pero si hacían falta farolas o parques para el bien de la ciudad, la Corte nunca ofrecía nada. Para una joven población fronteriza la mentalidad pueblerina de la Corte era frustrante; para la Cuarta Ciudad, intolerable.
Un grupo de destacados empresarios y abogados locales convenció a los encargados de redactar la nueva constitución de Missouri para que incluyeran artículos en pro de una reforma cívica. Pese al acoso constante de la Corte del Condado, dicho grupo elaboró posteriormente un borrador a fin de conseguir que St. Louis se disociara del condado homónimo, lo cual debían decidir en las urnas todos los residentes del condado en agosto de 1876.
Las críticas preelectorales se centraron en un elemento concreto del proyecto: la expansión de la propiedad inmobiliaria municipal, en una especie de indemnización por despido, de los actuales cincuenta y cuatro kilómetros cuadrados a ciento cincuenta y nueve. Los partidarios del condado protestaron ante lo que consideraban un «robo» por parte de la ciudad. El Globe-Democrat denunció la injusticia de apropiarse de «varios y diversos maizales y melonares, y gravarlos como propiedad urbana». Pero los defensores del proyecto insistieron en que la ciudad necesitaba más espacio para los parques y la industria del futuro.
En una votación supervisada por la Corte del Condado, el proyecto de secesión fue rechazado por muy poco margen. Rápidamente se habló de fraude. Los activistas no tuvieron dificultad para convencer a uno de los jueces de la Corte (Louis Gottschalk, que había redactado personalmente las cláusulas relativas a la reforma en la carta de 1875) de que encargara una investigación sobre los comicios. A fines de diciembre la comisión dio a conocer el resultado de sus pesquisas. El proyecto había ganado, y por 1.253 votos de diferencia. La ciudad reclamó inmediatamente sus nuevas tierras y adoptó un nuevo fuero; cinco meses más tarde, agotados todos los recursos, la Corte del Condado se disolvió.
Pasó el tiempo. En seguida se vio que ciento cincuenta y nueve kilómetros cuadrados eran menos tierra de lo que los secesionistas suponían. Ya en 1900, la ciudad se estaba quedando sin espacio, y el condado se negó a darle más. La vieja industria huyó del caos que había creado. La nueva industria se instaló en el condado. En los años treinta empezaron a llegar familias de negros pobres procedentes del sur rural, lo que aceleró la migración de los blancos al extrarradio. Hacia 1940 la población de St. Louis había empezado a caer en picado, su base imponible a menguar. Aquellos suntuosos barrios antiguos quedaron simplemente en antiguos. Nuevos proyectos urbanísticos como Pruit-Igoe, iniciado en los años cincuenta, fallaron estrepitosamente en la siguiente década. El empeño por lograr una renovación urbana consiguió atraer residentes adinerados a unas pocas zonas selectas, pero apenas sirvió para remediar los males de St. Louis. A todo el mundo le preocupaban las escuelas de la ciudad, pero sólo de cara a la galería. Los años setenta se convirtieron en la Era del Aparcamiento: acres enteros de asfalto sustituyeron en el centro de la ciudad a los semivacíos edificios de oficinas.
A estas alturas, por supuesto, muchas ciudades norteamericanas pasaban apuros. Pero comparadas con St. Louis, hasta Detroit parecía una metrópolis bulliciosa, hasta Cleveland parecía un sitio seguro donde fundar una familia. Otras ciudades tenían alternativas, buenos vecinos, una posibilidad de pelear. Philadelphia tenía terrenos con los que trabajar; Pittsburgh podía contar con la ayuda del condado de Allegheny. Constreñida en su insularidad, St. Louis había bajado en 1980 a ser la Vigesimoséptima Ciudad de Norteamérica. Su población había menguado a 450.000 habitantes, casi la mitad que en 1930.
Los profetas locales estaban a la defensiva. Allí donde antaño habían esperado la supremacía, ahora tomaban aliento ante el menor síntoma de supervivencia. Durante cuarenta años habían estado proclamando: «St. Louis lo conseguirá». Señalaban el Gateway Arch (era imposible no verlo, medía 190 metros de altura). Señalaban el nuevo centro de convenciones, tres edificios altos y nuevos y dos enormes complejos comerciales. Señalaban proyectos de saneamiento de barrios bajos, programas de embellecimiento, planes para un centro comercial que rivalizaría con el de Washington.
Pero las ciudades son ideas. Imaginemos a los lectores de The New York Times intentando en 1984 hacerse una idea de St. Louis desde tan lejos. Podían haber leído el artículo sobre una nueva normativa municipal que prohibía hurgar en los cubos de basura de los barrios residenciales. O el artículo sobre el cierre inminente del achacoso Globe-Democrat. O aquel sobre ladrones que desarmaban edificios antiguos a razón de uno al día, para vender los ladrillos usados a contratistas de fuera del estado.
¿Por qué nosotros?
No dispuestos a admitir la derrota, los profetas jamás lo preguntaron. Tampoco lo hicieron los viejos guías espirituales, cuyas buenas intenciones habían sentenciado a muerte a la ciudad; hacía tiempo que habían trasladado sus residencias y negocios al condado. La pregunta, si es que llegó a surgir, lo hizo en silencio, en el silencio de las calles desiertas de la ciudad y, con mayor insistencia, en el silencio del siglo que separaba un St. Louis joven de un St. Louis agonizante. ¿En qué queda una ciudad que ya nadie recuerda, en qué queda una época cuyo transcurso nadie vive lo suficiente para lamentar? Sólo St. Louis lo sabía. Su destino estaba sellado dentro de sí misma; su tragedia, tan especial, no era especial en ninguna otra parte.
Después de ver a Jammu, Singh se llevó la pesada carpeta de Probst a su apartamento en el West End, leyó los informes, llamó ocho veces a Baxti para que le aclarara algunas cosas y luego, a la mañana siguiente, se dirigió en coche a Webster Groves para hacer una visita a la escena de futuros crímenes.
Los Probst vivían en una casa de tres plantas situada en Sherwood Drive, una calle larga y ancha. Barbara Probst había salido de su casa puntualmente. Los martes, como los jueves, trabajaba en el Departamento de Adquisiciones de la biblioteca de la universidad local, y volvía a casa sobre las cinco y media. El martes era también el día libre del jardinero. Cuando Singh pasó de oír zumbidos a interferencias por su auricular (Baxti había colocado un transmisor en el BMW de Barbara, con un radio de acción de un kilómetro), verificó los dos canales de los micrófonos instalados dentro de la casa, vio que todo estaba en calma, y se acercó a pie. En horas de colegio había tan pocos transeúntes en Sherwood Drive como en un cementerio.
