1.

El jefe del Departamento de Policía de St. Louis, William O’Connell, anunció su retirada a primeros de junio, y la junta de comisarios, dejando de lado a los candidatos propuestos por los dirigentes políticos de la ciudad, la comunidad negra, la prensa, la asociación de agentes de policía y el gobernador de Missouri, eligió a una mujer, con experiencia en la policía de Bombay (India), para cubrir por cinco años el puesto vacante. La ciudad quedó consternada, pero la mujer —una tal S. Jammu— tomó posesión del cargo antes de que nadie pudiera impedírselo.

Esto fue el 1 de agosto. El 4 de agosto, el subcontinente indio volvía a ser primera noticia en la ciudad a raíz del matrimonio entre el soltero más codiciado de St. Louis y una princesa de Bombay. El novio era Sidney Hammaker, presidente de la Hammaker Brewing Company, el buque insignia industrial de la ciudad. Según los rumores, la novia era inmensamente rica. Las crónicas de la prensa local se hicieron eco de los informes que afirmaban que la princesa poseía un medallón de diamantes asegurado en once millones de dólares, y que había traído consigo un séquito de dieciocho sirvientes al trasladarse a la finca Hammaker, en la vecina localidad de Ladue. Los fuegos artificiales que culminaron la ceremonia nupcial cubrieron de pavesas todos los jardines en kilómetros a la redonda.

Todo empezó una semana después. Una familia india de diez miembros fue vista en una isleta de tráfico a una manzana al este del Cervantes Convention Center. Las mujeres vestían sari, los hombres traje oscuro, los niños pantalón corto y camiseta estampada. Todos ellos dejaban ver expresiones de disgusto controlado.

Hacia primeros de septiembre, escenas como ésta se habían convertido ya en un elemento más del paisaje urbano. Había indios paseándose sin motivo aparente por el puente que une Dillard’s y el St. Louis Centre. Se los vio extender mantas en el estacionamiento del museo de arte y prepararse un almuerzo caliente en un fogoncito portátil, jugar a las cartas en la acera delante del National Bowling Hall of Fame, visitar casas en venta en la zona de Kirkwood y Sunset Hills, sacarse fotos frente a la estación de Amtrak, en el centro, y congregarse en torno a la capota levantada de un Delta 88 parado en el arcén de la Forest Park Parkway. Los niños, invariablemente, parecían bien educados.

Por las mismas fechas se producía otra visita oriental, más familiar, a St. Louis, la del Profeta con Velo de Khorassan. Un grupo de empresarios había inventado al profeta en el siglo XIX a fin de conseguir fondos para causas loables. Año tras año volvía a St. Louis y se encarnaba en un miembro distinto de las fuerzas vivas cuya identidad era siempre un secreto celosamente guardado, y con sus misterios no confesionales el profeta aportaba un divertido glamour a la ciudad. Estaba escrito:

Y en ese trono, al que los ciegos creen

que millones de personas lo elevaron,

estaba el Profeta, el Gran Mokanna.

Su rostro estaba cubierto por el Velo, el Velo de Plata,

que él había tenido a bien ponerse,

a fin de ocultar su frente deslumbrante

a la vista de los mortales,

hasta que el hombre pudiera soportar su luz.

En septiembre llovió sólo una vez, el día del desfile del Profeta con Velo. El agua entraba a raudales por la campana de las tubas de las bandas callejeras, los trompetistas experimentaban dificultades con la embocadura. Los pompones languidecían, tiñendo las manos de las muchachas, que acababan ensuciándose la frente cuando se apartaban el pelo. Varias carrozas se vinieron abajo con el aguacero.

La noche del baile del Profeta con Velo, que era el principal evento social del año, el vendaval abatió cables de electricidad en varias zonas de la urbe. En la sala Khorassan del hotel Plaza de Chase-Park, concluía ya la presentación en sociedad de las jóvenes cuando se fue la luz. Los camareros acudieron rápidamente con candelabros, y cuando el primero de ellos iluminó la pista de baile se oyeron murmullos de sorpresa y consternación: el trono del Profeta estaba vacío.

Un Ferrari 275 negro corría por Kingshighway dejando atrás los supermercados sin ventanas y las iglesias fortificadas de la parte norte de la ciudad. Algunos observadores creyeron ver una túnica blanquísima detrás del parabrisas, una corona sobre el asiento del acompañante. Se dirigía al aeropuerto. Tras aparcar en una faja cortafuegos, el Profeta irrumpió a toda prisa en el vestíbulo del hotel Marriott.

—¿Tiene usted algún problema? —preguntó un botones.

—Soy el Profeta con Velo, imbécil.

En la planta superior del hotel, el Profeta llamó a una puerta. Salió a abrir una mujer alta y morena ataviada con un chándal. Era muy guapa. Se echó a reír.

*

Cuando el cielo empezó a clarear por el este sobre la zona meridional del estado de Illinois, los pájaros fueron los primeros en saberlo. A lo largo del río y en todas las plazas y parques del centro, los árboles empezaron a gorjear y agitarse. Era el primer lunes de octubre. Los pájaros del centro de la ciudad estaban despertando.

