Epílogo

Diciembre de 1955. Todos reunidos en la mansión de Sussex.

Había pasado el tiempo; la guerra había terminado en mayo de 1945. El SOE se había disuelto por completo en enero de 1946.

Frente a la fuente, recordaban. El tiempo pasaba y lo borraba todo; a la larga, se hacía difícil recordar cada detalle. Así que, para no olvidar, se reunían todos, año tras año, en la misma fecha, en el mismo sitio. Y recordaban a Palo, Faron, Aimé y a todos los muertos de la guerra.

Estaban en el salón, allí con sus familias. A cubierto tras la cristalera, unos niños jugaban alegremente.

Claude se había convertido en jefe de gabinete del Quai d’Orsay[7] y se había prometido. A veces, cuando tenía tiempo, creía en Dios.

Key no había vuelto a Francia. Había pasado a formar parte del Servicio de Inteligencia Secreto británico. Se había casado, tenía dos hijos. Su mayor preocupación en ese momento eran los comunistas.

Adolf Doff Stein se había casado también, era padre de tres hermosos niños, y dirigía una importante empresa textil con sede en Londres. Había guardado el secreto.

Stanislas tampoco había hablado, no hablaría nunca. Durante los primeros años de la posguerra, había retomado su actividad de abogado, para después retirarse definitivamente. Pensaba que se lo había ganado con creces. A escondidas, repartía chocolate a los niños, encantados, y todos le llamaban Abuelo.

Laura entró en el salón con una bandeja de bebidas y pasteles. Tenía treinta y cinco años. Desde Palo no había conocido a nadie; seguía tan guapa y resplandeciente como siempre. Un día conocería a alguien, tendría otros hijos. Aún le aguardaba una larga vida.

Sentado en el suelo, Gordo se reía y bromeaba con los niños. Eran todos sus hijos. Saskia nunca había ido a Londres; a veces soñaba con ella. Desde la posguerra, trabajaba de camarero en un restaurante francés de Londres. Muchas veces metía el dedo en los platos. Discretamente.

Entre los niños que reían, estaba Philippe. Era un niño guapo, bueno, alegre, inteligente, fiel. Nadie se lo decía, por pudor, pero era el vivo retrato de su padre.

Mientras comían unos trozos de pastel, Gordo cogió a Philippe de la mano y se lo llevó fuera. En Londres iba a menudo a buscarlo al colegio. No pasaba un día sin que se vieran.

Caminaron hasta la fuente. Acariciaron el granito. Después dieron algunos pasos hacia el gran estanque. En el cielo, los últimos pájaros emprendían el vuelo antes del anochecer.

—¿Ahora que ya tengo once años, qué debo saber de la vida? —preguntó Philippe.

Gordo reflexionó un instante.

—Tienes que ser bueno con los zorros. Si ves alguno, dale pan. Es importante. Los zorros suelen tener hambre.

El chico asintió con la cabeza.

—¿Qué más?

—Sé un buen chico.

—Sí.

—Sé bueno con tu madre. Y sobre todo ayúdala. Tu madre es una mujer formidable.

—Sí.

Silencio.

—Me hubiera gustado que fueses mi padre —dijo el niño.

—¡No digas eso!

—Es cierto.

—¡No digas eso, que lloro!

—Papá…

—¡No me llames así!

—Papá, ¿un día habrá guerra de nuevo?

—Seguramente.

—Pero, entonces, ¿qué deberé hacer?

—Lo que te diga el corazón.

—¿Y qué te dijo el corazón durante la guerra?

—Que fuese valiente. El valor no es no tener miedo: es tener miedo y a pesar de ello resistir.

—Pero, todos vosotros, ¿qué hicisteis durante esos años? Esos años de los que no se debe hablar…

Gordo sonrió, sin responder.

—No me lo dirás nunca, ¿verdad? —suspiró el niño.

—Nunca.

—Quizás alguien lo escriba en un libro. Entonces lo sabré.

—No.

—¿Por qué? ¡Me gustan los libros!

—Los que estaban allí no lo escribirán…

—¿Y los demás?

—Los demás tampoco. No se puede escribir sobre lo que no se ha vivido.

Gordo le cogió de la mano. Contemplaron el mundo. El gigante rebuscó entonces en su bolsillo y sacó una bolsa de caramelos. Se la dio al único hijo que tendría nunca. El niño comenzó a comer, mientras Gordo le daba una palmadita en la cabeza con sus manos regordetas, torpes, casi como si tocara el tamtan. Había empezado a llover. Llovía, pero las gotas no los alcanzaban.

—¿Tú también morirás? —preguntó el hijo.

—Un día. Pero dentro de mucho.

El chico suspiró aliviado: ese mucho le parecía muchísimo. Se pegó contra Gordo, y le abrazó con fuerza. Él era su hijo. Y Gordo aprovechó la lluvia para llorar un poco. En secreto. Hubiese querido hablar más, decirle cuánto le quería, pero permaneció en silencio. El tiempo de las palabras había terminado.