Singh iba vestido aproximadamente como un operario de la compañía del gas. Llevaba al hombro una bandolera de piel negra. A punto, en el bolsillo, tenía guantes de quirófano para no dejar huellas dactilares. Descendió la escalera posterior y entró en el sótano con la llave que le había dado Baxti. Echó un vistazo y le sorprendió la cantidad de trastos que allí había. En concreto, la cantidad de neumáticos desgastados, la cantidad de macetas con flores de plástico, la cantidad de latas de café. Subió a la cocina. Notó un olor a redecoración reciente, el aroma compuesto de empapelado nuevo, telas nuevas, calafateado nuevo y pintura nueva. Un lavavajillas resoplaba en su ciclo de secado. Singh retiró la parrilla del regulador que había encima de la estufa, cambió la pila del transmisor, ajustó el volumen del micro (a Baxti siempre se le olvidaba hacerlo), volvió a colocar la parrilla y repitió el procedimiento con el que había en el comedor.
Baxti había registrado ya el estudio de Probst y la mesa y armarios de Barbara, las agendas y los cheques cancelados y la correspondencia, de modo que Singh se concentró en la habitación de la chica, Luisa. Ciento ochenta centímetros de microfilm le sirvieron para registrar todos los documentos de interés. Cuando terminó el trabajo era ya mediodía. Se enjugó la frente con la manga de la camisa y abrió una bolsita de M&M’s (no dejaban migas). Estaba comiendo los últimos, dos de color amarillo, cuando oyó una voz familiar frente a la casa.
Se acercó a una ventana delantera. Luisa estaba en el camino de entrada con una amiga. Singh se metió en la habitación libre que le quedaba más a mano, empujó la bandolera bajo la cama y luego se deslizó él también, procurando no levantar demasiadas motas de polvo mientras las chicas entraban en la cocina, en el piso de abajo. Cambió el canal de su receptor y escuchó sus movimientos. Sin decirse nada, estaban abriendo el frigorífico y los armarios, sirviendo líquidos en sendos vasos y pasándose bolsas de plástico.
—Ésos no te los comas —dijo Luisa.
—¿Por qué?
—Mi madre se fija en todo.
—¿Y éstos? ¿Puedo?
—Será mejor no tocarlos.
Subieron, pasaron de largo y se metieron en la habitación de Luisa. Singh permaneció muy quieto. Tres horas después las chicas se cansaron de la tele y salieron con unos prismáticos. Singh volvió a la ventana de antes y las estuvo observando hasta que se encontraron a una manzana de distancia. Luego volvió al sótano y salió por la escalera de atrás anotando algo en su libreta de lecturas de contador.
En su segundo apartamento, situado en Brentwood, reveló y positivo la película. No salió de allí durante tres noches y dos días, dedicado a leer los documentos y a escuchar las casi cien horas de conversaciones de los Probst registradas hasta entonces. Se alimentaba de comida precocinada y congelada. Bebía agua del grifo y a ratos echaba un sueño.
Cuando el viernes por la noche Luisa salió de la casa, él estaba esperando en Lockwood Avenue dentro del LeSabre verde de dos puertas que había alquilado dos meses atrás. Singh, deliberadamente, lo pronunciaba a la francesa: LeSob. Luisa recogió a cuatro amigos de cuatro casas distintas y condujo hasta Forest Park, y una vez allí fueron a sentarse en —y a revolcarse arriba y abajo y a pisar la hierba de— una colina que llamaban Art Hill. La Colina del Arte. Enfrente quedaba el museo. Al caer la noche, los jóvenes fueron en coche a un campo de minigolf que había en la Autopista 366 llamado Mini-Links, quince kilómetros al suroeste de la colina. Singh aparcó el LeSob al otro lado de la carretera y los estuvo observando con sus prismáticos mientras los jóvenes metían pelotas de colores por un agujero en la base de un poste totémico. Las caras de los dos chicos eran tan lampiñas como las de las tres chicas. Todos ellos reían y se pavoneaban con ese feliz dominio —repelente en cualquier país— de los quinceañeros cuando están en su elemento.
La noche siguiente, sábado, Luisa y su compinche de novillos Stacy compartieron marihuana en un parque oscuro y fueron a ver una película de porno blando, los placeres de la cual Singh optó por ahorrarse. El domingo por la mañana Luisa y una chica distinta cargaron material de ornitología en el BMW y pusieron rumbo al oeste. Singh las siguió sólo hasta el límite del condado. Había visto suficiente.
En la tierra de nadie limitada por las sinuosas vías de acceso a la autovía de East St. Louis (Illinois) estaba el almacén donde Singh tenía un loft, su tercer apartamento y su preferido de los tres. Se lo había buscado personalmente la princesa Asha —el edificio era una de las numerosas propiedades inmobiliarias de la Hammaker Corporation— y ella había pagado también la moqueta verde de sus tres habitaciones, así como los electrodomésticos y la ducha añadida al cuarto de baño. El loft no tenía ventanas, solamente claraboyas de vidrio mate. Las puertas eran de acero. Las paredes tenían tres metros treinta de alto, y eran a prueba de incendios y de ruidos. Encerrado en la habitación más interior, Singh podía estar en cualquier parte del mundo, es decir, no en St. Louis. De ahí que le gustara tanto.
La sombra difusa de una paloma cayó sobre la claraboya, seguida de una segunda sombra. Singh abrió la carpeta de Probst, que estaba junto a él en el suelo. Jammu le había estado llamando toda la semana, presionándole para poner en marcha un plan que llevara a Probst a su terreno. Jammu tenía mucha prisa. Con la ayuda del alcalde y de un concejal corrupto, estaba empezando a diseñar cambios en las leyes tributarias de la ciudad, cambios que la ciudad no podría llevar a cabo a menos que, mientras tanto, una parte de la riqueza y de la población del condado fuera persuadida de trasladarse nuevamente hacia el este. Pero el condado guardaba celosamente sus recursos. Nada que no fuera la reunificación podría inducirlo a colaborar en la salvación de la ciudad. Y dado que los votantes del condado se oponían obstinadamente a toda forma de cooperación, Singh y Jammu estuvieron de acuerdo en que la única forma de catalizar una reunificación era centrarse en las personas físicas que modelaban la política en la región, que determinaban la ubicación y la tendencia de las inversiones. Según Jammu, no harían falta más de una docena de catalizadores, siempre y cuando se los hiciera actuar de involuntario común acuerdo. Y si había que hacer caso de sus pesquisas, ya había identificado a sus doce candidatos. Previsiblemente, eran todos varones, asistían todos a las reuniones de Municipal Growth, y en su mayoría eran directivos con una gran influencia en sus accionistas respectivos. Éstos eran los hombres que ella necesitaba «a toda costa».