Al norte del distrito financiero, donde vivía la gente más pobre, una brisa mañanera sacaba olores a alcohol derramado y sudor antinatural de unos callejones donde nada se movía: un portazo pudo oírse desde varias manzanas de distancia. En los apartaderos de la zona industrial, entre el zumbido de acumuladores defectuosos y los repentinos y fantasmales estremecimientos de las cercas Cyclone, hombres con cortes de pelo cuadrados dormitaban en torres también cuadradas mientras allá abajo el material rodante tomaba posiciones. Hoteles de tres estrellas y clínicas privadas con una visibilidad abyecta ocupaban la zona alta. Más al oeste, el terreno era ondulado y árboles sanos servían de nexo entre las poblaciones, pero eso ya no era St. Louis, sino un suburbio. En el lado sur había hileras e hileras de casas de ladrillo cúbicas donde viudos y viudas dormían en sus camas y donde las persianas, bajadas en una época anterior, no se levantaban en todo el día.

Pero ninguna parte de la ciudad estaba más muerta que el centro. En el corazón de St. Louis, a resguardo del gemebundo tráfico nocturno de cuatro autopistas, había abundancia de espacios ajardinados. Aquí reñían gorriones y picoteaban palomas. Aquí el Ayuntamiento, una réplica del Hotel de Ville parisino pero con tejado de caballete, se elevaba de un solar insípido en todo su esplendor bidimensional. En Market Street, la principal arteria de la ciudad, el aire era saludable. A ambos lados de la calle se oía cantar a los pájaros, en solitario y a coro: era como un prado. Era como el jardín de una casa.

El responsable de tanta paz llevaba en vela toda la noche en Clark Avenue, al sur del Ayuntamiento. La jefa de policía Jammu, en la quinta planta de la jefatura, estaba abriendo el periódico de la mañana y extendiéndolo bajo la lámpara de su escritorio. Todavía estaba oscuro en la oficina, y del cuello para abajo, con su hombros estrechos y encorvados, sus rodillas huesudas envueltas en calcetines altos y sus pies inquietos, la jefa era la viva imagen de una colegiala que estuviera empollando.

Pero su cabeza era de persona mayor. Al inclinarse ella sobre el diario, la luz eléctrica dejó a la vista unos mechones blancos entre el sedoso cabello negro sobre su oreja izquierda. Al igual que Indira Gandhi, que aquella mañana de octubre todavía vivía y era la primera ministra india, Jammu mostraba señales de encanecimiento asimétrico. Llevaba el pelo lo bastante largo para prendérselo detrás de la cabeza. Tenía una frente ancha, una nariz ganchuda y angosta, unos labios gruesos que parecían privados de sangre, azulados. La piel tersa en torno a su boca aparecía decorada de arrugas.

Encontró lo que buscaba entre las páginas del Post-Dispatch: una foto de ella tomada en un día luminoso. Estaba sonriendo, su mirada era simpática. El pie —Jammu: mirando por el personal— le provocó una sonrisa igual a la de la foto. El artículo adjunto, escrito por Joseph Feig, llevaba por título «Nacer de nuevo». Empezó a leer.

Pocas personas lo recuerdan ya, pero el apellido Jammu apareció por primera vez en los periódicos norteamericanos hace ya casi una década. Corría el año 1975. El subcontinente indio estaba revuelto a raíz de la suspensión de los derechos civiles por parte de la primera ministra, Indira Gandhi, y su campaña contra sus enemigos políticos.

Entre crónicas contradictorias y profusamente censuradas, la prensa occidental se hizo eco de una extraña historia procedente de Bombay. Se hablaba de una operación conocida como Proyecto Poori, obra de una funcionaria de policía de nombre Jammu. Al parecer, el Departamento de Policía de Bombay se dedicaba a la venta de alimentos al por mayor.

En aquel momento parecía una locura; no menos lo parece todavía hoy. Pero ahora que el destino nos ha traído a Jammu a St. Louis convertida en jefa de policía, los ciudadanos se preguntan si, después de todo, el Proyecto Poori era realmente tan desatinado.

En una reciente entrevista realizada en su espaciosa oficina de Clark Avenue, Jammu hablaba de las circunstancias que desembocaron en dicho proyecto.

«Antes de que la Señora Gandhi prescindiera de la constitución el país estaba como la Dinamarca de Gertrude: podrido hasta la médula. Pero con la imposición de la President’s Rule, la policía vio la ocasión de hacer algo al respecto. Sólo en Bombay estábamos encerrando semanalmente a 1.500 infractores de la ley y confiscando treinta millones de rupias en concepto de bienes y dinero ilegales. Al evaluar nuestros esfuerzos al cabo de dos meses, nos dimos cuenta de que casi no habíamos avanzado nada», recordaba Jammu.

La President’s Rule deriva de una cláusula de la constitución india que da al gobierno central poderes absolutos en momentos de crisis interna. Por dicha razón, los diecinueve meses que duró el estado de excepción se conocieron como la Crisis.

En 1975 una rupia equivalía a unos diez centavos de dólar.

