66.

Eran casi las tres de la tarde cuando Laura llamó a la puerta del piso.

¿Por qué Stanislas y Doff no habían regresado al hotel? Se habían marchado sobre las once y media, y había estado esperándolos tres horas en su habitación, de la que no había salido desde la noche del día anterior. Estaba inquieta, no podía seguir esperando, había decidido ir a la Rue du Bac. Había metido a Philippe en su cochecito y había llegado hasta la casa del padre.

Él abrió. Pensaba que era Stanislas que volvía. Ya no conseguía contener los sollozos de dolor, pero a pesar de eso abrió.

Al ver al hombre llorando, Laura comprendió que Stanislas y Doff le habían dado la noticia. Y entonces, ¿por qué no habían vuelto al hotel inmediatamente?

—Buenas tardes, señor. Soy Laura… No sé si Stanislas le ha hablado de mí.

Él sonrió tristemente y asintió. Laura. También había venido. ¿Desde Londres? ¿Tan pronto? Qué importaba. La encontró espléndida.

—Así que usted es el padre de Paul-Émile… —murmuró con los ojos llenos de lágrimas—. Me habló tanto de usted.

Él volvió a sonreír.

—Mi querida Laura… Es usted más hermosa de lo que hubiese podido imaginar.

En un impulso repentino, se abrazaron, los tres.

—¿Es mi nieto?

—Se llama Philippe. Philippe… Como usted. Es guapo, ¿verdad?

—Magnífico.

Se instalaron en el salón, y se miraron en silencio, llenos de tristeza. Después, a petición del padre, Laura empezó a contar cosas de Palo, como había hecho Stanislas. Contó lo mucho que Philippe se parecía a Palo, y el abuelo le dio la razón. Y mientras la madre hablaba, Philippe, en sus brazos, reía y entablaba balbuceando una larga conversación con el mundo.

El abuelo miraba a la joven y al niño, a uno y a otro, sin cesar. Eran la familia de su hijo, su descendencia. La perpetuación de su apellido. Sus lágrimas seguían cayendo.

Hablaron durante casi dos horas. A las cinco, el padre, agotado, propuso a Laura que volviese al día siguiente.

—Ha sido un día difícil —dijo—, necesito algo de soledad, ¿lo entiende?

—Por supuesto. Me siento tan feliz de haberle conocido por fin…

—Yo también. Vuelva mañana a primera hora. Tenemos todavía tanto que contarnos…

—Mañana. A primera hora.

—¿Le gustan a usted los pasteles? —preguntó el padre—. Podría comprar un pastel para mañana.

—Un pastel —respondió Laura—. Es una idea excelente. Lo comeremos juntos, y seguiremos hablando.

Se abrazaron, él besó a su nieto. Y ella se marchó.

En la calle, sintió ganas de caminar. Caminar le sentaría bien. Al día siguiente invitaría al padre a ir a la mansión de Sussex. Quizás querría pronunciar un pequeño discurso. Quizás podría quedarse en Londres un tiempo. Por Philippe. Sonrió. El futuro les aguardaba.

Gordo salió del hotel Cecil, donde el SOE tenía sus oficinas en Francia. Siguiendo el consejo de un oficial con el que se había cruzado por casualidad delante del Lutetia, donde había permanecido mucho tiempo después de la marcha de Saskia, se había presentado allí para regularizar su situación, sin saber ya si era agente inglés o ciudadano francés.

En el Cecil le habían hecho pasar una entrevista seca y sin protocolo. Le habían explicado que la Sección F estaba desmantelada pero que podía unirse a las filas del ejército francés si lo deseaba, con idéntica graduación a la obtenida en el seno del SOE: teniente.

—No, gracias —declinó Gordo—. Ya no quiero más guerra, ni nada.

El entrevistador se encogió de hombros. Le hizo esperar un momento y después le entregó un certificado que dejaba entender que había tomado parte importante en la guerra. Eso era todo. Ni redoble de tambores, ni saludo militar, ni siquiera un papel que firmar. Nada. Adiós y gracias. Gordo sonrió y no perdió más tiempo allí. El SOE se extinguía de la misma forma que se había puesto en marcha: había sido la mayor improvisación de toda la historia de la guerra.