Qué pensaba hacer con ellos cuando los tuviera en el bolsillo, cuando hubiera remediado los males de la ciudad y hubiera trascendido su papel en el Departamento de Policía para convertirse en la primera dama de Mound City[1], era algo que no le dijo. De momento, sólo le preocupaban los medios a emplear.
Peleando contra sus enemigos en Bombay y fomentando los intereses de su familia, Jammu había desarrollado la idea de un «Estado» en donde la conciencia cotidiana del individuo quedara seriamente limitada. La versión más blanda del Estado, la que mejor había funcionado en Bombay, explotaba la inquietud por los impuestos. Pensando en las docenas de ciudadanos cuyas ideas deseaba modificar, Jammu había hecho que la oficina de Hacienda realizara auditorías tremendamente prolongadas. Y cuando el individuo en cuestión llegaba a un estado en que vivía y respiraba y soñaba únicamente con impuestos, Jammu asestaba el tiro de gracia. Pedía al individuo un favor que éste normalmente no le habría concedido, obligaba al individuo a dar un paso en falso que seis meses antes no habría dado ni en sueños, le sacaba una inversión que el individuo habría tenido mil y una razones para no hacer… No era un método infalible, por supuesto. Inicialmente, Jammu necesitó una cierta dosis de ventaja, pero en general esa ventaja consistía en poco más que en la susceptibilidad del individuo al encanto de Jammu.
El Estado tenía dos virtudes sobre otras formas más convencionales de coerción. En primer lugar, era tangencial. Surgía de una parte del individuo que no podía asociarse a Jammu, a la policía ni, con frecuencia, a la esfera pública. Segundo, era flexible. Podía adaptarse a cualquier situación, a cualquier debilidad por parte del individuo. Jammu había transformado al peligroso Jehangir Kumar, un hombre que amaba la bebida, en un alcohólico incorregible. Cuando el señor Vashni Lal, un sujeto que venía teniendo dificultades con sus mal pagados soldadores, hizo un intento de destronar a Jammu de su jefatura, ésta le había organizado una crisis laboral, un sangriento levantamiento que sus propias fuerzas policiales tuvieron que ir a sofocar. Había abrumado a progresistas de sentimiento de culpabilidad, había convertido a fanáticos en paranoicos de verdad. Se había cebado en los peores miedos de empresarios dinámicos impidiéndoles dormir, y en la tendencia a la gula de uno de sus inspectores rivales enviándole un apasionado chef bengalí que le preparó una operación de vesícula y una jubilación anticipada. El propio Singh había intervenido en la vida de un mariposón, un millonario de Surat que falleció poco después, volviéndolo impotente al servicio del Proyecto Poori.
Dada la naturaleza intercambiable de los empresarios, Jammu insistió en que sus candidatos de St. Louis fueran siempre operativos. Debían permanecer en el poder, pero con sus facultades mermadas. Y fue aquí —al buscar una vía para el Estado, una manera de mermar— cuando Singh se topó con el problema de Martin Probst.
Probst no tenía ninguna debilidad.
Era honesto, cabal y tranquilo hasta la suficiencia. Carecía de vicios. Para ser un contratista, su historial profesional era increíblemente intachable. Sólo apostaba por proyectos que fueran a todas luces necesarios. Contrataba asesores independientes para que revisaran su obra. Cada mes de julio enviaba a sus empleados una relación detallada de los gastos de la compañía. Los únicos enemigos que tenía en la actualidad eran los sindicatos, a los que había contrariado en 1962; y los sindicatos ya no tenían peso en la política de St. Louis.
También la vida doméstica de Probst parecía estar en orden. Singh había podido escuchar algunas peleas domésticas, pero nada más que mala hierba, de corta raíz, que brotaba por las juntas de un sólido pavimento. La sosegada imagen de la familia Probst era, de hecho, lo que más parecía admirar en él toda la ciudad. Singh había espigado entre la biblioteca de cintas que R. Gopal había estado inventariando para Jammu. En una, el alcalde Pete Wesley hablaba con el tesorero del Consejo Rector de la East-West Gateway.
Wesley (+ R. Crawford, sáb. 10/9, 10:15, Ayuntamiento)
PW: No, aún no he hablado con él. Pero el jueves vi a Barbara en el partido de béisbol y le pregunté si se lo había pensado.
RC: En el partido de béisbol.
PW: Curioso, ¿no? De cualquier otra mujer, uno pensaría que estaba chiflada.
RC: Quieres decir que iba sola.
PW: No sé cómo se lo hace. Cualquier otra… ¿Te imaginas a alguien como Betty Norris sentada allí solita en las gradas?
RC: ¿Qué te dijo Barbara?
PW: Estuvimos hablando un buen rato. No conseguí saber qué era lo que pensaba Martin, pero ella desde luego ya había tomado una decisión.
RC: ¿En qué sentido?
PW: Pues a favor. Totalmente a favor. Es una mujer impresionante. Y, mira, para ser una familia tan pequeña, hay que ver la de veces que te topas con ellos, ¿no?
Ripley (Rolf, Audrey, lun. 5/9, 22:15)
AR: ¿No te parece que Luisa es de esas niñas a las que podría pasarles algo? Hoy estaba tan simpática… Todo en ella es tan perfecto que no es difícil pensar que le ocurra alguna desgracia… (Pausa.) Como una muñeca que se puede romper. (Pausa.) ¿No te parece?
RR: Pues no.
Meiner (Chuck, Bea, sáb. 10/9, 01:30)
CM: Era Martin. Quería asegurarse de que hubiéramos llegado bien a casa. (Pausa.) Estoy convencido de que no habría podido dormir si no llama. (Pausa.) ¿Tan borracho parecía yo?
BM: Tú y todos nosotros, Chuck.
CM: Es curioso, con ellos no lo notas tanto. Quiero decir, te hacen sentir tan a gusto…
BM: Son una pareja muy especial.
CM: Sí. Una pareja muy especial.