«Yo entonces era subcomisaria», dijo Jammu. «Propuse un enfoque distinto. Puesto que las amenazas y los arrestos no funcionaban, ¿por qué no intentábamos luchar contra la corrupción con sus propios medios? ¿Por qué no abríamos nosotros un negocio y empleábamos nuestros recursos e influencia para conseguir un mercado más libre? Nos decidimos por una mercancía de primera necesidad: los alimentos.»

Así fue como nació el Proyecto Poori. Un poori es un pan de hojaldre frito en aceite, muy popular en India. A finales de 1975, los periodistas occidentales constataron que Bombay era la única ciudad en todo el país donde abundaban los comestibles y los precios no estaban hinchados.

Naturalmente, Jammu centró toda la atención. Los periódicos, así como Time y Newsweek, se hicieron eco de su operación, que acabó llamando la atención de nuestros propios cuerpos policiales. Pero qué duda cabe de que nadie podía imaginarse a Jammu en St. Louis con la placa de jefa de policía prendida de su blusa y un revólver de reglamento en la cadera.

La coronel Jammu, en su tercer mes en el cargo, lo ve como la cosa más natural del mundo. «Una buena jefa de policía insiste en la importancia de la implicación personal a todos los niveles de la organización», dijo. «Llevar revólver es tan sólo un símbolo de mi compromiso. Por descontado, es también una herramienta mortal», añadió, retrepándose en su butaca.

El estilo franco y atrevido de Jammu en su manera de abordar el trabajo policial le ha ganado fama literalmente en todo el mundo. Cuando se produjo la dimisión del jefe William O’Connell y el debate entre facciones opuestas llevó a un callejón sin salida, el nombre de Jammu fue uno de los primeros en surgir como candidata de compromiso. Y, a pesar de que carecía de experiencia policial en Estados Unidos, la junta del Departamento confirmó su nombramiento menos de una semana después de su llegada a St. Louis para las entrevistas de rigor.

A muchos conciudadanos les pilló por sorpresa que esta mujer india cumpliera los requisitos para el cargo. Pero Jammu, que de hecho nació en Los Ángeles de padre americano, afirma que hizo todo lo que pudo por conservar su nacionalidad estadounidense. Desde que era niña soñaba con establecerse aquí.

«Soy tremendamente patriótica», dijo con una sonrisa. «Es cosa frecuente en personas que, como yo, residen en un nuevo país desde hace poco. Pienso pasar muchos años en St. Louis. He venido para quedarme.»

Jammu habla con un ligero acento británico y una asombrosa claridad de ideas. Con sus rasgos finos y su delicada complexión, no podría estar más lejos del estereotipo de policía americano, bronco y viril. Pero su historial parece afirmar una cosa bien distinta.

A los cinco años de ingresar en la policía india en 1969, ya era subinspectora general de policía de la provincia de Maharashtra. Cinco años después, a la sorprendente edad de 31 años, fue nombrada comisaria en jefe de la policía de Bombay. Con 35 es a la vez la jefa de policía más joven de la historia de St. Louis y la primera mujer en ocupar dicho puesto.

Antes de entrar en la policía india obtuvo una licenciatura en Ingeniería Eléctrica por la Universidad de Srinagar, en Cachemira. Asimismo hizo tres semestres de un postgrado en economía por la Universidad de Chicago. «He trabajado duro», dijo Jammu. «Y también he tenido mucha suerte. No creo que hubiera conseguido este empleo de no haber recibido buenas críticas de la prensa por el Proyecto Poori. Pero naturalmente el problema real siempre era mi sexo. No fue fácil vencer cinco milenios de discriminación sexual. Hasta que fui superintendente de policía yo siempre me vestí como un hombre», recordaba Jammu.

Aparentemente, este tipo de experiencias fue determinante para los miembros de la junta municipal a la hora de elegir a Jammu. En una ciudad que todavía lucha por superar su imagen de «perdedora», la nada ortodoxa elección de la junta es coherente desde el punto de vista de las relaciones públicas. St. Louis es ahora la ciudad más populosa del país que tiene una mujer como jefa de policía.

Nelson A. Nelson, presidente de la junta municipal, cree que St. Louis debe arrogarse el mérito de haber sido la primera ciudad que ha abierto sus puertas consistoriales a las mujeres. «A eso se llama acción afirmativa», comentó.

Sin embargo, Jammu opina que esta observación era exagerada. «Sí, bueno, soy una mujer», dijo sonriente. Uno de sus objetivos principales es recuperar la seguridad en las calles. Si bien no quiso hacer comentarios sobre la actuación de anteriores jefes de policía de la zona, sí afirmó que estaba colaborando estrechamente con el consistorio en trazar un plan para luchar contra la delincuencia.

«Esta ciudad necesita volver a la vida, necesita una reorganización completa. Si conseguimos la ayuda de la comunidad financiera y de los grupos cívicos (si conseguimos que la gente entienda que esto es un problema regional), estoy convencida de que en muy poco tiempo podemos hacer que las calles vuelvan a ser seguras», afirmó.

