64.

Saskia despertó a Gordo a primera hora de la mañana. Llevaba mucho rato en pie.

—¡Levántate, es hora de salir! —exclamó, impaciente, sacudiendo el colchón.

Gordo se incorporó despacio, no quería darse demasiada prisa; en el dormitorio minúsculo, ella saltaba de alegría, y él la encontraba magnífica. Tenía tanto miedo de perderla. Quería proponerle que no fueran al Lutetia hoy, le parecía que había demasiada infelicidad allí. Podrían tomarse el día libre, e ir a pasear, o entretenerse en un café, como enamorados. Pero ella ya se había arreglado, e irradiaba esperanza y energía, como si no hiciese tantos días que repetían el ritual de los huérfanos. El gigante se vistió y salieron.

Ante el Lutetia, a pesar de lo pronto que era, ya se había formado una larga cola que iba pasando a través de un estricto control de seguridad. Gordo presentó su carné del ejército británico y pudieron entrar antes y con más facilidad. Penetraron en el gran recibidor; decididamente, no le gustaba ese sitio. Había demasiada tristeza y esperanza a la vez en los rostros de la gente.

Ya había filas de visitantes ansiosos, detrás de los mostradores y de las mesas; también había voluntarios, enfermeras, un puesto de orientación para recién llegados, otros de cuidados, de desinfección, de alimentación y de inscripción en los registros. Por ellos pasaba un caudal de fantasmas descarnados y calvos; los espectros de lo que la humanidad había hecho a la humanidad.

Como todas las mañanas, Saskia volvió al mismo mostrador y dio de nuevo el nombre de sus padres; no estaban en ninguna lista. Repitió su petición en un despacho de la planta baja.

—Pregunta también por tu hermana —sugirió Gordo—. ¿Cómo se llama?

—Marie.

Tampoco encontraron nada. Y, como todas las mañanas, se sentaron en el mismo gran sillón. Saskia se dejó invadir por la desesperación. ¿Se había quedado sola? ¿Huérfana para siempre? Al menos tenía a Gordo, el buen Gordo que la protegería en adelante y que no dejaría que la raparan.

—Vamos a seguir esperando, varios días si hace falta —murmuró Gordo a su oído, porque veía correr las lágrimas por sus mejillas.

Discretamente, la besó en la base de su cuello. Jamás en la vida había hecho eso.

Pasó una hora. Se mezclaron con otras familias, se cruzaron con otros fantasmas. Otra hora más. Y, de pronto, Saskia la vio: era su hermana, allí mismo. Gritó su nombre, chilló, hasta diez veces. Era Marie. No tenía pelo, su cara y su cuerpo estaban deformados por la delgadez, pero allí estaba, viva. Se precipitaron la una hacia la otra, se abrazaron. Saskia podía casi levantar por los aires a su hermana. Se estrecharon, se palparon como para estar seguras de que era cierto, y rompieron a llorar, lágrimas de alegría, de alivio y de dolor.

—¡Marie! —murmuró Saskia—. Marie… Tenía tanto miedo por ti, ¡te he buscado por todas partes! ¡Hace varios días que te espero aquí!

No dijeron nada más, no podían hablar. Lo que tenían que decirse no importaba; los golpes y las violaciones ya no contaban, solo lo que les deparara el futuro. Y Gordo las contempló, a la vez emocionado y abrumado. Nunca sabría que Marie había sido arrestada un año y medio antes por un agente de la Abwehr, en el Boulevard Saint-Germain, cuando transportaba lo que ella creía que eran valiosas órdenes de guerra pero no eran más que postales de un hijo a su padre.

No habían dado las doce. Delante del Lutetia, Marie y Saskia se disponían a ir a la estación. Marie acababa de enterarse por boca de su hermana de la redada de la Gestapo en la casa familiar, después de su arresto. Y las dos jóvenes habían decidido volver a Lyon; quizás sus padres estaban esperándolas allí. Había que tener esperanzas. No querían seguir aguardando en París, y de hecho Marie no querría volver nunca, le traía demasiados malos recuerdos.

Sobre la acera delante del hotel, Saskia dio algunos pasos con Gordo, que estaba triste por perderla. Acababa de llover, la silueta de la joven se reflejaba en los charcos, muy cerca de la suya.

—Volveré pronto —le dijo Saskia—, pero tengo que ir a ver si mis padres…

—Lo entiendo.

—Volveré pronto. ¿Qué vas a hacer mientras tanto?

—No lo sé. Creo que regresaré a mi casa, en Londres.

Ella le abrazó.

—No estés triste —suplicó—, ¡si no, yo también lo estaré!

—¿Vendrás a Londres?

—¡Claro!

—¿E iremos a la playa?

—¡Sí! ¡A la playa!

Le besó en la mejilla.

Gordo sacó del bolsillo un trozo de papel y escribió su dirección en Bloomsbury.

—¡Ven conmigo! Te esperaré todos los días.

—Iré muy pronto. Te lo prometo.

Le cogió de las manos y se contemplaron en silencio.

—¿Me querrás incluso aunque haya sido puta?

—¡Pues claro! ¿Y tú, me querrás aunque haya matado hombres?

Ella sonrió con ternura.

—¡Ya te quiero un poco, tonto!

Gordo dibujó una sonrisa deslumbrante. Ella se unió a su hermana y las dos echaron a andar por el bulevar. Saskia se giró por última vez e hizo una seña con la mano a Gordo, que, feliz, no dejó de mirarla hasta que desapareció por la esquina de una calle. ¡Le quería! Nunca le habían querido.

No habían dado las doce. Mientras Gordo, enamorado, soñaba despierto sobre la acera, Stanislas y Doff, unos cientos de metros más allá, subían por la Rue du Bac.