Qué mala suerte, pensó Singh, que R. Gopal ya no tenga tiempo de seguir organizando estas conversaciones grabadas y darles una forma tan útil. «Creo que ya hemos superado esa fase», había dicho Jammu. «Tengo otro trabajo para Gopal.»
Murphy (Chester, Jane, Alvin, 19/9, 18.45)
JANE: ¿Sabes a quién he visto hoy, Alvin? A Luisa Probst. ¿Te acuerdas de ella?
ALVN: (mascando algo) Más o menos.
JANE: Se ha convertido en una chica muy guapa.
ALVN: (mascando)
JANE: Creo que estaría bien que la fueras a ver algún día. Estoy segura de que le encantará saber de ti.
ALVN: (mascando)
JANE: Sólo digo que estaría bien.
ALVN: (mascando)
JANE: Recuerdo que era más bien gordita. Hace que no la veía, uf, tres años. Ya nunca voy a Webster Groves. A su madre sí la veo a menudo. (Pausa.) Yo creo que estaría pero que muy bien que la llamaras.
CHES: Déjalo, Jane.
Una chica muy guapa. Una pareja especial. Singh se cuidó mucho de no inferir que una parte del poder de Probst emanaba de su encantadora familia, pero sin duda alguna la familia era una fuente de fuerza incomparable. Una fuerza como ésa podía equivaler a una debilidad. Hasta Baxti se había dado cuenta. En su resumen había escrito:
Incorrupto en el 72, y peor.
(En 1972 un miembro de un grupo partidario de extirpar los barrios bajos había solicitado una retribución, y Probst se había chivado a la prensa.)
Probst no tiene pecados y sí moralidad. Morirá: todo hombre es moral. Ésta es la clave. Muerte en el aire. Primer paso: el perro. Segundo paso: la hija. Tercer paso: la esposa. Pérdidas continuadas. Y quedarse solo. Él ama a su perro. Le llama por el nombre de mascota. Adiós chucho…???
Así se expresaba Baxti cuando estaba inspirado. Su estilo informativo, en hindi, era un poco más fácil de seguir.
Singh cerró el dossier y miró las palomas borrosas sobre la claraboya. Baxti era torpe, pero nada tonto. Había tomado el camino correcto. Como ciudadano occidental, Probst era impresionable a priori. A fin de incitarlo al Estado, quizá sería necesario acelerar simplemente el proceso de aflicción, condensar en tres o cuatro meses las pérdidas de veinte años. Se trataría de accidentes no relacionados entre sí, una «mala racha», como escribía Baxti en alguna parte. Y el proceso podía darse por incrementos, durando sólo hasta que Probst apoyara públicamente a Jammu e instara a hacer otro tanto a Municipal Growth.
Muy bien. El siguiente paso era la hija. Singh había completado la investigación de Baxti leyendo las cartas, diarios y libretas de Luisa, había oído la afirmación de sus posesiones y, sin ser él un experto en juventud americana, le pareció que Luisa era una chica muy típica. Había pasado por el ortodoncista. No tenía enfermedades ni parásitos. Era rubia, más o menos, medía un metro sesenta y cinco y sabía sacar partido de su riqueza. Había gustado a varios chicos y acababa de dar calabazas al más reciente. Tenía un aparato estéreo marca TEAC, 175 discos de vinilo, no tenía coche ni ordenador, una red para insectos y un tarrito de cianuro, un diafragma dentro de su estuche original con un tubito de Gynol II, un televisor pequeño, más de 40 jerseys, más de 20 pares de zapatos. Tenía 3.700 dólares en su cuenta personal de ahorros y, aunque eso no importaba, casi 250.000 en cuentas conjuntas y fondos fiduciarios. Esta proporción —de 2.500 a 37— era la expresión matemática de su distancia respecto a la edad adulta. Hacía novillos y tomaba estupefacientes; las mataba callando.
Singh tenía que pensar en cómo desgajarla de la familia. «Nada de cosas raras», insistía Jammu. Lo menos raro era emplear la violencia. Pero si bien una cosa era que Baxti matara al perro de Probst, otra muy distinta era emplear el trauma familiar como primer recurso. El trauma producía aflicción, convulsiones catárticas. Muy bonito. Pero no inducía al Estado.
Tampoco las otras técnicas clásicas servían para Luisa. Singh no podía raptarla; eso entrañaría terror y pena en exceso. No podía emplear halagos, no podía convencerla de que tenía un gran talento en algún campo concreto, porque no lo tenía, y era demasiado sarcástica para dejarse timar. El soborno también estaba descartado. Jammu sabía de un banquero de Talstrasse que estaría encantado de abrir una cuenta, pero Luisa todavía no conocía el significado del dinero. Era también demasiado joven para persuadirla, al estilo Misión Imposible, de que un pariente o un amigo estaba tramando algo contra ella. No era demasiado joven para los narcóticos, por supuesto, y Singh era un camello de los mejores, pero las drogas entrañaban otra forma de trauma. Quizá hubiera funcionado el adoctrinamiento político, pero llevaba demasiado tiempo.
No le quedaba más alternativa que seducir a la chica. Aun siendo una técnica bastante rara, la seducción era ideal para objetivos jóvenes y lascivos, objetivos en esa edad en que son astutos y buscan diversión o líos. El único problema real era cómo acceder. Luisa nunca estaba sola salvo en su casa, o en el coche o en una tienda u observando pájaros o en la biblioteca (y Singh ya sabía que era mejor no hacer amistad en las bibliotecas públicas americanas). ¿De qué manera podía llegar a conocerla un extraño como él?
Tendría que hacerlo Singh, eso por descontado. No había nadie más. La chica preferiría hacerlo con un caimán antes que acostarse con Baxti. Pero Singh era pulcro. En época de vacas flacas había sido modelo de corbatas. Su imagen era la de la Limpieza. La gente decía que era por sus dientes. Bueno, quizá. En cualquier caso, era limpio. Limpio y —no menos importante— irresistible. Un auténtico gigoló con las americanas. Qué diablos, hacía sólo una semana…
El problema era acceder. Aunque consiguiera hacerla salir de casa —mandándole por correo entradas libres a un club, o a un concierto— ella se llevaría a una amiga. A veces, sí, iba a mirar pájaros ella sola, pero Singh no sabía nada de ornitología. Tardaría semanas en aprender el argot, y la idea de perder el tiempo con esos bichos que se pasaban el día lanzando chorros de excremento líquido (a Singh no le gustaba la naturaleza) le resultaba del todo repugnante. Qué pena que el hobby de Luisa no fueran los cuchillos. Singh poseía algunos por los que un coleccionista experto habría vendido a su propia hermana. El Flayer birmano…
El problema era acceder. Bastaría una hora a solas con la chica. La Mística de Oriente se ocuparía del resto. Figurillas de jade, botella de Moët, una docena de rosas. Luego la seducción; llevarla a Nueva Orleans; hincharla de cocaína.