Jammu no teme dar publicidad a sus ambiciones. No es aventurado imaginar que va a tener que vérselas con una fuerte oposición ante cualquier iniciativa que pueda tomar. Pero lo que llevó a cabo en India demuestra que es una formidable contrincante, y una figura política a tener en cuenta.

«El Proyecto Poori es un buen ejemplo», señaló. «Lo que hicimos fue dar un enfoque nuevo a una situación que parecía no tener salida. Montamos bazares frente a todas las comisarías de la ciudad. Eso mejoró nuestra imagen pública, y mejoró también el espíritu de equipo. Por primera vez en muchas décadas no tuvimos dificultades en reclutar personas cualificadas. La policía india tiene merecida fama de corrupta y brutal, debido sobre todo a la imposibilidad de reclutar agentes responsables y cultos. El Proyecto Poori contribuyó a cambiar las cosas.»

Algunos críticos de Jammu han expresado su temor a que un jefe de policía acostumbrado a un ambiente más autoritario, como es el de India, pudiera ser insensible a temas relacionados con los derechos civiles. Charles Grady, portavoz de la sección local del Sindicato por las Libertades Civiles, ha ido más lejos aún, exigiendo que Jammu sea despedida antes de que se produzca una «catástrofe constitucional».

Jammu rechaza enérgicamente estas críticas. «Me han sorprendido mucho las reacciones de la comunidad progresista de la ciudad», dijo.

«Su preocupación nace, creo yo, de una permanente desconfianza hacia el Tercer Mundo en general. Pasan por alto el hecho de que el sistema de gobierno en India se inspira en los ideales occidentales, especialmente, por supuesto, en los británicos. No saben distinguir entre el policía indio de a pie y el cuerpo de oficiales, al cual yo pertenecía.

»Se nos adiestró en la tradición británica del funcionariado estatal. Los criterios eran muy severos. Nos veíamos constantemente ante la disyuntiva de defender a nuestros agentes o defender nuestros ideales. Mis críticos pasan por alto el hecho de que fue precisamente este conflicto lo que hizo atractiva para mí la posibilidad de venir a trabajar a esta ciudad.

»De hecho, el Proyecto Poori me parece, visto desde aquí, una iniciativa típicamente americana. Lo que hicimos fue inyectar una fuerte dosis de libre empresa en una economía atascada y en bancarrota. Los acaparadores descubrieron en seguida que sus artículos valían la mitad del precio que ellos habían pagado. Los estraperlistas empezaron a pedir clientes a gritos. A pequeña escala, conseguimos un verdadero Wirtschaftswunder», comentaba Jammu, aludiendo al «milagro económico» de la Alemania de postguerra.

¿Conseguirá similares prodigios aquí en St. Louis? En anteriores tomas de posesión, otros jefes de policía hicieron hincapié en la lealtad, el adiestramiento, los avances técnicos. Jammu considera que los factores cruciales son la innovación, el trabajo duro y la confianza.

«Nuestros agentes —dijo— llevan demasiado tiempo aceptando la idea de que su misión se limita a asegurar que St. Louis se deteriore de la manera más ordenada posible. Esto ha hecho milagros en cuanto al espíritu de equipo», añadió con cierto sarcasmo.

Tal vez era inevitable que muchos de nuestros agentes, especialmente los de más edad, reaccionaran con escepticismo al nombramiento de Jammu. Pero las posturas ya han empezado a cambiar. Actualmente, el comentario más frecuente en nuestras comisarías es que Jammu es «una buena jefa de policía».

A los cinco minutos de entrevista, Jammu había notado el olor a sudor de sus propias axilas, una pestilencia mohosa, salvaje. Joseph Feig tenía olfato; no necesitaba detector de mentiras.

—¿Jammu no es el nombre de una ciudad de Cachemira? —preguntó.

—Sí, es la capital durante el invierno.

—Ya —Feig se la quedó mirando fijamente durante unos segundos. Luego preguntó—: ¿Qué se siente al cambiar de país en plena edad adulta?

—Soy tremendamente patriótica —dijo ella, con una sonrisa. Le sorprendía que Feig no hubiera insistido en preguntar sobre su pasado. Estas cosas eran casi un rito iniciático en St. Louis, y a Feig, viejo periodista, se le tenía considerado el decano de los cronistas locales. Al entrar por la puerta con su arrugada chaqueta de tweed y su barba de una semana, impetuoso y gris, le había parecido tan peligrosamente investigador que Jammu llegó a ruborizarse. Se había imaginado lo peor:

FEIG: Coronel Jammu, afirma usted que quería huir de la violenta sociedad india, de los conflictos personales y de casta, pero el hecho es que estuvo quince años al mando de una fuerza policial cuya brutalidad es notoria. No somos tontos, coronel. Sabemos cómo las gastan en su país: martillazos en los codos, extracción de dientes, violaciones con arma de fuego. Velas, ácido, palos, descargas eléctricas…

JAMMU: Antes de que yo llegara, las cosas habían cambiado para mejor.