El gigante deambulaba al azar por las calles. Miraba su diploma con orgullo, acercándolo y alejándolo de los ojos para contemplarlo mejor. Se lo enviaría a sus padres. La guerra había terminado, para él, para sus compañeros. Para la Sección F. Una página de su historia que pasaba definitivamente. ¿Qué iba a ser de ellos?

Siguió caminando, no importaba adónde. Sin darse cuenta, puso rumbo a la Rue du Bac; estaba haciendo, en sentido inverso, el trayecto que Palo había seguido una mañana de septiembre de 1941 para dejar París y tomar los senderos de la guerra. Fue entonces cuando la vio, empujando el cochecito de Philippe. Laura. Ella le sonreía, había reconocido de lejos la inmensa silueta. ¡Qué sorpresa! Qué extraordinaria sorpresa ese reencuentro, allí y entonces. Ella sonreía, más hermosa que nunca. Ella y su hijo sin padre encontrando a Gordo, allí. Pensaron en el destino, quizás en la suerte, pero la realidad es que el mundo es demasiado pequeño para jurar no volver a verse. Solo se pierden de vista aquellos que realmente lo desean.

Gordo se precipitó hacia Laura y la abrazó con todas sus fuerzas.

—¡Tenía tanto miedo de no volver a encontrarte! —exclamó la joven.

Había sentido miedo por él; Gordo cerró los ojos de felicidad y, discretamente, puso la mano sobre la cabeza del bebé.

—¿Qué haces en París? —preguntó el gigante.

—He venido a ver al padre de Palo. Stanislas y Doff han venido también conmigo.

Se sonrieron.

—Vuelve a Londres con nosotros —le dijo Laura—. Vuelve a Londres, ¿quieres?

—Sí.

—Todo el mundo está esperándote allí. Queremos ir a la mansión de mis abuelos. Unos días. Para recordar a Palo y a los muertos.

—¿Todos juntos?

—Todos juntos. Como durante las escuelas. Pero ya no tendremos que levantarnos al amanecer. Ya no sufriremos. Hemos ganado la guerra.

Philippe, en su cochecito, se agitó.

—¿Quieres cogerlo? —propuso Laura.

—Me gustaría tanto.

Puso al niño en brazos de Gordo, que le estrechó con delicadeza contra él. El niño posó sus minúsculas manos sobre las enormes mejillas del que se convertiría un poco en su padre.

¿Qué iba a ser de ellos? No tenía importancia. Volverían los demonios, lo sabían. Porque la humanidad olvida fácilmente. Para recordar, construye monumentos y estatuas, confía su memoria a las piedras. Las piedras no olvidan nunca, aunque como nadie las escucha, los demonios vuelven. Pero siempre quedarán Hombres en alguna parte.

—¿Qué será de nosotros? —preguntó Gordo.

—No tiene importancia —respondió Laura.

Le cogió de la mano libre.

—He encontrado una novia —anunció Gordo con orgullo.

Ella sonrió.

—Eres el mejor Hombre del mundo.

Él enrojeció.

—Se llama Saskia… También es un nombre de guerra. Hoy me ha dicho que me quería…

—¡Yo también te quiero!

Le besó en la mejilla. Un largo y profundo beso como Gordo no había recibido nunca. Suspiró de felicidad: le amaban.

—Quizás Saskia y yo tengamos hijos —dijo.

—Te lo deseo.

De camino al Sena, se estrecharon el uno contra el otro. Soñaron con el futuro mirando al río. Los que ya no querían amar seguían amando al fin, y los que querían ser amados seguramente lo serían. Se puede amar varias veces, de forma diferente.

En aquel mismo instante, en la Rue du Bac, el padre estaba tumbado en la cama de su hijo, abrazado a su maleta. No volvería a despertarse; había llorado sus últimas lágrimas, estaba vencido por el dolor. Ya no había hijo, ya no habría más cartas. Y cerró los ojos para morir.

Había sido un bonito día. Uno de esos días durante los cuales, sin razón particular, era fácil vivir.