Singh se reclinó en la blanda moqueta verde.
1. Una amiga de fuera, por ejemplo alguien con quien se carteara, llega inesperadamente a la ciudad. Llama a Luisa, la invita a tomar algo. Ya no está en el bar cuando Luisa llega. Acaba enrollándose con un amable desconocido.
2. Un representante de una famosa revista para jóvenes, un hombre intrigante de buena dentadura, la telefonea. Quiere entrevistarla. En profundidad. Le gustaría que ella hiciera de corresponsal para la revista. La invita a sesiones de trabajo a puerta cerrada.
3. Un amante de la naturaleza con muy atrayentes atributos físicos se topa un día con ella en el campo. Luisa está sola. Después de unas cuantas bromas inocentes, se adentran en un bosque para dar un paseo.
Singh estaba en el suelo, aislado, en una habitación que le obligaba a sentar la cabeza. Su estómago gruñó levemente, una hambrienta banda sonora para las silenciosas sombras de palomas en la claraboya. De la gente de su edad, los camaradas que tenía en Srinagar, el Grupo de Lectura del Pueblo, al menos diez estaban en la cárcel. Una docena habían muerto y otros diez eran organizadores en Madrás, Sri Lanka, Bombay. Algunos vivían bastante bien en Bengala Occidental. Había uno en Angola, tres en Suráfrica, uno en Etiopía, media docena todavía en Moscú, y al menos dos más en Centroamérica, mientras que Balwan Singh, el cerebro del grupo, el chaval que había matado al vicegobernador de un bayonetazo, había llegado más lejos que nadie: hasta East St. Louis (Illinois), donde ahora tramaba la más decadente de las subversiones, tumbado de espaldas en el suelo. Sólo había otro miembro del viejo cuadro en Estados Unidos, y era Jammu. Jammuji, flor silvestre, perfume inigualable. Y ella no tenía que tramar nada. Se dedicaba a amasar poder y dejar el trabajo sucio a sus subordinados, no fuera que su dignidad saliera salpicada. Singh quería entrar en acción, la única manera de olvidar todos estos planes. Quería, también, a Luisa Probst con repentina fuerza criminal. Quería doblegarla. Se quitó un zapato y lo lanzó con furia contra la claraboya. Las sombras se dispersaron.
*
Martin Probst se había criado en St. Louis ciudad, en un viejo barrio alemán que había en la zona sur. Con dieciocho años montó un negocio de demolición, y dos años más tarde lo ampliaba hasta convertirlo en una empresa de construcción en general. A los veintisiete conmocionó a todo el establishment de la construcción local al ganar el concurso para erigir el Gateway Arch. Al poco tiempo se había convertido en el constructor más solicitado de St. Louis: los gobernantes locales preferían sus moderadas ofertas, y los grupos privados se lo disputaban por la excelente factura de sus trabajos. La prensa local solía ponerlo en la lista de posibles candidatos a cargos de rango estatal, no porque él mostrara indicios de querer presentarse, sino porque los observadores no se lo imaginaban trabajando toda su vida en el estrecho marco del mundo de la construcción. A diferencia de muchos contratistas, Probst no era «todo un carácter» ni un temerario babeante ni un rubicundo fumador de puros. Medía un metro ochenta, se le daba bien hablar, el típico directivo de Missouri cuyo rostro era memorable únicamente porque había estado apareciendo por toda la ciudad durante treinta años. Como un albañil del Medievo, tosco pero reservado, iba dondequiera que estuviese la obra.
Ahora, la obra estaba principalmente en West County, la zona ex urbana del condado de St. Louis que había más allá de la carretera de circunvalación. En cinco años Probst había construido el St. Luke’s West Hospital, un instituto de enseñanza secundaria en el distrito de Parkway West y un complejo de oficinas-ocio-hotel-centro comercial llamado West Port. Había construido los condominios de Ardmore West, ramificaciones hacia el oeste de cinco carreteras del condado, y carriles extra en la U.S. 40 hasta los límites occidentales del condado. Recientemente había empezado trabajos en Westhaven, «un gran entorno de trabajo y calidad de vida» cuyos trescientos cincuenta mil metros cuadrados de espacio alquilable estaban pensados ni más ni menos que para dejar en ridículo a West Port.
El tercer sábado de octubre, una semana después de que Singh hubiera concretado sus planes para Luisa, Probst conducía su Lincoln de vuelta a casa tras la reunión en Municipal Growth escuchando el programa de jazz que la KSLX emitía los sábados por la noche. Sonaba Benny Goodman. La luna llena había estado en el cielo al salir Probst de su casa cinco horas antes, pero entre tanto el tiempo había empeorado. La lluvia explotaba contra el parabrisas mientras conducía por Lockwood Avenue. Estaba acelerando al ritmo vertiginoso del clarinete de Goodman.
La reunión había sido un fracaso. Confiando en suscitar un poco de esprit de corps, Probst había tenido la idea de programar una reunión un sábado por la noche, con cena incluida y entrecot para veinticinco personas en un comedor privado del Baseball Star. La idea no podía haber sido más mala. Ni siquiera hubo quorum hasta que Probst convenció a Rick Crawford para que renunciara a ir al teatro. Todos se lanzaron a beber mientras llegaba Crawford. El debate final sobre los centros hospitalarios de la ciudad fue interminable y complicado. Y cuando Probst se disponía a proponer un aplazamiento, el general Norris se levantó y ya no paró de hablar hasta cuarenta minutos después.
El general Norris era el consejero delegado de General Synthetics, uno de los principales fabricantes de productos químicos del país y pilar de la industria en el condado de St. Louis. Su riqueza personal y sus radicales opiniones políticas tenían magnitudes casi míticas. De lo que quería hablar, dijo, era de conspiración. Afirmó que le parecía alarmante y significativo que durante la misma semana de agosto dos mujeres indias se hubieran arrogado posiciones de mando en la ciudad. Señaló que India era esencialmente un satélite soviético, e invitó a Municipal Growth a analizar lo que podía ocurrir ahora que Jammu controlaba la policía de la ciudad y la princesa controlaba al hombre que dirigía la Hammaker Brewing Company y era propietario de gran parte de su capital. (Por suerte para los reunidos, Sidney Hammaker era uno de los ausentes aquella noche.) Norris dijo que había claros indicios de que Jammu, con ayuda de la princesa Asha, estaba conspirando para subvertir el gobierno de St. Louis. Instó a Municipal Growth a formar una comisión especial encargada de controlar sus movimientos. Habló del FBI…
Probst sugirió que el FBI tenía mejores cosas que hacer que investigar al jefe de policía y a la mujer de Sidney Hammaker.