FEIG: Coronel Jammu, dada la desconfianza casi obsesiva de la señora Gandhi hacia sus subordinados, y dada su propia participación crucial en el Proyecto Poori, no dejo de preguntarme si no estará usted emparentada con la primera ministra. De otro modo, no veo cómo una mujer pudo llegar a comisaria en jefe, menos aún una mujer de padre americano…

JAMMU: No acabo de entender qué puede importarle a St. Louis el que yo esté emparentada con determinadas personas.

Pero el artículo ya había sido publicado, era definitivo. Las ventanas del despacho empezaron a llenarse de luz. Jammu apoyó la barbilla en sus manos y dejó que la página del periódico se desenfocara. Estaba satisfecha con el artículo pero le preocupaba Feig. ¿Cómo alguien tan inteligente como sin duda era él se limitaba a transcribir una retahila de tópicos? Le parecía inverosímil. Tal vez sólo le estaba dando cuerda, «concediéndole» el favor de una entrevista como quien da un último cigarrillo de madrugada, mientras que a sus espaldas organizaba todos los datos en forma de eficiente pelotón de fusilamiento…

La cabeza le estaba cayendo hacia la mesa. Alcanzó el interruptor de la lámpara y se derrumbó, con un ruido seco, sobre el periódico. No bien hubo cerrado los ojos, empezó a soñar. En el sueño, Joseph Feig era su padre. La estaba entrevistando. Sonreía mientras ella hablaba de sus éxitos, del delicioso regusto de las mentiras que la gente se había tragado, de la huida de la asfixiante India. En su mirada creía ver una triste conciencia compartida de la credulidad humana. «Eres una chica peleona», decía él. Se inclinaba sobre la mesa y acunaba la cabeza en el pliegue del brazo, pensando: peleona. Luego oía a su entrevistador rodear de puntillas la butaca en que estaba sentada. Giró para tocarle la pierna, pero sus manos sólo encontraron el vacío. La cara cerdosa de él le rozaba el pelo y la nuca. Su lengua asomaba entre los dientes. Gruesa, caliente, blanda, se posaba en su piel.

Despertó con un sobresalto.

El padre de Jammu había sido asesinado en 1974 cuando un helicóptero que transportaba periodistas extranjeros y personal militar survietnamita fue abatido por un cohete del Vietcong cerca de la frontera con Camboya. Un segundo helicóptero había podido filmar lo ocurrido antes de huir a Saigón. Jammu y su madre habían conocido la noticia por la edición parisina del Herald Tribune, que era su único enlace con aquel hombre. Precisamente por un Herald Tribune atrasado, y más de diez años después, se había enterado Jammu de cómo se llamaba su padre. Siempre que, de muy pequeña, hacía preguntas al respecto, su madre la cortaba bruscamente y escurría el bulto. Más adelante, la primavera anterior a su ingreso en la universidad, la madre decidió hablar. Estaban desayunando en la galería, Maman con su Herald Tribune y Jammu con su libro de álgebra. Maman empujó el diario sobre la mesa y señaló con una uña larga el artículo que había al pie de la primera página:

CRECE LA TENSIÓN EN LA

FRONTERA CHINO-INDIA

Peter B. Clancy

Jammu leyó unos párrafos, sin saber por qué lo hacía. Miró a su madre en busca de una explicación.

—Ése es tu padre.

El tono fue típicamente desapasionado. Maman sólo hablaba a Jammu en inglés, y lo hacía con perverso desdén, como si no aceptara ninguna de las palabras de ese idioma. Jammu volvió a echar una ojeada a la crónica. Contraataques. Secesionistas. Panorama desolado. Peter B. Clancy.

—¿Periodista? —dijo.

—Ajá.

Su madre no quiso decirle qué aspecto tenía. Una vez admitida su existencia, procedió a ridiculizar la curiosidad de su hija. No había nada que contar, le dijo. Se habían conocido en Cachemira. Luego habían dejado el país para instalarse durante dos años en Los Ángeles, donde Clancy había estudiado alguna cosa. Maman había regresado después, ella sola, a Bombay, no a Srinagar, con su bebé, y desde entonces no se había movido de allí. En ningún momento de aquella especie de necrológica llegó a sugerir que Clancy hubiera sido algo más que un trasto inútil. Jammu captó la idea: la cosa no había funcionado. Tampoco era que le importase. La ciudad estaba llena de cabrones y Maman, en cualquier caso, era ajena a la opinión pública. La prensa solía apodarla «la hiena de la propiedad inmobiliaria»; por los hartones de reír que se daba cada vez que iba al banco. Extorsionaba a los inquilinos de las viviendas que alquilaba en los barrios bajos, era la reina de los especuladores en una ciudad llena de especuladores y de barrios degradados.

Jammu cogió dos tylenoles y una dexedrina del cajón superior y se los tragó con el poso del café. Había terminado su lectura nocturna antes de lo previsto. Sólo eran las seis y media. En Bombay eran las cinco de la tarde —en India la hora iba curiosamente media hora a destiempo del resto del mundo— y Maman estaría en casa, en el piso de arriba, preparándose la primera copa. Jammu alcanzó el teléfono, pidió conferencia internacional y dio el número.

La conexión llegó acompañada de los ruidos explicables por la distancia. Claro que, en India, las llamadas locales hacían el mismo ruido. Respondió Maman.