El general Norris dijo que aún no había acabado de hablar.
Probst dijo que ya había oído bastante, y creía que lo mismo opinaban los demás. Dijo que Jammu parecía estar haciendo bien su trabajo; era pura coincidencia que ella y la princesa hubieran aparecido en la ciudad al mismo tiempo. Dijo que, como medida política, Municipal Growth debía evitar tomar ninguna medida que pudiera poner en peligro su eficacia provocando una polarización de sus miembros y saliendo a la palestra como otra cosa que lo que era, una asociación sin ánimo de lucro.
El general tamborileó en la mesa con los dedos.
Probst señaló que había sido Norris el que había apoyado la candidatura de Rick Jergensen a jefe de policía. Señaló que la candidatura de Jergensen —mejor dicho, el poder de quienes le respaldaban— había resultado un factor decisivo en el punto muerto de las negociaciones, y que ese punto muerto había llevado directamente a la elección de Jammu…
—¡Discrepo! —el general Norris se levantó de un salto y apuntó a Probst con el dedo—. ¡Discrepo! ¡No estoy de acuerdo con esa conclusión!
Probst aplazó la reunión. Sabía que había molestado al general y a sus camaradas, pero no se quedó a enmendar las cosas. Para empezar, el general se había marchado ya.
Llovía a mares cuando Probst llegó a casa. De mala gana, abandonó la privacidad de su coche, el ambiente de jazz, cerró la puerta del garaje y cruzó el césped a toda prisa. El aire llevaba húmedas hojas muertas.
Encontró a Barbara dormida en la cama con el último New Yorker abierto sobre el estómago. La televisión estaba encendida pero sin volumen. Probst evitó las tablas que sabía que crujían bajo la moqueta.
En el cuarto de baño, mientras se cepillaba los dientes, reparó en unos cabellos grises cerca de su sien derecha, casi un mechón. Eso le hizo abrir los ojos como platos. ¿Pero por qué, se preguntó, tenía que encanecer de repente? Iba muy adelantado en el proyecto de Westhaven, bueno, algo justo de personal, quizá, el clima le preocupaba un poquito, pero desde luego iba muy por delante de los plazos fijados, y no estaba en absoluto preocupado.
Claro que, casi tenía cincuenta años.
Se relajó y se cepilló con energía, procurando alcanzar la cara interna de sus cuatro muelas del juicio, zonas de peligro para las caries. Al recordar que Luisa no había regresado todavía, fue por el pasillo hasta su cuarto, que parecía estar más frío que el resto de la casa, encendió la lamparita de noche y le abrió la cama. Salió al pasillo y bajó las escaleras. Abrió la puerta principal y encendió la luz del exterior.
—¿Eres tú, cariño? —llamó Barbara desde arriba.
Probst volvió a subir pacientemente la escalera antes de responder:
—Sí.
Barbara había subido el volumen de la tele con el mando a distancia.
—¿Yo te llamo «cariño»?
Puede que la Calle Cuarenta y Dos no sea el centro del universo pero…
—¿Qué tal la reunión? —preguntó ella.
—Fracaso total.
Les contaría toda la historia pero hay censura…
La imagen se arrugó al apagar Probst el aparato. Barbara frunció el ceño, ligeramente enfadada, y cogió su revista. Se había puesto las gafas de leer y llevaba un camisón azul cielo por el que se vislumbraban los pechos, sus trayectorias tangenciales, sus densas areolas marrones. El cabello, que últimamente se había dejado crecer un poco más, caía en forma de S junto al lado derecho de su rostro, protegiendo sus ojos de la lámpara.
Cuando él se metió en la cama ella se escoró hacia el centro del colchón pero sin dejar de leer. Él no podía creer que estuviera realmente tan concentrada. ¿No dormía hacía apenas dos minutos? Echó un vistazo a las revistas apiladas en la mesita de noche y eligió un National Geographic que no había leído aún. En la cubierta había un sonriente Buda de piedra con ojos de piedra que no veían.
—Tu cuñado no ha venido a la reunión —le dijo a Barbara—. Es la clase de favor que yo agradezco.
Barbara se encogió de hombros. Su hermana mayor, Audrey, estaba casada con Rolf Ripley, uno de los industriales más importantes de St. Louis. Ni a Probst ni a Barbara les gustaba la compañía de Rolf (por decirlo suavemente) pero Barbara se sentía más o menos responsable de Audrey, que era proclive a desastres emocionales, de modo que Probst, por su parte, tenía que ser educado con Rolf. Se veían semanalmente en el viejo Racquet Club para jugar al tenis. Esta mañana habían jugado un partido y Rolf no le había dado opción. Frunció el entrecejo. Si Rolf tenía tiempo para el tenis, ¿por qué no para Municipal Growth?
—¿Tienes idea de dónde estaba? ¿Has hablado con Audrey?
—Ayer.
—¿Y?
—Y ¿qué?
—¿Tenían algún plan para esta noche?
Barbara se quitó las gafas y le miró.
—Rolf se está viendo con otra. Una vez más. No me hagas más preguntas.
Probst giró la cabeza. Sentía una curiosa ausencia de irritación. Era suficiente con que Barbara se peleara con Rolf; a Probst había dejado de preocuparle. Rolf dirigía su propio imperio de electrodomésticos (sólo Wismer Aeronautics tenía una plantilla más numerosa) y St. Louis le consideraba el gran brujo de las finanzas, pero tenía hábitos de playboy y una figura enjuta y ojerosa que le iba como anillo al dedo. Unos diez años atrás había empezado a hablar con acento británico. La cosa iba a más, como si cada lío de faldas le empujara a ello. Era un tipo demasiado raro para que Probst se ofendiera.
—Pues ya ves, esta mañana hemos jugado al tenis —dijo—. ¿Dónde está Lu?
—Me extraña que no haya llegado. Le dije que volviera pronto. Cada vez está mas resfriada.
—¿Ha salido con Alan?
—Cielo santo, Martin.
—Vale, vale, vale —dijo él. Luisa había terminado con Alan—. Bueno, ¿y dónde está?
—No tengo ni idea.
—¿Cómo que no tienes ni idea?
—Pues eso. Que no lo sé.
—¿Es que no le has preguntado?
—Yo estaba aquí arriba cuando se marchó. Me dijo que no tardaría mucho.
—¿Cuánto hace de eso?
—Serían las siete. Poco después de que te fueras tú.
—Ya son casi las doce.
Una página pasó. La lluvia golpeaba las ventanas y caía a chorro por los canalones.
—Creía que nuestra política era saber dónde estaba Luisa.
—Mira, Martin. Lo siento. Déjame leer un poco, ¿de acuerdo?
—Está bien. Está bien. Me sale la política hasta por las orejas. Perdona.
En la práctica, aparentemente, por el hecho verificable de no haber pecado nunca mucho, Probst podía arrogarse una superioridad moral sobre Rolf Ripley. Ya desde un principio sus ambiciones le habían impedido ir por la vida como un tren de mercancías, sus amigos casados tenían que vérselas para convencerle de que saliera a cenar al menos una vez al mes. El principal de estos amigos de antaño era Jack DuChamp, vecino de Probst con quien compartía soledad en McKinley High. Jack había sido unos de esos chicos que desde la pubertad no desean otra cosa que ser sabios y adultos como sus padres. Jack siempre estaba a vueltas con el matrimonio y la madurez, y Probst, cómo no, era uno de los principales impíos que él trataba de convertir. Sus intentos habían empezado en serio un bochornoso viernes del mes de julio, en la casita que Jack y Elaine tenían alquilada. Jack todavía hinchaba el pecho de celo matrimonial. No dejó de sonreír a Probst durante toda la cena como si esperara que le siguiera dando la enhorabuena. Cuando Elaine empezó a recoger la mesa, Jack abrió dos nuevas cervezas y se llevó a Probst al porche de la parte de atrás. El sol se había puesto detrás de la bruma que cubría las vías del tren más allá de la cerca de los DuChamp. Los bichos empezaban a despertar en la maleza. Jack chascó la lengua y dijo:
—Hay veces en que las cosas pueden salir bien.
Probst guardó silencio.
—Estás triunfando, colega, se nota a la legua —continuó Jack con voz de estar escribiendo la historia—. Las cosas suceden muy deprisa, y me gusta el tenor que están tomando. Sólo espero que podamos verte el pelo de vez en cuando.
—¿A qué te refieres?
—Bien —Jack enseñó una sonrisa paternal—, te lo diré. Todo te está saliendo a pedir de boca, y me consta que no somos los únicos que nos damos cuenta. Has cumplido veinte años, por fin tienes un poco de dinero que gastar, tienes buena pinta, inteligencia…
Probst rió.
—¿De qué estás hablando?
—De que yo, Jack DuChamp —se señaló a sí mismo—, a veces creo que te envidio.
Probst miró hacia la cocina. Se oía rumor de platos en el fregadero.
—No es eso —dijo Jack—. Soy un hombre de suerte y tú lo sabes. Es sólo que nos gusta hacer conjeturas.
—¿Sobre qué?
—Pues verás, nos gusta hacer conjeturas… ¿estás preparado? —Jack hizo una pausa—. Nos gusta hacer conjeturas sobre tu vida sexual, Martin.
Probst notó que palidecía.
—¿Cómo dices?
—Sí, hombre. En las fiestas. Se ha convertido en una especie de juego, cuando tú no estás por allí. Si hubieras oído a Dave Hepner el sábado pasado… «Sábanas de raso y tres tías a la vez.» Sí, Elaine se enfadó mucho porque le pareció que la cosa subía demasiado de tono.
—Pero Jack… —Probst estaba horrorizado.
Pasado un momento, Jack meneó la cabeza y agarró a Probst del brazo. Siempre había sido un bromista, un guasón.
—No —dijo—. Es broma. Es que a veces nos preocupa que puedas estar trabajando un poco más de la cuenta. Y… Bueno, mira. Conocemos a una chica que tal vez te podría interesar. En realidad es prima mía. Se llama Helen Scott.
Durante casi un mes, Probst no hizo nada con el número que Jack le había pasado, pero el nombre, Helen Scott, empezó a crearle una visión de esplendor femenino tan abrumadora que, al final, no le quedó más alternativa que telefonearla. Quedaron en verse. Probst la recogió un domingo por la tarde en la pensión donde estaba viviendo (Helen se habría mudado a la ciudad al aceptar un empleo en Bell Telephone) y fueron a Sportman’s Park a ver el partido de los Browns contra los Yankees. Helen Scott estaba muy bien. Como Probst había confiado, no guardaba el menor parecido con su primo Jack. Tenía una voz ronca y campestre, el pelo ondulado, llevaba una falda de talle alto conforme a la moda de la época, que, más democrática que modas posteriores, al menos no desmerecía la apariencia original de ninguna mujer. El amor preconcebido impidió a Probst hacer ningún otro tipo de valoraciones. Se sentaron en la grada. Los Browns, que fueron inmediatamente arrasados por los Yankees, eran el equipo perfecto para una primera cita, ya que su tendencia general a cometer errores les confería una inocencia de la que los Yankees parecían carecer por completo. Probst, con una chica guapa a su lado, sintió una caridad rayana en la alegría.
Después del partido, Helen y él fueron a Crown Candy a tomar bocadillos y batidos (aquí pudo observar que ella tenía la boca grande y muy poco apetito) y luego pararon en el apartamento de él, que en realidad era el sótano de la casa de su tío George. Allí, en su sofá cama, con una celeridad que demostraba hasta qué punto le habían impacientado los largos preliminares, Helen le besó. Por la forma en que se entregó a él, Probst supo que estaba a un paso de conseguirlo. La cabeza empezó a dolerle. Ella dejó que le quitara la blusa y el sostén. Los pasos del tío George, vacilantes por culpa de la gota, presionaban las tablas encima de sus cabezas. Helen se abrió la falda y Probst la besó en las costillas y le pellizcó los pezones, pues había oído decir que las mujeres lo encontraban muy placentero.
—No hagas eso.
Su voz sonó dolorida. Se incorporaron, jadeando como nadadores. Probst creyó entenderlo. Pensó que ella quería decir que se había propasado. Y entonces Helen cambió realmente de parecer; mientras él estaba allí sentado, contrito e inseguro, ella volvió a vestirse, defendiéndose (o así lo veía él) de sus lacerantes manos varoniles.