—Soy yo —dijo Jammu.

—Ah, hola.

—Hola. ¿Hay algún mensaje?

—No. La ciudad parece desierta sin tus amigos —su madre rió—. ¿Añoras?

—No mucho.

—A propósito, ¿te ha telefoneado la Déspota Ilustrada?

—Ja, ja.

—En serio. Está en Nueva York. La sesión general de Naciones Unidas acaba de empezar.

—Pero eso está a más de mil kilómetros de aquí.

—Bueno, no creo que le costara llamar. Será que prefiere no hacerlo. No. Prefiere no llamar. Esta mañana he leído… ¿Todavía lees los periódicos?

—Cuando tengo tiempo.

—Ya. Cuando tienes tiempo. No, lo que te iba a decir es que me enteré de su minicumbre con intelectuales americanos. En primera plana. Asimov, Sagan… futuristas de ésos. Ella es increíble. Estúdiala y aprenderás algo. Bueno, tampoco es que sea infalible. Me fijé en que Asimov estaba comiendo costillas mientras pasaban la película. Pero, bueno… ¿Qué tal por St. Louis?

—Templado. Muy seco.

—Y tú con sinusitis. ¿Cómo está Singh?

—Singh es Singh. Ahora mismo le estaba esperando.

—Procura que no te lleve él las cuentas.

—Es justamente lo que hace.

—Eres una testaruda. Tendré que enviarte a Bhandari a finales de mes para que controle las cosas. Singh no es…

—¿Cómo? ¿Vas a mandar a Karam a St. Louis?

—Sólo por unos días. Llegará hacia el veintinueve o así.

—No me envíes a Karam. No me cae bien.

—Y a mí no me cae bien Singh —se oyó un rumor que Jammu reconoció como cubitos agitados dentro de un vaso—. Mira, querida, ya hablaremos mañana.

—Está bien. Adiós.

Maman e Indira eran parientes consanguíneos, brahmanes de Cachemira, y compartían un bisabuelo por la parte Nehru. No era ninguna coincidencia que Jammu hubiera entrado en el Departamento de Policía indio antes de cumplirse un año de la toma de posesión de Indira como primera ministra. Una vez dentro del cuerpo policial, nadie había recibido órdenes de ascenderla, por supuesto, pero ocasionales llamadas del ministerio se ocuparon de hacer saber a los funcionarios pertinentes que la carrera de Jammu era observada «con interés». Con el paso de los años ella misma había recibido centenares de llamadas parecidas en su vaguedad, aunque mucho más perentorias. Un legislador del estado de Maharashtra expresaba gran interés por un determinado procesamiento, un líder del Partido del Congreso expresaba gran inquietud por las actividades empresariales de determinado oponente. Muy raramente recibía llamadas procedentes de estratos superiores a la oficina del gobernador; Indira era una gran estudiosa de los detalles, pero sólo en asuntos curriculares. Como cualquier líder de ideas fijas, se aseguró de poner suficientes amortiguadores entre ella y toda manipulación discutible, y los manejos políticos de Jammu habían sido, en el mejor de los casos, discutibles. Habían hablado en privado sólo una vez, después de que Jammu y su madre urdieran el Proyecto Poori. Jammu voló a Nueva Delhi y estuvo setenta minutos en el jardín de la residencia que la primera dama tenía en Safdarjang Road. Indira, sentada en una silla de lona, observó detenidamente a Jammu con sus protuberantes ojos castaños, la cabeza ligeramente ladeada, los labios fruncidos en una sonrisa que de vez en cuando le hacía chascar las encías, una sonrisa en la que Jammu no vio otra cosa que un mecanismo. Desviando la mirada un cuarto de vuelta hacia un seto de rosales, detrás de los cuales asomaban las bocas de unas ametralladoras, la primera dama habló.

—Quede claro que este proyecto de venta al mayor no funcionará. Usted lo comprende, porque es una joven muy sensata. De todos modos, nosotros lo financiaremos.

En la antesala del despacho de Jammu se oyó chirriar un zapato. Jammu se irguió en su silla.

—¿Quién…? —se aclaró la voz—. ¿Quién es?

Entró Balwan Singh. Llevaba un pantalón gris con raya, una camisa blanca entallada y una corbata azul celeste con listas amarillas. Su aspecto inspiraba tanta confianza, emanaba tanta competencia, que casi nunca tenía que enseñar la documentación para subir.

—Soy yo —dijo, y se acercó a la mesa de Jammu para dejar encima una bolsa de papel.

—Estabas escuchando a escondidas.

—¿Quién, yo? —Singh fue a la ventana. Era alto y de espaldas anchas, y su piel clara había recibido un esplendor adicional por parte de algún antepasado de Oriente Medio. Sólo una vieja amiga y ex amante como Jammu podía detectar los momentos en que su garbo se tornaba en afeminamiento. Ella todavía le admiraba en tanto que objeto de adorno. Tratándose de alguien que hasta julio había vivido en la sordidez de Dharavi, habría parecido extraordinariamente —sospechosamente— pulcro si no hubiera vestido exactamente igual entre sus «colegas» de Bombay, cuyos gustos iban del terciopelo y las fibras sintéticas a los jerseys más espantosos. Singh era un marxista de la variedad estética, y si le atraía la idea de una revolución exportable era, al menos en parte, porque con ella se exportaba también la elegancia occidental. Su camisería estaba en Marine Drive. Jammu sospechaba hacía tiempo que Singh había abandonado el sijismo porque consideraba que la barba desfigura el rostro.

Singh señaló la bolsa de papel con un gesto de cabeza.

—Ahí dentro hay algo de desayuno, si te apetece.

Jammu se apoyó la bolsa en el regazo y la abrió. Dentro había dos donuts de chocolate y un vaso de café.

—Estaba escuchando unas cintas —dijo ella—. ¿Quién puso los micros en las duchas del St. Louis Club?

—Yo.

—Me lo figuraba. Los micros de Baxti parece que estén envueltos en goma de mascar. Los tuyos lo captan todo muy bien. He oído conversaciones interesantes. El general Norris, Buzz Wismer…

—Su mujer es una zorra de cuidado —dijo Singh como si tal cosa.

—¿La mujer de Wismer?

—Sí. La llaman «Bev». De todas las mujeres de St. Louis que jamás perdonarán a Asha por haberse casado con Sidney Hammaker, ni a Hammaker por casarse con Asha (y las hay a montones), Bev es la peor de todas.

—Vengo oyendo las mismas quejas en todas las cintas —dijo Jammu—. Al menos por parte femenina. Los hombres se inclinan por mostrarse «ambivalentes» en relación con Asha. Se limitan a comentar lo inteligente que es.

—En el fondo les cautiva su belleza.

—Y sus millones.

—Ya, pero Wismer, en todo caso, es de los ambivalentes. Bev no lo soporta. No deja de reprochárselo con insultos.

Jammu tiró la tapa del vaso de café a la papelera.

—¿Cómo es que Wismer lo aguanta?

—Es un tipo extraño, un genio tímido —Singh frunció el entrecejo y se sentó en el alféizar—. Oí hablar de los reactores de Wismer hace ya veinte años. Nadie los construye mejores.

—¿Y qué?

—Pues que es distinto de como yo esperaba. La voz no le pega.

—Eso es que estás viciado de tanta escucha.

—Sí, unas ciento cincuenta horas. ¿Qué crees que hago todo el santo día?

Jammu se encogió de hombros. No podía afirmar que Singh no estuviera exagerando la cantidad de tiempo que dedicaba a su trabajo. Era el colmo de la aplicación. Sin apenas distracciones (salvo algún que otro chico rubio) ni responsabilidades (salvo para con ella), tenía tiempo para llevar una vida ordenada. Una vida preciosa. Ella, con un par de empleos que le ocupaban sesenta horas a la semana, no podía competir con Singh en lo que a detallismo se refería. El pie empezó a movérsele por su cuenta, señal de que la dexedrina estaba actuando.

—Te relevo del caso Wismer —dijo.

—¿Ah, sí?

—Te encargo de Martin Probst.

—Bueno.

—De modo que tendrás que empezar de cero. Puedes olvidarte de Wismer y de tus ciento cincuenta horas.

—Eso eran sólo las cintas. Digamos trescientas cincuenta.

—Baxti ha traído el historial de Probst. Empieza de inmediato.

—¿Esto lo acabas de decidir ahora?

—No. He hablado con Baxti, él ya ha traído el informe. Por eso estás tú aquí. Para recogerlo.

—Bien.

—Pues hazlo —Jammu señaló una carpeta manchada de té que había junto a la lámpara.

Singh se acercó a la mesa y cogió la carpeta.

—¿Alguna cosa más?

—Sí. Deja esa carpeta.

Singh la dejó.

—Tráeme un vaso de agua y pon la calefacción más fuerte.

Singh salió.

Martin Probst era el contratista cuya compañía había construido el Gateway Arch. Era además presidente de Municipal Growth Inc., una asociación sin ánimo de lucro que se componía de los directores generales de las principales empresas e instituciones financieras del área de St. Louis. Municipal Growth era un modelo de eficiencia y objeto de casi universal veneración. Si alguien necesitaba patrocinadores para un proyecto de renovación urbanística, Municipal Growth los encontraba. Si un barrio se oponía a la construcción de una carretera, Municipal Growth pagaba un estudio sobre impacto medioambiental. Si Jammu pretendía modificar la estructura de poder en el área metropolitana de St. Louis, tendría que pelear con Municipal Growth.

Singh volvió con un vaso de aluminio.

—¿Baxti está buscando nuevos mundos que conquistar?

—Coge una silla y siéntate.

Singh lo hizo.

—No puede decirse que Baxti sea exageradamente competente, así que ¿para qué insistir en eso?

Él extrajo un cigarrillo de clavo de una cajetilla color caramelo y prendió un fósforo, protegiendo la llama de una brisa hipotética.

—Es que no veo por qué hemos de intercambiar.

—Me temo que tendrás que confiar en mí.

—Entiendo.