Probst la acompañó de vuelta a la pensión. Ella le besó en la frente antes de entrar corriendo. Él estuvo esperando un rato, en la oscuridad, como si pensara que tenía que volver a salir. Le parecía cruel que sus logros profesionales no le hubieran servido de nada en el sofá cama, que ser un hombre en el mundo no le convirtiera en un hombre de mundo. Y tanto entonces, sentado en el coche, como años después, recordando aquel día sentado en el coche —la ubicación del momento tenía esa cambiante ambigüedad, ahora lo ves, ahora no lo ves, de un autoengaño que uno sabe que está cometiendo—, decidió esperar hasta que sus logros fueran tan grandes que ya no le hiciera falta, en tanto que macho, llevar la iniciativa. Quería ser deseado. Quería ser él el objeto, tener ese poder. Quería ser así de grande.
De ahí que fuera virgen cuando conoció a Barbara y que le hubiera sido fiel desde el primer día.
Barbara apagó la luz de su lado.
—¿Vas a dormir? —preguntó él.
—Sí. ¿Tú no?
Probst procuró sonar despreocupado:
—No, creo que esperaré a que llegue Luisa.
Ella le dio un beso.
—Espero que no tarde mucho.
—Buenas noches.
El viento hacía temblar las ventanas del dormitorio. Era la una menos veinte, pero Probst estaba tranquilo porque Luisa sabía cuidarse. De eso estaba totalmente convencido. Luisa controlaba su vida de una manera casi antinatural; sólo había una cosa que controlara todavía más, y era la vida del prójimo, como el pobre Alan. Cuando iba a verla, como venía haciendo a diario desde el principio de la primavera, ella podía pasarse una hora al teléfono hablando con otros amigos. Alan esperaba sentado, sonriendo por las cosas graciosas que le oía decir a ella.
Rolf se está viendo con otra. Una vez más.
Luisa había dado calabazas a Alan en junio, el último fin de semana antes de partir para Francia. Lo anunció mientras cenaban. Sonó a una decisión muy industrial, como si todo el tiempo hubiera estado calculando los costes y beneficios, y finalmente Alan no hubiera pasado la prueba de productividad. Aunque a Probst le pareció bien aquella decisión, no quiso expresarlo verbalmente. Creía que un medio austero, un ambiente de estimulante censura, era el mejor semillero para la virtud, y en Webster Groves si tu padre ganaba tranquilamente 190.000 dólares al año y tenía un jardinero todo el día y una mujer de la limpieza a horas, no era fácil inspirar austeridad ni estimulante censura. De ahí que hubiera asumido el papel de entorno hostil cara a Luisa. Se negó a comprarle un coche. Dijo que no a una escuela privada. La había hecho pasar por las Girl Scouts. No le compró la mejor cadena de música del mercado. Imponía toques de queda. (Luisa se había saltado ya el del fin de semana en más de cuarenta minutos.) Le daban una paga semanal, que él a veces fingía haber olvidado dejarle sobre el tocador. (Luisa iba a quejarse a Barbara, quien siempre le daba lo que ella le pidiera.) La hizo llorar cuando llegó con una mala nota, en ciencias sociales. La obligaba a comer remolacha.
Barbara roncaba un poco. Como si hubiera estado esperando esta señal, Probst se levantó de la cama. Abrió el armario y se puso la bata y las zapatillas. Estaba cansado, pero no iba a poder dormir hasta que llegara Luisa. Había salido a las siete diciendo que no tardaría mucho. Ahora era casi la una. La hora de Rolf Ripley, la hora de los hombres feos ante los cuales se desinhibían inexplicablemente las desconocidas, la hora de hacerlo.
¿Lo estaría haciendo Luisa? ¿Dónde podía estar? Sus amigos habituales sabían que era mejor no saltarse el toque de queda, así que quizá había ido a alguna parte sin ellos. Luisa era muy suya. Había heredado los deseos de Probst pero no sus desventajas. Había nacido chica —era deseada— y no había tenido que ganárselo. No había tenido que esperar.
En la planta baja el frío se colaba por las ventanas. Mohnwirbel, el jardinero, no había colocado aún los bastidores suplementarios. Probst se imaginó a Luisa bajo la lluvia, poniéndole las cosas fáciles a un jovencito que no se lo merecía. Se imaginó a sí mismo dándole un bofetón cuando llegara a casa. «Estás castigada hasta nueva orden.» Una ráfaga de lluvia golpeó las ventanas de la sala de estar. Un coche con el motor trucado se desvió de Lockwood Avenue y enfiló Sherwood Drive. Cuando pasó por delante de Probst iba al menos a noventa por hora y el blap blap de los cilindros era ya un gemido. Notó una corriente de aire.
La puerta delantera estaba abierta. Luisa estaba entrando en casa. Girando el tirador con una mano y presionando el burlete con la otra, cerró la puerta sigilosamente. Una bisagra produjo un suave maullido. Probst oyó un clic. Luisa apagó la luz del exterior y dio un paso hacia la escalera.
—¿Dónde estabas? —dijo él, sereno.
Vio que ella daba un salto y la oyó boquear. Él mismo se sobresaltó, contagiado.
—¿Papá?
—¿Quién, si no?
—Me has dado un susto de muerte.
—¿Dónde has estado? —se vio a sí mismo como ella le veía, con su bata larga, cruzado de brazos, el pelo ya gris y enmarañado, las vueltas del pantalón de pijama rozando el suelo sobre sus zapatillas. Se vio a sí mismo como un padre, y culpó a Luisa de dar esa imagen.
—¿Qué haces levantado a estas horas? —dijo ella, sin responder a la pregunta.
—No podía dormir.
—Lo siento, es que…
—¿Lo estabas pasando bien? —le llegó un olor a pelo mojado. Luisa llevaba pantalón negro, chaqueta negra y zapatos negros, todo ello empapado. Los pantalones se pegaban a las curvas adolescentes de sus muslos y pantorrillas, y las costuras tenían un brillo mate a la luz del piso de arriba.
—Sí —Luisa evitó mirarle—. Hemos ido al cine. Y luego a tomar un helado.
—¿Tú y quién más?
Ella desvió la vista hacia el pasamanos.
—Pues… Stacy y los demás. Me voy a la cama, ¿vale?
No había duda de que estaba mintiendo. Él la había obligado a hacerlo, y estaba satisfecho. La dejó marchar.