—Imagino que ya conoces los datos básicos, a la encantadora esposa de Probst, Barbara, y su encantadora hija de dieciocho años, Luisa. Viven en Webster Groves, lo cual es interesante. Es una zona rica pero en absoluto la más rica del extrarradio. Eso sí, tienen un jardinero que vive en la finca… Baxti dice que llevan una vida familiar «muy tranquila».

—¿Micrófonos?

—En la cocina y el comedor.

—Hubiera sido más eficaz en la alcoba.

—No disponemos de tantas frecuencias. Y en la alcoba hay un televisor.

—Bueno. ¿Qué más?

Jammu abrió la carpeta de Probst. Las anotaciones de Baxti en hindi la hicieron pestañear.

—En primer lugar, Probst sólo emplea obreros no sindicados. Hubo una importante pelea legal en los años sesenta. Su principal abogado era Charles Wilson, el padre de Barbara, ahora suegro de Probst. Así se conocieron. Los empleados de Probst nunca han ido a la huelga. Cobran lo que estipula el sindicato, si no más. Seguro, invalidez, desempleo y jubilación, algunos de estos planes son únicos en el ramo. Paternalismo del mejor. Probst no es ningún Vashni Lal. De hecho tiene fama, entre comillas, de implicarse personalmente en todos los niveles del negocio.

—Mirando por el personal.

—Ja, ja. Su presidencia de Municipal Growth termina el próximo mes de junio. Eso es importante. Qué más: miembro de la junta directiva del zoológico desde el año 1976; miembro de la junta de los Jardines Botánicos y del consejo rector del East-West Gateway. Miembro de Channel 9 desde hace tiempo. Eso no es tan importante. Como suele decirse, se apunta a todo. Baxti ha hecho un interesante trabajo de campo. Revisó periódicos atrasados, habló con el hombre de la calle…

—Me gustaría haberlo visto.

—Su inglés mejora por momentos. Parece ser que el Globe-Democrat ve a Probst como un adalid del american way of life, un hombre surgido de la pobreza, un don nadie en 1950, luego a partir de los sesenta construye el Arch, la estructura del estadio y una lista bastante larga. Eso también es muy significativo.

—Toca demasiadas teclas.

—Todos lo hacemos, ¿no?

—Y Probst es un pez gordo —dijo Singh después de bostezar.

—Sí —el humo hizo parpadear a Jammu—. No me bosteces en la cara. Es líder indiscutible de Municipal Growth, y ésa es la gente que hemos de trabajarnos si queremos atraer capital al centro de la ciudad. Probst es independiente, y tan incorruptible como Cristo. Todo un símbolo. ¿Te has dado cuenta de cómo gustan los símbolos en esta ciudad?

—¿Te refieres al Arch?

—El Arch, el Profeta con Velo, todo el mito del Espíritu de St. Louis. Y Probst también, por lo visto. Aunque sólo sea por los votos que atraerá, le necesitamos.

—¿Cuándo has decidido todo esto?

Jammu encogió los hombros.

—No había pensado mucho en él hasta que hablé con Baxti la semana pasada. Acababa de eliminar al perro de Probst, un primer paso para incluir a Probst en el Estado…

—Ya, el Estado.

—… aunque en estos momentos no es más que terrorismo puro y duro. Por si te interesa saberlo, fue una operación muy limpia.

—No me digas —Singh se quitó de la lengua un pedacito de papel de fumar, lo miró y lo lanzó de un papirotazo.

—Probst estaba paseando al perro. Baxti pasó por allí en una furgoneta, y el perro le fue detrás. Baxti había encontrado una empresa de suministros médicos que le vendió esencia de perra en celo. Empapó un trapo con esa cosa y ató el trapo al puente trasero del vehículo.

—¿Probst no sospechó nada?

—Aparentemente, no.

—¿Qué le impediría comprar otro perro?

—Es de suponer que Baxti habría buscado una solución para el siguiente. Bien, tendrás que replantear toda la teoría. Si te doy a Probst es entre otras cosas por su falta de reacción ante el accidente.

Sonó el teléfono. Era Randy Fitch, el jefe de presupuesto de la alcaldía. Llamaba para decir que llegaría un poco tarde a la cita de las ocho, porque se había dormido. En un tono dulce y paciente, Jammu le aseguró que no le importaba. Después de colgar dijo:

—Preferiría que no fumaras esa cosa aquí dentro.

Singh se acercó a la ventana, la abrió y lanzó la colilla al vacío. Olorcillos del río penetraron en la habitación, y un autobús rugió en Tucker Boulevard al llegar al cruce con Spruce Street. Singh se veía anaranjado a la luz del sol. Parecía estar presenciando, con frialdad, una explosión titánica.

—¿Sabes una cosa? —dijo—. Casi me gustaba trabajar con Buzzy y Bevy.

—No me cabe duda.

—Buzz considera buenos amigos suyos a Probst y su mujer.

—¿En serio?

—Los Probst saben aguantar a Bev. Me da la impresión de que son buena gente. Muy leales.

—Bien. Será un reto para ti —Jammu puso la carpeta en manos de Singh—. Pero nada de cosas raras, ¿entendido?

Singh asintió:

—Entendido.